El halcón maltés, de Dashiell Hammett, y adaptaciones de Roy del Ruth y de John Huston

22 junio, 2021

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Dashiell Hammett
Regresamos a los orgullosos, reconfortantes y aventurados brazos del relato de género, en el aspecto literario y, cómo veremos a continuación, por gentileza de un par de adaptaciones, cinematográfico.

Sam Spade tenía el simpático aspecto de un Satanás rubio (capítulo I). Su socio en el negocio de la investigación privada es Miles Archer. Ambos reciben a una joven y agraciada cliente, la señorita Wonderly, que busca a su hermana Corine, la cual se ha escapado con un hombre mayor, Floyd Thursby. Hasta aquí, nada que parezca contravenir las estructuras o reglas del género policíaco o incluso de la vida.

E incluyo la vida como genérico ya que, real o plasmada en obras creativas, esta no suele escasear en disgustos, chascos, deserciones o entusiasmos que se difuminan como el humo de los sempiternos cigarros, envueltos en su particular escala de grises. De todo eso sí que somos espectadores privilegiados, pues para esto eran unos maestros Dashiell Hammett (1894-1961), Raymond Chandler (1888-1959), James M. Cain (1892-1977) o Ross McDonald (1915-1983), por citar algunos de los más representativos pioneros del género policiaco y detectivesco, más tarde rebautizado como negro. Al fin y al cabo, los géneros literarios o cinematográficos están para ser retorcidos y masajeados, siempre que no se desdibuje el armazón que los sostiene (lo que no siempre se logra: de nuevo hay que citar como referente a los clásicos).

La aparente falta de profesionalidad entre los socios detectives, al referirse en petit comité al atractivo de la muchacha, no encubre el hecho de que ambos saben hacer frente a las fortunas y adversidades a las que antes hacíamos mención, entre toda una panoplia de acontecimientos y estremecimientos. A su vez, la ciudad es un elemento tan ineludible y necesario como el asesinato o la lista de sospechosos. Nos situamos en la bella San Francisco (EEUU), aunque esta es nombrada de forma indirecta, al hacerse referencia a la penitenciaria de Alcatraz.

Prosigue Hammett su descripción de Sam Spade. Tenía la piel suave y rosada de un niño chico (II). Algo distinto a cómo el cine nos lo ha mostrado, bajo los característicos rasgos del carismático y mundano Humphrey Bogart (1899-1957). He aquí parte de la gracia de comparar la obra literaria con la cinematográfica, no para anteponer la una a la otra, sino para contrastarlas. En ambos extremos se marcan tantos.

No adelanto nada sustancial, es decir, que reviente el argumento, si prosigo diciendo que el compañero de Sam Spade es finiquitado en plena investigación. A lo que parece, no existe demasiada pesadumbre por parte del sobreviviente, pero como suele ocurrir en estos casos, las procesiones van por dentro: la muerte de Miles me sentó muy mal (II), declara Sam. De hecho, la omnipresente grisura moral de los partícipes semeja enfrentarse de forma hosca al “amor” hacia el detalle que emplea el autor en las descripciones; más en las vestimentas y aditamentos estilosos, o los distintos escenarios donde se desarrolla la trama, que en la proyección psicológica -casi siempre oculta- de los protagonistas. Esta proyección queda relegada a actos y comportamientos “naturales” por parte de los mismos, así como a comentarios de cara al exterior, como solemos salvaguardar nuestra verdadera identidad los seres humanos. Por ello no es raro que todos beban en horas de servicio, contraviniendo la más elemental disciplina profesional, sin dejar por ello de ser, en el caso del detective, un capacitado y competente investigador. Otrosí. La desconfianza es siempre mutua, presta al nihilismo a pie de calle, al alcance de todos los ciudadanos, a la orden o tedio del día.

El caso es que Thursby también aparece muerto a las puertas de su hotel. Menuda faena. De seguir así, apenas va a quedar nadie a quien sentenciar o con un mochuelo que cargar. Aunque sea una vida asquerosa, siempre es mejor que nada, y esta se suele mostrar dispuesta a mejorar por el medio que sea.

Lo que se traduce al plano de lo estrictamente privado. En el libro, queda negro sobre blanco que Samuel Spade ha mantenido relaciones con la “querida” de Miles, Iva, además de con la secretaria de ambos, la empecinada Effie Perrine (III). La parte donde este pequeño Satanás descrito por Hammett asoma el rabo. Cuando se tiene gancho se tiene.

A la investigación del asunto, que pronto se dará la vuelta, se agregan el sargento Tom Polhaus y el teniente Dundy, conocidos por Sam Spade, sobrellevados a duras penas, más que aceptados, y en franca oposición con el detective; al menos, en lo que al segundo de los policías se refiere.

Comienzan a desintegrarse algunas máscaras. Tratando de esclarecer el intríngulis con miss Wonderly, emerge la señorita Brigid O’Shaughnessy (IV). Pura magia de las relaciones personales que quien asegura ser una cosa resulte ser otra. No son los únicos personajes en salirse de las mangas: en los episodios cuarto y quinto se compleja -no complica- la trama con la visita del refinado pero desafortunado Joel Cairo, y se revela el meollo de la cuestión: el paradero de una valiosa estatuilla, de tiempos del emperador Carlos V de Alemania, I de España (1500-1558), el Halcón Maltés (The Maltese Falcon, 1930; Alianza, 1969-2002).

Imagen de la adaptación de 1941

Los protagonistas forman un caldo de cultivo donde se prospera gracias a la inteligencia, la vileza y la ambición; a las que, en el caso de Sam Spade, se suma -o se contrarresta con- cierto código de honor estrictamente samurái. Unos principios inalienables. Pero claro, todos ellos están destinados a comparecer los unos ante los otros. Por ejemplo, Sam en su oficina con Brigid, Joel, Dundy y Polhaus (VI, VII, VIII). El exceso de soberbia -una cuestión de resistencia- por parte del protagonista, está mucho más matizado en la película. Además, en la adaptación asistimos a una mayor concentración de la acción, frente a las a veces premiosas descripciones del original. Pero los varapalos son los mismos, como demuestra el tratamiento chulesco hacia los dos policías, por parte de Sam Spade (VIII), menos sobrecargado en la película, en este sentido.

Se suceden los encuentros (y desencuentros) para tratar de esclarecer el embrollo; si no la ubicación del enjoyado halcón, sí al menos las brumosas identidades. Estando a solas con Brigid, Sam comprueba que la joven es otra aspirante a superviviente que aúna la mentira con la media verdad de forma cercana a lo compulsivo, pues una vez se empieza, se hace difícil parar (IX). El sexo entre los dos es más explícito en el libro, por razones obvias (IX-X). Ahora, ambos personajes están unidos, no tan solo físicamente. Pero hete aquí que un jovenzuelo les sigue la pista (Sam se encuentra con él en el vestíbulo del hotel donde se aloja Cairo) (X). Trabaja para Casper Gutman, el Hombre Gordo, que desde luego hará honor a su apodo, merced a las barrocas metáforas de Dashiell Hammett, de asombrosas combinaciones, lindantes con el mejor conceptismo. De similar modo que el bisoño bandido, Joel Cairo está al servicio de Gutman (XI).

No obstante, aquí nadie permanece juntos para siempre. Los lazos son meramente circunstanciales, en la mejor tradición del interés creado. Así, Brigid se escabulle -con la aquiescencia de Spade- en un taxi, cuando se produce la segunda visita de Gutman al detective (XII). No quiere que la involucren. Es en este segundo encuentro que se expone el relato de tan exótico pájaro. Diecisiete años anda Gutman tras él. Y si Spade no se duerme en los laureles de ningún narcótico, podrá devolverlo a su ilegítimo poseedor; puesto que dueño no hay ninguno.

Imagen de la adaptación de 1941

No se puede apresar la fortuna, siquiera con buenas artes. Como el detective sabe o se dispone a averiguar, existe una amplia gama de adormecedores. Algo más que añadir a la lista de improperios con que nos embriaga la vida. Pero Sam Spade se repone a su ingrata experiencia y registra la habitación de hotel de Cairo, con la ayuda de un conocido detective amigo suyo del mismo establecimiento (XIV). Tras su conversación, igual de huraña que las anteriores, con la ley, representada para la ocasión por el Fiscal de Distrito, y un oscurecedor almuerzo con Polhaus (XV), la pista final vendrá dada por el capitán Jacobi, oficial de un barco incendiado, La Paloma, que hace lo propio que el resto de víctimas tratando de llevar el esquivo Halcón a Sam (XVI).

Otro indicio conducirá al detective a una casa apartada y aparentemente desocupada. Es la antesala de otros escenarios más conocidos para el lector, donde se pondrá relativo punto final al relato. Son el apartamento o la oficina de Sam Spade. Aquí de desarrollan los últimos acontecimientos dramáticos. En el primero de ellos, el detective y su conflictiva cliente son sorprendidos por Gutman, Cairo y el joven pistolero, que responde al nombre de Wilmer Cook (XVII). En dicho apartamento se afanan en buscar una necesaria cabeza de turco, de cara a las autoridades, tan renuentes a la fantasía fratricida (XVIII). Con la sorpresa que produce el descubrimiento de la autenticidad de la anhelada pieza, el sujeto propuesto como víctima propiciatoria aprovecha para escapar. Tantos esfuerzos para nada. Es la ironía suprema de un destino forzado por la conveniencia (XIX). Al menos Miles Archer y Floyd Thursby (puede que el capitán Jacobi) podrán descansar en paz cuando salgan a la luz los nombres de sus asesinos (XX).

Dirigida por Roy del Ruth (1893-1961), realizador no destacado en exceso, pese a contar en su filmografía con obras agradables como El adivino (The Mind Reader, Warner Bros., 1933), Ziegfeld Follies (Íd., MGM, 1946) o A la luz de la luna (On Moonlight Bay, Warner Bros., 1951), la novela de Dashiell Hammett pasó al lenguaje cinematográfico.

En esta primera versión (The Maltese Falcon, Warner Bros., 1931), escrita por Maude Fulton (1881-1950) y Brown Holmes (1907-1974), la acción se acomoda en el San Francisco original; tan solo un año había transcurrido desde que la novela saliera al mercado literario. Pero en la dirección de Del Ruth aún se atestiguan resabios del anterior cine silente (nada malo en sí mismo, aunque sí chocante en cuanto a la compostura sonora que se pretendía). Lo que atañe al aspecto de don Juan sonriente que esgrime Ricardo Cortez (1899-1977) en su interpretación del detective Samuel Spade. Además de determinados movimientos lánguidos y tiempos muertos, en sonado contraste con la versión posterior, que debió tomar buena nota de esta primera intentona, haciendo más briosos los ademanes de los actores y reduciendo a lo imprescindible los caritativos segundos dedicados al respiro y la exégesis narrativa. Por no mencionar las (anti) heroínas aplastadas por la moda (los chicos se las apañan mejor con sus elegantes y atemporales trajes). El hecho de que la primera de los dos guionistas perteneciera al ámbito del teatro parece confirmar esta tendencia. Escribir un guión eficaz no suele ser tarea fácil, y mucho menos ponerlo en escena cinematográfica. La proveniencia de Cortez del cine mudo abunda en lo dicho (su hermano mayor, por cierto, fue el excelente director de fotografía Stanley Cortez [1905-1997]).


La ausencia de banda sonora en la película, salvo cuando pertenece a un gramófono, ralentiza igualmente la acción, pese a que el relato de condensa en apenas ochenta minutos. Lo que decíamos respecto al guión, se aplica también a la música.

Por ende, los decorados de Robert M. Haas (1889-1962) son muy buenos. Por algo, el decorador sí repetiría sus funciones en la versión posterior; sin tanto art-decó (que por otra parte casa muy bien con la atmósfera de esta primera entrega).

Un Miles Archer (Walter Long) de aspecto magro y torvo, mudo a excepción del rostro, y sin el atractivo del que vendrá -en clara y franca competencia amorosa con su compañero detective-, escucha a Sam e Iva por teléfono, manteniendo una conversación íntima; aunque está claro que el interés de Sam por la aquí esposa de su colega es ocasional.

Otros puntos de interés refrescan la trama. Como el fajo de billetes que se guarda Ruth Wonderly (Bebe Daniels) en el muslo, con lo que no entrega a Sam todo su peculio (una [buena] variación del original y la siguiente versión, donde Brigid se ve obligada por el detective a darle todo el dinero de que dispone). Hago notar además que el nombre de la protagonista no está sujeto a alteraciones como en la novela o la antedicha versión posterior. En su apartamento, Ruth también posee un libro muy curioso sobre la historia del codiciado ornamento, que pone a Sam sobre la pista de que tanto la muchacha como el asunto que investiga son más peculiares de lo que representan.

Otras variaciones es interesante constatarlas, pero no presentan mucha relevancia de cara al desarrollo argumental de la obra. Como el hecho de que Joel Cairo (Otto Matieson) se cuele en el apartamento de Sam a escondidas (en lugar de hacerlo a ojos vista como en la novela), o que los dos encuentros iniciales del detective con Casper Gutman (Dudley Digges) se concentren en uno solo. Más original sí es la inclusión de un testigo chino en el asesinato de Miles Archer. O el postrero encuentro de Sam y Ruth en las dependencias policiales, donde se trasluce que lo que a menudo sentimos por alguien está destinado a quebrarse en el fárrago de las innobles ambiciones.

Debemos anotar, por último, la presencia en el relato del simpático Dwight Frye (1899-1943), interpretando al joven sicario de Gutman, Wilmer Cook.


La puesta de largo de la novela corrió a cargo del productor Hal B. Wallis (1898-1986), en la versión ofrecida por John Huston (1906-1987), diez años después del anterior intento. Los cambios son notables en El halcón maltés (The Maltese Falcon, Warner Bros., 1941). En el año 1539 los caballeros templarios de la orden de Malta, que entonces pertenecía a la corona española, obsequiaban con un halcón (vivo) al emperador Carlos V. Este dato es histórico, y sirve a Dashiell Hammett para su urdimbre. Salvo que, en una ocasión, la dádiva, muestra de agradecimiento al monarca, consistió en una obra de orfebrería sin parangón, en forma de la referida ave, con incrustaciones de piedras preciosas. Más tarde, la joya fue esmaltada en negro para ocultar a los ojos más o menos expertos su verdadero valor.

Acontecimientos de los que somos puestos en antecedentes por un rótulo introductorio. Ahora nos situamos en el San Francisco de 1941, es decir, en pleno apogeo del género negro y detectivesco.

Tras una panorámica de la ciudad, arranca la exposición de la señorita O’Shaughnessy (Mary Astor) en el despacho de Sam Spade (Humphrey Bogart) y su socio Miles Archer (Jerome Cowan). Ella emplea este nombre desde el principio.

El asunto parece banal, aunque sabemos que mutará como los virus. La subsiguiente noticia del fallecimiento de Miles se da en un plano fijo, que muestra una mesita con un reloj y un teléfono, frente a una ventana que deja entrever la alevosía de la nocturnidad. Es la estampa de la imperturbabilidad con que Sam acoge el hecho.


Sagaz planteamiento de una narración que ilustra unas relaciones personales hechas un ovillo. Sam con Iva, Effie con Sam, Miles con Iva, Sam con Brigid (y viceversa). Correspondencias soportadas por las espléndidas interpretaciones de, junto a los ya mencionados, Sydney Greenstreet (1879-1954), Peter Lorre (1904-1964), Ward Bond -el más noble de todos, que sepamos- (1903-1060), y Elisha Cook, Jr. (1903-1995). Ellos son la encarnadura de unos personajes cuyas distintas implicaciones son un puro retruécano, casi un pleonasmo de la condición más sórdida –pero envuelta en oropeles- del ser humano. En el aspecto formal, destaca el encadenado que muestra las noticias del puerto con la imagen de un barco arribado a muelle y devastado por un incendio. La realización dinámica que imprime John Huston, también responsable del guión, asevera este punto de vista. Sus personajes defienden su porción de provecho y se mueven al son que más calienta, sobre todo cuando soplan malos aires, o en su defecto, vientos de una eventual grandiosidad -no grandeza-, que al final acaba donde todas las grandiosidades. Menos mal que nos redime la creación artística en general, y en el caso que a Sam Spade ocupa, la literatura y el cine en particular.

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (LXXXVI): Jo, un cadáver revoltoso y Mi amigo el extraterrestre, de Jean Girault

15 junio, 2021

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Al igual que el gran Fernandel (1903-1971) o el ejemplar Jacques Tati (1907-1982), Louis de Funès (1914-1983) poseía una personalidad bien definida, en consonancia con la expresión corporal y gestual; aspavientos distintivos de su marchamo cómico y de una gran vitalidad. Trabajador incansable, no solo fue actor de cine, sino también de teatro.

En su filmografía sobresale la hexalogía del gendarme de Saint-Tropez, o la lograda y bufonesca -en el mejor sentido- comedia de época Delirios de grandeza (La folie des grandeurs, Gérard Oury, 1972). Tengo muy buen recuerdo de Grandes vacaciones (Les grandes vacances, Jean Girault, 1967), sobre todo porque salen unos chicos estupendos al comienzo de la película que bailan fenomenal. También de Las locas aventuras de Rabbi Jacob (Les aventures de Rabbi Jacob, Gérad Oury, 1973). Desternillantes son El hombre del Cadillac (Le corniaud, Gérad Oury, 1965), La gran juerga (La grande vadrouille, Gérad Oury, 1966) y El gran restaurante (Le grand restaurant, Jacques Besnard, 1966). Podemos mencionar otras muchas, como la sorprendente El tatuado (Le tatoué, Denys de la Patellière, 1968), las desconcertantes El hombre orquesta (L’homme orchestre, Serge Korber, 1970) y Caídos sobre un árbol (Sur un arbre perché, Serge Korber, 1971), la incisiva Votad al señor alcalde (La zizanie, Claude Zidi, 1978), la bien avenida El avaro (L’avare, Jean Girault, 1980), adaptación pulcra y sardónica del original de Moliére (1622-1673), por mucho que no tuviera éxito en su momento, o la estupenda trilogía de Fantomas, traslación de las célebres piezas de Pierre Souvestre (1874-1914) y Marcel Allain (1885-1969).

La elección de las dos películas que paso a comentar viene dada por una sencilla cuestión de efeméride. Cumplen años en 2021, momento en que me ha apetecido recordar la figura de Luis de Funès, que tantas veces me ha hecho reír; pero lo mismo daría reseñar cualquier otra pieza de su extensa filmografía. Además, concurren otros factores de índole personal. La primera de ellas la vi con mi familia en torno al casi taumatúrgico artilugio del magnetoscopio (el video doméstico), y la segunda, me llevaron mis padres a verla al cine en el momento de su estreno, siendo un niño apasionado por los objetos extraterrestres, volantes, submarinos o cinematográficos.

Yendo al lío, comenzamos una vez más con una de esas comedias que se nutren de la mezcla entre ficción y realidad, Jo, un cadáver revoltoso (Jo, Metro Goldwyn Mayer, 1971), con personajes que viven la vida, hic et nunc, como en los libros o las películas de humor.

Basada en la obra teatral The Gazebo (1958), del novelista, dramaturgo y guionista Alec Coppel (1907-1972), fue adaptada por Claude Magnier (1920-1983), con una música tan pegadiza como cabía esperar, de Raymond Lefebvre (1929-2008), fotografía del excelente Henri Decaë (1915-1987) y dirección del habitual Jean Girault (1924-1982). La obra de teatro ya había sido objeto de una traslación al cine por parte de George Marshall (1891-1975), Un muerto recalcitrante (The Gazebo, Metro Goldwyn Mayer, 1959). Por otra parte, y siguiendo con este juego de muñecas rusas, Coppel es nada menos que co-adaptador de la obra maestra Vértigo [De entre los muertos] (Vertigo, 1958) de Alfred Hitchcock (1899-1980), así como de una película estimable y algo olvidada titulada Smart Alec (Íd., John Guillermin, 1951).


El señor Antoine Brisebard (Louis de Funès) es un dramaturgo consagrado en el ámbito de la comedia, pero en ciernes en lo que se refiere al género policiaco, donde pretende incursionar con todo tipo de pertrechos. Es todo un reto para su inquieta mente, con lo que escenifica diversas situaciones como si su vivienda fuera las tablas, con la ayuda de su abogado y amigo Adrien Colais (Guy Treian).

Se trata de una simulación, claro está, para pasmo de la criada Matilde (Christiane Muller), que no duda en caerse escaleras abajo debido a la impresión. Brisebard colige que no es tarea fácil agenciarse con una buena puesta en escena y un buen argumento para un nuevo género en su carrera.

Para lograr el crimen perfecto hay que hacer desaparecer el cadáver, confirma Adrien. Y esta será precisamente la dificultad a la que se enfrenta Brisebard una vez que, por azares del caprichoso destino, se encuentra de bruces con uno de verdad. A lo que parece, Brisebard ha venido siendo objeto de un chantaje vil en la vida real, por parte de un tal señor Jo.

Pero antes de proseguir, hablábamos de la casa, del espacio habitable para vivos u occisos. Está situada en una finca aislada, a las afueras de cualquier región francesa; puede que en las cercanías de París, puesto que no se especifica. Allí vive y descansa Antoine junto a su esposa Silvie (Claude Gensac), que es una reconocida actriz. No debe pillarle muy lejos el trabajo, habida cuenta de que la mujer va y viene puntualmente todos los días, para acometer su función. Pero sin duda estamos en pleno campo, lo que da pie a uno de los mejores gags verbales de la película: el del suelo de Francia y la instalación de un cenador -el tan traído y llevado gazebo- en el jardín de los Brisebard, por parte del patrono y operario señor Tonelotti (Michel Galabru; otro habitual en las películas de Luis de Funès).

En efecto, en este relato coexisten las ocurrencias verbales (y onomatopéyicas) con las visuales y gestuales, si bien, son estas últimas las que prevalecen. Sobre todo, si el difunto se queda tieso debido al (prematuro) rigor mortis.


A estos personajes se suman la señora Cramusel (Florence Blot), una agente de ventas que está en disposición de vender la casa (el escenario del crimen), y por supuesto, un inspector de la brigada criminal que anda tras la pista, Ducros (el tronchante e impávido Bernard Blier). Este se presenta en pleno ágape en el jardín, cuando el matrimonio Brisebard ha invitado a unos amigos para la inauguración del quiosco. Queda de manifiesto lo nerviosos que nos ponemos cuando algo escapa a nuestro control, nos las prometíamos muy felices, o una situación inesperada se presenta con los ropajes de lo imprevisto.

Tanto el realizador como los actores proporcionan un ritmo sostenido y un ajetreo continuo, característico de las comedias alocadas clásicas, al estilo de las screwball comedies y el slapstick, del que aúna ambas vertientes. No es raro entonces contemplar a los protagonistas correteando por el escenario, denotando la farsa del existir, como hacían los grandes cómicos mudos, sin dejar por ello de divertir al público, que es la pretensión primordial. Y no adelanto nada más. Quien disfrute con este tipo de enredos y de la personalidad de nuestro intérprete, como es mi caso, lo pasará bien con la película (y con cualquier otra de su simpática filmografía). En suma, la dinámica es la misma que la de otros embrollos afines en la cinematografía de De Funès, como Una maleta, dos maletas, tres maletas (Oscar, Édouard Molinaro, 1969), Sálvese quien pueda (Le petit baigneur, Robert Dhéry, 1968), El abuelo congelado (Hibernatus, Édouard Molinaro, 1969), Muslo o pechuga (L’aile ou la cuisse, Claude Zidi, 1976), o cualquiera de las anteriormente citadas.

Y así llegamos a Mi amigo el extraterrestre (La soupe aux choux, Universal, 1981), del mismo realizador que la previa, y que fue la penúltima película del popular actor.

Pese a ser una comedia con extraterrestre, no resulta de altos vuelos, si bien, alcanza la órbita que pretende. La del puro -no mero- entretenimiento, según una novela (tan cómica como cósmica, supongo) de René Fallet (1927-1983), responsable de las narraciones que dieron pie a Fanfán, el invencible (Fanfan la tulipe, Christian Jacque, 1952) y Puerta de las lilas (Porte des lilas, René Clair, 1957), por citar algunas. La presente fue adaptada por el propio De Funès y Jean Halain (1920-2000), responsable a su vez de Millonarios por un día (Millionnaires d’un jour, 1949), El jorobado (Le bossu, 1959) o El capitán (Le capitan, 1960), todas ellas de André Hunebelle (1896-1985), además de otras adaptaciones destinadas al actor francés -de padres españoles, por cierto-, como la referida serie de Fantomas.

De nuevo en pleno campo, una noche apacible pero no cualquiera, el labriego entrado en años y achaques Claude Ratinier, motejado Glaudio (Louis de Funès), va a recibir la inesperada visita de un ser venido de las estrellas. Ni más ni menos. A este se le ha antojado el garbeo, lleno de curiosidad, a bordo de su cacharro volador, y decide probar fortuna, parada y fonda, en las inmediaciones de las solitarias propiedades de Glaudio y su vecino y amigo Francis Chérasse, apodado El Abombao, porque está jorobado, y no solo metafóricamente (Jean Carmet). Al fin y al cabo, ambos se encuentran bastante solos después de una entregada vida de esfuerzo campestre bajo nuestro astro rey, que abrasa lo suyo.

Glaudio no recibe con alharacas al extraterrestre. Primero desconfía de él, pero luego ancha es Castilla o las tierras de cultivo de Francia. En el caso del Abombao, duda de lo que le han mostrado sus cansados pero sagaces ojos, debido a un rayo paralizador que lo mantiene inerme durante el encuentro; aunque insiste en que ha visto posarse un objeto volante no identificado. Y luego está la cuestión del idioma. ¿Cómo hacerse entender? Pero los humanos somos conocidos en toda la galaxia por nuestra capacidad de adaptación y permeabilidad (abstenerse separatistas del lenguaje).


De esta guisa, si en Jo sobresale la decoración modernista de la casa del escritor, en Mi amigo el extraterrestre la morada del paupérrimo Claude Ratinier, es tan menesterosa como la personalidad de su habitante; esto es, campechana y humilde, pero no banal, cuidada hasta el último apero. Y aprovecho para resaltar la estupenda labor del poeta y actor Rafael de Penagos (1924-2010), persona culta y distinguida donde las hubiera, en la labor de doblador de De Funès, en esta y otras tantas películas (en la anterior, la voz correspondía al no menos formidable José María Angelat [1921-1992]).

Situémonos pues. El contacto singular se produce en Les Gourdiflots (algo así como Los cebollinos), sito en una región llamada del “borgonesado”, que no es la Borgoña, tal y como especifica la voz en off inicial. Una aldea insignificante, prosigue, donde ya no quedaba nada. Allí Ratinier y el Abombao subsisten más mal que bien. La voz de la narración no duda en calificarlos de dos pobres criaturas, druidas amigos de la botella. O mejor aún, rechazados por la tecnología, y hasta por el motor de explosión.

Esta presentación está muy lograda, siendo de lo mejor de la película, algo tosca en su desarrollo, pero bien intencionada (como se suele decir, para incondicionales). De este modo, quedan muy bien definidos los dos protagonistas terrestres, estancados en los arriates del tiempo. Y precisamente al tiempo (la longevidad) y el espacio se van a enfrentar ambos en la prueba que supone este encuentro cercano del tipo repollo (el título original de la película, luego veremos por qué), incluidos unos títulos de crédito galácticos, comme il faut.

Por añadidura, todas estas películas nos regalaban un tema musical central contagioso e indeleble. En este caso, también debido a Raymond Lefebvre.


El mecanismo para ponerse en contacto (no intencionado) con el alienígena, denominado Bicho (Jacques Villeret), no puede ser más desopilante y ordinario. No sé lo que pensaría de esto Jacques Vallée (1939), pero el procedimiento consiste en ponerse ciego de un agua purgante, estrictamente laxante, que solo mana del terreno de Francis, el Abombao. En ilustrativa descripción de Claude, el líquido marfileño desciende por la garganta como el rocío sobre las hojas. Lo que proporciona, huelga decirlo, un gag escatológico: las ventosidades de los cazurros son la llamada al extraterrestre a través del éter. En fin, a mí me hizo gracia cuando lo vi. Es como su “noche de borrachera”.

Pero siempre hay un componente emocional en las películas del francés. Que viene dado, en esta ocasión, por el recuerdo de Ratinier hacia su esposa fallecida.

El tipo es un garrulo, pero de buen corazón, pues continúa llevando flores a la tumba de la misma. Es muy distinto su comportamiento al de la pobre “loca del lugar”, la señora Amelie Poulangeard (Claude Gensac), que dice haber visto un platillo volante a la entrada de su casa (en efecto está ida, pues el platillo ha preferido recalar sobre los cultivos de repollo de Claude Ratinier). En esta fase de su vida, el Glaudio es consciente de que su terruño es un buen sitio para esperar la muerte.

Con el Abombao conforma una buena pareja de viejos gruñones. Se enfurruñan, pero el extraterrestre regresa, sobre todo, porque a los de su planeta les ha encantado la sopa de repollo que prepara Glaudio. Y ahí lo tenemos, orbitando en torno a la Tierra y el guiso de Ratinier.

La que también retorna es la difunta esposa de Glaudio, Francine (Christine Dejoux), muerta y resucitada merced a los milagros del procesamiento del ADN contenido en un mechón de pelo. Pero lo hace con la apariencia de una joven de veinte años. Con lo que el pobre Ratinier se ve abocado a una segunda pérdida; esta vez, si no menos traumática, al menos sí consentida.


Total, que contemplamos a Glaudio y al Abombao cual émulo del agricultor Maurice Masse (-) y su encuentro con una supuesta nave espacial en Valensole, en plena campiña francesa, en julio de 1965. Los vecinos del pueblo más cercano, Joligny (más abastecido y con mejores cartas de naturaleza para llamarse pueblo), le toman el pelo al pobre Abombao, que se ha de refugiar en su barraca. Claude Ratinier, más perspicaz, se guarda el secreto de su encuentro cercano para sí. Ni siquiera hace partícipe a su amigo, hasta que la situación terrestre se vuelve insostenible para ambos, espoleados por el grotesco -pero realista- alcalde (Marco Perrin). Entonces, sendos habitantes de Les Gourdiflots deciden cambiar de aires de forma definitiva.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CVI): Vencedores o vencidos, de Stanley Kramer

02 junio, 2021

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Los Juicios de Nuremberg, para imputar a altos cargos del partido nazi, acusados de crímenes y abusos contra la humanidad, tuvieron lugar del veinte de noviembre de 1945 al uno de octubre del siguiente año. Pero hubo otros juicios posteriores, de no menor importancia, donde se juzgaron a todo tipo de funcionarios siniestros. En la misma ciudad alemana donde, diez años atrás, se habían sancionado las leyes racistas y antisemitas auspiciadas por el canciller y dictador Adolfo Hitler (1889-1945).

Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, United Artist, 1961) comienza, precisamente, con las imágenes de una ciudad en ruinas, que después el juez Dan Haywood (el estupendo Spencer Tracy) va a recorrer a pie, sin más compañía que el eco de los atroces discursos y consignas ideológicas cargadas de razón que aún resuenan entre las piedras.

Estamos en la metrópoli que da título original a la película. Cuando Haywood pasea por estos lugares emblemáticos, sabe, en efecto, que aquí es donde el partido nazi celebraba sus reuniones. A su llegada a la vapuleada y simbólica ciudad, el juez es recibido (sospechosamente agasajado) por el senador Matt Burkette (Edward Binns). Luego retomaremos a este personaje. Para servirle de apoyo en su labor de administración de la justicia, está el capitán Harrison Byers (William Shatner), enlace y secretario del magistrado. Este, hablando de simbolismos, ha sido alojado en la antigua mansión de unos ex miembros del partido.

El empleo de la conjunción “o”, en lugar de la más integradora y coexistente “y”, en el título en español, enlaza y entremezcla de forma más directa ambos extremos. Los vencedores y los vencidos, en forma de interrogante. Pero la propia película se encarga de dirimir claramente la cuestión que se expone desde dicho título.

Escrita de forma brillante y alumbradora por Abby Mann (1927-2008), con fotografía de Ernest Laszlo (1898-1984), discreto y marcial acompañamiento musical de Ernest Gold (1921-1999), y producida y dirigida por Stanley Kramer (1913-2001), Vencedores o vencidos no se pierde en prolegómenos, va al grano.

Al inicio del sumario, sabemos que Haywood no ha sido el primer candidato propuesto por los representantes aliados. Probablemente, buscaban a alguien más moldeable, o bien han acabado pensando que un juez campero, perteneciente a un modesto condado, es el ideal para dejarse dirigir por los intereses de la política. Craso error. También es posible que los otros nombres propuestos hayan desertado del poco grato encargo -lo que es un auténtico compromiso-, ante la dificultad de no ser libres en la aplicación de la justicia; el mismo asunto que se está dirimiendo en suelo germano.

Haywood lo sabe; y en efecto, en cuanto a los otros candidatos, se nos da a entender que ha habido jueces que se han batido en franca retirada ante los avances de las nuevas imposiciones gubernativas, recién acabada la contienda.

El proceso arranca, en especial contra los jueces alemanes. Lo que nos recuerda que cuando se retuerce y falla la ley, todo lo demás no tarda mucho en desmoronarse.


Respecto a los acusados, estos actuaron de jueces en tiempos del Tercer Reich (1933-1945). Como declara un testigo, el doctor Heinrich Geuter (Karl Swenson), muchos de ellos se conducían con rectitud antes de la llegada al poder de Hitler, es decir, del advenimiento del nacional socialismo. Un periodo previo en el que gozaban de una situación de completa independencia.

Con los debidos traductores simultáneos se va desarrollando el proceso. El defensor Hans Rolfe (Maximilian Schell) y el fiscal Tad Lawson (Richard Widmark) se aprestan a singular combate ético y legal (lo que no siempre va de la mano). Entre los acusados se haya el prestigiado jurista Earl Janning (un magnífico Burt Lancaster), nombrado ministro de justicia en 1935. Su frialdad en el banquillo es el anticipo de un paulatino remordimiento. El actor sabe sostener al personaje de forma admirable.

La defensa trata de exculpar a los acusados con la idea de que un juez es quien hace cumplir las leyes, no quien las propugna. Y que, por lo tanto, no es a Janning y los demás a quienes se procesa, sino a todo el pueblo alemán. Como si una serie de leyes, por el hecho de resultar normativas y obligatorias, no fueran un desatino coercitivo. La falacia está bien urdida, antes igual que ahora, pero en sus redes no caerá el avezado juez Dan Haywood. Ciertamente, se trata de una perversión justificadora que solo se sostiene por las lagunas demagógicas bien articuladas por Rolfe, ante las cuales se posiciona el fiscal Lawson.

De hecho, el defensor Rolfe es el tipo de persona que con su ímpetu juvenil y distorsión ideológica de la realidad (presente, pasada y futura) es capaz de amedrentar a los posibles testigos. No en vano, Stanley Kramer visualiza los discursos iniciales de defensor y fiscal a través de sendos y significativos planos semicirculares (envolventes). A lo que podemos sumar, dentro de una bien definida y ajustada puesta en escena, el antedicho plano general de Haywood caminando por el envarado frontispicio, ahora vacío, que sirvió de lugar de reunión a las cohortes nazis. La antesala punitiva de cualesquiera cosas que, como el buen doctor Geuter recuerda con pesar, fueran declaradas actos contra el Estado.


Pero sobre la trama planean otros supuestos, no menos perturbadores que la función de la justicia y su conveniente separación de la maquinaria estatal. ¿Debemos olvidar a los muertos cuando estos no nos convienen? ¿Sabía la población civil lo que pasaba en los campos de concentración? ¿En qué momento se corrompe un juez? ¿Es mejor olvidar y no conocer la historia para poder seguir viviendo, o lo contrario? Esto es, mirar al futuro y no al pasado, en oportunista expresión del defensor Hans Rolfe.

Ahí entran en juego testigos especialmente vulnerables, como el “invertido” y algo retardado tras su “esterilización” Rudolf Petersen (Montgomery Clift), o la joven chivo expiatorio Irene Hoffman (Judy Garland), que fue manipulada siendo una niña con objeto de acusar a un inocente comerciante judío.

Un conjunto sobre el que sobrevuela la identidad histórico cultural de Alemania, y su nueva relación con los EEUU, que parece ser la clave de la supervivencia en Europa (el senador Matt Burkette dixit). Si Alemania se pierde, se pierde Europa. Lo que, como aclarará el juez Haywood, no es óbice para hacer justicia sin dejar de congraciarse con las víctimas -reales- del pueblo alemán.

Las presiones que, en este sentido, afronta Haywood, son formidables. A la de sus compatriotas políticos se añade la alemana. Ese enturbiamiento entre la sociedad civil y sus representantes legales (al menos, los que se sientan en el banquillo). Algo a lo que se opondrá el desahogado e ilustrativo discurso del hasta entonces reticente Emil Janning, con sus miras puestas muy especialmente en las nuevas generaciones y supervivientes representados por Rolfe. De lo que se deduce que no escarmentamos en cabeza ajena. Hace falta mucha dignidad para hacer frente a los medrosos y achantados que se hayan en el mismo bando (que los hay). En palabras de Janning, no resulta fácil decir la verdad, sobre todo cuando le alcanza a uno. Hasta los buenos hombres son susceptibles de corromperse.

La culpa de Janning es la culpa del mundo, asevera Rolfe, tratando de salvarle las castañas a su defendido, y como es práctica común, echando la culpa de nuestros propios errores al y tú más. Como si eso nos eximiera de las faltas. ¿Acaso no deben ser por ello los responsables de atroces delitos castigados? Si se han cometido errores de percepción en varios frentes, tal y como expone Rolfe, bien es cierto que todos merecen su correspondiente y equitativa sanción.


Como la mayoría de las grandes obras cinematográficas, Vencedores o vencidos acierta al ponerle rostro dramático a informes y víctimas. Quizá preguntándose, al igual que Haywood a lo largo de sus paseos, cómo es posible que uno de los países de la gran música y la cultura en general fuera capaz de alcanzar semejantes extremos de vileza. El pilar de la cultura occidental, en manifestación de otro de los acusados, el juez Emil Hahn (Werner Klemperer). Lo que no puede encubrir la circunstancia de que la cultura y el alto nivel tecnológico de un país no son garantía de moralidad. A la vista está por todas partes. Es lo que Haywood está a punto de descubrir, salido como está de su terruño protector, tutelado por los valores democráticos. Tengo que comprender, declara ante sí mismo. Lo cual no es tarea fácil, parafraseando a Janning, habida cuenta de que cada cual defiende y justifica su punto de vista primordial (en cuanto a la subsistencia de cara al dictamen histórico se refiere). Así actúa la señora Bertholt (Marlene Dietrich), que toma a Haywood como descarga de su conciencia, y la de todo un pueblo. Al fin y al cabo, están siendo juzgados ante la posteridad. Demasiada responsabilidad para los fatigados -pero lúcidos- hombros del juez, que asegura que no alcanza a comprender cómo nadie ha sabido ni visto nada de lo ocurrido, cuando el hecho imbatible es que las víctimas fueron conducidas por alguien a los campos de concentración para ser exterminadas. A nadie le interesa, la sociedad parece adormecida, además de cansada de la guerra. Un punto tan escalofriante como todos lo demás.

En efecto, otro factor no menor es el de mirar hacia otro lado, el de la permisividad entre las naciones libres ante desafíos y agravios que son evidentes (el complejo fin de las sociedades modernas). Nunca faltan los que contemporizan con el abuso y la corrupción, cuya antesala es el mangoneo (AKA nombramiento) de jueces por parte de los políticos. Algo así como ser un antisistema y pasarse el día en los medios del sistema (televisión, radio, prensa, etc.). Ello, con el telón de fondo de un antisemitismo cada vez más palurdo, sostenido por algunos grupúsculos que se caracterizan por su presunta tolerancia hacia otras religiones e ideologías bastante menos tolerantes.


La declaración de Irene Hoffman, de un lado, como la de Emil Janning por otro, devienen decisivas para airear esta viciada atmósfera. Cuando el tribunal se reúne a deliberar, tan solo el magistrado Curtis Ives (Ray Teal), sometido a la (in)disciplina de partido que le marca el senador, muestra su disconformidad. Las películas filmadas por los aliados en los referidos campos “de internamiento” y que son expuestas en la corte resultan igual de concluyentes, además de estremecedoras, como todos sabemos. Estos últimos días han significado mucho para mí, concluirá Haywood ante una vencida pero digna madame Bertholt. En última instancia, el juez comprenderá que hacer cumplir la ley no es revanchismo, y que se juzga de forma justa a quienes han trasmutado la tolerancia y el respeto por el crimen puro y duro, bajo todas las coartadas ideológicas posibles.

Así es. Cuando Haywood llega lo hace con la intención de hacer justicia, pero aún desconoce muchos aspectos que se van a poner de manifiesto durante el proceso. Se encuentra en terra incognita, pero su asidero será su herramienta principal de trabajo: las leyes.

De hecho, el de Haywood va a ser también un proceso, un recorrido. Como ya hemos visto, hasta los jueces pueden ser presionados. Es lo que el magistrado está juzgando. En su caso, la presión que recibe se evidencia incluso en los aspectos más cotidianos. Valga como ejemplo que a Haywood ni siquiera le dejan preparase un bocadillo a su antojo los antiguos empleados domésticos de los Bertholt. Lo que también sería privarlos de su función (su trabajo).

Una vez que prosigue dicho recorrido, Haywood comienza a oponerse por primera vez a las sempiternas protestas del defensor (a veces del fiscal), por resultar claramente sacadas de contexto.

Dicho de otra manera, la señora Beltholt podrá tratar de influir todo lo que pueda en el dictamen (¿de verdad cree usted que el pueblo alemán sabía todo lo que estaba pasando?). Pero la justicia no es una cuestión de creencias, sino de hechos objetivos y probados.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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