Otros mundos (XXIX): Druidas, el espíritu del mundo celta, de Peter Berresford Ellis

23 abril, 2022

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Rescato hoy de mi biblioteca un nuevo título para la sección Otros Mundos. Ahí llevaba el pobre esperando todos estos años. Ya se sabe que un libro no cobra vida hasta que le llega el momento de que el lector lo abra. Pura magia.

Se trata del atractivo asunto de los Druidas, el espíritu del mundo celta (Druids, 2001; colección Oberón, Grupo Anaya, 2001), obra del historiador y novelista británico Peter Berresford Ellis (1943). Y aunque de historia hablamos, por neblinosa que esta sea, ellos formaron parte de ese otro mundo al que con frecuencia aludimos aquí.

En efecto, junto a la bruma atmosférica existe la bruma del conocimiento, que progresivamente se está haciendo más espesa, debido a leyes educativas cada vez más demenciales, ideológicamente impúdicas y coercitivas de la libertad y el esfuerzo personal. Este velo impuesto a la fuerza con la coartada del bien común, está impidiendo a mucha gente asir con firmeza el hecho histórico, y la debida comprensión y contextualización que este conlleva. Todo ha de ser políticamente (in)dispuesto.

Ambas nieblas, física y mental, tienen que ver con el tema que hoy nos ocupa. Para los historiadores no ha sido fácil enclavar el conocimiento de los druidas sin caer en los estereotipos legados por otras culturas coetáneas (Grecia y Roma). Para Berresford Ellis, la actitud de estos imperios fue, siguiendo dicho razonamiento, hostil hacia el mundo celta. Tal vez lo fuera, el autor procura ejemplos a los que luego me referiré, pero de lo que no debe, o debiera, caber duda, es que tales culturas desfavorables a lo celta eran increíblemente valiosas en muchos otros aspectos.

Tal inquina o desconfianza, en el mejor de los casos, habitual por parte de quien escribe la historia -o también de quien la reescribe, es decir, no necesariamente de quien gana las batallas-, no tuvo por objeto inhibir ritos que eran considerados inhumanos, y de los que el autor se ocupa más adelante, sino que atendía más al complejo intento de erradicación de toda una clase intelectual foránea, formada por filósofos, jueces, educadores, historiadores, doctores, astrónomos, astrólogos… (capítulo I). Pero tampoco se nos debe olvidar el hecho de que los buenos historiadores poseen una personalidad propia y definida, al margen del régimen que los cobija. No por venir de un imperio adverso, los comentarios arrojados son necesariamente falsarios. Conviene la matización. De este modo, la base de la sociedad celta era tribal, sin diferencias con otras organizaciones sociales indoeuropeas primitivas, con una élite atesoradora de un conocimiento que se perpetuaba principalmente por vía oral, siendo el gaélico la forma más temprana de celta hablado. Con la llegada del cristianismo, la proscripción druídica de poner por escrito su historia y filosofía, termina (Introducción).

Peter Berresford Ellis
Situémonos. Los druidas fueron la clase intelectual de los antiguos celtas, y estos son habitualmente percibidos como remedos de místicos religiosos y sacerdotes. Y así es. Toda una ascética y aura intelectual pervive hasta nuestros días. Fueron contemplativos que adoraban la naturaleza, en particular a los árboles, y que se congregaban en los círculos de piedras, legados por culturas anteriores aún más perdidas en la bruma, o edificados exprofeso, para llevar a cabo sus ritos religiosos en el momento del solsticio, con sus ligeras y cómodas vestiduras, y suntuosas barbas blancas.

Aquí advierte el autor de algo importante, ya que también los druidas han sido raptados por el movimiento New Age, y convertidos a sus filosofías (Íd.). Los druidas resultan comercialmente aceptables dentro de la nueva ola de pensamiento esotérico y de las religiones alternativas. Sin embargo, Ellis insiste en que no se debe glorificar de manera tajante la naturaleza. Se empieza así, y se acaba por alabar las malas prácticas brujescas antiguas, aprovechando el tirón cultural que este tema supone, también dentro del negocio con sesgo secesionista de algunas escuelas, amparando de paso la ignorancia de algunas de las brujas modernas. Esto entronca con la prohibición de transmitir conocimientos a través de la escritura, ya que el traspaso se producía de forma directa y vivencial.

Las referencias sobre los druidas más antiguas que se conservan datan del siglo segundo antes de Cristo. Se aborda un posible origen celta en el nacimiento del Danubio (I y II). Al igual que muchas otras religiones del mundo, los celtas desarrollan un concepto de Diosa Madre atribuida a la naturaleza, donde el agua es símbolo femenino (de la parte sensible de cada ser vivo, no necesariamente de “la feminidad”), siendo el roble el correspondiente a lo masculino. Aun así, ningún escritor clásico se refirió a los druidas como sacerdotes, pese a lo llamativo de su reunión anual en Uisneach, Irlanda, en la que, por cierto, participaban tanto hombres como mujeres, pudiéndose casar.

Más tarde, los celtas se convierten al cristianismo y es cuando comienzan a consignar por escrito su historia y filosofía (IV), adornados con relatos y nombres entreverados de la bruma de los tiempos.

Existe oscuridad, maldad, luz y bien. Debidamente personificados en seres humanos y naturaleza, haciendo emerger la adivinación y la poesía. Como llamativa curiosidad, para los celtas, el alma reposaba en la cabeza (VI). Y en muchos objetos exóticos y místicos, que por supuesto convergían en marcados lugares con encanto. Hasta un harpa mágica era portadora del nombre del Padre de los dioses, Dagda (Íd.). Para el druida, todas las cosas están poseídas por un espíritu que las habita.

Representación de asamblea druídica
En el capítulo dedicado a los rituales de los druidas (VII), la iniciación en el agua es concomitante con el bautismo. Y el desagradable asunto de los rituales humanos no es elidido en el libro. Empero, Ellis se pregunta si responde a una realidad o una propaganda denigratoria. Pero nuestra idea es que el autor es una fuente a favor, un adepto. Claramente pro celta, con lo que a veces peca por defecto. Bien documentado, eso sí, con datos y citas por doquier, a veces de forma abrumadora, y contrastadas solo en lo conveniente. Chorreo de continua información merced a las fuentes clásicas romanas. Buena parte de ese esfuerzo se aplica a una puntillosa investigación etimológica para emparentar palabras de distintos ámbitos culturales. Advierto.

De esta guisa quisquillosa en exceso, evidenciamos cierta displicencia hacia Roma y conmiseración hacia (casi) todo lo celta. No exenta, en cualquier caso, de crítica. Para el autor, la intelectualidad celta indígena evoluciona hasta perder su función original.

Por dilucidar quedan preguntas como si el sacerdocio es disciplina hermética o una organización política. O ambos, sustentada por una vasta tradición de aprendizaje cultural, con sus arúspices-vates, augures-videntes y jueces-docentes.

Prevalece, verbigracia, dentro de la casuística ritual, el corte del muérdago del roble sagrado, el caminar sobre brasas ardientes, los pozos curativos, las piedras sagradas, el caldero del renacimiento, o incluso el Hombre de Mimbre, referenciado por César (100-44 a.C.). Lo cual implica, junto con la existencia del alma, todo un corpus religioso y filosófico.

Pienso que lo más valioso, al margen de la etérea confirmación legada por la historia (evidencias irrefutables, pero fácilmente doblegables), es precisamente la forma de encarar este legado tan estrechamente ligado a la naturaleza en la actualidad; sin sentenciar o sentar cátedra histórica a favor o en contra de este y otros pueblos circundantes. Es una posición algo distinta a la de Ellis. Somos nosotros quienes, de forma personal, revestimos dicho legado y lo convertimos en una realidad perpetua y valiosa. Pese a haber sido subrayado en unas culturas más que en otras, lo cierto es que no podemos desgajarnos en exceso del entorno que nos contiene (la Diosa Madre).


Respecto a la sabiduría de los druidas (VIII), en la mitología irlandesa, la invención del alfabeto es atribuida a Ogma. De esta se beneficia hasta el hiperbóreo, habitante de más allá del viento del norte, según la fábula griega respecto a unas tierras septentrionales bastante inaccesibles. Otros temas abordados en el volumen han de ver con la recurrente inmortalidad del alma y la metempsicosis (transmigración) pitagórica (VIII). Por su parte, a Tácito (c. 55-120) debemos acudir para indagar y recoger algunas de las tradiciones históricas más antiguas del mundo de los celtas. Son episodios interesantes y poco conocidos -qué casualidad- como el saqueo de Roma por, precisamente, los celtas, en 390-387 a. C. (Íd.). O los interesantes contactos temáticos con la poesía zen y las posibles semejanzas con el conocido y goloso haiku (no en métrica).

Incluso en la época del cristianismo primitivo, el dios pagano de la medicina era invocado como una autoridad legal (VIII). Versados en las artes de la videncia y la profecía, como en todo pueblo, los habría adelantados o con un don muy particular. Sus formas eran compartidas por las otras culturas europeas (Íd.). Lo que incluye la interpretación de los sueños. Al punto de considerar monumentos anteriores como Stonehenge o Avebury (Reino Unido), parte asimilada de la tradición celta (Íd.). O elaborar su propio calendario (de Coligny). A su vez, también se hallan correspondencias con los magi, la casta sacerdotal de la antigua Persia.

Y al contrario de lo que pudiera pensarse (y lo que se piensa suele ser puesto a menudo en tela de juicio por los datos objetivos), muchos druidas, en su transición al cristianismo, asumieron poderes mágicos (VIII), pues no se entendían contrarios a la nueva religión.


Conmovedor, incluso divertido, es el último apartado titulado Reviviendo a los druidas (IX), que advierte de la facilidad con que algunas mentes cándidas caen en la tergiversación, o en esa buenista sobredimensión con la que abríamos este artículo y Ellis cierra su libro. Fantasía desbordada e incluso abierta obsesión.

La gente sigue queriendo y necesitando tener un punto de anclaje rápido en la espiritualidad, porque en su búsqueda de la verdad y el sentido de la vida, prefiere respuestas simples (Íd.). Pero la espiritualidad hay que trabajarla. Cuando las religiones y las políticas tradicionales llegan a su fin, se abren nuevos horizontes, muy saludables aunque no exentos del peligro innato de una excesiva subordinación.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Éxodo, de Otto Preminger

15 abril, 2022

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ESPECIAL SEMANA SANTA

La guerra acabó. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Y ahora qué. Leon Uris (1924-2003) respondió en su novela Éxodo (Exodus, 1958) a una de las vertientes más dramáticas, sino la que más: la total y absoluta aniquilación del pueblo judío, y las consecuencias internacionales de esta devastación, traducidas en un nuevo exilio y sentimiento de culpa. Como advierte Norman Cohn (1915-2007) en su imprescindible El mito de la conspiración judía mundial (Warrant for Genocide: The Myth of the Jewish World Conspiracy and the Protocols of the Elders of Zion, 1967; Alianza Historia, 2010), a los judíos se les persiguió con un odio fanático reservado en exclusiva para ellos. Los muertos representaron más de la mitad, quizá más de dos tercios de los judíos europeos: entre cinco y seis millones sin contar los que murieron de hambre y enfermedad en los guetos. Y todo esto le ocurrió a un pueblo que no constituía una nación beligerante, ni siquiera un grupo étnico claramente definido, sino que vivía esparcido por toda Europa desde el Canal de la Mancha hasta el Volga, con muy poco en común salvo su descendencia de seguidores de la religión judía (Prefacio; la iconografía propagandística con se acompaña el libro resulta tan ilustrativa como escalofriante).

Envuelta en la justicia poética que determina el buen arte, la novela del reivindicable Leon Uris fue bellamente adaptada por Dalton Trumbo (1905-1976), el mismo año en que se filmaba otro espléndido guión suyo, el de Espartaco (Espartacus, Stanley Kubrick, 1960), esta vez en torno a la obra de Howard Fast (1914-2003).

Al comienzo de Éxodo (Exodus, United Artist, 1960), se nos dice que la Isla de Chipre es conocida por su belleza y dramática historia. Parece que ambos conceptos, como las clásicas máscaras del teatro, son inasequibles al desaliento humano, interfiriendo de forma capital en el devenir de algunas personas. Estamos en 1947, allí, un barco-prisión, el Estrella de David, se deshace de un cargamento de refugiados, con destino a los habilitados campos de internamiento. Estas gentes carecen de hogar, y en cuanto a su patria, se halla más dentro de sí mismos que en un lugar geográfico determinado, pues aún no les ha sido reconocido ningún territorio en el que poder seguir desarrollando su cultura y poder reponerse. Esto va a cambiar con la proclamación, en pocos meses, del Estado de Israel, pero hasta entonces, encanto y tragedia van a seguir conjugándose. Sus rostros son los del exilio judío, la desesperanza que se quiere tornar en ilusión tras la masacre de la muy reciente guerra, y la mezcla con otras razas y culturas, como una determinante cuestión de supervivencia. Pero hay quien desea morir en la tierra que le dio sentido a su vida.

Katherine Fremont (Eva Marie Saint), es la viuda de un reportero gráfico de guerra. Es enfermera y viene de trabajar de Grecia, donde ha estado destinada. Su idea es dirigirse a Estambul, propósito que se verá frustrado. Al tomar contacto, en esas carambolas que nos propone el existir -y la creación artística-, con la joven refugiada Karen Hansen (Jill Haworth), Katherine cambia su parecer y planea llevar a la muchacha de vuelta a los Estados Unidos, su país de origen. De alguna manera, ella también es una asilada que se ha quedado sin apenas vínculos familiares. No obstante, este reencuentro con su patria también habrá de postergarse de forma indefinida hasta procurar establecer la de otros, no solo en acres sino en sentimientos.


En un principio, Katherine, personaje central de la adaptación cinematográfica y colijo que del libro, no entiende el problema judío, pero reacciona de la mejor manera que sabe, prestando su apoyo y servicios como enfermera. Los refugiados parecen meros cargamentos para los funcionarios y administrativos. Entre ellos, el bien intencionado aunque intolerante comandante británico Caldwell (el no siempre bien ponderado Peter Lawford). Por suerte, se halla bajo el mando de un superior, el general Sutherland (Ralph Richardson, egregio como siempre), más abierto de miras (las que proporcionan la experiencia del mando y la ecuanimidad; razones más que sobradas por las que finalmente será apartado del mando). Resultan modélicos los encuentros entre Katherine y el general. Todas sus entrevistas y diálogos lo son, merced a Dalton Trumbo. Poseen sustancia, se establecen desde la educación y el respeto mutuos, bajo la bandera de los buenos modales, esos que cada vez escasean más bajo el dominio del impertinente tuteo. No resultan desagradables pese a tratar temas inclementes, y proporcionan la necesaria deriva psicológica en el desarrollo de los protagonistas. Es decir, todo lo contrario de lo que habitualmente se ofrece hoy en día.

Con su determinación, Katherine responde a los comentarios despectivos y las gracietas del comandante Caldwell.

Al tiempo arriba Ari (Paul Newman) a la isla. Es hijo de Barak Ben Canaac (Lee J. Cobb), miembro del Comité Ejecutivo de la Agencia Judía en Palestina. Ari prepara una “fuga” de los que llegaron en el Estrella de David, que ahora pululan arracimados en los citados campos chipriotas. Para eso hace falta un barco. El objetivo es regresar a Palestina, la tierra que les vio nacer o, en cualquier caso, culturizarse. El armador y estraperlista Platón Mandrian (el estupendo Hugh Griffith) les proporciona el transporte que precisan.

Y de igual modo que el imperio británico compró Chipre a los turcos, Palestina se halla entonces bajo su control (qué bien han sabido los ingleses sortear las leyendas negras). Ari lo tiene claro: no tenemos más amigos que nosotros mismos. Cuando conozca a personajes como Katherine matizará este punto de vista.

De hecho, es ella la que toma la iniciativa de besar a Ari cuando, una vez que se han conocido, visitan juntos el Valle de Jezreel. Sin ninguna duda, Dalton Trumbo encuentra su punto fuerte en los diálogos a dos. No solo en el ejemplo presente; ya se sabe que cuando el humano se reúne en manada pierde. Es en esos momentos de rara intimidad entre los protagonistas, que el cine actual ha venido desechando con asombroso afán, cuando la escritura centellea -incluso cuando los personajes se miran pero no se hablan, como habrá ocasión de comprobar-. La planificación de Otto Preminger (1905-1986) es en este sentido ejemplar, como ponen de relieve los preparativos y el asalto a la fortaleza de Acre, para rescatar a los compañeros encarcelados. Recordemos que, en 1918 los británicos asumieron el control en la región tras el desmembramiento del imperio otomano a consecuencia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), quedando la ciudad costera de Acre incorporada al mandato británico de Palestina.


Los refugiados embarcan con el permiso falso pergeñado por Ari, que se hace pasar con relativa facilidad, dado su aspecto físico, por un capitán británico de nombre Bowden. Pronto se descubre el engaño, y la embarcación permanece varada a la salida del puerto de Chipre, hasta que la prensa y la publicidad cumplen con su cometido, permitiendo la salida a mar abierto y la posterior arribada a Palestina. El navío se llama Olympia, pero con diligencia es rebautizado por sus tripulantes como Éxodo. Es un barco herrumbroso, insalubre y decrépito, pero su simbolismo refulge poderoso y nuevo.

Llegados al puerto de Haifa, cada cual sigue su estrella y rumbo. El joven Dov Landon (Sal Mineo) se convierte en terrorista, bajo las órdenes del hermano de Barak, Aquiba (el característico David Opatoshu), y su grupo denominado “Los luchadores de Lijún”. Una familia enfrentada cuyo eslabón intermedio -que no más débil- es precisamente Ari.

Flaco favor hacen estos “luchadores” al conjunto de su pueblo y a su causa, aunque Dov piensa que es el modo de conseguir autonomía, prestigio entre los suyos y respeto para los demás. El respeto que les ha sido negado bajo mil y una maneras, y que todavía hoy pervive. La Partición de Palestina aún no ha sido aprobada. Desde su punto de vista, ellos son lobos rodeados de corderos. Armados frente a la sumisión.

Estas células extremas procrean, pero están destinadas a la extinción. Su principal objetivo es dañar las instalaciones británicas en suelo palestino. Por lo que sabemos de Dov, este responde al patrón clásico, juventud, arrojo y falsas divisas, con el agravante de que estuvo prisionero en Auschwitz (Polonia) y ha desarrollado un fuerte componente de culpabilidad tras su permanencia allí.

Mientras tanto, se desarrolla la vida en los kibutz, como Gan Dafna. No tan idílicos como se pretendió, pero sí un buen intento. Aquiba es, como queda dicho, el tío de Ari. Este último prefiere profesar en la Haganá, una organización paramilitar de autodefensa judía, que se enfrenta abiertamente a los métodos expeditivos del “Lijún”. Batalla frente a palabras, siembra del terror frente a la de la esperanza sostenida por la retórica; anarquía frente a aclimatación, logros por vía diplomática o logros inmediatos y brutales. Para Aquiba, no hay nación que no haya nacido de la violencia. A lo que Ari contesta que antes que tener una patria, hay que tener un pueblo. Una diferencia que ha permitido que los hermanos Barak y Aquiba no se hablaran en diez años. Por eso, cuando al fin se ven las caras, sobran las palabras, en una de las escenas más emotivas de toda la película. Junto a ese doble entierro que clausura el relato -no las vidas de los protagonistas-, y que es doble por ser dos los cuerpos, y dos las religiones que va a reposar juntas.

Con la proclamación de la Declaración de Independencia, por los miembros de las Naciones Unidas, el veintinueve de noviembre de 1947, el Estado de Israel se constituye no sin dificultades. Nuevos enfrentamientos aguardan a los participantes de este nuevo éxodo.


A pesar del enfrentamiento ideológico y material, la esencia de la narración la constituye un amor que no ha podido ser. Dos, en realidad. Tan solo prevalece el de la tierra. Lo que, viniendo de quienes han sido considerados como ciudadanos del mundo, también por ellos mismos, posee un mayor valor. Es el apego a un terreno, que todos necesitamos. El pueblo judío se muestra bien compenetrado, no ya con la tierra que lo vio nacer y desarrollarse, pues nacer han nacido en todas partes (incluido Rusia, de donde dice proceder Barak), si no con la tierra que les ha dado su desarrollo cultural y espiritual.

Hemos pasado por una guerra (estamos pasando por otra). ¿Qué hemos aprendido? A seguir cometiendo los mismos errores. A dar carta blanca a cada nuevo tirano. Que existen humanos buenos por naturaleza y otros que no lo son, y que contra estos más vale precaverse con algo más que buenas intenciones. Gente que busque el dominio de los demás existirá siempre, nos guste o no. En este sentido, Éxodo es una consecuente y hasta feliz respuesta.

La excelente película fue producida y dirigida por Preminger, y contó con la edición del magnífico -era hombre- Louis R. Loeffler (1897-1972), la fotografía de Sam Leavitt (1904-1984) y los elegantes créditos de Saul Bass (1920-1996). La música, equiparable a la que Elmer Bernstein (1922-2004) compusiera para Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. de Mille, 1956), o Miklós Rózsa (1907-1995) para Ben-Hur (Íd., William Wyler, 1959), se hizo muy popular, y pertenece a Ernest Gold (1921-1999).

En efecto, aquella guerra acabó. Pero no las guerras entre seres humanos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCVI): Teodora, emperatriz de Bizancio, de Riccardo Freda, y Nefertiti, reina del Nilo, de Fernando Cerchio

09 abril, 2022

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Dos preguntas. ¿Qué fue Bizancio? Y, ¿qué fue de Bizancio? A ambas responde el realizador Riccardo Freda (1909-1999) con medido desparpajo. Desde la perspectiva del cine más fantasioso, claro está. Fantasioso pero elegante, bellamente recreado. Como se suele decir, si no fue así, debiera haberlo sido.

Para el historiador David Hernández de la Fuente (1974) supuso el mantenimiento de la tradición imperial romana a través del arte, la lengua y la cultura, y la renovación por la sabia de nuevos pueblos. En su libro Breve historia de Bizancio (Alianza, 2014), una buena pieza para hermanar con el clásico Constantinopla (Alianza, 2012) de Isaac Asimov (1920-1992).

En Las mil caras de Teodora de Bizancio (Reino de Cordelia, 2021), Miguel Cortés Arrese (1951) traza una línea entre lo que sabemos de la que llegó a ser emperatriz de la mitad oriental del Imperio Romano, con otras personalidades del porvenir histórico. Para Judith Herrin (1942; Debate Historia, 2009), Bizancio es el imperio que hizo posible la Europa moderna.

No sé si en la actualidad este es un buen halago, pero contextualicemos; su esforzado libro lo merece. Lo que sí sé es que el imperio, junto con su cultura, esto es, su forma de vivir y debatir, desapareció. Como acabará desapareciendo la nuestra, si no lo ha hecho ya.

Con el plano general de una ceremonia religiosa, en el interior de la Iglesia de San Vital, en Rávena (Italia), da inicio Teodora, emperatriz de Bizancio (Teodora, imperatrice di Bisanzio, Lux Films, 1954), apreciable recreación cinematográfica. Un santo día de recogimiento y plegaria, en el que el devoto Justiniano I (482 d. C. – 565 d. C.), interpretado por Georges Marchal (1920-1997), atiende sus quehaceres religiosos como líder político y espiritual del pueblo de Bizancio. Es el máximo representante y adalid del superviviente Imperio Romano de Oriente. Reclama piedad y justicia a Dios, por los pecados cometidos en nombre de la creencia que profesa, el cristianismo, y para iluminar sus acciones de cara al futuro, ahora que ha llegado la senectud.

Analepsis, o sea, flashback. Eficaz concepto dramático por el que conoceremos lo que hasta ahora, al menos en parte, ha sido la vida de Justiniano. Años atrás lo distinguimos como un joven en proceso de madurez, mezclándose con la población. Una ciudadanía representada con la habitual soltura latina. Se va a celebrar la jornada del rey o reina por un día, una festividad pagana, en contraposición con la anterior (que nos ha sido mostrada desde el futuro). Además, una carrera de cuadrigas en el circo de la ciudad nos pone en antecedentes de la estratificación social de este pueblo, dividido entre azules y verdes, dos bandos que representan a patricios y sacerdotes, y a la plebe, respectivamente. De esta guisa, Justiniano pasea de incógnito por el mercado ejerciendo su jefatura, y de paso el ardid clásico de pasar desapercibido, que con seguridad le ha precedido en otras ocasiones de la historia, y que se seguirá empleando, con objeto de testar la opinión y clima de un conjunto de ciudadanos. Recordemos que lo mismo hacía el personaje de Anthony Quinn (1915-2001) en Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman, Michael Anderson, 1968).


Junto a momentos que parece inevitable presenciar, como la típica danza femenina, una guardia que no dice ni mu y mandobles de guardarropía, conviven en Teodora otras imágenes muy destacables y llamativas. Como la que procuran los teñidos o pelucas azules que portan los músicos de color -nunca mejor dicho-. O la presencia (breve) de la adivina que constata el odio entre hermanas que se profesan Teodora (Gianna Maria Canale) y Faidia (Irene Papas). ¡O ese oso blanco que bebe de una botella! Totalmente dentro de lugar.

Por suerte, la danzarina de rigor es la citada Gianna Maria Canale (1927-2001), y la música la pone Renzo Rossellini (1908-1982). Así que todo está salvado. Escrita por René Wheeler (1912-2000), Claude Accursi (1920-1988), Ranieri Cochetti (-) y Riccardo Freda, Teodora, emperatriz de Bizancio cuenta además con una buena fotografía -en una adecuada copia- de Rodolfo Lombardi (1908-1985). Por cierto que Wheeler fue el responsable del guión de Rififí (Du Rififi chez les hommes, Jules Dassin, 1955), o de la bonita historia de los chicos del coro (La cage aux rossignols).

Podemos añadir la circunstancia de que Teodora, que es de origen egipcio, busque refugio en una celda atestada de leones, a los que no teme por ser la digna hija de unos domadores de fieras. Ladronzuela y bailarina, el emperador ha puesto sus ojos y miras de futuro sobre ella. Pero para eso, antes se ha de dar la conversión de regente a enamorado; es más, de símbolo de poder a enjuiciador respetado, alguien capaz de sentir remordimientos por los errores cometidos, como la sentencia al cómico Scarpios (Carlo Sposito). Por algo el patriarca religioso declara que a Dios no le bastan palabras.

Pasiones al descubierto o apenas disimuladas por una gasa o la tela de una túnica, con algún trágico malentendido entre Teodora y Justiniano, que por suerte para el Imperio se subsana in extremis. Personajes en la picota, por su condición social y destino. Y ya sabemos que el amor -o el deseo- es lo que mueve gobiernos, imperios, intrigas y rencores.


La desenvoltura visual y genio argumental de la carrera de cuadrigas destaca refulgente en la película. A vueltas con la lucha de sexos (y clases), y la fortaleza de carácter de los concursantes. Teodora demuestra estar a la altura de estas circunstancias de independencia y fortaleza, allende su posición social. Tan bella como inteligente, como declara el avieso funcionario y segundo al mando, Juan de Capadocia (Henri Guisol), la muchacha se nos muestra como un personaje enérgico y vitalista. Por su parte, Juan es el arriesgado hombre de confianza (divertido doblez retórico) que todo gobernante precisa, deseoso -más que enamorado- de Teodora. Habrá de conformarse con la hermana; no por no merecerlo en cuanto a los atributos que la adornan, sino por estar en conflicto permanente con Teodora.

Existe otro contendiente, el auriga y casi hermanastro de nuestra protagonista, Arcas (Renato Baldini), enamorado -ahora sí- de Teodora.

Subyace otra idea interesante. El buen gobierno de Justiniano y la que va a ser su consorte, en la segunda parte del relato, recuerda que la realización de acciones justas y la buena voluntad, compete a las individualidades, a los caracteres personales aguerridos, y no a los colectivos brumosos y mantenidos, carcomidos y manipulables por las inquinas de alto presupuesto, bajo los pliegues de cualquier credo grupal, sea político o religioso. En este caso, los intrigantes son los gestores de la religión de Bizancio: Juan y sus secuaces, el jefe de la guardia Andrés (Roger Pigaut), y el senador y magistrado Smirnos (Loris Gizzi). Ante los que se posiciona, junto a Justiniano y Teodora, el general Belisario (Nerio Bernardi). La suma de estas tres voluntades sacará al imperio adelante, hasta que las aguas del olvido queden aplacadas por el ingenio legendario de la historia, aquello que ha llegado a nuestros días, poéticamente distorsionado.

Nefertiti, reina del Nilo (Nefertiti, regina del Nilo, 1961), es una buena propuesta para acompañar a Teodora esta Semana Santa. Estoy por asegurar que nos hallamos ante un bien asentado “Estudio 1”, es decir, lo más parecido a una obra de cámara donde cobran más importancia las estrategias de diálogo y la interrelación entre los protagonistas, que los escuetos decorados y las aún más escasas incursiones al campo: como la escena del enfrentamiento final entre los partidarios del avieso sacerdote interpretado con su habitual y procaz aplomo por Vincent Price (1911-1993), y el ejército egipcio, leal a Amenófis (Amadeo Nazzari) y Nefertiti (Jeanne Crain).

Tebas, junto a las riberas del río Nilo. Allí se encuentran dos enamorados. La joven Tanith, antes de ser conocida por la historia como la bella Nefertiti, y el aprendiz de escultor Tumos (Edmund Purdom). El encuentro es desgraciado por unos soldados poco comprensivos. Tumos escapa.

Fuerzas poderosas están en contra de nuestros planes, reconoce la atribulada Tanith. Preparada para el Templo desde niña, tú no eres como cualquier mujer, le espeta su padre Benakon, el sumo sacerdote al mando del cotarro doctrinal.

En el otro lado del espejo, está Amenófis, el príncipe de Egipto. Se halla en lucha con los caldeos, pero respeta las reglas de la guerra (que las hay). Pronto será investido faraón. Fernando Cerchio (1914-1974) cumple con el expediente ceremonial en off, estando Amenofis en el campo de batalla. Lo que no está mal, dadas las circunstancias presupuestarias. No es necesario despilfarrar más. Por su parte, Tumos el escultor es su leal amigo, pese a estar en estos momentos en busca y captura por orden de Benakon. Pronto hallará refugio en Amenofis. Pero este desconoce que la mujer seleccionada por el sacerdote para ser su esposa es la amada de Tumos, Tanith. Con lo que el triángulo queda constituido muy a pesar de todos los integrantes.

Impera en el territorio el monoteísmo de Atón, frente al sobado y colérico Amón. Un dios único, tal y como propone el sacerdote caldeo Sefar (Carlo d’Angelo). Es el Dios Sol.


El amor de los dos amantes se consuma al fin, siendo ya Amenofis el nuevo faraón. Pero el sumo sacerdote acecha. Por los tejemanejes de este, guía nada espiritual, Tanith, como queda dicho, acaba siendo la prometida del flamante faraón. Es decir, la nueva reina de Egipto. Consorte a la fuerza, el destino de Nefertiti se debate entre la afección a dos hombres. Uno representa el verdadero amor (Tumos), el otro la grandeza -moral, no solo material- del reino (Amenofis). Lealtad o plena felicidad.

El bien intencionado faraón, aquejado de una indeterminada enfermedad (como Julio César [100-44 a. C.] con la epilepsia), llamada mal de los dioses a falta de mejor término, suma a esta dolencia importuna el mal de amores que se va a presentar, entre la recién adquirida devoción religiosa y la tensa obligación de estado. Nos esperan días oscuros, asume Tumos.

Una vez más, se demuestra, por grosero que parezca, que las gentes son fácilmente manipulables por las élites, políticas y religiosas (salvo que se les toque el bolsillo, ahí sí espabilan). Envuelto en su aureola mística y distraído por sus indisposiciones, el ensimismado, aunque bien intencionado faraón, peca de poco realista. Incapacidad que afecta a muchos gobernantes que dejan de tocar pies en el suelo (gobernantes, sí, pero no líderes).

A lo que suma con cruel certeza el sufrimiento, no menos real, de la enamorada de Tumos, no correspondida, Merith (Liana Orfei). Ella forma parte de aquellas personas a las que la historia no suele recordar. Salvo en el cine.


Nefertiti, reina del Nilo cuenta con la fotografía de Massimo Dallamano (1917-1976) y la música del maestro Carlo Rustichelli (1916-2004). Fernando Cerchio, su director, es recordado por ofrecer varias simpáticas muestras en distintos géneros, como el policíaco de Il bivio (1950) y Lulú (Lulù,1953), la adaptación literaria de Sue (1804-1857) Los misterios de París (I misteri di Parigi, 1957), la aventura de Los amantes del desierto (Gli amanti del deserto, 1957), trajinada producción donde las hubiera, y El sepulcro de los reyes (Il sepolcro dei re, 1960), el western Per un dollaro di gloria (1966), o ya abiertamente en el ámbito de la comedia histórica, Totó y Cleopatra (Totò e Cleopatra, 1963). El relato cinematográfico se debió a los poco conocidos Emerico Papp (-) y Ottavio Poggi (-1983), tomando forma de transcripción caligráfica por los escribas John Byrne (1898-1968), Poggi y Cerchio.

Qué tendrá este cine de cartón piedra que, en su inocencia -que no simplismo pueril-, nos regala momentos de diversión en el más variado espectro. Y sobrevuela (sorpassa) los efectos por ordenador gracias a su afán de relumbrante acción, musicalmente bien aderezada, bizarra responsabilidad, y sus diálogos oblicuos y certeros como una saeta que siempre da en la diana.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXV): Volver a empezar (Begin the Beguine), de José Luis Garci

02 abril, 2022

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Si no recuerdo mal, casi todas las películas del realizador español José Luis Garci (1944), sino todas, poseen una dedicatoria. Probablemente, sea esta una de las más sentidas, o al menos personales, al estar destinada a su padre, el pintor cubista Manuel García Meana (1911-2008). Ello nos puede dar una idea del nivel de compenetración e intimidad que impregna un relato como Volver a empezar, que cuenta con el subtítulo en inglés, algo tampoco inusual, Begin the Beguine. Ciertamente, el grueso de películas que nutren la filmografía de José Luis Garci pertenecen al género del melodrama o configuran retratos introspectivos de personajes realistas, incluso en géneros como el cine negro. La alusión en inglés se corresponde a la célebre composición del maravilloso Cole Porter (1891-1964), que en sí mismo, es definidor de un estilo, concepto y hasta modo de vivir, referido tanto a la vida como a la proximidad de la muerte. En cualquier caso, ya no debemos limitarnos a acotar una época pretérita en la actualidad: uno puede seleccionar, como en un buen menú, de qué estilos desea participar ese día, en función de su carácter o afinidades.

Volver a los sitios que han significado algo en nuestra vida es un tema más que humano para vertebrar una película. Pero el recurso, por tópico que parezca, no es siempre fácil de representar. Se puede llevar a cabo en off, a través de lo que narra un personaje, o como José Luis Garci formula, de forma directa y prístina, eminentemente visual. En efecto, el regreso es un tema icónico en las artes y, por ende, en la vida de casi todo ser vivo. En los humanos, se convierte en un rasgo distintivo de personalidad, ese carácter al que antes aludíamos, aparte de una necesidad vital, o incluso una oportunidad sometida a los designios del destino, el peculio o el mero capricho. Volver a pisar y recorrer aquellos enclaves donde hemos sido felices proporciona una, en palabras de Garci, nostalgia jubilosa, alejada de lo ajado. Quien lo siente así, sabe de lo que estamos hablando (existen personas que parece que se complacen en rechazar el concepto de nostalgia y el valor de los recuerdos, en no corresponderse con el pasado; es, vuelvo a decir, una cuestión de naturaleza).

Si participamos de este pensamiento, resulta inevitable que los periodos de la infancia y la juventud suelan dejar una especial huella. Estos lugares cobran un mayor significado cuando las personas que nos arropaban en aquel momento ya no están, por el motivo que sea. O cuando hemos perdido la ocasión de construir una convivencia duradera. Esta es la propuesta de una película como Volver a empezar (Nickel Odeón, 1982), merecedora -que no únicamente ganadora- del máximo galardón de la industria cinematográfica, el Oscar. Algo de lo que sentirse orgullosos.


Pero como ocurre en los pasajes y recovecos misteriosos de nuestra mente, estos personajes, amigos y familiares, permanecen ligados a tales entornos físicos de una forma casi mágica. Tanto da que sean cerrados o al aire libre. La elección de la citada canción de Cole Porter resulta de lo más adecuada, porque apuntala esta idea no solo de lo pretérito, de volver o recomenzar algo, sino de dejar atado algún asunto que quedó pendiente, o se frustró años atrás. Al fin y al cabo, solo se vive una vez, pero se puede morir varias veces. Y la canción sostiene esta determinación y estado de ánimo, que proporciona la experiencia, con alegre compás, con ese júbilo al que hacíamos mención, entre lo melancólico por el tiempo que ya pasó y no volverá, y la firmeza ante lo efímero, que no lo es mientras lo vivimos, pero que, de algún modo, queda condensado en una pieza maestra sonora de tres minutos, o en el celuloide de una película. Frente a lo fugaz, permanece el recuerdo y la fisicidad espiritual de una bella creación artística. Es entonces cuando el arte se convierte en eterno.

Por eso, en esta película, el primer encuentro de la cámara es con el paisaje de una ciudad. Con un entorno vivencial específico. Que gusta tanto al realizador como a mí, pues me sumerge en el ambiente de una localidad, desde una aconsejable distancia. Es una buena toma de contacto espacial, y un buen modo de retratar un momento en particular. Ni el más bello ni el más sofocante: únicamente la vestimenta de un instante. O de muchos instantes, en función de los transeúntes que los atraviesan.


Existe otra dedicatoria en el corazón de Volver a empezar. Esta vez, dentro de la propia película. La que el retornado y ganador de otro galardón no menos traído y llevado, el famoso Nobel, en los pliegues de la ficción, ofrenda en un viejo vinilo a su amor de juventud. Más su acuse de recibo emocional. Dos días que han recuperado toda una vida. Él es el profesor de universidad Antonio Miguel Albajara (el espléndido Antonio Ferrandis), que ultima sus días de enseñanza y rosas en California, EEUU, y ella la encargada de una galería de arte en pleno centro de Gijón, España: Helena (Encarna Paso).

Cantos de vida y esperanza que palpitan dentro del cine, y razón por la que, lo primero que hace Antonio al bajarse de un taxi en dicha ciudad asturiana, sea contemplar una ancestral sala, suponemos que proyectada de vivencias; el cine Robledo (como lo puedan ser para mí el Aliatar, Madrigal, Astoria o Palacio del Cine en Granada). Tras esto, Antonio presenta sus respetos al campo de fútbol del Sporting, otro microcosmos y pequeño universo, puede que de segunda división en estos momentos, pero de primera dimensión para nuestro protagonista. El hijo pródigo está separado de su esposa, pero no de su ciudad, aunque viva en los Estados Unidos, y su visita a su país natal ha sido por él programada con un objetivo claro y preciso, reencontrarse con Helena.

Antonio se hospeda en el Hotel Asturias, igual de recoleto y castizo que todo lo demás. El galardonado autor y profesor huye del relumbrón, y su mayor deseo es pasar unos días desapercibido. El hotel, con pretensiones de pensión, tan solo posee una estrella, pero el gerente que la oxigena es el servicial y solícito Gervasio Losada (Agustín González).


Escrita por José Luis Garci y Ángel Llorente (1941-1993), Volver a empezar se benefició de la cámara del operador Ricardo Navarrete (-), los decorados de Gil Parrondo (1921-2016), la fotografía del todo terrenal Manuel Rojas (1930-1995), y mira que el cine español ha dado excelentes cinematógrafos; la edición de Miguel González Sinde (1948) y los arreglos musicales de Jesús Glück (1941-2018).

Garci aborda la puesta en escena a través de una planificación clásica, es decir, moderna (para mí, tal equiparación respecto a la gramática cinematográfica está clara). Planos generales conviven con planos medios y medios-cortos. No ha lugar para el divismo, la narrativa destila humanidad. Más que recuperar un amor, lo que se abraza es lo que pudo haber sido. También la despedida. El uno sabe y el otro intuye, que probablemente sea esta la última vez que van a poder estar juntos. Lo que incide, así mismo, en al ámbito de la amistad fraterna, como rubrica la prodigiosa escena de Ferrandis (1921-2000) con Bódalo (1916-1985), a solas en casa de este último, resuelta con naturalidad, sin impostaciones a lo Actor’s Studio.

Como curiosidad, en el diálogo se hace mención a los profesionales de los medios, con especial querencia a la radio; en concreto, me llama la atención la alusión al emblemático Antonio José Alés (de nombre real Antonio Biosca, 1937-2008), referente de la radio del misterio en aquellos años, de enorme convocatoria.

Si algo nos recuerda este primer Oscar del cine español, es que hay que ser muy valiente para volver a comenzar cuando a uno se le está acabando el tiempo.

Por ello, Volver a empezar se erige en el testimonio filmado de una convicción. La de que vivir no es solo pasar por aquí, sino mostrar respeto hacia los que nos han precedido.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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