Nuestra ciudad, de Thornton Wilder

25 febrero, 2021

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Tengo por costumbre recorrer las calles de mi infancia y adolescencia. El antiguo barrio, el colegio (ahora I.E.S.), los soportales, las bocacalles… Los establecimientos aún están, pero ahora son distintos. Por ejemplo, la librería donde yo compraba los libros de Barco de Vapor, los estuches Pelikan y los bolígrafos con distintos olores, ya solo vive en mi recuerdo. Ahora es una farmacia. Tampoco está la tienda de ultramarinos donde me hice con los álbumes de cromos de El retorno del Jedi, los Gremlins y E.T., o el atestado videoclub, cofre de las maravillas. El ancestral kiosco con los anhelados sobres con cromos, los Don Miki y las golosinas, sí permanece; continúa plantado en mitad de la calle.

En estas ocasiones la música me ayuda. Es un recorrido que siempre hago con canciones que me trasladan a esa época. Espero retomar el hábito con nuevos bríos cuando acabe lo de la mascarilla.

Nuestra ciudad (Our Town, 1938; Cátedra, Biblioteca Siglo XX, 2020), es una celebrada pieza teatral del dramaturgo y guionista norteamericano Thornton Wilder (1897-1975), y tiene que ver con lo que estaba contando. En esta hermosa creación se nos narra el transcurrir del tiempo que, pese a que pueda parecer contradictorio, permanece estático en nuestra mente. Al menos, la fortaleza de algunos de esos recuerdos. Pero no se trata de volver a traer a nuestro consciente dichas evocaciones, sino de experimentar una vez más lo vivido. Como privilegiados espectadores que hacen acopio de todos sus sentidos.

Tras una introducción centrada en las aspiraciones dramatúrgicas del autor, un tanto farragosa y, en cualquier caso, de menor interés que la recepción de la obra en la actualidad, nos centramos en la cuestión. Wilder se había adentrado desde el principio en nuevos territorios de la escritura, percibiendo con tanta prontitud como delicadeza las manifestaciones espirituales que se iban propagando (Introducción). Esta será una idea primordial a la hora de proceder con la comprensión integradora de la obra. A un Thornton Wilder preocupado por la naturaleza expositiva de sus textos, esto es, cuál es la función del narrador y cuáles los escenarios apropiados, se suma la de un buscador de otras realidades que sobrepasan nuestros sentidos. Incluso aunque el punto de partida sea un mero recurso dramático, la hermenéutica puede ser algo que ni los autores alcanzan a calibrar en su integridad. Suponiendo que la intencionalidad de Wilder no fuera, como presumo, de orden trascendente.

En cuanto a la forma, la narración tenía que ver con la relación entre el artista y el público, y con un lenguaje característicamente americano (Íd.). Un modo de abordar la expresión que, como el aspecto metafísico, supera las “limitaciones” geográficas para hacerse universal.

Thornton Wilder
La ciudad del título -o pueblo grande, en el original-, se encuentra situada en la zona de New Hampshire, en el estado de Nueva York (EEUU). En palabras de Wilder, es un pueblo campesino que se respeta a sí mismo, y cuyas familias han vivido allí durante generaciones (…) Nuestra ciudad es un himno a la familia en su invariabilidad, añade. Además, en el primer prefacio señala que quería registrar la vida de una pequeña ciudad en el escenario, con realismo y generalidad; esa universalidad a la que antes me refería. Es esclarecedor este preámbulo; bastante más satisfactorio que el posterior prefacio a tres obras teatrales, un ejercicio algo árido de justificación del minimalismo en escena. No obstante, pese a la presumible diversidad de puestas en proscenio, el autor plantea una teoría de representatividad en torno a la cardinal idea de que cada afirmación individual de una realidad absoluta solo puede ser interior, íntima (Prefacio II). Perfectamente señalado. Tan solo percibimos una parte de la realidad total.

Claro que, a diferencia de sus contemporáneos existencialistas, dialécticos y del absurdo, Thornton Wilder declara que no soy un innovador, sino un redescubridor de bienes olvidados (Íd.). Precisamente por eso, su obra persiste en el tiempo con mejor disposición de ánimo y dinamismo emocional que otras intelectualidades avejentadas en su praxis.

Conocedor de Lope de Vega (1562-1635) y de Ortega y Gasset (1883-1955), Thornton Wilder fue guionista e intérprete del Maestro de ceremonias, o Director de escena, de la espléndida versión cinematográfica firmada por Sam Wood (1883-1949). Años más tarde se procedería a un nuevo intento, esta vez televisivo, en 1977, con el beneplácito del autor (que dejó establecido antes de fallecer). Como el propio Thornton Wilder aseveró con buen criterio: las películas han establecido una libertad nueva y tremenda en el tratamiento de temas, y el equipamiento técnico de una legítima representación teatral permite más libertad de la que ha habido nunca (como ejemplos de ello, el dramaturgo citaba a Walt Disney [1901-1966] y Frank Capra [1897-1991]) (Íd.). El cine satisface el deseo de la reproducción mágica del mundo al permitirnos verlo sin ser vistos (…) De ahí que las películas parezcan mucho más naturales que la realidad. El mundo que crean [las películas] es capaz de proyectar nuevos imaginarios, no solo estéticos, sino también semánticos (Íd.).

En agradecimiento a su interés, Ortega reconocía respecto a Nuestra ciudad que no es posible asistir a su representación en el teatro sin sentir escalofríos medulares (Esta edición).

Ciudad en Nueva Inglaterra
La obra se divide en tres actos. Todos ellos transcurren en sendos días cualquiera, que pasan a no serlo. No por imperativos fastuosos, sino por la épica de lo cotidiano que Wilder persigue y que logra apresar a través de sus palabras y protagonistas. En el primer acto, la jornada es la del siete de mayo de 1901. Los residentes quedan concentrados en dos familias vecinas, la del médico Gibbs y la del editor del periódico local, Webb. Destacándose los principales descendientes de ambas familias, George Gibbs y Emily Webb. Dos muchachos que quintaesencian buena parte de una población de dos mil seiscientos cuarenta y dos habitantes.

El segundo acto se detiene en otro día concreto, el siete de julio de 1904. En él se recoge el enlace de George y Emily, en una estructura que a mí me recuerda la hermosa canción Les trois cloches (curiosamente, compuesta el mismo año que la adaptación cinematográfica de Nuestra ciudad, 1940), con letra y música de Jean Villard (1895-1982), y que tan bien han cantado Édith Piaf (1915-1963) o Mireille Mathieu (1946).

En el tercer y último acto estamos en el verano de 1913. La elegía del Director de Escena al auditorio es la de la gente tenaz que hizo un largo camino por ser independiente (Acto III). No pretendo adelantar nada sustancial a quien no conozca aún la obra, pero digamos que la trascendencia espiritual de este acto tercero es lo que dota de pleno sentido al conjunto.

Una trascendencia que podemos concretar en las siguientes características. Primero, la supervivencia de la identidad individual después de la muerte (la introducción me parece alicorta en este sentido, y recargada en los florilegios filosófico-literarios que cabía esperar). Segundo, la diferenciación entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo, en connivencia con las teorías del renovador filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996) (una buena edición en español la hallamos en Pre-textos, 2007). Y tercero, el referido alcance épico de lo profundamente íntimo y cotidiano.

Representación de la obra
De este modo, todos sabemos que hay algo eterno en cada ser humano, tal y como recalca el Director de Escena a inicios del acto tercero. La representación posterior confirma esta regla. Merced a esta, los muertos dialogan entre sí. Pertenecen a un estrato distinto al nuestro, pero están. El punto en cuestión estriba en si al pasar “al otro lado” somos capaces de recordar nuestra vida en la Tierra; puede incluso que nuestras otras vidas anteriores. Una idea para nada inconveniente al autor, que en carta a un particular explica: las generaciones de los hombres se suceden entre sí, en una repetición aparentemente infinita (Nota nº. 11).

Respecto al segundo punto, el de la percepción de una magnitud como es el tiempo, capaz de ensanchar el plano de la física, el Director de Escena, que no tiene nombre concreto pero representa a todos, adelanta datos del futuro de algunos de los protagonistas. Destinos trágicos o apacibles, pero siempre humildes en su devenir dentro de la más amplia naturaleza (Acto I). Es un recurso dramático sublime.

Así, muchas de estas inquietudes convergen en el punto tercero, en el hecho de saber buscar lo esencial en la cotidianidad, en nuestra naturaleza interior y en la naturaleza que nos rodea.

Comencé este artículo diciendo que me gusta caminar por las arterias de mi ciudad, y que me agradaría reencontrarme con los escenarios de mi niñez tal y como los recuerdo, sin barreras que cierran el paso. Por desgracia, esto no es posible. Ahora todo está ocultado mediante vallas y muros que antes no existían. La música sirve de acicate, eso sí.

En definitiva, si en nuestras manos mortales estuviera, la de cosas que recordaríamos y que andan por ahí arrinconadas.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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