El viento en el pórtico, de John Buchan

19 mayo, 2023

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Lo variada que es la naturaleza humana. Por eso es ridículo limitarla a un solo campo de experimentación.

De polivalencia también sabía el personaje del que hoy nos ocupamos. Miembro del Consejo Privado de su Majestad, teniente adjunto de la Corona, político, diplomático, gobernador, corresponsal… Cuesta imaginar que, con una vida tan ajetreada e intensa, el escocés John Buchan (1875-1940) tuviera tiempo de escribir. Pero lo tuviera o no, el caso es que escribió. Y con notable fortuna, ya que Buchan llegó a convertirse en un autor sumamente popular. Al punto, que una de sus piezas más logradas, Los treinta y nueve escalones (The Thirty-Nine Steps, 1915; Losada, 2014), fue objeto de dos adaptaciones cinematográficas de calado. La soberbia versión de 1935, a cargo de Alfred Hitchcock (1899-1980), y la más fiel al libro y filmada a color, de 1978, dirigida por Don Sharp (1921-2011).
 

Pero ahora, Valdemar, en su colección Gótica, ha rescatado de entre las llamas del olvido El viento en el pórtico, trece cuentos de ficción oscura (The Watcher by the Threshold and Other Tales, 1902; Valdemar, 2022), donde el rasgo más característico y relevante, es que la siempre anhelada explicación natural, se solapa con la indeseada -para algunos- explicación sobrenatural. Allá ellos, Buchan no tiene reparos en jugar de continuo con la duda. En algunos casos, como veremos, sin mucho margen para el reparo epistemológico. No es necesariamente una ambigüedad, como una complementariedad la que sustenta estas páginas. Seguir escindiendo ambos conceptos, natural y sobrenatural, es simplón y anquilosado.

Inspirándose en vivencias propias y ajenas, John Buchan se ampara en la historia y el folclore de su Escocia natal. Recientemente hablábamos de Stonehenge como escenario de cultos y ceremonias en estrecho contacto con la naturaleza, formando una única naturaleza. Estos relatos son espacios que recuperan y reclaman el lugar para lo mágico, aunque a veces se revista de ominoso. También al otro lado existen las fuerzas positivas y negativas.
 

Un caldo que también sazonaron Graham Greene (1904-1991) o John Mortimer (1923-2009). Y hasta Miguel de Cervantes (1547-1616), y tantos otros, en otras esferas proclives a los escenarios mágicos.

La presente selección se inaugura con El vigilante en el umbral (The Watcher by the Threshold, 1900). Henry es un viajero en el montañoso -y engañoso- distrito escocés de More, tierra sagrada de razas antiguas, en una fecha indeterminada, que se pasea por la década de 1890. Lo primero que llama la atención es el soberbio empleo de los adjetivos para (re)vestir las imágenes. Así mismo, hasta qué punto el estado de ánimo influye en el paisaje, y viceversa. Una de las señas de identidad del Romanticismo. Admití avergonzado para mis adentros que estaba de un humor de perros. La carta de la prima Sibyl da al traste con la tranquilidad de espíritu del protagonista. El esposo de Sibyl parece estar muy enfermo.

La casa del matrimonio acrecienta esa sensación de comodidad en medio de la nada. Un oasis rodeado de incertidumbre. Esa apreciación de vacío es otra de las características más destacables del género, incluso en el interior de las urbes. Buchan sabe desenvolverse en un concepto no siempre bien asumido; en este caso, el espacio ocupado una vez por antiguos pictos y romanos (el mejor epítome de esta traslación espacio-temporal lo encontramos en Ambrose Bierce [1842-1914]). Una inasible perturbación del ser humano que entra en contacto con la plenitud del entorno natural.

En este sentido, lo que conviene advertir es la doble naturaleza de la naturaleza misma. Que unas veces resulta beneficiosa para nosotros, y otra perjudicial, no solo en las manifestaciones más ruidosas y espectaculares a las que estamos tristemente acostumbrados. Su doble vertiente de hacedora y destructora, incluso perversa. O al menos, indiferente (aunque no creo demasiado en esto último: todo debería tener su razón de ser, por doloroso que resulte).

Ambas facetas son, una vez más, complementarias, más que opuestas. Un aspecto que está (pre)destinado a subvertir un aburrido racionalismo burgués, empleado para encontrar razones a todas las cosas del cielo y la tierra (op. cit.).
 

El vigilante en cuestión es “Justiniano” (482-565 d. C.), emperador de Bizancio. Una impregnación, o posesión de la naturaleza. El terror activa a sus actantes de forma oblicua, es decir, el principal protagonista y acostumbrado narrador, no experimenta de forma directa los acontecimientos extraños, sino que los advierte y adopta a través de los efectos y consecuencias que se traman en las gentes que le rodean. Amigos y allegados. Esto se hace evidente desde el primer relato, extendiéndose como una infiltración. Lo que me lleva a una conclusión compartida por tantos autores de esta literatura de género, muchos de ellos tratados en la presente revista electrónica. ¿Lo que ven nuestros ojos y perciben nuestros restantes sentidos, es lo que ven y perciben los demás? Mejor la negra noche que el horror intangible del interior (op. cit.). Había sido arrancado de nuestra pulcra y alegre vida moderna, y llevado a las brumas de antiguas supersticiones (íd.). Estas experiencias y sensaciones apenas definidas son una pugna continua por ensanchar la razón, más allá de la esfera de la mera sugestión.
 
Relato alegórico con ribetes de anticipación, donde lo que prima es la atmósfera, tanto física como psíquica (la una conlleva la otra), en Basilissa (íd., 1914), los recuerdos de Vernon de las pesadillas de su niñez son borrosos. Intangibles y psicológicos, la definición del miedo. Son la descripción de una angustia, una concatenación de impresiones manifestadas en un espacio reducido: externo e interno. La casa y el propio Vernon. Con lo cual expandimos el antedicho campo de visión personal a lo espacial, a los lugares, antes hollados por otros.

El sueño era un horror implacable. También son estos recuerdos la expresión de un carácter. Más aún, una biografía narrada por un tercero, un fiel amigo. Basilissa es el texto de una premonición (una pareja que se ha anhelado por separado), bajo los auspicios de la mitología, y un sueño que se hace realidad. Participando de ese nivel que sobrepasa lo material, es el nombre dado a la dueña de la Tierra en Corfú (Grecia). Y aunque, salvo para determinadas invocaciones, los nombres son lo de menos, lo que sí sobrevive son las entidades ancestrales.
 
Cabeza de Medusa en el Templo de Artemisa, Corfú, Grecia
 
Una maldición de la noche, un sacerdote en el condado escocés de Cauld, Bahía de Sker. Tiempo de brujas y aparecidos cuando era niño. Y ritos abominables en secreto. Todo esto se conjura en Marea baja (The Outgoing of the Tide, 1902). Aquí encontramos otro buen ejemplo de una atmósfera atosigante e intransigente. Esa que siempre linda con la incultura (de los lugareños, no del protagonista), y conduce a derroteros funestos. Soslayando algún que otro error en la traducción: tú y yo es todo lo que tenemos, el relato nos narra las distintas historias -vidas- de Alice, hija de la bruja Alison Sempill y el joven Heriotside, convergiendo en la actual encarnación, la Noche de Walpurgis (1 de mayo), celebrada ya por los pueblos celtas. Alison es una especie de hechicera con atributos de Celestina.

El protagonista-narrador, el referido sacerdote, tiene ante sí veintiocho días de asueto. El problema es que suponen avanzar millas hacia lo desconocido. Para ello, habrá de vencer su cerrazón -a determinados mitos-, y recorrerlas lo mejor pertrechado que pueda. De momento, se aloja con un pastor y su hermana en una cabaña.
 
Tierra de nadie (No Man’s Land, 1899), me parece la obra maestra del volumen. El relato es lo suficientemente concreto para resultar inconcreto (sin caer en el simbolismo alegórico de algunas de las narraciones previas). Tierra de nadie donde crónicas, leyendas y realidad se entrecruzan, lo cual incluye algunas notas a pie de página, es decir, aclaraciones, por parte del propio narrador.

También una visita al averno. Pero lo interesante de este relato es lo que viene después. La dificultosa reintegración al mundo de lo real, a la cotidianeidad, por parte del protagonista. Al punto de hacerse necesario el regreso a dicho lugar, para tratar de encarar una vez más el miedo, y esclarecer las piezas de este complejo puzle que llamamos vida. Podría relatar mi experiencia de buena fe, pero, ¿me creería la gente?

Una nota final, esta vez del editor -en la ficción-, carga aún más de misterio un relato que  queda interrumpido. Ni siquiera sabemos cómo acaba la historia-búsqueda de tan particular héroe. Solo que, en esta bella metáfora narrativa, donde vuelve a sobresalir la atención por el detalle lingüístico, el mayor terror lo procura el rechazo e incomprensión de los racionalistas de mente estrecha, los llamados colegas académicos.
 

Leyendo el volumen no puedo evitar pensar que estos agraciados relatos, narrados de forma primorosa, realmente ocupan el lugar de tensión y narrativa fantástica e inquietante que posteriormente se va a trasladar al cine y la televisión.
 
Pues bien, otro espacio-portal lo hallamos, precisamente, en Espacio (Space, 1911). Esa cuenca resplandeciente parece el inicio de la eternidad. Un amigo relata a otro la historia de Holloud, un catedrático de matemáticas, físico siempre en los terrenos fronterizos de la ciencia. Es interesante que nos detengamos aquí por un instante. Los personajes de Buchan no son solo lugareños o visitantes ocasionales. Principalmente, poseen estudios académicos. No tienen miedo a experimentar, aunque el miedo venga; no temen abrir sus mentes a nuevas teorías y posibilidades, por mucho que estas no se puedan constatar en un laboratorio. En esta narración, una predeterminación de la llamada “materia oscura”. Para lo que se hace preciso e inevitable vencer la barrera que parece separar el intelecto de nuestros sentidos.

El tal Holloud es un colega del narrador, ambos docentes en Eton (Berkshire, Inglaterra). Este es un espacio físico, sin lugar a dudas, pero existe otro, poblado de entidades y cualidades que no percibimos. Se repite la estructura argumental del sujeto, investigador o no, que hace un trascendental descubrimiento, y esto le cambia la vida. A veces desapareciendo de su plano físico –de cara a los demás-. Algunos de estos relatos son la representación de la apertura individual de conciencia. Algo para lo que todos andamos capacitados, pero que no todos profesan. Algo que choca con la percepción asumida y resumida de lo común. Un poder que el hombre está perdiendo al civilizarse.
 

Un fuego de campamento en tierras sudafricanas. Dos ingleses conversan sobre su futuro. Uno de ellos, el más adinerado, proyecta construir su futura vivienda allí. Tres años después, el complejo residencial, porque de tal cabe hablar, es ya una realidad. Pesadillesca. El descubrimiento de lo inusitado siempre va parejo a la evolución de uno de los personajes, el que está más en contacto con esta faceta de lo paranormal. Solo que ese contacto y esa evolución, a veces son dependencia e involución, respectivamente.

Sucede en La arboleda de Ashtaroth (The Grove of Ashtaroth, 1910). A veces, los lugares nos llaman, y no sabemos por qué. O Tal vez sí. Para el autor, es más llamativa la forma literaria del paisaje que el trasfondo de una realidad alternativa que se nos escapa, esto es, su exégesis; pues esa otra realidad se las apaña para permanecer casi siempre agazapada. Los que dedicamos tiempo a recorrer los lugares de nuestra infancia, espacios donde fuimos felices, aunque no sean los más hermosos, lo intuimos. ¿Usted no?

Tal vez sea irracional. O de una racionalidad indescifrable. Lo que está claro es que para nosotros resulta un acercamiento inevitable.
 
El Valle Verde (The Green Glen, 1912), es, por su parte, la crónica de una indagación histórica, con bienvenidos ribetes esotéricos, acerca de un lugar que proporciona sus impresiones al narrador, en capítulos cortos. Las laderas y pliegues de la colina en silencio parecían extenderse hasta la eternidad (…) algún aura antigua se cernía sobre su verdor y atrapaba el alma de los hombres. Una obsesión, en palabras de dicho narrador. Su hechizo era el hechizo de la vida. La presencia de un antiguo santuario lega una intimidad placentera a plena luz del día, pues el terror no es solo nocturnal.

En resumen, tres son los escenarios naturales, y tres sus personificaciones (incluido el propio narrador), en este relato. Bien puede proclamar el protagonista -la cita es obligada-, ¡qué verde era mi valle!
 

Aunque para verde, el ñú de El ñú verde (The Green Wild Ebeest, 1927). A partir de estos relatos, extraídos de otro volumen del autor para conformar esta antología, nos movemos en las deleitables narraciones que se degustaban en uno de esos peculiares Dining Club ingleses, antes de sobrevenir el sopor de la comida o un buen vino. Estas reuniones solían tener por escenario, bien el típico club inglés, bien la acogedora vivienda de alguno de los intervinientes. En citas puntuales y bien señaladas en el calendario.

En El ñú verde destaca la atmósfera aprensiva y de terror inefable, a lomos de la acción. Lo animal como representación y encarnadura de lo sobrenatural y atávico. De la que forma parte la perversidad del destino que constata el protagonista. Sentí que de alguna forma me había apartado del mundo racional.

Además de como confirmación espiritual de las demás narraciones, el presente texto es interesante por dos motivos. En primer lugar, por equiparar el acceso a este conocimiento, generalmente velado, al advenimiento de cierto grado de locura –por parte de terceros más que de uno mismo-, otorgando al mal, en toda su extensión, un carácter indefinido y universal; mundial. Y en segundo, por hacer que uno de los personajes varíe de forma tan drástica como dramática, toda su concepción -cosmogonía- de lo existente sobre la Tierra. De todo lo contingente en ella. Aunque esto nos aboque a un final trágico -o puede que a un principio, nunca se sabe-, generalmente encaminado a afrontar las consecuencias, no solo de nuestras acciones, sino también de quiénes nos involucran. Aparte de quedar como leyenda o acervo popular unos hechos de los que no se sabe qué pudo ocurrir.

Que la locura a la que hacíamos mención sea sinónimo de trascendencia, o aislamiento de los demás, es algo que admite distintos niveles en la taxonomía de estos textos.
 
Escenario para un Dining Club

La balanza se sigue inclinando a favor de lo mágico, por mucha ambigüedad que se pretenda, en cuentos como Dr. Lartius (íd., 1928). Matemático y astrólogo, con capacidad para la videncia, Lartius esgrime que hay un mundo a nuestro alrededor imposible de explicar según las normas de las tres dimensiones. Buchan nos detalla que cobraba altas tarifas, pero que no estaba corrompido por el vil metal. Se cuentan entre su clientela los que buscan alivio y experiencias, y los que van más allá en su indagación de respuestas, es decir, los iniciados. Consciente de que las damas ociosas que acudían allí en busca de emociones no quedaban defraudadas.

Pero a ciertas personas no les cobraba. A aquellos que acudían en busca de consuelo verdadero, y no por una cuestión de moda. Para estas personas, Lartius, una suerte del querido Diego de Araciel (-), se declara un buscador más que un maestro de lo oculto. Un matiz importante, nada gratuito, que habla bien del conocimiento real que el autor poseía acerca de esta tipología de personajes, deshonestos a ojos no iniciados (sin descartar por ello lo fraudulento). No es que dijera mucho, tal vez era la manera en que lo decía. Su enfrentamiento con la Iglesia, que ve peligrar su exclusividad, evidencia la falta de entendimiento entre ambas posturas, como ya he señalado, solo antagónicas para los fervientes adoradores de la racionalidad y el positivismo. Y nos sirve para recalcar la expulsión de lo diferente de nuestra vida espiritual. Estoy en el camino hacia la iluminación, declara el buscador-protagonista. La muerte es un accidente irrelevante. No afecta al espíritu. Tentado a ejercer de espía, para Lartius, como para tantos de nosotros, las circunstancias materiales y sociales siempre parecen tratar de conspirar con las anímicas.

A estas alturas -y profundidades- de la lectura, tan solo cabe lamentar la no publicación del resto de relatos, tal cual fueron concebidos en los volúmenes originales. En nota a pie de página, al final de Dr. Lartius, se testimonia, por parte del traductor y antólogo, la superchería del personaje. Pero, como ya he venido desarrollando, cabe la posibilidad –es mi lectura- de que, pese a su cometido como espía, el joven conocido por Lartius, realmente posea facultades de espírita, más allá del mero -y descaradamente socorrido- aspecto psicológico y reduccionista. Lo cual pone de manifiesto hasta qué punto puede no ser comprendido en su amplitud el texto que se publica. Una cosa es que los nazis se aprovecharan del ocultismo, tal cual se esgrime en la presente crónica, y otra que este aspecto sea falso por dicho motivo; que los aliados no lo tomaran bajo su propio beneficio, como bien parece indicar el relato del Dr. Lartius.
 
Sule Skerry, Escocia

Vamos con las últimas narraciones del volumen. El viento en el pórtico (The Watcher by the Threshold, 1928), que da nombre a la recopilación, se centra en un altar de Vaunus, deidad britana protectora de un valle en las tierras de Vauncastle, y leyenda que cobra vida, con el solsticio de verano en ciernes.

Skule Skerry (Mr. Anthony Hurrell’s Story, 1928) es la transposición de una isla en Escocia (Sule Skerry). El lugar perfecto para un estudioso de los pájaros. Aunque tal vez “perfecto” no sea la palabra adecuada… Es el reducto definitivo de una paz olvidada. Paz al abrigo de los “cuatro vientos” de la población más cercana, y que se verá confrontada con una realidad en pugna continua con la sugestión. La de pensar que algo nos acecha, psicosomáticamente. No obstante, cuando un científico no puede aceptar lo sobrenatural, dice el protagonista, entonces solo cabe quemar toda mi obra y revisar mis creencias.

El desenlace es racional por una vez, al menos, de forma evidente. Los sonidos de la isla los provoca un  animal. Escuálida alforja para tan elongado viaje.

Tendebant manus (íd., extendieron sus manos en latín, 1927-8), es una cita de Virgilio (70-19 a. C.). Los muertos tienden las manos a la “otra orilla”. En este último relato se narra la trayectoria de dos hermanos interconectados, Reggie y George; uno de ellos, parlamentario, como nuestro autor. Y la extraña relación que se da entre ambos. De este modo, Reggie era el “gran hombre”, y George, su asesor urbano y contraparte. Su anclaje en el más allá.

Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CX): Atraco a las tres, de José María Forqué

12 mayo, 2023

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Siempre que leo una reseña sobre una película española de corte clásico, en determinada página digital, de evidente tendencia adoctrinadora, me encuentro con los mismos comentarios. La película
consigue sortear la censura de la época, presenta una crítica mordaz a la sociedad española de aquel momento, o se adelantó a su tiempo. Tales lugares comunes forman ya parte de todo un encabezamiento genérico. No solo es esto. Se da a entender que, si por algo brilla la tal película, u obra de cualquier otra índole, es por las antedichas razones, principalmente. Lo mismo sucede con los alicortos documentales de nacionalidad española –o estadounidense- en un alarmante número de casos. Si algo valida, a ojos sectarios vista, el rescate de determinadas figuras del mundo de la ciencia y la cultura de nuestro pasado, más o menos inmediato, es, en primer lugar, porque pertenecieron al bando “X”, o se supieron zafar del “Y” (aunque los pobrecillos hubieron de permanecer en España en los aciagos días pretéritos, en realidad, lo hicieron estando en contra del régimen). A partir de ahí, vienen los demás logros. El espectador comme il faut ya puede respirar tranquilo. El glosado pertenece al bando de los políticamente correctos. Solo tuvo mala suerte, o se equivocó de forma de pensar.
     

Mi interpretación como crítico cinematográfico, de amplio bagaje y años a cuestas, es otra. O la censura, dañina, ridícula, fatua…, era tan despistada como para colarles todo siempre, o el clima social no era cómo nos lo están contando ahora. No existe adelanto taumatúrgico en el tiempo, sino adecuación a él y posturas visionarias; y tampoco la sociedad sometida a perpetua crítica (parece ser), estaba conformada únicamente por mojigatos, represaliados y reprimidos, envueltos en una sempiterna atmósfera de gris tristeza.

A mí me pasa cada vez que tratan de explicarme lo que fue la década de los ochenta (me hacen más joven de lo que soy). Resulta procaz el infortunio de lugares comunes y risible la retahíla de tópicos con que encadenan sus argumentos quienes no han vivido esta época y pretenden que solo existe libertad en los tiempos presentes (es justo al revés).

Sin embargo, admito que es muy divertido oírlos.

En efecto, conviene no confundir libertad con sometimiento a la corrección política y otro tipo de cancelaciones. En cuanto a épocas pasadas, no dejo de asombrarme del nivel de calidad y, en algunos casos, relativa libertad, a la hora de desenvolverse en los distintos medios audiovisuales y escritos. A las pruebas me remito. No creo que sucediera lo mismo en la Unión Soviética (pasada y presente), y sus adláteres (China, Venezuela, Cuba, y un triste y cada vez más largo etcétera). En cada etapa coexisten distintos ritmos más o menos acompasados, que muestran el genio, el talento, de algunos coetáneos, con las miras puestas en el futuro, pero para nada ajenos a las mirillas de la sociedad que los sensibiliza y determina, se sientan o no acogidos por ella (en mi caso, y dicho sea con total modestia, detesto la época anti humanista, subsidiariamente maniatada, y anestesiada tecnológicamente, que estamos atravesando).

Pero en esto, como en todo, es determinante el factor de la información, de la inmersión en la cultura, donde adquieren especial carta de naturaleza los libros y otras artes como el cine clásico (el más moderno), en una época en la que –ya lo he referido en otras ocasiones- existen más escritores que lectores, en papel o digital.

Y ahora, desembaracémonos de los antedichos prejuicios inscritos en letra sagrada de internet y vayamos al lío.
 

Atraco a las tres (Hesperia Films, 1962) es una de las mejores y más memorables comedias del cine español. Porque hubo un tiempo donde existió lo más parecido a una industria del cine en España, con sus estudios, canales de distribución y profesionales contratados, en lugar del saqueo exclusivista por vía de la subvención, inevitablemente ideologizada. Estas comienzan siendo las mejores “armas” de Atraco a las tres. La película, realizada por un buen perito, tanto en cine como en televisión, José María Forqué (1923-1995), comienza con una acción paralela, que va alternando las imágenes de los principales protagonistas, disponiéndose a ir al trabajo. En concreto, al banco que responde al irónico título, sonoro pero poco eufónico, de Banco de los Previsores del Mañana. Con una excepción. Fernando Galindo (José Luis López Vázquez), que se ha quedado a dormir en la oficina con el animoso objetivo de hacer cuadrar un saldo. Tantos desvelos no se van a ver recompensados, en principio.

Sus compañeros de estrecheces son el conserje Martínez (Casto Sendra, Cassen), la resuelta Enriqueta (Gracita Morales), el aguerrido Benítez (Manuel Aleixandre), el pusilánime Castrillo (Alfredo Landa), el obstinado Cordero (Agustín González), y finalmente, en un ámbito no sé si más desahogado, pero sí más pelotero y beatífico, está don Prudencio Delgado (Manuel Díaz González). Aspirante -y conspirante- a ocupar el puesto del director de la sucursal, el bienhallado don Felipe (siempre sensacional José Orjas). Entre los clientes más asiduos, la vaquera y futura candidata a lograr un piso en propiedad, doña Vicenta (la entrañable Rafaela Aparicio). Y en fin, el señor director general (José María Caffarel), de visitas “muy señaladas”, y demiurgo que cada vez que sube y baja por las escaleras de la entidad, descoloca el sensible organigrama, provocando la desazón que procura todo jefe incapaz de hacerse querer. Ante la falta de humanidad de don Prudencio y del señor director general, don Felipe se muestra comprensivo, sin dejar por ello de ser honesto y eficaz.


Claro que todo esto sucedía antes de que los políticos de ese signo que determina quién y qué está legitimado moralmente, desde su voceada posición de superioridad, asaltaran y se incrustaran en los consejos de administración de los bancos y Cajas de Ahorro, dando al traste con la ejemplar función de estos organismos.

Será por eso que, salvando las distancias que se quieran, Atraco a las tres elige la vía más sensata, la del humor, para proporcionar la debida mascarilla de oxígeno a los corales protagonistas, en la línea de otros títulos hispánicos como Le llamaban la Madrina (Mariano Ozores, 1973) o Todos al suelo (Mariano Ozores, 1982). Hubo otros atracos más serios, pero menos productivos (incluso cinematográficamente).
 
El caso es que el abnegado Fernando Galindo ha decidido dejar de serlo. Son las suyas, horas -incluidas las extras- escuálidamente remuneradas. Sin hablar del hastío administrativo y personal que provoca don Prudencio. Y ya se ha hartado. Tras conocer la noticia del retiro forzoso –una prejubilación con la mitad del sueldo- a la que ha sido sometido don Felipe, se las apaña para dar rienda suelta a su plan de hacerse con el dinero que, en lontananza, va a ser depositado en la sucursal. En resumidas cuentas, dar un golpe.

Lo tengo estudiado hasta científicamente, declara Galindo. Sus compañeros se suman a este proyecto para mayores con reparos (los de Castrillo principalmente), con aventurera disposición, haciéndose la cuenta de la lechera, en un ambiente de juvenil inconsciencia.

Mientras el plan se fragua, a trancas y barrancas, Galindo entra en contacto con una clienta muy especial, la cantante y cabaretera Katia Durán, nombre artístico de Matilde Gómez Smith (Katia Loritz), que ejerce sus habilidades en el York Club, también sito en la capital. Katia se muestra interesada por Galindo, pero solo en el aspecto “profesional”. En realidad, está en relaciones con el facineroso Tony (Alberco Berco). Pobre señor Galindo, desafortunado en el juego y en amores.

No es la única relación con desavenencias. Cordero está casado, o a punto de estarlo, con una chica joven y casquivana, Lolita (Paula Martell), que cada vez aparece con un “jefe” distinto, montada en un coche igual de camaleónico.

El sentido del humor nutre y ennoblece el guión de Pedro Masó (1927-2008) y el guionista y periodista Vicente Coello (1915-2006). Pero de una forma popular, nunca vulgar. Galindo vive en el 13. Para más inri, el día trece llegan los veinte millones anhelados al banco. Todos creen, como una anterior ministra, que el dinero no es de nadie, y que los depositarios de los cuartos no se van a ver perjudicados. Mientras los atribulados empleados del banco aguardan la llegada salvífica del Día D, acontece la toma de posesión de don Prudencio como nuevo director de la sucursal.
 
 
Nada más digno y subversivo que la aspiración de querer vivir a lo grande, en un espacio y tiempo donde la televisión era un artículo de lujo que aún andaba introduciéndose en los hogares españoles, pocos se podían dar el privilegio de medrar tomando la política como coartada, y los cines de barrio constituían una de las principales distracciones. En uno de ellos se proyecta El robo del siglo (Operation Amsterdam, Michael McCarthy, 1959).
 
El humor se traslada a otras escenas arquetípicas del género, como son la planificación del atraco, o la imagen de los implicados anotando lo que desean obtener tras el decomiso, en un remedo de Bienvenido Míster Marshall (Luis García Berlanga, 1952), o como si estuvieran escribiendo la Carta de los Reyes Magos. Sobresale por parte de José María Forqué, la estudiada –y psicológica- coreografía entre los distintos personajes dentro del encuadre. En escenarios arrabaleros muy bien seleccionados –o dispuestos en el estudio-. La casa de Galindo da paso a un garaje o chatarrería abandonada. Como imagen icónica, no exenta de ese humor y caracterización psicológica, contemplamos a Cordero leyendo el diario Pueblo, mientras aguarda a Lolita en la calle. Pueblo fue una publicación de la que recientemente se ha elaborado un magnífico ensayo histórico y memorístico por parte de Jesús Fernández Úbeda (1989), Nido de piratas, la fascinante historia del diario Pueblo, 1965-1984 (Debate, 2023; el diario se fundó en junio de 1940, estando en la época de la película bajo la dirección de Emilio Romero [1917-2003]).
 
Y llega el día del atraco. Se produce la transferencia de veinte millones. Por el socorrido sistema de trasladar la pasta en unas gruesas bolsas de tela (marinera). ¿Logrará el elenco convertirse, como proponía Pedro Lazaga (1918-1979) en su película homónima, en verdaderos aprendices de malo?
 

Pedro Masó, realizador de series tan afortunadas como Anillos de oro (RTVE, 1983) y Segunda enseñanza (RTVE, 1986), también fue el productor de la película. Con Coello participó en otros guiones, como Tres de la Cruz Roja (Fernando Palacios, 1963), y la excelente comedia dramática ¿Qué hacemos con los hijos? (Pedro Lazaga, 1967).

La música de corte jazzista fue obra del compositor y arreglista argentino Adolfo Waitzman (1932-1998), afincado en España. La fotografía corrió a cargo de otro gran profesional, con un currículum impresionante (señores, teníamos entonces técnicos de altísimo nivel), Alejandro Ulloa (1926-2004). Dando muestra de su competente versatilidad, citemos algunos títulos como Goliat contra los gigantes (Goliat contro i giganti, Guido Malatesta, 1961), Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1963), Horror (Alberto de Martino, 1963), Tuset Street (Jorge Grau & Luis Marquina, 1968), Pánico en el Transiveriano (Eugenio Martín, 1972), ¿Qué nos importa la revolución? (Che c’entriamo noi con la rivoluzione?, Sergio Corbucci, 1972), Tarots (José María Forqué, 1973), No es nada mamá, solo un juego (José María Forqué, 1974), El carnaval de las bestias (Paul Naschy, 1980), o la disparatada y efectiva comedia El hijo del cura (Mariano Ozores, 1982). Además de las dos series anteriormente citadas.


Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (CXXVII): Los jueces de la ley, de Peter Hyams

02 mayo, 2023

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Como tengo mucha imaginación, supongamos un país en el que se comienza a desmontar el sistema constitucional con objeto de instalar, como en los ordenadores, otro régimen político y social. Convenciendo a la mente de dicho ordenador -los habitantes- de que le conviene el cambio. Para ello, el Ministerio Fiscal deja de ser un órgano que tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, velando por la independencia de los tribunales, para poner al frente de la Fiscalía General del Estado a quien ha sido reprobado hasta tres veces, por su mala praxis en un anterior cargo público, solo por ser un afiliado ideológico (alguien dispuesto a cumplir nuestras directrices, verbigracia, el traslado de presos como moneda política de cambio).

La pregunta entonces es, ¿qué hacer cuando los políticos manejan el engranaje judicial?
 
La politización de la justicia es un hecho nefasto y a la orden del día, pero la excelente película Los jueces de la ley (The Star Chamber, Twentieth Century Fox, 1983), va un paso más allá, proponiendo la desviación desde el mismo seno de la judicatura. Algo al estilo de lo que ya mostró Fritz Lang (1890-1976) en la conclusión de su soberbia M, el vampiro de Düsseldorf (M, Nero Film, 1931), donde los representantes de los ciudadanos tomaban la palabra.
 
La persecución de un sospechoso que echa a correr, Héctor Andújar (Domingo Ambriz), es el detonante que ejemplifica las fallas de la ley. Los sargentos MacKay (Dick Anthony Williams) y Weigan (Larry Hankin), cumplen con su obligación, y uno explica al otro que, para hacerse con la pistola que el sospechoso acaba de arrojar al interior de un cubo de basura, han de esperar a que el basurero haya descargado el contenido en el interior del camión. De otro modo, se haría necesario un mandato para inspeccionar el citado cubo (entendido como propiedad particular). ¡Es lo más parecido a la corrección política y cancelación woke que estamos padeciendo! A pesar de su escrupulosa precaución, un tecnicismo hace que las pruebas no sean admisibles ante el tribunal y el asesino quede en libertad (ha matado a cinco personas y es confeso). Así lo dispone la legislación. Al joven juez que instruye el caso, Steven Hardin (Michael Douglas), no parece quedarle otro remedio. Son los intersticios de la ley para eludir la justicia.
 

El hartazgo no se hace esperar. ¿Para esto me hizo mi madre estudiar derecho?, comenta Steven a su amigo, el colega en ejercicio y ex profesor Ben Caufield (el estupendo característico Hal Holbrook). Lo que Steven aprendió en la Facultad ya no le sirve. Era como encontrar la verdad. Pero las cosas han cambiado, lo que quiere decir que han empeorado.

Esto coincide con el suicidio de un miembro del Tribunal Superior de Justicia, el juez Gene Culhane (Sheldon Feldner), que formaba parte de un grupo de nueve regeneracionistas, por decirlo así. Todos pertenecientes al mismo tribunal.

En el aspecto visual, siempre atendido por el guionista y realizador Peter Hyams (1943), destacan los planos sobrios, significativos, en el que los actores se desenvuelven o quedan petrificados por las circunstancias, y la planificación que, respecto a Steven y Ben, los involucra progresivamente, conforme el primero se va comprometiendo con la causa del segundo. En el restaurante chino en el que ambos almuerzan, están separados por el plano-contraplano. Cuando Ben le hace a Steven su propuesta (una propuesta que puede rechazar), ya comparten alguno de esos planos; y cuando el tribunal alternativo se reúne para dictar sentencias, todos los componentes quedan enlazados por sendos deslizamientos con la cámara. Por cierto que el speech que nos brinda Ben en su domicilio es muy parecido al que el mismo actor nos ofrecía en Capricornio Uno (Capricorn One, Peter Hyams, 1977). Un tribunal de último recurso, que el espectador aprueba o reprueba, pero que, aún en la sombra, trata de devolver a la ley su faz más justa y humana. Casos sangrantes, además de sanguinarios. El fallo real está, en que una vez puesta en marcha la maquinaria ejecutiva, no se puede (o quiere) parar. La desconexión entre el ejecutor de tales sentencias (Keith Buckley) y el tribunal paralelo parece absoluta.
 
 
Otros dos sospechosos quedan libres. Lawrence Monk (Don Calfa, alejado de sus papeles con vis cómica), y Arthur Cooms (Joe Regalbuto). El descubrimiento del cadáver de un chaval, Daniel Lewin (-), pone sobre el tapete un aspecto sórdido en el que se mezcla la pornografía infantil. Después de este doble hecho luctuoso, la muerte del niño y la puesta en libertad de los presuntos autores del crimen, Steve alcanza su tope moral. Aunque no lo deja traslucir. Su trato con el doctor Harold Lewin (el no siempre aprovechado James B. Sikking), padre del muchacho asesinado, es incómodo y frío.

Pero si la deriva de Steve se afianza, las investigaciones policiales también prosiguen su curso. Ambas están entrelazadas, como casi todo en la vida. De hecho, la película muestra el punto de vista de los agentes de la ley y de las víctimas, sin ser un relato centralizado en estos colectivos. Los policías también se mueven por intuición, como el resto de seres humanos. Algo que no siempre sabe valorar la legislación. Entre tanto, el resto de mortales asistimos impasibles a la salida y excarcelación de violadores y criminales.

Hyams y su colaborador en el guión, Roderick Taylor (-), estructuran muy bien el relato, cuyo tercer vértice (tras el de Ben y Steven) es la profesionalidad del detective Harry Lowes (Japhet Kotto: todos los actores de soporte son magníficos). En una muestra significativa, Lowes deja de seguirle los pasos a Steven cuando recibe un aviso por radio (aunque sabe a dónde se dirige). Es lo que hace un buen guionista y cineasta, otorgar sentido a los gestos. Otrosí. Steve, como es apodado, descubre que Monk y Cooms no son dos angelitos pese a todo, cuando visita las instalaciones en que estos operan.
 

La soledad del policía es doble. Por un lado, está la profesional, yo detengo a los delincuentes y usted los pone en la calle, comenta Lowes ante Steve; y del otro, está la familiar: no tengo prisa en regresar a un apartamento en el que vivo solo. Confiesa las dos ante el atribulado juez. No hace falta más, por sus rostros los conoceremos, y sabremos que esta es la verdad (y nada más que la verdad).
 
El estilo de Peter Hyams está presente en la película, pues se trata de un realizador con estilo propio. La persecución inicial, vibrante y física, en largos travellings, o las charlas de un matrimonio que no pasa por su mejor etapa -en este caso es Emily (Sharon Gless)-, son aspectos que nos retrotraen a títulos previos como Atmósfera cero (Outland, 1981). Ya hice referencia al discurso de Ben ante Steve. El final también es una baza, al contrario de lo que suele ocurrir con un excesivo oportunismo, más que oportunidad, con la mayoría de narraciones abiertas, que han desnaturalizado su razón de ser. Dejar los relatos in media res no es, por sí mismo, sinónimo de eficacia, suspense o profundidad. Peter Hyams sí lo consigue. Es uno de esos realizadores que dieron lo mejor de sí mismos, aunque luego se vieran abocados a sobrevivir.

Producida por Frank Yablans (1935-2014), responsable de poner en marcha títulos tan estimulantes como El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976), El otro lado de la medianoche (The Other Side of Midnight, Charles Jarrott, 1977), La furia (The Fury, Brian de Palma, 1978), Queridísima mamá (Mommie Dearest, Frank Perry, 1981), o Monseñor (Monsignor, Frank Perry, 1982), y la simpática película para niños Kidco (íd., Ron Maxwell, 1984), con Los jueces de la ley se nos lega una de las piezas más emblemáticas y reivindicables, visual y argumentalmente, de la clásica década de los ochenta. Cuenta además con la envolvente y atmosférica música de Michael Small (1939-2003).
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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