Aliens: el regreso, de James Cameron

28 agosto, 2021

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Podemos combatir aquello que nos da miedo, pero no suele ser un camino fácil. Cuando Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) nos inquietó a través de ese ser que, entre sombras, aniquilaba a los tripulantes del Nostromos, dejamos a Ripley a la deriva, creyéndose sana y salva de aquel terror. Ese es el punto de partida para que James Cameron (1954) retome la historia desde una óptica bien distinta: abandonando la claustrofobia y la personalidad de la nave espacial para llevarnos a un terreno más bélico, pero igualmente terrorífico. Si en la obra de Ridley Scott, Ripley luchaba por sobrevivir, ahora vuelve para enfrentarse a su mayor miedo.

Resulta llamativo comprobar cómo Cameron ha ido creciendo en la industria desde su posición de guionista, pero sobre todo por la forma de continuar historias. Lo comprobamos recientemente en Piraña II (The Spawning: Piranha II, 1981), pero sin duda, lo demostró de sobra con los inicios de Terminator (1985) y Terminator 2: El juicio final (1991), siendo capaz con la secuela de refrescar los conceptos que él mismo había marcado en la primera entrega. Por eso no es de extrañar que 20th Century Fox acabara confiando en su entusiasmo para dirigir la continuación, no prevista, de Alien, el octavo pasajero, dando origen a la saga que vendría después y postulando un mundo más abierto desde las posibilidades que proporcionaba aquella primera entrega. Después ya vendrían sus producciones mayores: Titanic (1997) y Avatar (2009).

Como suele ser habitual en Cameron, Aliens: el regreso (1986) es una película grandilocuente, alejada de la sutileza y el ritmo que encontramos en la primera entrega. Aún así, esto supone una revolución y un cambio significativo que le da personalidad propia a esta secuela. No se trata de una imitación del modelo establecido por Scott, sino una metamorfosis bastante válida y bien llevada. De esta forma, encontramos a Ellen Ripley (Sigourney Weaver) asumiendo las consecuencias de los acontecimientos de la anterior película: es reanimada en su viaje a la deriva tras más de cincuenta años y devuelta a su compañía, la Weyland-Yutani Corporation, cuyos representantes no creerán en su versión sobre las razones por las que el Nostromo fue destruido. El xenoformo sigue aterrorizándola, pero acabará aceptando regresar al planeta LV-426, donde encontraron sus huevos en la anterior entrega, para enfrentarse a sus miedos y descubrir la verdad.


A pesar de sus dudas iniciales y de que Cameron subraya su terror mediante un sueño, lo cierto es que Ripley está más determinada y se percibe más competente conforme avance la película. Es cierto que volverá a ser vulnerable, pero sin sentirse incapacitada, al contrario, siempre hará frente a la situación, incluso llegando a liderar a su grupo. Ripley se une a una tripulación de la Marina Colonial que va a investigar el planeta por haber perdido la conexión con los colonos que se habían instalado allí. De esta forma, se convertirá en teniente y asesora del grupo, compuesto por el sargento Apone (Al Matthews), el cabo Hicks (Michael Biehn), los soldados Vázquez (Jenette Goldstein) y Hudson (Bill Paxton) así como el androide Bishop (Lance Henriksen), hacia el que Ripley mostrará su rechazo al inicio, aunque acabarán por tener un gran compañerismo. También van en el grupo Crowe (Tip Tipping), Drake (Mark Rolston), Frost (Ricco Ross) y Wierzbowski (Trevor Steedman), además de Carter Burke (Paul Reiser), que representa a la compañía. 

Resulta imposible desligar la imagen de estos marines con los soldados en la guerra de Vietnam, incluso por el aspecto y la elección del vestuario. Las situaciones son bastante parejas. Cuando tratan de convencer de la misión a Ripley, le hablan de un grupo profesional que estará a la altura de las circunstancias, pero la imagen posterior nos deja a unos soldados indisciplinados, orgullosos y engreídos. Se nota cuando miran por encima del hombro a Ripley, que tendrá que demostrar su valía, y cuando se muestran excesivamente confiados en su arsenal, pero igual que el ejército estadounidense, se verá sobrepasado por el potencial de su enemigo, que domina el terreno y que emplea una estrategia agresiva e inesperada. La acción prometida se convierte en una angustiada huida y vuelve a sentirse el boicot desde dentro del grupo y la sensación de encierro de Alien, el octavo pasajero, pero dándole más espacio a cada muerte en el tramo final. Incluso volverá a relucir el filón económico que siempre pende sobre la existencia del xenomorfo como arma de guerra, aunque como bien reafirma Ripley, es un arma que el ser humano no sabe manejar. El personaje tratará de evitarlo a toda costa, como bien demostrará al final de Alien3 (David Fincher, 1992).


Sin duda, los personajes resultan más impersonales, lo que sirve para destacar a la protagonista. Incluso la aparición de una superviviente, la pequeña Newt (Carrie Henn), sirve para explorar el lado más sensible, maternal, de Ellen Ripley. Es curioso cómo James Cameron recurre a este tipo de relación que, en el contexto general de la película, podría resultar forzada y anómalo (por ejemplo, podríamos preguntarnos cómo la niña ha podido sobrevivir hasta entonces), pero que le sirve para darle una motivación adicional a la protagonista para seguir adelante y luchar finalmente no solo por su supervivencia, sino también por la de Newt. De forma similar, Cameron recurrirá a una relación semejante en la posterior Terminator 2: El juicio final (1991) mejorando lo ya visto en esta película gracias a una mayor naturalidad.

En definitiva, Aliens: el regreso explora levemente la tensión de la anterior película, pero rebajándola o sustituyéndola por una acción desbordante en algunos tramos, siendo evidente el cambio de tono con la anterior entrega en su tramo final y su resolución. Incluso explora el trasfondo y el funcionamiento de los xenomorfos, dándoles una mayor entidad. Con esta película, que hereda el tono bélico derrotista de la guerra de Vietnam, Ellen Ripley crece como protagonista de forma natural, mientras que empieza a disminuir la importancia del resto de personajes, que se sienten piezas de usar y tirar, aunque aún conserven una personalidad. Se asientan unos clichés que aún lucen, pero que se convertirá en el gran inconveniente de las siguientes entregas, menos originales que la dupla formada, de manera inintencionada, por Scott y Cameron.

Escrito por Luis J. del Castillo

Más allá del ancho Misuri, de Bernard DeVoto, y adaptación de William A. Wellman

22 agosto, 2021

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Al igual que en mi otra sección Otros Mundos me ocupo de los aspectos más sugestivos y cautivadoramente ocultos del existir humano, he venido dedicando con regularidad un espacio a la literatura del oeste, porque hablando de literatura, esta contiene los mismos méritos artísticos que cualquier otra forma narrativa. Y precisamente, respecto a sus valores literarios, el presente género, por sus fundamentos universales, nos afecta a todos (a todos los auténticos lectores de obras literarias).

El libro que esta vez traigo a colación no es una novela o una recopilación de cuentos, sino un ensayo. Más allá del ancho Misuri (Across the Wide Missouri, 1947; Valdemar Frontera, 2017) fue acreedor del Premio Pulitzer en 1948, y su autor es uno de los grandes exponentes de la historia -la mítica- norteamericana, Bernard de Voto (1897-1955). Trabajo de toda una vida, que refleja otras muchas.

El contenido abarca una cronología de 1833 a 1838, y nos ayuda a comprender con todo lujo de detalles la vida de aquellos pioneros y comunidades que se fueron abriendo camino por entre las dificultades de la incesante trayectoria exploradora hacia el oeste de los Estados Unidos. Una senda donde arraigan todo tipo de detalles humanos, es decir, cualidades negativas y positivas. Época de tramperos y las llamadas tribus de las grandes llanuras. Sioux, cheyennes, apaches, pawnees, crows, delawares, shoshones… A los que pronto se sumarán comerciantes, exploradores, oportunistas y diestros aventureros.

El volumen contiene un álbum de ilustraciones pictóricas de los mismos autores con los que se acompaña a lo largo del recorrido. Veremos alguno más adelante. Además, incorpora un dramatis personae tras el prefacio, útil para ponernos en antecedentes o en seguimiento de los actantes principales y los nombres de las compañías de comercio más relevantes que se van a dar cita en la frondosidad del relato. Una historia bien documentada, pero no por ello alejada de la leyenda o lo fabulesco. ¡Qué sería la historia antigua -perdón por el pleonasmo- sin estos acicates!

Me sigue maravillando, más en los tiempos que vivimos, el hecho de que las aristas e inconveniencias típicamente humanas de la historia no sacrifican en De Voto la visión global de respeto y entendimiento hacia tales pioneros, y la conformación de un espíritu nacional y patrimonio cultural. Es decir, lo que ha de ser un historiador que se precie y precie a los demás, y no una correa de transmisión de oportunistas consignas contra su país.

Bernard de Voto
Ensayo narrativo en su forma, y coral en su fondo, Más allá del ancho Misuri se vertebra a través del comercio de pieles, sobre todo de búfalo y castor, y las industrias emergentes relacionadas con los curtidos, la carne y la madera, hasta que la aparición de otros tejidos y nuevas leyes, dieron al fin descanso -casi eterno- a estos sufridos animales.

Garrett Mattingly (1960-1962), el historiador y profesor a quien va dedicado el libro, comenta en el primero de los capítulos que el devenir estadounidense como pueblo es la historia de la transición de una fase del Atlántico a una fase del Pacífico (I). En esto tienen un papel importantísimo los llamados hombres de montaña (Mountain Men), incluso, lo que De Voto bautiza con propiedad como periodismo evangélico (Íd.). Respecto a los primeros, la soledad les había dado el regalo inigualable de la amistad (Íd.). Era una buena vida para aquellos que estuvieran hechos a ella (Íd.). De los segundos se ocupa in extenso más adelante. Lo que queda claro es que el oeste es también una cuestión de carácter. Lo imprime y lo cede a los demás, de forma voluntaria.

De hecho, el territorio era más hostil que los propios indios (II). Es el escenario de unas historias de supervivencia que han perpetuado sus nombres, como el del irlandés Tom Fitzpatrick (1799-1854), junto a las llamativas nuevas formas de enfrentarse al ente de la cultura tribal. En este sentido, las tribus de las llanuras variaban mucho en cuestiones de cultura, costumbres, conocimientos y personalidad (V). Siendo así, que había berdaches (homosexuales y travestidos) en todas las tribus (Íd.). El robo era un honor para los crows (II). Aquí entran en liza las relaciones del hombre blanco con las squaws (mujeres indias que se amancebaban con otras razas; III-IV), un aspecto también abordado por A. B. Gutrie Jr. (1901-1991) en Bajo cielos inmensos (The Big Sky, 1947; Valdemar Frontera, 2014).

Y como suele ocurrir, frente a la libertad individual del pionero, los funcionarios del gobierno utilizaban la prohibición (del alcohol) para sacarles sobornos a los comerciantes (V). Un tope para los abusos lo constituían los portaestandartes de la civilización como Fort Laramie (XII) o la importancia de las misiones españolas, cuya aportación no se oculta (VI).

Hombre de montaña, pintura de Ken Laager
Entre esos clanes autóctonos destacan dentro de la narración ensayística los pies negros (VI), la afable y bien avenida tribu de los nez perces (IX), o los sioux, los indios más atractivos (XII). En sus tipis se arremolinan la leyenda de los osos negros (VII) y un sinfín de cuentos y mitos de la naturaleza. Hay muchas zonas en el oeste en las que los seres sobrenaturales han lanzado un encantamiento (XIII). Por si acaso, mejor estar prevenido.

Ya he anticipado que no se oculta la participación de los misioneros. Los había de toda índole. Los EEUU estaban viviendo una explosión de fervor por la salvación de las almas de tierras lejanas (VIII). Clérigos congregacionales como Samuel Parker (1779-1866), o Marcus Whitman (1802-1847), médico presbiteriano (IX), conviven con botánicos como David Douglas (1799-1834) o exploradores de la firmeza de Kit Carson (1809-1868), Jim Clyman (1792-1881) (XIII) y John C. Frémont (1813-1890), posterior senador de los Estados Unidos; incluso con capitanes convertidos en novelistas, como William Drummond Stewart (1795-1871), del ejército británico. El general James Dickson (1738-1822) era un chiflado desquiciado (X), además de botánico y micólogo escocés. Teniendo mucho que decir con sus pinceles anduvo también el británico Alfred Jacob Miller (1810-1874), contratado por Stewart para retratar el oeste. Miller lo contemplaba todo con una mezcla de Buffalo Bill (1846-1917) y el Louvre (XII). Todos ellos, son personajes que, según De Voto, alivian el tedio que supone la labor diaria del historiador (X).

No podía dudarse de la sinceridad del deseo de aquellos indios por recibir instrucción religiosa (nez perces, flatheads, IX). En espléndida máxima -se sea creyente o no-, la religión (el cristianismo, católico o protestante), es definida como el majestuoso poema en el que el hombre occidental ha encarnado su comprensión de cómo funciona el destino (IX). Por otra parte, muchos aludidos y agraviados por la historia se reciclaron en escritores para poder vengarse (defenderse a veces) por vía de la ficción novelesca (V). En cada uno de estos hombres, en sus distintas profesiones y ejercicios, prevalece una notable fuerza de voluntad que supera lo muscular (en absoluto desdeñable) (X).

The Lost Greenhorn, de Alfed Jacob Miller

Pero donde hay humanos estamos en tierra de reyertas, puestos fronterizos, riscos agrestes y… pandemias (IX), con sus correspondientes negacionistas (de la enfermedad y la vacuna). Es curioso cómo la historia se repite sin que aprendamos apenas nada; sobre todo, los que no atienden a dicha historia o su objetivo es tergiversarla. En esta época acontece la que es considerada como la peor pandemia humana desde la Peste Negra (Íd.). Procedente de India, hacia 1816, acompañó todo desplazamiento humano (Íd.).

No fue la única. Hubo otro virulento azote de viruela (XI). La epidemia cambió los equilibrios de poder (Íd.). En 1837, tan solo cinco años después de la anterior. Entre tanto, los imperios francés y británico habían estado luchado en sucesivas guerras por el comercio de las pieles (Íd.). Antes de que la responsabilidad legal fuera posible en el oeste, primero fue necesario colonizar el oeste (XI). Una de las más atractivas conclusiones esgrimidas por el autor es, precisamente, el hecho de que el oeste estaba en bancarrota y en pleno auge a un mismo tiempo… y eso es lo que caracterizaría al oeste a partir de este momento (XII).

Todo un mosaico de individualidades que van aportando su tesela al mosaico. Labor de Bernard de Voto es que todo quede bien engarzado. Esto lo logra advirtiendo algo que muchos suelen olvidar de manera intencionada, y sobre lo que hemos llamado la atención muchas veces aquí: no se puede juzgar con los parámetros de la actualidad la historia de nuestro pasado (XI). Una de las perspectivas historicistas más sensatas y, por ello, más vulneradas. Pensamiento a posteriori que corrompe la historia (Íd.).

Por ejemplo, al anotar que fue mucho mejor que las piadosas mujeres blancas no dominaran aún el idioma, ¡ya que los comentarios críticos de los indios no son nada inhibidos (X)! O al abordar la expedición contra los pies negros del trampero, guía y explorador Jim Bridger (1804-1881) y su cronista, Osborne Russell (1814-1892) (XII).

El excelente realizador William A. Wellman (1896-1975) fue el encargado de crear una atmósfera y poner en escena una panorámica visual del libro, puesto que la traslación ad litteram es imposible. Más allá del Missouri (Across the Wide Missouri, MGM, 1950; estrenada al año siguiente), cuenta además con la música de David Raksin (1912-2004) y los decorados de Cedric Gibbons (1893-1960) y James Basevi (1890-1962). Fue una adaptación, o como digo, recreación, a cargo de Talbot Jennings (1894-1985) y Frank Cavett (1905-1973), responsables, el primero, de una película que me sorprendió gratamente cuando la vi, María Antonieta (Marie Antoinette, W. S. Van Dyke, 1938), o Paso al noroeste (Northwest Passage, King Vidor, 1940), y el segundo, de Siguiendo mi camino (Going My Way, Leo McCarey, 1944).

En apenas ochenta minutos se condensa esta impronta del libro de De Voto. Eso y la voz en off, en el original correspondiente a Howard Keel (1919-2004) y en español a Rafael Navarro (1912-1993), que de vez en cuando jalona el relato cinematográfico (y que se corresponde al descendiente del protagonista, que recuerda la memoria y avatares de su padre), me hacen pensar en un montaje muy ajustado, alejado de la intención inicial, a manos de John Dunning (1916-1991) y, en última instancia, el estudio, Metro Goldwyn Mayer, para el que el resultado carecía de cohesión narrativa. Una fuerza conductora intrínseca que no se supo ver, y que trató de paliarse con la antedicha voz en off. No debieron darse cuenta -tras uno de esos peligrosísimos pases o preview- de que la estructura de la película radicaba en la acción dramatizada de las vidas que se retrataban, tal y como sucede en el libro. Un espíritu que William Wellman respetó. En el estupendo volumen de Frank T. Thompson (1952) dedicado al director (William A. Wellman, 1983; Festival Internacional de Cine de San Sebastián-Filmoteca Española, 1993) se aclara este extremo. Según Thompson, la película original era probablemente mucho mejor que la versión actual, ya que además de la espléndida fotografía estaba la magnífica actuación de un reparto compuesto por algunos de los actores favoritos de Wellman. En palabras del propio realizador, lo que esos bastardos hicieron fue eliminar toda la acción y emplear una narración para rellenar los huecos (Íd.). Como reconoce el director, la acción (narrativa) estaba presente de forma muy moderna.


Sea como fuere, tenemos que conformarnos con lo que hay, que no es poco. La película arranca y se desarrolla -diríamos que respira- en extraordinarios escenarios naturales, fotografiados por el experimentado William Mellor (1903-1963) en rutilante tecnicolor. Esta es mi tierra, comenta esa voz en off a la que hacíamos referencia, que comprime la acción y que se corresponde al hijo de Flint Mitchell (Clark Gable), nuestro protagonista.

Los montañeses se reencuentran cada verano en lo que denominan una rendez-vous, debido a la presencia de muchos francófonos entre los pioneros. Es decir, en un ambiente de abierta francachela, que incluye la posterior celebración de la Navidad (trágicamente sesgada). Mitchell se ocupa del comercio con castores. Se dirige, con otro grupo de conocidos, al territorio de los peligrosos pies negros. A estos les interesa el negocio de pieles, porque conlleva otros complementos.

Además de este aspecto, la adaptación cinematográfica extrae -sabe transmitir- del libro el poder telúrico del paisaje, la capacidad de alcanzar la inmortalidad casi desde el anonimato, cuando uno ayuda a cimentar las raíces de un país; y episodios tan bien descritos como el robo de caballos por parte de algunas tribus indias, como un acto meritorio, o la amalgama de nacionalidades que -junto a la española- ayudaron a dicha cimentación; entre ellos, los figurines escoceses representados por el capitán Humberstone Lyon (Alan Napier) y el explorador y cazador Brecan (John Hodiak), que hacen alarde de sus costumbres. Una nómina que se completa con el freelance francés y traductor (con los indios) Pierre Alphonse (el veterano Adolphe menjou), y un cantinero de la misma nacionalidad, Monsieur Chennault (Henri Letondal). Asimismo, el capitán Lyons se hace acompañar de un fiel escudero, que pintaba lo que veía, en la figura de Gowie (George Chandler). De este modo se atiende a otro de los aspectos subrepticios más interesantes del libro, que se refiere a la camaradería y franca intimidad entre hombres. Lo de pintar viene por añadidura, al tomar este personaje (Gowie) elementos del pintor Miller.

Falta otro personaje vital, el de Kamiah (María Elena Marqués). La joven india posee determinación e iniciativa, como demuestra en su paso por el desfiladero nevado, al que se adentra como avanzadilla. No es una mera pieza decorativa, ya que su presencia primordial, como sucede en la mayoría de westerns, nada tiene que ver con el protagonismo principal establecido en minutos, sino con la esencia emanante del personaje.


En un tiempo en que Montana e Idaho eran aún parajes innominados, la narración fílmica marca bien la frontera que diferencia las escaramuzas viriles afines al género del odio desatado y apegado a la tierra, como bien saben los líderes Zorro Azul (Looking Glass: J. Carrol Naish), de los nez perce; Oso Fuerte (Bear Ghost: Jack Holt), abuelo de la muchacha, y el jovenzuelo pies negros, mucho más belicoso, Corazón de Hierro (Ironshirt: Ricardo Montalbán). Sin embargo, es Kamiah la que tiene la potestad de escoger marido (a Mitchell). El encargo del abuelo al comerciante y futuro esposo será devolverla a su tribu. Un camino arduo para la partida de mercantes. Del ambiente festivo de la rendez-vouz, Wellman pasa a la cósmica y engañosa placidez de la montaña. Pues ningún lugar es seguro. Así cada año, hasta el siguiente. Pero ya nada será lo mismo. Nunca lo es.

La película no ataja las injusticias que se dan por ambas partes: la muerte de Oso Fuerte es un momento sumamente agrio en la vida de Flint Mitchell. Luego vendrán otros. Al igual que en el libro, Más allá del Misuri es, por encima de todo, un elogioso canto a los pioneros, y una vibrante y vitalista, en todo su sentido, muestra de respeto y agradecimiento. Parte integrante de nuestra historia, como reclama la voz en off.

Más aún cuando para la voluntad del buen entendimiento entre los hombres nunca falta un lenguaje, aunque sea el de signos, común a todos; lo que resulta incluso más llamativo ahora que algunos pretenden diferenciarse a través de la lengua. Nada más ridículo y anti histórico.

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (LXXXVIII): Piraña, de Joe Dante, y Piraña II (Los vampiros del mar), de James Cameron

12 agosto, 2021

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Tras el éxito de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), constatado en soponcios y mareos varios, surgieron los inevitables epígonos, generalmente, más alicortos en cuanto a desarrollo argumental -que no nutricional- y menos generosos en su presupuesto. Lo mismo sucedió, en su día y género, con Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931), Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964), El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) o En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981), por citar algunas producciones que han creado escuela.

Hete aquí que nos hallamos en pleno campamento de montaña. Ha llegado el verano. Ya saben, los niños, el flotador, las moscas… qué digo moscas, ¡pirañas!

Pues sí, por encima del asentamiento donde retozan los chavales y sus monitores existe un centro experimental del ejército. Todos alerta. Parece abandonado, y de hecho las instalaciones necesitan un buen mocho y pasar la mopa… pero despoblado, lo que se dice despoblado, no lo está. Alguien habita allí. Y este es uno de los aspectos más atractivos de Piraña (Piranha, New World-United Artist, 1978), puesta en marcha por el siempre avezado Roger Corman (1926), aquí en funciones de productor.

Los habitantes del enclave semi desierto son las pirañas, como pronto averiguarán los fogosos excursionistas David (Roger Richman) y Barbara (Janie Squire). Y un vigilante y controlador, remanente de mejores aunque belicosos tiempos, en la figura del científico solitario Robert Hoak: el entrañable Kevin McCarthy (1914-2010), recuperado para la ocasión por Joe Dante (1946), al igual que la mítica Barbara Steele (1937), que encarna y desencarna a toda una experta -en malevolencias- científica al servicio de los militares, y Dick Miller (1928-2019), que hará su habitual paseo de la fama como en las restantes películas del realizador.

La ocasión lo merecía, pues Piraña es una vuelta a las andadas de los monstruos clásicos del cine, elaborados con todo tipo de materiales, todavía horripilantemente artesanales. La puesta al día consiste en una mayor truculencia y coloreada grafía.


¿Qué hace el doctor Hoak recluido en ese complejo? No se sabe a ciencia cierta u honesta. A modo de ermitaño de las montañas, supervisa unas instalaciones que parecen mordidas por el tiempo. Un cariz, como digo, sugestivo e inquietante de nuestra narración.

Otra idea atractiva la encontramos en el hecho de que en la zona donde transcurre la película, la vida se hace en el río. En este entorno residen Paul Grogan (Bradford Dillman) y su buen amigo Jack (el veterano Keenan Wynn). Los dos se hallan de vuelta de casi todo, coleteando con las graduaciones de las botellas hasta que se desencadena la tragedia.

Por su parte, Dick Miller interpreta a Buck Gardner, el encargado de animar Aquarena, unas atracciones fluviales relacionadas con la compra de parcelas. Ni que decir tiene que la inauguración, más que sonada, va a quedar pasada por agua.

Así es. Hoak es el único superviviente de un experimento ictiológico destinado a los ríos vietnamitas, y que ahora va a poner en peligro las arterias acuosas del territorio, una vez que los peces han sido liberados de sus estanques por error. Y qué error. Las pirañas no dejan de dar bocado al agua, en su largo y tortuoso camino hacia el mar. Están preparadas para pasar de un ambiente dulce a otro de agua salada, que aquí no hay miserias. ¡Quién nos iba a decir a nosotros hace veinte o treinta años que nuestras playas se iban a ver infestadas de medusas!

En el campamento de verano aledaño se halla la hija de Paul, Suzie (Shannon Collins), que no se fía un pelo del elemento acuático. A este se unirá la empleada de una agencia de detectives, en busca de los excursionistas desaparecidos, Maggie McKeown (Heather Menzies), que se define a sí misma como una sabuesa de primera clase. Entre ambos tratarán de advertir a los despreocupados visitantes con derecho a chapuzón, y al resto de bañistas, del peligro que les acecha desde las profundidades, directo hacia sus traseros. Obteniendo, por cierto, los mismos resultados que McCarthy en La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1955).


La película lega buenos momentos, como aquel en que las pirañas, apenas entrevistas, pulverizan las ligaduras de una balsa, o el restante suspense que se agazapa bajo las traicioneras aguas del congestionado río.

Piraña fue escrita por el interesante John Sayles (1950), luego realizador. Entre los efectos visuales, insisto que artesanales, distinguimos nombres tan relevantes y en ciernes como los de Rob Bottin (1959) y Chris Wallas (1955), posterior diseñador de los gremlins. La música envolvente, obra del siempre reivindicable Pino Donaggio (1941), es un fluido homenaje a Bernard Herrmann (1911-1975), con sus debidas corrientes más o menos ocultas.

Toda la martingala acontece sin perder el sentido negro del humor, Made in Roger Corman. Así, el monitor jefe del campamento, Dumont (el también curiosísimo y desmelenado director Paul Bartel), es objeto de burlas y, al mismo tiempo, motivo de compasión. De tal guisa, el coronel Waxman, responsable de las antedichas instalaciones militares (Bruce Gordon, tampoco ajeno a la camarilla de Corman), resulta que posee participaciones en las atracciones de Aquarena. Como imagen a retener, fuera de los márgenes del río, nos enternece contemplar a Maggie frente a un prometedor juego recreativo de Tiburón, de básica algorítmica, antes de tomar el avión hacia la burbujeante aventura.

Los años setenta y ochenta fueron muy curiosos en muchos sentidos; entre otras cosas, se poblaron de esos discípulos fílmicos a los que antes me refería. El éxito de Piraña no desaconsejó emprender la debida secuela. Y a ello se avino el productor egipcio Ovidio Assonitis (1943), que cedió la dirección al incipiente James Cameron (1954). Labor que no pudo completar por desavenencias, aunque no por ello deja de ser esta su primera incursión tras las cámaras, u opera prima. Cameron había ejercido hasta entonces de asistente de producción y modelista para la factoría Corman, precisamente.

Piraña II, subtitulada Los vampiros del mar, porque por ahí va la cosa (The Spawning: Piranha II, Columbia Pictures, 1981), no es, sin embargo, una producción del realizador de La caída de la casa Usher (The Fall of House of Usher, AIP, 1961), y se nota, sino del referido productor. Fue en buena parte filmada en la isla caribeña Gran Caimán (Reino Unido).

Efectivamente, las pirañas de esta secuela son más aviesas, porque son capaces de saltarte a la cara desde la orilla. Todo un fastidio.

A salvar el pellejo se afana el jefe local de la policía Steve Kimbrough (el siempre efectivo Lance Henriksen), y su ex esposa Anne (Tricia O’Neil). Las circunstancias les harán volver a estrechar lazos. Consanguíneos.


El matrimonio, aún no del todo descompuesto, tiene un espabilado hijo, Chris (Ricky Paull Goldin), que no tarda en tocar puerto con Allison Dumont (Leslie Graves), la hija de un tarugo que alquila un paquebote, y al que encima hay que llamar Capitán (Ward White). Un cambio, entonces, respecto a la precedente película, es que el escenario de estas nuevas razias sin veda para los humanos, es el mar, plenamente abierto, aunque con una marejada que ni les cuento.

Las primeras víctimas son, como han establecido los anteriores cánones, una pareja de submarinistas con ganas, no de bucear, sino de jugar a los médicos. Pero como en un barco es incómodo, y a falta de pan buenas son tortas, pues a sumergirse en un pecio y a disfrutar de la experiencia. Y vaya si lo es.

El barco hundido es igualmente inspeccionado por los alumnos de submarinismo de Anne, siendo una auténtica base de operaciones para los bichos con aletas. Aquí, quien está al tanto de la trastada militar, de fatales consecuencias para todos, es el bioquímico Tyler Sherman (Steve Marachuk). Una vez más, se trata del diseño de un pez asesino con todos los aditamentos, destinado a la Guerra de Vietnam (1955-1975). Con las debidas alteraciones, este puede pasar olímpicamente del agua dulce a la salada. Y ancha es Castilla.


Junto al mar está el Club Elysium, un complejo turístico con los estrambóticos inquilinos que cabe esperar, y con los grados de desinhibición de rigor. Buena parte de la culpa, como el bueno de Murray Hamilton (1933-1986) en Tiburón, la tiene el gerente obtuso Raoul (Ted Richert). Por allí también se desenvuelven el pescador nativo Gabby (Ancile Gloudon) y su hijo (Aston S. Young). Les aguarda un futuro chungo.

Mientras Steve prosigue con las pesquisas y Chris con el aprendizaje anatómico, Anne y Tyler investigan por su cuenta, escamados por los últimos y luctuosos acontecimientos. Y hacen un buen descubrimiento. A estas pirañas-vampiro no les gusta la luz del día. Aunque el fin de los engendros no vendrá por esta vía, al estilo de los vampiros clásicos, sino a base de cartuchos de dinamita, y zanjada la cuestión. Una lástima, la primera posibilidad apuntaba maneras.

No obstante, el pasillo angosto que recorren Anne y Tyler en el barco hundido (todo un pecio justo), mientras los peces vampiro se arremolinan alrededor, anticipa los momentos más angustiosos y las estrecheces por las que habrán de pasar los protagonistas de Aliens (Íd., Fox, 1986).

El magnífico Stelvio Cipriani (1937-2018), que aquí figura en los créditos bajo el americanizado seudónimo de Steve Powder, cosas de la italian exploitation, proporciona al recalentado tentempié una partitura excelente, siendo de lo mejor que se recuerda de la película. Los aficionados la conocemos bien (gracias, Stelvio).

Escrito por Javier Comino Aguilera

Animando desde Oriente (XXI): El niño y la bestia, de Mamoru Hosoda

05 agosto, 2021

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Hay un punto de fragilidad en las personas durante su desarrollo personal desde la infancia hasta la adultez. De ese punto suele depender la futura personalidad de la persona, incluyendo todo el dolor que pueda arrastrar hacia el adulto en que se va a convertir. Y en ese punto es crucial las relaciones que se crean con los primeros modelos de nuestra vida, una socialización que se inicia con la familia y proseguirá con las primeras amistades. Un quiebre en esas circunstancias suele provocar personas heridas y traumatizadas, que arrastrarán un dolor perenne en sus vidas que se puede traducir de múltiples formas.

Mamoru Hosoda (1967) se ha erigido en un director de animación a tener muy en cuenta. Sobre todo, porque ha desarrollado un estilo personal en el que sabe combinar elementos fantásticos potentes, pero tratados de forma sutil, con tramas de desarrollo personal, de evolución y crecimiento. Para mí, su mejor obra hasta el momento ha sido Los niños lobo (Wolf Children, Ōkami Kodomo no Ame to Yuki , 2012), en el que partía de la licantropía para contarnos, en realidad, una historia sobre la maternidad y, en segundo lugar, sobre la adolescencia. De la misma forma que los viajes en el tiempo le dio la excusa en La chica que saltaba a través del tiempo (Toki o Kakeru Shôjo, 2006) para lanzar un mensaje de carpe diem a los jóvenes. 

No obstante, conforme ha avanzado el tiempo, ha quedado en evidencia que uno de sus centros de interés son las relaciones familiares. Ya mencionábamos antes la maternidad, pero también abordó la relación entre hermanos en Mirai, mi hermana pequeña (Mirai, 2018) y la paternidad, con sentimiento de orfandad, en El niño y la bestia (Bakemono no Ko, 2015), que hoy comentamos. Aunque, por cierto, parece que vuelve a esta temática en su reciente Belle (2021), que también recupera el tema de los espacios virtuales que abordó en Summer Wars (Sama Wozu, 2009). Es decir, una obra coherente en tópicos, pero abordados desde varias perspectivas.


El niño y la bestia mezcla mitología, concretada desde el inicio con un breve prólogo, con la fragilidad de la infancia que mencionábamos antes. Ren acaba de perder a su madre, que era toda su familia, dado que su padre, tras el divorcio, pareció desaparecer. Solo y sintiéndose abandonado, Ren deambulará por las calles de Tokio, en concreto, de Shibuya, huyendo de sus nuevos tutores legales y sintiéndose no solo abandonado, sino también enfadado, acumulando ira y odio en su interior por una situación que no logra comprender. En un mundo paralelo, el de las bestias, Kumatetsu es un candidato a sustituir al Venerable, el líder de su zona, pero al contrario que su rival, Iôzen, no tiene seguidores ni familia, se encuentra solo por su carácter arrogante y su impaciencia con cualquier aprendiz. Los caminos de Ren y Kumatetsu se unen de forma inesperada. El niño acabará viviendo en la ciudad de las bestias cuando llegue a ella huyendo de la policía, en un cruce de mundos que nos recuerda tanto a Alicia en el país de las maravillas (Alice's Adventures in Wonderland, Lewis Carroll, 1865) como, y de forma más cercana a Hosoda, a El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushiHayao Miyazaki, 2001). En ese nuevo mundo se convertirá en un aprendiz de Kumatetsu, intentando ser un guerrero.

Como resulta evidente, la bestia y el niño son tal para cual: cabezotas, algo arrogantes, decididos e irascibles. A pesar de que durante toda la película mantienen continuas discusiones a gritos, se forjará un cariño entre ambos que incluso acabará en una relación en la que se necesitan mutuamente. Para Ren, Kumatetsu acabará ocupando el papel de padre que nunca tuvo, pero también le dará valor y arrojo para crecer y atreverse con todo. No obstante, no será un camino fácil, porque les costará mucho entender los sentimientos del otro; incluso Kumatetsu le quita toda rastro de su pasado al llamarlo Kyuta por sus nueve años, algo que es comprensible dado que el niño no quiere decirle su nombre. Además, su relación será mal vista por otras bestias, dado que los humanos son considerados peligrosos por contener en su interior el Vacío, una oscuridad interior, que es reflejo de la depresión, el dolor y las heridas psicológicas que arrastramos, que puede devorarlos y acabar con la estabilidad del mundo de las bestias. Como el espectador sabe, nuestro protagonista es un firme candidato a desarrollar este Vacío, pero este no será el punto determinante de la trama.


Sin duda, todo el primer tramo está acertado en su narración. La relación entre Kumatetsu y Ren se desarrolla con total naturalidad y son personajes creíbles. Incluso podemos resaltar la profundidad del muchacho frente a una bestia algo más plana. Aunque se intente explorar levemente el pasado de Kumatetsu, está claro que la película se enfoca en narrarnos la vida del niño como centro y protagonista. Por ejemplo, llegado cierto punto de la historia, volverá a explorar el mundo humano tras una bella elipsis temporal y empezará a interesarse en aprender todo aquello que no ha podido por vivir en ese mundo paralelo; como curiosidad, será Moby Dick (Herman Melville, 1851) el punto de partida de ese interés. Ahí conocerá a Kaede, que será su primer vínculo en su retorno al mundo humano, siendo también quien lo impulse a aprender y a intentar recuperar a su padre. Sin embargo, el tramo final resultará, aunque espectacular, más pesado, por ser reiterativo. Se jugará con alguna revelación sorpresa, que para los espectadores avispados no habrá pasado desapercibido, y se afianzará de manera definitiva la relación entre Ren y Kumatetsu, pero se alarga demasiado para llegar a una conclusión algo previsible que se podría haber adelantado porque no añade nada nuevo. En este sentido, Hosoda fue más preciso en obras anteriores.

Como punto negativo, seguramente la sensación de que la relación entre ambos protagonistas no avanza a pesar del tiempo, salvo por momentos concretos. Por ejemplo, en el primer combate entre Kumatetsu e Iôzen, Ren actuará de la misma forma que en el combate final, las discusiones se repiten de forma constante y hasta absurda, como reconocen otros personajes, y a veces se puede sentir que faltan algunas escenas intermedias donde mantengan alguna conversación más cercana. A pesar de eso, el vínculo es bastante convincente y emotivo, como demuestra la conclusión del segundo combate contra Iôzen, tanto por cómo finaliza como por el golpe de efecto que le aplica Hosoda de manera acertada.


Por otra parte, las dudas y reticencias de Ren en su regreso al mundo humano están muy bien tratadas, teniendo en cuenta que se trata de un huérfano que no ha tenido contacto con otros humanos desde que tenía nueve años. Incluso sorprende la facilidad con la que se desenvuelve, aunque resulta evidente que es una muestra de su evolución conviviendo también en el mundo de las bestias. En este sentido, la forma en que conoce a Kaede resulta impecable y se atiene a la propia lógica del personaje. Su subtrama conecta bastante bien con el desarrollo del protagonista en su adolescencia y permite también añadir un nuevo factor a una historia que podría caer en la repetición. Como sucedía en Los niños lobo, los niños cambian, crecen y acaban teniendo intereses distintos a los de su infancia, algo que Hosoda retrata con buena mano. De la misma forma que sabe proporcionar personajes secundarios con un rol determinado, pero preciso y justo. Todos se sienten únicos, pero necesarios en la trama, como los amigos de Kumatetsu, que parecen reflejar dos perspectivas distintas, así como el gracioso Venerable, que ejercerá también como una especie de guía espiritual u oráculo, viendo en los personajes más de los que ellos ven en sí mismos. Incluso Iôzen, que podría resultar insulso, acaba siendo un personaje con aristas. Algo más irregular es el desarrollo de su hijo Ichirôhiko.

En conclusión, El niño y la bestia es una acertada película de Mamoru Hosoda, que logra aunar el entretenimiento, gracias sobre todo al terreno de los combates y el entrenamiento, casi al más puro estilo Karate Kid (John G. Avildsen, 1984), con un desarrollo de personajes muy bien realizado, y seguramente lo más destacable en este director. Su animación es estupenda, con un trazo más ligero a lo habitual, pero que ya es habitual y característico en su trayectoria, y que nos deja con personajes bastante expresivos y reconocibles, pero sencillos. Quizás su principal defecto es que se siente algo larga y repetitiva en su tramo final, con demasiado subrayado, aunque sea precisamente su tramo más espectacular. A pesar de eso, un bonito relato sobre el significado de la paternidad, de los modelos a seguir y de cómo aprendemos los unos de los otros a pesar de nuestras diferencias.

Escrito por Luis J. del Castillo

Para el sábado noche (CVIII): Harry el Sucio, de Don Siegel, Pánico en el estadio, de Larry Peerce, y Montaña rusa, de James Goldstone

02 agosto, 2021

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Todavía hoy se desconoce la identidad del llamado Asesino del Zodiaco, que operó en el norte de California entre diciembre de 1968 y octubre de 1969 (fecha expandible). Cinco asesinatos confirmados y otros dos heridos, de dieciséis a veintinueve años. La inseguridad en las arterias de San Francisco (EEUU), incluso en la actualidad, me era confirmada por un amigo. Como en el Nueva York de los años setenta, aparte de otras décadas, la televisión y el cine han buscado en este escenario californiano vistoso e inestable un buen material para sus tramas. Desde Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), pasando por Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968), a la exitosa serie Las calles de San Francisco (Streets of San Francisco, 1972-1977), la iconografía de este espacio se nos ha hecho tan reconocible y familiar como inquietante y angustiosa. Más en una época en que el esoterismo y el buenismo mal entendidos dieron pábulo a una serie de perturbados contraculturales, sectas rituales y maniacos de todo pelaje.

Las películas que hoy vamos a comentar tienen que ver con el suceso antes citado, aun en distintas confecciones; se arrebujan en ese clima de inseguridad arbitraria y letalmente caprichosa.

Un destino cruel aguarda a una joven bañista (Diana Davidson): ser la primera víctima del sicópata Scorpio (Andrew Robinson) en Harry el Sucio (Dirty Harry, Warner Bros., 1971). Un tipo joven y, merced a la multitud, camaleónico, que deambula a sus anchas por la ciudad de San Francisco.

El marco de esta primera tragedia, puesta en escena por Donald Siegel (1912-1991) con total -y ejemplar- alevosía, es una piscina en mitad de un océano de hormigón, bien fotografiado por Bruce Surtees (1937-2012). Precisamente, antes de este hecho, la película arranca con el reconocimiento, en forma de placa, a los oficiales de dicho océano que dieron su vida en el cumplimiento del deber. A partir de este crimen inicial, Harry el Sucio depara de forma ineludiblemente atractiva el suspense de una investigación policial, que es su principal vía de articulación, también en un marco concreto: cuando las leyes no están a la altura de lo que es justo.

Así, el inspector Harry Callahan (Clint Eastwood) del Departamento de Homicidios, se hace cargo de la investigación. Es viudo, lo que quiere decir que posee antecedentes dolorosos. Pero además de haber sido tocado por la tragedia urbanita, pronto descubre que el asunto que rastrea es más serio de lo que parece. El asesino ha dejado una nota advirtiendo que volverá a matar si no se atiende su demanda de dinero.


Se despliega el cuerpo de policía en los principales edificios altos de la ciudad, con el apoyo de las patrullas aéreas. Pero Scorpio ha previsto casi todas las contingencias. Encuentra mórbido placer en el asesinato y prosigue con su sangriento plan de ruta. Hasta que en esa ruta se cruza el inspector Harry Callahan. De él se dice que no siente favoritismos por nadie. Lo cierto es que tiene la mala costumbre de llamar a las cosas por su nombre y que, en estos momentos, lleva una mala racha con sus parejas de apoyo, todas de baja, por lo que le ha sido asignado un nuevo ayudante, el norteamericano de origen mexicano Chico González (Reni Santoni).

Estremecedor es el momento en que, como ocurría con los científicos locos, es decir, creyéndose Dios, el escurridizo criminal otea en un parque público a las posibles víctimas que se ha marcado (por color, adscripción religiosa, etc.).

La espléndida planificación del realizador Don Siegel, también productor, en el antedicho escenario urbano, poco glamuroso, incluso mugriento, respecto a cómo se nos ha ofrecido en otras postales fílmicas, se puebla con los entresijos del poder a pequeña y gran escala, del mismo modo que las calles están repletas de espectáculos eróticos de tres al cuarto, nocturnos y diurnos. Una pléyade de localizaciones suburbanas perfectamente acopladas, casi diríamos que encañonadas por la excelente partitura de Lalo Schifrin (1932). Aquí se desarrollan la vigilancia nocturna que acaba en una falsa alarma, la caminata a la que es sometido Harry por buena parte de la ciudad, o el rapto (y demás) de una chica de catorce años, recluida en un zulo, en las proximidades de un lugar tan emblemático como es el puente Golden Gate. Así mismo, la escena en el Estadio Kezar, donde, pese a todo, Harry dejará vivir a Scorpio, aunque ya sea tarde para un rehén.


La prensa no tarda en hacerse eco de los presuntos malos tratos del policía hacia el sospechoso, y en ponerse del lado de los derechos de este último por encima de los de la víctima (clave medular del relato, como advierte el propio Clint Eastwood [1930] en el documental que acompaña a la película en su edición en DVD). Ese hombre tiene sus derechos, reclaman el fiscal Rothko (Josef Sommer) y el juez Bannerman (William Paterson). Razón no les falta, aunque mediaba la vida de una persona. En este sentido, el inspector Callahan representa la frustración y soledad de quien observa de forma directa lo que sucede a su alrededor. Desequilibrados violentos, asesinatos o encarcelamientos políticos, conflictos bélicos apenas superados, y la corrupción de democracias poco transparentes (por supuesto que podemos salirnos de los límites de EEUU).

Escrita por Harry Julian Fink (1923-2001), Rita M. Fink (-) y Dean Riesner (1918-2002), guionistas principalmente del ámbito televisivo, y el malogrado Jo Heims (1930-1978), parece que con aportaciones esporádicas de John Milius (1944) y Terrence Malick (1943), Harry el Sucio pertenece a un grupo de películas ásperas, magníficamente ejecutadas, características de inicios de los años setenta, como Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), French Connection (Íd., William Friedkin, 1971), Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972), Los implacables, patrulla especial (The Seven-Ups, 1973), El confidente (The Friends of Eddie Coyle, Peter Yates, 1973) o San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman, Stuart Rosenberg, 1973), acerca de la violencia en nuestros días y el papel de las leyes en el seno de la justicia, en un perpetuo presente histórico.

Cinematográficamente, una época estimulante y dura. Nuestro detective no solo habrá de vérselas con Scorpio sino, en otro orden de disposiciones, con sus superiores, el teniente Bresler (Harry Guardino), el jefe de su Departamento (John Larch), el alcalde (el buen característico John Vernon), y el referido fiscal. Por eso, cuando el asesino vuelve a atacar, perpetrando el rapto de un autobús escolar, en una situación espantosa sostenida por Siegel con mayor firmeza e intensidad que cualquier desaforada exhibición actual, tan dadas al anti realismo (incluso naturalismo; las habrá más violentas, pero no mejores), Harry acude en representación de sí mismo, como ciudadano (armado, eso sí), y no tanto como policía. Acaba de renunciar ante el alcalde a volver a hacerle el juego al maníaco.


De este modo, la segunda vez que se salta las normas, la ley, finiquitado el asunto, Harry Callahan arroja su placa a un riachuelo nada bucólico. Ha dejado de ser figura de la oficialidad.

Harry el Sucio plantea espinosas y comprometidas disquisiciones. Dónde están los límites del consentimiento en cuanto a los derechos de los delincuentes y criminales. El hecho de que ellos deambulen entre nosotros. ¡Y me refiero esta vez a seres bastante terrestres! Parecen normales, pero no lo son. Desquiciados, malsanos, pertinaces, protegidos por la burocracia. Míticos a veces. Lo que veían los espectadores de la época era su propio barrio, el entorno en el que se desenvolvían. Para nosotros quedaba algo lejos. Entonces, ahora no.

La saga del policía continuó, pero para Don Siegel acabó en el momento en que Harry Callahan se desprendía de su insignia.

La indefensión de la ciudadanía se evidencia de forma más drástica si cabe en Pánico en el estadio (Two-Minute Warning, Universal, 1976), en la estela de las mencionadas producciones, con una pizca de material catastrofista, género afín a aquel momento tempestuoso que nos atravesaba –todos lo son, al fin y a la postre-, pese a los denuedos de las fuerzas y cuerpos de seguridad.

Su artífice fue el realizador Larry Peerce (1930), no muy celebrado, pero que cuenta con películas interesantes como El incidente (The Incident, Twentieth Century Fox, 1967), Adiós Columbus (Goodbye Columbus, Universal, 1969), primeriza adaptación de Philip Roth (1933-2018), Paz separada (A Separate Peace, Paramount, 1972), atractiva propuesta sobre una amistad de instituto quebrada por un tonto accidente, en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945): todo un descubrimiento; la para mí desconcertante Miércoles de ceniza (Ash Wednesday, Paramount, 1973), Una ventana al cielo (The Other Side of the Mountain, Universal, 1975), también de atmósfera deportiva, aunque esta vez melodramática; La campana de cristal (The Bell Jar, AVCO Embassy, 1979), adaptación de la novela semibiográfica de la malhadada poeta Sylvia Plath (1932-1963), o la simpática Ídolo del rock (Hard to Hold, Universal, 1984).


En Pánico en el estadio, el realizador Larry Peerce centra el grueso de la acción en un solo escenario; eso sí, igual de emblemático. El estadio Los Ángeles Memorial Coliseum. La película se abre con las imágenes del recinto, acompañada de una música más melancólica de Charles Fox (1940). El entorno es, pese a lo aireado, igual de opresivo que en la anterior película. Además, como en los restantes entramados de talante catastrofista, un desfile de primeras figuras adereza el guiso, de lo más suculento para los amantes del género, entre los que, por supuesto, me incluyo.

La película cuenta con un buen director de fotografía, Gerard Hirschfeld (1921-2017), poco prolífico pero que cuenta con obras tan estimulantes como Punto límite (Fail Safe, Sidney Lumet, 1964), El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974), la sorprendente Asesino invisible (The Car, Elliot Silverstein, 1977) o la excelente Coma (Íd., Michael Crichton, 1978). La escritura es de Edward Hume (1936), que por cierto tuvo que ver con la antes referida Las calles de San Francisco, junto a la mítica El día después (The Day After, Nicholas Meyer, 1983), ahora en torno a una novela coyuntural que desconozco, de George La Fontaine (-). Pánico en el estadio pertenece a su vez al grupo de argumentos dramáticos con evento deportivo al fondo, como fue la inmediata y recomendable Sábado negro (Black Saturday -¡no viernes!-, 1977) de John Frankenheimer (1930-2002).


Entre los personajes que acuden al estadio a disfrutar de un soleado día de mamporros (léase, futbol americano), están el algo inestable padre de familia Mike Ramsay (Beau Bridges), que acaba de perder su puesto de trabajo, su esposa Susan (Pamela Bellwood) y los pequeños John (Brad Savage) y Robert (Reed Diamond). También el guarda del recinto y jefe de conservación Paul (Brock Peters), la pareja en crisis formada por Steve (David Janssen) y Janet (Gena Rowlands), la otra pareja en ciernes, constituida de momento en triángulo chocarrero por Al (David Groh), Jeff (John Korkes) y Lucy (Marilyn Hassett), verdadera dama en apuros; el apostador que gusta de vivir por encima de sus posibilidades, Sandman (una reedición del Fred Astaire [1899-1987] de El coloso en llamas [The Towering Inferno, John Guillermin, 1974]; Jack Klugman), un sacerdote amigo de la infancia de uno de los jugadores (Mitchell Ryan), y un carterista (Walter Pidgeon) y su cómplice (Julie Bridges), más que dispuestos a hacer el agosto en pleno febrero. Junto a aficionados a tutiplén y los políticos de rigor: todo el mundo quiere que su foto salga en los periódicos, se nos afirma. Un envite no menos chocante, en cualquier caso, que observar cómo todos los presentes entonan su himno nacional, en esta ocasión, bajo la batuta vocal de Merv Griffin (1925-2007), ¡en labor sumamente arriesgada, dadas las circunstancias!

Como es lógico, la trama se focaliza en determinados devenires, aunque el alcance de la tragedia se hace extensivo a todos los asistentes y miembros de las fuerzas de seguridad, que intervienen desde el momento en que es detectada la presencia de un tirador agazapado en la torre del marcador, en el estadio abarrotado. Los antedichos se suman a otras cien mil personas, emplazadas por un evento de gran convocatoria como es un partido de fútbol americano en plena liga (Super Bowl), donde se dirime quién será el ganador, el equipo de Los Ángeles o el Baltimore. Hay quienes disfrutan del partido, en tanto que otros se hayan más angustiados por sus circunstancias. Algo les une, pese a todo, el estar a merced del objetivo del tirador. Para colmo llega el Air Force One, aunque el ilustre pasajero pronto toma las de Villadiego (¡que también ha de quedar cerca de Los Ángeles!).


La identidad del asesino es disimulada por la cámara subjetiva antes de llegar al estadio, como un asistente más, y una vez se encuentra dentro. Era este un recurso visual menos sobado entonces, que potencia el anonimato e impunidad del individuo. Ello permite al director mantener ocultos sus rasgos hasta el final de la película, donde lo único que averiguamos es que responde al nombre de Carl Cook (Warren Miller). Y subrayamos identidad, que no personalidad, pues en efecto, nada sabemos de este nuevo psicópata salvo que perpetra sus asesinatos indiscriminados al azar. Más lineal en este sentido respecto al título anterior, es la deriva argumental. Más abstracta, si se quiere. El objetivo puede ser cualquiera, en cualquier momento.

Pero el intruso es descubierto por las cámaras de televisión del dirigible que retransmite el encuentro. A partir de ahí, el gerente del estadio Sam McKeever (Martin Balsam) se pone en contacto con el capitán de policía Peter Holly (Charlton Heston), que a su vez recurre al cuerpo táctico de élite SWAT, en una unidad liderada por el sargento Chris Button (John Cassavetes); templado, enérgico, buen líder.

Lo interesante es que el suspense se alarga, mientras se trata de evacuar de forma discreta a las personalidades y dignatarios que asisten al partido, y el hecho de que el tiroteo no se produce hasta que el tirador ha sido detectado y faltan solo dos minutos para el cese del encuentro. Algo así como disparar en una sala de conciertos atestada. Momentos antes se ha dado luz verde a la captura del homicida. Y triste es decirlo, da la impresión de que se producen más muertos por el pánico desatado durante el desalojo de las instalaciones del estadio que por el francotirador. La de cosas que pueden suceder o truncarse en un espacio de tiempo apenas perceptible, dos minutos.

(Para los que nos criamos en los ochenta, es inevitable no identificar estas imágenes de ficción con las de la impactante realidad del estadio Heysel en Bélgica).

El tercer sicópata que quiero presentarles tampoco tiene su base de operaciones en ningún congreso. Va tan tranquilo por la calle, no responde a nombre conocido, en lo que es una nueva constatación de la impunidad del anonimato. Aspecto post universitario, poco hablador, solitario, con posibles para poder desplazarse, milimétrico, experto en electrónica. Cambia el fusil por los cacharros automatizados. Está interpretado por Timothy Bottoms (1951). ¿Ocupación? Tratar de sacar a los contribuyentes un millón de dólares (de la época) si no quieren pasarlo mal. Al menos, en los parques de atracciones, porque este es el sugestivo escenario donde se van a desarrollar sus fechorías.

El recientemente desaparecido y estupendo actor George Segal (1934-2021), interpreta al divorciado y vuelto a emparejar (con Susan Strasberg [1938-1999]), Harry Calder, miembro de la compañía de seguros, mantenimiento y seguridad Golden Pacific. Será él quien se vea inmiscuido en el desenmascaramiento y posible captura del extorsionador y asesino, por expreso deseo del mismo. Entre los dos se ha establecido un vínculo desde el momento en que Harry ha apelado a que no se deje de tomar en serio al criminal, y a su “profesionalidad”. Este, por su parte, se desenvuelve en otro buen ejemplo de invisibilidad entre el gentío, en un nuevo espectáculo de gran afluencia. No le importa que los dueños de los parques de atracciones se pongan en contacto con la policía. Tan seguro está de su desempeño. Lo suyo es un chantaje, quiere obtener dinero y tiene plena confianza en sus recursos. Su mente es fría. Para él es un reto enfrentarse a Harry Calder; lo considera un igual pese a ser su opuesto.

Después de que su jefe, Simon Davenport (breve pero siempre bienvenida intervención de Henry Fonda), le dé permiso, o se vea obligado a hacerlo, Harry se dispone a dejarse llevar por las indicaciones de su peligroso comunicante, como su homólogo lo hacía a las órdenes de Scorpio. No lo hará solo, pues cuenta con la ayuda del agente federal Thomas Hoyt (Richard Widmark), y algo menos del teniente Keefer (Harry Guardino, again). Por supuesto que el malhechor le hará subir a la montaña rusa.

Con la maleta del dinero a cuestas, a través del parque de atracciones de Richmond (Virginia), Harry pasa de funcionario grisáceo a explorador de territorios inquietantes, físicos y de la mente. Está tratando de dejar de fumar, pero no deja de oler la chamusquina; tiene más intuición que muchos profesionales de la seguridad. Por ejemplo, sabe que el asesino no podrá evitar dar su siguiente golpe en la inauguración de la descomunal Montaña Mágica, en pleno Cuatro de Julio.


Me ha encantado volver a ver Montaña rusa (Rollercoaster, Universal, 1977), además de por los recuerdos específicos que me trae, por ser una buena muestra de género, entre lo catastrofista y el suspense mejor destilado. Una nueva y bien avenida partitura de Lalo Schifrin, autor referencial de mi infancia (mosqueteros, operaciones dragones, cowboys de ciudad, claves omegas…) engalana la trama. El director fue James Goldstone (1931-1999), responsable del primer capítulo de la imborrable Star Trek (Íd., 1966-1969), una denuncia de la violencia con trasfondo de los derechos civiles, Como el viento (Brother John, Columbia, 1971), las muy apreciables muestras de intriga criminal La noche invita a matar (Jigsaw, Universal, 1968) y Solo matan a su dueño (They Only Kill Their Masters, MGM, 1972), y otras piezas menos destacadas pero entretenidas como El día del fin del mundo (When Time Ran Out, Warner Bros., 1980). Desarrolló casi toda su carrera en la televisión, lo que se manifiesta en alguna imagen con teleobjetivo que, pese a todo, casa bien con el empleo de los binoculares por parte del espabilado facineroso, y en su conjunto, Montaña rusa está muy bien llevada (huyamos de los estereotipados y pobretones comentarios de quienes consideran poco recordadas o viejas películas con más de diez años: el cine no es una cuestión de edad, sino de vibración; lo he repetido mil veces y lo procuro demostrar con cada artículo).

En Montaña rusa los decorados son de Henry Bumstead (1915-2006), nada menos, y la fotografía del versátil David M. Walsh (1931). El guion, de Richard Levinson (1934-1987) y William Link (1933-2020), por más señas, creadores de Colombo (1968-2003) y Se ha escrito un crimen (Murder, She Wrote, Universal, 1984-1996), y buenos colaboradores de Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents, Universal, 1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (The Alfred Hitchcock Hour, Universal, 1962-1965), entre otras. Además, como tantas aventuras lindantes con el catastrofismo, Montaña rusa empleó en las salas el novedoso -y carísimo- sistema de sonido Sensurround (1974-1978), hasta que medio cine se nos venía abajo con tanto ajetreo. Debía de ser muy divertido, la verdad. Tecnicismos aparte, quedan las películas. Y entre el personal asistente a los parques de atracciones de esta, distinguimos un cameo con línea de diálogo de Steve Guttenberg (1958), y con más papel, el debut cinematográfico de Helen Hunt (1963), que interpreta a la hija de Harry. Uno de los chavales de pelo largo que se disponen a subir a la Montaña Mágica es Craig Wasson (1954).

En este sentido, la película procura la virtud de crear escalofríos cada vez que nos volvemos a subir a una atracción, lo mismo que sucedía con el agua tras el visionado de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975).


Una mención especial quisiera dedicar a las voces en español. Principalmente, la de Constantino Romero (1947-2013), principal doblador de Clint Eastwood, y en cometidos menores, pero no menos vistosos, el jefe de televisión de Pánico en el estadio (Andy Sidaris) y el gerente del parque de atracciones Vista del Océano (Michael Bell) en Montaña Rusa. Y por supuesto, la del magnífico Rogelio Hernández (1930-2011), cuya versatilidad se demostró en toda suerte de géneros, y que está a cargo de Scorpio, John Cassavetes y George Segal, respectivamente. Siempre es un placer prestarles oídos, como a otros tantos colegas.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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