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31 octubre, 2019

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Peter Cushing y Veronica Carlson
Ha llegado la noche del terror. Pero no nos asustamos y seguimos trayendo artículos culturales como habitualmente. Este mes de octubre hemos alcanzado 12 000 visitas mensuales y debemos agradecérselo, entre tantos otros, a nuestros seguidores: 191 en Blogger, 654 en Twitter y 183 en Facebook.

Seguiremos con nuestro ciclo de Halloween en estos días, un ciclo que hemos empezado con un artículo doble: Terror en Amityville y Al final de la escalera. Además, empezamos el mes recordando algunas de las entregas sobre Frankenstein que realizó Terence Fisher. Pero octubre no es exclusivamente terrorífico y hemos tenido tiempo para traeros nuestra impresión sobre la última película de Quentin Tarantino, Érase una vez en... Hollywood, o la literatura del otro lado del mundo, con Por favor, cuida de mamá.

Terence Fisher, Peter Cushing y Veronica Carlson
Seguimos en noviembre con más entradas terroríficas y de todo tipo. Y pronto estaremos preparando la Navidad. Esperamos que disfrutéis de nuestro diseño temporal. Esperamos vuestros comentarios.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: ¿Os ha sonado distinta la música del trailer de Star Wars? Jaime Altozano la analiza.



"La música es el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá."
                  - Robert Schumann (1810-1856)



Para el sábado noche (LXXXVI): Terror en Amityville, de Stuart Rosenberg, y Al final de la escalera, de Peter Medak

25 octubre, 2019

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Y la luz en las tinieblas resplandece,
y las tinieblas no prevalecieron sobre ella.
JUAN 1:5

Cada vez más hastiados de la vulgaridad a que se han visto sometidos los géneros cinematográficos y televisivos, desde las series de instituto para adolescentes de todo corte y confección hasta “otra de tiburones”, no es de extrañar que el volver la vista atrás sea encauzarla hacia delante. Al menos, para el auténtico cinéfilo. Las fotocopias pueden no dejar de ser cada vez más espectaculares, pero forman parte de una actualidad que enseguida pasa de moda. Quizá donde más se constate el hastío sea en el género de terror. No me refiero a su cantidad, claro está, sino al abotargamiento de ideas y conceptos, clichés sonoros y visuales y, por supuesto, las relativamente impactantes puestas en escena. Un manido magma al que se ven abocadas incluso las propuestas, a priori, más interesantes, como sucede con las recientes entregas del Expediente Warren, que narran de forma más o menos aplicada los singulares avatares del matrimonio de expertos en ocultismo Ed (1926-2006) y Lorraine Warren (1927-2019), pioneros en la investigación de los sucesos paranormales (sin percibir emolumentos por ello).

Jay Anson (derecha), autor del libro Aquí vive el horror
Y aquí nos topamos con el escollo de siempre. De ser ciertas estas experiencias paranormales, nos hallamos ante el umbral de otra realidad, que aun siendo parte de la misma (esos otros mundos que están en este), provoca que el género cinematográfico arroje desiguales saldos de escalofrío. De ser falsas -no necesariamente fraudulentas- todo se queda en un fuego de artificio a gusto del consumidor.

Cuando en 1977 se publicó Aquí vive el horror (The Amityville Horror; Plaza & Janés-Círculo de Lectores, 1980), del escritor y documentalista norteamericano Jay Anson (1921-1980), fue inevitable que los escépticos de estos fenómenos tacharan el libro de relato interesado, alegando que el primer inquilino, que acabó con la vida de su familia de aquella manera, había solicitado del autor y los posteriores ocupantes (físicos) de la casa, que terciaran en su condena, más que merecida, alegando enajenación mental por causas “extrasensoriales”, alegrándose los bolsillos al mismo tiempo. Es una teoría plausible pero pendiente de comprobación y, en todo caso, incapaz de anular la posibilidad de unos fenómenos reales en aquel sitio (fueran los indios locales, un colono chiflado o los extraterrestres los causantes de los mismos, que esto, a mí al menos, me importa un pito).

La razón de dicho escepticismo es obvia. Propio de los seres humanos es separar el polvo de la paja -aún más unos que otros-, o si me lo permiten, el árbol de las hojas. Un proceso inevitable que conlleva un riesgo, el de no alcanzar a ver que sin el uno no existirían las otras.

Fraudes hay, misterios inexplicables y realidades que se nos escapan también. Territorios donde no alcanza nuestra mirada y, consecuentemente, nuestro entendimiento. Otra cosa es que, en el caso que nos ocupa, la casa (¡perdón por tanta aliteración!) supuestamente encantada de Amityville, y su análoga de Al final de la escalera, hayan sido objeto de llamativas interpretaciones. ¡Qué horror que el cine meta mano en estos asuntos tan poco sólidos! Pero es que el material acumulado dentro de dichos muros es tan espectacular, que ya se corresponda con la autenticidad de unos hechos, o sea el ingenioso y aterrador producto de una ficción novelada y cinematográfica, lo indudable es que no deja de tratarse de una aventura extra-ordinaria a mayor gloria de su crudeza y pavor.

Aquí vive el horror arranca con un breve pero magnífico y honesto prólogo de un tal reverendo John Nicola (1929). A continuación, nos adentramos en el espantoso mundo experimentado por el matrimonio Lutz, formado por el topógrafo George (1947-2006) y su esposa Kathy (1946-2004), e hijos.

Por supuesto que todas las informaciones desgranadas deben ser puestas en tela de juicio, pero de juicio, no de desprecio racionalista. He de admitir, que cuando me tocó ver, como todo adolescente que se preciara, Terror en Amityville (The Amityville Horror, AIP-MGM, 1979) del con frecuencia reivindicable Stuart Rosenberg (1927-2007), tuve la sensación de no contarse entre lo más granado de su filmografía. Una copia en video -sin respeto por el formato original de la filmación- daba apariencia de rutinaria a la puesta en escena del realizador. Otra razón de peso es el desfile de tal desaguisado paranormal, que pone a prueba la paciencia y suspensión de la credulidad del espectador o interesado en el tema (retomaré el asunto más adelante); como el hecho de que, tras un episodio de levitación, la familia aplace su salida definitiva de la casa.

No obstante, a diferencia del citado Expediente Warren, donde pese a las buenas intenciones, campan a sus anchas deficiencias de guión que se podían haber soslayado de haber presentado la redacción un mejor acabado (niños que no se despiertan ni a tiros tras un estrépito), y quitando los espurios efectos de sonido acostumbrados, con los que se comenzaron a adornar las películas del género a partir de los años ochenta, un efectismo verbenero que nos hace dudar continuamente de si las cosas fueron así, lo cierto es que Terror en Amityville destaca, precisamente, por su pasmosa torcedura de lo acostumbrado, ese pánico congelado de lo cotidiano (aparte de supuestamente verídico). Como nota curiosa, los Warren llegaron a Amityville, en el condado de Suffolk, Nueva York, en 1976, para proceder con una investigación que fue vilipendiada por los escépticos. Nota bene, las alteraciones de los acontecimientos llevadas a cabo por el cine deben siempre ponerse en cuarentena, pero no invalidan un hecho factible.


Aparte de que, este afán por el descrédito hacia los Lutz y el autor del libro no tiene sentido real si, como se comenta en el mismo, el joven acusado del múltiple asesinato había declarado durante el juicio que, durante meses, antes del “incidente”, había oído voces… (capítulo I; recalco durante meses; las comillas son mías).

Fuera un tiro a ciegas, es decir, una excusa encaminada a la reducción de su condena, el producto de un desequilibrio mental, o incluso consecuencia del consumo de sustancias tóxicas como el L.S.D., lo que queda claro es que el crimen no puede ser justificado de forma ética. De hecho, la labor de Jay Anson es la de un notario. Apenas toma partido. Se limita a narrar los (posibles) hechos. Al tiempo que acomete una sutil indagación psicológica de los miembros del matrimonio Lutz (ella estuvo casada antes y los hijos no son de George).

Hablaba anteriormente de la parafernalia paranormal de la puesta en escena. Esta incluye manifestaciones de todo tipo, como sonido de tambores y trompetas, emanación de sustancias viscosas, prodigalidad de insectos, teletransportación, posesión, y otros grotescos fenómenos, como la presencia de un cerdito a modo de “amigo invisible” de la hija pequeña de los Lutz. Parecen extravagancias, pero están recogidas en el libro tal cual. Un despliegue del que sabrá sacar partido -al no estar sujeta a tan riguroso sumario- Al final de la escalera. Ello, pese a contar con vasos comunicantes, como la visita a un archivo de microfilmes o la revelación de un espacio escondido dentro de la casa (aquí, el cuarto oscuro del sótano, pintado de rojo, que a su vez oculta un pozo; allá, la presencia de otro pozo bajo el suelo de una estancia, en el que es uno de los momentos más inolvidables de la película).

Claro que el cine tiene la (des)ventaja de que, salvo que se pretenda lo contrario, ha de mostrar como verosímil lo inverosímil, hasta los hechos (reales) más desconcertantes, so pena de caer en el ridículo ante los potenciales espectadores. Eso que solemos comentar de si estuviera en una película no nos lo creeríamos.

Pues así sucede con la experiencia de los Lutz, está demasiado recargada como para, en un primer momento, poder ser creída. También como para resultar falsa. Dependerá del punto de vista, y de haber experimentado en carne y mente propias, sucesos similares (no lo permita Dios). La conclusión que presenta el libro es esclarecedora en este sentido.


Tras los títulos de crédito, Terror en Amityville da comienzo con unos resplandores en el interior de los ventanales de la vivienda. Estos no obedecen -en principio- a algo sobrenatural, sino que son consecuencia de los disparos durante el múltiple asesinato. Por desgracia, son insertados otros planos más detallados de lo sucedido, en el interior de la casa, que considero innecesarios. Como lo son algunos esporádicos acercamientos con la cámara. Pero esto no es privativo de Rosenberg, aparte de que, por lo demás, la filmación es correcta.

Respecto al lugar donde se van a conjurar los acontecimientos, comenta la agente inmobiliaria (Elsa Raven) que no hay otra [casa] igual en los alrededores, sobre todo a este precio. Algo así como un regalo envenenado. Más tarde, ante el avance de las primeras manifestaciones, especificará George (James Brolin), que junto a su esposa Kathy (Margot Kidder) saben de los sucesos anteriormente acaecidos, que las casas no guardan recuerdos. Algo que, como sabemos, se revelará falso.

Me llama la atención un plano de transición que enlaza la vivienda con el embarcadero, pero este parece no ir más allá, al menos, en el montaje que conocemos. También la imagen de la niña pequeña de la familia, durmiendo en extraña posición, junto a la pertinaz indisposición del padre Delaney (Rod Steiger), y su incapacidad de poder comunicar con los Lutz, son momentos de desasosiego bien conseguidos. Como sucede con el registro fotográfico de los acontecimientos dramáticos ya descritos, en lo que parece ser una impregnación que puntualmente se repite a las tres y cuarto de la madrugada, hora en que acontecieron los asesinatos. De forma paulatina, la película se irá enfocando en la transformación mental y hasta física de George.


Los entes malignos debilitan psíquicamente a quienes pretenden poseer, minando la fortaleza o las defensas de una persona especialmente predispuesta, o puede que de cualquier persona. Anhelan el placer de los sentidos. Y para colmo, pueden actuar a distancia, como comprueba el padre Delaney. Algo que se parece condensar de forma gráfica en la imagen de George precipitándose, literalmente, en el interior del cenagoso pozo, en el interior de la casa.

Al resto de personas “no seleccionadas”, la impregnación provoca un acusado rechazo. Así le sucede a la amiga médium Carolyn (Helen Shaver), o a tía Helena, que es una monja (Irene Dailey; personaje ausente de la novela-testimonio). O de forma más severa, al padre Delaney, cuya ceguera -tampoco descrita en el libro-, presenta una temporalidad que desconocemos. La adaptación del texto corrió a cargo de Sandor Stern (1936), y la película contó con la fotografía del experimentado Fred J. Koenekamp (1922-2017). Salvo el tema central, la música de Lalo Schifrin (1932) resulta calculadamente destemplada, pese a que, como digo, proporciona una de esas nanas inolvidables tan caras al género de terror.

Entre los apuntes más destacables, se cuenta la expresión de estupefacción del sargento Gionfriddo (el característico Val Avery) al contemplar el -conocido- rostro de George, tan similar al del convicto detenido por él un año atrás.

De la exposición de olores expuesta en el libro prescinde la película, al ser difíciles de representar de forma convincente en el cine. Así como de las levitaciones. No ocurre lo mismo con los sonidos de la dichosa banda de música. Hace bien Stuart Rosenberg en no sobrecargar la trama. Pese a todo, añade otro episodio ausente del libro, verdaderamente demoledor e inquietante, el de la niñera que se queda encerrada en un armario (Amy Wright; que no apareciera en el libro no quiere decir que sea apócrifo).


Prevalece la idea motriz del pozo o vía de comunicación con lo ultraterreno. Es decir, el acceso a nuestro nivel de realidad, que los entes emplean y que se emplaza, no bajo las escaleras de entrada de la vivienda, como se especifica en el libro, sino adjunto al cuarto de sacrificios pintado de rojo que se encontró dentro de la casa. También se incide en la progresiva “locura” de George, siendo Kathy la que consulta la hemeroteca, en busca de respuestas. En definitiva, Stuart Rosenberg sabe trasladar, como señalaba, el terror de lo vivido al ámbito de lo familiar, eso que anida -o se puede atizar- en el interior de cada uno de nosotros (como por otra parte sucedía en la espléndida Pesadilla diabólica [Burnt Offerings, 1976] de Dan Curtis [1927-2006]).

No fue hasta haber leído el relato escrito de los hechos, que Terror en Amitivylle comenzó a tener un sentido, respondiera o no a unos acontecimientos reales. En definitiva, que Stuart Rosenberg no había hecho una mala película. Queda en el recuerdo el angustioso final, sintetizado en la escena en que George llama a su perro Harry, en una casa que la familia acaba de abandonar para no volver nunca jamás.

Al final de la escalera (The Changeling, Annabissis-Universal, 1979; estrenada al año siguiente) es una paráfrasis de buena parte de lo expuesto. El distinguido compositor John Russell (George C. Scott) ha perdido recientemente a su esposa e hija (Jean Marsh y Michelle Martin) en un fatídico accidente de tráfico. Fatídico porque este acontece en una solitaria y apartada carretera: como si estuviera escrito que así sucediera.

Tras el luctuoso suceso, regresa John a un apartamento vacío y despojado; pero tan solo de muebles, no de recuerdos. Estos los portará John consigo a su nuevo destino laboral, en el conservatorio de Seattle, de donde es originario. Allí dará conferencias y se dedicará a su tarea de componer. Pronto encuentra una casa donde poder trabajar de forma sosegada y relativamente aislada, proporcionada por Claire Norman (Trish Van Devere), empleada de la Sociedad para la Conservación Histórica. La casa Chessman, que así se intitula el emplazamiento, ha venido siendo cuidada por dicha Sociedad, pero lleva bastantes años sin ser ocupada. De hecho, Claire supone que la casa se hizo para ser habitada. Un comentario casual que contrastará con el de otro miembro de la Fundación, la señora Huxley (Ruth Springford), que precisamente advierte que esa casa no quiere que la habite nadie.


El traslado conlleva la pesada carga de la soledad -para el que no la ha buscado de forma voluntaria-, más que el pasar página. Pero John no es el único que ha sido cercenado de su familia, como pronto tendrá ocasión de comprobar.

En Al final de la escalera, el acompañamiento musical cobra un especial protagonismo. A la labor compositiva de John, autor de hermosas piezas de corte posromántico, se añade la partitura extradiegética de Rick Wilkins (1937) y Ken Wannberg (1930), en la que prevalece una música al piano como voz dominante, misteriosa pero cálida, inquietante y envolvente. De este creativo y doloroso modo, John trata de verter en su obra todo el dolor padecido. A su ayuda parece acudir una melodía de antaño, que es incorporada a su nueva composición de forma inconsciente, en la que es una de las ideas más brillantes de la película. Se trata de una melodía (compuesta por Howard Blake [1938]), que proviene de una caja de música y que le es dictada, diríamos que telepáticamente. Aun así, ni siquiera el mantenedor de la casa, el señor Tuttle (Chris Gampel), para el que es normal que la vivienda produzca ruidos, ha advertido nada fuera de lo corriente. Solo John es el principal receptor de las manifestaciones. Más tarde, cuando estas se materializan con progresiva fuerza, las podrán advertir otros personajes. Los desencarnados desean ser escuchados y que se haga justicia.

Lo que enlaza con otra idea que considero vital. En su situación de pérdida, resulta plausible que otro ente necesitado de resolución, trate de ponerse en contacto con John, ya que este se encuentra “en modo receptivo”; algo así como un estado alterado de la vigilia. Por otra parte, el entorno de la morada parece de ensueño. Un espacio bucólico, con un lago cercano que resplandece a la luz del día. Por algo, la región está rodeada de miles de acres de parques y bosques.


Junto a la fotografía de John Coquillon (1930-1987), destacan los elegantes travellings que muestran la casa, vacía pero no deshabitada, cuando John está al piano. También el plano picado al llegar a la vivienda, por vez primera, desde las escaleras hacia el recibidor. Un par de movimientos envolventes circulares (John con unos amigos o John componiendo), se suman a los expresivos primeros planos de la sesión de espiritismo; junto a otro movimiento de acercamiento cuando esta ya ha concluido, y John se dispone a escuchar lo que ha sido registrado en su grabadora (es el momento de tener certeza de que el otro lado también existe, algo probablemente no contemplado por nuestro protagonista hasta entonces). Podemos añadir la imagen en picado -y contrapicado- del pozo en casa de los Grey, y el reloj que marca las seis de la mañana cuando se reproduce un fenómeno acústico, cual si estuviera registrado en otra cinta magnetofónica inmaterial.

Frente a golpes y toda clase de manifestaciones, por las que en otras películas nadie ve alterado su sueño, o a nadie se le ocurre encender una maldita luz, que es lo primero que se hace cuando uno está asustado, la película de Peter Medak (1937) prescinde, por suerte, de todas estas tontadas de (mal) género, adentrándose en aspectos cotidianos, lo suficientemente inquietantes como para resultar universalmente efectivos. Tales como un grifo abierto o una puerta que se abre sola. O el recurso de la pelota, que no describiré. Situaciones desconcertantes que parecen responder a la travesura de un niño más que a un hecho demoniaco. Es decir, la película transcurre sin cargar las tintas, como viene siendo tan habitual. Hasta podríamos señalar que el capitán DeWitt de la policía, el simpar John Colicos (1928-2000), con la voz de José Guardiola (1921-1988) en la versión al español, mete más miedo que todos los fenómenos juntos que se dan en la casa (no en vano, representa un poder o fuerza oculta muy real, la de la amedrentación en nombre de los que detentan el poder).


Dicho de otro modo, Al final de la escalera no sacrifica la emoción por la pirotecnia. Esta emotividad no resulta forzada, sino que fluye de forma natural dentro del ámbito de lo sobrenatural (entendido como adyacente). Además, la película procura reflexión, y no ganas de exorcizarla tras su visionado. Potenciando el misterio más que el desagrado, la película se convierte en un clásico del suspense como del terror por derecho propio. Hasta la planta alta de la casa se torna espacialmente más tortuosa a medida que se clarifican los antecedentes de los fenómenos. Una casa que perteneció a la familia del ahora senador Joseph Carmichael (Melvyn Douglas). No es extraño que, en este estado de cosas, dicho espacio también contenga una habitación sellada. Una zona sin adecentar, ni física ni energéticamente, que presenta otras escaleras en su interior, a modo de tortuosas cajas chinas.

En este relato, hilvanado por William Gray (-) y Diana Maddox (1926), en torno a una historia de Russell Hunter (1929-1996), existe una víctima fallecida y otra viva, en la figura del senador. Especialmente sensibilizado, como receptor de una llamada de auxilio y dinamizador de un asunto que se debe solventar, John Russell será el medio físico (complementario a la médium psíquica Leah Harmon [Helen Burns]), que hará que los difuntos propios y ajenos puedan al fin descansar en paz. La imagen final de la caja de música, que continua “emitiendo”, se puede interpretar en ambos sentidos, de agradecimiento o estancamiento. Yo opto por lo primero.

Escrito por Javier Comino Aguilera



Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino

23 octubre, 2019

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Los directores de cine que proyectan su personalidad sobre sus obras suelen acuñar un sello propio, el denominado cine de autor. El problema de esta cuestión es que las opiniones suelen estar muy polarizadas, a excepción quizás de que demuestre maestría en alguna obra concreta. Un enfrentamiento entre dos polos que se ha intensificado en estas últimas décadas, por haberse convertido en una época en la que opinar, que no argumentar, se ha vuelto demasiado fácil. No es de extrañar, por tanto, que Quentin Tarantino haya conseguido una legión de seguidores como de detractores, de la misma forma que le suceden a directores como Martin Scorsese, Pedro Almodóvar o Lars Von Trier. El director estadounidense se ha caracterizado por plasmar en sus obras todas sus aficiones y también sus fetiches, además de empaparse de cierto tipo de cine clásico de género y de cine B para homenajearlas copiando ciertos elementos, creando en ocasiones pastiches a las que daba un sentido a través de argumentos imbuidos de comedia negra, violencia y tensión. Los fanáticos de Tarantino esperan sus proyectos cinematográficos con expectación, sobre todo porque el tiempo va pasando y no hay año en que no surja el rumor de que se está planteando retirarse y dejar de dirigir.

Lo que sí está claro es que el director de Pulp Fiction (1994), Kill Bill (2003, 2004), Malditos bastardos (2009) o Django desencadenado (2012) ha tocado diversos géneros creando películas con unos rasgos identificables. Y en su última película estrenada ha querido rendir homenaje al propio cine y al Hollywood de una época dorada en pleno ocaso: los años 60, los westerns en su derivada hacia el spaghetti western y las series de televisión del momento se hacen uno en Érase una vez en... Hollywood (2019).


Para ello, nos inmiscuimos en la vida de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una estrella de televisión que trata de reinventarse y sobrevivir en un panorama cinematográfico que está mutando y para el que se nota envejecido. Mientras empiezan a surgir nuevas estrellas más jóvenes que lo relegan a papeles ocasionales de villano y hay nuevas atracciones para las altas esferas, como su vecino, el prometedor director de origen polaco Roman Polanski (Rafał Zawierucha), Dalton solo encuentra consuelo en la amistad  inquebrantable con su doble, Cliff Booth (Brad Pitt), prácticamente su chico para todo que le sirve con una lealtad ciega. La ficción de la vida de Rick Dalton, que podría ser un buen trasunto de tantas estrellas de la época, se entremezcla con la realidad del retrato algo alejado de personas reales que aparecerán en escena y mostrarán ese particular universo que era el Hollywood y los Estados Unidos de los sesenta, con figuras como el ya mencionado Polanski y su esposa, Sharon Tate (Margot Robbie), estrellas como Bruce Lee y Steve McQueen, y otros personajes más siniestros, como la terrible y sádica Familia Manson o George Spahn.

Sin duda, de entre las películas de Tarantino, parece ser una de las más sosas, restando todo el final y varias secuencias relevantes, y seguramente de las más lentas y de las que más se recrean en sí mismas. El director se recrea en secuencias largas que no parecen llevar a ningún lugar dentro de la narrativa, llenando los huecos de un homenaje visual a la estética de la época, las calles y tiendas de aquel Hollywood y una considerable cantidad de planos contrapicados cerrados sobre personajes que conducen, especialmente Cliff. Sin duda, los personajes de Rick y Cliff funcionan bastante bien por el portento que les otorga la actuación de DiCaprio y Pitt respectivamente, pero conforme avance el metraje se van diluyendo hasta convertirse en personajes ambiguos, extraños y excesivamente ficticios. Resulta evidente que el personaje de Cliff es comparado con la lealtad canina que también demuestra su mascota, y que le gusta jugar, hacerse el duro y mostrarse desinteresado por todo. Mientras que Rick está en caída libre hacia la depresión, sintiéndose inútil, perdido y desorientado, abatido por las nuevas generaciones, representadas sobre todo por Trudi (Julia Butters), una niña prodigio que tiene una actitud laboral diametralmente opuesta a la del veterano. 


Precisamente, cada uno de los protagonistas tendrán su particular escena relevante y a destacar en toda la película, además de una considerable cantidad de flashbacks en secuencias breves que pretenden rendir tributo a las producciones de la época, montajes en los que añadir a DiCaprio participando en películas y distintos shows como si fuera Rick Dalton o para explicar cómo el carácter conflictivo de Cliff le ha llevado a ser un paria en la industria cinematográfica, pudiendo contar solo con la ayuda de Rick. Una de las mejores en este sentido es todo el rodaje del western en el que participa Dalton, en que Quentin Tarantino plantea metaficción planteando una secuencia del western como si formara parte de la película para poder detenerla y mostrarnos cómo trabajaban los profesionales del medio, con la necesidad de texto, los cortes, los monólogos y los cambios de planos, travellings y barridos que los camarógrafos realizan. Todas esas secuencias están protagonizadas por un soberbio DiCaprio que otorga una considerable variedad de matices a su actuación.

La otra gran secuencia está plagada de tensión. Acompañamos a Cliff al rancho de Spahn, donde se meterá en medio de una especie de comuna hippie y tanteará un terreno peligroso, como la película nos remarca en un escena cuya sensación de peligro irá in crescendo conforme el doble haga frente a los hippies y trate de averiguar la verdad que ocultan. El final de este trayecto nos regala uno de los puntales violentos tan predilectos en la cinematografía de Tarantino y que sirve como preludio a todo el tramo final. Precisamente, todo el tramo final es puro espectáculo tarantiniano, con su particular parte gore y con su predilección por crear realidades paralelas, al estilo de lo que realizó en el final de Malditos bastardos. Sin duda, después de haber planteado una película basada en un ritmo pausado, dilatado en el tiempo, con secuencias largas sin rumbo, el final es un cambio brusco en la personalidad de la obra. Además de esa búsqueda de cierta justicia poética sobre la realidad a través de la ficción. En parte, la catarsis llegará para el espectador solo si es consciente de los auténticos hechos que tuvieron lugar aquella fatídica noche, por lo que podemos considerar que es una obra fabricada también para los amantes de la época o de la historia del cine. O de los morbosos y adictos a la historia del crimen.


Por contrapartida, cabe destacar que por detrás de las vidas de Rick y Cliff, aparece un Tarantino delicado y sutil, que plantea secuencias más dignas y con una finalidad narrativa más definida. Por ejemplo, el retrato de Sharon Tate es magnífico por la delicadeza que le otorga el director, en contraste con toda la grandilocuencia, la tensión o la pesadez del resto de elementos. Se percibe en esos paseos que hace que Margot se da por la ciudad interpretando a Sharon, en la forma en que esta se muestra inocente, dejando entrever a una actriz, prácticamente una joven promesa, a la que le gusta verse en la gran pantalla, que se ríe de sus propias películas y que disfruta de un destello de fama. Una fama que se basa en el trabajo. En esta metapelícula que es Érase una vez en... Hollywood no se rehuyen las aristas y las dificultades de los actores para prepararse, en un claro homenaje a la labor no solo de estas grandes estrellas, sino también a quienes suelen estar detrás, desde el preparador físico, en este caso el propio Bruce Lee, hasta los cámaras, los directores o los dobles. Sin duda, este homenaje es una de las mayores delicias de la película, a pesar de que Tarantino no pueda evitar meter sus fetichismos de forma innecesaria, logrando planos poco naturales.

Por todo ese afán de recrearse en su nostalgia y en sus pasiones, la película se eterniza sin tener un pulso narrativo concreto, dando tumbos en su modo de plasmar la historia, incluyendo fragmentos documentales, una repentina voz en off, secuencias metacinematográficas o las escenas más clásicas y usuales de la narrativa audiovisual. Por ejemplo, esas eternas carreteras por las que circula Cliff, la forma de rodar todo lo relacionado con el spaghetti western (con un pequeño homenaje al importante papel de Almería en aquella época) en una forma tan resumida como desconectada del resto de relato, o los diálogos y la relación entre Cliff y Rick, que no plantea ninguna motivación para causar intriga, impacto o mero interés. Incluso peca en su constante homenaje de caer en tópicos o de dejarnos un retrato simplón y poco serio de Bruce Lee, personaje que gana cuando Tarantino no le dedica ninguna línea de diálogo. No obstante, a pesar de que esté planteando secuencias monótonas, el director ejerce presión para que nos parezcan intensas. Intensas, pero completamente vacías.


Porque, y en conclusión, lo que sobra en Érase una vez en... Hollywood es vacío autocomplaciente. Ese deambular por los recuerdos de una época sin que exista más finalidad que la propia nostalgia o el retrato de las costumbres del momento. Pero se detiene tanto en ello que deja pasar la oportunidad de otorgarle aún más entidad a sus personajes. Sobre todo cuando gana enteros al ser sutil en ese desarrollo o al centrarse en darle espacio a sus protagonistas. Con todo, hay en esta película escenas realmente bien filmadas y dignas junto a unas actuaciones bastante solventes que la hacen merecer nuestra atención. Además de desprender un sentido bastante poético de la justicia y un emotivo homenaje a toda una época cinematográfica y televisiva que ya forma parte de la nostalgia.


Otros mundos (XXVI): Guía de la España misteriosa, de Pedro Amorós

18 octubre, 2019

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Recientemente, estuve escuchando a un campanudo tertuliano (sí, ya lo sé, mea culpa), que respecto al tema de la trascendencia mantenía con voz profundísima y talante adusto, que la percepción de lo sagrado y la necesidad de lo espiritual estribaba en que los seres humanos, que se saben mortales, no pueden decir la muerte y, por lo tanto, tienen que rodear la certeza de que todo acaba con ella con una serie de discursos metafórico-representativos que componen las religiones específicas. De esta guisa, no es de extrañar que acaben convirtiendo a eximios filósofos del pasado en furibundos ateos, porque los biógrafos trasladan sus (no) creencias personales a los biografiados, en un acto de transferencia cuestionable. De igual modo, se entiende que entiendan lo místico y el hecho de lo misterioso únicamente en base a la corriente que contempla el momento ascético ¡sin desenlace místico! (algo así como afearle su conducta a un árbol por el hecho de proporcionar determinados frutos), debido a que lo que englobamos en el brumoso ámbito de lo religioso, no sería más que una mera trivialización y engaño de los sentidos, en lo que es una flagrante distorsión de la lógica de Port-Royal. Algo que, según parece, ha debido quedar científicamente probado, y yo sin enterarme.

Es problema común de intelectuales concurrentes y demás habladores. No en vano, hablar de todo no es lo mismo que saber de todo (estos últimos, por lo general, hablan poco).

En este mundo, resulta mucho más provechoso dedicarse al análisis en profundidad de las noticias rosas y los saltos de cama, que estos sí que son objeto de provecho, materia de interés y fuente de conocimiento, dónde va a parar.

Pues bien, frente a los discursivos y rimbombantes de la filosofía, y los dogmáticos de la difusión, que suelen hacer mofa de lo que no comprenden o comparten, prevalece el ejemplo de investigadores -de personalidades, habría que decir-, como Pedro Amorós (1966), que si por algo se caracteriza es por la ponderación. Esto es, por el rigor y la matización de su investigación, producto de la experiencia personal. Un ejemplo de tal proceder lo encontramos en su Guía de la España misteriosa (Cúpula-Planeta, 2009; Luciérnaga-Planeta, 2018).

Como ya advierte el autor en su introducción, no es el primer libro de semejantes características que se edita en España. El propio Amorós recoge algunos ilustres precedentes en el apartado bibliográfico. Pero sí es este uno de los más completos y contrastados, donde el artífice sabe transmitir, tras años de investigación de campo, su propia experiencia y conclusiones, caso de haberlas. De no ser así, nos infunde su determinación a la hora de tener la mente abierta y no cerrada a cal y canto.

Crítica sí, rechazo de lo fraudulento también, pero no repudio hacia aquello que no se ha estudiado o de lo que aún carece de explicación.


Esta provechosa y amena guía incluye toda la irisada gama de fenómenos paranormales patrios. Pero también hay asesinos en serio, como el repelente Sacamantecas o el Hombre del Saco. Personajes muy reales que tiñeron de oscuro los verdes campos del edén peninsular. Y de las ciudades. En ellas encontramos sucesos y percances tan espeluznantes como los que, a priori, parecen propicios únicamente en espacios retirados y abandonados.

Aquí se enmarcan hechos tan curiosos como el del Hotel Corona de Aragón, en Zaragoza, las catacumbas del Sacromonte, en Granada, o los misterios del antiguo Hospital del Tórax, en Barcelona. También pueblos malditos como los de Mussara, en Tarragona, u Ochate, en la provincia de Burgos, lugar donde se han recogido multitud de psicofonías. Sin olvidar, nada menos que la entrada a los infiernos de Menorca, o el sonado asunto de las brujas de las Cuevas de Zurragamurdi, en Navarra (hay quienes dicen que prosigue el aquelarre). Mención especial merecen los tongos y verdaderos secretos del Palacio de Linares, en Madrid, o los avatares del Museo Reina Sofía, también en dicha comunidad. El primero de estos casos es interesante porque ofrece una mezcla de fraude y posible realidad. En palabras de Amorós, el hecho de que unas psicofonías no fueran auténticas -algo que él ayudó a desenmascarar- no implica que el Palacio de Linares no conserve fenomenología paranormal auténtica y real, pues nada tiene que ver una cosa con la otra. En el segundo ejemplo, el Museo Reina Sofía se muestra como uno de los lugares más interesantes, tanto desde el punto de vista del arte como del paranormal. Motivo hay para ello, como podrá comprobar el lector.

Podemos recordar, además, el paseo por las apasionantes Caras de Bélmez, en Jaén, o las de Vera, en Almería; las apreciaciones sobre el Santo Cáliz de la Última Cena, sito en Valencia, o la simpática pero espeluznante casa de Tócame Roque, también en Valencia. Junto a la leyenda del apóstol Santiago y otros enclaves monásticos.

Fotografía de las Cuevas de Zurragamurdi
Con los fenómenos paranormales hay que tenérselas con seso, porque si no, le comen a uno el coco. ¿Cómo enfrentarse a manifestaciones que abarcan desde la presencia de entes familiares a la raigambre esquiva de la mente?

Las ramificaciones de estos fenómenos parecen no tener final (aunque puede que sí un fin). Cada uno muestra su propia singularidad, pese a inscribirse en un género específico. No es lo mismo el suceso de Vallecas, en Madrid, que los del citado Hotel Corona de Aragón; aunque ambos se inscriben en el apartado de los espacios encantados y la presunta telequinesis involuntaria.

Fuegos misteriosos, teleplastias, seres antropomorfos, entes malsanos, fenómenos milagrosos, poltergeist, ovnis, luces desconocidas, ruidos inquietantes, lugares apenas hollados, como lagos y cuevas; edificios espectrales, brujas, duendes, fantasmas, diablos, santos y verdugos. Hasta curiosos centros de poder (no nos referimos al Congreso, qué va) como el Dolmen de Pedra Gentil en Vallgorguina, Barcelona. Todos se articulan por medio de una idea motriz, admitida por la física y recordada por Amorós, que sostiene que la materia ni se crea ni se destruye, sino que se transforma (La Cueva de la Luna). Esto, tras haber efectuado una pertinente criba, tal cual se nos aclara en la introducción, y de haber jugado con la idea de la clásica guía de viajes, pero dirigida a los amantes del mundo del misterio. Así, le indicaré poblaciones, ciudades, caseríos, carreteras, caminos y la dirección donde se produjo [el caso], junto a algunos detalles para no perderse. También en esta introducción establece Pedro Amorós un oportuno símil entre los fenómenos que aquí se desgranan y un elemento natural explicable para los seres humanos, pero no así para otros seres vivos del planeta: la manifestación de la lluvia.

Teleplastia
Para colmo, Amorós vence el no poco difícil escollo de superar lo manido, a diferencia de lo que sucede en los abundosos espacios dedicados al misterio, en distintos medios, donde se promete mucho y se ofrece poco, más allá de los cuatro tópicos formados. Un caldo de cultivo para biografías poco trabajadas y libros de redacción pedestre, que pasan por encima de casi todos los temas interesantes que proponen, saqueando, en multitud de ocasiones, la “Biblioteca de Alejandría” que supone la irrepetible colección Otros Mundos de Plaza y Janés, a la que venimos dedicando un espacio concreto en este blog.

Frente a todos estos, demuestra Pedro Amorós su oficio y honestidad. Aunque no se tengan las respuestas para todo. Ser consciente de ello ya es un paso muy importante.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


El autocine (LXVI): Frankenstein creó a la mujer y El cerebro de Frankenstein, de Terence Fisher

12 octubre, 2019

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Un campesino (Duncan Lamont) va a ser ajusticiado por el método de la guillotina. La escena no está exenta de ese retorcido y bienhallado sentido del humor del realizador inglés Terence Fisher (1904-1980). Una ironía que afecta tanto a cazurros como a señoritos.

Así comienza la excelente Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, Seven Arts-Hammer Films – Twentieth Century Fox, 1966; estrenada al año siguiente). Luego retomaremos este aspecto sombríamente jocoso. De momento, nos situamos ante el mencionado patíbulo, pese a hallarnos en una población centroeuropea sin especificar (aunque con un nombre en letras góticas difícil de extraer). El campesino está ebrio y deseando que todo acabe (parece que se le acusa de un homicidio impremeditado), en una situación casi distendida, hasta que Fisher hiela la sangre del espectador cuando el hijo del condenado aparece en escena, tras unos arbustos, y observa la decapitación de su padre. Se acabó la “diversión”.

La situación no puede ser más tremenda (esto es horror y emotividad, y no a lo que hoy en día nos tienen tan mal acostumbrados). Por supuesto, las imágenes se resuelven con la elegancia implícita de Fisher a la hora de explicitar. Tras los títulos de crédito, la cámara vuelve a descender sobre la guillotina, ya deteriorada con el transcurrir del tiempo. El chico, Hans Werner (Robert Morris), se ha hecho un adolescente apuesto y, pese a lo que cabría esperar, de buen corazón. Hans mantiene una relación en secreto con la hija del posadero (Alan MacNaughtan), Christina Kleve (Susan Denberg), dándose la fatídica circunstancia de que la muchacha tiene el rostro desfigurado en parte. Además, Hans está al servicio de los extraños doctores Víctor Frankenstein (colosalmente aterrador Peter Cushing) y su ayudante, el lugareño Hertz (el estupendo característico Thorley Walters), médico de la población (moldava según parece).

El experimento que les ocupa consiste en volver a la vida al propio Víctor que, por una vez, se presta a ser el sujeto de la experimentación. Como en todas las películas del ciclo, Frankenstein ha sufrido un proceso psíquico, algo más benéfico en este jalón que en el posterior, como ya veremos. Después de haberse enfrentado a la posibilidad de la muerte, el científico parece haber perdido (todo) el miedo a la misma. El experimento ha sido un éxito, y esto reafirma en el cirujano su creencia, ratificada por el método científico, de que si la vida se puede mantener en suspenso (criogenizada), también es factible hacerlo con el espíritu vital que la anima.

Es una idea altamente sugestiva de la que Fisher, a través de su guionista John Elder, alias de Anthony Hinds (1922-2013), sabe sacar partido visual además de teórico.


También para el joven Hans, que vio de cerca a quien se le cercenaba la vida, supone una indagación prometedora. Mi alma permaneció conmigo, refiere Víctor al relatar su experiencia en estado latente. Pero, ¿estaba mi alma atrapada para siempre?, se interroga, ¿o solo se desprende del cuerpo cuando sobreviene la muerte física?, añado yo. Es lo que se pregunta el científico, que no deja de serlo pese a lo poco ortodoxo, en un sentido académico, de sus métodos. A lo que contesta el simpático Hertz, uno de esos personajes clásicos que alivian la gravedad del relato y que forman parte de ese sentido del humor afín a Fisher, que ¡esto es demasiado para mí! El siguiente paso es indagar en la posibilidad de una especie de escudo o campo de fuerza indestructible, capaz de albergar y preservar las almas en los cuerpos suspendidos.

La película abunda en esa torcedura del humor, porque, lo que pretende ser una celebración, la adquisición de una botella de champán para festejar el triunfo del experimento, deriva en una sucesión de hechos infortunados. Hertz le presta su abrigo a Hans para que este no pase frío en su camino a la cantina, y la prenda acaba por convertirse en una prueba en contra del muchacho, tras un altercado. Lo que se incrementa con otros detalles de conducta, entre la mordacidad y la tragedia, como son la imagen de Hertz observando la referida botella de champán, la posterior visita de Hertz a Hans en prisión, Cristina apagando la luz de una lámpara en su habitación, para hacer el amor con Hans, o las iniciales de la chica (C.K.) en un baúl de su propiedad. Por cierto, James Bernard (1925-2001) compuso un bellísimo tema principal, dedicado al personaje de Christina, que está en la memoria de muchos cinéfilos. Yo no sé quién soy, replica la joven en un momento de la narración. En este sentido, la vendetta que se da a continuación resulta incluso catártica; en averiguar su identidad demostrará Christina tener mucha cabeza.


Así funciona esto: el mundo se mueve por el poder, el de quienes lo tienen y el de los que aspiran a él. Así, el posadero se permite humillar a Hans por sus antecedentes familiares, en tanto un grupo de petimetres humilla al posadero por su “baja condición”, y a Christina por sus defectos físicos (además es coja). Estos señoritingos son Karl (Barry Warren), Johann (Derek Fowlds) y Anton (Peter Blythe). En realidad, bajo sus ropajes de (magnífico) cine de género, Frankenstein creó a la mujer es una película sobre la denigración y el menosprecio, hasta extremos difícilmente soportables (por supuesto que las ha habido más violentas, pero no mejores o de implicaciones más atractivas).

Estos niñatos con posibles crematísticos y elitistas, consentidos por los padres -figuras en un prudente off, pero que ahí flotan-, pagados de sí mismos, provocadores y bravucones, monos vestidos de seda, están en la línea de los crueles e ignorantes -aún más peligroso- protagonistas de la novela de Anthony Burgess (1917-1993), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962). Y, sin embargo, los oriundos son tan insensatos, que creen que la amenaza proviene de Hans, por aquello de que de tal palo, tal astilla.


Ya sabemos que todo lo que no entendemos puede ser mágico hasta que se comprende y domina. Pero el mundo que nos rodea no siempre se puede doblegar por vía de la ciencia, existen demasiadas e imprevistas derivadas -¿determinadas?-, que se nos escapan, y el ciclo de la Hammer y Fisher sobre la figura de Víctor Frankenstein, enriquecida hasta el paroxismo por la productora, los distintos guionistas y el realizador, hace hincapié en este aspecto fatalista y tortuoso -tal vez determinado, insisto- de la existencia.

Frankenstein pretende comprender –apresar- el mecanismo por el que un alma (ente no mensurable pero existente) permanece en el cuerpo tras la suspensión de la muerte física. Pero ambiciona comprender esto únicamente a través de los procedimientos de la ciencia; algo que se revela insuficiente (la ciencia no debería escindirse de la moral). A su vez, transferir el alma a un aparato, para después reincorporarla a los cuerpos revividos, originarios o no, es una forma de querer ser Dios, como bien queda expuesto en los orígenes del personaje creado por Mary Shelley (1797-1851). De tal manera que, el alma, que de forma natural deja el cuerpo, hallaría impedimento en un campo que retrasaría su (teórica) partida hacia otros planos del existir. Teniendo en cuenta las preguntas que se está planteando el barón, el conflicto interno que lo atenaza está muy bien expuesto. No obstante, pese a sus aspiraciones, Frankenstein sigue siendo un rehén de la materia.


Dato notorio es el hecho de que todo transcurre en pocos días. Me refiero a que el grueso del planteamiento queda establecido, principalmente, en una tarde y su noche. Poco después, Christina parte en carruaje y Hans la despide, pero el funesto instrumento de muerte con que se abría la película permanece al fondo del plano. En efecto, la maldición se repite. Acusado de homicidio, Hans parece seguir los pasos de su progenitor. No ha tenido muchas oportunidades en la vida. La estructura narrativa y visual del relato hace que la secuencia inicial vuelva a la vida, esta vez, con Christina como testigo.

Transferir el alma de Hans a otro cuerpo es la transgresión (pen)última de Víctor Frankenstein: jugar con el alma ajena. Como era de prever, el experimento es un éxito a nivel científico, y un fracaso a nivel anímico. Pero, precisamente, esta circunstancia tan bien traída –es de agradecer el arrojo- eleva la película a cotas poco frecuentes (algo similar, salvando las debidas distancias argumentales, se intentó después con la notable Proyecto Brainstorm [Brainstorm, Douglas Trumbull, 1983]).

Pero no hay que sorprenderse. Con el barón las ciencias adelantan que es una barbaridad. Realizada la operación quirúrgico-espiritual, ¿qué sucede con el alma de la fémina que sirve de sustento a la nueva prueba? Unas veces, Hans toma el control, otras lo hará Christina. La mujer creada por Frankenstein es la dramática representación de una humana y global esquizofrenia. Sin embargo, en el aire flota la cuestión de si podrán sobrevivir estas dos almas habitantes de un mismo cuerpo, una vez concluida su andadura en la materia que las contiene.

A los ya mencionados partícipes del estupendo equipo técnico-artístico de la Hammer, cabe citar a los editores James Needs (1919-2003) y Spencer Reeve (1923-1973), el fotógrafo Arthur Grant (1915-1972) y el decorador Bernard Robinson (1912-1970). Junto a James Bernard, los dos últimos repetirán sus modélicas funciones orgánicas en la siguiente singladura del ciclo, que fue la penúltima.

Ya desde el inicio de El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, Seven Arts-Hammer Films – Warner Bros., 1969), observamos que la desdichada deriva vital y profesional de Víctor Frankenstein, según el coherente guión de Anthony Nelson Keys (1911-1985) y Bert Batt (1930-2011), lo ha convertido en un asesino, que no muestra el menor reparo en conseguir el “material” que le es necesario incluso en plena calle (solitaria y nocturna, eso sí). Para ser más preciso, es el portador de una grotesca máscara, como extensión figurativa de la sociedad en que se ve de nuevo inmerso, además de reflejo de su propia descomposición moral. Una máscara que no tarda en ser descubierta. Tras deshacerse de algunas pruebas comprometedoras, el barón se ve obligado, una vez más, a huir de su cobijo y hallar un nuevo refugio para proseguir con sus experimentos. Lo encontrará en la casa de huéspedes que regenta, en nombre de su madre, la joven Anna Spengler (Veronica Carlson).


Antes de eso, la sangre golpea un rótulo profesional, de los que se colocan en un portal. De este modo, Terence Fisher nos da información acerca de la naturaleza del asesinato, como del nombre y ocupación de la víctima; no por casualidad, otro cirujano, de la cáscara escéptica, desde luego, el doctor Hayeck (-). A continuación, el humor de Fisher se vuelve a intercalar en forma de un caco (Harold Goodwin) que violenta la vivienda de Frankenstein, el cual porta su “carga” en un maletín circular, como si viniera del mercado. El ladrón se topa con el laboratorio del barón, y huye espantado.

Fisher planifica la escena sin mostrar el rostro del personaje, al que, como digo, solo distinguimos como portador de una repelente máscara. En un principio, el montaje de Gordon Hales (1916-1994) tan solo intercala unos planos de sus manos y pies.

Del escabroso crimen en las calles se encarga el inspector Frisch (Thorley Walters en un nuevo rol, pero en la misma línea jocosa del anterior). Así como de la desaparición del cadáver de otro médico, el doctor Herman Stark, robado de un depósito (esas pruebas comprometedoras que hubo el barón de suprimir).

En suma, la señorita Spengler le ofrece alojamiento sin saber lo que se le viene encima. Pronto se adueña Frankenstein del espacio de la casa de huéspedes y hasta de las mentes de la chica y su prometido, el médico en prácticas Karl Holst (Simon Ward).


Karl trabaja en una clínica para alienados. Es un incipiente especialista en la nueva ciencia de la neurología. Por desgracia, trapichea con drogas, no para él mismo, sino para ayudar a sufragar los gastos de Anna. Frankenstein lo averigua, junto a las irregularidades en los libros de registro de tales sustancias. El mismo hado que siempre parece predisponer al barón en el sendero de la indagación, luego semeja complacerse en bloqueárselo. El caso es que todo está fríamente calculado por parte del nuevo inquilino, que se hace llamar Fener y que da la impresión de conocer de antemano las debilidades de la pareja. A su vez, el doctor Frederick Brand (George Pravda), una eminencia de la medicina cuyo cerebro ha desembocado en la locura, es el siguiente objetivo de un Frankenstein más amargado que nunca, a causa de las continuas interrupciones e incomprensiones sobre su trabajo. Por eso mismo, se muestra más enérgico y contundente que nunca.

Tampoco carecerá de estos inconvenientes en esta ocasión. Las cosas se complican. ¿Y dónde transferir ese cerebro enfermo, debidamente operado, con el fin de recobrar todos sus conocimientos? En la figura de otro eminente y normativo doctor, el profesor Richter (el simpar Freddie Jones).

Podría deducirse de sus quejas ante los otros huéspedes de Anna, que Frankenstein no pretende el daño a terceros, pero el hecho es que él cree que, en su caso, el homicidio está más que justificado.

La amargura de Frankenstein se quintaesencia. Hace quedar mal a Karl ante sus superiores y pone en entredicho la credibilidad de Anna como casera. Baste señalar su rostro de complacencia cuando Karl se ve “obligado” a matar para salir de un atolladero. Ya lo tiene en sus manos. Más aún, las almas de ambos le pertenecen, pero en un sentido distinto al anteriormente expuesto, mucho más “opaco”. Y también sus cuerpos, al menos, en el caso de Anna, a la que no duda en violar y, posteriormente, inmolar. Controvertida escena de la violación que va seguida de la doble operación quirúrgica para restablecer el cerebro de Brand y trasladarlo al cuerpo de Richter. A esto suma Fisher otra secuencia formidable, la de la inspección policial de la casa de huéspedes. Poco después, se añade el magistral instante de la rotura de una cañería en el jardín, donde Anna demuestra tener buena mano, sometida como está al síndrome de Estocolmo. Tres escenas de impacto prácticamente seguidas. Pero la cosa no acaba aquí. Estremecedor resulta el despertar del doctor Brand, sano de mente pero no tanto de cuerpo, al ocupar el de otra persona (y escucharse con una voz distinta).

El catálogo de atrocidades del funesto protagonista -por primera vez parece que su pozo no tiene ninguna salida-, es difícilmente superable. Lo que convierte El cerebro de Frankenstein en una de las cimas indiscutibles de toda la historia del género de terror. Por cierto, en español, el título El cerebro de Frankenstein adquiere una doble connotación (yo lo prefiero al original). Se refiere al órgano que le es necesario al cirujano para proseguir con sus experimentos, como a la evolución -o involución moral- que se adueña del suyo propio.


Las derivadas adquieren especial resonancia en el indecible padecimiento de Ella (Maxine Audley), la esposa del sacrificado doctor Richter. La posterior charla con el consorte, detrás de un biombo, en la que sigue siendo su casa, constituye uno de los momentos álgidos (en su doble acepción) de toda la carrera de Fisher. La conclusión la confirma la modélica secuencia final en casa de los Richter.

Habrá una postrera bajada a los infiernos, pero por sus características peculiarísimas, tanto Frankenstein creó a la mujer (cruel pero de espectro más amplio y abierto), como El cerebro de Frankenstein (absolutamente oscura y encerrada), suponen dos ejemplos de inapelable realización y estremecimiento intemporal, perpetuamente moderno. Por la maldad, el puntual anhelo de información y el desprecio de las vanidades y reconocimientos sociales -no así profesionales- no pasan los años.

Escrito por Javier Comino Aguilera



Wonder Woman: Dioses y mortales, de George Perez

06 octubre, 2019

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Los superhéroes llevan viviendo décadas dentro de las páginas de los cómics, tantos que ha sido necesario en muchas ocasiones reiniciar su historia, ya fuera fruto de una decisión editorial o de algún macroevento que hoy admitimos también en el cine, pero que surgieron con fuerza en las líneas editoriales de DC o Marvel. Por ello, en los años ochenta encontramos Wonder Woman: Dioses y mortales (1987), la nueva versión de Wonder Woman de la mano de George Pérez. A diferencia de la época dorada en que surgieron las primeras versiones de los superhéroes, en estos años se crean orígenes más detallados, aunque partan de la misma premisa, y este hecho permitió asentar algunas ideas básicas sobre los héroes que han ido llegando en los últimos años a la gran pantalla. Por ejemplo, la reciente adaptación de Patty Jenkins, Wonder Woman (2017), se alimenta precisamente de la visión de George Pérez junto a otros detalles del personaje que se han ido perfilando posteriormente.

De esta forma, en Wonder Woman: Dioses y mortales retrocedemos al origen de las amazonas y no hay ningún temor a que sea una historia mitológica, rica en detalles, y que permiten comprender la cosmogonía en la que surge esta superheroína de evidente raigambre mítica. Además, ya desde estos orígenes se observa un trasfondo feminista en la historia de las amazonas que se trasladará también a la protagonista, en la reivindicación de la mujer y en su huida de un rol pasivo o dominado. Es decir, la princesa Diana bien podría haber surgido en los relatos míticos grecolatinos, otorgándole un buen fundamento que permite a los lectores disfrutar de una rica herencia literaria a la par que añaden una visión más contemporánea. Lo bueno es que estos orígenes permiten crear versiones oficiales de la historia y acontecimiento extraoficiales, al punto de retorcer la historia o de incluir detalles como sucede en historias posteriores, por ejemplo, la más reciente Wonder Woman: El Círculo (Gail Simone y Terry Dodson, 2008).


Ahora bien, todavía en los ochenta podemos encontrar cierta candidez. La inocencia con la que Diana se ha de enfrentar al mundo que desconoce, ese mundo ajeno a su isla natal, nos regala escenas en los que choca inevitablemente el universo cotidiano de los lectores con la magia mitológica de Wonder Woman. Pero, curiosamente, ese choque es aceptado con bastante naturalidad, de ahí la candidez que referíamos. Por ejemplo, uno de los personajes más relevantes de esta aventura, Julia Kapatelis, es una experta en la época mitológica que ayudará a nuestra protagonista a entender este mundo mientras sufre las consecuencias de ser perseguida por las fuerzas malignas contrarias a la superheroína. Se trata de un personaje curioso, dado que es capaz de aceptar la existencia de Diana con curiosidad científica, soportar la maldición que afecta a su hija y unirse a la batalla junto a Wonder Woman sin titubear, convirtiéndose a la par en una nueva figura materna para Diana dentro del mundo humano. En cierto sentido, esta historia coarta ocasionalmente la credibilidad por ofrecer personajes fuertes, representantes de unos valores determinados que los hagan afines a la protagonista del relato, pero que se comportan de una forma excesivamente temeraria, todo por seguir a una superheroína a la que apenas conocen. Si bien es cierto que el personaje representa unos valores evidentes, como el pacifismo y la bondad, sus compañeros quedan demasiado planos y vagos en su carácter.

Por otra parte, Wonder Woman normalmente había estado ligada a su intervención en las dos guerras mundiales, cuando salía de su isla para descubrir la maldad y el egoísmo que anidaba en el corazón de los hombres (lamentablemente, casi siempre se recurre a los tejemanejes del dios Ares para explicar el comportamiento del ser humano, restándole verosimilitud y ambigüedad a la entidad humana en las aventuras de esta heroína). Sin embargo, en esta ocasión, Diana llega al mundo durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, con la tensión presente entre estas dos grandes potencias mundiales a punto de destruirse mutuamente. Obviamente, se recurrirá de nuevo a la némesis de Wonder Woman, Ares, para provocar una conjura de destrucción total en el mundo a partir de su influencia entre los líderes de esos países. Quizás sea en otra historia en la que se observe que la maldad puede proceder también del ser humano sin necesidad de intrigas divinas, de la misma forma que se plantean personajes humanos que son capaces de sacrificarse y combatir junto a Diana por evitar la catástrofe.

No obstante, hay que resaltar la forma en que nuestra superheroína consigue enfrentarse y derrotar a esta amenaza, en la línea de su doble vertiente de guerrera y diplomática. En contraposición a otros héroes que ya existen en este universo, como Superman, con el que es comparado por algún personaje o incluso por la prensa, Wonder Woman alcanzará la victoria desde el debate filosófico (su diálogo con Ares acaba tocando temas como la existencia, la fe y el futuro), recurriendo a sus poderes y a su fuerza cuando el peligro alcanza a los inocentes.

En definitiva, Wonder Woman: Dioses y mortales nos deja un buen inicio en la vertiente más mitológica del personaje. Precisamente, podemos considerar que su parte divina goza de un buen desenlace, mientras que su lado más humano queda abierto, aún por asentarse en la realidad que acaba de conocer; hubiera estado bien encontrar un desarrollo de ambas partes más equilibrado. Como cómic, contiene escenas de batalla algo confusas, pero lo solventa con una gran integración entre la intención narrativa y las imágenes empleadas en los fragmentos más relevantes, a pesar de un coloreado en ocasiones no tan eficaz como debiera.


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