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31 enero, 2016

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Templo de Debod, Madrid (fotografía de MB & LJ)
Ha llegado a nuestras vidas 2016 y ha entrado con un mes de enero que ya acaba, con la rapidez de un suspiro. Nuestra cantidad de entradas siempre baja durante un mes afectado por la cercanía de exámenes universitarios, aunque no nos alejamos de la media, con 14 entradas en este mes, recompensados por unas 12.000 visitas en este primer mes del año. Además, nuestros seguidores siguen muy presentes. Siguen las reformas en Google (están eliminando todos los perfiles que no pertenezcan a plataformas de su propiedad) y seguimos perdiendo seguidores en Blogger, bajando a 153, a pesar de que este mes hemos tenido dos nuevas incorporaciones. Subimos 6 en nuestro Twitter mientras que nos mantenemos con 165 en nuestra página de Facebook.

Cine y literatura siguen yendo de la mano en nuestro blog. El primero con ejemplos muy recientes, como Mad Max: Furia en la carretera, que completa nuestra revisión de la saga, o Ricki, aunque hubo tiempo para obras para el recuerdo, dentro de nuestro ciclo navideño, como Mary Poppins o San Francisco. Con respecto a las obras literarias, nos hemos centrado principalmente en clásicos de todos los géneros, como teatro con Yerma, poesía como el Romancero viejo o novelas como El camino. Hubo espacio para la música, con Enya, y publicidad, en este último caso muy relacionada con la promoción de la lectura.

Seguiremos febrero en esta línea, con más clásicos, más cine y todo lo que surja. Seguramente dediquemos un breve ciclo al día de San Valentín, fecha importante durante este mes. Esperamos que sigáis acompañándonos en todo lo que queda de 2016, ¡queda mucho por reseñar, descubrir y recordar!

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: Para acabar enero, esta interpretación de To Zanarkand, de la banda sonora de Final Fantasy X, realizada por Rob Scallon con arreglos propios.


"La literatura es el arte de derribar paradigmas"

                  -Marcelo Birmajer


Publicidad No-Subliminal (XL): Anuncios para abrir libros

30 enero, 2016

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No leemos. O al menos, eso dicen los datos. Ha sido una preocupación constante desde que la educación es abierta a todos y cada año preocupa más: ¿por qué no somos capaces de lograr que nuestros hijos, que el futuro de nuestra sociedad, lean? Las acusaciones vuelan y de lo que podemos estar seguros es de que no hay ningún inocente: profesores, padres y madres, televisión, internet, videojuegos... Otro debate aparte ya sería la calidad de lo que se lee, pero hablar de ello ahora sería excesivo. Si nos acercamos a la realidad, las personas tienden a la imitación. Lo demuestran los fenómenos best-sellers, los estudios que señalan que suelen leer más los descendientes de lectores asiduos que han puesto empeño en convertir la lectura en una actividad más de la vida cotidiana y no en una obligación.

Aunque ya hemos hablado de las ventajas de la creación de este hábito lector en nuestra sección La caja de Psique. Ahora vamos a acercarnos a cómo se ha vendido la lectura. En efecto, la publicidad no solo se emplea para fines lucrativos, aunque en cierta forma aquí se incentiva la venta de libros, sino también para fines solidarios, para concienciar, como los escalofriantes anuncios contra el consumo de drogas o para evitar accidentes de tráficos, y para tratar de promover hábitos saludables, como podemos recordar el consumo de frutas diarias o la lectura. Sí, estamos equiparando una actividad alimenticia con la lectura porque ambos provocan (o pueden provocar) una mejora en nosotros, ya sea física o mental.

El libro correcto siempre te hará compañía. Campaña de 2013 de Steimatzky
La mayoría de anuncios en este sentido suelen alabar las propiedades de la lectura, generalmente incitando a través del descubrimiento de nuevos mundos o realidades, la expansión cultural o el crecimiento personal. Es decir, publicidad que convierta a los libros en piezas atractivas. Un caso ejemplar es la campaña promovida por Steimatzky en 2013, donde los personajes de libros célebres, como Gandalf, Don Quijote o Sherlock Holmes, acompañan a los lectores mientras duermen. También The Bookstore se adentró en esta temática con la campaña Doubleheads en 2014, donde nos presenta al lector real y a su contraparte en la historia, el protagonista. Quizás aquí encontramos un filón muy recurrente y algo manido, incluyendo tópicos como que leer aumenta la imaginación (como si fuera un músculo) o que sirven para inculcar valores, en el caso de la promoción de la lectura para niños y jóvenes.

Siguiendo con este último aspecto, la publicidad también ha bebido de la importante relación paterno-filial en este ámbito, como en muchos otros. Si en el caso de los anuncios comerciales se emplea como recurso humorístico, aquí incide en la llamada a los padres en cuanto a que se conviertan en modelos para sus hijos. La verdad es que si los adultos no leen o no muestran la lectura como parte importante de su vida, difícilmente los niños lo apreciarán así. Como ejemplo, la campaña Si tú lees, ellos leen, del Ministerio de Cultura, que reproducimos a continuación:


Frente a esta llamada de atención a los padres, se une otra que basa la defensa de la lectura en el ataque a otras cuestiones. Personalmente, no considero esta visión productiva, dado que se polariza la realidad en dos planos y se da a escoger al público uno de los dos, como si acaso no pudieran ser complementarios o como si solo uno fuera positivo (el de la lectura) frente al otro (nuevas tecnologías, televisión, videojuegos, generalmente). Esto puede provocar un rechazo de los que disfrutan del plano criticado y, regresando al tema de la calidad, tampoco cualquier lectura es meramente positiva per se. Aquí podemos mencionar algunos modelos de relaciones tóxicas que presentan una imagen positiva en ciertas novelas juveniles, una realidad que no contradice la existencia de buenas obras en la literatura juvenil, como en cualquier género y parcela.

Hay muchas campañas que han persistido en este tipo de publicidad más agresiva. Tenemos los casos del anuncio de 2008 de Steimatzky, una imagen muy ilustrativa con el reclamo Read more. Se recurre al abuso de horas consumidas frente al televisor; en efecto, el exceso es negativo, pero la televisión en sí misma no, de la misma forma que el cine es otra expresión cultural y artística muy relevante. Sobre el cine, también se ha empleado en el enfrentamiento entre adaptaciones cinematográficas y libros, un debate que no atiende a dos realidades independientes o dos narrativas distintas, aunque se comparta historia. Algo más actual es la campaña desarrollada por la Asociación de Editores de Madrid en 2013. Varias ilustraciones que acusan -aquí de forma concreta- el exceso de televisión, videojuegos y móviles como tiempo perfecto para dedicar a los libros. En la imagen que recogemos justo debajo podemos leer Cuando pasas tantas horas jugando en tu móvil, no todo lo que destruyes puntúa, con una imagen que une a un derrotado Don Quijote con el videojuego Angry Birds.


Frente a estos tópicos, nos encontramos con algunas propuestas originales que tratan de aportar nuevas ideas para atraer lectores. Por ejemplo, los anuncios creados por Gandhi, algunos humorísticos, como el vídeo que podéis ver en este enlace, o la campaña que realizó en 2007, donde se imitaba el estilo de músicos, como rockeros, anunciando realmente nombres de autores clásicos, desde Shakespeare a Pablo Neruda. En Canadá, la campaña de Literacy Foundation recurrió también al tema de la imaginación, pero de una forma más trágica: nos muestra a personajes de cuentos populares envejecidos y esperando a la muerte en el hospital. Se apunta en estas imágenes un eslogan en inglés que dice Cuando un niño no lee, la imaginación desaparece, remitiendo claramente a una característica de Peter Pan (J.M. Barrie, 1904), donde las hadas mueren cuando algún niño dice que no cree en ellas.

Muy ligada a la imaginación encontramos una campaña de Book Culture de 2014. El conjunto de imágenes remite a una serie de hechos históricos que fueron imaginados previamente en obras literarias, como la creación del submarino y Julio Verne o la llegada a la Luna y H.G. Wells. Os la mostramos abajo.


Hemos realizado un breve repaso a algunas campañas y a las tendencias generales en el campo del fomento a la lectura a través de los medios publicitarios. Sin duda, los que ya aman las letras observarán la creatividad de algunas de ellas, pero lo importante reside en lograr transmitir ese mismo amor a quienes aún no lo han probado, porque quien lo probó lo sabe.

Finalizamos con esta campaña de la editorial Random House Mondadori que enlaza con todas las emociones y circunstancias que rodean al acto de la lectura de una forma emocionante. Sin duda, una gran campaña que todo lector disfrutará y que atraerá a neófitos literarios.


Al final uno piensa que ojalá se vieran más anuncios así.


Clásicos Inolvidables (LXXXVII): Romancero viejo

28 enero, 2016

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Conforme nos sumergimos en una sociedad cada vez más conectada, comenzamos a olvidar cómo era vivir antes de esta excesiva comunicación. Muchos lectores recordarán momentos de su vida donde la conversación a distancia era por teléfonos fijos y por la calle tan solo podías usar una cabina, pero si alguien quería ponerse en contacto contigo, no tenía más que esperar pacientemente. Esta realidad cada vez nos parece más lejana, especialmente a las nuevas generaciones, pero lo importante es remarcar que es posible, incluso que aún lo es para una gran parte de la población mundial.

De la misma forma, la difusión de noticias sobre lo que pasa en el mundo, en nuestro país o incluso en nuestra ciudad es ahora masiva, estamos en general sobreinformados, infoxicados. Antaño, sin embargo, las noticias tardaban más en difundirse y la mayoría de hazañas o hechos relevantes se cristalizaban en producciones literarias. No nos debe extrañar que lo que hoy consideramos ficción, en la Edad Media fuera considerado como una lectura de lo real, muchas veces una forma de transmitir historias del pasado a partir de la recreación lírica o juglaresca, sirviendo para divertir como para informar y recordar viejas anécdotas. No obstante, en la mayoría de las ocasiones la ficción acababa por inundar y solapar la realidad, teniendo un fin didáctico y de difusión ideológica ya fuera eclesiástica o nobiliaria.

No hemos cambiado tanto en la esencia. Si hoy triunfan, pese al pesar de muchos, los programas televisivos de prensa rosa, con personajes propios de este mundillo, en el pasado eran temas similares los que ocupaban la literatura más popular. Si viajamos a nuestra Edad Media, los grandes hits del momento versan sobre historias turbias, traiciones, asesinatos, hazañas bélicas, tramas políticas y pasionales y, en definitiva, toda una serie de relatos similares fragmentadas en forma de romance, seguramente a partir de los largos cantares, pero ya de forma selecta según el público. En el siglo XIV encontramos los primeros romances, aunque la mayoría fueron recopilados durante el siglo XV, conviviendo con la lírica culta. Para Menéndez Pidal, gran estudioso de esta etapa, los romances eran los restos de un naufragio, el de la épica.

Retorno del Calvario (1891), de Herbert G Schmalz
Acercarnos hoy a este tipo de poesía puede resultar una experiencia curiosa, en tanto que nuestra concepción actual de los versos se acerca más a la visión de la lírica intimista, aquella que nos hace concebir a los poemas como piezas bellas. Pero los romances cumplían una función social: servían para entretener, incluso para informar, e igual que hoy reponen los antiguos capítulos de seriales televisivos, los romances eran los capítulos fragmentados de antiguos relatos épicos e históricos. Incluso su métrica, tan conocida hoy como octosílaba, con rima asonante en los versos pares quedando sueltos los impares, se postula en su origen, según algunos críticos, como largos hexadecasílabos u octonarios, con rima continua.

En la actualidad se propone su lectura como octosílabos, según perduró en la tradición posterior a partir del Romancero nuevo desarrollado por autores cultos (como fue el caso de Lope de Vega y Luis de Góngora), aunque algunas ediciones, como la de Cátedra, sitúan la lectura en su considerada forma primigenia. Sea cual sea la opción con la que uno se acerque a los romances, entrar en ellos es sumergirse en otro tiempo del que tanto han bebido las historias fantásticas actuales, que se sitúan en falsas edades medias, las novelas de caballerías posteriores y gran parte de las historietas que se transmitían como anécdotas populares. Resulta complicado referirnos a la unidad de contenido de los romances, en tanto que abarcaban desde ciclos históricos y épicos, como el del Cid o el rey don Rodrigo, hasta temáticas legendarias y de carácter más novelesco o lírico, aunque en todos se muestra un mismo estilo de vida, sin importancia de que el protagonista del romance sea de un bando u otro, en el caso de la lucha entre moros y cristianos.

Fotografía de Alhama de Granada, extraída de Granada Natural y editada por LJ
La musicalidad y sencillez que encontramos en estos poemas va ligada también a ciertos fragmentos que resultan auténticas sentencias que pueden remover al lector actual. Otro rasgo particular del romance es la enorme presencia del diálogo, siendo muchas composiciones directamente una conversación entre personajes o incluso un monólogo. Podemos reconocer que la lectura completa de todos los romances no es una experiencia ligera, aunque se puede recurrir a un acercamiento a través de sus ciclos, incluso os animamos a recitarlos en voz alta para comprobar el ritmo tan marcado y sonoro. Podemos destacar, por ejemplo, el Romance de Abenámar, que nos acerca al diálogo entre el rey Juan II y el moro Abenámar mientras el primero contempla Granada, ciudad que finalmente se transfigura en mujer con la que mantiene un último diálogo, con el que se cierra el poema. Destaca su ritmo, pero también la capacidad metafórica de convertir a la ciudad en esposa y observar la codicia-amor del rey cristiano por la belleza del sitio que desea conquistar y que teme no poder lograr.

Los romances se centran particularmente en tragedias, íntimamente relacionadas con la guerra, aunque la acción bélica suele quedar eludida. Así, en el Romance del alcaide de Alhama, el moro protagonista es informado de la pérdida de la ciudad, avisado por un mensajero que le remite la condena del rey por no haberla protegido, aunque el final del romance nos muestra el auténtico castigo del alcaide, la muerte de aquellos a los que quería. Algo similar sucede en el Romance del rey de Aragón, que comienza con la alabanza del paisaje que se observa, los territorios conquistados, y se acaba con el dolor interior del rey, expresado en monólogo dramático, al saber que no solo ha perdido a personas que estimaba en esas guerras lejanas, sino también que la vida ha pasado.

Granada desde el Sacromonte, fotografía de MB con edición de LJ
También hay espacio en los romances para temáticas más cercanas al folletín, como la trama de doña Isabel de Liar, desplegada en varios romances sueltos, donde nos acercamos a la vida de una amante del rey, madre de dos de sus hijos, que se convierte en objeto de las envidias de la reina, una mujer estéril, y, por tanto, acaba siendo asesinada por su mandato, como observamos en el Romance de doña Isabel de Liar. En otros romances, observamos la venganza del rey al enterarse de la muerte de su amante. Incluso la lírica del Romance del prisionero nos acerca a un momento sutil, pero que logra cierta trascendencia íntima: el único consuelo de un reo es el canto de un pájaro.

En definitiva, un conjunto amplio de romances que muestran un gran atractivo en forma y fondo, una merecida lectura pausada. No debemos cerrar nuestra mirada al pasado ni tratar de aplicar tampoco una moral contemporánea a relatos que nos hablan desde el medievo, pero sí podemos apreciarlos en sus matices, en su musicalidad y en esos sentimientos trágicos que aún hoy conservamos.


Para el sábado noche (XLIX): Almas de metal, de Michael Crichton

26 enero, 2016

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Con frecuencia, no es difícil constatar cómo un exceso de expectativas acaba desembocando en una experiencia agridulce, e incluso decepcionante. Hoy día, cualquier novedad editorial o cinematográfica se ve rodeada de una amplia cobertura mediática, a veces también mediatizada, que juega en contra del elemento sorpresa que el lector o el espectador podría agradecer de cuando en cuando.

Parece que ya no existe el derecho al descubrimiento, al margen de los intereses particulares. Hasta la imaginación se nos oferta como un artículo más. Pero hubo un tiempo en el que el diletante que observaba la cartelera impresa y accedía al rito de la proyección de un estreno, sin apenas más información que la de su título, comprobaba cómo lo inesperado y lo gratificante se daban la mano ese día.

A los personajes que acceden a los mundos recobrados y paralelos de Almas de metal (Westworld, MGM, 1973) también se les ha prometido su parcela de imaginación, unos instantes de misterio, sorpresa y aventura… pero la emoción ha sido contratada previamente.

La compañía Delos se encarga de ello, proporcionando el tipo de vacaciones que el cliente desee experimentar, en un entorno de recreación histórica, cuidado hasta el más mínimo detalle. La gama incluye la posibilidad de una estancia en el mundo medieval, el romano o el del oeste. De este modo, los sets se pueblan metafórica y literalmente de seres no exclusivamente humanos, porque junto a los clientes coexisten los mecanismos artificiales en forma de robots, tan parecidos a los humanos que no resulta fácil distinguirlos.

Naturalmente, la compañía encargada de la fabricación y reparación de tales mecanismos incorpora precauciones para que no se produzcan incidentes con las personas reales, por parte de los robots o entre ellas mismas. A menos que se manifieste una variable inesperada…


Es lógico que los replicantes de Almas de metal (por una vez, un buen título, pese a no tratarse de una traslación literal del original) cometan sus fallos, ya que están hechos a imagen y semejanza del humano, que fue quien creó las máquinas, dotándolas de un instinto de conservación que no es privativo de los creadores.

En suma, serán las vacaciones más inolvidables para Peter Martin (el posteriormente realizador Richard Benjamin) y John Blaine (James Brolin), en un principio, encantado de convertirse en el malo de la película. Dos amigos que se verán las caras con el lado más realista del salvaje oeste, o lo que es lo mismo, del ser humano. Porque meterse en líos tiene un costo en la ficción como en la realidad; la identificación de los protagonistas con dicha ficción es plena. Como le sucede al lector que vive su relato. No en vano, el arte es particularmente evocador. Se puede contemplar o vivir el mundo -o varios mundos- por medio de la música, la pintura, la arquitectura, la literatura, el cine…

Yendo un paso más adelante, la fantasía de Almas de metal permite experimentar lo que sentían los personajes de nuestras ficciones favoritas, o mejor aún, los de carne y hueso en que estas se han basado.


Son estas, creaciones con las que nos hemos sentido plenamente identificados; muchas veces, más que con la realidad circundante (lo mismo que les sucedía a los protagonistas de la estupenda Sesión Continua, José Luis Garci, 1984); o con las que hemos soñado toda la vida.

Un fingimiento virtual que, pese a todo, vivimos como real. De hecho, en Almas de metal las balas son reales, aunque los desafíos y peligros sean un simulacro. Realmente, el reto no es tanto interactuar con los replicantes, sino constatar quiénes son visitantes como Peter o John. Respecto a los primeros, están diseñados para sangrar como auténticos seres humanos. Y siguiendo esta línea de evolución, en base a un veterano y noble argumento de la ciencia ficción, los robots serán capaces finalmente de razonar y tomar determinaciones.

Pero el desafío se expande, puesto que no es igual la moral de nuestro presente que la que imperaba en los territorios de frontera de 1880 y, mucho menos, en el siglo XIII. En este sentido, las declaraciones de clientes satisfechos, concentradas en el arranque de la película, son harto elocuentes, y denotan una auténtica evasión, más allá del mero entretenimiento: “esto es lo más real que he hecho en mi vida” o “qué bien me he sentido allí”; hasta lograr la exteriorización de los anhelos más reprimidos… “supongo que sí eran robots aquellos a los que disparé…


Como recordaba Jacques Lacan (1901-1981), la verdad tiene estructura de ficción. En el guión y realización de Michael Crichton (1942-2008) destacan además otros momentos de puesta en escena, como los que se refieren al mantenimiento del complejo y a la evolución de la Inteligencia Artificial, contemplados como la trastienda del propio cine.

Y al contrario de lo que sostiene algún pensador y ensayista actual, la ficción no consiste en ser ajeno a la realidad, sino que, a menudo, nos permite ser más conscientes de ella, por encima del valor evasivo de la misma. Máxime en un momento en que hemos de contemplar atónitos cómo gobernantes siniestros se permiten ordenar el envenenamiento de quienes les estorban, o cómo muchachos de corta edad, víctimas del acoso escolar, se quitan la vida, en tanto que compañeros, padres y educadores guardan el silencio propio de los cobardes.

Escrito por Javier C. Aguilera


Ricki, de Jonathan Demme

24 enero, 2016

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Resulta frecuente encontrar una crítica muy superficial sobre algunas obras que se basa en la siguiente idea: si el nombre del autor es más grande que el título de la obra, generalmente no merecerá la pena. Algo así podríamos decir de las películas que basan su existencia o, mejor dicho, su atractivo en nombres concretos, ya sea el director, el guion, un actor o una actriz concretos o un determinado productor. En realidad, no seamos cínicos, el valor de una obra, ya sea una película o un libro, depende mucho de sí misma, pero es evidente que cuando ciertas personas tienen un tirón de ventas, la empresa que quiere posicionar sus productos visione lo máximo posible a ese sujeto, sin importar mucho nada más.

Podríamos mencionar muchos ejemplos dentro de esta tendencia, incluso patrios, que al final acaban por desvirtuar el auténtico talento de la persona al situarlo ante creaciones que, muchas veces, poco tienen que ver con su trabajo. Ahí situamos la relación entre Meryl Streep y Ricki (2015).

Antes de sumergernos en las cualidades y los defectos de esta película, construyamos su contexto. Aparte de la cara principal del plantel, la obra cuenta con un guión de Diablo Cody, autora generalmente de comedias dramáticas que obtuvo un gran reconocimiento por su primer trabajo para cine, Juno (Jason Reitman, 2007), y con la dirección de Jonathan Demme, cineasta con una dilatada carrera con algunos éxitos, principalmente El silencio de los corderos (1991), Philadelphia (1993) y Melvin y Howard (1980). Por lo que podemos deducir, gente de cierto éxito y trayectoria que, sin embargo, han planteado una historia fallida, que se desinfla en su desarrollo y que no resulta tan inspiradora como podría.

El tema es recurrente: el cruce de dos mundos muy diferentes, pero que se necesitan por estar irremediablemente unidos. Ricki (Meryl Streep) se separó no solo de su marido Pete (Kevin Kline), sino también de sus hijos, especialmente se enfoca en esta historia a Julie (Mamie Gummer), que se acaba de divorciar. Cuando esto sucede, Pete decide recurrir a su ex mujer para que ayude a su hija, especialmente cuando esta intentó suicidarse. La excéntrica y rockera Ricki hará lo posible por animarla así como enfrentarse a lo que dejó atrás para cumplir un sueño fallido.


La propuesta se anunciaba, como se puede vislumbrar en este argumento, como una comedia que mezclaba tintes dramáticos con un personaje rompedor, salvaje y hecho para que Streep se luciera tanto cantando, algo que ya la vimos hacer en Mamma mía! (Phyllida Lloyd, 2008; también con un tema relativo a la maternidad, por cierto), como interpretando, algo que logra hacer, situándose como epicentro de la película. Sin embargo, no se trata de una cantante tan gamberra como se planteaba desde la publicidad, ni al final existe una reflexión o catarsis sobre lo que supuso y supone su decisión de ser quien es.

Entre las escenas a destacar, la cena familiar, donde se trata de mostrar la distancia entre la madre y el resto de la familia, el momento para recordar viejos tiempos entre Pete y Ricki y, sobre todo, las escenas en las que vemos a Ricki defender su estilo de vida, como una heroína contra los estereotipos que más oprimen. Incluso planteará las dificultades y las críticas hacia su vida por ser una mujer y no haber cumplido con su papel de madre, mientras que a un hombre sí se le permite vivir de esa forma, un monólogo que refleja parte de lo mejor de la película. 


Lamentablemente, todos los demás elementos del guión boicotean su postura, dado que en el fondo, se siente culpable de no haber podido cumplir su sueño y de no haber estado para sus hijos, lo que al final nos arroja una respuesta oculta, aunque evidente: ¿acaso no será posible un equilibrio, aunque difícil, entre dos mundos tan distantes?

Hay varias oportunidades para que la cosa vaya a más, casi esperamos que los enfados y las salidas de tono de Ricki sean algo más convincentes, pero la situación está limitada por la historia que se plantea, por el resto de perfiles tan poco desarrollados y por quedarse corto tanto en el enfrentamiento entre ambas realidades como en su posible reconciliación.


Al final, por no decidirse ni por el drama ni por la comedia, no llega a desvirtuarse hacia ninguno de los dos lados (el puro melodrama o la caricatura o comedia americanada), pero tampoco logra ofrecer algo más que humo. Por eso nos da la sensación de que no comprendemos qué sucede en esa especie de redención final, aunque la disfrutemos.


Mad Max: Furia en la carretera, de George Miller

22 enero, 2016

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Frente a películas que no muestran la menor labor personal de dirección ni progresan dramáticamente, porque apenas cuentan nada, ya sean biopics, ficciones o recreaciones de acontecimientos pasados o por venir, no resulta inusitado que destaque el buen oficio de un realizador como George Miller (1945), rescatado para la imagen “real” gracias a Mad Max. Furia en la carretera (Mad Max. Fury Road, 2015, Warner Bros.).

Decía Joseph Campbell (1904-1987) en su primordial El héroe de las mil caras (The hero with a thousand faces, 1949; Fondo de Cultura Económica, 2014), que el héroe se presenta en cada cultura por medio de contenidos populares muy similares, en torno a una peripecia que se articula mediante estadios que contienen el universo, ya inexistente, al que perteneció la persona en cuestión; sus reticencias, concretadas en la dificultad de una empresa, y la desembocadura, sino en el hogar, sí al menos en una fase más serena de la existencia, tras el enfrentamiento con la muerte.

Características que se trasladan al relato de George Miller -también guionista- a modo de comportamientos y símbolos tribales de pertenencia y reconocimiento (aunque no necesariamente de auto-indagación), entre los cuales destacan el culto al sol, a la calavera e incluso a la caverna, junto con otras adoraciones, ¡como el volante de un interceptor V-8!, o la fanática creencia en un paraíso celestial, en este caso, el recuperado Valhalla, por el cual vale la pena morir y matar.

Una coyuntura que polariza Inmortan Joe (Hugh Keays-Byrne), el nuevo Humungus (Kjell Nilsson), gobernante de la Ciudadela y sus pobladores, y buen ejemplo del caos de un mundo agreste, escindido entre dirigentes tiranos, obedientes sometidos y sufridos héroes que, en última instancia, no pretenden liderazgo alguno, por mucho que este les acabe reclamando para sí. Por ejemplo, nuestro protagonista sigue pensando que la esperanza es un error.


De este modo se asegura que el, a su pesar, líder Max Rockatansky (su nueva faz corre ahora a cargo de Tom Hardy), en su condición de héroe de carácter independiente, físicamente zarandeado y emocionalmente vapuleado, huye tanto de vivos como de muertos. Se trata de un paladín que, precisamente, en función de sus muchas máscaras, se desdobla en Furiosa (una espléndida Charlize Theron), quedando unidos por un objetivo común y por la capacidad de sacrificio personal, pese a que sus destinos se bifurquen.

Incluso, en determinado momento, prevalece el punto de vista de ella, cuando Max acude a encargarse de los acólitos de Inmortan Joe que pretenden darles caza. En esta ocasión, la aguerrida joven es testigo -junto al espectador- de los resultados y no del enfrentamiento directo. Es por ello que el peso del pasado y la necesidad de redención son circunstancias que afectan por igual a ambos personajes. Junto a ellos, subsisten otros supervivientes en forma de mutantes, alterados genéticamente por la catástrofe o por sus semejantes, además de unas hembras reproductoras que valen su peso en oro, o los llamados bolsas de sangre (humanos sanos), víctimas de un vampirismo sin el cual los primeros no pueden sobrevivir.

Son estos mutantes una raza de anémicos obreros-conejos de indias que recuerdan a los harkonnen de Frank Herbert (1920-1986), pasados por el filtro post-industrial de David Lynch (1946), y cuyo fundamentalismo neo-religioso los convierte en suicidas. Un destino sorteado -en buena medida- por el joven Nux (Nicholas Hoult), cuando entra en contacto con esa otra parte de la realidad que le ha sido velada. Otro buen ejemplo de humana escisión lo encontramos en la discapacidad que afecta a uno de los brazos de Furiosa, circunstancia de la que somos verdaderamente conscientes no tanto cuando conduce, sino cuando se equipara a la pesadumbre por un vergel definitivamente perdido.


Todo ello es narrado por Miller mediante un notable brío visual más que argumental; es decir, en el aspecto estrictamente cinematográfico de la imagen se inserta el discurso textual, de modo que, conforme las imágenes se van sucediendo, lo hace la propia narración (tanto las preguntas que encuentran respuesta como aquellos interrogantes que permanecerán abiertos). En este sentido, no es objetivo del realizador ir más allá de una básica -aunque bien fundamentada- estructura de arquetipos junguianos o campbellianos.

Esta estructura también se vertebra con elementos reconocibles de las tres entregas precedentes, como la necesidad de gasolina -a la que se suma la del agua-, personajes-tipo de soporte, una nueva negociudad a la que se regresa, la presencia de un líder-dios, la promesa de un lugar legendario aunque real, la significación y provecho de la máscara, o la estima hacia las incisiones en la piel, como elemento jerárquico (apartado en el que podemos incluir unos recobrados cinturones de castidad). Y amalgamando todo el conjunto cinematográfico, está el valor del recuerdo. Todos los personajes, directa o indirectamente, desean que se les recuerde por algo. Todos estos son elementos que ejemplifican un cambio de paradigma, una situación planetaria irreversible que la fortaleza de algunos seres humanos trata de superar.


De este modo, somos partícipes de un entorno somático en el que destacan la cascada acuática que se vierte sobre el populacho, el paso por la tormenta de polvo magnética, el ejemplar rifirrafe entre Max y Furiosa (finalmente, auténticos hermanos de sangre) o el asedio al convoy, esta vez hostigado desde uno o más frentes, y cuya carga es, también en esta ocasión, aún más valiosa que el propio combustible.

Por esta razón, la fisicidad del desierto, el instinto de supervivencia, el valor específico de los planos generales, los ejemplares momentos de emoción contenida, así como de trabajo en equipo, sin menoscabo de las distintas individualidades… son situaciones y resoluciones equiparables al mejor western clásico. Lo que equivale a decir moderno.

Escrito por Javier C. Aguilera


Tomates verdes fritos, de Jon Avnet

20 enero, 2016

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Hay una forma de relatar historias íntimas que traspasa la necesidad del espectáculo visual y a veces grotesco de los considerados artistas modernos. A veces resulta agradable sentarse a escuchar un viejo relato familiar, alguna anécdota conocida sobradamente o, incluso, detenerse en el detalle sutil, pero tan trascendente, de contar un cuento a un niño. Convertir esos momentos en trascendentes ha estado al alcance de no muchos, pero hay quienes al intentarlo, no buscaban esa finalidad, sino simplemente transmitir una historia. No creo que debamos ser excesivamente abusivos con esta buena intención, podríamos acabar con historias hermosas. Así nos adentramos en el Café de Whistle Stop para probar Tomates verdes fritos (1991).

Jon Avnet cosechó cierto éxito con su ópera prima para cine en 1991, aunque su papel principal en la industria ha sido la de productor, incluyendo éxitos tan recientes como Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010) y toda una colección de películas familiares de muy variada calidad e interés, como su propia carrera en definitiva. Ahora bien, supo traernos en esta adaptación de la novela homónima de Fannie Flagg una historia cálida y tierna que triunfó más por el boca a boca que por el éxito entre la crítica especializada.  

Evelyn Couch (Kathy Bates) es una mujer apagada, con una relación nada satisfactoria, que le hace sentirse inútil, algo que unido a su complejo por el peso y a su incomodidad entre las nuevas tendencias femeninas de sus amigas, la hacen sentirse muy desgraciada. El encuentro casual, aunque necesario, como parte de un misterioso destino, con una simpática y algo entrometida anciana llamada Ninny (Jessica Tandy) en un geriátrico empezará a provocar un cambio en ella. Un cambio promovido por la visión del pasado de dos vidas entrelazadas, las mujeres Idgie Threadgoode (Mary Stuart Masterson) y Ruth Jamison (Mary-Louise Parker). La historia en flashbacks de esta pareja de mujeres nos ofrece la historia que podemos considerar principal y más relevante en esta película.


En Tomates verdes fritos hay un evidente desnivel que provoca que no estemos ante una película equilibrada. La vida de Kathy resulta insulsa también para el espectador, a pesar del esfuerzo del guión por mostrarnos su historia de forma humorística. El espectador puede empatizar con la triste realidad del personaje y hasta entender el acceso de ira y rebeldía en la escena del coche, pero el resto divaga en torno a un cuadro costumbrista de la mujer en una época rancia para su situación. Por contra, sus encuentros con Ninny y la introducción, por tanto, en otro capítulo de la vida de Idgie y Ruth, resultan más gratificante.

La relación entre ambas mujeres surge desde su infancia y juventud, unidas por una tragedia común, además de ese plano donde la vemos caminar cogidas de la mano, señal visible de su futuro juntas. Un corte especial que marcará en cierta forma su futuro, incluso la forma de ser de Idgie se verá afectada por cómo se comportaba su hermano Buddy (Chris O'Donnell) con ella, convirtiéndose en la que transmitía sus cuentos metafóricos. Se trata de parábolas que se repetirán a lo largo de la película en distintos momentos y que nos transmiten la esencia optimista de esta historia.

 
Como mencionábamos, estamos ante una historia adaptada de una novela más explícita en la relación romántica entre Idgie y Ruth, un lesbianismo que se omite aunque manteniendo la intimidad que ambos personajes alcanzan tanto en su juventud como en su trabajo en el café de Whistle Stop. El flashback dedicado a la juventud de ambas nos sirve para mostrar la personalidad asalvajada de Idgie junto a sus actividades nada adecuadas para una señorita, algo que sí representa mejor Ruth, que quedará encantada por la que iba a ser su cuñada y en lugar de ser una buena influencia para Idgie, será ella la que caiga en sus redes y actitudes. No obstante, este tramo queda exagerado, tratando de ser humorístico sin llegar a serlo y se nota poco real, al contrario de lo que sucederá después, con la forma sutil en que se observa un tema tan complejo como el maltrato a la mujer.

El ambiente final de la cafetería que abren juntas será un entorno ideal, aunque siempre pende sobre el lugar ciertas amenazas, como los peligros de las vías de tren cercanas, el racismo contra Sipsey (Cicely Tyson) y Big George (Stan Shaw), los trabajadores afroamericanos de la cafetería, explícito con la presencia del Ku Klux Klan, el peso de una justicia obstinada por descubrir a un asesino, aunque sin cadáver ni pruebas, o la enfermedad, amenaza que a todos nos une.


El plano dramático de la película es solvente y, sin duda, lo más interesante de la misma. El entramado principal de la segunda mitad de la obra es atractivo en cuanto a que se plantea una historia de género negro, aunque lamentablemente es notable cómo se pretende abarcar muchas temáticas sociales, todos con buenas intenciones, pero que al final queda reducido en algo anecdótico. En efecto, el tema del racismo, de la libertad de la mujer, de los matrimonios fallidos y de aquellos envueltos en violencia, hasta el tema de la obesidad y la imagen de la mujer perfecta que se vende, este ya en el plano de Evelyn, son algunas cuestiones que están presentes en el desarrollo de esta obra, pero al final todo queda expuesto de forma tangencial, lo que nos lega sobre todo una bonita historia de amistad que supera todos los problemas, incluídos los de Evelyn y que sobrevive, al plasmarse en la memoria, hasta a la propia muerte.

Otro defecto notable es que el personaje malvado, Frank Bennett (Nick Searcy), es tratado de forma maniquea y resalta en sí todos los aspectos negativos de la película: un hombre blanco, racista, maltratador, violento y acosador, sin ninguna evolución ni desarrollo mayor. De la misma forma que sucede con el marido de Evelyn, Ed (Gailard Sartain), que queda retratado como un personaje tipo, sin desarrollo alguno, lo que establece finalmente una película incompleta y poco equilibrada o realista. Frente a ellos, tan solo dos hombres salen reflejados de forma positiva: el sheriff de la zona, Grady Kilgore (Gary Basaraba), que a pesar de pertenecer también al Ku Klux Klan, se muestra más partidario de la libertad y de la tranquilidad en la zona que de los actos violentos del grupo, al que incluso detendrá cuando se sobrepase; y Smokey Lonesome (Timothy Scott), vagabundo que será más relevante de lo que parecía. Ahora bien, esta visión partidista nos lleva a un relato superficial, que sirve de telón de fondo a temas más profundos, y donde lo que más brilla es la relación entre sus protagonistas, que los regala una optimista y esperanzadora forma de ver la vida, a pesar del drama del que hemos sido testigos.


El secreto está en la salsa... reza un eslogan debajo del título de Tomates verdes fritos, la cuestión es preguntarse a qué secreto y a qué salsa se referirá esta frase. Porque cuando atendemos a la película que precede nos encontramos efectivamente ante un conjunto de elementos que tratan de casar en lo que es un evidente retrato crítico de dos épocas distintas, aunque no necesariamente nos otorgue una salsa eficaz. A pesar de eso, debe tener algún secreto para cosechar cierto éxito íntimo y resultar tan agradable al visionado.


El autocine (XXI): Saturno 3, de Stanley Donen

15 enero, 2016

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De Stanley Donen (1924) siempre me agradó el hecho de que abordara todo tipo de relatos de género durante su segunda etapa como realizador, tras haber proporcionado algunas de las obras maestras al del musical a lo largo de la primera. Como también me desagradó que, desde mediados de los ochenta, no hallara –o la industria no le proporcionara- más oportunidades para poder seguir dirigiendo, en su último pero aún productivo tramo vital; una situación equiparable a la de Billy Wilder (1906-2002) y tantos otros.

Saturno 3 (Saturn 3, ITC-Fox, 1979; estrenada al año siguiente) fue una modesta producción del británico Lew Lord Grade (1906-1998). Una película, como el lector podrá fácilmente suponer, a rebufo de los sonados éxitos espaciales precedentes. Acontecimiento que abrió las puertas a todo un universo de posibilidades, muchas de ellas apenas recordadas hoy.

Pero Saturno 3 no merece caer en el olvido, pues bajo su apariencia austera se agazapa un guión tenso, bien estructurado y, naturalmente, competentemente dirigido.

Una apreciable vuelta de tuerca -¡y circuitos!- al asunto de la relación del ser humano con la máquina y consigo mismo; en esta ocasión, escrita por Martin Amis (1949; hijo del gran Kingsley Amis (1922-1995]), en base a las ideas del diseñador de producción John Barry (1935-1979), punteada por la inquietante música de Elmer Bernstein (1922-2004) y acorralada por los minimalistas decorados de Stuart Craig (1942), no por parcos menos eficaces.


Llama la atención, por encima de todo, el clima sombrío del relato, dado por imágenes como la de los robotizados mecánicos de la estación Saturno 3, que disponen la cápsula espacial que ha de emprender un viaje, y que son contemplados como figuras oscuras que se recortan sobre el fondo de un logotipo comercial; o como la de los propios pilotos, portadores de unos cascos de aspecto siniestro.

Una atmósfera opresiva que se deriva de la temprana muerte del capitán James (Douglas Lambert), auténtico titular de la plaza, pero que también se alimenta de lo que se dice. Por ejemplo, que el grado de contaminación y hambruna de la Tierra es tal, que se hace bastante insoportable la vida -o la supervivencia- en el tercer planeta. Además de otras líneas de diálogo elocuentes, como la que asegura que negarse a compartir el goce sexual –entendido como un producto de consumo- con otra persona, la que sea, es algo socialmente inconcebible en el planeta madre.

Una coyuntura que carga de aprensión, aún siendo liberadora, la imagen de la nave en la que finalmente viajará uno de los protagonistas, y cuyo destino es, justamente, una Tierra que sabemos incierta y en muchos aspectos desolada.


En sustitución del malogrado piloto ocupa su lugar el capitán Benson (Harvey Keitel), que como se nos anuncia, se muestra potencialmente inestable al no haber superado un test mental. Junto a él viajan los componentes que darán forma a un robot de aspecto igualmente aterrador, al que acabará poniendo el nombre de Héctor. Pero el destino de Benson no es el planeta Saturno, sino su principal luna, Titán, donde se halla una estación de investigación de alimentos experimentales, gestionada desde hace tres años por dos científicos, el mayor Adam (Kirk Douglas) y la joven Alex (Farrah-Fawcett).

De este modo, lo que Benson lleva consigo a la estación experimental, más allá de su propia inestabilidad, es la dependencia del ser humano hacia todo lo artificial, ante aquello que no es natural. Una vinculación extirpada por Adam en su paraíso particular. Esta servidumbre frente a lo tecnológico lega una de las imágenes más impactantes de la película, por la cual el robot se fusiona con el ser humano, en busca de una apariencia más lustrosa y definida.

Por descontado, buena parte de toda esta inquietud la proporciona el aislamiento de los personajes, que pasa de ser idílico a amenazador en cuanto se introduce un tercer -y un cuarto- elemento. Confiaba en que nos habrían olvidado, asegura Adam al respecto. El mayor mantiene una relación con una persona más joven, Alex, lo que proporciona otra fuente de conflicto adicional, no exenta de desconfianza y sacrificio.


Por su parte, y abundando en esa cortesanía hacia lo artificial, el flemático y arterial Héctor es descrito por su ensamblador, Benson, como el primero de una serie de semidioses. Y como tal, no tarda en adquirir una conciencia individual -aunque, en esta ocasión, prestada: la del capitán-, para acabar revelándose contra su creador y poder dar rienda suelta a unos instintos que no le son propios, como demuestra su reacción de enojo ante el juego del ajedrez o, posteriormente, de recelo, respecto a la trampa que se le tiende en el laboratorio. 

Significativamente, lo que no le puede programar Benson al robot es el sentido del humor del cual él mismo carece. El exceso de pleitesía y confianza del desequilibrado capitán hacia los valores meramente tecnológicos y egocéntricos, se contempla en Saturno 3 como otra malformación del ser humano trasladada al espacio exterior.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (LXXXVI): La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela

12 enero, 2016

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En muchas ocasiones es frecuente pensar que ciertas épocas son más propicias para la delincuencia, para la expansión criminal por distintos factores sociales, económicos o hasta religiosos. No obstante, la historia de la humanidad está plagada de casos que, independientemente del statu quo general, nos sorprende por su virulencia personal, aún en tiempos considerados pacíficos, si acaso ha existido algún tiempo así.

La literatura ha supuesto el desarrollo de una doble cara a veces confusa y extraña. No es difícil considerar todo lo literario como bello, su faz más célebre y común, aquello que nos enternece y que nos hace pensar en el amor más allá de todo impedimento, ese amor más allá de la muerte, en la naturaleza apartada, en la perfección y la búsqueda de un camino recto para el ser humano. Pero la otra faz pervive y es sitio común también para muchas obras, algunas incluso logran fundir ambas. Hablamos de ese otro lado de la literatura que nos golpea, que nos muestra la miseria humana, que nos habla no de lo que sobrevive a la muerte, sino de lo que perece ante ella. La que nos revuelve el estómago y nos hace pensar en todos los lados oscuros del alma humana. La ceguera de uno de estos lados supone acabar con una visión completa de la realidad, porque, seamos sinceros, en el ser humano convive todo lo peor con todo lo mejor según queramos mirarlo.

En nuestra sociedad, este lado que a veces tratamos de ignorar es la marginalidad sobre la que algunos autores han querido poner el foco. Dentro de una época de miseria tras la guerra civil, España vio aparecer en 1942 una novela titulada La familia de Pascual Duarte, inicio de la trayectoria literaria de Camilo José Cela (1916-2002). El autor inauguró lo que se vino a denominar como tremendismo, aunque fiel a su idea de un autor libre de estilos, no regresaría a publicar una obra similar. No obstante, cabe señalar que la visión negativa de la sociedad y de la rutina también alumbraría su retrato de la grisácea Madrid de los años cuarenta en La colmena (1951).

Tristes premoniciones de lo que ha de acontecer, pintura de Goya
Da pena pensar que las pocas veces que en esta vida se me ocurrió no portarme demasiado mal, esa fatalidad, esa mala estrella que, como ya más atrás le dije, parece como complacerse en acompañarme, torció y dispuso las cosas de forma tal que la bondad no acabó para servir a mi alma para maldita la cosa. Peor aún: no sólo para nada sirvió, sino que a fuerza de desviarse y de degenerar siempre a algún mal peor me hubo de conducir. (Pág. 132)

La familia de Pascual Duarte es una novela que juega con distintos niveles de narrador, empleando el habitual truco de los papeles encontrados, que tan habitualmente referimos como técnica cervantina en el Quijote (1605). En este caso, esos papeles, en concreto, unas cuartillas, conforman el grueso de la obra, siendo la historia, en primera persona, de Pascual Duarte, extremeño que comenzará a narrar su vida para justificar, en cierta forma, los crímenes que ha realizado a lo largo de la misma. Este tipo de relato bebe de la tradición picaresca, en la que el pícaro buscaba la salvación final con el arrepentimiento de sus crímenes, generalmente una redención de tipo cristiana.

No obstante, este tipo de relatos pretendían moralizar y ofrecer ejemplos ex contraria, objetivo abiertamente referido en sus prólogos, como sucede con Guzmán de Alfarache (Mateo Alemán, 1599) y con la Nota al transcriptor de esta novela. De forma contraria, esto no sucedía en el Lazarillo de Tormes, donde tan solo se refería toda una vida a colación de una acusación concreta, siempre dirigiéndose a Vuestra Merced, como sucede en el caso de Pascual, que pretende confesarse a un conocido sin ser consciente de esa utilidad moral que le da un segundo narrador dentro del juego textual. Así, el narrador principal, Pascual, comenzará a hablar desde su nacimiento hasta uno de sus últimos crímenes, podemos considerar el que libera finalmente al personaje de toda carga personal, aunque el relato se interrumpe abruptamente debido a la condena mortal de Duarte, como explicarán las cartas finales que sirven de colofón a la obra.

Duelo a garrotazos, pintura de Goya
Se mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces, sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo. Es de noche, pero por la ventana entra el claror de la luna; se ve bien. Sobre la cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto. [...] Pero no se puede matar así; es de asesinos. Y uno piensa volver sobre sus pasos, desandar lo ya andado. (Pág. 102)

El relato parte de su infancia con las peleas continuas entre sus padres, los nacimientos de su hermana Rosario y de su hermano Mario, su relación agridulce con Lola y otras vivencias que se relacionan con la violencia y con una forma de ser desencantada. Cela nos muestra la vida de Duarte tratando de justificar las acciones de su vida. Podríamos pensar que se trata de mostrar un cierto determinismo social, quizás que vivir desde la niñez la violencia doméstica o que todo estímulo pacífico sea cortado por los cuchicheos del pueblo y por los prejuicios machistas (un hombre no hace eso) obligue a Pascual a actuar de una forma que realmente no desea. Sin embargo, conforme avanzan las reflexiones de Duarte, observamos que trata de ahondar en la suerte, en una especie de destino macabro (la sangre parece como el abono de tu vida) o incluso en una especie de acto comprometido contra el que nada se puede hacer ni evitar, a pesar de desearlo. De la misma forma que Daniel, el Mochuelo, justificaba la actitud de sus vecinos en El camino (1950) como algo natural y, por tanto, bueno, o como Felipe II justificó la derrota de la Armada Invencible por no haberse preparado para luchar contra los elementos, se trata de una excusa para justificar una mala decisión, generalmente inmoral. 

Entre los distintos motivos que expondrá Duarte como instigador de su mal interior, encontramos a la figura materna; su madre está siempre presente a lo largo de la obra y el narrador nos la caracteriza a través de sus acciones, siempre negativas: las peleas con el padre, el repudio hacia su marido, la falta de atención a sus hijos, la diversión por el sufrimiento de su hijo indefenso, y así hasta la acusación continua hacia Pascual, cargándolo no solo de culpa, sino también de odio. Ahora bien, sabemos que estamos ante una justificación vacua, pues aún atendiendo a que esta clase de personas pueden resultar tóxicas para la mente de cualquier persona, el primer asesinato de Pascual del que somos testigos en la novela resulta salvaje e incomprensible, revelando a su vez que detrás de estas excusas, Pascual es un ser violento e incapaz de controlar sus impulsos.

Mujer a la puerta de su casa en Guijo de Galisteo (Cáceres), fotografía de Vicente Elizo
La verdad es que la vida en mi familia poco tenía de placentera, pero como no nos es dado escoger, sino que ya -y aun antes de nacer- estamos destinados unos a un lado y otros a otro, procuraba conformarme con lo que me había tocado, que era la única manera de no desesperar. (Pág. 32)

Contra la idea de la madre, se revelarán otros personajes por los que nuestro narrador muestra cierto cariño, como su hermana Rosario, que funciona como una figura contraria a la materna y con la que podemos percibir una especie de relación incestuosa (de ahí quizás el intento, infructuoso, de defensa de su honra ante el Estirao), aunque nunca revelada, o su hermano Mario, nacido con una tara mental. Incluso la figura paternal sale favorecida frente a la maternal. Un problema que también se muestra en sus tragedias románticas, al ser incapaz junto a Lola de procrear o mantener viva a su prole. Todos estos sucesos conforman la existencia de nuestro protagonista y por ello la novela se titula La familia de Pascual Duarte, en tanto que expresa, no de forma azarosa, el grado de efecto de nuestra convivencia con otras personas (la familia en este caso) en nuestra vida.

Camilo José Cela
Pascual Duarte se hace más presente en la novela por no ser un personaje maniqueo, sino un personaje profundo, capaz de reflexionar sobre sus actos y sobre las circunstancias vitales que le han arrastrado hasta su condena. No obstante, Cela crea un personaje sin formación, empleando recursos que simulen el habla rural, con uso prolífico de refranes, así como alteración en el léxico, caso de reló, o vulgarismos tras los que el narrador suele pedir perdón. A su vez, encontramos el texto fragmentado en algunos capítulos como si estuviese censurado, como sabemos que sucede por el transcriptor inicial en ese juego de edición literaria ya mencionada. 

En conclusión, Cela nos muestra un fracaso social y nos lo desgrana en la voz del condenado. Una voz que nos narra su vida, pero que también teje la trampa sobre lo que nos cuenta, como hiciera el narrador de La casa del padre (Justo Navarro, 1994), aunque de forma menos evidente. Hay periodos resumidos de tiempo así como una muerte incomprensible tras una conversación aparentemente normal, lo que proporciona la sensación de que Duarte no cuenta todo lo que sucedió, a lo que se suma la posible acción censora del transcriptor.

Con todo ello, no podemos evitar ver en La familia de Pascual Duarte una obra oscura y hasta misteriosa, lo que necesariamente no la hace agradable en su fondo, dado que remueve el pozo oscuro del alma humana a través del dolor, la incomprensión y la muerte.


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