El autocine (CXIX): El sepulcro de los reyes, de Fernando Cerchio, y El valle de los reyes, de Robert Pirosh

15 marzo, 2024

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Ah, el antiguo Egipto. Los plácidos atardeceres, los espectaculares monumentos, las consoladoras aguas del Nilo, su mágica cosmogonía. Con qué hermosas imágenes nos alienta el pasado. Muchas veces uno desearía poder contar con una máquina del tiempo como la que ideara H. G. Wells (1866-1946), y poder ir de visita a muchos de los enclaves del pasado, ¡a ser posible, sin riesgo de nuestras vidas! Pero disponemos de un mecanismo equivalente gracias al cine. El arte que mejor ha sabido aglutinar imágenes y sonidos, recuerdos del pasado y el presente. Es nuestra máquina del tiempo.


Imperfecta, como todo artilugio construido por el ser humano, pero ineludible. No es como formar parte de la historia, pero es lo que más se le acerca. Precisamente, uno de los temas desarrollados en la última aventura -desventura, más bien- de Indiana Jones (película irregular, aunque con evidentes zonas de interés).

Explicarnos cómo sería el antiguo Egipto no es tarea sencilla. Conviene echar mano de los historiadores, pero fabular tampoco es malo. Escrita por el futuro realizador Damiano Damiani (1922-2013) y el director de esta, Fernando Cerchio (1914-1974), nuestra primera parada en la historia del Egipto más desacomplejado y alternativo es El sepulcro de los reyes (Il sepolcro dei re, Euro International Film, 1960), pues como digo, a estas adaptaciones y reconstrucciones, más o menos imaginativas, sí que tenemos acceso.

Coproducción entre Italia y Francia, el relato de El sepulcro de los reyes arranca con el regreso victorioso de un puñado de combatientes, que viene de sofocar una rebelión en Siria. Lo hacen con algunos prisioneros, entre los que se encuentra el rey de aquel país (del que nunca más se supo), y su hija, la princesa Shila (Debra Paget, inestimable aliciente de la película), de la que, rizando el rizo, se dice que es descendiente de la misma Cleopatra (69-30 a. C.).

Shila establece contacto con el médico oficial del faraón, Resi (Ettore Manni), que, más que con un esclavo, cuenta con un fiel servidor, Tabor (Renato Mambor), en la línea del criado y confidente establecido por nuestros dramaturgos a partir del XVI. El joven faraón es un muchacho consentido e hipocondriaco, Nemorat (Corrado Pani), el futuro Keops, en uno de los apuntes más inspirados de la película. Muerto el padre, tan solo tiene a su madre, Tegi (Yvette Lebon).


En efecto, podemos ver El sepulcro de los reyes como una obra de teatro. Muchas producciones, independientemente de su vistoso acabado y presupuesto, cuidaban bastante los diálogos. El trabajo de los guionistas es, en este sentido, llamativo, y eleva el nivel de estos trabajos cinematográficos. Cierto es que el corpus de diálogo se desenvuelve con un sentido más dramático que histórico, pero los dimes y diretes suelen estar bien pergeñados. Es esa parte de reconstrucción imaginativa a la que antes aludía. Este caso no es una excepción. La película deviene en un socorrido pero grato relato sobre la piedad (y su ausencia), que se concreta cuando Resi acude al rescate de Shila, encerrada en la tumba pétrea del faraón. Pero también es una narración sobre el amor oculto, los sentimientos respondidos y no correspondidos, de los principales protagonistas. Shila no ama a su esposo Nemorat, pues no ha mostrado piedad alguna con los prisioneros de guerra, sus compatriotas sirios. A quien de verdad quiere es a Resi, y por suerte, Resi a ella. La esposa del faraón concreta bien toda esta situación cuando, por boca de Damiani y Cerchio, comenta ante Resi que me espera una vida de sufrimiento, pero puedo ser feliz (contando con él). La pareja urde entonces la muerte de Shila… para después salvarla.

Por su parte, Kefren (Erno Crisa) es el artero de la película. Este sacerdote de Amón conspira con su amante Taia (Andreina Rossi), que es quien hace de brazo ejecutor y “compañera de viaje” de los intrigantes. Completando este triángulo de la muerte está Marna (Ivano Staccioli), jefe de seguridad y superintendente de la necrópolis real. Con un pie en ambos mundos, el del bien y el del mal, se encuentra el arquitecto, constructor de la pirámide del faraón, Inuni (Robert Alda). Otro personaje de soporte es Sutek, sacerdote y colega de Resi, embalsamador de la corte del faraón (Pietro Ceccarelli).


Por comparación con Tierra de faraones (Land of Pharaohs, Howard Hawks, 1955), es lógico que El sepulcro de los reyes salga perdiendo. Pero tampoco merece tamaña desconsideración; la película de Cerchio es una pieza muy entretenida que, he de confesar, los buenos oficios del doblaje en español, aquí desempeñados con la mejor calidad, hacen que su visionado gane enteros. Especial inspiración merece, en el conjunto del relato, la sorpresiva muerte –ejecución- de Marna, asaeteado a traición. Un momento bien planificado y resuelto por el director.

A los interiores, sencillos y cuidados, se une el rodaje en algunos exteriores, de naturaleza descampada y campechana, característicos de una rigurosa pero gustosa serie B (esa imagen del río Nilo recreado en el estudio). Decorados de los que me agrada otra cosa, y es que aparezcan coloreados, y no a piedra desnuda, desprovistos de ningún pigmento, como suele ocurrir con frecuencia en otras “recreaciones” de época. Así mismo, es de destacar la música de Giovanni Fusco (1906-1968), bastante hermosa y sugestiva.

Como curiosidad, ya hemos advertido en el reparto al padre de Alan Alda (1936), Robert (1914-1986). Definitivamente, a la fascinación del antiguo Egipto se suma la de las producciones de serie B.


El siguiente trayecto nos lleva a estas mismas tierras, pero a distinto tiempo. El valle de los reyes (Valley of the Kings, MGM, 1954) se sitúa en el año 1900. Es una cuidada producción B de Metro Goldwyn Mayer, con Robert Surtees (1906-1985) a la fotografía, el imprescindible Cedric Gibbons (1893-1960), con Jack Martin Smith (1911-1993), a los decorados, y una apariencia total de serie A. La película se beneficia, además, de una excelente –qué cosa más rara- partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), y de la ubicación de los personajes en escenarios reales (pese al empleo de algunas transparencias). Fue dirigida por Robert Pirosh (1910-1989), un realizador no demasiado conocido, tan solo filmó cinco películas, pero cuyo principal cometido fue el de guionista, vertiente donde brilló con títulos tan significativos y variados como Un día en las carreras (A Day at the Races, Sam Wood, 1937) y Me casé con una bruja (I Married a Witch, René Clair, 1942). Un tipo interesante.


A El Cairo, Egipto, llega Ann Martin (Mercedes como apellido original), interpretada por la estupenda Eleanor Parker (1922-2013). Concretamente, a las inmediaciones de la pirámide del rey Zoser (reinado 2682-2663 a. C.), en la necrópolis de Saqqara, en Memfis. Allí se encuentra el arqueólogo Mark Brandon (Robert Taylor), pendiente de una excavación y de la reconstrucción de las murallas de la antigua metrópolis. En pos de un descubrimiento que nunca se sabe cuándo puede llegar. Ann es la hija de un finado doctor en egiptología, apellidado Barklay, y está casada con el impetuoso Philip (Carlos Thompson). Ha llegado a Egipto con un propósito bien definido. Lo que pretende es confirmar las teorías de su difunto padre con alguna prueba física. Teorías que relacionan la historia de Egipto con el contenido bíblico.

Conviene aquí hacer un inciso, pues razones ha habido para esta imbricación entre la historia brumosa y las Religiones del Libro. En los años cincuenta se hizo muy célebre un volumen titulado Y la Biblia tenía razón (Und die Bibel hat doch recht / The Bible as History, 1955, Omega, 1956; Folio, 2006), del periodista Werner Keller (1909-1980). En el texto se acercaban posturas y estrechaban lazos entre lo recogido por el libro sagrado, al pie de la letra, y lo confirmado por las investigaciones arqueológicas, esto es, entre la religiosidad y el historicismo fundamentado en el aparato científico. Algo parecido a lo que está sucediendo ahora con la religión, o si se quiere, la espiritualidad, y los postulados de la física cuántica.


En suma, Ann desea culminar la labor de su padre confirmando la veracidad de las historias bíblicas en Egipto. El hecho de que Barklay fuera el antiguo profesor de Mark convence al aventurero de ayudarla en su empeño, que él cree, empero, un mero espejismo. De nuevo en palabras de Ann, lo que persigue es la localización de una tumba con indicios de que el pasaje del Antiguo Testamento acerca de José era cierto. Extrapolaciones literarias aparte, es decir, añadidos posteriores, tal cosa es posible. Una estatua de la decimoctava dinastía, adquirida por un colega de Mark en no muy legales circunstancias, les pone sobre la pista. El objeto es atribuido al reinado de Rahotep (1622-1619 a. C.), un faraón poco conocido, pero gobernante cuando, presuntamente, José, el hijo de Jacob, se hallaba en Egipto. Ann y Mark tratarán de descubrir otros objetos funerarios de la tumba de Rahotep. La empresa les conduce hasta el establecimiento de Valentine Arko (Leon Askin), un anticuario y estraperlista, amedrantado por el malvado Hamed Bachkour (Kurt Kasznar).


En su periplo, Ann y Mark son ayudados por el padre Anthimos (Aldo Silvani), miembro de la congregación del monasterio de Santa Catalina, en pleno Sinaí. Los protagonistas siguen entonces el rastro de Akmed Salah (Frank DeKova), antiguo guía de un potentado contrabandista, según se dice asesinado, al que localizan en un campamento de nómadas.

En El valle de los reyes, ambas perspectivas, lúdica e histórica, material y espiritual, se dan la mano. Sustentadas por un buen relato de aventuras, como demuestra la estupenda persecución en calesa por las calles de El Cairo. Un espíritu aventurero que se trasladaría a otras producciones como She, la diosa de fuego (She, Robert Day, 1965), La esfinge (Sphinx, Franklin J. Schaffner, 1980) o La joya del Nilo (The Jewel of the Nile, Lewis Teague, 1985), y que, por supuesto, ya figuraba en los magníficos Las minas del rey Salomón (King Solomon’s Mines, 1950) y La momia (The Mummy) en las versiones tanto de Karl Freund (1932) como la posterior de Terence Fisher (1959). La propia She, la diosa de fuego también había contado con una adaptación previa, que recuerdo con sumo agrado (She, Lansing C. Holden & Irving Pichel, 1935).

Por su parte, Mark no tiene mucha esperanza en encontrar tan feliz conexión, pero como le recuerda el padre Anthimos, la fe comienza donde acaban las realidades.


La película cuenta con diálogos excelentes. Y un nutrido desfile de ruinas y ruines. Sobresale la emboscada en Luxor, la inevitable y agradecida parada en un oasis, y el segmento, escueto pero adecuado, en el interior de la recién descubierta tumba de Rahotep, en el Valle de los Reyes. La cual contiene, además, una cámara secreta… inviolada. Un descubrimiento que antecede en veintidós años al de Howard Carter (1874-1939). Como tantos descubrimientos, sea en la ficción o en la realidad, a la investigación de campo y biblioteca se añade el nada despreciable valor de la casualidad. También está el paso por el llamado Quiosco de Trajano, monumento semisumergido ubicado en el Templo de Isis, en la isla de Philae (por desgracia, resuelto a base de prescindibles transparencias), y mucho mejor, la secuencia en el templo de Abu Simbel, antes de su traslado a su nuevo emplazamiento, en 1967. Enclave donde es hallada otra pista en forma de cofre de madera.

Algo parecido a Abu Simbel sucedió con el citado Quiosco de Trajano, que en la película contemplamos con ancestral asombro, semicubierto por las aguas, y que en la década de los sesenta fue rescatado para su preservación, y colocado en otro lugar. Una atractiva e inédita estampa.

Otro momento bien atendido es el de una sorpresiva tormenta de arena, en la cual, una piedra arrastrada por el viento enfurecido, puede quedar convertida en un proyectil mortal. Pasado el peligro, queda la imagen de una mano emergiendo del mar de arena. Materia desértica viva, ahora inerme.


El cine nos pone en comunicación con la parte más imaginativa y creativa del ser humano, la que más merece la pena, aunque se denuncien situaciones horribles. Como si fuéramos testigos de dicha historia, y también de la intrahistoria (esos pequeños conflictos dinásticos o familiares, y otros ardiles a pequeña-gran escala), navegamos por el rumbo de nuestra humanidad, colocándonos espejos cinematográficos más o menos diáfanos a nuestro paso, renovado con cada nacimiento. Esa otra vida, camino de perfección para los antiguos egipcios. De este modo, sumamos dos ladrillos más a nuestras visitas constructivas a la civilización perdida por excelencia. Ladrillos de adobe, en esta ocasión, tras los monumentos en piedra berroqueña de Sinuhé el egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954) y la referida Tierra de faraones. Pero con adobe se protegieron bibliotecas y se mantuvieron grandes civilizaciones.



Para el sábado noche (CXXXVII): Embajador en Oriente Medio, de J. Lee Thompson, y Amanecer rojo, de John Milius

02 marzo, 2024

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El otro día paseaba por el campus de la Universidad de Granada, ejercicio que suelo hacer con alguna frecuencia. Me causó estupor contemplar unas pintadas de claro sesgo antisemita. No sé si a fecha de escribir este artículo continuarán allí, pero lo que no me cuesta nada imaginar es la impresión que deben causar a cualquier persona bien informada, de origen hebreo o no.

Recordaba Carmelo Jordá (1973) en un artículo para Libertad Digital (11-10-2023), cómo una de las justificaciones que siempre se han usado para excusar el terrorismo palestino es la "ocupación israelí"; el hecho de que, supuestamente, el país se puso en marcha arrebatándole territorio a los palestinos o a Palestina, una entidad previa que habría sido desposeída de lo que era suyo. En un video ad hoc, Jordá hace un certero análisis de la verdad histórica del territorio que hoy en día es Israel y, sobre todo, de varios hechos fundamentales, como que no ha existido nunca en la historia una Palestina a la que Israel haya quitado nada, o que cuando los árabes tuvieron la oportunidad de crear un estado palestino, la rechazaron, como lo han vuelto a hacer con cada proceso de paz, en varios de los cuales podrían haber obtenido condiciones muy razonables para construir un futuro en paz. Recordaba también en su artículo -uno de muchos- que Israel abandonó la Franja de Gaza en 2005 por voluntad propia, y sin pedir nada a cambio, dejando el territorio completamente en manos palestinas que, desde el primer momento, en lugar de dedicarse a construir un futuro próspero, se han afanado en destruir Israel y matar israelíes, mientras seguían generando la narrativa victimista que tanto le gusta a la prensa internacional, y a lo peor de la izquierda en Occidente.

Aconsejo también seguir muy de cerca los textos y entrevistas de Daniel Lacalle (1967) y Douglas Murray (1979). La desinformación, ignominia, radicalidad, o simplemente mala intención en este asunto, siguen campando a sus anchas.


J. Lee Thompson (1914-2002) es un realizador con obras apreciables en su filmografía. Con especial recuerdo hacia Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, Columbia, 1961), El cabo del miedo (Cape Fear, Universal, 1962) y El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, Fox, 1977). Un singular cariño le tengo a El oro de MacKenna (MacKenna’s Gold, 1969), en tu pase por TVE. Embajador en Oriente Medio (The Ambassador, Cannon Group-MGM, 1984) es una apreciable producción a cargo de los inefables Yoram Globus (1943) y Menahem Golan (1929-2014), escrita por Max Jack (-), e inspirada, muy libremente, en una novela de Elmore Leonard (1925-2013), que a continuación fue adaptada por la misma compañía, con John Frankenheimer (1930-2002) de director, en 52 vive o muere (52 Pick-Up, 1985). 

Unos rótulos iniciales nos ponen en antecedentes acerca de la situación en Tierra Santa. La O. L. P., Organización para la Liberación de Palestina, ha jurado no reconocer el derecho a existir de Israel. Contiene una facción radical y terrorista denominada SAIKA (milicia terrorista hermana de Hezbolá y Hamas), con base en Siria. En Israel se encuentran los moderados, dispuestos a entablar conversaciones con la O.L.P., y los que niegan dicha posibilidad. El Mossad es el cuerpo de seguridad del estado de Israel, la única democracia asaltada y liberal de Oriente Medio, y unos de los países más dinámicos del mundo, mal que les pese a los defensores del totalitarismo blando. Mientras tanto, Europa se ha convertido en una potencia normativa más que militar: o regula o multa; por eso, no tiene capacidad para enviar a su ejército a ayudar a reestablecer la paz y seguridad de los gazatíes, y liberar a los actuales rehenes israelíes.


El embajador Peter Hacker (Robert Mitchum), bien asistido por su jefe de seguridad, Frank Stevenson (Rock Hudson), es uno de los que piensa que hay que perseverar en el diálogo. Ambos se encuentran en el desierto con una delegación de la O.L.P. Por desgracia, las buenas intenciones de Hacker no parecen casar bien con los parámetros sanguinarios de las facciones más extremistas. El encuentro se frustra incluso antes de comenzar. Pero el de Hacker no es mero buenísmo, al menos, en su caso, sino la sincera exposición, política y física (puesto que también se expone personalmente), de quien cree poder ser útil facilitando un acercamiento. La realidad golpeará al embajador en forma de un ataque indiscriminado al final de la película, pero también en forma de una imprevista esperanza en el ser humano. O hilando más fino, en algunos seres que no han dejado de ser humanos.

Antes de que esto suceda, y complete uno de los círculos dantescos –en el buen sentido- de su experiencia vital, Peter declara ante Frank, mientras aguardan la llegada de los enlaces árabes en pleno desierto de Judea, que creo que la paz solo llegará a estas tierras cuando todas las personas de buena voluntad se sienten a razonar juntas. A lo que Frank contesta, con mayor conocimiento de causa, que su inocencia sería estimulante si no fuera tan peligrosa. El vadeo de todo caudal embravecido nos hace madurar, no solo en edad. Es aquel un territorio regado por el odio, y a todos nos gustaría decir que reconciliable. Tenemos entonces, como portavoces de toda una comunidad y del deseo global, a dos personajes en la encrucijada de la historia, encarnados por dos sólidos actores.


Movido por la buena voluntad que el mismo propugna, Peter insiste en el acercamiento. No puede usted regirse por una lógica simplista, le recomienda, así mismo, el Ministro de Defensa de Israel, Eretz (Donald Pleasence, otro estupendo actor de soporte).

Pero por si toda esta presión no fuera suficiente, resulta que la esposa del embajador, Alex Douglas (Ellen Burstyn), se entiende con el anticuario Mustafá Hashimi (Fabio Testi). Y una de las veces lo hace cuando su marido se halla, precisamente, en el antedicho encuentro en el desierto.

En realidad, Mustafá pertenece a la O.L.P., pero como el propio embajador comprobará, no está cerrado a un entendimiento, ese dar un paso adelante que necesita la nación en su conjunto. Sin embargo, Mustafá no sabe quién es Alex en un principio. Desconoce la identidad de su amante. El Mossad, que sí la sabe, la tiene bajo vigilancia y ha filmado pruebas de esta infidelidad tan inconveniente, a nivel personal y político. Porque alguien ajeno al personal de seguridad se las ha apañado para sacar una copia de los amantes infieles, y se la ha proporcionado a unos chantajistas. La labor de Peter parece quedar comprometida, salvo por la responsable ayuda de Frank. Pese a todo, este matrimonio en dificultades tiene la suficiente hechura como para seguir respetándose e intentar salir del trance.


La narración culmina con la reunión en las ruinas romanas de Antipatro, orquestada por Hacker y Hashani. El encuentro semi clandestino acaba, como no es difícil imaginar y ya he anticipado, como el rosario de la aurora. Los extremistas árabes acaban con toda perspectiva de optimismo, en forma de vidas humanas, tanto árabes como israelíes. Como suelen hacer y siguen haciendo. Las buenas intenciones solo parecen servir para seguir empedrando los caminos más tortuosos. No hay esperanza, se lamenta Peter, consciente de lo que no sabía al principio, pero debía intentar.

Filmada en escenarios reales, Embajador en Oriente Medio es un relato de acción e intriga (política, pero intriga al fin y al cabo). Desgraciadamente muy real. La acción la puntea la música de Dov Seltzer (1932). En cuanto a la realización, resulta correcta. A veces incluso inspirada, como atestiguan las imágenes de Peter en el interior de un antiguo cine abandonado, donde le es mostrada la grabación comprometedora de su esposa. La tensión personal es reflejo de la social, y viceversa.

La fotografía la puso el polaco Adam Greenberg (1937), el mismo de Terminator (íd., James Cameron, 1984) y Ghost (íd., Jerry Zucker, 1990). Embajador en Oriente Medio se inserta en la línea de otros títulos apreciables, y generalmente detestados por los afines a la sinrazón vocinglera, tales como El árabe (The Next Man, Richard C. Sarafian, 1976), La chica del tambor (Little Drummer Girl, George Roy Hill, 1984), que está mejor de lo que recordaba, o la serie La hermandad de la rosa (Brotherhood of the Rose, Marvin J. Chomsky, 1989), también protagonizada por Robert Mitchum (1917-1997). Olvídense de los comentarios plastas y sobadamente antisemitas que jalonan muchas de las informaciones respecto a estas películas. Es un consejo.


Consejo que les traslado a la siguiente propuesta. Amanecer rojo (Red Dawn, Metro Goldwyn Mayer, 1984). Película masacrada por el sectarismo crítico, pero que en sí misma es un ejercicio cinematográfico formidable. John Milius (1944), excelente guionista, venía de dirigir Dillinger (íd., AIP, 1973), El viento y el león (The Wind and the Lion, Columbia Pictures, 1975), El gran miércoles (Big Wednesday, Warner Bros., 1978) y Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 20th. Century Fox, 1982). Todas ellas excelentes películas. De un notabilísimo nivel. Como lo seguirían siendo Adiós al rey (Farewell to the King, Orion, 1988; estrenada al año siguiente) y El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, Paramount Pictures, 1991). Entre sus créditos como guionista figuran Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972), Apocalypse Now (íd., Francis Ford Coppola, 1979) y Traición sin límites (Extreme Prejudice, Walter Hill, 1987). Sin olvidar el planteamiento de 1941 (íd., Steven Spielberg, 1979).

Una cita de Franklin Delano Roosevelt (1882-1945) da la bienvenida a los espectadores a Calumet (Colorado, EEUU), población anclada en la historia de sus fundadores. Y nos da cuenta de a lo que se van a tener que enfrentar los protagonistas: un mundo en descomposición. En efecto, antes de los títulos de crédito iniciales, se nos ha puesto en antecedentes por medio de unos rótulos, de la situación mundial. Hay que aclarar que la película entronca con lo que llamamos narraciones distópicas. Es decir, las que muestran una realidad o futuro alternativo, siempre plausible. EEUU se encuentra aislado políticamente, la ONU ha desaparecido por servir de muy poco (profético), la hambruna asola la Unión Soviética, y en Alemania gobiernan los Verdes. Amanecer rojo es, en efecto, una distopía, aunque no tan lejana como podía parecer (que se lo digan a los ucranianos o a los que sufren privación de libertad por defender la misma). Se juega, en cualquier caso, con esta otra probabilidad, surgida en una década de tremendos logros técnicos y creativos, y no menores miedos a una inminente Tercera Guerra Nuclear. Ya saben, el conocido recurso de “qué habría pasado si Hitler (1889-1945) hubiera ganado la guerra”. No está lejos John Milius de Philip K. Dick (1928-1982).


Tampoco es baladí que la primera víctima de este visceral ataque en suelo norteamericano sea la enseñanza, en la figura del profesor Teasdale (Frank McRae). Comandadas por el coronel cubano Ernesto Bella (Ron O’Neal) y el soviético Bratchenko (Vladek Sheybal), las tropas invasoras atacan sin aviso previo (otro Día de la Infamia u 11-S). La población queda en estado de sitio. Un lugar donde no faltan los colaboracionistas e infiltrados. Pero sin pasarse, Bella es perfectamente consciente, respecto a la población sometida, de la necesidad de ganar sus corazones y sus mentes. Comunismo en estado puro.

Forzados a huir a las montañas, un grupo de chavales estudiantes que parece haber tenido mejor suerte, se refugia en los entresijos del Bosque Nacional de Arapaho. Ellos son Jed Eckert (Patrick Swayze) y su hermano Matt (Charlie Sheen), Daryl (Darren Dalton), hijo del alcalde; Robert Morris (C. Thomas Howell) y Dani Mondragón (Brad Savage), el más joven. Al grupo se sumarán las nietas del matrimonio Mason (Ben Johnson y Lois Kimbrell), Toni (Jennifer Grey) y Erika (Lea Thompson). A las rencillas propias de una situación límite habrán de oponerse el compañerismo a ultranza y el liderazgo asumido. Los chicos aprenderán a cazar, a organizarse, y también a enterrar. De un puñado de niños asustados, en palabras de Jed, pasarán a emplear la estrategia y el camuflaje. Incomunicados al principio (la radio ha recibido un disparo), suplirán esta carencia con un aparato nuevo, que les proporciona el señor Mason, y más tarde, con las noticias recientes y una recapitulación de los hechos por parte del coronel Andrew Andy Tanner (Powers Boothe), un piloto derribado. El grupo se autodenomina los wolverines (nombre de un animalito: el glotón o carcayú, que además es el del equipo local de baseball), con lo que se incrementa el sentido de pertenencia que les ha sido arrebatado.

Las incursiones de los wolverines me recuerdan a las de los hombres del S.A.S. Así mismo, la narración muestra algunas concomitancias con El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954; Alianza Editorial, 2010), de William Golding (1911-1993). De todo ello hay en un guion prístino y primordial, obra del propio Milius, junto al futuro realizador Kevin Reynolds (1952). Uno de sus mejores hallazgos es la roca que sirve de cenotafio, un espacio para recordar a los familiares fallecidos, cuyos nombres se van grabando (al punto de que Jed acabará esculpiendo el suyo y el de su hermano, en previsión de lo que pueda pasar: desean ser recordados). En la franja de enero, pues los meses se suceden a lo largo de la narración, desde febrero hasta el final de la guerra, uno de los paisajes que sirven de transición parece salido de los pinceles de Caspar David Friedrich (1774-1840).


No todo EEUU ha sido ocupado, existe la llamada América Libre, una zona relativamente segura, pero como sucedía con el infame Muro de Berlín (1961-1989), cuya caída inicia la reconversión del comunismo a otros afluentes ideológicos, a ver quién es el guapo que la alcanza.

Una circunstancia que, según esa crítica sectaria a la que antes hacía alusión, solo se podía representar en época remota, como la de Conan, el bárbaro. Pero no en la actualidad o presente histórico. No es vano, comenta el piloto Andrew en determinado momento que la semana que viene lucharemos con espadas. Recalcando más tarde que la situación parece la época medieval.

Supongo que lo que les fastidiaba a estos críticos es el hecho de que la unión individual hace la fuerza. Algo que nunca han comprendido los adictos al colectivo. Las invasiones no son únicamente físicas ahora (que las hay), pero sean de enfrentamiento directo o de guerrilla ideológica y terrorismo selectivo, lo inquietante es que siempre comienzan por lo político. La materialización de esta ideología la ubica John Milius en los campos de concentración donde los invasores mantienen a los familiares de nuestros protagonistas. Los llaman “capos de reeducación”. Conversos a la fuerza, el espacio es el de un autocine. La única promesa incumplida por los wolverines será la de no volver a llorar.

Cruda epopeya de supervivencia, como lo era Conan, y hasta último envite del “cine de catástrofes”, y en cierto sentido, muchas películas de John Milius participan de estos aspectos argumentales, Amanecer rojo enfrenta a sus inexpertos protagonistas (el “eso aquí no puede pasar”) a la materialidad de las ideologías más totalitarias. Y lo hace sin concesiones. Hoy en día, y por desgracia, no resulta tan profética esta Guerra de los Mundos a pequeña escala. Por otra parte, la filmación de Milius es espléndida.


Amanecer rojo cuenta también con una extraordinaria partitura de Basil Poledouris (1945-2006). Qué gran compositor era. Sin duda, una de las mejores bandas sonoras de los ochenta. Y hubo muchas.

Noticias que hasta hace poco nos hubieran parecido ciencia ficción, las asumimos como cotidianas. Verbigracia, los lazos de Rusia con el separatismo español, entierros de víctimas mientras el gobernante de su país acude a actos de entrega de premios, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sin efectivos, inquilinos okupas, más costes laborales y menos productividad, intoxicaciones en el grueso de la información ofertada por los medios afines al nuevo régimen, amenazas contra el que no se pliega al discurso del poder, política y narcotráfico, cancelación cultural, blanqueamiento de asesinos y sus filiales, incultura en los hemiciclos, asfixia de los sectores primarios, criminalización de la derecha, etc. Estamos peor que nunca. La polarización es extrema. No en vano, la historia de la humanidad está repleta de guerras que sus contendientes no querían luchar, pero a las que se vieron abocados.



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