Clásicos Inolvidables (CLXX): El príncipe destronado, de Miguel Delibes

26 julio, 2022

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La infancia es el terreno del gran misterio de nuestras vidas. Durante esos días fuimos unas personas que sufrieron cambios irreversibles posteriormente. La inocencia, la forma de ver el mundo e incluso nuestro carácter se van puliendo con el paso de los años, pero suele recaer sobre esos años el velo del olvido, a pesar de que tratemos de reconstruir a través de recuerdos, fotografías, vídeos o anécdotas compartidas quiénes fuimos entonces. A su vez, la historia de la infancia en una sociedad es también la narración de una manera determinada de vivir que tiende a desaparecer con el paso del tiempo. No son los niños de ahora como eran los niños de antes, como tampoco aquellos eran iguales a los niños anteriores. Las circunstancias vitales, la evolución de la sociedad y los cambios económicos y técnicos modifican esa etapa de la vida irremediablemente.

Suele ser un tema recurrente en las diferentes formas narrativas que nos encontramos, como el cine o las novelas. Pero quisiera resaltar precisamente el modelo de novela de formación, en la que se muestra la evolución de un protagonista infantil en su transición al mundo adulto. A ello se suman también esas novelas que podemos encontrar con bastante facilidad en cualquier librería donde el autor trata de hacer memoria de una forma de vida del pasado y la retrata a lo largo de su novela. Así, se van acumulando, como si fueran estratos terrestres, las últimas décadas desde la óptica de un adulto creador que rememora la época de su infancia. El caso que nos ocupa, sin embargo, es bastante singular. Miguel Delibes (1920-2010) ya nos había acercado a la infancia rural en algunas de sus obras, como su estupenda novela El camino (1950), reflejo de su propia vida, pues el lugar en que se ambienta la historia era el pueblo donde pasaba los veranos de su niñez. O en esa versión más crítica y ruda de Las ratas (1962), también con un niño como protagonista. Sin embargo, en 1973 publicó El príncipe destronado, que nos acerca la óptica de un niño muy pequeño para reflejar ese pequeño gran mundo de cotidianidad que le rodea. Ya no se trata del recuerdo personal, sino de un retrato generacional y también de una apuesta narrativa. Porque no se aborda como en otros casos la evolución de un niño que empieza a comprender el mundo de manera más adulta o que se desarrolla a partir de los hechos narrados, sino que es puramente un día en la vida de un niño, pero sin el tono innecesario de esos libros comerciales dedicados a los niños. Porque aunque estemos ante la historia de un niño, no estamos ante una novela para niños (aunque también puedan leerla).

Hay varios retos a los que se enfrenta Delibes en El príncipe destronado. Para empezar, el hecho de situar el protagonismo en un niño de apenas tres años, como si quisiera encontrar los límites del protagonista en edad: ¿hasta dónde podemos ahondar en un niño tan pequeño? Y podríamos seguir por ese retrato crítico que hace de la familia y de sus relaciones internas desde un narrador en tercera persona que, sin embargo, no duda en adoptar el punto de vista del menor, tratando de explicar aquello que su mente percibe. Para finalizar, toda la acción se sitúa en doce horas de un día, así se divide en lugar de en capítulos. Eso permite a Delibes mostrar tan solo un día en la vida cotidiana de una familia, pero le es suficiente para darnos una muestra cercana en la que también se perciben costumbres y hábitos en los que no necesita ahondar. Es más, aunque el modelo familiar retratado, una familia acomodada, y la infancia del protagonista nos puedan resultar algo lejanos según nuestra edad, no presenta problemas de comprensión, ya que hay ciertos puntos que siguen siendo intrínsecos a las relaciones familiares en la actualidad, a excepción, seguramente, de la presencia de un servicio en la casa, más propio de familias burguesas de mediados del siglo pasado.

Dibujo del hijo de Delibes, Adolfo, de 4 años, que ilustraba el libro.
A partir de las doce horas que vemos en la vida de Quico, nuestro joven protagonista, somos testigos de sus juegos infantiles, de su desbordante imaginación, capaz de transformar un tubo de dentífrico en cañón o avión, según sus necesidades, y también de clara y marcada inocencia, como bien demuestra al no entender el peso de la muerte (aunque le atemorice cuando su hermano finja estarlo) o lo que es un beso apasionado entre dos enamorados (que confunde con una agresión y sale corriendo pidiendo ayuda al resto de la familia). Aparte, tiene sus preocupaciones que son ajenas a los intereses del resto de personajes, más ocupados en otros quehaceres. La principal, que estará presente en toda la novela, es el aprendizaje del control de esfínteres para evitar mearse encima, demostrando a todos que ya es un niño mayor. Lo convierte en su principal orgullo, pero también en su mayor temor, cuando no pueda controlarse o no se dé cuenta y tema las consecuencias por las amenazas que ha recibido, por ejemplo, de que le cortarán el pito

Ahora bien, si hay una constante en todo el libro para el protagonista es su necesidad de llamar la atención. Así, desde el principio, muestra malos comportamientos al decir palabrotas, al menospreciar a su hermana pequeña Cristina, al robar objetos del baño o de los cajones de sus padres o, finalmente, al mentir a su madre para que no descubra que se ha vuelto a orinar encima. Ni el narrador ni ningún monólogo interno nos van a descubrir qué inquieta realmente a Quico, porque ni siquiera él lo entiende. Como sucede en muchas ocasiones, a veces son otras personas las que nos proporcionan las claves de aquello que nos pasa, por ejemplo, cuando le dan nombre a aquello que sentimos en nuestro interior y no sabíamos cómo expresarlo. Eso mismo sucede con el personaje de la tía Cuqui, pero también con el doctor Emilio. Ambos personajes señalan a la madre cómo el niño está sintiéndose desplazado por la atención que recibe su hermana pequeña, que apenas tiene unos meses. Podemos ver durante la novela cómo la Domi, una de las criadas encargada de la vigilancia y el cuidado de los niños, siente predilección por la niña, no solo porque deba estar más pendiente de ella, sino también por el trato que da a los otros niños, Juan y Quico, que son los pequeños de la casa. Algo similar sucede con la madre, que hace mimos a la pequeña, mientras que se queja del comportamiento de Quico, por ejemplo, cuando le cuesta comer, obligándole a tragar con más rapidez. O cuando descubra que el niño ha vuelto a orinarse encima, exclamando ¡Estoy aburrida de niños! ¡No puedo más!. Evidentemente, son las quejas comprensibles de una madre en el día a día. Tendrá también oportunidad de demostrar su preocupación y cariño por Quico en el capítulo de la punta y en el final de la novela.

Fotografía de Shanina
Por contra, la tía Cuqui, cuñada de la madre, muestra mayor afecto al niño, haciendo que se tranquilice y tratándolo con menos rudeza o nervios. Así, ambas mujeres conversan mientras ella acaricia al niño que está en su regazo sin que este se comporte mal, tan solo interviniendo de vez en cuando, mostrándonos que es capaz de tener buena actitud mientras recibe cariño. Hay que destacar de este personaje que también sirve para tranquilizar a la madre y es la primera que da nombre al comportamiento del niño y de la propia novela, señalándole la posibilidad de que Quico se sienta como un príncipe destronado por la presencia de su hermana pequeña. Aunque la incredulidad de la madre sea la actitud inicial, los siguientes acontecimientos, incluyendo el bonito final, acabarán por confirmar sus palabras. De esta forma, uno de los pocos personajes completamente positivos de la novela es esta mujer, que muestra tener una buena posición económica, no parece tener hijos, pero sí inquietudes intelectuales, por ejemplo, ha leído a Freud. Un modelo positivo de un perfil que estaba denostado en la época, por considerarla solterona, aunque en la obra no se llega a perfilar si estamos ante una mujer soltera o una viuda. Quiero también notar ese carácter de maternidad postiza que también retrató Miguel de Unamuno en La tía Tula (1921). 

Aparte de los juegos y conversaciones infantiles que protagonizan Quico y, en menor medida, Juan, hay también espacio para otros temas de los que el protagonista es testigo y por los que se interesa, aunque no sea aún consciente de la magnitud de los hechos. Hay tres temas que dan una muestra de preocupaciones sociales generales y también concretas. En primer lugar, tenemos los conflictos internos de la familia, protagonizados por la diferencia de opiniones entre el padre y la madre. Sin duda, uno de los mejores capítulos del libro es la discusión entre ambos, que sirve también para mostrar no solo las fricciones familiares, sino también el rol más protagónico de la mujer, capaz de llevar la contraria al marido de manera abierta y debatir de igual a igual. Incluso podemos considerar que es quien lleva la razón frente a la voz autoritaria y claramente machista del padre, que en sus comentarios menosprecia a la mujer en general, aparte de a su esposa en concreto. Así llega a decir in crescendo: lo único que has de mirar es que tu mujer no tenga pretensión de que piensa (...) la mujer en la cocina (...) la mejor de todas las mujeres que creen que piensan, debería estar ahorcada. Ante estas palabras, que escucha Quico, la madre no se achantará, aunque el narrador nos muestre cómo le afectan, señalando el temblor de menor. Las respuestas de la madre son mucho más suaves y demuestran mayor inteligencia, al tener un carácter más universal, por ejemplo, al responder: nunca creas que tú eres la verdad.

Madre (Teresa Gimpera) e hijo (Lolo García) en la adaptación cinematográfica
La raíz de esta discusión se encuentra en un conflicto social que aún sigue vigente: la guerra civil, en la que el padre participó. El hijo mayor, Pablo, que ya tiene dieciséis años, no quiere relacionarse con los intereses de su padre, pero no es capaz de llevarle la contraria, a pesar de que su madre le defiende. Delibes muestra aquí una cicatriz presente aún en algunas familias españolas de la época, pero también una cuestión universal, como es el enfrentamiento intergeneracional. Unos años antes de la publicación de este libro, de esa cicatriz que había afectado a familias enteras también nos mostró su visión Antonio Buero Vallejo (1916-2000) en su obra El tragaluz (1967). De la misma forma que Antonio Mercero (1936-2018) desplazó parte del interés de la adaptación cinematográfica que realizó de esta novela a este tema, titulando a la película como La guerra de papá (1977). Además, encontramos otro episodio relacionado, como es la despedida de Femio, el novio de una de las criadas, Vítora, que llaman familiarmente la Vito. En este caso, el joven ha sido destinado a realizar el servicio militar a África, donde corre el riesgo de morir. Por último, el narrador también nos muestra a través de las distintas conversaciones las tensiones entre el servicio de casa y la madre, uniendo a la par la desconfianza con el sentido de familiaridad. Uno de los momentos más tensos es cuando la madre decide despedir a una de las criadas, para después retomar la relación sin echarla sin más, como un hecho cotidiano, como un habitual toma y daca entre ambas partes. 

En definitiva, El príncipe destronado es un excelente retrato social de lo cotidiano centrado en el pequeño mundo de la primera infancia, que, además, rehúye de idealismos. No existen grandes tramas ni acontecimientos en la novela, pero logra transportarnos a ese ambiente a la perfección, como si nos coláramos por la ventana de una familia cualquiera y siguiéramos sus quehaceres durante doce horas. Además, logra mostrar muy bien el abismo que hay entre el mundo de los niños y el de los adultos y remata con un final que aúna la fantasía infantil con esa necesidad tan real de cariño que todos tenemos o hemos tenido alguna vez.

Escrito por Luis J. del Castillo



Retrato de Jennie, de Robert Nathan

22 julio, 2022

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Me produce verdadero sonrojo leer o escuchar a críticos literarios de postín evitando equiparar un determinado tipo de literatura, como la que hoy nos ocupa, con la ciencia ficción o la fantasía. Cayendo a veces en unos retruécanos divertidísimos, que tratan de soslayar los citados epítetos, en favor de una opinión tan objetiva y valorativa respecto a la novela en cuestión, como que, transcribo, se trata de una cosa rara. No permita Dios que el libro caiga en manos de ese género de ingenuos-que-se-lo-creen-todo, o de adultos infantilizados.

Que pervivan prejuicios hacia esta producción literaria, la ciencia ficción, la novela gótica o de fantasmas…, en audio de 2022, parece increíble, además de pasado de moda, pero así sigue ocurriendo. El contenido de la novela será bueno o malo en función de si se aparta de dichos estándares, con todo lo que ello conlleva de credulidad, superstición, falsa espiritualidad, dependencia psicológica, etc. Exactamente en la misma línea que denunciaba en mi comentario de El tío Silas (Uncle Silas, 1864; Valdemar Gótica, 2022), del elegante Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873). En relación a tales críticos, y con respeto a su opinión, tan metidos tienen los pies en la tierra que son incapaces de sacarlos de ningún tiesto. Unívocos amadores de la novela psicológica, incluso en el ámbito policial: única vía lógica para el literato serio.


Por el contrario -y no me molesta llevar la contraria, de hecho, lo considero una necesidad en los tiempos actuales-, yo sí digo que Retrato de Jennie (Portrait of Jennie, 1940; Avenauta, 2021) es una novela que entronca con los parámetros de la ciencia ficción y la literatura de fantasmas. Quizá lo que pasa es que no se está acostumbrado a una ficción ambigua, de bellos contornos literarios y resortes psicológicos. Todos los que se informan sobre materia más allá de lo normal, saben que esta no es una característica inhabitual. Quizá se olvida que existe una sublime ciencia ficción o goticismo, de talante más que de aspecto, que convive con otras formas más rutinarias (en estos momentos existen más escribientes que lectores).

Pues bien, Robert Nathan demuestra con su libro pertenecer al primer grupo, y que se puede engrandecer un género sin ningún tipo de cortapisas. Y que es saludable tener el espectro abierto y a nuestra disposición.

Al proceder con la lectura, ya encontramos un acertado y encantador paralelismo que establece el narrador desde el primer capítulo, entre las distintas estaciones del año y los humores o etapas del proceso creador. Siendo la narración en primera persona.

En efecto, el protagonista es un artista en ciernes que atraviesa una de esas fases repletas de interrogantes. De entre las que, ¿seré recordado?, no es la más banal. Más aún. ¿Valdrá la pena tanto sacrificio? ¿Me estarán engañando en mis comienzos? ¿Me estaré engañando a mí mismo?

Preocupado como está de dotar a su arte pictórico de un espíritu virtuoso, por supuesto personal y reconocible, además de comunicativo con los demás, Eben Adams, que así nos dice que se llama, de veintiocho años (XIII), especula cómo y cuándo dominará ese don primordial que es cualidad esencial en el artista, y que ha empezado a manifestarse como a borbotones. Esa cualidad que va más allá de la necesaria técnica, y abre al creador las puertas de la eternidad. Una larga vida, por encima de erigirse en figura popular, algo en lo que Eben no está excesivamente interesado.

Niños jugando en la nieve, imagen invernal de Nueva York en los años cuarenta
Estamos, a su vez, ante el retrato de un mundo que, por descontado, se interesaba por el arte a un nivel general, aún en grupos específicos -no necesariamente selectos o escogidos-, en lugar de empeñarse en domeñarlo, estratificarlo, triturarlo y regurgitarlo a través de consignas ideológicas restrictivas o vanguardistas (la escuela de la vanguardia). Esto se denota en el personaje del galerista Henry Matthews, cabal, leal, de cuya largueza puede dar testimonio Eben cuando, según recuerda el joven pintor una tarde de invierno de 1938, me había quedado sin dinero ni amigos.

El novelista Robert Nathan (1894-1985), el mismo autor, por cierto, que dio pie a la estupenda La mujer del obispo (The Bishop’s Wife, Henry Koster, 1947), en novela de 1928, además de participar en la escritura del guión de Las blancas rocas de Dover (The White Cliffs of Dover, Clarence Brown, 1944) o El reloj (The Clock, Vincente Minnelli, 1945), toma de la presente el estado de ánimo especial de su protagonista (liviano o inquieto, casi alterado por la necesidad), como paralelo dramático, cuando lo enfrenta a la dimensión desconocida. Esa que deja abierta la interpretación al lector porque, precisamente, posee una consistencia física. En ese invierno en el que, bajo la espesa capa de nieve, no había mucho que ver (I), Eben va a ser forzado a mirar por encima de lo habitual. En concreto a Jennie Appleton, con todo lo que supone de boquete y alteración espacio-temporal. Una presencia que interactúa con él con total fisicidad, insisto (como muchas veces han sido descritos los fantasmas). Aspecto que convive junto a otra reflexión más terrena, aunque no necesariamente tan cercana. ¿Qué ven aquellos que nos leen, escuchan o contemplan a nosotros o algunas de nuestras obras? ¿Percibirán igual o de manera distinta? Para Eben, no obstante, su fe estriba en su arte. Deja bien claro que yo no era ni un místico ni un revolucionario (II). Pero su forma de ver y sentir la pintura es la de un poeta (muchos lo son fuera del ámbito de la poesía). De un médium.


En su trajinar diario, Eben cuenta con dos conocidos cercanos a la amistad, el taxista Gus Meyer, y el señor Moore, dueño del bar Alhambra. Otro colega pintor es Arne Kunstler, al que de cuando en cuando visita, pues no se llevan mal. Poco después, los galeristas Matthews y la señora Spinney. Narrativamente, se alternan estas vivencias con los encuentros en su modestísimo estudio con la joven que ha conocido en Central Park, mientras la pinta. Con sus bruscas, aunque anunciadas, desapariciones. Al punto que, en determinado momento, Eben encarga a Gus que localice a Jennie entre el marasmo neoyorquino (VI). Como dos planos de realidad que convergen a sabiendas únicamente de ella, la joven se convierte entonces en otra forma fantasmal en vida, es decir, a través de sus cada vez más prolongadas ausencias. En un recuerdo que se hace presente siempre que viene a la mente, o de nuevo se materializa, en puntuales y espaciados acercamientos cuánticos.

Además, como ya hemos observado, los fantasmas no han de ser forzosa e históricamente incorpóreos: Jennie bebe chocolate y patina. Posee una materialidad. Hasta alcanzar una mayor intimidad en su relación con Eben, incluso (XV). Se muestran congelados en la plenitud de su atractivo y salud, por demás. Esa bella proporción que sobrepasa lo meramente físico y orgánico (incluido el acto sexual).

Empero, prevalece cierta sensación de lejanía. La sensación de estar dentro de un sueño, y sin embargo despierto (IV). Para ello, uno debe a veces creer en aquello que no puede comprender. Ese es el método, tanto del científico como del místico (X). El artista está avanzando en su evolución total.

En efecto, a algunos, eso de la “espiritualidad”, la creencia en algo más o la trascendencia, llámese como se quiera, le trae inmediatamente a la sesera malos conceptos y praxis, cuando lo cierto es que a otros nos ha venido dado por vía de la ciencia y no de lo religioso (sin menoscabo de ello). Quizá la una confirma la otra. Como dos vasos comunicantes. Pensamos que solo hay una carretera (XI), reflexiona Eben. Robert Nathan deja muy bien establecidas sus apreciaciones sobre el particular.

De manera similar, la posición de Eben frente a la pintura es distinta a la de Arne. Si al primero no se le caen los anillos, pues un artista trabaja para comer (XII), Nathan nos proporciona una excelente descripción del otro personaje, de su personalidad y criterio artístico, concentrada en un solo párrafo (VIII). Para Arne, el arte solo puede significar algo para el artista que lo crea. Nada más. En tanto que Eben desea legarlo al mundo, sintonizar con los demás. Y eso es justamente lo que hace con Jennie.

Tormenta eléctrica en el mar
Pese a su deseo de fundirse con ella, me di cuenta de que seguía anclado a la tierra (XI). Si bien, Eben acabará inmerso, de forma literal, en el elemento agua, al final del libro, precisamente como vehículo que le pone en disposición de abrazar esa otra realidad que se nos escapa de entre las manos, pero que el protagonista ha percibido muy bien a través de sus sentidos. Hay sistemas solares enteros sobre nosotros (…) El tiempo se extiende infinitamente hacia todos los lados (XVII). Y esto es lo que pone en práctica Robert Nathan en su novela, en consonancia con las teorías expuestas por el ingeniero aeronáutico, filósofo y soldado J. W. Dunne (1875-1949), que también fueron adoptadas por J. B. Priestley (1894-1984) y Thornton Wilder (1897-1975), en sus fundamentales El tiempo y los Conway (Time and the Conways, 1937) y Nuestra ciudad (Our Town, 1938). También Retrato de Jennie es una pieza en la que el tiempo se difumina. Invitándonos de paso a apreciar nuestro pasado, el nuestro y el que nos circunda, quedándonos con lo mejor, lo más hermoso y agraciado, trayéndolo a nuestro presente (no hay mejor definición para el arte). O trasladando dicho presente al pasado, en simbiótica y sincrónica interactuación, pues en esta paralela disposición de la realidad, no existe el tiempo, y el espacio se funde sin confundirse.

De este modo, para nuestro protagonista, el pretérito se hace más real y relevante de lo que estimaba. Sus consideraciones sobre el destino y la predestinación confluyen en un determinismo anímico y amoroso envuelto en los ropajes del -siempre necesario- libre albedrío (XII). El pintor vive en su -nuestro- plano de realidad, en la sustantividad. Un presente donde el amor se consuma, pero sin apenas vínculos familiares con otras personas. Pintor, por cierto, conceptual, que se las ha de ver con lo teóricamente intangible. Algo que para él sí toma forma, a diferencia de su amigo Arne, interesado con exclusividad en lo abstracto. Lo que no obsta para que la amistad entre ambos sea franca. La vida debería imitar al arte.

Patinando en el hielo, Nueva York
La conclusión de la novela se desenvuelve en el mismo escenario que la adaptación cinematográfica, con ligeras y no muy insalvables variantes (XVIII). Eso sí, la película sabe incorporar un episodio sustancial: las indagaciones de Eben en el colegio de religiosas al que asistió Jennie.

Por algo el texto permite un rosario de reflexiones. Encauzadas al mejor regalo que quepa imaginar: la inmortalidad plasmada en un lienzo (un libro, una composición, una imagen). De un personaje que, a su vez, parece intemporal en su cualidad de aparecido. ¿Cuántos de los retratados por un artista en una pintura no son ya sino un fantasma que pervive y se nos manifiesta a través del óleo o las acuarelas? Fascinante y proceloso proceso hasta que por fin el retrato de Jennie reposa en una galería (XII).

La edición de la obra se completa con algunas ilustraciones de Elena Ferrándiz (-). Dibujos bosquejados, sugerentes y algo brumosos. Como si fueran los bocetos del propio artista, en feliz compañía. Una mímesis bien traída.

Respecto a la adaptación cinematográfica, no voy a incidir en ella, puesto que ya le dediqué un artículo, disponible en esta revista digital, que además forma parte del contenido de mi libro El autocine (Gami, 2017). A ellos les remito, si tienen a bien, y por supuesto, a esa excelente extrapolación de William Dieterle (1893-1972), que cuenta con un final algo distinto al de la novela, aunque, como digo, igual de emotivo y trascendente.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCIX): El exotismo en el cine II. El embrujo de Shanghái y Una aventurera en Macao, de Joseph von Sternberg, y Tambores de África, de James B. Clark

15 julio, 2022

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La luz y el rostro son dos elementos esenciales y bien delimitados por los grandes cineastas de la etapa clásica del cine, entre los que se cuenta el vienés americanizado Joseph von Sternberg (1894-1969). El rostro es portador de un lenguaje múltiple, por lo que expresa, consciente o inconscientemente, y por lo que mantiene oculto e inescrutable. También el rostro lo dice y lo calla todo en El embrujo de Shanghái (The Shanghai Gesture, United Artist, 1941), escrita por el propio Sternberg, en colaboración con el más esporádico, como guionista, dramaturgo húngaro Geza Herczeg (1888-1954), y el a todas luces excelente Jules Furthman (1888-1966), en torno a una obra teatral de John Colton (1887-1946). Curioso autor este, responsable de los guiones de Orquídeas salvajes (Wild Orchids, Sidney Franklin, 1929) y Bajo la lluvia (Rain, Lewis Milestone, 1932), inolvidable adaptación de Somerset Maugham (1874-1965), así como Atormentada (Under Capricorn, Alfred Hitchcock, 1949), respecto a la pieza de Helen Simpson (1897-1940); junto a las muy reivindicables y atmosféricas El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935) y El poder invisible (The Invisible Ray, Lambert Hillyer, 1936). O sea, que Colton evidenció una personalidad más que interesante. La fotografía de la película corrió a cargo de Paul Ivano (1900-1984), la edición de Sam Winston (1877-1965) y los decorados, imprescindibles, son del ruso afincado en EEUU Boris Leven (1908-1986). La lista de películas en las que este intervino y ayudó a definir resulta abrumadora.

Volvemos al terreno de lo exótico. En la excelente El embrujo de Shanghái, título mucho más bonito en español que en inglés, la urbe es una urdimbre de conexiones no siempre perceptibles a simple vista, o sintomáticas, si se prefiere. Un refugio de gentes que querían vivir al margen de las leyes y las costumbres, como relata la siempre bienvenida voz en off; a oscuras, pero que sale a esta luz y es dueña de un narrador omnisciente. Una moderna Torre de Babel. Espejo distorsionado a la fuerza, independiente incluso en época de conflicto bélico (la Segunda Guerra Mundial [1939-1945]), con sus calles atestadas, donde se encuentran, sin darse cita, el zalamero Omar (hora es ya de reconocer la adecuada labor de Victor Mature), el banquero sir Guy Charteris (Walter Huston, magnífico como siempre), Madre Gin Sling, la enigmática dueña del principal casino de la zona (Ona Munson), y los restantes personajes que citaré a continuación.

La ambientación en estudio deviene maravillosa, y no hace sino acrecentar tal categoría de realismo difuso y alegórico. De alarmante presteza interior y elegantes maneras, que apenas encubren la frustración y el carácter de espabilados, supervivientes y listos que acaban mordiendo el polvo, cada uno a su manera. Atmósfera y disposición que se pueden concentrar en la imagen iniciática de un guardia urbano al que nadie parece hacer caso en plena vía de desarrollo o involución. O en el ama de casa Amah (Maria Ouspenskaya), que no suelta prenda verbal, pero que con su presencia lo enuncia todo.

Generalmente, el acercamiento a tierras indómitas y exóticas lo procura la llegada de un personaje nuevo. Aquí se cumple y paladea el requisito por partida doble. Partida de muy distintos resultados y con un marcado acento femenino. Por un lado, Dixie Pomeroy (Phyllis Brooks), zagala de Brooklyn (Nueva York, EEUU), con aspecto de escapada de casa; por otro, Victoria “Smith”, apodada Poppy, que, aunque es residente desde hace algún tiempo, no resulta menos extranjera. Esta última, interpretada por la inigualable Gene Tierney (1920-1991). En suma, la “vulgar” y la “sofisticada”, que se hace acompañar esporádicamente por un ¿amigo, conocido? llamado Percival Montgomery (John Abbott), especialista en joyería.


Yin y yang no desdoblado en estas dos mujeres, sino concentrado en cada una de ellas. Puesto que los roles se invertirán. En tanto, los dimes y diretes pasionales se amalgaman a su vez en un espacio conciso, aunque abierto a múltiples experiencias y niveles de realidad, el citado casino de Madre Gin Sling. Nunca cierra. Que es como decir que sus efectos duran toda la vida. La vorágine del entorno se traduce entonces en los juegos de azar, de los que la vida parece el más dificultoso. La señora Fortuna viste aquí distintos ropajes, masculinos o femeninos, en una confortadora pero letal androginia. Peristas, crupieres, cajeros, bármanes, cleptómanos, ludópatas, dragones disfrazados de personas, un ambiente decadente que se alimenta de una familiaridad extraña, en aprensión de Poppy. Gente sin país. Gobernadores, especuladores, alcahuetes. Acierto de Sternberg es introducir en su calculado desvarío, como materialización y nuevo desdoble, las figuras de porcelana que representan el físico y entendimiento de los comensales convocados a una velada presidida por Gin Sling (nombre de cóctel, máscara y subterfugio), cuya tapadera es la celebración del Nuevo Año Chino (hacia finales de enero o comienzos de febrero).

Las identidades permanecen veladas y en secreto la mayor parte del tiempo, hasta que las circunstancias hacen que emerjan a la luz antes de ir a dar a un mismo arroyo. Una luz oscurecida, de falsos oropeles, y que rara vez indica la puerta de salida.

Así lo atestigua la decadencia vertiginosa de Poppy (mote, avatar o nick, enlace con una juventud del presente), en sintonía con su supeditación a Omar. Hoy se contaría esto -ya se ha hecho-, de forma más gráfica y desagradable, pero no mucho más eficaz. Es el embrujo de la oscuridad. Pero tamizado por la elegante cámara de un cineasta expresivo y personal.


Es el exotismo como escenario de las alturas y bajezas de la condición humana, donde la venganza es un plato que se sirve frío y se atraganta. También está el cine, como elogio de la luz. Esta, como iluminadora u oscurecedora de pasiones. Y la pasión, consumada o abortada, como marca no siempre visible del rostro que de manera dislocada llevamos a cuestas. Al fin y al cabo, para Sternberg, lo fatal está en la belleza, y no en la mujer o el hombre per se.

Once años después, en 1952, y pese a las incorporaciones en la realización de directores de distinto cuño como Robert Stevenson (1905-1986) y Nicholas Ray (1911-1979), Sternberg filmó y firmó Una aventurera en Macao (Macao, RKO Films). Escrita por Bernard C. Schoenfeld (1907-1990), que acabó colaborando en La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) y para Alfred Hitchcock (1899-1980), y por Stanley Rubin (1917-2014), a propósito de una historia de Bob Williams (1924-1976). La película, que es un arrebatador divertimento, cuenta con estupendos actores de soporte como Gloria Grahame (1923-1981) y Thomas Gómez (1905-1971), e incorpora a la trama canciones como One for My Baby (1943), del espléndido Harold Arlen (1905-1986), con letra del no menos provechoso Johnny Mercer (1909-1986), y Ocean Breeze y You Kill Me, de Jule Styne (1905-1994) y Leo Robin (1900-1984), que tampoco andaban mancos. Los decorados fueron dispuestos esta vez por ese genio que fue Albert d’Agostino (1892-1970), en colaboración con Ralph Berger (1904-1960).

De nuevo el recurso de la voz que puntúa y matiza el relato, correspondiente al locutor Truman Bradley en el original (1905-1974), nos pone en antecedentes. Macao es una fabulosa mancha en la superficie de la Tierra, junto a la costa sur de China. Antigua colonia portuguesa, se trata de la encrucijada y el Monte Carlo del lejano oriente. Un espacio con dos caras. Paraíso de los fugitivos, donde hay zonas en las que la policía no osa penetrar. Esto nos recuerda vivamente las descripciones preliminares de las distintas versiones de Pepe le Moko (Pépé le Moko, 1931), de Henri la Barthe (1887-1963). Pero también otras posteriores incursiones, como la formidable Saint Jack, el rey de Singapur (Saint Jack, Peter Bogdanovich, 1979), aunque en este caso, la vivaz y sórdida descripción correspondía en su totalidad a la cámara. El exotismo ampliando su campo de acción a lo impúdico y desastrado no habría sido posible, empero, sin los ejemplos que estamos retratando.

Sea como fuere, un apretado nudo gordiano es compartido por todos estos argumentos. El de que, en esta ley de la calle, la justicia, el destino, que suele ser lo mismo, le suele alcanzar a uno (salvo que se controle desde un infecto gobierno). Dependerá muchas veces de a cuánta distancia se sea capaz de lanzar un cuchillo y guardar la ropa. Algo que ya ha comprobado en propias carnes el teniente de la policía Daniel Lombardi (John Daheim), hallado en el río, y no nadando precisamente. Procedente de Nueva York (EEUU), Lombardi se hallaba de incognito, lo que no ha sido óbice para ser descubierto y ejecutado. ¿Por quién?

El comandante Martin Stewart de la policía internacional en Macao (Edward Ashley), trata de averiguar el nombre del asesino, o rizando el rizo, el nombre de quien dio las órdenes al asesino.


De nuevo interviene el azar. Tres pasajeros se conocen tal que así. Y por una necesidad que les va a unir incluso con riesgo de sus vidas. Son Julie Benton (Jane Russell), cantante itinerante, viajera anímica y ocasionalmente ladrona, según lo requieran las circunstancias del hambre que aprieta; Nick Cochran (Robert Mitchum), aventurero que aún no ha perdido su sentido particular del honor, y el vendedor trotamundos Lawrence C. Trumble (William Bendix). Volver a confiar en alguien es para todos ellos el mayor escollo a sortear.

En un mar donde aflora la fortaleza de carácter. Así, Julie parece en principio incapaz de quitarse a un moscón de encima. Parece, porque en seguida nos demuestra que sí es muy capaz, y no solo de eso, sino de (re)conducir su vida. Al cabo de muchas calles, Julie va a confirmar, si es que no lo sabía ya, cómo a veces resulta más difícil recoger velas que izarlas. Pero también que, hasta un viaje en paquebote, sampán, junco o rickshaw, puede resultar fascinador. Sobre todo, si está salpicado por un diálogo chispeante. Todo depende de la compañía.

Estos tres personajes convergen en Vincent Halloran (Brad Dexter), dueño de un casino y de casi todo Macao. De hecho, Vincent es un remedo del referido Pepe le Moko. No puede traspasar un límite geográfico fijado en tres millas sin peligro de ser extraditado. Incluso presenta algunos rasgos del Rick de Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942), pero en su acepción menos benevolente. Su apostura no deja de recordar que sus intereses son soterradamente mezquinos.

Juntos entrarán en contacto con esta nueva Babel, autorizada más que legislada por el teniente José Sebastián (el excelente Thomas Gómez), o la crupier y acompañante Margie (Gloria Grahame), persona de confianza para Vincent, aunque este calificativo siempre venga grande. Margie también puede ejercer de sugestiva carcelera, por la gracia de los dados.

Independientes y seguros de sí mismos, pero nunca de los otros, estos personajes solo se muestran vacilantes y movedizos cuando el amor anda de por medio. Gran y anhelada incomodidad. Por su parte, el dinero es un bien tan escaso como volátil. No presenta más importancia que la de conocer el nombre de la próxima estación. A veces, ni eso.


Junto al hecho de que los actores están geniales en sus cometidos y desparpajos, hay que señalar que, en Una aventurera en Macao, se sabe sacar provecho de los contados pero primorosamente dispuestos decorados de Albert d’Agostino. Habitaciones de hotel con mimbres, helechos y gustosas veladuras. La realización es fina y dinámica, sin apenas mover la cámara. La progresión narrativa, modélica. Por ejemplo, intuimos el peligro que acecha a Nick antes de que se materialice, al esclarecerse la identidad de otro de los personajes (de cara al espectador). Cuando estos se van conociendo entre sí, es cuando los chascarrillos e ingeniosidades van cediendo terreno a ese algo más indefinido que llamamos atracción y luego amor, auspiciados por la súbita expresión hablas en serio, ¿verdad? No en vano, para los protagonistas, los pasados pesan como una losa en el presente. Sin embargo, aún les queda el futuro.

Una aventurera en Macao es, en suma, el romance, bellamente tamizado por un guión y una cámara, de dos personalidades fuertes, decididas y supervivientes. Puede que no se encuentre entre las obras más vanagloriadas de Joseph von Sternberg, pero sin duda es definidora de su bagaje. Y a mí me encanta.

Nuestra tercera película para este artículo es Tambores de África (Drums of Africa, MGM, 1963), en la línea de otras modestas y algo estrafalarias crónicas aventureras como Tanganica (Tanganyka, André de Toth, 1954), Jivaro (Íd., Edward Ludwig, 1954), Harry Black y el tigre (Harry Black and the Tiger, Hugo Fregonese, 1958) o El aventurero de Kenia (Mister Moses, Ronald Neame, 1965). Dirigida por el apenas conocido James B. Clarke, principalmente editor de películas tan señeras como Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, John Ford, 1941) o Tú y yo (An Affair to Remember, Leo McCarey, 1957). No tiene el poso de La reina de África (The African Queen, John Huston, 1951), el morbo de Mogambo (Íd., John Ford, 1953) o la indumentaria de Hatari (Íd., Howard Hawks, 1962), porque su radio de acción es otro, el del Autocine. En cambio, sí posee la solidez del desparpajo y el tomarse en serio la profesionalidad del esparcimiento.

En efecto, también el territorio africano ha servido como escenario de lujosos pasatiempos exóticos y aguerridos melodramas pasionales. Espacio más abierto y aireado que los previos, Tambores de África nos pone a cambio en contacto con la estrechez de miras, no solo telescópicas, de algunos de los protagonistas. Antes de consignarlos, anotar como curiosidad que la actriz principal, Mariette Hartley (1940), linda y luminosa, es bien conocida entre los trekkies como yo, debido a su participación en el capítulo cardinal Todos nuestros ayeres (All Our Yesterdays, Marvin Chomsky, 1969), de la serie original.

Pues bien, estamos en 1897, en África ecuatorial del este, si bien las posturas y los peinados son de los años sesenta. Tanto da. Nos adentramos en la espesura de una etapa en la que el negocio de los ferrocarriles, el internet de aquel tiempo, unía o distanciaba a las gentes con igual desenvoltura. Un encuentro inicial con hipopótamos sirve de marco a la presentación del ingeniero de caminos pedregosos y caballos de hierro, David Moore (el televisivo Lloyd Bochner), y el sobrino del adinerado financiero sir Gerald (que no aparece), Brian Ferrers (Frankie Avalon). Brian es algo patoso y ha estado a punto de fenecer de las formas más peregrinas desde que pisó suelo salvaje. Verbigracia, cuando se pone a hacer monerías a una mona en la que es su primera expedición por tierra.

A estos se une, muy a su pesar, Jack Courtemayn (el sensacional característico Torin Thatcher), considerado como el mejor guía del África oriental. Pero Courtemayn, Court para los amigos, está en contra del progreso sistemático y de la presencia en general del “hombre blanco” sobre el “continente negro”. Salvo contadas excepciones, como la de la joven misionera Ruth Knight (Mariette Hartley).


Esta diferencia de criterio será el punto de fricción entre los protagonistas. Y está bien considerado. El progreso mecánico, industrial y cultural, frente a la posible pérdida de los valores y tradiciones más ancestrales (se supone que bellos). El punto intermedio estriba, como es razonable suponer, en la necesaria capacidad de elección del indígena, a la hora de ser capaz de tomar sus propias decisiones, una vez entiende las distintas posibilidades que el nuevo mundo le ofrece; o por el contrario mantenerlo en la “pureza” del adanismo agreste. Progreso que puede ayudar a un pueblo a salir de la Edad de Piedra, como le recuerda el líder y guía Kasongo (Hari Rhodes) a Court. Le aprecio a usted y quiero a África, pero deseamos la posibilidad de poder avanzar.

Court mantiene unas relaciones amistosas con los nativos. Con Kasongo por bandera. Trato diferente al de otros guías blancos, oportunistas y trapaceros, como Antonio Viledo (Michael Pate), que ni fija ni da esplendor. Si bien esta relación benéfica -y estancada, hasta ahora- no queda exenta de una actitud paternalista, de egoísta señorío, pues para Court el nativo es básicamente un ser pobre, sin educar y supersticioso. El reto consiste en vencer en buena lid el primitivismo del buen salvaje sin por ello renunciar a las esencias y herencia africanas.

Luego están los cazadores furtivos y los esclavistas. A diferencia de los recién llegados, estos se mimetizan con la selva. Buena definición por parte de Ruth, de la que pronto vamos a saber que Court está secretamente enamorado. No obstante, la diferencia de edad, supondrá un impedimento por ambas partes. Oriunda e hija de europeos (bien podría serlo de Katharine Hepburn [1907-2003] y Humphrey Bogart [1899-1957]), será más penoso para Court ceder en este terreno, que apartarse de todas las hectáreas de la sabana africana. Él es el hombre maduro que, habiendo renunciado a muchos lujos, tampoco se puede permitir el de expresar abiertamente sus sentimientos hacia alguien más joven, porque piensa que es algo que no le corresponde, o porque la veteranía y experiencia no son un grado en esta tesitura.

A esta intimidad dolorosa le corresponde la quietud y sosiego que proporciona la noche africana. Tiempo para un romance alternativo, además de una canción a la luz de los candiles. De igual modo que a la muerte amorosa le sigue la corporal, que no tarda en materializarse. Hay dos: la de un elefante que embiste por herida de bala, y la de otro elefante que se deja morir porque sabe que está herido tras su lucha con el entorno.


Mientras cada uno se aclimata a su destino, el grupo se dirige a un lugar denominado Ambutu, donde más que llegar, lo importante es avanzar. Y donde en lontananza prevalece el lenguaje de los tambores, cuyo contrapunto son los cánticos guturales de las amarguras y alegrías del ser humano.

De entre las muchas películas filmadas o ambientadas en suelo africano, se me ha ocurrido rescatar esta, porque pese a que aún es merecedora de una cuidada edición o restauración, destaca por su entretenida sencillez. Y porque, la verdad, me encanta Frankie Avalon (1940).

La fotografía fue de Paul Voguel (1899-1975), el maquillaje del sempiterno profesional William Tuttle (1912-2007), la música del inspirado y reivindicable -buen intérprete y compositor de jazz- Johnny Mandel (1925-2020), y los mimbres dialógicos de Robin Estridge (1920-2002), según la historia proporcionada por él mismo y Arthur Hoerl (1891-1968). La canción que canta Avalon, y a la que antes nos referíamos, es la hermosa balada The River Blue, de Mandel, y está recogida en la banda sonora editada por FSM (Vol. 12, nº. 4, 2009). La dirección resulta correcta, con las transparencias e insertos fotográficos de rigor, y algunas bonitas estampas y decorados, de consabidos cambios de contraste lumínicos, perpetrados en el estudio (Metro-Goldwyn-Mayer), pero que dan aliento florido al conjunto.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, de Lana y Lilly Wachowski

11 julio, 2022

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Esta reseña comenta y explica cuestiones relativas al argumento. Atención, spoilers.

Matrix (The Matrix, Lana y Lilly Wachowski, 1999) supuso un éxito que exigía más. Después de haber logrado unir un planteamiento de tintes filosóficos con una acción clásica, pero modernizada gracias a los efectos visuales y especiales, era de esperar que las hermanas Wachowski siguieran abordando esta fusión, pero ampliando aún más su propio cosmos, esta distopía en la que las máquinas dominan un planeta prácticamente inhabitable mientras usan a los humanos como fuente de energía. Para ello, realizaron lo que considero que fue un díptico que completaría la trilogía, en la que podemos situar a Matrix como una introducción que queda suelta mientras que las dos siguientes están irremediablemente unidas, tanto es así que se estrenaron con apenas meses de diferencia. Nos referimos a Matrix Reloaded (The Matrix Reloaded, 2003) y Matrix Revolutions (The Matrix Revolutions, 2003).


Para situarnos, es necesario tener en cuenta que al final de Matrix, nuestro protagonista y héroe mesiánico, Neo (Keanu Reeves), ha descubierto que el mundo que conocía era una mentira virtual creada por las máquinas para someter a los humanos, pero también que él puede ser el Elegido, según una profecía, alguien capaz de conocer y alterar el código de programación de ese mundo digital. Ha conseguido, por tanto, desarrollar su potencial enfrentando a los terribles agentes que mantienen el control de Matrix, habiendo derrotado a uno de los más peligrosos, el agente Smith (Hugo Weaving). Ahora bien, si podemos entender que Matrix fue una historia que podríamos considerar autoconclusiva, con un personaje que debe aceptar su rol de Elegida y escapar de la realidad virtual en la que vive, ¿cuál debe ser el siguiente paso que debían abordar las hermanas Wachowski? 

El cumplimiento de la Profecía. En realidad, Neo solo había abarcado su aceptación como héroe, consiguiendo además desplegar su potencial dentro de Matrix, pero ahora debe cumplir con la misión que el destino le tenía reservado. Al menos, así lo cree Morfeo (Laurence Fishburne), que sigue los designios del Oráculo (Gloria Foster, en la que fue su última película, en la siguiente entrega sería sustituida por Mary Alice), un ente de Matrix que descubriremos que es un programa informático que ha tomado conciencia. El destino del Elegido en esta historia es acabar con la guerra que existe en la realidad entre máquinas y humanos. Aunque ahí es donde se plantea el dilema filosófico que rige Matrix Reloaded: ¿tiene Neo capacidad de elegir o debe cumplir con lo que el destino le dicta?


Uno de los aspectos más interesantes a debatir de la obra es cómo Neo se convierte en Elegido dentro de un mundo virtual dominado por las máquinas. Y ese es el precisamente el giro de tuerca que se da al final de Matrix Reloaded. En realidad, no solo es que Matrix sea un mundo virtual, sino que ha sido reiniciado en varias ocasiones y en cada reinicio se coloca a un nuevo Elegido para que, al cumplir con la profecía, se una a la base de datos central, o Fuente, y se reinicie el programa con la recopilación de datos realizada. Es decir, en realidad Neo es una pieza más del sistema que funciona como actualización y al que se le somete a una serie de falsas dicotomías en las que se le presupone libre albedrio, cuando nunca tuvo ninguna capacidad de elección. Este es, sin duda, el punto más interesante de la trama, que se resume en el encuentro final entre el Arquitecto (Helmut Bakaitis) y Neo, momento en que el protagonista rompe la rueda y toma una decisión que supone evitar ese reinicio, aún a costa de la vida de los habitantes de Sion, de la que hablaremos posteriormente. Cabe destacar que el Arquitecto es quien explica tanto a Neo como a la audiencia la realidad de Matrix, retorciendo el significado de la primera entrega y mostrando mejor que nunca los límites de esta distopía, construida con las bases de 1984 (George Orwell, 1949)

En efecto, como en todo viaje del héroe, en toda la saga de Matrix se dan una serie de circunstancias casuales que permiten al héroe lograr la victoria, pero en este caso es que el propio enemigo es quien permite que esto suceda. Estamos ante un paradigma de eterno retorno, en el que la inteligencia artificial que maneja Matrix crea una falsa ilusión de mesías para dar esperanza a los seres humanos y así mantener controlados a quienes acaban liberándose del dominio de este mundo virtual. Esto supone para Neo una gran desestabilización, porque acaba con la fe que le había inculcado su mentor, Morfeo, y también con su propia identidad. Sin embargo, hay un elemento crucial, y algo tópico, que permite que el protagonista rompa este ciclo: el amor. De manera egoísta, nuestro héroe opta por intentar salvar a la persona que ama, Trinity (Carrie-Anne Moss), siendo consciente de que con esa decisión está permitiendo que las máquinas ataquen la ciudad en la que viven los supervivientes de Matrix. Y es una decisión bastante curiosa, porque en secuencias anteriores había incluso llegado a besar a otra mujer por lograr cumplir con la profecía, pero cuando su decisión puede suponer la muerte de Trinity, entonces el amor juega un papel superior al de su misión.


En Matrix Reloaded y muy especialmente en Matrix Revolutions juega un papel muy relevante Sion, la ciudad en la que sobreviven los humanos que han logrado escapar del control de Matrix. Debemos mencionar que la ambientación postapocalíptica y tecnológica que plantean las hermanas Wachowski muestra la degradación absoluta del medio ambiente (el mundo está cubierto por una tormenta eterna y los seres humanos malviven en las entrañas terrestres, en cuevas hechas mediante conductos metálicos, sin vegetación ni muestras de vida natural) y también una sociedad militarizada y en guerra continua con seres que son superiores en armamento y número. Sobre ello podemos destacar la semejanza en la ambientación que tiene Aliens: el regreso (AliensJames Cameron, 1986), incluso en el modo en que las máquinas atacan Sion por conductos, causando el mismo pavor que los xenomorfos, o los exoesqueletos que usan los humanos para combatirlos, ya en la tercera entrega. No obstante, a pesar de esta ambientación futurística, también tiene un componente tribal o prehistórico, que se puede observar en algunos elementos de vestuario o en la forma en que realizan una fiesta de tintes eróticos que supondría un reflejo opuesto al mundo que han creado las máquinas: carne y calor incluso en los colores rojizos y ocres frente al metal y los cables, es decir, la frialdad azul o verde de las máquinas.

Precisamente, la forma de organización social está militarizada: todos responden ante un gran consejo de sabios, que son los mayores en la sociedad, pero, a la vez, están liderados por un comandante, que controla a los capitanes de las naves que emplean para desplazarse por el mundo. Una de las cuestiones principales que se trata en esta sociedad es la división entre los creyentes en la profecía, que estarían representados por Morfeo, quien cuenta con el apoyo del consejo, y los ateos, que están representados por el comandante Lock (Harry J. Lennix). Este personaje mantiene una actitud arrogante y contraria a todo lo que representan los protagonistas; sin embargo, como descubriremos posteriormente aunque nunca se le reconozca, tenía razón y actúa siempre a lo largo de la obra para conseguir el mayor bien para Sion. No obstante, la forma en que está escrito e interpretado suele suponer un rechazo para el espectador, que sentirá más empatía por los protagonistas, sobre todo al conocer las habilidades de Neo.


Mientras que en Matrix Reloaded hay un equilibrio entre ambos mundos, el real y el virtual, en Matrix Revolutions ocupa un lugar primordial el mundo real, en el que las hermanas Wachowski colocan una gran batalla final entre el ejército humano y las máquinas a las puertas de Sion. Sin duda, una muestra más de su efectismo y de la identidad de acción bélica que acaba adquiriendo la saga conforme avanza. Ahora bien, como en otras obras épicas, el héroe real no suele estar en esta batalla, sino que son otros, esos anónimos que acaban adquiriendo un nombre propio tras esta contienda, los que luchan mientras el héroe toma un derrotero distinto: el camino para acabar con todo de una vez por todas. Así lo vemos en, por ejemplo, El retorno del rey (The Return of the King, J.R.R. Tolkien, 1955) o en varias ocasiones en la saga de Star Wars, por ejemplo, en El retorno del Jedi (Star Wars. Episode VI: Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983) o en la más reciente El ascenso de Skywalker (Star Wars. Episode IX: The Rise of Skywalker, J.J. Abrams, 2019). En efecto, junto en las terceras partes o desenlaces de sus respectivas trilogías. Pero es más, la historia finaliza, como no es de otra forma, con el sacrificio del protagonista, en este caso con el tono mesiánico de tintes cristianos (podemos observar la forma de cruz que tiene el cuerpo de Neo en las últimas secuencias o su entrada hacia la luz). A pesar de su reticencia inicial, de su deseo egoísta y romántico, Neo acepta su destino, pero lo hace de forma consciente y libre, logrando, de camino, cambiar no solo el mundo virtual, sino también el mundo real, al otorgarle un nuevo significado con su trato con las máquinas para lograr la paz.

No obstante, más allá de este viaje del héroe, nos encontramos con algunas características que acaban desmereciendo el resultado final. Por una parte, la historia plantea al agente Smith como villano, pero un villano alternativo al de las propias máquinas: es un programa consciente de sí mismo que ha logrado independizarse del control de Matrix y que se acaba convirtiendo en un virus informático. De facto, como él mismo se encarga de explicar, es la contraparte necesaria del héroe, su rival, contra quien se tendrá que enfrentar en el tramo final de la historia. Ahora bien, la manera de funcionar de este personaje es anómala, aparece por conveniencia del guion y su objetivo va variando sin demasiado sentido. Por ejemplo, acaba teniendo la capacidad de alterar la mente de un ser humano y llegar al mundo real (algo que el espectador sabe mientras que los personajes lo desconocen), pero en vez de simplemente seguir su designio de encontrarse con Neo y acabar con él, decide colaborar con las máquinas acabando con las naves de los humanos, a pesar de que acaba absorbiendo y manejando todo Matrix quitándole el control a las máquinas a las que antes había ayudado en el mundo real. Es más, a pesar de dominar el sistema, sigue sin conocer los paradigmas que lo rigen, como demuestra al enfrentarse a Neo al final. Es más, podemos también decir que los combates entre Neo y Smith en ambas partes son excesivos y bastante repetitivos.


En general, la acción de la saga es excesiva en varios puntos. Pero mientras que en Matrix contaba con el factor de la novedad de un lenguaje y unos efectos especiales propios, como el tiempo bala, el uso entremezclado de armas de fuego y artes marciales o el uso de la ralentización o la cámara lento en algunos segmentos, estos se repiten hasta la extenuación en sus secuelas. No es de extrañar, pues una vez asentado el sello personal, se sigue con las mismas normas que se sello impone y que otorgan coherencia interna a la saga, pero en algunos segmentos se perciben especialmente alargados de manera innecesaria. Por ejemplo, el combate entre Neo y múltiples copias de Smith en la mitad de Matrix Reloaded es extenuante, sobre todo porque no tiene ningún final ni resulta significativo para la trama, salvo para mostrar hasta dónde está llegando el poder del villano, que ya había sido derrotado en la primera entrega. A rescatar, no obstante, la secuencia en la autopista de Matrix Reloaded, a pesar de ser también bastante larga, pero está bien firmada y se escapa de lo usual de la saga proponiendo diferentes enfoques y repartiendo protagonismo entre Morfeo y Trinity. Lástima que su conclusión sea un deus ex machina de manual.

Algo similar sucede con la estructura y el ritmo que tienen ambas películas. En todo momento, la historia avanza de la misma forma: los protagonistas deben acudir a cierto personaje, mantienen una conversación con este personaje, consiguen nueva información, avanzan hacia el siguiente punto. Esta repetición es bastante evidente en Matrix Reloaded, mientras que en Matrix Revolutions está más disimulado por el inicio del conflicto bélico. En este sentido, ambas películas se resienten frente a su predecesora, que tenía unos tramos que funcionaban de manera diversa entre sí. En este caso, las películas se convierten en una carrera continua por llegar a la siguiente explicación, haciendo desfilar por medio a diversos personajes que dan entidad a este universo, pero que parecen existir por y para darles más contenido y nuevas pistas a los protagonistas. Es más, en ocasiones los diálogos son extensos y se resumen en soliloquios que dan vueltas sobre los temas de destino, libertad, identidad y causalidad, siendo a veces innecesarios por ser repetitivos o por no llevar a ninguna parte, ya que no aportan nada a la trama y solo la ralentizan.


Por contra, debemos agradecer que al menos desarrollen a ciertos personajes usando la técnica de sembrar y recoger. Plantean algunas ideas en Matrix Reloaded que resuelven en Matrix Revolutions, como el muchacho (lo llaman Kid como apodo, lo interpretaba Clayton Watson) que está obsesionado con demostrar su valía a Neo o la relación entre Link (Harold Perrineau) y Zee (Nona Gaye), con esta última desconcertada porque su marido haya aceptado el puesto en la nave de Morfeo por el riesgo que entrañaba para acabar siendo una de las principales heroínas de la guerra contra las máquinas. También podemos tener en cuenta al comandante Lock, ya mencionado anteriormente, o el curioso triángulo amoroso que se establece entre él, Morfeo y Niobe (Jada Pinkett Smith), aunque apenas se profundiza en esta cuestión. Por suerte, podemos considerar que sirve para humanizar a Morfeo, que se siente más humano que en la primera entrega, donde ejercía como mentor del héroe. Por contra, muchos otros personajes (e incluso estos que tienen un mínimo desarrollo) importaron poco o nada al espectador, al no haber creado ningún tipo de empatía con ellos, como sucede con, por ejemplo, Mifune.


En conclusión, ambas películas expanden las características de la primera entrega, lo que supone ahondar en sus virtudes y también agrandar sus defectos. De manera evidente, siguen planteando un argumento de tintes filosóficos sobre el libre albedrio, con parlamentos poco concisos, pero también nos ofrecen un espectáculo de acción potente y variado, aunque reiterativo. A nivel técnico, las animaciones no solo han quedado desfasadas, sino que en su momento resultaban llamativos, como el CGI que se usa para Neo en ciertos segmentos de lucha en los que usa sus poderes. 

También destaca un estilo musical muy marcado por sonidos fuertes y potentes, con una distorsión y oscuridad que casan con la ambientación de la película. En general, este díptico completa una trilogía bastante sólida, pero en los que se percibe de forma clara tanto el desgaste de las virtudes de la primera entrega como la aparición de ciertos debilidades que muestran las costuras de una narrativa no tan bien cerrada como podría haberse esperado.
 
Escrito por Luis J. del Castillo



Lightyear, de Angus MacLane

05 julio, 2022

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Con su buen hacer en el mundo de la animación, se nos había olvidado que el público objetivo de Pixar son los niños. Aunque es algo que ya recordé con relación a El viaje de Arlo (The Good Dinosaur, Peter Sohn, 2015), el nivel general de esta compañía ha sido tan alto, que encontrarnos con piezas menores resulta anómalo, pero las tiene y debemos considerarlas como tales. A pesar incluso de sus posibles promociones, el caso de Lightyear (Id., Angus MacLane, 2022) debemos encuadrarlo como una obra menor destinada al público infantil, de ahí que su narrativa sea tan tópica y no aporte ninguna novedad o profundidad como las que podríamos encontrar en obras anteriores de Pixar. No obstante, no quiere decir que sea una mala obra, sino que debe entenderse desde su contexto y su público objetivo.

Adelanto esta cuestión porque la película se inicia con un prólogo bastante solemne que remite a su identidad: esta es la obra que vio Andy, el protagonista de Toy Story (Id., John Lasseter, 1995), cuando era niño y que prendió la llama del deseo de tener al muñeco de acción. Es decir, estamos ante una película hecha para que los niños disfruten, una película de entretenimiento y acción con un protagonista heroico prototípico, teniendo que ser lo suficientemente espectacular como para sorprender a cualquier infante. En este sentido, cumple con ambas facetas, pero se queda a medio gas en ser más significativa. Esto supone un batacazo para todo el público que ha acudido por el factor de la nostalgia al que tanto se apela en la industria cinematográfica. Sin duda, aquellos niños que a mediados de los noventa disfrutaron del inicio de la saga Toy Story ya no disfrutarán tanto de esta película como entonces, porque la perspectiva ha cambiado. Sobre todo teniendo en cuenta la calidad de sus secuelas, mucho más conseguidas que este spin off, incluso con ese epílogo crepuscular que fue Toy Story 4 (Id., Josh Cooley, 2019), que algunos consideraron innecesario, pero que exploraba nuevos terrenos en la franquicia.

Como curiosidad, no es la primera vez que se abordan las aventuras galácticas de Buzz Lightyear, ya existió un spin off en forma de película en formato casero y posterior serie conocida como Buzz Lightyear - Guardianes del espacio (Buzz Lightyear of Star Command, 2000-2001). Incluso podemos considerar que guarda una relación más directa con el modelo del protagonista de Toy Story más que lo que vemos en Lightyear. No obstante, ahora debemos centrarnos en esta última.


La película se divide de forma evidente en dos arcos argumentales que tienen un tema central que recae sobre el conflicto personal del protagonista. Nada más empezar, nos situamos en un futuro espacial en el que una enorme nave transporta a cientos de seres humanos en hipersueño en un viaje espacial incierto (nunca se comenta en la película). No obstante, cuando la Inteligencia Artificial de la nave detecta un posible planeta habitable, activa a los Guardianes Espaciales para que lo verifiquen. El primero en despertar es Buzz Lightyear, que durante todo este tramo se mostrará decidido, responsable e intrépido, pero también quisquilloso y arrogante. Durante toda la película veremos de manera habitual que todo le sale bien por su empeño y habilidad, junto a cierto factor de suerte. Pero será precisamente su primer error en la película la que marque toda la trama de la misma y su conflicto personal, ese debate interno por conseguir cumplir con su misión como debe hacer todo Guardián Espacial que se precie.

Así, el prólogo finaliza con todos los humanos creando una colonia en el nuevo planeta obligados por un accidente. Y ahí da inicio la mejor parte de la película, que se encuentra cara a cara con otros fragmentos geniales de Pixar, como los inicios de WALL-E (Id., Andrew Stanton, 2008) o Up (Id., Pete Docter, 2009). Para reparar la nave necesitan crear un cristal de combustible que sea suficiente para soportar la hipervelocidad, para cada prueba que realiza Buzz en el espacio lo proyecta hacia el futuro, como el funcionamiento de algunos planetas en Interstellar (Id., Christopher Nolan, 2014). A pesar de ello, pone empeño en su misión aunque fracasa de manera continua, lo que acarrea que todos envejecen al pasar los años mientras que para él solo han pasado semanas. Eso se refleja sobre todo en su relación con la otra Guardiana Espacial, Alisha Hawthorne, a quien vemos formando una familia y envejeciendo paso a paso, mientras Buzz se convierte en un testigo mudo de ese pasar del tiempo sin remedio, hasta alcanzar un final inevitable. El reencuentro final supone una escena demoledora sentimentalmente y un punto de inflexión para el protagonista. Por cierto, es en Alisha donde encontramos una ridícula polémica por ser pareja de otra mujer, Kiko. No se muestran más que retazos de esta relación, pero ha provocado ríos de tinta en redes que, desde mi punto de vista y en los tiempos que corren, no deberían ni siquiera existir. La película otorga normalidad absoluta a esta relación y se actúa en consecuencia; incluso dentro de la trama es anecdótico, ningún personaje le da algún tipo de importancia y lo observan con naturalidad. Además, cabe destacar que la relación de amistad de Buzz y Alisha es la mejor parte de la película y la que da sentido y empaque a la disyuntiva del protagonista.


Precisamente, a partir del último reencuentro con Alisha nos encontramos con otra película, que cambia de tono. Buzz sigue aspirando a cumplir con su misión, para lo cual se rebela contra el sistema acomodado de la colonia y huye con su gato robot Sox, que ha dado con una fórmula estable. Cabe destacar que el gato funciona en la trama para solucionar problemas puntuales y permitir avanzar la historia así como remedio cómico bastante bueno. No obstante, su último viaje para comprobar esta nueva fórmula lo llevará a un futuro en el que la colonia está siendo asediada por la invasión de la nave Zurg. Ante ese panorama, se inicia una historia de aventuras de tono más infantil, donde encontraremos humor gracias a la aparición de un comando novato de soldados que supondrán una pesadilla para Buzz, pero que, a su vez, le harán darse cuenta de todo lo que ha perdido por su tozudez con la misión. Por cierto, la extravagancia de estos personajes, que incluían debilidades como la indecisión, la apatía o incluso la mala programación (en el caso del robot), me recordaron a la estrafalaria compañía que acompañaba a Milo en Atlantis: El imperio perdido (Atlantis: The Lost Empire, Kirk Wise y Gary Trousdale, 2001), aunque en una versión más torpe. 

Como decíamos, estos personajes obligan a Buzz a enfrentarse a una realidad que ha estado eludiendo. Precisamente, este es el enfrentamiento final de la obra: ¿debía Buzz darlo todo por la misión o debería haber tenido en cuenta a los demás supervivientes, a la colonia a la que nunca llegó a pertenecer? Las referencias a Alisha son muy relevantes en esta parte, realizadas por el personaje de Izzy, ya que subrayan el vacío de la vida de Buzz frente a la vida plena que habían tenido los habitantes originales de la colonia que él creó accidentalmente. El emperador Zurg supondrá la antítesis de la elección que tomará finalmente Buzz. Es bastante curiosa la forma de abordar al villano de la trama, pues resulta un giro de guion válido y bastante bueno para que el conflicto siga perteneciendo por completo al protagonista, pero resulta curioso encontrarnos de nuevo la referencia a El Imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980), cuando se revela la identidad de Zurg y Buzz cree que es su padre. Sobre todo si tenemos en cuenta que esta misma parodia ya se realizó en Toy Story 2 (Id., John Lasseter, 1999). No obstante, aunque sobre el papel pueda ser interesante, no aporta ninguna novedad relevante, sino que sigue los parámetros de una narrativa habitual en este tipo de historias, incluyendo un anticlimax en el que el protagonista siente que todo está perdido, la recuperación de autoestima de un grupo de marginados, que se sienten validados y reconocidos por méritos propios, el necesario sacrificio final y el cambio de postura del protagonista rechazando la perversión de su motivación inicial que representa el villano.


En definitiva, Lightyear es una película que divertirá a los niños, que tiene personajes atractivos y cómicos, que defiende la importancia de la vida personal y única frente a una vida derrochada en un proyecto inalcanzable, y que tiene un ritmo capaz de acelerarse y ralentizarse en los momentos justos. Cabe reconocer que Pixar sabe realizar este tipo de películas con una aparente facilidad pasmosa, pero que, en realidad, nos sabe a poco teniendo en cuenta los grandes precedentes de esta empresa, especialmente la franquicia de la que se deriva este spin off. Es una buena película infantil que aborda una aventura especial con algún momento puntual de grandeza, pero que no pasa de ser eso. Ahora bien, no creo que lo pretendiera.

Escrito por Luis J. del Castillo



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