Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo, de Felix Van Groeningen

27 agosto, 2022

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En la adolescencia acontecen cambios que determinan la persona en la que nos vamos a convertir, alejándonos en muchos casos de quienes fuimos de niños. En esa evolución, una de las principales fricciones que surgen proviene de la relación con nuestra familia, sobre todo con nuestros padres. En cierta forma, olvidamos nuestro pasado, pero ellos siguen recordándolo. Ese es el retrato que plantea Van Groeningen en Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo (2018), pero con un punto adicional que es determinante: el mundo de las drogas.

No se trata de la primera película que explora el mundo de la drogadicción, pero hay en la visión que ofrece Groeningen un pacto crucial con el realismo más cotidiano. No es fácil aún hablar de esta temática con seriedad, andamos siempre entre la prohibición absoluta y la aceptación pusilánime, entre la ocultación pecaminosa y la defensa pueril. Nada más empezar la película, nos encontramos a un padre, David (Steve Carell), por encima de su profesión como periodista, buscando comprender a su hijo, Nic (Timothée Chalamet), y el proceso por el que está pasando debido a su adicción a las metanfetaminas. El resto de la película será una espiral en la que procesemos las dudas que asaltan a la familia, la forma en que se destruyen y se tratan de reconstruir las relaciones y, por supuesto, las recaídas y la pérdida absoluta de confianza.


Uno de los aspectos más relevantes de la película es el retrato que realiza de la fragmentación que provoca la adicción del hijo en toda la familia. Si bien está centrada en la relación entre el padre y el hijo, siendo el eje de la obra, también se concede un poco de espacio a la madre, Vicki Sheff (Amy Ryan), que se encuentra superada por la situación e incapaz de actuar, la madrastra, Karen Barbour (Maura Tierney), que tenía una relación estupenda con él, pero que lo siente cada vez más inalcanzable, o los hermanos menores, que idolatran al mayor y comparten buenos momentos con él, pero también acaban siendo traicionados en una de las recaídas; aunque no se aborda este tema. Así, el problema de la drogadicción no solo se explora desde la perspectiva de quien la padece, como podemos encontrar en otras obras sobre este tema, como la excéntrica y dura Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000), sino también desde los ojos de una familia que se ve superada por una situación que trata de comprender y superar, pero sintiendo a la vez que lo están perdiendo irremediablemente. 

Esa impotencia queda muy bien reflejada a lo largo de la obra dedicando una escena al menos para cada personaje. Por ejemplo, quiero destacar una persecución en coche que no brilla por ser espectacular, sino por el retrato emocional de quienes la protagonizan, que se muestran fatigados y hastiados, en un punto límite de quiebre, como se demostrará al finalizar la secuencia y con las consecuencias posteriores. De la misma forma, hay un intento constante de David de comprender qué le pasa a su hijo, desde la investigación médica hasta las conversaciones y los recuerdos que tiene de su crecimiento. Pero, como todo familiar de un drogadicto sabrá, también atraviesa por la rendición. Como él mismo confiesa: Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo hacer eso. Morirá aunque hagamos algoHe fracasado. No creo que se pueda salvar a la gente. En este sentido, la película nos ofrece un retrato espléndido de este padre que trata de luchar y hacer que su hijo se recupere, pero que no deja de encontrar frustración en sus intentos. En la creación de este retrato colabora estupendamente la actuación de Steve Carell, que, como suele suceder a los actores más dedicados a la comedia, brilla especialmente en este drama con una expresión más contenida y emocional. El resto de personajes suelen quedar en un segundo plano, así sucede con la madre, sobre la que el relato no suele poner el foco e interviene poco, siendo un personaje desdibujado en la historia y bastante plano.


Como advertíamos, hay un trato crucial con el realismo que obliga a la película a detenerse en las distintas fases por las que atraviesa el drogadicto, interpretadas con solvencia por el joven Timotheé Chalamet. Encontramos, por ejemplo, cómo sus problemas personales acaban siendo la causa de la adicción y cómo pasa por distintas etapas en su consumo, como el festivo y social o el individual, incluso con una escena explícita y dura en un baño. También hay espacio para la rehabilitación, para la aceptación y la superación del problema, al menos de manera aparente, porque uno de los puntos más necesarios e importantes de este relato es el impacto de las recaídas y el quiebre en la confianza con las personas que han apoyado esa recuperación. Además, los errores que comete Nic en estas recaídas se van escalando en el dolor causado a sus familiares. Así pues, se desliza la idea, con bastante buen tino, de que nunca se deja de padecer la adicción y de que la tentación siempre está vigente, aún cuando la persona tenga deseos de remontar en su vida. 

Ahora bien, su estructura narrativa está algo deslavazada, pues tiene un inicio in media res, pero a la vez se incluyen varios flashbacks intercalados, en ocasiones como reflejo de los recuerdos momentáneos de un personaje, y elipsis que pueden llegar a ser algo abruptas, dando en ocasiones la sensación de no saber en qué momento nos situamos o cuánto tiempo ha transcurrido en la vida de los personajes. Cabe destacar que el recurso de los flashbacks se emplea para exponer mejor la relación del protagonista con el resto de personajes previa a su adicción, especialmente con su padre, para lo que representaron las distintas edades del niño con diferentes actores infantiles. Esto permite aumentar más la catarsis con el espectador a partir de esa relación idílica durante la infancia, a pesar del divorcio entre los padres, la boda con Karen o la distancia física entre ambos, que acaba fragmentada y rota por el proceso posterior, que es el que muestra realmente la película.


Sin duda, Beautiful Boy no se convierte en un melodrama que pretenda hacer sentir mejor al espectador ni recae en golpes bajos o sentimentaloides, sino que tiene honestidad con una realidad cruda y demasiado extendida. No en vano extrae su historia de las vivencias que padre e hijo mostraron en sendos libros: Beautiful Boy: A Father's Journey Through His Son's Addiction (David Sheff, 2008) y Tweak: Growing Up on Methamphetamines (Nic Sheff, 2007). Por suerte, se rehúye del pulido que a veces se otorgan a estas historias, cambiando la superación por la imperfección, no porque actúen de manera irracional, sino por todo lo contrario, porque es muy fácil comprender la manera en que piensan y actúan, aunque no sea la correcta. No es una película innovadora ni excesivamente brillante, pero logra sus propósitos sin ser moralista ni excesiva. Cuenta con escenas muy bien construidas, incluso desechando en ocasiones los diálogos y dejando que la narración sea puramente visual y corporal, ya sea incluyendo música o el silencio a veces incómodo entre un padre y un hijo.

Escrito por Luis J. del Castillo



El autocine (C): Refugio macabro, de Roy Ward Baker, Condenados de ultratumba, de Freddie Francis, y Noche infernal, de Peter Sasdy

22 agosto, 2022

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Supongamos que un día acaban hartos de los últimos decretos expedidos por la corrección política y deciden no acatarlos. Y que, de resultas de esta osadía, antiguamente amparada por la constitución, la libertad individual y el libre albedrío, acaban internos por las fuerzas del desorden en un sanatorio mental, un manicomio. No se rían, que por ahí se empieza. O al menos, así comienza Refugio macabro (Asylum, Harbor – Amicus para Paramount Pictures, 1972). Y no me refiero a las ocurrencias e (in)disposiciones estatales, sino a las perturbaciones en lo que entendemos por consolidada realidad (aunque vienen a ser la misma cosa).


Envuelta por la niebla, emerge una vetusta mansión que responde al nombre de Dunsmoor (Páramo pardo). Algunas de sus habitaciones ya están ocupadas, pero siempre se puede hacer un hueco más. Por ejemplo, para usted. De momento quien llega a la casona señorial, toda una institución para alienados, es el doctor Martin (Robert Stephens), y lo hace al son de la recurrente Una noche en el monte pelado (Ivánova noch na lýsoi goré, 1867), de Modest Mussorgsky (1839-1881), que acompaña los títulos de crédito, y que fue adaptada por el firmante del resto de la banda sonora, el compositor clásico y estupendo arreglista de origen australiano, Douglas Gamley (1924-1998).

El centro está controlado por un sofisticado sistema eléctrico, si bien, de allí no parece tener necesidad de salir nadie, porque todos están encerrados en sí mismos. Hasta que cuatro de los internos tienen a bien relatar sus experiencias alucinatorias, los hechos que les condujeron hacia este refugio macabro, tremenda yuxtaposición en su título al español. No en vano, el guión parte de las historias desarrolladas por Robert Bloch (1917-1994), el mismo autor de Psicosis (Psycho, 1959; Planeta, 1985).

Refugio macabro es, además, una producción Amicus, la compañía inglesa creada por Max J. Rosenberg (1914-2004) y Milton Subotsky (1921-1991), para tratar de hacer sombra, en buena compañía, a la innovadora Hammer, en el jardín del horror. Sin alcanzar las mismas cotas de desarrollo sublime, sí es verdad que no dejó de ofrecer un parterre de productos bien abonados, de sólida factura y alegre desparpajo. La dirección, en esta ocasión, fue asignada a un magnífico entendedor y entretenedor del género fantástico, al cual ha enriquecido con sugestivas variantes, Roy Ward Baker (1916-2010).


Dunsmoor ha venido siendo regentado por el doctor B. Starr (no puedo dar detalles acerca de quién lo encarnó), pero según comenta su predecesor, el doctor Lionel Rutherford (el excelente característico Patrick Magee), este ha acabado perdiendo la razón. Nada más apropiado. Por lo que propone a Martin tratar de averiguar cuál de los cuatro reclusos de la última planta es en realidad el doctor Starr. Tal y como comenta Rutherford, tratando de advertir a Martin, además de combatir el advenimiento de sus nuevos y reformadores métodos, aquí estamos muy lejos de una consulta de moda, esto es un manicomio.

Estas cuatro personas parecen normales, pero están mentalmente alteradas, Robert Bloch nos explica por qué. Para empezar, Roy Ward Baker introduce ya cierto malestar, o al menos, cierta distorsión de la realidad, en lo que se espera sea un centro médico, por desangelado que esté, al mostrar una serie de grabados sobre la locura, ciertamente macabros e inquietantes, dispersos por las escaleras principales del edificio, y que Martin contempla con resquemor en su ascenso a la planta de los locos. Allí es recibido por Max Reynolds (Geoffrey Bayldon), el ordenanza que le da acceso a los cuatro pacientes. ¿Quién de ellos habrá sido el doctor Starr, honra y prez de la institución de la que ha acabado chiflado?

Los reclusos, de los que se dice que son enfermos incurables, están bien atendidos en sus respectivas y personalizadas estancias, y van narrando uno a uno los acontecimientos que los han llevado hasta allí, por supuesto que injustamente, en unos relatos que transcurren en su totalidad en época actual, es decir, contemporánea a la película. Relatos bien adecentados por los decorados del recientemente desaparecido Tony Curtis (1937-2021; no confundir con el actor), y la fotografía de Denys Coop (1920-1981), también especializado en efectos visuales.


El primer lance es el de Bonnie (Barbara Parkins), que se las entiende con un hombre casado. Por si esto no fuera suficiente problema, Walter (Richard Todd), el tipo en cuestión, se lleva a matar con su esposa Ruth (Sylvia Syms). Él es un oportunista, y ella una dominadora de cuidado, que sabe atarlo corto. Pero el caso es que hay fuerzas naturales que son más fuertes que la vida y la muerte. Y lo van a comprobar.

El matrimonio se disuelve, digamos que por procedimientos poco convencionales, ¡aunque no menos efectivos! Y efectistas, a tenor de los resultados. A veces, lo mejor es cortar por lo insano. Si bien, aunque el matrimonio queda disuelto, como digo, no sucede lo mismo con el vínculo que unía a la pareja.

Así las cosas, la díscola Bonnie cree que tiene el campo libre para yacer con su amante. Qué grave error. Ya sabemos que acaba ocupando una de las habitaciones del pabellón residencial. Y como decía la gran Mayra Gómez Kemp (1948), hasta aquí puedo leer. Debo señalar, no obstante, que existe un comentario muy gracioso por parte de Walter, teniendo en cuenta, sobre todo, el inglés original. Pero si lo cuento pierde la gracia.

El segundo de los relatos se refiere a Bruno, ex sastre (Barry Morse, otro rostro conocido, algo oculto tras una barba). Autónomo asfixiado, Bruno tiene serios problemas con el casero a causa del retraso en el pago de la renta del inmueble que ocupa su taller. El antaño prestigioso sastre ha ido viniendo a menos en la profesión, y su arrendador, el insensible Stebbins (John Frabklyn-Robbins), se resiste a ampliarle el plazo. Pero un encargo muy especial parece que puede sacar a Bruno de apuros, gracias a un cliente puntilloso y reservado, el señor “Smith” (el fenomenal Peter Cushing), que le propone confeccionar un traje con un material extraño y reflectante, siguiendo un horario sumamente específico y riguroso.

Todo este capítulo está bajo el dominio de la oscuridad en la pantalla. O dicho de otro modo, de la ausencia de luz. Tan solo sobresale la que desprende el citado traje; esto es, lo inusitado.


Barbara (sic) (Charlotte Rampling) y Lucy (Britt Ekland) son dos amigas de la infancia. Qué época más bonita. La primera de ellas, con antecedentes al estilo de eso ya pasó, no te preocupes. O sea, que hay motivo para la preocupación. Y para la inquietud del espectador (lo mismo que cuando nos dicen que algo es por nuestro bien). ¿Qué fue lo que pasó? ¿A qué hecho del pasado se refieren los protagonistas? Ya nos iremos enterando.

Tras un tratamiento médico, Barbara ha quedado a cargo de su hermano George (James Villiers), y de la enfermera Higgins (Megs Jenkins), en la acogedora mansión familiar. De hecho, todas las viviendas aparecidas en Refugio macabro son, de una manera u otra, una prisión más allá de su atractivo. Lo cierto es que las dos amigas se volverán a dar la mano para impedir que nadie trate de aprovecharse económicamente de Barbara. Nada como seguir un buen consejo.

En el último de los capítulos, el doctor Byron (Herbert Lom, otro actor todo terreno y bien vinculado al fantastique), muestra sus últimos progresos psíquicos en su prisión dorada. Este renombrado físico, neurocirujano y ortopeda, se nos aparece como una especie de doctor Frankenstein en miniatura, en lo que es una historia simpática, seguramente más perturbadora sobre el papel. En cualquier caso, la conexión que Byron establece con sus criaturas resulta de lo más mórbida y atrayente. El suyo será el último relato. Mejor dicho, el penúltimo…

En cuanto a la realización de Baker, resulta funcional, a veces un tanto efectista -nunca estridente-, pero no debemos olvidar las circunstancias impuestas por la moda: el acercamiento de la imagen mediante el zoom o el teleobjetivo, las coloridas prendas de vestir, las angulaciones y planos poco habituales, la subjetivación con la cámara…, aspectos vencidos por el talante, más que notable, de nuestro realizador, a la hora de sacar provecho de donde hay más ideas que recursos.

En definitiva, en la disfrutable y claustrofóbica Refugio macabro priman los argumentos centrados en la venganza ultraterrena. Aquellos en los que, según los expertos en tan lustrosa materia, los muertos no pueden ni deben descansar en paz.


Venganza ultraterrena, sí. Forma un díptico con nuestra siguiente película, Condenados de ultratumba (Tales from the Crypt, Metromedia – Amicus para Paramount, 1972). Una nueva producción de la Amicus estructurada en capítulos. Esta vez, el encadenado de argumentos parte de la brillante idea de adaptar algunos de los relatos publicados en formato cómic por el ya mítico sello editorial E. C., fundado en 1944 (Planeta DeAgostini, 2003-2005; creo que existe una nueva edición con el tintado a color original). Lo cual derivó en la popular serie Historias de la cripta (Tales from the Crypt, Warner Bros. Televisión – New World), emitida de 1989 a 1996. Por mi parte, todavía sigo releyendo dichos cómics, sobre todo los de terror, suspense y ciencia ficción, que me gustan horrores.

En estas narraciones, un maestro de ceremonias que podía ser el Guardián de la Cripta, la Vieja Bruja o el Guardián de la Cámara de los Horrores, presentaba y despedía los relatos. Por lo general, en una sola y tétrica viñeta, embadurnada de un oscuro sentido del humor. Un papel que aquí a reserva al veterano y formidable Ralph Richardson (1902-1983), en funciones de Guardián de la Cripta. Todo un Amo del Calabozo. Y de las calabazas que algunos tienen por cabeza.

Son historias centradas, de nuevo, en la dislocación de la (apariencia de) realidad, con un humor subrepticio y reptante. Si en la anterior propuesta prevalecían el destino haciéndose añicos, los amigos invisibles, tan reales…, la guisa con la que se teje el retorno a la vida, un vudú mecanizado, y un asesinato en las escaleras, al mejor estilo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en lo que era una auto-referencia de Robert Bloch, tales siguen siendo los componentes que, en otro orden de factores, hacen disfrutable un nuevo retablo como el de Condenados de ultratumba, con el sublime escenario de una cripta coronada por una gran calavera.


Aquí es la Tocata y fuga en re menor (c. 1704), de Juan Sebastian Bach (1685-1750) -mientras no se demuestre lo contrario, pues hay quien pone la autoría en entredicho-, la que sirve de aperitivo sonoro a los prolegómenos de otras tantas narraciones, cinco en esta ocasión, bien pergeñadas por Freddie Francis (1917-2007), soberbio director de fotografía que incursionó en la dirección cinematográfica, en películas de temática misteriosa y de terror. Algunas tan estimables como la presente.

Tales relatos se basan, como queda dicho y se especifica en los títulos de crédito, en las creaciones de los ya legendarios Bill Gaynes (1922-1992), Al Feldstein (1925-2014) y Johnny Craig (1926-2001); la carne en el asador y la buena mala sangre del grueso de historietas de E.C.

Respecto a la traslación en imágenes, su fuerte sigue residiendo en la ambientación y los decorados, nuevamente de Curtis. Y el esporádico empleo de la cámara circular, en la presentación del escenario y sus protagonistas, y en el primero de los capítulos.

La forma de pasar una feliz y tranquila Navidad en casa resulta para Joanne Clayton (Joan Collins) un tanto abrupta, desde el momento en que sus familiares planes se ven alterados por la presencia de un alienado, escapado de un hospital psiquiátrico cercano, que bien pudiera ser nuestro querido refugio macabro. Máxime si tenemos en cuenta que todo lo que acontece en este episodio, al amor de la lumbre, se hace a pocos metros de donde la hija de Joanne (Chloe Franks), vela su sueño. Se podría decir que estamos ante una magistral relectura de la excelente La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), de no ser porque la que nos ocupa se filmó unos años antes.


En el segundo de los capítulos, el casado Carl Maitland (Ian Hendry) se dispone a visitar a su joven amante, Susan Black (Angela Grant). Estas cosas pasan. Pero que acaben como aquí ya no es tan normal. El deseo de Maitland es empezar una nueva vida junto a Susan. Ella, por supuesto, está de acuerdo. La cámara subjetiva, a la que antes aludía, nos contará el resto. Un recurso habitual que, aquí, cobra un significado preciso y demoledor.

Pasando página, encontramos a Elliot (Robin Phillips), un jovenzuelo maledicente y sobreprotegido por su padre (David Markham). Muy mal por él. Insiste en hacerle la vida imposible a un vecino de aspecto desorganizado, más que descuidado o desaseado, Arthur Grimsdyke (Peter Cushing de nuevo), que atraviesa unas circunstancias difíciles, de afecto principalmente, desde que enviudó. La intención es ofrecer a Grimsdyke la suma adecuada para que abandone el lugar que ha venido siendo su hogar, y en el que ha compartido tantos momentos con su esposa, con la excusa de que su presencia desprestigia al barrio, y los chavales, que tanta compañía le hacen, ya no lo quieren. Como la coacción monetaria no surte efecto, pues no es una cuestión de cifras sino de apego, el infausto Elliot decide adoptar otros recursos más persuasivos... Y aunque el desenlace es artificioso, en el sentido más noble y querido al género, prevalece en todo momento el aspecto humano del relato, gracias a la habilidad compositiva de ese gran actor que fue Peter Cushing (1913-1994).

Justicia poética se llamó este episodio, con toda la razón del mundo. De este y del otro.


El penúltimo de los relatos, pues recuerdo que son cinco, tiene por protagonista a Ralph Jason, interpretado por Richard Greene (1918-1985), al que los aficionados recordamos con cariño por encarnar a sir Henry en la magnífica El perro de los Baskerville (The Hound of the Baskervilles, 1939), de Sidney Lanfield (1898-1972). Ralph va a experimentar en propias carnes unos hechos que podemos resumir bajo el conocido aforismo de ten cuidado con lo que deseas. Centrado, en este caso, en la magia que proporciona un objeto. Un auténtico genio de la mala uva capaz de conceder tres deseos, puestos en marcha por Enid (Barbara Murray), la ambiciosa pero abnegada esposa de Ralph, y el viejo amigo de la familia, Gregory (el ahora veterano Roy Dotrice, que en su día interpretó al padre de Mozart (1756-1791) en Amadeus [Íd., Milos Forman, 1984]).

Finalmente, como despedida, una llegada. La del mayor William Rogers (Nigel Patrick), nuevo director de una -otra más- institución, de aspecto impolutamente inglés, destinada al cuidado de invidentes. Personas como el señor Carter (Patrick Magee; director del refugio macabro, recuérdese).

Rogers no se conduce con benevolencia, al margen de que él se escude en el hecho de que proviene de las filas del ejército. Su disciplina y rigidez tiene más que ver con su falta de humanidad, unas habas que se cuecen en todas partes, tanto fuera como dentro de la milicia. Así, el nuevo director actúa como un tirano, llegando a maltratar a los internos, de forma no directa, pero no menos cruel. En definitiva, el sujeto resulta ser un negrero, aunque los baqueteados y ofendidos residentes ven con claridad lo que han de hacer con él. De este modo, Rogers descubrirá que son malos tiempos para hacer recortes en el presupuesto de la institución, y que los internos no están dispuestos a dejarse avasallar.

En este formidable relato, que ya me impactó cuando lo leí en cómic, destaca la atribulada narrativa y la acendrada exposición. Admirable compostura de Freddie Francis tras las cámaras.


En lo que respecta a las historias y su visualización -la puesta en escena-, ¿hasta qué punto la cámara, trasunto de la mente de los protagonistas, refleja lo que sucedió realmente? Los acontecimientos desfilan en un flash, desarrollado para el espectador, pero de rauda y contundente revelación para el convocado. ¿Qué ha llevado hasta allí a aquel grupo heterodoxo de visitantes, unido por una niebla mental que, de forma progresiva, se va disipando? Si en la anterior película asistíamos a unos relatos con mayor carga de terror psicológico, aquí los ribetes de lo sobrenatural se afianzan, abrazando su causa con una mayor delectación.

La última película que hoy les quiero presentar es Noche infernal (Nothing but the Night, Rank Organisation para Twentieth Century Fox, 1972; estrenada al año siguiente). Basada en una novela, que desconozco, pero que me encantaría conocer, del mismo nombre (1968), obra del inglés John Blackburn (1923-1993), un autor con títulos muy sugerentes.

La adaptación la llevó a cabo Brian Hayles (1931-1978), responsable, así mismo, del libreto de la simpática Alfombras mágicas (Arabian Adventure, Kevin Connor, 1979), en lo que fue su último trabajo.

Esta vez nos salimos de la estructura por episodios para asistir a una narración única, bajo la dirección del húngaro afincado en Inglaterra Peter Sasdy (1935), un competente cineasta que, junto a sus compañeros previos, deparó una serie de cometidos muy estimulantes dentro de los géneros del terror y la ciencia ficción. Como, por ejemplo, Las manos del destripador (Hands of the Ripper, 1971), La condesa Drácula (Countess Dracula, 1971), basada en la truculenta vida -y muerte- de Elizabeth Bathory (1560-1614), la muy estimable narración sobrenatural The Stone Tapes (1972), Poseído al nacer (I Don’t Want to Be Born, 1975), o algunos capítulos de La casa del terror (Hammer House of Horror, 1980), junto con otros productos de buena factura para la televisión.


Unos crímenes espeluznantes se están cebando en el número de miembros de la Fundación Van Trailen, reconocido grupo altruista al cuidado de infantes que han quedado huérfanos. Para más inri, cuando varios de estos muchachos iban de excursión en un autobús escolar, se produce un desgraciado accidente. Entre los supervivientes está la joven Mary Valley (Gwyneth Strong), que es atendida en el hospital, mientras se recupera, por el psiquiatra Peter Haynes (Keith Barron). La razón es que a Mary le ha quedado una extraña secuela. Su obsesión por el fuego.

Por fortuna, Peter es buen amigo de sir Mark Ashley (Peter Cushing), un eminente -como su título indica- patólogo, al que el psiquiatra pide que le eche una mano con la paciente. A su vez, se implica en el caso el coronel Charles Bingham (Christopher Lee), amigo de sir Ashley. Gusta ver a Cushing y Lee (1922-2015) en creativa armonía y espanto, sin necesidad de enfrentarse a vida o muerte, incluso con los roles cambiados (tal y como sucedía en La leyenda de Vandorf, también conocida por La Gorgona [The Gorgon, Terence Fisher, 1964]). Sin sacrificar por ello los giros siniestros que depara la trama de Blackburn. Muy bien traída. Sobrecogedora, apenas se piensa un rato.

El resto de integrantes del elenco principal son la periodista metomentodo Joan Foster (Georgia Brown), y la madre de la niña, Anna Harb (la antaño mito erótico Diana Dors). Más que interesante es el vínculo, incluso de ascendencia sobrenatural, que une a la madre con la hija (viceversa no tanto); de esta mujer que adorna su vehículo con símbolos esotéricos y cartas del Tarot. Por su parte, la hija fue apartada de la madre cuando esta cumplía sentencia (por asesinato) en la cárcel. Al punto de que la chica cambió su apellido. Pero Anna hará cualquier cosa para volver a reunirse con Mary, habida cuenta de que sus reclamaciones más o menos legales no han surtido efecto.

¿Accidentes, suicidios o asesinatos?, se pregunta el coronel ante la retahíla de muertes que atañen a los miembros de la referida fundación. ¿Y por qué motivo? Bingham y Ashley se unen a la investigación policial, desde el momento en que el primero ha retomado sus funciones como inspector, tras algunos años de excedencia.

Un golpe de efecto muy logrado ha de ver con la muerte de uno de los personajes, hacia la mitad de la narración, no atribuible a quien, en principio, pudiera creerse. Las apariencias siempre nos engañan. Para bien… o para mal.


Junto a Londres, destaca en el desarrollo visual de la película la Mansión de Inver House, sede de la Fundación Van Trailen, regentada por la señora Allison (Shelagh Fraser), y donde habitan los niños con sus tutores vagamente legítimos. Otra flamante y siniestra institución, que da acogida a la doctora Ross (Kathleen Byron), célebre bióloga, o el neurocirujano doctor Yates (Morris Perry), y que se ubica en la atractiva y pavorosa Isla de Bala (nombre ficticio), en Escocia.

Con la ayuda del inspector Cameron (Fulton MacKay), y el médico local, el doctor Knight (Duncan Lamont), Mark Ashley y Charles Bingham trataran de esclarecer los enigmáticos hechos, y hallar a la señora Harb, antes de que sea demasiado tarde para algo que aún desconocen. Tal vez, la respuesta esté en los poderes psíquicos de la madre. O la hija.

Noche infernal fue producida por el habitual responsable de la Hammer, Anthony Nelson Keys (1911-1985), en connivencia con el propio Christopher Lee, y contó con la música de Malcolm Williamson (1931-2003). Una única pega sería la de que el rol de los chiquillos queda bastante desdibujado, teniendo en cuenta su relevancia en la trama. Pero tal vez se pretendiera así, para no dar excesivas pistas de cara al desenlace. De cualquier manera, lo anteriormente expuesto garantiza un buen rato de suspense y estremecimiento.

Escrito por Javier Comino Aguilera


¡A ponerse series! (XLIII): Verano azul, de Antonio Mercero

15 agosto, 2022

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Me encantan los libros de Yo fui a E.G.B. (Plaza & Janés, 2013-2016), firmados por Jorge Díaz (1971) y Javier Ikaz (1978). Conforme va pasando el tiempo, me siento más orgulloso y feliz de haber pertenecido a una época repleta de referentes culturales y populares. Al punto de que si me preguntaran hoy si me gustaría tener diez o quince años menos, al precio de no haber vivido aquellos años, la respuesta sería un rotundo no. El futuro me atrae solo a ratos, y está mejor expuesto en las películas clásicas de ciencia ficción. Hay quien se limita a criticar tal etapa del pasado, que ya hace falta ser maniqueo, pero los ochenta llegaron para quedarse, les guste o no. Advierto que los jóvenes lo asimilan, sin dejar por ello de vivir el presente, con las ventajas -algunas- que este les depara.

Pero desde un punto de vista personal, ¿cómo no sentirse identificado con las emotivas imágenes congeladas de lo que ha conformado tu vida? ¡Por no hablar de las que aún siguen en movimiento, como las de Los Roper, Benny Hill (1924-1992) o El Equipo A! Porque nuestra generación fue la primera estrictamente visual, de la que quedan documentos por doquier. A ver, ¿cómo no enternecerse ante El Libro Gordo de Petete, los relatos de Los Cinco, los deliciosos Don Miki o las sugestivas intervenciones ilustradas de José Ramón Sánchez (1936)? ¿Cómo no sentirse parte del cordón umbilical que deparan los chicles cheiw, el pan con mantequilla y chocolate, la cartera del cole, los cardados, las canicas o el frigurón?

Por las páginas bien nutridas de los cuatro volúmenes de Yo fui a E.G.B. desfila buena parte de mi vida: la infancia y la adolescencia.

Hacía muchos años que no la veía; ni recuerdo cuántos. Pero lo que sí recuerdo, curiosamente, es cuando se estrenó Verano azul (RTVE, 1979-1980; emitida al año siguiente), y el grato impacto que supuso de cara al espectador, sobre todo joven. Impacto no aislado, pues en aquella época de hallazgos y revelaciones, y un innegable avance social y tecnológico (salvo por aquellos necios que piensan que la democracia ha nacido únicamente cuando ellos han accedido al poder), la calidad de muchas producciones televisivas y el desfile continuo de estímulos de todo orden, era sorprendente. A vista de hoy, porque en aquellos días, para nosotros esto era lo más natural. Es luego cuando nos hemos dado cuenta de que vivimos algo muy especial. Hablo de la esfera cultural y social en su conjunto, por supuesto. Problemas los ha habido siempre y -me temo- los seguirá habiendo.

De hecho, según los estudios técnicos, como el Informe Mundial sobre las Drogas, ahora existe mayor producción y consumo que antes. Y no solo por el aumento de la población. Más aún, el empobrecimiento de la clase media es brutal. Lo que deriva en un nivel de incultura rampante, de gente carente, no ya de los más elementales conocimientos, sino de los más elementales modales: dejación de los padres, cuando los hay. Y sin ganas de aprender, que es lo peor. Textos doctrinarios y coyunturales tratan de echar una mano –al cuello- en la Selectividad, en el lugar que antes ocupaban Cervantes (1547-1616), Calderón (1600-1681), Lope de Vega (1562-1635), Emilia Pardo Bazán (1851-1921), o Galdós (1843-1920)… autores que, entre otros tantos, enseñan a pensar y a ser libre. Los nuevos catecismos son los libros de texto, el dogmatismo identitario y el ecologismo ultra. Así las cosas, a la impartición de la enseñanza solo se van a querer apuntar los sectarios, porque estos tienen el terreno abonado; los demás, somos lo más parecido a la Resistencia durante un conflicto bélico. Lenguaje inclusivo, que es el más excluyente que imaginarse pueda, perspectiva de género hasta en las matemáticas, y un triste etc. Algunos parece que se han dado cuenta ahora, como si no hubiéramos visto la sarta de disparates expuestos desde las tribunas -me niego a llamarlas de oradores-, o en la mayoría de dichos libros, desde hace décadas. Estoy de acuerdo con el ensayista Jordi Canal (1964) o la cantante Olvido Gara, Alaska (1963), entre otros artistas y analistas, en que algo se quebró a partir del 92. El principio del fin, en más de un sentido.


Un cambio de rumbo evidente que desemboca en el actual callejón sin salida. Muy florido de intenciones, pero de escasa factura dialéctica, tal y como la teorizaban los mismos clásicos que, por algo, han quedado excluidos de la nueva ideocracia. Cuánta razón tenía Platón (427-347 A.C.), todo esto acaba derivando en el gobierno de los más inútiles, salidos de quicio, añado yo. Ahora que el mundo está cambiando de forma vertiginosa, no sé si a mejor, pero sí sé que sin la gracia de antaño, es un buen momento para tomarse un sensato descanso y volver a las raíces. Por ejemplo, la voz en off de la pintora y, de alguna manera, convaleciente del corazón, Julia (María Garralón). Es ella la que, en retrospectiva, ilustra el inicio de Verano azul en su primer capítulo, poniéndonos en escuetos antecedentes. Lo demás, vendrá dado por la narración a tiempo real. Al final de la serie, volverá a prevalecer el punto de vista de ella; sobre todo en el último episodio, el de la despedida.

Siguen pareciendo frescos y elaborados los guiones, cuyo fundamento principal es el diálogo. No en vano, los libretos fueron escritos por Horacio Valcárcel (1932-2018), José Ángel Rodero (1946), y Antonio Mercero (1936-2018), encargado de ponerlos en escena. En este sentido, destaca algún momento apreciable de realización a lo largo de la serie, de esos en los que no se hacen necesarias las palabras. Como cuando los chicos reaparecen sobre la cubierta de La Dorada, arropando a su baqueteado amigo Chanquete (excepcional Antonio Ferrandis), en el capítulo número diecisiete. Iremos señalando algunos instantes más.

Ya en esa primera de toma de contacto, Julia nos habla desde su futuro de un verano tan rico en imágenes y tan lleno de vivencias con aquella insólita pandilla. Para incidir luego en que me gustaría que este verano no acabara nunca (capítulo X: sigo el orden establecido por la edición remasterizada en DVD).


La rivalidad entre Javi (Juan José Artero) y Pancho (José Luis Fernández) queda establecida también desde el principio. Al igual que los cimientos de su sólida amistad. El resto de integrantes de la pandilla serán Beatriz (Pilar Torres), su amiga Desita, o Desi (Cristina Torres), el hermano pequeño de la primera, Tito (Miguel Joven), su amigo de confidencias y ensoñaciones Manolito, apodado Piraña (Miguel Ángel Valero), y Enrique, o Quique (Gerardo Garrido). Javi es hijo único, y Desi lo es de padres separados.

Por su parte, Chanquete ha echado el ancla hace algún tiempo. Como él mismo dice, yo que estoy de vuelta, en algún punto me he de encontrar con los que vienen (XIII). Chanquete cuenta con la bienhumorada compañía de su acordeón, y sus encuentros con el dueño de una tasca, Frasco (Fernando Sánchez Polack), el aprensivo Buzo (Antonio Costafreda), o el farero del lugar, Vicente (Manuel Pereiro). Por cierto, que las piezas que Chanquete interpreta al instrumento fueron compuestas por el músico granadino José Molina Molero (-), siendo el resto de la banda sonora autoría del vasco Carmelo Bernaola (1929-2002). Soledad en parte buscada pero que se ve disturbada con el desembarco de la tropa procedente de la capital. Los chicos pronto entablan relación con Julia y Chanquete. Este vive en el citado barco La Dorada, convertido en vivienda y alojado en lo alto de un cerro cultivado. Los chicos también dispondrán de su propio refugio al aire libre, la Cala Chica (Caleta de Maro, en Nerja). Siendo el hermoso Balcón de Europa, en la misma localidad, su centro de operaciones.

La acción transcurre -de forma un poco apretujada- a lo largo de un mes de agosto. Mes de vacaciones, en un pueblo sin especificar, pero que responde a las antedichas señas de la población malagueña de Nerja (España). Con algunas localizaciones añadidas de Almuñécar y el puerto de Motril, en Granada. Sin ir más lejos, la cabecera con los rótulos.

También los progenitores poseen y hacen alarde de su idiosincrasia, aquí y allá (pues el foco narrativo es el de los muchachos). A las primeras de cambio -el primer tropezón-, Javi es advertido por su padre con las siguientes palabras: selecciona bien tus amistades (I). Luego sabremos que el competitivo y algo exclusivista Javier (Manuel Gallardo), hombre luchador y forjado a sí mismo, tiene su corazoncito (XII). Como todos los papás y mamás. Sin embargo, la relación de los chavales con la pintora y el experimentado y algo filósofo marino (de los arropados por Azorín [1873-1967]), provoca algunos celos entre los progenitores, que se encuentran en esa fase en la que están aprendiendo a conocer a sus hijos, en ese tira y afloja que conlleva el acercarse e inhibirse.


Pero los lazos, todos, se afianzan con las dificultades.

No me atraen los análisis sociológicos aplicados a las películas cuando solo se quedan en eso, prescindiendo de la observación cinematográfica. Pero he de admitir que el reflejo del tal como éramos resulta poderoso. Da igual si aquí o allá. Es materia consustancial al cine y el resto de manifestaciones audiovisuales. Como sucede en buena parte con los libros. Los temas tratados fueron muy diversos. De gran calado, pero apropiada y amable singladura, ya que los guiones procuran huir de la retórica vacía, sin embarrancar en los arrecifes de la corrección política. Cuando los chicos hablan de lo suyo, esto no carece de importancia. Lo que me recuerda el ritmo cadencioso de la narrativa. Algo que puede ser tachado de morosidad por quienes se han criado en la posterior etapa de imágenes desbocadas y yuxtapuestas. Por lo general, mucho más vacías -o saturadas- de contenido, sin tiempo ni pausa para asimilar los conflictos o, simplemente, disfrutar de lo ofrecido (lo mismo sucede con los documentales de entonces y de ahora, con excepciones). Antaño había que entretenerse sin los móviles, todavía se miraba al cielo, aun para vislumbrar una “burbuja luminosa”, y se podía aparcar casi en cualquier parte. Era un tiempo en el que la gente se vestía lo mejor posible incluso para ir al mercado, donde al tiempo mismo no había que matarlo, y en el que las bicicletas eran para todo el año. Y vaya si nos entreteníamos. Con qué poco nos conformábamos a la hora de pasar el rato. Como evidencia el capítulo catorceavo, cuando la inoportuna -pero cada vez más añorada- lluvia de verano, forzaba a usar la imaginación y tirar de disfraces, ponen los chicos por caso. Es divertida la imitación encubierta que Javi hace del malogrado Nacho Dogan (1952-1990) y de Miguel Bosé (1956), de paso. Poco más que gusanitos, cortezas y patatas fritas. A lo que se suman los susceptibles cuchicheos entre chicas y las actitudes jactanciosas en general, las gramolas rockola y las máquinas recreativas, los radiocasetes, los merenderos o chiringuitos varados en medio de la playa, las sandalias de plástico duro y translúcido, las casas con fachadas encaladas de blanco -que repele el calor-, las calcomanías, las mirindas y los carritos de helados Avidesa o La Ibense, que según tengo entendido, es la compañía de sorbetes española más antigua.

Otras imágenes refrescan mi atención, como la de los chicos (Pancho, Javi y Quique), compartiendo un helado, como si fuera un pitillo (X), Piraña y Tito jugando en la calle, donde han dibujado el típico esquema con tiza (XI), o cazando lagartijas con Pancho (III), la caja verde de hojaldradas Cuétara (XIII), un póster de Los Ángeles de Charlie (Charlie’s Angels, 1976-1981) (XVI), la contraportada con el póster de la psicotrónica Supersonic Man (Íd., 1979), de Juan Piquer Simón (1935-2011) (VI), las mamás haciendo ganchillo (Elisa Montés y la excelsa Helga Liné) (VII), la inolvidable canción Song for Guy (1978) de Elton John (1947), que suena cuando Jorge (Carlos Larrañaga), el padre de Desi, entra en las redes de un club nocturno (VIII), la presencia de cabinas telefónicas, en algunas de las cuales distinguimos un poster de Tip (1926-1999; hermano de Fernando Sánchez Polack) y Coll (1931-2007), en un anuncio de la Páginas Amarillas, creo distinguir.

Otrosí. El cine de verano, toda una institución playera, donde se proyecta No os comáis las margaritas (Please, Don’t Eat the Daisies, Charles Walters, 1961), el recitado de un poema de Walt Whitman (1819-1892), que enriquece el capítulo noveno, Piraña ojeando uno de los volúmenes de la enciclopedia Monitor (1965-1973) (X), Javi leyendo a su vez Diez negritos (And Then There Were None, 1939), de Agatha Christie (1890-1976), en edición Molino, por supuesto… Ese jinete enmascarado que aparece en la playa montado en una yegua blanca, porque desea hacer realidad el sueño de una noche de verano (III); otro de los puntos álgidos de la serie.

Perdonen la miscelánea. No lo puedo evitar, porque ha sido mi mundo. Es más, el mundo al que me gustaría regresar, siquiera por un día.


En cuanto a los temas abordados, descuellan la relación de autoridad entre padre e hijo, donde una torta a tiempo no es lo mismo que una torta injusta (XII), la violencia y vandalismo de las bandas; es decir, la necesidad de pertenencia y el exceso de chulería (XIII), el fenómeno fan, en plena efervescencia Aplauso (1978-1983) (XV), el divorcio que vino (VIII), los celos amorosos (VII), la aceptación, no forzada, de alguien que vive de forma distinta a la nuestra, y que decide tener su descendencia como madre soltera (IV), el ecologismo, agravado por el hecho de que los padres apenas pasan tiempo con los hijos, ni siquiera en vacaciones (lo que no están tan mal, teniendo en cuenta el estado de sobre-protección que hace que en la actualidad el hacerse un corte en un pie sea motivo de hecatombe) (II). O en fin, la defensa de la propiedad, tan capitidisminuida, y que los chicos defienden con melódicas uñas y dientes, frente al cacareado bien común de la población, esto es, la función social de la propiedad (ajena, como bien recalca Chanquete), en uno de los capítulos más recordados (XVII). Un estado de ánimo que Chanquete resume en su última voluntad, que dirige a Epifanio, el alcalde (Roberto Camardiel). De igual modo se abordó la rebeldía, ante el acatamiento ciego de las órdenes, a veces arbitrarias, de los padres (V), y el compañerismo, cuando todos tratan de echar una mano al lesionado Pancho en su reparto de comestibles (III). 

Entre los argumentos, también los hubo esotéricos, como el de ese posible extraterrestre (o intraterrestre, o acuaterrestre: José Luis Argüello), que es tomado por un lunático salvo por la pandilla (IX). Así mismo, prevalece la llamada de Chanquete a huir del revanchismo (XI). No en balde, también el marinero tiene una historia del pasado que reflotar (y que cuenta a Julia) (XIII). Más otra del presente, cuando una empresa de especuladores le ofrece un apartamento a cambio de sus terrenos, cuando lo que Chanquete quiere es vivir en su barco (XVII). A ambos relatos corresponde Julia narrando el suyo, doloroso y catártico (VI).

Respecto al aspecto visual, cinematográfico, entresaco el bonito plano de unas flores por donde pasa la pandilla, camino de -lo que creen que es- la Cueva del Gato Verde, y donde alguien arranca una flor (X). El de los chicos con Julia, junto a la Dorada Tercera, la otra barca de Chanquete (XVIII); las fotografías que este atesora en un viejo arcón (íd.), con una caja de música que contiene la misma tonada que el marino ha venido interpretando al acordeón. Y otros momentos de afortunada intimidad. Esos donde la gente conversa cara a cara, tomándose su tiempo. Verbigracia, la conversación de Julia con Pancho en la playa, en el último de los capítulos; Tito y Piraña queriendo indagar acerca de eso del periodo, de la regla… (VII), o la charla de Quique con su padre (Fernando Hilbeck), a la que se suma la de este con su esposa (Concha Leza), mientras el matrimonio camina por la playa, en el que es uno de los mejores capítulos de la serie (XVI). Ese que incluye el guateque que los padres organizan para los hijos, pero que acaban haciendo suyo. Hasta que se constituye un festejo paralelo, alternativo.


Parece que hoy en día se está más conectado que nunca a través de las distintas aplicaciones. Es una ilusión. Lo que observo es que la gente está tan comunicada o incomunicada como de costumbre; tan unida o tan sola como siempre.

Como se suele decir, es ley de vida. Y las leyes, que a veces gustan de huir de la justicia, no siempre son cabales. No se trata de mitificar el pasado, sino de incorporarlo, cuando sentimos que existen elementos que incorporar. Sin él, difícilmente podemos tener conciencia del presente y el futuro.

En fin, cuando los espacios y programas tenían su cabecera correspondiente, con una melodía que los identificaba, sin necesidad de adherir los títulos de crédito de forma atropellada a las imágenes, ni empezar con un complot dialógico contra el espectador, como si fuera un arma arrojadiza, series como Verano azul establecieron su propia mítica. La que ha sabido proporcionar esa privilegiada máquina del tiempo que se reviste de celuloide y sus derivados. Máquina en la que a muchos nos gusta subir con frecuencia.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El proyecto Adam, de Shawn Levy

10 agosto, 2022

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Cuando echamos un vistazo a la carrera de determinados actores, es fácil notar cómo hay ciertas personas que acaban ejecutando papeles similares entre sí, como si se hubieran especializado en un determinado rol en el que están cómodos y en el que suelen destacar, algo a lo que también llaman encasillarse. Seguramente acudan a vuestra memoria varios nombres de candidatos a esta descripción. No obstante, no debemos entenderlo como algo negativo, pues eso puede llegar a permitir al actor alcanzar cierta maestría en un género concreto y no todas las personas poseen versatilidad para ejercer distintos papeles con la misma capacidad de dominio. Por supuesto, también se incluyen aquí a esos intérpretes que acaban ostentando un sello personal, aunque este no sea deslumbrante, en el que se embarcan en proyectos muy similares con roles que son hermanos, llegando a parecer que, en realidad, están interpretando al mismo personaje en historias diferentes.

Estas circunstancias son visibles en los últimos años de la carrera de Ryan Reynolds (1976), que ha acabado encajando en el perfil habitual de héroe de acción burlesco, en obras que suelen llegar a parodiar los clichés de las películas de acción y buscan también bromas y chistes zafios o escatológicos. Aunque, a su vez, ha logrado también proporcionar cierta ternura a sus personajes, mostrándolos en ocasiones como personajes inocentones o que tratan de eludir sus responsabilidades con un carácter más infantil. El éxito de este tipo de roles en la carrera de Reynolds comenzó con Deadpool (Id., Tim Miller, 2016). Esta película supuso su reconciliación con el género de los superhéroes tras el fracaso de Linterna verde (Green Lantern, Martin Campbell, 2011), del que se burla gracias al carácter rupturista con la cuarta pared del antihéroe Deadpool. Con ese estilo desenfadado de acción cómica ha continuado, por ejemplo, en El otro guardaespaldas (The Hitman's Bodyguard, Patrick Hughes, 2017), en Deadpool 2 (Id., David Leitch, 2018), en Free Guy (Id., Shawn Levy, 2021), en Alerta roja (Red Notice, Rawson Marshall Thurber, 2021) e incluso dio voz a un cascarrabias Pikachu en la simpática Pokémon: Detective Pikachu (Id., Rob Letterman, 2019).

Esta última tiene un carácter más juvenil, algo que también encontramos en El proyecto Adam (Shawn Levy, 2022), que hoy comentamos. Una película que podemos considerar de carácter familiar, que entremezcla elementos de ciencia ficción fantástica con acción, comedia y drama a partes iguales. El director de la película, Shawn Levy (1968), está acostumbrado a este tipo de cine familiar y cómico, con títulos como Doce en casa (Cheaper by the Dozen, 2003), el remake de La pantera rosa (The Pink Panther, 2006), Noche en el museo (Night at the Museum, 2006) o Noche loca (Date Night, 2010), aunque también me gustaría recordar Acero puro (Real Steel, 2011), donde aborda el tema de la relación paterno-filial con un fondo de ciencia ficción, como sucede en este caso, así como su colaboración como productor y también director de algunos episodios en Stranger Things (2016-).


Nada más comenzar la película seremos testigos de un prólogo en el que el piloto Adam Reed (Ryan Reynolds) viaja en una especie de nave espacial para escapar por un agujero de gusano. Su destino aún es incierto, pero la película nos muestra de forma evidente que está siendo perseguido. Poco después, situándonos ya en 2022, acompañaremos a un joven Adam (Walker Scobell), de 12 años, en su vida diaria, marcada sobre todo por el reciente fallecimiento de su padre, Louis (Mark Ruffalo). El niño muestra un carácter irritante y bocazas, que también le sirve de fachada para evitar hablar de aquellas cuestiones que realmente le importan. Durante una noche en que su madre, Ellie (Jennifer Garner), ha salido para tener una cita, un extraño llega a casa. Nuestro joven protagonista tardará poco en descubrir que se trata de su versión futura, que ha viajado al pasado desde un 2050 distópico, en el que una empresaria, Maya Sorian (Catherine Keener), se ha hecho con el control de los viajes en el tiempo. No obstante, el objetivo principal de Adam no es salvar al mundo, sino encontrar a su esposa, Laura Shane (Zoe Saldana), desaparecida durante un viaje en el pasado.

Así pues, hay dos tramas principales, pero la película ofrece más detenimiento y cariño a una de las dos, que nos ofrece, sin duda, las mejores escenas de la obra. La primera trama es la salvación del mundo gracias al viaje en el tiempo que realiza Adam. Es el apartado de la acción, que reúne naves espaciales, persecuciones terrestres o combates coreografiados tanto con armas a distancia como con armas blancas del futuro, es decir, hechas con láser o campos gravitatorios (incluso se elude directamente a Star Wars y su célebre sable láser). Es su apartado más espectacular, pero también más simple. La trama apenas es complicada en cuanto se detienen a explicar por encima, incluyendo el carácter más fantástico de su ciencia ficción, ya que en ningún momento se explica cómo funcionan los viajes temporales ni tampoco se detienen demasiado en sus consecuencias. Por ejemplo, los enemigos se volatizan en el aire porque no pertenecen a este tiempo. De la misma forma que los cambios realizados en el pasado provocan que los viajeros olviden lo sucedido. O, por ejemplo, las naves están asignadas por ADN, por lo que solo Adam puede pilotar la suya. Son reglas básicas que hasta el protagonista infantil puede comprender, sin mayor profundidad. Por cierto, no faltan las referencias a Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985) o a Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984), lo que también nos da una pista del tipo de cine que trata de emular.


Por tanto, la trama de acción avanza mediante la persecución y los viajes temporales, que son muy pocos, y suele contener muchas explicaciones o narraciones de personajes que sustituyen a lo que podrían haber mostrado en pantalla. Es decir, dentro de cierto ahorro económico, esta trama es la que menos escenas para profundizar en sus personajes nos ofrece, lo que provoca que un personaje en principio relevante como Laura, la esposa perdida, acabe siendo un personaje desdibujado y prácticamente un Macguffin, mientras que notamos cómo la actriz Chaterine Keener no parece cómoda en un rol tan encorsetado como el de esa villana clásica y maniquea que interpreta, que ni siquiera es capaz de plantear dudas sobre su maldad, aunque lo intente. Es más, incluso el personaje de Louis tiene más importancia por la otra trama que por esta, a pesar de que se supone que es el teórico que inventa los viajes en el tiempo.

Porque la segunda trama es la orfandad. Ambos protagonistas, tanto en versión adulta como en infantil, están marcados por la pérdida de su padre y esto supone un eje vertebrador en la historia para ver cómo se desarrollan los personajes principales, es decir, la familia Reed. Es el tema que más se aborda y sobre el que acaba pendulando toda la obra, observándolo desde varias perspectivas diferentes. De ahí que antes advirtiéramos que la trama de los viajes en el tiempo parece ser casi una excusa para realmente analizar el duelo de los personajes, por ello los personajes relacionados con aquella trama apenas tienen desarrollo, mientras que los pertenecientes a esta segunda trama gozan de mayor profundidad psicológica. Ahí tenemos, por ejemplo, al adulto que trata de disimular que lo ha superado, pero que se sigue sintiendo huérfano, el niño que llama más la atención a su alrededor, pero que es incapaz de expresar su dolor o de percibirlo en los demás, la madre que trata de evitar que su hijo note su propio dolor y siente que todo se escapa de su control y, finalmente, el propio padre, que al ser consciente de su futuro fallecimiento, trata de consolar y aliviar el duelo de sus hijos. Precisamente, las mejores escenas y diálogos de la obra abordan esta trama, como la preciosa secuencia en el bar entre Adam adulto y su madre o la conversación en el motel entre ambas versiones de Adam sobre la diferencia entre el enfado y la tristeza. 


Todo el conjunto está barnizado con un toque humorístico que encaja con el perfil de Reynolds, aunque esté comedido y no llegue a ser cargante. No faltan sus comentarios hacia el enemigo, algunas salidas de tono o la escena de carácter más subido con Zoe Saldana. También encontramos bromas a partir del comportamiento similar de las dos versiones del protagonista, por ejemplo, cómo el niño es apaleado por unos compañeros de clase y la versión adulta se venga. Aunque su principal característica es su locuacidad, presente desde las primeras escenas de su versión infantil.

En conclusión, resulta evidente que lo primordial en la película es su lado emocional, por ello, si logra hacerte conectar con ese aspecto y, además, aprecias los toques de acción y fantasía de ciencia ficción aunque no tengan ninguna profundidad y perdonas (o incluso te gustan) algunas torpezas en el apartado cómico, disfrutarás de esta obra. Aún así, me sorprenden las críticas que se centran en desdeñarla como entretenimiento puntual y familiar, cuando creo que es precisamente lo que buscaba ser esta película. A veces prevalece en la opinión general cierto ansia por quedar deslumbrado ante la pantalla. Es cierto que El proyecto Adam no es innovador, incluso podríamos decir que es un evidente homenaje a una corriente ochentera de hacer películas que no duda en homenajear de forma directa, pero funciona en conjunto y logra sentirse familiar, en ambos sentidos. Acaba siendo una mezcla de sencillez, entretenimiento y emoción que, en algunas ocasiones, es más que suficiente.

Escrito por Luis J. del Castillo



Animando desde Oriente (XXIII): El castillo ambulante, de Hayao Miyazaki

05 agosto, 2022

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Esta reseña comenta y explica cuestiones relativas al argumento. Atención, spoilers.

Hay artistas que dejan su huella en todo lo que crean de forma irremediable. El estilo y las temáticas que aborda Hayao Miyazaki (1941) no son exclusivas de él, pero sin duda ha sabido emplearlas para crear un sello identificable a la legua. Tanto es así que sin él, ni sin Isao Takahata (1935-2018), podemos dudar sobre la viabilidad de un Studio Ghibli que no ha sabido reinventarse ni encontrar una voz tan personal como la de Miyazaki. Incluso es notable cómo quienes tratan de imitar el estilo artístico del estudio, en realidad imitan su estilo, ya que si observamos otras obras producidas por Ghibli encontraremos enfoques diferentes. 

Podemos destacar aquí la labor de Takahata de intentar innovar con películas como en El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari, 2013). Por lo que comentábamos antes, es también muy sencillo rastrear cuáles han sido las inquietudes constantes del director japonés, que han estado presentes desde sus inicios, incluso de forma previa a la fundación del estudio de animación que hizo célebre. Lo vimos, por ejemplo, en nuestro comentario a Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika, 1984).


De ahí que, cuando Miyazaki adapta una obra que ya existe, la impregne de su voz y lo haga con tanta delicadeza que ni siquiera los creadores originales pueden más que celebrar el resultado, tal fue el caso de Diana Wynne Jones (1934-2011) cuando pudo contemplar la adaptación de su novela El castillo ambulante (Howl's Moving Castle, 1986), que hoy comentamos. Porque, en efecto, cuando contemplamos El castillo ambulante (Howl no Ugoku Shiro, 2004), podemos notar cómo se aleja de la novela original en bastantes puntos. Por ejemplo, borra todo el modelo similar a El mago de Oz (The Wonderful Wizard of Oz, Lyman Frank Baum, 1900) que empleaba Wynne Jones y otorga un carácter más fantástico a este universo, que pasa a ser una versión alternativa de una sociedad de inicios del siglo XX, con su maquinaria de guerra voladora, pero todavía dependiente de una infantería numerosa... y de magos. Y, a su vez, sabe escoger lo más relevante de la obra original, como es la evolución de su protagonista, Sophie, y su relación con el mago Howl. A su vez, añade su inquietud antibelicista, no presente en la novela, y dota de mayor vida, como veremos, a la naturaleza frente a lo artificial, en su defensa habitual del medio ambiente, mucho menos presente de forma directa que en otras de sus obras. Hay otras diferencias en cuanto a las tramas o el uso de personajes que provocan que película y novela propongan dos visiones diferentes de una historia central, pero sin restar ningún ápice de interés a ambas.



La historia se centra en Sophie, una joven que trabaja en la sombrerería de su fallecido padre. Nada más empezar, Miyazaki nos muestra un retrato idóneo de la personalidad de la muchacha: es solitaria, vive apartada de los demás, como muestra al rehuir las multitudes, algo asustadiza, pero, a la vez, muy responsable y trabajadora. Todo ello nos lo muestra el director con las acciones del personaje, que empezará a cambiar desde el momento en que se vea presa de una maldición que la convierte en una anciana. A partir de ese momento, encontramos a una mujer regia y fuerte, que a pesar de sus recientes dificultades físicas, pone todo su espíritu y empeño en conseguir salir adelante y encontrar una solución, aunque eso suponga adentrarse en el hogar del terrible mago Howl. 


Lo que en principio era una maldición que le había echado la Bruja del Páramo, en venganza por haber paseado junto a su amado y deseado Howl, acaba convirtiéndose en una liberación, ya que, como ella misma confesará a lo largo de la película, la vejez le ha permitido ser sincera, decir lo que piensa sin tener reparo y no tener ya ningún miedo (Al menos, una ventaja de ser vieja es que ya no tienes miedo de nada). De ahí que sus comentarios constituyan parte de la comedia de la película, ya que pasa a pensar en voz alta frente a lo silenciosa que era de joven. Por ejemplo, al llegar al castillo, comenta que no cree que Howl quiera comerse el corazón de una vieja achacosa como yo, en relación a los rumores de que el mago devoraba los corazones de las mujeres Precisamente, cualquier cabezonería que se le pase por la cabeza la cumple, llegando a tener ese carácter bromista, como cuando trata de asustar a una joven clienta diciendo que es una de las brujas más horribles. No obstante, toda esta fachada, creada a partir de la maldición, esconde otras de sus características reales: su fragilidad, su bondad y su fuerza. Por ejemplo, cuando ayuda al espantapájaros encantado desinteresadamente, pero a la vez no tiene reparos en decirle que su cabeza, que es un nabo, es una de las verduras que siempre he odiado. Por cierto, cabe destacar que en los momentos en que estas características se revelan, normalmente influidas por su creciente amor hacia Howl, ella rejuvenece sin darse cuenta. 



Como podemos comprobar, Sophie es un tipo de heroína diferente a lo habitual, pues parte de una situación de vejez que es algo inusual en el terreno cinematográfico. No porque sea una temática que no se haya abordado, pero en este caso se encara con una vitalidad y una fuerza inauditas. Ya mencionábamos antes que para nuestra protagonista, su maldición se convierte en una liberación. Además, en la película, se reivindica el rol de cuidador compasivo, de persona que sabe comprender a los demás y también poner en orden sus vidas. Desde que llega al castillo de Howl, Sophie remueve y renueva todo su interior ejerciendo como limpiadora, pero también como agente activo en los cambios que se van a producir en sus habitantes. Ella es quien le ofrece un nuevo paradigma existencial a Markl, el joven aprendiz de Howl, a Calcifer y, en última instancia, al propio Howl. Pero, además, con sus actos a lo largo de la película, logra que otros personajes evolucionen y crea vínculos entre todos, como bien demuestra el caso de Navet, el espantapájaros hechizado, Heen, el perro de Suliman, o la propia Bruja del Páramo, de quien hablaremos más tarde. Cabe destacar, por ejemplo, la relación maternal que se establece entre Sophie y Markl, aunque implicando también al niño en las tareas. O la complicidad que surge con el chulesco Calcifer, aceptando el demonio del fuego las peticiones de la protagonista aunque ella no sea Howl o incluso aunque no le apetezca. 


No obstante, el personaje para el que Sophie supone un mayor impacto es Howl. La personalidad frívola del personaje choca al principio con la protagonista, que no comprende las acciones despreocupadas del mago, su ligereza o sus continuas ausencias, aunque tampoco puede dejar de admirar su determinación y agudeza, que irán ganado terreno conforme avance su relación. El punto culmen de este choque lo veremos cuando la limpieza de Sophie estropee las pociones con las que Howl se teñía el pelo, entrando en una depresión palpable, nunca mejor dicho. La importancia que le da al aspecto físico choca con la visión de Sophie, que se siente desgraciada por no haber tenido, según expresa, esa belleza nunca, y menos ahora hechizada como una anciana. Precisamente, nunca sintió ningún peligro en la amenaza de que Howl pudiera llevarse su corazón porque nunca pensó que se pudiera fijar en una chica normal como ella. Su frustración acaba en llanto bajo la lluvia, pero se recompone y es capaz de solucionar el lamentable estado del mago.



Uno de los temas cruciales que se aborda en la película y que está íntimamente relacionado con Howl es el de la guerra. Advertíamos al principio que Miyazaki impregna de antibelicismo su obra y así podemos observar cómo sus protagonistas suelen buscar soluciones pacíficas a sus problemas. Es más, en algunos casos ni siquiera existe un conflicto bélico como tema central. En este caso, la guerra era un telón de fondo, pero el director lo coloca en primer plano al ser uno de los motores que mueve inevitablemente a los personajes. En el caso de Howl, huye de sus responsabilidad y de su implicación en la guerra usando diferentes domicilios e identidades (Jenkis y Pendragón) para evitar que lo encuentren y deba alistarse. Al menos, ofrece esa apariencia de irresponsabilidad, cuando en realidad su deseo es evitar el conflicto. Como se descubrirá por sus posteriores intervenciones, es consciente de lo que hace: se autodenomina cobarde por no acudir a la llamada del rey, pero a la vez mantiene un tono serio cuando se refiere a la guerra, señalando que es un acto absurdo (también Sophie e incluso la Bruja del Páramo la despreciarán abiertamente). En efecto, no es cobardía, sino honestidad; no quiere participar en el absurdo de una contienda bélica que solo está sirviendo para quemarlo y arrasarlo todo, como también nos muestra en imagen Miyazaki. Como detalle, podemos destacar la rotundidad de Howl al referirse a los magos que sí están en el frente, a los que considera que se han convertido en bestias sin humanidad, que nunca volverán a ser humanos ni recordarán haberlo sido, habiendo sido engañados por el poder dominante, que ha sacrificado sus vidas en un sinsentido.


No obstante, cuando avance la trama, irá asumiendo ciertas responsabilidades, porque poco a poco asumirá sus sentimientos por Sophie. Como él mismo le revelará en el último tercio de la película, ahora tiene algo que proteger. Aunque para ello tenga que abusar de la magia y convertirse cada vez más en una bestia. Uno de los efectos del uso de la magia es cómo esta devora la humanidad de Howl provocando que sea cada vez menos humano. Sin embargo, Sophie es capaz de ver más allá de esa imagen monstruosa y también de las apariencias que ha creado a su alrededor. Es más, aunque en varias ocasiones se cuestiona a Sophie sobre su posible enamoramiento hacia Howl, ella misma lo revela ante Suliman, la maestra de Howl y maga real, encargada de reclutar y castigar a los magos. En su encuentro, le defiende: Howl no es un hombre sin corazón, puede ser egoísta y cobarde, y a veces es difícil entenderle, pero sus intenciones son buenas. Él solo quiere ser libre. Howl no va a venir y no necesita su ayuda. Él solo puede resolver sus problemas con ese demonio



Este encuentro, que se enmarca justo a mitad de la obra, muestra también cómo ella rejuvenece al tomar valor para decir estas palabras y enfrentarse a Suliman. Además, es crucial para el posterior desarrollo de la obra, pues a partir de este momento, mejora sustancialmente la relación entre Howl y Sophie, él mejora las condiciones del castillo y acogen a la Bruja del Páramo, que ha sido desahuciada de sus poderes por Suliman. Así, finalmente, el mago tratará no solo de ponerla a salvo, sino también de agradarla, mostrándole el jardín donde pasó parte de su juventud y creándole una casa similar a la sombrerería, pero creando una floristería en su lugar. 


Aprecio en esta parte de la película una elipsis temporal que no se menciona, pero que justificaría el desarrollo posterior, pues se menciona que el mago lleva bastante tiempo sin regresar a casa o se da por hecho el trabajo en una tienda, suponemos la floristería que le promete el mago, que nunca se muestra en pantalla. Así pues, Howl y Sophie son capaces de ver el uno en el otro su auténtica realidad más allá de las apariencias (es significativo que el mago pueda verla rejuvenecida mientras duerme) en las que se ven envueltos por sendas maldiciones y por puros principios morales. Solo con su ayuda mutua pueden salir adelante y, de paso, salvarse mutuamente. Incluso podemos considerar que Sophie llega a intervenir en el pasado de Howl para que este acabe buscándola en el futuro.



A nivel de desarrollo de personajes y temáticas, debemos señalar dos casos concretos más: la Bruja del Páramo y Suliman. De nuevo, es recurrente en la carrera cinematográfica de Miyazaki no encontrar maniqueísmo absolutos. Sus personajes son imperfectos y no suelen caer en ser buenos o malos de manera completa. Es más, en muchos casos acaban siendo justos incluso habiendo actuado mal a lo largo de la obra o perdiendo al final de la misma, o por lo menos logran recapacitar. Así podemos observar el caso de Lady Eboshi en La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997), el de Yubaba en El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) o el de Fujimoto en Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008). En este caso, hay dos antagonistas. La primera es la Bruja del Páramo, que es quien maldice a Sophie. Esta egoísta y engreída hechicera acabará su periplo a mitad de la obra, cuando sea despojada de sus poderes y convertida en una anciana prácticamente incapacitada. Curiosamente, esto servirá para ensalzar a la protagonista, que lejos de actuar con rencor, la acogerá y cuidará con ternura y cercanía, compadeciéndose de su situación y actuando con bondad. Resulta curioso considerar que este mismo personaje cometerá una última torpeza al provocar daño a Calcifer y, por tanto, a Howl, pero le devuelve el cariño recibido a Sophie y actúa con benevolencia final.


El otro caso es más peculiar. En consideración personal, creo que Suliman es un personaje que representa el poder y el control sobre los demás. Desde su trono en el castillo, muestra un auténtico desprecio por la libertad individual, considerando degenerados a los magos que no siguen sus directrices ni se alistan al ejército que está creando, aún conociendo las consecuencias. Cabe destacar que su séquito está representado por jóvenes idénticos unos a otros, que son leales y obedientes. Desprecia la vida que ha elegido Howl porque considera que desperdicia su talento y castiga a la Bruja del Páramo sin darle posibilidad de un juicio justo o de un camino alternativo. No obstante, al final de la obra, todo se olvida. Ella misma asevera: Se acabó el juego. Vamos a poner fin a esta guerra sin sentido. Lo que da a entender que era algo que estaba en su mano, pero que evitó para mantener ese control. Creo que es uno de los personajes que acaba peor parado en el retrato que le hace Miyazaki si atendemos a sus actos.



Por último, debemos mencionar cómo Miyazaki desarrolla ciertos aspectos a nivel temático y técnico; como primer comentario, quiero destacar el uso de la iluminación a lo largo de toda la película. En segundo lugar, el director opta siempre por ensalzar lo natural y lo artesanal, como podemos apreciar en los bellos paisajes que plantea o en los colores cálidos y agradables que usa para el retrato de la sombrerería o del hogar de Howl; .. Por contra, todo lo mecánico o artificial suele ir acompañado de colores oscurecidos y cuentan generalmente con humo negro. Un caso excepcional es el propio castillo ambulante, del que nos ofrece la imagen de un monstruoso ser que simula ser orgánico (podemos percibir ojos y boca, con forma de batracio), pero que es una máquina. No obstante, su humo es blanco y es evidente que Miyazaki quiere subrayar tanto el carácter hogareño de este lugar como sus propiedades mágicas. En realidad, funciona como un personaje más de la obra y cuenta con su propio corazón, que es el demonio Calcifer. 


En relación a esta cuestión, y en tercer lugar, debemos señalar una de las carencias habituales en Miyazaki, si podemos considerarla como tal. El director obvia las explicaciones. Los mundos mágicos que aborda en todas sus obras son así sin mayor desarrollo ni justificación. Apenas se explica el funcionamiento de la magia en la obra, solo acontece, aunque podemos intuir algunas cuestiones. Tampoco se desarrolla el tema de las estrellas fugaces y de los demonios. En general, todas estas cuestiones no se abordan, solo debemos aceptarlas dentro del juego de la ficción y de la fantasía en la que nos envuelve el director japonés en sus obras. De la misma forma que es inevitable encontrar artefactos aéreos en sus películas, por su gran afición a los aviones.



En cuarto lugar, no podríamos finalizar este comentario sobre El castillo ambulante sin hacer referencia a Joe Hisaishi (1950), compositor habitual de Ghibli y piedra angular de las obras de Miyazaki. La banda sonora de esta película está muy cuidada y tiene un tono romántico y mágico que envuelve perfectamente cada escena, además de tener características más propias de la música europea, de la que bebe. Quiero destacar el leitmotiv que inunda varios de los temas de la banda sonora con formato de vals y que representa a Sophie (y su relación con Howl), pudiendo encontrarlo en Merry-go-Round, Stroll Through the Sky, Wandering Sophie, A 90 Year Old Young Girl, el más melancólico y brevísimo Heart Aflutter o el lento Now That's Love. Peor también quiero destacar dos temas que quizás sean menos populares, pero demuestran la misma fuerza, ambos representativos del pasado de Howl y con el mismo enfoque: The Secret Cave (también Cave of the Mind) o el completo The Boy Who Drank Stars.


En conclusión, El castillo ambulante es una de las grandes películas de Miyazaki. Sus temáticas la hacen singular dentro de su paradigma, pues aborda una historia de menos acción o aventuras, alejándose del tono de, por ejemplo, El castillo en el cielo (Tenkū no Shiro Laputa, 1986), Nausicaä del Valle del Viento o La princesa Mononoke, pero con la misma magia, la misma calidad artística y musical y una historia llena de amor, reivindicación de la vejez y antibelicismo.


Escrito por Luis J. del Castillo



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