Los caballeros las prefieren rubias, de Anita Loos, y adaptación de Howard Hawks

28 diciembre, 2023

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Especial Fin de Año

Existe una torcida percepción por parte de determinados, llamémosles comentaristas, en distintos libros o documentales (aclaro que no suelen ser críticos cinematográficos, y se nota), según la cual, el cine adquiere su madurez con la salida de las cámaras a las calles, lejos de la servidumbre de los grandes estudios. Es falso, el cine alcanzó su madurez como técnica ya en el cine mudo, excepción hecha del sonido directo, y los estudios no eran las máquinas depredadoras que algunos pretenden, sino engranajes bien engrasados de talento (al margen de los problemas puntuales que pudieran surgir). Tampoco es verdad que no existieran mujeres con altos cargos de responsabilidad, delante y tras las cámaras. Uno de los muchos ejemplos es Anita Loos (1889-1981), escritora y guionista de cine mudo y sonoro.


Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1925; Alba Editorial, 2014, colección Rara avis), y su continuación, Pero se casan con las morenas (But Gentlemen Marry Brunettes, 1928; mismo volumen en español), suelen ser las obras más conocidas de Anita Loos. Se publicaron por entregas antes de aparecer en forma de libro, como las novelas de folletín. Una costumbre bien acrisolada, cuando la televisión y los medios por venir aún no habían sustituido a la prensa escrita. Las dos piezas, recopiladas en una sola, llevan el subtítulo Revelador diario de una señora profesional. Ya veremos en qué materias.

Siempre he creído que la gente adulta da risa, comenta la propia autora desde su prólogo. Lo cual demuestra su inteligente percepción de la existencia. Quizá por eso sus personajes aún conservan, sino el candor de la niñez, que está muy desprestigiado disfrazado de infantilismo, sí cierta inocencia ante la perspectiva de la vida adulta. Incluso cierta indiferencia, como mecanismo de autodefensa. Y la verdad es que tiene razón, mucha gente supuestamente madura da risa, no hay más que ver cómo marcha el mundo. Pero una cosa es la vergüenza ajena y la cretinez, que suele venir acompañada de un buen número de damnificados, y otra es la risa, como fenómeno vital y defensivo. Aunque otorguemos más importancia a lo primero, el tomar las cosas bajo la filosofía del humor es un asunto serio. En el mundo artístico siempre se ha dicho que es más difícil hacer reír que llorar. Y desde luego, más perspicaz y sardónico.


Además, este es un artículo para despedir el año, tomando como base un texto y una adaptación por los cuales no pasan los años. Las protagonistas del libro de Anita Loos son dos jóvenes pueblerinas, cuyo plató de desenvolvimiento es empero la gran ciudad (o al menos, así aprenderán a hacerlo). Dos supervivientes natas. La rubia Lorelei Lee, que es quien escribe la novela en forma de diario, y su mejor amiga y confidente, la morena Dorothy Shaw. Ambas tienen un protector y educador, con vagas aspiraciones a algo más, en la figura de Gus Eisman, que es quien corre con los gastos (un sugar daddy, en terminología más especializada). Eisman es conocido como el rey de los botones.

Estamos, por lo tanto, ante una novela (juntando ambas partes, pues por separado habría que hablar de nouvelles), de carácter epistolar. Pero lo que al principio puede resultar reiterativo y encorsetado, a la larga se convierte en una decisión narrativa de calado.

Lorelei Lee es el nombre artístico de nuestra narradora interna (parte I: capítulo II), el real lo desconocemos. Más franca y versada, en todos los (des)órdenes de la vida que Dorothy. Como dato definidor formal, podemos constatar que escribe como un niño, repitiendo sintagmas. Sin asomo de una gran cultura, pero sí con una cándida ternura. El champaña siempre me deja filosófica, asegura (íd.). Apenas capaz de vislumbrar la maldad que se agrupa a su alrededor, al reclamo de su belleza, comienza a trajinar su futuro y avisparse en su trato interesado con los demás: interesado como el de todo el mundo. Tras embarcar, Lorelei y Dorothy llegan a Londres (I: III). Allí quedan fascinadas por la diadema que porta la esposa de uno de los pasajeros más adinerados. En la capital inglesa se alojan en el Ritz, y esto propicia un inesperado encuentro con el Príncipe de Gales, a la sazón, Eduardo de Windsor (1894-1972).

Unas veces, la incultura flagrante que portan las dos muchachas las lleva a comportarse de forma mezquina; otras, francamente divertida. Es la pre-LOGSE hecha anacoluto (I: IV). Y anáfora: la mayoría de párrafos comienzan con la misma palabra o construcciones, típico (y cuidado) rasgo de alguien poco versado en letras. La siguiente escala será en París, donde se produce el intríngulis definitivo con la citada diadema (episodio que recogerá la película).


Después está Europa Central, en concreto, Viena. El reclamo continúa siendo el mismo, el parné, más que los monumentos. Pero no porque estos no interesen del todo, sino porque la cultura es identificada, en la visión de ambas aprendices, con la adquisición de una buena posición que les asegure el bienestar futuro.

El humor está apuntalado por la crítica, pero no por ello se deja uno de divertir. Ingleses y franceses, demócratas o republicanos, hasta el presbiteriano Henry Spoffard, de Pensilvania, es incapaz de sustraerse al encanto personal y hermosura de estas dos adorables muchachas, en la flor de la vida. Conforme avanza la narración es evidente que nuestras protagonistas no son tan cabezas huecas como podría parecer. Por mediación de Spoffrad, la estancia en Viena incluye una cita con el doctor Freud (1856-1939), “Froid”, según Lorelei, en uno de los apuntes más memorables del relato (I: V). Ella sola es capaz de acabar con el psicoanálisis. Otro acierto jocoso podría ser la imprevista embriaguez de la madre de Mr. Spoffard por parte de Lorelei.

El último capítulo de Los caballeros las prefieren rubias se centra en el regreso de las protagonistas a Nueva York, nuevamente por barco. Tras atracar, Lorelei recala en la puritana familia Spoffard, a la que moldea a su imagen y semejanza. Al punto de que consideran una “apertura” normal -y moral- el que Henry ejerza como censor de películas, en otra de las derivas más divertidas del libro. Metida en el mundo del cine, Lorelei conocerá a Gilbertson Montrose, un guionista con aspiraciones intelectuales. Gilbertson es un anticipo beatnik. Todos estos personajes desembocan, gracias al caudal de Lorelei, en el desbordamiento de felicidad final, con unos estudios cinematográficos espiritualmente atendidos por Henry; dichosos todos de sus respectivos cometidos.


Pero se casan con las morenas parece inferior en comparación, pero no es desdeñable. Incluye episodios verdaderamente desternillantes. Lorelei es mamá, pero lo que ahora ansía es ser escritora (la película de los Estudios Spoffard ha resultado una experiencia enriquecedora únicamente en lo espiritual: no ha rendido en taquilla). Así que ahora se pasea por el Algonquin de Nueva York, el hotel-residencia de muchos de los escritores de aquella dorada y espirituosa época, y que aún conserva todo su esplendor literario. La principal preocupación de Lorelei, al margen de la escritura, es su amiga Dorothy y lo que va a ser de su vida. Al fin y al cabo, Lorelei ya está bien instalada. Para aunar ambas perspectivas, Lorelei decide tomar como tema literario de su novela la vida de Dorothy. Al modo del Libro de Buen Amor (1330-1343), de Juan Ruíz, Arcipreste de Hita (1283-1350), decide solazarse con los distintos sucesos y vericuetos de su amiga, para exponer “los caminos que no se deben seguir”. Tal y como especifica Lorelei, no será una cosa que las demás chicas deban imitar, sino al revés, algo que enseñará lo que las demás chicas no deben hacer (II: III). Un libro virtuoso, en definitiva. Porque Dorothy siempre corre el peligro de enamorarse como una loca de los caballeros que suelen nacer sin un céntimo (íd.).

Resulta que Dorothy fue criada en un circo. Como circenses son sus andanzas con Lorelei, aunque sin el escenario del mundo. Tan solo una carpa. En estas, Dorothy se entendió con el ayudante de un sheriff de San Diego (II: V). Más tarde, lo hizo con el actor Frederick Morgan (II: VI), y con un jugador de polo, Charlie Breene, con el que se compromete, pero que es dado a la bebida (II: VII). En esta relación se cruza el saxofonista Lester Shaw, de la banda de [Fletcher] Henderson (1897-1952) (II: X). Entre tanto descoco amoroso, Dorothy se hace valer ante el conocido empresario de variedades Florenz Ziegfeld (1867-1932) (II: VIII). Desea divorciarse de Lester, pero el proceso es gestionado y aletargado por el abogado Abels, un sujeto pagado por la familia Breene, que no ve con buenos ojos la relación de su vástago con la muchacha. Con su amiga Gloria, Dorothy triunfa en el Follies de París (otro capítulo que recata la película), con la ayuda encubierta de Charlie Breene, su amor verdadero. Su ex marido, el músico, no tiene tanta suerte, lo que queda al descubierto al conocerse los tejemanejes del tal Abels (II: XIII). Las andanzas de Dorothy, narradas por Lorelei, culminan con el reencuentro de Dorothy con Charlie Breene (II: XIV).


Formalmente, destaca el hecho de que Lorelei escribe su diario tal cual habla. De forma desordenada, como antes anticipé, pero con las ideas muy claras respecto a sus halagüeñas perspectivas de futuro. Una idea que también retomará la película Cómo casarse con un millonario (How to Marry a Millonaire, Jean Negulesco, 1953), con la simpática variante de que ninguna de las protagonistas alcanza su objetivo pecuniario, que sí amoroso.

En su adaptación cinematográfica, Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Twentieth Century Fox, 1953), quintaesencia el original en un par de capítulos principales. La travesía por barco hasta París, la estancia en la capital francesa y, por último, un breve epílogo en forma de afortunado regreso.

El género musical añade sofisticación a los personajes. Es un estilo fantástico que transforma las aspiraciones intelectuales en algo más valioso para los protagonistas, femeninos y masculinos. Un aspecto más sangrante el libro, pero sin dejar por ello de resultar tan humano como en la película. El nudo gordiano estriba en lo peleles que podemos llegar a ser los seres humanos ante la belleza física (o las cabezas de chorlito de algunas personas, siempre que nos atraigan). Tanto Lorelei como Dorothy cultivan por instinto el arte de decir a cada persona lo que esta quiere oír. El lenguaje connotativo, lo implícito, resulta soberbio. Algo que en la película se sabe resolver no solo por medio del diálogo, sino a través de gestos y miradas. Gracias a ellos se potencian los dobles significados, conscientes o inconscientes, como cuando Lorelei admira la diadema de lady Beekman (estupenda Norma Varden). El punto de partida es su ingenuidad, pero en la llegada ha de ver siempre su perspicacia, ese instinto de conservación sin perder la compostura. Por ello, Anita Loos ayudó a convertir la lectura entre líneas en un arte. El del sutil sobre entendido. Uniendo, entonces, fondo y forma (epistolar), podemos considerar Los caballeros las prefieren rubias una auténtica novela picaresca de nuestros días.


La canción que interpretan al inicio Dorothy Shaw (Jane Ruseell) y Lorelei Lee (Marilyn Monroe), compuesta por Jule Styne (1905-1994) y Leo Robin (1900-1984), narra desde los orígenes lo que ha venido siendo su historia. Como en todo buen musical, y la película mezcla esta estructura con la comedia, la acción avanza también a través de los distintos números cantados. Lorelei y Dorothy se nos muestran como dos chicas espabiladas y desinhibidas. La primera cuenta además con el patrocinio de Augustus Gus Esmond (Tommy Noonan), que hace patente su admiración por Lorelei proporcionándole atractivos regalos. Gracias al dinero ahorrado, las chicas ponen rumbo a Francia. En un fantástico transatlántico, donde coinciden con los jóvenes integrantes de un equipo olímpico. Ello obliga a Dorothy a ejercer de carabina.

Es el de la película dirigida por Howard Hawks (1896-1977) un espléndido resumen del bullicioso y jovial estado de ánimo que se expone la novela, por parte del magnífico Charles Lereder (1911-1976), que articula su guión en torno a la obra de Anita Loos, ya convertida en un exitoso musical con la ayuda de Joseph Fields (1895-1966). El realizador vuelve así a entregar una de sus mejores obras. Aquí, el pernicioso abogado Abels del libro pasa a ser el encantador Ernie Malone (Elliott Reid), contratado por la familia de Gus. Ernie se siente irremisiblemente atraído por Dorothy. En el barco, también entablan amistad con el señor Watson (Howard Wendell), y el casado e insatisfecho Francis Beekman, apodado Piggy (el veterano y fenomenal Charles Coburn). Su esposa es la mencionada lady Beekman, portadora de la diadema de diamantes que hará chiribitas en los ojos de Lorelei.

Dinero frente al amor. ¿Cómo compaginar ambas facetas sin caer en la ulterior infelicidad? En una mezcla de fantasía y realidad es posible. Un momento sumamente divertido -e inédito- de la película, es el ardid de la ventana del barco con el señor Spoffard III (George Winslow), aquí, en el colmo de la ironía, convertido en un niño. Ocurrencia que más tarde retomará Steven Spielberg (1946) en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount, 1984), con el personaje del joven maharajá. Mientras arriban a París, Dorothy y Lorelei se ven en la necesidad de recuperar unas fotografías comprometedoras. Las excelentes coreografías de Jack Cole (1911-1974), culminan de forma apacible con la boda de ambas, en el mismo barco que las trae de regreso.


No podemos dejar de despedir el presente año y este artículo sin mencionar la divertida canción Diamonds Are a Girl’s Best Friend (Los diamantes son los mejores amigos de una chica), también de Styne y Robin. Sintetiza muy bien las motivaciones, pero también la desenvoltura y diversión, que despliegan a toda vela la novela (aunque no cuente con ella) y la película. También es de destacar el ya mítico vestuario del modisto William Travilla (1920-1990). Era la época del glamour. Gracias a Dios. Este virtuosismo se impone sobre los colores pálidos -grises, por ejemplo-, empleados con total conocimiento de causa por el director de fotografía Harry J. Wild (1901-1961). Colores átonos, sustantivos de la vida misma, que palidecen ante la gama refulgente y viva con que se adornan los distintos escenarios: los de la fabricación de la vida, más allá de lo ordinario. La fusión de ambos escenarios, realidad y realidad inventada, la propicia, así mismo, la imitación que de Lorelei lleva a cabo Dorothy ante un tribunal. Ambos espacios y personalidades quedan fusionadas. Tal vez sea la mejor definición de lo que es el cine y una buena amistad.



Música Inolvidable (L): Especial Navidad 2023: Kenny Burrell, Charlie Byrd y Al Di Meola

22 diciembre, 2023

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Una de las mejores definiciones que sobre el jazz circulan, y que atesoró el inigualable Juan Claudio Cifuentes, Cifu para los amigos (1940-2015), es la que dice que jazz es todo aquello susceptible de ser reconvertido y adaptado a dicho lenguaje. Es decir, que tanto una pieza clásica como, pongo por caso, My Favorite Things, composición de Rodgers (1902-1979) y Hammerstein (1895-1960) para su musical The Sound of Music (1959), o cualquier tonada popular, se pueden transformar en obras jazzísticas en función de su pertenencia al particular idioma de este tipo de música; sus características de ritmo, improvisación, timbre personal y swing.


Este año se me ha ocurrido traer a nuestras mesas y oídos tres discos del ámbito del jazz, pero relacionados con la Navidad. Existen otros muchos, principalmente vocales, pero en esta ocasión, he decidido que los tres trabajos fueran instrumentales, y más fruto de la casualidad, de la mano de sendos guitarristas.

El primero de ellos es Have Yourself a Soulful Little Christmas (Cadet-Verve, 1966), del instrumentista y educador estadounidense Kenny Burrell (1931), discípulo espiritual de los maestros Charlie Christian (1916-1942), Django Reinhardt (1910-1953) y Wes Montgomery (1923-1968). Nada menos. De sonido tan refinado como hard-bop, algo más bullicioso, pero sin perder nunca de vista la esencia de la afectuosidad, Kenny Burrell hace un sentido repaso a los acostumbrados estándares navideños. En algunas entrevistas, el intérprete ha comentado que parte de su técnica consiste en que pongo los agudos más bajos, medios los graves, y subo los medios. De este modo, enfatiza las secuencias de grado medio.

Burrell proporciona, además, en su área de improvisación, desvíos y arabescos muy sugerentes, que comienzan en el primer tema del disco, Little Drummer Boy, mientras la línea melódica principal se despliega en lontananza. Lo mismo sucede con God Rest Ye Merry Gentlemen. Los desarrollos no son, empero, excesivamente amplios, los temas se ejecutan en unos tres minutos y medio como media, con objeto de ofrecer una mayor variedad temática, siempre desde el respeto a la letra y la espontaneidad jazzística.

Kenny Burrell

La placidez sobresale en partituras tan conocidas como Have Yourself a Merry Little Christmas, con inclusión de algunas cuerdas arropadoras, o Away in a Manger, The Christmas Song, The Twelve Days of Christmas, y la menos transitada Merry Christmas Baby, de Johnny Moore (1934-1998) y el letrista Lou Bacxter (-). A su vez, dejes sesenteros en la instrumentación se hacen perceptibles en la versión de My Favorite Things, Mary’s Little Boychild, y en el colmo del paroxismo, Children Go Where I Send Thee. Pero sin desbordar su sonoridad mesurada y ritmo equilibrado. Sonido de Detroit, en definitiva.

Especialmente sublimes resultan White Christmas, con el piano esporádico del intérprete -o tal vez el arreglista Richard Evans (1932-2014), que no hay forma de dilucidarlo, ni en el álbum ni en internet-, y cómo no, Silent Night. El díptico de canciones estrella de cada Navidad.

El siguiente disco en nuestra relación es The Charlie Byrd Christmas Album (Concord, 1982). De atmósfera más recoleta si cabe, al estar interpretadas todas las piezas a guitarra sola. Y con una pulcritud clásica que no deja mucho espacio a la improvisación. No porque Charlie Byrd no sepa hacerlo, obviamente, sino como respeto escrupuloso a las líneas melódicas originales. Quizá sea el menos jazzístico de los tres álbumes, en este sentido, pero no por ello ofrece una menor garantía de vigorosa serenidad. De hecho, nos hallamos ante todo un recital tradicional de guitarra. Entre los temas más conocidos, redescubrimos Deck the Halls, Oh Christmas Tree (O Tannenbaum), The Christmas Song, What Child is This, In the Bleak Midwinter, o Hark the Herald Angels Sing, y otros que ya hemos mencionado en el anterior trabajo de Kenny Burrtell (no consigno los distintos autores, porque ya lo he hecho con anterioridad en otros artículos). Sí que destacan piezas menos habituales, como Mistletoe and Holly (Stanford-Sinatra-Sanicola), o los tradicionales Lully Lullay, The Holly and the Ivy, y Angels We Have Heard on High, estas dos últimas, provenientes del mundo del góspel.

Si no estoy mal informado, el presente es el segundo disco navideño de Byrd, tras Christmas Carols for Solo Guitar (Columbia, 1966), de muy parecido contenido, aunque supongo que distintas interpretaciones, respecto a las de 1982.

En definitiva, estamos ante un servicial y hogareño empeño de Charlie Byrd (1925-1999), colaborador del gran Stan Getz (1927-1991), e intérprete ecléctico por excelencia.

Charlie Byrd

El tercer trabajo al que me voy a referir es Winter Nights (Telarc, 1999), del gran representante de la fusión en jazz Al Di Meola (1954). Incluye instrumentación, más elaborada que en las anteriores antologías. Por ejemplo, incorporando el sintetizador, que proporciona un aura sugestiva al conjunto, de cálidos ropajes (sus versiones de Have Yourself a Merry Little Christmas, The First Noel, First Snow -compuesta por él mismo- y la eternamente bella Scarborough Fair, tema tradicional que solemos asociar con la versión de Paul Simon [1941] y Art Garfunkel [1941], si bien quisiera recordar la magnífica lectura que del mismo hicieron Sergio [1948-2015] y Estíbaliz [1952] en 1985). En consonancia, las improvisaciones de Al di Meola resultan sutiles y etéreas. Se acompasan bien al ritmo latinizado que articula el secular Greensleeves o Zima (Meola). Un dinamismo que rememora, aún en solitario, los buenos momentos junto a John McLaughlin (1942) y Paco de Lucía (1947-2014).

Composiciones de nuevo cuño, como Mercy Street, de Peter Gabriel (1950), y Midwinter’s Night e Inverno (sic), del propio Meola, abundan en la originalidad auditiva de la propuesta. De entre los clásicos, devienen excelentes Carol of the Bells y Ave María de Charles Gounod (1818-1893), publicado originalmente en 1853, y superpuesto por el autor francés al Preludio nº. 1, Libro I, de El clave bien temperado (1722) de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Sazonan las distintas piezas una serie de “winterludios”, compuestos nuevamente por Al di Meola. Obras breves de transición que, cual copos de nieve, unifican el paisaje.

Al Di Meola

Esta vez les he propuesto una sonoridad distinta para seguir disfrutando de nuestros clásicos navideños favoritos. Distintos, aunque reconocibles. Al fin y al cabo, todos nuestros intérpretes coinciden en la idea estrictamente jazzística de resultar único y personal, de encontrar tu propio camino o caminos, con cuidado de los atajos. El músico de jazz es, por ello, libre, porque sabe mejor que nadie que para formar parte de cualquier conjunto, social o musical, hay que haber desarrollado antes la debida personalidad. Esa individualidad que los torpes y fanáticos confunden siempre con egoísmo, las más de las veces de manera interesada. Pero cualidad imprescindible en cualquier orden de la vida. Más en una época donde todos tendemos, de forma natural, al bien común. Eso que llamamos Navidad.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Merry Christmas, Baby (Kenny Burrell, 1966)


Mix (Charlie Byrd, 1982)


Carol of the Bells (Al Di Meola, 1999)



El autocine (CXVI): Historias de Navidad, de Bob Clark, y Una nueva historia de Navidad, de Clay Kaytis

15 diciembre, 2023

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La celebración de la Navidad nos retrotrae a nuestra infancia. Salvo excepciones, suele ser un momento feliz, y un preciado recuerdo. Cuando toda la familia estaba unida. A pesar de los posibles tropiezos y sinsabores. Esto es lo que sabe transmitir una película como Historias de Navidad (A Christmas Story, Metro-Goldwyn-Mayer, 1983), dirigida por el interesante Bob Clark (1939-2007). Muy distintas estas fiestas -¡aunque tal vez complementarias!- a las Navidades negras (Black Christmas, Warner Bros., 1974) del mismo realizador.


El joven Ralph Parker (Peter Billingsley), de nueve años, desea como obsequio de Navidad la réplica de un rifle de aire comprimido, de la marca Red Ryder, para más señas. Regalo que no entusiasma a sus padres, el estupendo característico Darren McGavin (1922-2006) y Melinda Dillon (1939-2023). La familia Parker vive en el enclave ficticio de Hohman, en Indiana (EEUU), concretamente, en la calle Cleveland. La época se sitúa a mediados de los años cuarenta. Una de las mejores bazas de la película se encuentra precisamente en la ambientación. La bulliciosa ciudad, el hogar, los grandes almacenes (aquí Higbee’s, ya desaparecidos), y ese trasfondo de felicidad humanística y mecánica, a través de la relación entre los personajes y los juguetes.

Ralph cuenta su historia de adulto, es su voz en off la que puntúa los distintos acontecimientos, y esta se corresponde con la del propio autor de la novela en que se basa la película, Jean Shepherd (1921-1999). La obra se llamó In God We Trust, All Others Pay Cash (1966), y que yo sepa, no ha sido traducida al español. Un personaje interesante este Shepherd, cuentacuentos, locutor de radio y presentador de televisión.

Pues bien, Ralph Parker, apodado Ralphie, debe mostrarse firme pero discreto si quiere conseguir su regalo. Ya se sabe cómo son los adultos, y de ellos depende que el presente vaya incluido en la Carta de Papá Noel. Todos los pensamientos de Ralphie se encaminan a dicho fin, y se articulan por medio de la citada voz en off, que sirve de contrapunto jocoso y emotivo a las imágenes. Estos comentarios se proyectan desde el futuro, es decir, que convierten tales imágenes en un continuado flashback, que da forma a los recuerdos de Ralphie. En estos ha de ver el doble escenario de la Navidad, como festividad, y el de su casa, con ese corazón bien retratado en la película que es la cocina.


Un hogar modesto, con aspiraciones en concordancia. Aunque universales para cualquier niño. En estos escenarios, físicos y anímicos, se desarrolla la vida cotidiana de la familia Parker; una serie de rituales como pueda ser el vestirse para ir al colegio, antes de la llegada de las vacaciones invernales. A lo que se suma el montaje del árbol de Navidad (nada de plástico, sino auténtico), la petición de regalos in person a Papá Noel (Jeff Gillen), y por supuesto, la apertura de tan ansiados objetos el día de Navidad.

Por otra parte, la visualización ofrecida por Bob Clark incardina estos recuerdos: la imaginación, sentimientos y experiencias de nuestro protagonista, que como digo, son extrapolables a otras latitudes y tiempos. Al fin y al cabo, las películas navideñas son ante todo un estado de ánimo.

Los niños somos más inteligentes (que los adultos), proclama Ralphie. Pero en su franja de edad aún ha de enfrentarse con serios peligros. Como el encontronazo, junto a otros de sus compañeros de escuela, Flick (Scott Schwartz) y Schwartz (R. D. Robb), con aquellos que parecen empeñados en dejar de ser niños y alcanzar ese estatus de idiotez característica de buena parte del mundo adulto. Para lo cual, no tienen reparos en transformarse en los habituales adolescentes pendencieros o los clásicos matones. Esto es, Scut Farkus (Zack Ward) y su lugarteniente Grover Dill (Yano Anaya). Como detalle nada baladí, Farkus lleva su suéter bastante raído, digno de cierta lástima.

No es el único obstáculo a combatir, Ralphie y su hermano pequeño Randy (Ian Petrella), a quien protege, pronto se dan cuenta de que casi todo en esta vida depende del estado de humor de los adultos. En este caso, de los padres. Hay situaciones que pintan mal, y se resuelven de la forma más amigable e inesperada posible, y viceversa, tonterías que se hacen un mundo. Además, se corre el grave peligro de que los citados regalos no consistan en lo que los niños quieren, sino en lo que los padres creen que estos desean. Una amenaza más cierta que la del rifle de juguete. Aun así, siempre hay un hueco en Historias de Navidad para respetar la ilusión.


También sobresale en la narración la presencia y empleo de la radio (Woody Allen [1935] le consagró una de sus mejores películas). Su figura amueblada era solo comparable con las actuales redes sociales (salvando -o ahogando- las distancias). Sigue siendo el medio que más me agrada, el que manejo con mayor asiduidad. La televisión es algo que ha quedado anclado en mi memoria de niño y adolescente, pero dejé de verla en 1990, con la arribada de las privadas, y con poquísimas excepciones (que no tengo reparo en citar): Qué grande es el cine (RTVE, 1995-2004), Las chicas de oro (The Golden Girls, Touchstone-NBC, 1985-1992), las retransmisiones de Fin de Año y el Concierto de Año Nuevo. Nada más y nada menos, y ustedes disculpen la digresión. Por algo este mágico aparato que provoca el afloramiento de miles de imágenes mentales se sitúa en nuestra película en un lugar prominente de la casa, el salón. También es llamativa la vestimenta de los muchachos en aquella época, sencilla pero elegante. Y por supuesto, los modales. Otro acontecimiento, siempre alborozado, es la llegada de la nieve. La rúbrica de la Navidad.

Formando parte de las ensoñaciones de Ralphie (de cada niño), destaca la de la señorita Shields (Tedde Moore), maestra de primaria, transformada en la Bruja del Norte de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939). Es el típico docente que, en la vida real ha dejado de ser un niño, pero que lejos de resultar antipático, que los hay, desempeña su trabajo de forma honesta y hasta cierto punto afectuosa. Algo que los chuiquillos notan enseguida. Inolvidable resulta la enorme decepción de Ralphie por la ajustada nota de su redacción, a la que tanto empeño había puesto, y en la que tanto confiaba. Lo mismo le sucede con su pertenencia al Club Infantil de la Radio Huérfana Annie. Nos acercamos al mundo adulto.

Acierto de la producción es, así mismo, la banda sonora proporcionada por los recónditos Paul Zaza (1952) y Carl Zittrer (1941), al estilo de los dibujos animados (una buena edición en Turner Classics, 2009). Y procedimientos cinematográficos propios del cine mudo, como el empleo del fundido en iris (un fundido a negro), las cortinillas o la cámara rápida, para envolver de humorismo muchas de las acciones. Hay además, un momento de cinematografía extraordinario, cuando Ralphie contempla desde la ventana del aula lo que le ha pasado a su amigo Flick con un poste del patio. La distancia es solo física, no emocional.


Hubo tres secuelas, pero solo la más reciente recrea de nuevo el tiempo de la Navidad. Estas fueron Sucede en las mejores familias (My Summer Story / It Runs in the Family, Bob Clark, 1994), donde los protagonistas son distintos, Historias de Navidad 2 (A Christmas Story 2, Brian Levant, 2012), que no he tenido ocasión de ver, y Una nueva historia de Navidad (A Christmas Story Christmas, Clay Kaytis, 2022), revival con Peter Billingsley (1971) retomando su papel de Ralph, ahora como adulto. Aparte de una adaptación del original para la televisión que se hizo en 2017.

Respecto a Sucede en las mejores familias (MGM), no me parece especialmente destacable, aunque tampoco despreciable. Lo que sucede es que no contiene el sabor “mágico” de la primera. Lo mejor es que vuelve a tomar como escudo defensivo la ambientación de los años cuarenta, en el verano que sigue a las correrías de la primera parte. También despunta la sensación de lo que es vivir, o mejor, criarse, en una pequeña y acogedora ciudad. Y el artefacto de las bicicletas, solo permitido una vez que han terminado las clases en junio, y aditamento indivisible para cualquier chaval, empezando por mí mismo. No obstante, el objeto de deseo es, en esta ocasión, una peonza de primera categoría con la que participar en auténticas competiciones, y en un segundo plano, el ir de pesca (en un lago cercano). Tiene su gracia la nueva redacción que compone Ralphie, tomando como modelo El Decamerón (Decamerone, 1353) de Giovanni Boccaccio (1313-1375), ya que la maestra ha pedido a su clase que se inspire en alguno de los libros de sus padres. También la Exposición Mundial, aunque no se saca mucho partido de ella, y el triste episodio de la subasta de raídos bienes de una familia vecina, que ha de marchar. Más tontorrona que cándida, al menos la película, dirigida de nuevo por Bob Clark, no cae en el exceso de la destrozona cacharrería del subgénero de películas familiares afines y vecinos conflictivos. Le hubiera venido bien insuflarle algo de chispa, en lugar de mostrar a unos adultos atontolinados, algo que evita la primera, pese a estar interpretados por actores de primera línea como Charles Grodin (1935-2021) y Mary Steenburgen (1953). Sobrevela el concepto, casi perdido, de estimar los instantes y objetos cotidianos que hoy apenas valoramos.


Más lustre muestra Una nueva historia de Navidad (Warner Bros. – HBO), dirigida por Clay Kaytis (1973), responsable de la simpática aunque algo aparatosa –como todo hoy en día- Crónicas de Navidad (The Christmas Chronicles, Netflix, 2018). Está interpretada por los mismos actores que la película original, con una sola excepción que pasaré a comentar enseguida. La triste noticia de la muerte del padre, a quien se recuerda de modo muy sentido en este nuevo relato (agradecimiento a su figura y al actor que la incorporó), provoca el regreso de Ralph a Hohman, Indiana -retruécano de Hammond, en el mismo Estado. Ahora con su propia familia, establecida en Chicago. En la casa de la calle Cleveland continúa estando la madre, esta vez, interpretada por Julie Hagerty (1955), a la que no veía hace unos treinta años en una película (Melinda Dillon debía estar ya muy enferma o retirada). La acción se sitúa en 1973. Al igual que en la primera de las secuelas, el recurso de la voz en off deviene un lastre, sin ese contrapunto jocoso y mejor acabado de la primera parte. Es innecesaria la mayoría de las veces. Pero rescatamos otros aspectos positivos, como la humilde decoración de la casa, que sigue igual que siempre. Excepción hecha de un mueble-televisor que, pese a todo, comparte espacio con el mueble-radio. Los pantalones de pana y los jerséis de cuello vuelto, o que dejan sobresalir los picos de las camisas, también me resultan intemporales. Pero existen otras bienvenidas novedades de cara al espectador, como el bar de Flick, el antiguo compañero de escuela de Ralphie, con Schwartz como uno de los clientes más asiduos. Precisamente, a este le es trasladado “el gran reto” de rigor (en la primera película, pegar la lengua a un poste; aquí, lanzarse por el vetusto trampolín de un olvidado parque de atracciones).


La esposa de Ralph es Sandy (Erin Hayes, lo mejor del reparto), y sus hijos Julie (Julianna Layne) y Mark (River Drosche). Ralph desempeña un rutinario trabajo de oficina, pero lo que de ansía de verdad, su mejor regalo navideño, podríamos decir, es publicar una novela y triunfar como escritor. Algo que logrará solo en parte, y por una vía imprevista (los relatos de su familia que se publican en el periódico local, y la laboriosa esquela de su padre), en lo que es una de las mejores aportaciones de la película. Mientras tanto, solo restan dos días para la Navidad cuando Ralph recibe la luctuosa noticia. En lugar de ser los progenitores los que acudan a Chicago, como ha venido sucediendo los últimos años, para celebrar las fiestas, será Ralph el que acuda a su antigua casa. También ha sido avisado el hermano menor, Randy, al que los negocios van bastante bien. Como ya dije, todos están interpretados por los mismos actores que en la primera.

Ralph sigue siendo un niño adulto, al contrario que su hermano. No obstante, y aunque parezca un contrasentido, cuanto más se aleja la narración de esta perspectiva del adulto (demasiado) aniñado, mejor resulta. La Navidad pinta mal tras la muerte del padre. Pero se reconduce cuando Ralph se anima y entiende que los seres verdaderamente queridos no se marchan nunca, o al menos, no lo hacen para siempre. Cuentan los recuerdos, aunque nos parezca que no siempre están vivos. Y el reencuentro con los viejos camaradas del colegio. Lo cual depara otro momento muy especial, cuando Ralph se topa con el ex matón Scut Farkus, en un giro inesperado y emotivo.

Como apunte divertido, están las llamadas de las esposas al bar de Flick, mientras los aterrados maridos piden angustiados que se les diga que no están allí.


Una nueva historia de Navidad rescata el espíritu de la primera, aunque nada pueda volver a ser lo mismo. Sobresale la idea de volver a casa de los padres, nuestro antiguo hogar; el verse reflejado en los hijos, como un ciclo celeste, y el obituario del padre, que proporciona a Ralph por primera vez el “bloqueo del escritor” (por lo demás, es torrencial, lo que no quiere decir que un escritor maduro). La película deviene bienintencionada y un tanto novedosa, pese a repetirse esquemas como las visualizaciones de los ensueños, la avería del vehículo familiar (con otras derivadas), la molesta presencia de los abusones del barrio, la compra del árbol, los perros del vecino, y el regreso a Higbee’s, aún en activo y resistiendo el paso del tiempo como por arte de magia (a mí me sucede lo mismo con los Almacenes “El 95” de Granada, ya desaparecidos). Aunque lo mejor está, creo yo, en la visita de Ralph al desván, auténtica caja de Pandora, donde reposa el traje de conejo rosa de las navidades pasadas, y el viejo rifle Red Ryder de doscientos tiros.

Cada Navidad puede ser distinta, pero prevalece en lo básico. Es sintomática la escena en que los niños son los que montan el Árbol, frente a la apatía de los mayores. Era más divertido con todos, comenta el adolescente Mark. Lo que hace que, volviendo la vista al pasado más saleroso, los padres vuelvan a implicarse. No pienso rendirme, declara más tarde Ralph ante los infortunios que ha de sortear. Ni mejores ni peores: los más familiares y cotidianos. Al fin, la casa volvía a estar llena de vida.


En la actualidad va todo tan rápido que necesitamos que nos recuerden lo que pasó antes de ayer, sobre todo en política. Tenemos memoria de pez, o solo para lo que nos interesa. Pero en cuanto a los recuerdos más personales, películas como Historias de Navidad nos ayudan a afianzarlos. No es esta primera historia tan complaciente como pudiera parecer a primera vista, pero sí que resulta estrictamente humana. Y encuentra una buena continuación en Una nueva historia de Navidad. Al fin y al cabo, ambas se dirigen a un público infantil y familiar, y en cada infancia y familia uno encuentra de todo.
 


Para el sábado noche (CXXXIV): El último de la lista y El hombre de Mackintosh, de John Huston

02 diciembre, 2023

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Las dos películas que voy a comentar hoy tienen en común no solo a su realizador, el cada vez más reivindicable John Huston (1906-1987), sino la idea del juego. Uno con aspecto más lúdico, pero igual de peligroso que el otro; ambos mortales, en definitiva. Y los dos toman como base argumentativa las falsas apariencias, el artificio con la identidad. Ese hacernos pasar por otros, o descubrir que quienes nos rodean no son lo que dicen ser. Las películas de espías toman esta característica como inevitable y humana referencia. Pero en cada buena historia, el resultado es distinto y sorprendente. Dentro del ámbito de la comedia, del que participa nuestro primer título, estamos en la línea de las posteriores La huella (Sleuth, Joseph L. Mankiewicz, 1972), El fin de Sheila (The Last of Sheila, Herbert Ross, 1973), Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976), El juego de la muerte (Deathtrap, Sidney Lumet, 1982) o Cluedo, el juego de la sospecha (Clue, Jonathan Lynn, 1986), por citar las más reseñables.


Un hombre pasea solo por una calle de cualquier ciudad centroeuropea, de noche. Atisbando. Muere en un desgraciado accidente de ascensor. ¿Casualidad o un acto premeditado? Se trataba de una persona normal, pero la esencia de El último de la lista (The List of Adrian Messenger, Universal, 1963), es la convención narrativa del whodunit (¿quién lo hizo?), característico de un tipo de novela policiaca, donde nada es lo que parece. La historia fue muy bien escrita por Anthony Veiller (1903-1965), en torno a un relato de Philip McDonald (1901-1980). Veiller volvería a trabajar para Huston en la adaptación de La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), pero anteriormente ya había demostrado su valía con la escritura de Damas del teatro (Stage Door, Gregory LaCava, 1937), Gunga Din (íd., George Stevens, 1939), El extraño (The Stranger, Orson Welles, 1946), Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), El estado de la Unión (State of the Union, Frank Capra, 1948) o Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959). De nuevo, por citar algunos ejemplos. Aparte su notabilísima labor de productor. Un currículum envidiable. A su vez, Philip McDonald no se quedó atrás, firmando trabajos como La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), Ladrones de cadáveres (The Body Snatcher, Robert Wise, 1945) y Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940).


Filmada en escenarios naturales, a pie de calle o en pleno campo, y con el apoyo de unos decorados magníficos, en El último de la lista destaca así mismo la labor de maquillaje -de ocultación- de los rostros de una serie de artistas invitados, por parte de John Chambers (1922-2001) y Bud Westmore (1918-1973). Westmore participó en películas como Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955), Escrito sobre el viento (Written on the Wind, Douglas Sirk, 1956), El hombre de las mil caras (Man of a Thousand Faces, Joseph Pevney, 1957), El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), Sed de mal (Touh of Evil, Orson Welles, 1958), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), El mundo está loco, loco, loco (It´s a Mad, Mad, Mad World, Stanley Kramer, 1963), la mítica serie La familia Monster (The Munsters, CBS, 1964-66), El señor de la guerra (Lord of the War, Franklin J. Schaffner, 1966), Brigada homicida (Madigan, Don Siegel, 1968), y cien mil más. Y Chambers es recordado por Silbido de muerte (Sssssss, Bernard L. Kowalski, 1973), El fantasma del paraíso (Phantom of the Paradise, Brian de Palma, 1974), El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Shaffner, 1968), Matadero cinco (Slaughterhouse Five, Herbert Ross, 1972). En fin, para qué seguir.

Este trastoque del rostro de algunos de los actores célebres que participan en la trama es parte del gracejo de la propuesta, pero es algo que siempre queda en un segundo plano. Lo fundamental está en la investigación policial. Las respectivas identidades se desvelan al final de la película.


Entre los decorados naturales sobresale una hermosa mansión en plena campiña inglesa. La solariega y ancestral vivienda de la familia Barrett (Bruttenholm en el original), Gleneyre, que data del siglo XV. El cabeza de familia, por así decirlo, es el marqués Lewis Barrett (Clive Brook), que dice tener un hermano desaparecido en América. El cual dejó descendencia en George Barrett (Kirk Douglas). Allí también viven el joven lord Derek (Anthony Huston), heredero al título, y cuya vida va a estar en peligro a tenor de los acontecimientos, y su hermana mayor, Jocelyn Barrett (Dana Wynter), casada con un escritor de cierto éxito, Adrian Messenger (John Merivale). Parece que este se ha librado de un extraño accidente tras la no menos ancestral cacería del zorro. Pero antes de rendir cuentas con su destino, consigna en una meticulosa lista a sus compañeros desaparecidos en tan variopintos infortunios, esto es, a los ya fallecidos. Es la única pista que tiene la policía. Diez nombres, diez ocupaciones distintas, diez direcciones. Sin aparente relación entre sí.

El general Anthony Gethryn (George C. Scott) es comisionado para resolver el misterio de estas muertes, en apariencia inconexas. Este contará con la ayuda del superintendente francés Raoul Le Borg (Jacques Roux), que es además uno de los supervivientes de un atentado perpetrado por el desconocido criminal; en cuanto a su identidad real se refiere. Accidentes en los que no solo salen perjudicados los implicados en el asunto (sea el que sea), es decir, los integrantes de la fatídica lista, sino otras personas inocentes, en lo que es un rasgo de crueldad inédito. A Gethryn y Le Borg los visita la esposa de Adrian, lady Jocelyn, que les proporciona ayuda. También cuentan con la del inspector Pike (Bernard Archard), mano derecha del comisario sir Wilfrid Lucas (Frank Herbert).


Es George C. Scott (1927-1999) quien sostiene el argumento con su excelente interpretación. Hasta la fecha, Joe Slattery (no podemos desvelar su identidad), un modesto ultramarino, es el último nombre de la lista que aún sigue con vida. Pero el asesino enseguida se pone al día. No pretendo adelantar más de la cuenta, pero los investigadores policiales logran descubrir que el responsable de estos asesinatos tan crueles como imaginativos es un antiguo sargento canadiense que vendió a los demás cuando estaban a punto de escapar de un campo de concentración en Birmania, durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Lo extraordinario del caso es que, en lugar de ocultarse, procede con la eliminación de los posibles testigos molestos, habida cuenta del futuro cara al público que le aguarda (que tampoco revelaré). Quiero decir que, a partir de ahora, se puede convertir en una figura más conocida. A lo largo de dicha investigación, cobran significativa importancia detalles tan caros al género detectivesco, como el tipo de letra de una máquina de escribir. Entre los invitados que asisten a la cacería final, en toda la extensión de la palabra, distinguimos, esta vez sin que medie disfraz alguno, sino a modo de cameo, al realizador John Huston, interpretando a lord Ashton. Resulta inolvidable, más allá de lo sencillo, el mortífero ardid, disfrazado nuevamente de accidente, que emplea nuestro asesino con la ayuda de sus múltiples caracterizaciones, a fin de asegurarse un futuro sin complicaciones.


John Huston compone una puesta en escena ejemplar a través de escenas largas, gratificantes para el actor, que se ve libre de vivir su interpretación y diálogos, y para el espectador, que asiste a la continuidad del misterio, casi al modo de planos-secuencia. El ambiente inglés también queda muy bien retratado. Lo cual incluye todo “lo inglés”, como el particular y flemático sentido del humor. En los decorados y exteriores destaca la fotografía en blanco y negro de Joseph Mc Donald (1906-1968), auspiciado por Edward Ted Scaife (1912-1994) en las tomas filmadas en el resto de Europa, y por supuesto, la música del irrepetible Jerry Goldsmith (1929-2004).

La mencionada caza del zorro depara un momento sostenido de tensión, e incorpora al personaje de una activista defensora de los animales (identidad que tampoco hemos de desvelar). Sin duda, fue la posibilidad de plasmar en imágenes este curioso deporte, un poderoso aliciente a la hora de que John Huston se decantara por el material. Por otra parte, nada más agradable –y simbólico- que una velada de juego de cartas en la mansión de los Barrett, junto a la chimenea, mientras se saborea un oporto en grata compañía, y alguien toca el piano al otro extremo del salón. Figura a la que se añade otra, para interpretar la pieza a cuatro manos. Una de las muchas formas de hacer el amor para Jocelyn y George.


De nuevo en tierras inglesas, John Huston realiza la igualmente notable El hombre de Mackintosh (The Mackintosh Man, Warner Bros., 1973), una película mezcla de género de espías y thriller policiaco, que se ha revalorizado con el tiempo, y que a mí me trae particulares recuerdos de la infancia. Durante años estuve tratando de averiguar el nombre de la película en la que, tras una sugestiva persecución, uno de los coches se precipita al vacío. Aunque no he localizado la fecha, el pase de TVE debió de ser a finales de los setenta o inicios de los ochenta.

Pues bien. La acción comienza con un desatado sir George Wheeler (el fenomenal James Mason) en pleno Parlamento inglés. Es el corazón y cerebro de la nación. Que no siempre bombea o transmite de forma adecuada al resto de organismos. Podemos describir a George como un político taimado, carente de escrúpulos y, nuevamente, portador de una doble faz. De carácter más reaccionario que conservador, es en realidad un revolucionario en los métodos que emplea, haciendo de su forma de pensar y actuar, la coartada de aquellos a quienes representa. En su vida pública muestra una de las caras, mientras esconde la verdadera. Toma el nombre de su patria en vano, y convierte los valores de la nación en intereses personales (cámbienlo por uno de los auto proclamados mesías progresistas de la actualidad y ya lo tienen). El enemigo a combatir es nuestra transigencia, señala. Él es el elegido, principalmente por él mismo, para liderar los futuros y trascendentales cambios del país. Por algo es todo un Sir.


Entre esos organismos señalados, está la Sociedad Anglo Escocesa (Anglo-Scottish LTD), una tapadera dirigida por Angus Mackintosh (Harry Andrews) y su secretaria, la señorita Smith (Dominique Sanda). El norteamericano Joseph Rearden (Paul Newman, en su segunda colaboración con Huston), acude allí para que se le encargue un trabajo relacionado con el tráfico de piedras preciosas; en concreto, de diamantes. El trabajo responde a un plan preestablecido que, sin entrar en detalles, acaba con Rearden como huésped de la prisión de Chelmsford, en Essex (en realidad, se trata de la entonces clausurada Kilmainham, la misma penitenciaría de Un trabajo en Italia [An Italian Job, Peter Collinson, 1969]). Allí el protagonista entra en contacto con Ronald Slade, un espía comunista (Ian Bannen), que será el segundo fugado de la cárcel, aunque el primero en interés de los traficantes (esta vez de poder, no de diamantes). A ello les ayuda el versado preso Soames Trevelyan (un estupendo Nigel Patrick), que está en contacto con esa otra organización experta en fugas y trasvase de espías. Producida la escapada, Rearden recala en un caserón reconvertido en pabellón psiquiátrico, a las afueras de no se sabe dónde (luego averiguaremos que se trata de Irlanda, a donde los contactos de sir George llegan). Es decir, que pasa de un encierro a otro, barrotes incluidos. El lugar, totalmente aislado, está regentado por el doctor Brown (Michael Hordern), y sus ayudantes, los enfermeros Taafe (Percy Herbert) y Gerda (Jenny Runacre). Bajo esta nueva cobertura, Brown es además el responsable de la red de fugas. Es decir, de sacar del país a los personajes útiles a los manejos del gobierno, o de introducirlos, según haga falta.

Rierden se ve obligado por las circunstancias a escapar de nuevo. Sobreviene la persecución antes citada. Después, el escenario cambia, y la acción se sitúa en Malta, donde está George Wheeler. Su propósito es completar la huida de Slade del país, por eso lo oculta en su yate, de nombre Antina. Sin salir del archipiélago, la trama confluye en una despoblada iglesia de la capital, Valletta. Allí quedarán al descubierto las distintas imposturas, y boca arriba las camufladas cartas de este peligroso juego de espías y política.


Uno de los mejores momentos de la película estriba en el plano final. La señorita Smith desaparece envuelta en las sombras de un callejón que no está muy claro a dónde conduce. El mismo camino que a continuación va a tomar Joseph Rearden. Ambos son personajes decididos. Quizá el destino que les aguarda no sea tan infeliz como parece.

El guión de El hombre de Mackintosh fue obra del futuro realizador Walter Hill (1940), que un año antes había entregado otro trabajo espléndido con La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972). El presente se basa en la novela The Freedom Tap (1971), de Desmond Bagley (1923-1983), no editada en español. La fotografía corrió a cargo de otro de esos nombres señeros en la historia de la cinematografía, que también me lleva a recuerdos infantiles, pues muy pronto averigüé que fue el responsable, en este apartado, de Cristal oscuro (The Dark Crystal, Jim Henson & Frank Oz, 1982), Oswald Morris (1915-2014). La música, estilo pizpireta y retentivo, la proporcionó el no menos destacable Maurice Jarre (1924-2009). Siempre fue de mis compositores favoritos, sobre todo desde que tuve constancia de que solía ser ninguneado por los críticos que menos me interesaban. Incluyo toda la época y textura del sintetizador, por supuesto. De todo ello, de proporcionar una película tan entretenida como personal, se encargaron tanto Huston como su productor, John Foreman (1925-1992).



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