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31 marzo, 2019

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Catedral de Granada (fotografía de LJ)
Llega la primavera y siguen las ganas de disfrutar de libros y cine. Tanto que en este último mes hemos recibido más de 19000 visitas. Seguimos con nuestros seguidores habituales, ¡aunque echamos en falta vuestros comentarios! Somos 184 en Blogger, 638 en Twitter y 178 en nuestra página de Facebook.

En este mes hemos atravesado la guerra con Spielberg en Salvar al soldado Ryan o nos adentramos en la selva con La senda de los elefantes. También hemos tenido tiempo para perdernos entre las páginas de los libros, ya sea para empezar la larga travesía hacia la Torre Oscura con El pistolero o para descubrir más sobre nuestro Universo prohibido. Y seguro que algo más descubrirás entre nuestras entradas de marzo, pero nos queda aún mucho más para abril, mes especial este año tanto por el habitual día del libro como, en esta ocasión, por la Semana Santa.

Pronto volveremos a disfrutar de clásicos literarios, seguiremos nuestro camino por el cine de todos los tiempos y, ¿quién sabe?, quizás disfrutemos de música o psicología. No os lo perdáis.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Y para cerrar el invierno, os dejamos con un tema del último disco de La Casa Azul: El final del amor eterno.



"Lee y conducirás, no leas y serás conducido"
                  - Santa Teresa de Jesús (1515-1582)



Otros mundos (XXV): Universo prohibido, de Leo Talamonti

26 marzo, 2019

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El voluminoso y aprovechado volumen Universo prohibido (Universo prohibido, 1966; Plaza & Janés, Otros Mundos, 1970) es casi como una sinfonía de lo paranormal dividida en varios movimientos. Un prefacio, una introducción, los capítulos o cuerpo de la obra, distribuidos en seis partes, y finalmente, un apéndice.

El prefacio corre a cargo del escocés William McKenzie (1909-1996), antiguo profesor de “filosofía de la biología” en la Universidad de Ginebra, y presidente honorario de la Sociedad Italiana de Parapsicología. Toda una personalidad que ofrece un estupendo avance del contenido expuesto por el periodista y divulgador italiano Leo Talamonti (1914-1998).

En este bienvenido preámbulo comenta McKenzie que parece increíble la tenacidad de los prejuicios enraizados en algunos divulgadores científicos, que se consideran autorizados para afirmar, con la mayor gravedad, la inexistencia de determinados hechos (algo que Mckenzie contrarresta con dos ejemplos). Hechos ampliamente comprobados, por mucho que, como sabemos, comprobado no sea sinónimo de explicado, y aún menos de inexplicable. Lo cual nos conduce a aspectos de la naturaleza evidenciados que, justamente por inexplicados, pasan a ser ignorados.

En este sentido, es el de Talamonti un valioso libro divulgativo, por ser informativo. El autor toma la palabra en la introducción y abunda en el hecho de que ahondar en la superficie de las cosas es siempre arriesgado. Mucho más, tratar de ampliar el dominio de los sentidos considerando sucesos y no solo teorías preconcebidas donde ahormarlos. Lejos de querer proclamar solemnemente esta o aquella verdad, el presente trabajo tiende más bien a suscitar dudas sobre la validez de algunas certezas presumidas. Los fenómenos subjetivos no implican, necesariamente, que sean ilusorios (Introducción).


Entrando en materia (¡a veces incorpórea!), los focos de atención son muchos. Por ejemplo, la personalidad de los objetos impregnados o psicometría, o los sueños premonitorios de algunos ciudadanos anónimos o de personajes célebres. Sueños que suprimen las barreras del tiempo y el espacio, más allá de los usuales medios representados por el lenguaje hablado y escrito. No solo no recordamos muchos de nuestros sueños, sino que tampoco parecemos muy capacitados para valorar con exactitud los pocos que retenemos. Como lenguaje simbólico que es desde la antigüedad, el psiquismo humano sigue siendo nuestra capacidad más desconocida y atractiva. Recordemos, como el autor hace, el famoso daimon o consejero de Sócrates (470-399 a.C.) (capítulo I), la inspiración que alentó los últimos trece cantos de la Divina Comedia (La Divina Commedia, 1304-1321) de Dante (1265-1321), o la escritura cuneiforme en sí misma. Hasta la máquina de coser fue inspirada por uno de estos sueños. No en vano, como aseveraba Esquilo (525-456 a. C.), en otra cita recogida por Talamonti, la mente del durmiente tiene los ojos penetrantes.

Curiosamente, alguno de los asombrosos lances descritos por nuestro autor tienen al cineasta Federico Fellini (1920-1993) como privilegiado y curioso testigo (II). Algo a lo que se suma una extraña experiencia auditiva de Jung (1875-1961) (III), y otros sueños y viajes retrospectivos. Inquietante resulta, asimismo, la autonomía de algunos procesos psíquicos respecto a los presuntos soportes del psiquismo y el pensamiento (II).


Prosigue Universo prohibido con incursiones de la mente en el futuro, como sucede con la precognición, esa liberación temporal de las estrecheces del espacio y el tiempo, gracias a un particular estado de conciencia (IV). Apunta el excelente divulgador aspectos interesantes, como que es difícil creer en estas cosas, al menos que se haya tenido alguna experiencia directa. O bien, que no es verdad que nosotros, occidentales, nos hayamos alejado definitivamente de este mundo mágico.

Si hay algo ilusorio es el concepto de presente. Fuera de su predominante esfera, la razón no queda constreñida por los límites más accesibles que marcan el llamado sentido común. Talamonti insiste con tino en que el libre albedrío es, pese a todo, perfectamente conciliable con tales premisas (IV). Más aún, la clarividencia puede ser útil incluso a los poderes públicos (VI).

En efecto, el ser humano es poderoso, pero no por las razones que generalmente se auto atribuye. Ninguna droga alucinógena puede transformar en verídicas las visiones irreales y fantásticas de un sujeto no dotado (II). Existen sensaciones, impulsos o caprichos que aún hoy no han logrado traducirse al claro lenguaje de la conciencia. Aunque hayan tenido una correspondencia objetiva, como las premoniciones acerca del Titanic (V). La pobreza de nuestros esquemas mentales queda de manifiesto ante una realidad que, ante su misma naturaleza, se resiste a dejarse subdividir en categorías (145) (VI). Como ya hemos señalado otras veces en este apartado esotérico-literario de nuestro blog, la duda sistemática bien puede derivar en prejuicio. Una cosa es la duda filosófica y otra el culto a la duda.

Pintura de Sally Trace
En la segunda parte del contenido, titulada las fuentes desconocidas del saber, Leo Talamonti advierte que el espíritu de los tiempos idolatra la velocidad (VII). Progresivamente, no se admite el silencio, todo ha de estar repleto de acción, sin apenas espacio para la auto reflexión. Por eso, en determinadas ocasiones, el inconsciente actúa como un señor absoluto. Lo que nos lleva a la avenencia del arte como intromisión en la voluntad de lo consciente. Abundando en dicha hipótesis, hasta podemos considerar la creación artística como la elaboración creativa y subconsciente de elementos ya adquiridos, provenientes de un depósito de contenidos psíquicos atesorados, donde el cerebro sería el relé que nos permitiera recibir mensajes venidos de un mundo más inmaterial (VII).

El autor también aborda el tema de los niños prodigio, con las consiguientes habilidades que se pueden perder con el desarrollo adulto, o que escapan a la pertenencia de la aristocracia del saber (VIII). Bastan palabras como irracional, delirio o sugestión para liquidar capítulos enteros de la experiencia humana conocidos desde siempre, y despejar el camino de cualquier peligrosa profundización en la naturaleza del hombre (IX, Parte III: Las excursiones más allá de la frontera).

Tras unos bellos apuntes sobre el misticismo (X), en la cuarta parte, el pasado que aflora en el presente, Talamonti hace mención de la mediumnidad de Goethe (1749-1832), que queda descrita con ejemplos, así como de las excursiones mentales que deparan efectos físicos. Acontecimientos inverosímiles de medirse por el rasero de la verosimilitud, donde el parámetro de la distancia es sumamente importante.

Retomando la esfera de los sueños, emergen visiones retrospectivas de los vivos y los muertos. De hecho, ¿podrán vivir los sueños más que sus creadores? De momento, los animales nos sorprenden con su capacidad perceptiva hacia las insólitas interferencias que se dan entre la dimensión psíquica y la física. La peripecia del terrier Héctor para volver a reunirse con su dueño, el oficial de marina mercante W. H. Mante (-) (XIX), es buena muestra de ello. Forma parte de las manifestaciones antropomorfas de la inteligencia animal, y la cosa no queda aquí en cuanto a las criaturas se refiere: otro de los llamativos casos lo remite a Talamonti nuestro decano Antonio Ribera (1920-2001) (XIX). Son incursiones demasiado frecuentes en la dimensión prohibida del universo. Ni todos los fantasmas son teóricos ni todos reflejan situaciones trágicas y dramáticas (XIII), determina el autor.


Con respecto a los falsarios, comenta Talamonti que constituye una auténtica deformación mental pretender generalizar a toda costa sobre la base de hechos inmorales de carácter marginal, esforzándose en ver siempre y únicamente el engaño (XV). Se refiere, claro está, a los que a continuación llama profesionales del escepticismo o dogmáticos del positivismo, personajes más o menos públicos y campanudos que consideran las hipótesis como dogmas, y que parecen estar irremisiblemente ligados a la auto concesión de importancia por vía del descrédito (ajeno); una actitud casi patológica.

En esto consistiría la auténtica superstición. Así, las mentes “rebeldes” sucumben al peso de las dictaduras académicas. Salvo que nos hallemos en presencia de una experiencia que nos obligue a revisar una hipótesis, apartamos con demasiada facilidad la mirada, y no es cierto que la causa de ello sea el método científico, sino las presunciones y debilidades típicamente humanas del investigador, en palabras del profesor de física André Faussurier (-) (XV). De este modo, la pureza metodológica que parece representar la única ambición de ciertos estudiosos, probablemente solo existe como espejismo ilusorio (XVI). Máxime si tenemos en cuenta que ninguna hipótesis consigue cubrir la completa variedad de fenómenos (XVI). Lo que, como digo, no obsta para que se trate el espinoso asunto del fraude, nada incómodo si se sabe establecer una sana diferenciación (entre mediumnidad e ilusionismo, pongamos por caso) (XVII).

La relación mágica con el mundo exterior es la quinta parte de Universo prohibido. En ella no se rompe este hilo conductor, sino que se nos habla de un psiquismo misterioso o impregnación que, algunas veces, se hace extensible a determinados objetos físicos e incluso artísticos. Una vez más, surge la relación de interdependencia y semejanza, o sincronicidad, tal cual fue recibida por el imprescindible Carl G. Jung (1875-1961). En virtud de ello, la naturaleza nunca ha suscrito ningún compromiso de producir solo fenómenos verosímiles (XVI). En verdad que acontecen episodios que se repiten con regularidad casi monótona. Aquí tienen cabida las aventuras extrañísimas de algunos adolescentes y su relación con el fenómeno poltergeist; como sabemos, del alemán espíritu ruidoso o burlón (XVI). Bien podemos asegurar, entonces, que en el marco cósmico de referencia parecen existir grados de desenvolvimiento.


Por otra parte, siempre se ha dicho que de ser todo esto cierto, alguien acertaría la lotería o cualquier otra cosa similar, y el caso es que Talamonti proporciona el curioso caso del hombre que ganaba siempre (XVIII).

Acercándonos al final, en la parte sexta, la mente difusa, el autor insiste en que psique y alma son palabras que no pueden ser usadas porque a algunos les producen fastidio (XIX).

Siguiendo en esta línea, el pertinente apéndice está dedicado a la doble alienación de los estudiosos: el método científico se desarrolló solo en función de un mundo de determinada materia y energía. Por ello, y en un sentido no peyorativo, los representantes de la ciencia son los nuevos sostenedores de una técnica. Sin embargo, siempre es la naturaleza del objeto de estudio lo que debe determinar los métodos aplicables a este. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el fenómeno paranormal depende de variantes que escapan, por su naturaleza, a la posibilidad de una repetición del experimento en condiciones exactamente prefijadas. Doble alienación, concluye Talamonti no sin sorna, porque también se refiere a aquellos parapsicólogos (y divulgadores, añadiría yo) que, viviendo del tema, no creen en la realidad de los fenómenos físicos paranormales. Algo así como los pedagogos que sin haber apenas pisado un aula han arruinado la enseñanza.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


El pistolero (La Torre Oscura 1), de Stephen King

22 marzo, 2019

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Desde los inicios de la literatura, el viaje se ha ofrecido como una vía ideal para la narración de historias. Un periplo hacia lugares ajenos al hogar supone enfrentarnos a retos inesperados y también descubrirnos a nosotros mismos, nuestros límites y nuestras capacidades. En cierta forma, todo viaje es una búsqueda que nos arroja respuestas inesperadas y que nos hace crecer. Por eso, en la Odisea, las aventuras de Ulises en su retorno a casa suponen un viaje en el que no solo nos maravillamos de la magia mitológica que le rodea, sino también de su empeño, fortaleza e ingenio para continuar hasta retornar al hogar. Por eso, las aventuras de don Quijote comienzan cuando decide salir de su hacienda para armarse caballero. Por eso, nos atrevemos a cruzar hasta los más recónditos lugares oscuros de la Tierra Media acompañando a dos hobbits en El señor de los anillos (J.R.R. Tolkien, 1954-5), a la par que un rey afronta su legado y su identidad. Por eso, nos acongojamos de los pasos sin destino de un padre y un hijo en La carretera (Cormac McCarthy, 2006). Por eso existen las road movies donde la historia es el propio viaje en el que los personajes viven experiencias que les marcarán y que revelarán quiénes son realmente. Hay grandes historias ocurridas en la seguridad del hogar o del lugar natal, pero la exploración de un mundo que está más allá de las paredes que nos rodean siempre resultará más fascinante y es la mejor vía para cruzar hacia otros lugares, lugares inexistentes que no podremos visitar de otra forma.

El pistolero (aka La hierba del diablo, 1982) es el inicio de una larga travesía hacia la Torre Oscura. Un viaje que empezó siendo publicada como relatos en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction por un joven Stephen King entre los años 1978 y 1981 y que concluyó en 2012 con la publicación de la octava novela de la saga, El viento por la cerradura. En conjunto, narran el largo periplo del último pistolero, Roland Deschain, hacia la misteriosa Torre Oscura. En esta primera aventura, conoceremos al personaje cuando ya ha empezado su viaje, pero con un objetivo inicial distinto: alcanzar al malicioso hombre de negro.

A pesar de que este argumento pueda parecer sencillo, estamos ante un intricado juego de perspectivas, tiempos y cruces de historias, referencias y personajes que se desarrolla en las cinco partes en que se divide la novela. No se trata de una obra que ofrezca respuestas fáciles a las dudas más básicas que pueda tener cualquier lector inicial, sino que, más bien, va ofreciendo pequeñas pinceladas a interpretar y cientos de preguntas que hacernos para el futuro de la saga. Así pues, no existe ninguna explicación en torno al mundo en que nos situamos, que cuenta con referencias a hechos y elementos culturales propios de nuestro universo, pero que parece situarse en un estado post-apocalíptico, donde se extiende la muerte, la locura, la escasez y la inseguridad. Stephen King recrea un Viejo Oeste aún más perturbado, donde se han extendido las creencias más sectarias e incluso los restos de la vieja tecnología son casi adorados o permanecen en el más absoluto abandono, como una estación de paso de tren o metro. Además, existen múltiples elementos místicos o mágicos, como el propio villano, el hombre de negro, embaucador y hechicero que va tejiendo sus artes oscuras a su paso, o la importante presencia de los sueños, las profecías y la hipnosis. Por no dejar de mencionar el arte del disparo del pistolero, capaz de liquidar a múltiples enemigos sin errar el tiro.

La primera de las cinco partes que componen la novela nos planta in media res en la persecución por el desierto. Capítulo a capítulo, la narración retrocede para contarnos las últimas vivencias del pistolero antes de llegar al desierto, en el momento en que compartió cobijo con el granjero Brown y su cuervo, Zoltan. Estando allí, contará la prueba o la trampa, según se vea, que el hombre de negro le dejó en el pueblo de Tull, transportándonos entonces a una trama extraída del más puro ambiente del Viejo Oeste entrelazado con una historia de terror, posesión, magia y fanatismo religioso. Con esta catarsis narrada por el pistolero, King nos evidencia la personalidad fría y distante del protagonista, su capacidad para afrontar el peligro y, también, la degradación del mundo en que vive. Además, deja entrever también las terribles capacidades del villano para manipular a las personas y causar el caos y la destrucción a su paso. Por otra parte, se hace mención a la hierba del diablo, una planta que provoca adicción y que sirve al autor para referirse a la drogadicción, aunque sea un tema que queda tan solo reflejado en esta primera parte de la obra. Sin duda, como relato, está bastante logrado y muestra algunas de las características propias del estilo de este autor siempre híbrido entre la mezcla del terror, la magia esotérica y los asuntos sociales.


A partir de la segunda parte se inicia un periplo distinto, más cohesionado, pero también más arduo y tedioso, en el que Roland atraviesa el infinito desierto para encontrarse con una estación de paso, donde conocerá al niño Jake Chambers. En la segunda parte de la novela, conoceremos a este muchacho que parece proceder de un mundo bien distinto al que hemos conocido hasta ahora, un mundo mucho más semejante al nuestro. Una primera pista de cómo en la saga de la Torre Oscura se van a entrecruzar universos dispares. A partir de este momento, el pistolero y el niño avanzarán juntos, actuando con cierta frialdad entre ambos, aunque sin poder escapar de la curiosidad mutua y de cierta dependencia. El pistolero temerá encariñarse del niño, dado que, como se nos explica, ya ha perdido, y olvidado, demasiadas veces a quienes quería. Y, además, presagia, como descubriremos finalmente, que la vida de Jake supondrá la última prueba para lograr su objetivo, una última tentación por parte del hombre de negro y una nueva oportunidad para degradarlo.

La presencia de Jake servirá para que Roland nos muestre a través de sus narraciones o sus sueños, provocados por su convivencia con el niño, su propia historia de infancia. Así conoceremos algo más sobre la procedencia de Roland: la forma brutal en que fue entrenado para ser un pistolero, su primer encuentro con la muerte en una sentencia de la que él mismo fue culpable por descubrir la traición de un hombre en el cual confiaba, y su paso por la prueba para convertirse en un hombre dentro de su tierra, Gilead, un reino extremadamente feudal que estaba destinado a liderar como heredero de su padre y de la larga estirpe de Arthur Eld. Sin embargo, el relato es incompleto y tan solo nos deja entrever algunas de las motivaciones del protagonista. Stephen King traza un confuso relato en el que se dejan entrever situaciones intermedias que aún no han sido narradas, pero que resultan imprescindibles para comprender la auténtica naturaleza y carácter de Roland.


No en vano, hay cierta sensación a lo largo de la novela de encontrarnos ante un protagonista por el que difícilmente podemos sentir empatía. No comprendemos sus motivaciones más allá de la pura venganza y aunque tiene una determinación firme, desconocemos adónde van sus pasos realmente. Sobre todo cuando, llegado el tramo final de la novela, habiendo superado situaciones tan dantescas como el ataque de unos mutantes o la travesía por una cueva en penumbra absoluta, todo quede resuelto en una extensa y ambigua conversación que nos interpela a continuar el periplo en los siguientes libros con pocas certezas, demasiadas profecías y casi ninguna sensación de clímax para el argumento principal de esta novela, aunque sí lo haya para varias de sus tramas (el pueblo de Tull, el destino de Jake o dos capítulos de la infancia de Roland).

En definitiva, El pistolero es una novela de cierta insatisfacción. Por una parte, Stephen King crea una ambientación particular e interesante, con su mitología particular y su sincretismo entre universos, donde llegamos a dudar incluso entre lo real y lo ficticio. Además, nos sitúa a un protagonista moralmente ambiguo y juega con dominios que maneja bastante bien: el tiempo, el miedo, la acción y lo esotérico. Sin embargo, por otra parte, no asienta los pilares más básicos que nos permitan entender mejor el inicio de este viaje o de este mundo. No consigue alcanzar ninguna clase de clímax relevante para el ansiado final y la acción acaba decayendo desde el poderoso inicio en Tull, con la salvedad de la presencia de los mutantes. Hay, sin duda, un importante aspecto simbólico en la conversación con la que finaliza la obra, pero que carece de valor hasta que nos sumerjamos en las restantes novelas de La Torre Oscura, en tanto que no ofrece apenas ninguna respuesta a las preguntas que se plantean en esta novela, y sí que nos deja con mayores dudas a resolver en otro momento. Habrá que continuar la senda, esperando que el camino mejore tras la aridez de esta primera novela.


El autocine (LIX): La senda de los elefantes, de William Dieterle

15 marzo, 2019

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Las aventuras exóticas en la jungla o en la selva son un género en sí mismo, dentro del más amplio género de aventuras. De hecho, superponer dos ambientes completamente distintos, uno distinguido por algunos personajes y eso que llamamos civilización, y otro selvático, más misterioso, impredecible y peligroso, reflejo de lo que sucede “ahí fuera”, conectados por la figura del aventurero, sigue siendo un eje argumental y visual de lo más atractivo y disfrutable.

Las palabras introductorias con que se abre el relato de La senda de los elefantes (Elephant Walk, Paramount, 1953; estrenada al año siguiente) se disponen en la forma clásica de un libro o diario. Sintetizan de modo ejemplar la atmósfera de la historia y anticipan algunas de las situaciones que se van a desarrollar. Estamos ante una amenaza casi en forma de maldición (y con culto incluido, como se verá), derivada de dar muerte a la pareja de un elefante de Ceilán (ahora Sri Lanka), en Bengala. Una figura venerable y simbólica.

El mal se quedó flotando en la senda de los elefantes, asegura la voz narrativa del protagonista masculino (omnisciente o, en cualquier caso, a elefante pasado). Además, la vivienda colonial del personaje intercepta físicamente el camino que, de forma natural e instintiva, han venido empleando los paquidermos desde hace siglos (y tratan de seguir usando). Al igual que mi padre, yo los he desafiado, asegura el plantador de té John Wiley (Peter Finch) desde su arrepentida altivez. Por algo no se puede ir en contra de la naturaleza, por muy adaptable que esta se nos antoje. El entorno natural siempre recupera lo que le pertenece. Todo lo que ha sido conquistado o arrebatado de forma artificial, está condenado a desaparecer si no se cuida; como ese amor que fácil llega y fácil se va. A la naturaleza no se la puede ahuyentar.


Estando de visita (¿de cacería?) en el pluvioso Londres, John ha entablado relación con la joven dependienta de una librería, Ruth Laity (Elizabeth Taylor). Se trata de un establecimiento donde, tras la guerra, se alquilan e intercambian ejemplares de libros. Esto también puede presentar un bonito simbolismo. De las aventuras que Ruth recomienda en forma impresa, pasará a vivir una realmente. Del mismo modo, si él es el extranjero que coloniza (en un amplio sentido), ella va a ser la forastera que llega de nuevas a una cultura y entorno distintos, además de a un nuevo estado civil. En definitiva, Ruth es la persona con la que nos identificamos.

Juntos arriban al aeropuerto de Colombo. Alcanzados los terrenos de Wiley, el realizador William Dieterle (1893-1972) presenta un plano donde, de forma gráfica, confronta al viejo macho de elefante con el vehículo en el que viajan Ruth y John. Tras esta anticipadora advertencia, el flamante matrimonio arriba a una acogedora casa con multitud de sirvientes y algunos amigos vividores. Un confortable palacio en medio de la selva.

Allí les espera Appuhami (Abraham Sofaer), el mayordomo, portador de ese sexto sentido nativo para apercibirse de las cosas (si bien, su apriorístico criterio acerca de Ruth yerra). Resulta interesante este personaje dominante y elitista, ya que considera que ella es poco menos que una intrusa (algo así como de bajo rango) y, en cualquier caso, que no pertenece a la Senda de los Elefantes, nombre por el que, por sinécdoque, también se conoce a la casa. Appuhami rinde culto, como antes adelantaba, al padre de John, el fallecido Tom Wiley, cuya tumba se sitúa en el jardín de la finca. Pese a la observancia de tales ritos y tradiciones, esta servidumbre no es compartida por el descendiente, en lo que es una idea argumental que nos retrotrae a la situación que se daba en Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940).

El hecho de que el padre de John esté enterrado en el jardín, pero la esposa lo esté en Inglaterra, dice mucho respecto al desentendimiento de los progenitores. Un desencuentro que parece perpetuarse. No le gustaba esto, sintetiza Appuhami refiriéndose a la madre de John. Ahora bien, aunque la sombra de Tom Wiley es alargada, no cobija al hijo. Para el resto, tal dependencia emocional y psíquica se manifiesta desde la tumba y, como en Rebeca, a través del retrato del difunto. Ante la primera se postra Appuhami pidiendo consejo, en lo que es un conjunto funerario al que se añade una habitación cerrada con llave, como mandan los cánones del retrato psicológico de la época. En este sentido, hasta John puede ser visto como un médium (casi un poseído) respecto a su progenitor; o al menos, se juega con la idea de que se trate de su natural reencarnación (aunque más tarde el relato desemboca en otro río, es decir, que John sabrá reaccionar a tiempo).


Lo cierto es que la narración no pierde un minuto, avanza de modo continuo arrinconando emocionalmente al espectador. Algo así como el montaje que resume la elaboración y empaquetado del té. En suma, un compendio acelerado de lo que son las relaciones humanas, en espléndido tecnicolor fotografiado por Loyal Griggs (1906-1978), en torno a la escritura de John Lee Mahin (1902-1984), basada en una novela de Robert Standish, alias de Digby George Gerathy (1898-1981), publicada en 1940. La tramoya del relato está, por lo tanto, bien formulada, incluyendo esa incomprensión entre los principales protagonistas, en una premisa compartida por la inmediatamente posterior Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, Byron Haskin, 1954).

A lo que parece, John ha sido franco con Ruth. No le ha hablado de su dinero, en tanto que ella se ha enamorado allende esta circunstancia. Pero la situación emocional se complica cuando entra en escena Dick Carver (Dana Andrews), el segundo al mando de la factoría empaquetadora de John. El vaivén emocional hace que, en la “segunda fase” del conflicto, John Wiley se nos muestre como uno de esos tipos que repite continuamente te quiero pero no lo demuestra, o raras veces. Una vez logrado su trofeo amoroso, sobrevienen la desidia y el desinterés, sacando a relucir su mal carácter, o mostrándose cariñoso y arrepentido solo cuando anhela el contacto físico. Para agravar aún más la situación, el odio contra el padre es contenido por el alcohol. Lo cual no es de extrañar, habida cuenta de que a este hasta se le brinda una poco voluntaria conmemoración anual, por parte de sus allegados y de todos los empleados de la fábrica. Una pascua lúgubre, en palabras de Dick.

Cuando toda esta situación inestable queda al descubierto, el entendimiento entre el joven matrimonio al fin parece factible. Pero cuando esto sucede, Dick pasa a mostrar su propio e instintivo egoísmo. Así será hasta la morrocotuda y espectacular llamada de la selva con que concluye la película. Recordemos que en el apartado técnico hemos de distinguir la labor del especialista en efectos visuales John P. Fulton (1902-1966), la música de Franz Waxman (1906-1967) o el vestuario de Edith Head (1897-1981).


Por su parte, en otro acertado plano, William Dieterle muestra cómo Ruth queda aislada de la algarabía de los hombres, que juegan al billar. Con la excepción de Dick Carver, que ejecuta una pieza al piano. Visualmente (antes que argumentalmente), queda claro que el destino de ambos es encontrarse y tratar de conocerse (no necesariamente sostener una relación). Carver queda definido como poco sociable. Con posterioridad, el director vuelve a encuadrar a Ruth junto al piano, una vez que Carver se ha marchado, y con el irreductible grupo de amiguetes de John al fondo del plano. Como advertía, amigos, banquetes y recepciones se esfumarán como el aire. El “colmo” los presenta jugando al polo en bicicleta: una ilusión edificada en plena selva, o la constatación de una etiqueta que está fuera de lugar.

Así mismo, estupendo es el instante en que Ruth se hace con las llaves de la habitación cerrada, donde descubre un segundo altar; así como la visita a unas ruinas sagradas con Dick. También la imagen de Ruth a solas en su lujoso dormitorio resulta bastante descriptiva. Diríase que está alegóricamente perdida entre los estupendos decorados diseñados por el excelente Hal Pereira (1905-1983), donde sobresale otra elocuente escalera en el interior de la vivienda.


Como podemos observar, todo este escenario físico es el trasfondo de una aventura emocional e iniciática, al igual que sucede en empeños anteriores o posteriores, caso de El velo pintado (The Painted Veil, Richard Boleslawski, 1934), Las minas del rey Salomón (King Solomon’s Mines, Andrew Marton & Compton Bennett, 1950), Tempestad sobre el Nilo (Storm Over the Nile, Zoltan Korda & Terence Young, 1955), Misión en la jungla (The Sins of Rachel Cade, Gordon Douglas, 1960) o Camino de la jungla (The Spiral Road, Robert Mulligan, 1962); unas más centradas en la aventura y otras en el melodrama.

Son plasmaciones que, como decía, exponen dos ambientes distintos, complementarios solo a veces (incluida la típica y colorida celebración nativa), filmados a caballo en escenarios naturales y decorados de estudio; incluso echando mano de algunas socorridas transparencias. La senda de los elefantes es un buen ejemplo de todo ello, en el sentido más positivo de la expresión.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Taxus 2: La Cabra, de Isaac Sánchez

10 marzo, 2019

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Volvemos al mundo de Taxus tras El último en llegar (2017), aquel primer tomo que nos trajo Isaac Sánchez como inicio de una trilogía de cómics escrita y dibujada por él mismo. Continuamos por tanto adentrándonos en este particular universo invadido por la mitología cántabra, que a pesar de su cercanía, nos resulta poco conocida, al estar eclipsada por las populares mitologías griega, nórdica y egipcia. No obstante, el relato no es un mero compendio mitológico, dado que su creador ha sabido hilar una historia atractiva donde caben tanto múltiples referencias graciosas y hasta absurdas con una tensa trama donde el bien y el mal se confunden, se juega con las apariencias y se profundiza en los deseos y anhelos más recónditos de los seres humanos, o más inquietantes, según el caso.

Taxus 2: La Cabra (2018) continúa lo ya creado mostrándonos las consecuencias del primer tomo y ahondando sobre todo en el pasado de uno de sus protagonistas, que hasta el momento era el más enigmático: Laro. Debemos hacer notar que en el desarrollo de La Cabra pesa el hecho de ser un capítulo intermedio, que no acaba por resolver ninguna de las tramas, que incluso empieza alguna nueva y que resulta más abrupta en la narración del argumento principal que en el primer volumen, que se cocía a un ritmo más sosegado mientras Benito conocía el nuevo mundo al que estaba accediendo.

En esta ocasión tenemos dos partes bien definidas y separadas. En primer lugar, nos sumergimos en el pasado de Laro, donde conoceremos una historia marcada por el amor y la desgracia así como por el deseo recóndito de este personaje de resurgir, de superar su situación para acabar con su sufrimiento. Seremos testigos de su llegada a este mundo, con la bienvenida que le otorga Primere y un repaso a algunas de las lecciones que ya conocimos en el anterior tomo, cuando fue Laro quien recibió a Benito. Isaac Sánchez no deja al azar los acontecimientos y conecta bien la aparición del ojáncano. En cierta forma, se hace hincapié siempre en las consecuencias que todos los actos de los personajes tienen, por insignificantes que parezcan. También encontramos en esta narración el origen del mal que parece agazaparse como la amenaza para este mundo y para los habitantes de Ciudad Fuente.

En segundo lugar, y siguiendo con las consecuencias, veremos cómo evoluciona Benito como un vecino más de la ciudad que le acogió con los brazos abiertos. A partir del giro con el que se cerró el primer tomo, veremos cómo se manifiesta la personalidad de este personaje cuya apariencia nada tiene que ver con su auténtica naturaleza, una forma de ser que le lleva a seguir los pasos necesarios para una catástrofe. Anjara, por su parte, con una aparición algo menor en este tomo, pero importante partícipe de la historia, trata de liderar Ciudad Fuente tras la muerte de Primere. Como en el anterior tomo, encontramos cierta lentitud inicial, necesaria para mostrar al lector dónde nos situamos, para después pasar a un acelerón de acción. Pero en este caso, ese cambio de marcha está más descompensado y resulta algo abrupto, dado que existe una desconexión entre la primera parte, con el pasado de Laro, con la segunda, centrada en los precipitados acontecimientos, aunque se suponga que pasen varios días, de la ciudad. 

Si bien se nota el peso de ser un capítulo intermedio en esta trilogía, se percibe el mimo y el cuidado que pone Isaac en su creación, no solo por su dibujo y su sobresaliente ambientación con las criaturas de la mitología cántabra, sino también por la forma en que aborda y trata a sus personajes. Destaca en especial la forma en que nos narra el pasado de Laro, que nos ofrece una perspectiva más profunda sobre este peculiar y misterioso personaje del primer tomo, y que es de lo más destacado de este volumen junto a la exploración psicológica de Benito y, por qué no, de la perturbadora presencia de la cabra. También se nota que la historia está orientada desde el principio y podemos sentir que todas las dudas abiertas o los giros argumentales han sido meditados para lo que será la conclusión de este periplo. Un final que estamos deseando conocer en el tercer tormo. Sin duda, Taxus se está erigiendo como una obra muy recomendable por su buena edición, su esmerado dibujo y color, sus múltiples fuentes y referencias y su originalidad.


Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg

06 marzo, 2019

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Si llegamos a este momento de la historia, fue por el sacrificio de muchos que nos antecedieron. La guerra ha sido intrínseca al devenir humano, a las ansias de poder, a la defensa de unos valores. Y a ser una muestra de la brutalidad del ser humano, capaz de centrar todos sus esfuerzos en encontrar la manera de acabar con los demás para acabar imponiéndose. Al iniciar la contienda en Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), comienza la barbarie. Cadáveres que se amontonan en el agua o en la arena, lo que antes fueron personas con una vida, con un pasado, con alguien que les quiso, ahora tan solo vísceras y sangre, ¿para qué vinimos aquí? La duda huye cuando la única certeza es la lucha por las supervivencia.

Los primeros minutos que nos muestra Spielberg no ensalzan la guerra, la detestan, apuntando de lleno al precio tan elevado y cruento de las mismas, por necesarias que puedan parecer. No era la primera ocasión en que se acercaba al tema de la Segunda Guerra Mundial, algo que había hecho desde perspectivas tan distintas como entramos en la comedia 1941 (1979), el viaje retratado en El imperio del sol (1987) o el duro drama de La lista de Schindler (1993). En esta ocasión, se sumerge en un terreno más bélico, algo que evidencian sus primeros veinte minutos de metraje, dedicados al desembarco del ejército estadounidense en la playa de Omaha dentro de la operación de invasión de Normandía. La película se desarrolla en tres actos, dentro de los cuales observamos sus propios arcos de introducción, nudo y desenlace, lo cual da una buena muestra de su capacidad narrativa. Todo ello enmarcado en un gran flashback al que volveremos al final para comprender quién es el anciano (Harrison Young) del principio y a qué se debe su reacción y actitud ante el cementerio de los caídos en combate.

En primer lugar, encontramos el ya mencionado inicio con el desembarco. Se trata de una larga secuencia que entremezcla la dureza de las muertes de los frágiles soldados estadounidenses ante las metralletas enemigas con la perspectiva desde el lado enemigo, en un plano-contraplano que da buena muestra de cómo se desarrolla la acción. En esa deriva de sangre, vísceras, gritos, disparos y bombas, seguimos a un capitán, que luego conocemos como John H. Miller (Tom Hanks), junto a otros soldados que logran sobrevivir y atacar el fuerte nazi, desmantelándolo y tomando la posición junto a otros supervivientes. En estos minutos de confusión intencionada, Spielberg aprovecha la ocasión para retratar con escenas significativas a los personajes que después acompañaremos, empleando un evento general para detallar comportamientos concretos que llegarán a ser decisivos posteriormente. Finalmente, el cierre de la secuencia es abrupto y nos lleva a un despacho en Estados Unidos, cuando el general George Marshall (Harve Presnell) toma la decisión de solicitar el rescate y el envío a casa del soldado James Francis Ryan (Matt Damon), con la intención de evitar que una familia completa quede destrozada por la guerra, al ser el último hermano superviviente de los cuatro que eran. Se trata de un cambio abrupto de tono que nos empuja hacia el segundo acto, más concreto y alejado de la acción histórica.


En segundo lugar, tendremos el periplo de los hombres que compondrán el equipo de rescate, liderado por John H. Miller y compuesto por hombres de su compañía y un traductor de otra división. Este tramo será el más largo y donde se concrete más en los protagonista de esta historia. Como sucediera en El imperio del sol, atenderemos al viaje de estos soldados por un medio hostil mientras contemplamos sus lazos de camaradería y el desarrollo de sus personalidades, algunas de las cuales están definidas desde la secuencia del desembarco.

Así tendremos a Michael Horvath (Tom Sizemore) como segundo del capitán, un hombre responsable que seguirá las órdenes de Miller con total obediencia, siendo el más disciplinado de los soldados, a Richard Reiben (Edward Burns), un miembro más díscolo, que no comprende el sentido de la misión de rescate, pero que respeta al capitán y acaba por convertirse en una figura relevante, con un cambio en su forma de ser a lo largo de la película, al médico de guerra Irwin Wade (Giovanni Ribisi), un hombre delicado y frágil, siempre tratando de salvar la vida de sus camaradas, al frío y preciso francotirador Daniel Jackson (Barry Pepper), un hombre de fuertes convicciones religiosas con un carácter distante y sanguinario, o los más bromistas e imprudentes Stanley Mellish (Adam Goldberg) y Caparzo (Vin Diesel, en su primer papel relevante, aunque menor, dentro de la industria). A ellos se unirá Timothy E. Upham (Jeremy Davies), el mencionado traductor, un hombre temeroso de la guerra, de moral inquebrantable e idealista, demasiado bondadoso para la batalla y que será uno de los personajes cuya perspectiva y evolución más sigamos, junto a la del propio capitán. No en vano, seremos testigos de su integración en la dinámica de un grupo en el que ya existían lazos de fraternidad anteriores.


Durante su recorrido encontraremos distintos puntos de inflexión para el grupo, que incluyen desde discusiones entre ellos hasta algunas muertes. Todo el viaje queda estructurado en pequeños tramos con conflictos de distinto carácter: una ciudad que está siendo tomada por las fuerzas estadounidenses enfrentándose a los soldados nazis restantes, un francotirador al que hacer frente, un puesto de metralletas enemigo, la discusión por decidir si dejan vivo o matan a un alemán capturado o hasta el encuentro con un campamento aliado en el que los personajes interpretarán una cruel escena jugando con las chapas de los caídos frente a otros heridos, siendo reprendidos por Upham. En este sentido, encontramos ocasionalmente lgunas secuencias tan poéticas como demoledores, como el momento en que la madre de los hermanos Ryan recibe la noticia o el monólogo de Wade recordando a su propia madre. Spielberg combina a la perfección y de forma equilibrada los momentos de acción virulenta o tensa con momentos relajados, en los que los personajes ríen, bromean o reflexionan sobre su vida, llegando incluso a virar repentinamente de uno a otro para mostrarnos que no están a salvo, que estos soldados se juegan la vida a cada momento porque están en territorio hostil y en plena guerra. De esa forma, la cercanía y empatía del espectador con los personajes aumenta y lamentamos con más fuerza la caída de uno de ellos, sobre todo cuando sobreviene repentina e injusta.

En tercer y último lugar, tendremos un tercer arco dedicado a la defensa de un puente primordial para el ejército estadounidense y muy relacionado con la misión de rescate de nuestros protagonistas. Dentro del equilibrio de Salvar al soldado Ryan, estas últimas secuencias son más virulentas, como lo fue el inicio, y notamos de nueva una desigualdad de fuerzas y una brutalidad como la que encontramos en el desembarco. No obstante, son la inversa de aquellas iniciales, dado que mientras que la tensión y la violencia golpeaban al primer tramo desde su comienzo para después pasar a unas secuencias más relajadas y preparativas del segundo arco argumental, aquí encontramos los preparativos defensivos previos unidos a algunas importantes escenas relajadas y amenas. Se suceden las conversaciones finales entre los personajes, donde contemplamos a Upham como uno más de la división, o donde Miller nos volverá a mostrar su lado más humano y alejado del rol que le ha tocado vivir en esta guerra, recordando su hogar, a su mujer y la vida a la que espera regresar.


Conforme la batalla avance, y dentro del juego catártico, encontraremos un anticlímax donde todo parecerá perdido para nuestros héroes, representado finalmente por la figura del capitán Miller haciendo frente a los alemanes disparando las últimas balas de su pistola. En estas escenas finales, contemplaremos cómo han cambiado los personajes: Reiben acabará por convertirse en el defensor de esta misión y Upham obtendrá una venganza que iba contra su moral inicial. Spielberg resuelve con contundencia esta aventura bélica y trágica, que se cierra de la misma forma en que empezó.

En definitiva, el director nos muestra una gran película bélica, en el que imagen y sonido cobran importancia paralela y donde viajamos por varios terrenos propios del ser humano. Nos acerca a las personas detrás de los personajes, nos encierra en sus miedos gracias a sus planos y nos muestra la barbarie de la guerra sin dejar que le tiemble el pulso ante la realidad cruel y espantosa de la muerte violenta, algo que deja claro desde la declaración de intenciones que supone el primer tramo de esta obra. El final de Salvar al soldado Ryan, que no desvelaré, es una invitación a reflexionar también para el espectador, dejando una pregunta retórica en el aire que nos señala también a nosotros: ¿somos dignos de los sacrificios del pasado?


Para el sábado noche (LXXX): Saint Jack, el rey de Singapur, de Peter Bogdanovich

02 marzo, 2019

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Una panorámica introductoria y circular, que sirve de vehículo a los títulos de crédito, nos proporciona la primera toma de contacto con el Singapur de los años setenta (en otro momento de la narración podemos observar un cartel que anuncia el famoso viaje de Richard Nixon [1913-1994] a China). Aun así, los sentimientos que se exponen en la película son atemporales e invariables. Pese a que están ligados a unas coordenadas geográficas y a unas circunstancias particulares, tanto personales (de los personajes) como temporales (la época), estos trascienden tales condicionantes, facilitando la identificación con los protagonistas. No obstante, el marco en el que acontecen queda tan bien expuesto, que parecen consustanciales a este, siendo uno de los primeros aciertos que podemos observar en la espléndida Saint Jack, el rey de Singapur (Saint Jack, New World Pictures-Orion-Warner Bros., 1979). 

Dirigida por el versátil Peter Bogdanovich (1939), en la que fue su década dorada y más creativa, y producida por el no menos talentoso trotamundos Roger Corman (1926), que ya le sirvió de soporte para su primera película, la no menos apreciable El héroe anda suelto (Targets, Paramount, 1967), Saint Jack comparte producción con el empresario y editor de Playboy Hugh Hefner (1926-2017), lo que, teniendo en cuenta el contenido expuesto en la película podríamos llamar, como en filología, una adecuación textual

Desconozco la novela de Paul Theroux (1941) en que se basa la adaptación, pero el autor del libro, publicado en 1973, es uno de los responsables del guion de la misma, junto con Howard Sackler (1929-1982) y el propio Bogdanovich. 

La historia se centra en Jack Flowers (Ben Gazzara), un personaje muy conocido por entre la cadena de burdeles que se reparten a lo largo y ancho de la ciudad china de Singapur. También prepara encuentros amorosos con los gerifaltes políticos y militares. Pero todo esto, aun sin perder de vista la vertiente más amarga, no se contempla de forma sórdida, sino familiar y desinhibida, en correspondencia con el carácter abierto y conciliador de Jack (que son los ojos y el ánimo con que vemos cuanto le rodea). Su sueño es poder regentar su propio local, tratando con corrección a las muchachas, pero con el problema de depender financieramente de los cabecillas chinos y no disponer de un visado. Al margen de lo que podamos pensar de una figura así, Jack Flowers aún se rige por unos principios básicos. 


Un inspector nuevo viene de Hong Kong. Es inglés y su misión consiste en auditar las cuentas de este particularísimo y ancestral negocio, que en Singapur se lleva a rajatabla. Su nombre es William Leigh (el estupendo Denholm Elliot), y pronto traba amistad con Jack. Le sorprende la familiaridad con que Flowers es tratado, su don de gentes y el aprecio que le es dispensado por los lugareños (de la calle, y no solo dentro del negocio de la prostitución). Sin duda, Jack Flowers está en su terreno, aunque sea de Búfalo (EEUU). Casi nada -ni nadie- se le escapa, posee un buen número de recursos. Por más que lo tilden de chulo, estamos ante un proxeneta de saludable desparpajo. Es difícil decir lo que somos, admite Jack, cuando William le pregunta por su actividad. 

Flowers hace su carrera particular recorriendo las calles y tugurios de la ciudad, envuelto en el ambiente fosforescente y algo neblinoso de este Singapur. Un escenario real donde el sexo se oferta como la cerveza (juntos en la mesa de un bar). Hasta los taxistas los hacen así. Podríamos decir que el sexo está en el aire. Con lo que, por un lado, sobresale dicho tratamiento familiar, y por otro, se corre el riesgo de perder de vista la perspectiva ética por parte de quienes rodean al principal intérprete. 

En cuanto a William, el contable se muestra honesto y educado, siendo para Jack, de alguna manera, como un igual, aunque en severo contraste con el retrato vivaz y descarnado de sus compatriotas, que pululan y vegetan alrededor de la barra del bar de un antiguo edificio colonial. William comparece puntualmente cada año para ejercer sus funciones administrativas; en Saint Jack casi todo responde a analogías, más allá del tratamiento frontal del tema. 

El lado mezquino y oscuro lo representan los gángsters, estafadores, políticos y policías corruptos al servicio de los primeros; gente de la peor calaña, como se le recuerda a Jack Flowers (aprovecho para señalar la buena labor de doblaje de Héctor Cantolla [1946], en la que, como era de esperar, no andaba lejos el gran José Martínez Blanco [1931-1990], prestando su inconfundible voz al personaje interpretado por George Lazenby [1939]). 


Precisamente, con el suceso del senador (Lazenby), al que de forma oportuna no se le proporciona un nombre, aunque sí las atribuciones de político y hombre de familia, será que se produzca un quiebro argumental en el trayecto vital del rey de Singapur. Este es el primer asunto verdaderamente sucio en el que se involucra Jack (y no deja de tener gracia que se refiera al ámbito de la política más que al del sexo, que es tan solo el concurrido vehículo para lograr desacreditar a un cargo público). Y es que a lo largo de la narración asistimos a un cambio de tono que, con carácter soterrado, se acompaña del transcurrir de los años; y aunque el espacio de tiempo no es extenso, sí que resulta determinante y pone a prueba a nuestro protagonista. Pese a todo, Jack resiste, es paciente, tolerante, honesto (le devuelve la cartera a un cliente), y no permite las drogas cuando abastece al ejército. Su carácter está tan bien dibujado que hasta el destino injusto y trágico de William le reafirma en su conducta. 

En este cambio de tono al que nos referimos ha de ver Eddie Schuman, un personaje interpretado por el propio realizador de forma convincente. Es por mediación de Schuman que, tras el enfrentamiento con una triada china y la pérdida de su local de alterne, Jack pasa a servir al ejército norteamericano, proporcionando prostitutas a los soldados. Pero ni siquiera esto es permanente, pues las tropas se hayan en progresiva retirada tras el desaguisado de Vietnam (1955-1975). De este modo, Jack Flowers parece condenado a tener que reinventarse una vez tras otra. Es un superviviente nato, como certifica el encuentro organizado para un cliente con dos travestis, a los sones de la música de John Barry (1933-2011) y Louis Armstrong (1901-1971). 


Cinematográficamente fue el mejor de los tiempos; un periodo de apertura entre los incontestables logros clásicos y la distintiva modernidad conceptual y fílmica de aquella época; la riqueza de la década de los setenta no ha sido sobrepasada. Sin embargo, a pesar de lo arriesgado y cavernoso del tema, no lo son el ambiente ni los principales protagonistas (Jack, William o la prostituta china Judy [Judy Lim]). Bogdanovich, además, recurre a sutiles movimientos con la cámara, como cuando Jack atiende a sus chicas o percibe un coche sospechoso en las inmediaciones de su local, aún por inaugurar. 

Como queda dicho, con la retirada de los solados tras Vietnam, el colorido cambia, y aunque el día parece dar paso a la noche de manera más visible y simbólica, prevalece la honestidad del personaje. Hay que retirarse a tiempo, le recuerda William; si bien, por mucho que las circunstancias estén cambiando, intuimos que a Jack aún le queda cuerda para rato

Callejones, recovecos, hoteles de primera y de tercera, ventiladores, té a raudales, arrabales, neones, luces rojas y otras tantas líneas rojas acatadas o sobrepasadas, se solapan con esos inolvidables momentos en que Jack Flowers observa al senador y a su joven acompañante masculino. Un encuentro furtivo, a escondidas, que Jack sabe dignificar cuando rechaza ser partícipe de la propuesta de chantaje. 

Escrito por Javier Comino Aguilera


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