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30 noviembre, 2020

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Palacio de Carlos V nocturno (Granada), fotografía de LJ

El frío empieza a calar, pero siempre hay algo de calor entre las páginas de un buen libro o los fotogramas de una película. El invierno se acerca en diciembre y también el final de este año tan significativo, duro y diferente. De momento, nos despedimos de noviembre. Ha sido un mes más con 10000 visitas y nuestros fieles seguidores y lectores: 197 seguidores en Blogger, 687 en Twitter y 188 en Facebook.

En nuestro recorrido cibernético siempre hemos reivindicado que hay que recuperar y recordar el pasado de nuestro arte, que no solo vivimos de estrenos. Este mes es un claro ejemplo: hemos acudido a los inicios, con El chico, hemos hecho un repaso al género del péplum, con Los gigantes de Tesalia, y hemos tenido una pieza de los años ochenta, en el caso de Vestida para matar. Y todo aliñado con la música de Los Panchos.

Ahora toca empezar a decorar las casas e intentar alegrar los corazones con la Navidad. Despedimos este año con diciembre y con más cultura en nuestro blog. Os esperamos en ese futuro.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo






El chico, de Charles Chaplin

28 noviembre, 2020

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Antes de que conociéramos el cine como lo conocemos hoy, existieron personas que emprendieron el camino para cimentar el que sería considerado nuestro Séptimo Arte. En aquel entonces, lo que había sido prácticamente un espectáculo circense se empieza a convertir en una vía para contar historias, como demostró George Méliès (1861-1938) en la primera década del siglo XX. Después llegarían otras visiones cinematográficas, como el expresionismo alemán que quedó bien reflejado en la sugerente y decisiva El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), el soviético cine ruso, con el estandarte de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Sergei M. Eisenstein, 1925), o los primeros movimientos del cine estadounidense, las primeras piedras de la gran industria que llegaría a ser Hollywood. Pero de toda aquella etapa inicial, han perdurado en el tiempo y asociada a toda esa época las secuencias más humorísticas, con nombres propios como Buster Keaton (1895-1966), Harold Lloyd (1893-1971) o el icono más emblemático, Charles Chaplin (1889-1977).

El caso de Chaplin seguramente haya sido el que más ha perdurado en la memoria colectiva e incluso es uno de esos símbolos, que todos reconocen ligado al cine, aunque no hayan disfrutado de sus obras; sobre todo cuando aparece retratado como su mítico personaje de Charlot, el vagabundo. Rescatamos y recordamos uno de aquellos largometrajes míticos que Chaplin se encargó de producir, dirigir escribir, montar, protagonizar e incluso musicalizar en una restauración de los años 70: El chico (The Kid, 1921).


Todo se inicia con una mujer (Edna Purviance) que se ve desahuciada y con un bebé al que no puede atender. En su desesperación, opta por dejarlo dentro de un coche frente a una mansión, pero cuando intente regresar arrepentida por este acto, comprobará que el vehículo ha desaparecido, robado junto a su hijo. Poco después, los dos ladrones deciden, cual desalmados, abandonarlo en un barrio pobre. La casualidad hará cruzarse a un vagabundo, Charlot (Charles Chaplin), que a pesar de sus intentos por deshacerse de tal embrollo en que se ha visto envuelto, acaba por quedarse con el bebé y criarlo como si fuera suyo. Este es el punto de partida de este drama cómico tan capaz de levantar una carcajada con sus ingeniosos gags como de enternecernos con su sabio uso de la imagen. 

En efecto, encontramos ingeniosas secuencias protagonizadas por Charlot en las que el director despliega su comicidad mientras nos retrata a la perfección el carácter de los personajes, sobre todo de ese vagabundo bonachón y astuto a la par que despistado y algo orgulloso. Así lo reflejan sus intentos por huir de los problemas y de los conflictos que o bien provoca o bien acaba envuelto sin deseo alguno, como la graciosa pelea entre niños que simula un ring de boxeo. También su ingenio para evitar gastar el dinero que no tiene o para cuidar a su pequeño, como muestra con los inventos que crea en casa o su intento de colar al niño en una pensión. Pero, sin duda, uno de los gags más reiterados y recordados son sus huidas, en las que consigue zafarse de un perseguidor más bruto. 


No obstante, esto es uno de los sellos habituales en la narrativa de Chaplin, pero no es la trama central. A fin de cuentas, estamos ante el drama de una madre sin su hijo y de un niño huérfano, que bien podría recordarnos a la narrativa dickensiana, heredero de obras como Oliver Twist (1838), con la pillería pícara que ofrece la presencia y la educación de Charlot. Uno de los aciertos visuales de la obra, tan dramático como sentido, es encuadrar a una madre compungida y nostálgica, recordando a su bebé perdido, mientras que, en segundo plano, se abre una puerta y sale el niño (a resaltar la icónica actuación del pequeño Jackie Coogan), su hijo, quedando ambos encuadrados en un mismo plano. 

Solo el espectador es consciente de la coincidencia y ese hecho le suma aún más dramatismo y sentimentalismo a la escena. Como bien apuntaba Alfred Hitchcock (1899-1980), el suspense reside en que el espectador sabe algo que los personajes no, como bien nos muestra leja bien Chaplin en este momento en que nos preguntamos si descubrirán sus identidades madre e hijo.


En definitiva, estamos ante un cuento de esa época tan primordial como esencial que fue el cine mudo. Una historia sobre la infancia, la pobreza, el sentido de orfandad y también de paternidad que emplea toda la fuerza del lenguaje cinematográfico para hacernos reír y para emocionarnos a la par. Curiosamente, Chaplin fue capaz de desplegar recursos que recuerdan a la imaginación de Méliès, como en el sueño que tiene Charlot, quizás una de las partes más flojas a nivel narrativo, pero que demuestra cómo eran los efectos especiales de la época. En este sentido, El chico se convierte en un buen ejemplo de la calidad cinematográfica de toda una época, y también de una forma de relatar que poco tiene que ver con la palabra, sino que vive de la imagen.


Música Inolvidable (XLII): Los Panchos

21 noviembre, 2020

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A mis padres

El mundo está cambiando, pero vamos a necesitar que algunas cosas nos sigan acompañando. Si prescindimos de todo aquello que de bueno nos ha precedido, estamos condenados al fracaso del olvido. O peor, al desconocimiento. Ese que procura el no haber tenido la oportunidad de acercarnos a otras épocas artísticas, en la música, el cine y las demás artes en general, por el mero hecho de no haber sido sincrónicas con nuestra vida.

De este modo, en el cine, la literatura o la música, podemos decir que han existido personalidades que han hecho suyo un género. Por supuesto que otras agrupaciones los han abordado; sin embargo, la voz personal de un intérprete, o intérpretes como en este caso, bien puede asumir y trascender dicho género en favor de una esencialización que, de forma muy concreta, viene a marcar -distinguir y detallar- toda una época. No hace falta haber vivido durante los mismos años que Elvis Presley (1935-1977) para poder disfrutar de él. Un legado es algo que todos podemos compartir. Para eso solo hace falta sentir interés, espabilar nuestros sentidos.

El trío Los Panchos tiene el mérito de ser uno de esos grupos definidores, con esfuerzo, abnegación, y severas dificultades adictivas, derivadas de unas personalidades tan fuertes de carácter como débiles de resolución. Lo conformaron Jesús Navarro, Chucho (1913-1993), Alfredo Gil, Güero (1915-1999), Hernando Avilés (1914-1986), y una serie de primeras voces que desembocaron en la última adquisición dentro del conjunto original, la de Rafael Basurto Lara, Chaparro (1941).

No podemos dejar de mencionar el patrocinio y distribución de una empresa de calidad y largo alcance, trascendental tanto para la música popular como para el jazz -sobre todo en aquella época-, la discográfica Columbia (más tarde rebautizada como CBS, antes de que Sony decidiera, por fin, volver a otorgarle la denominación original con bastante buen criterio: Louis Armstrong [1901-1971], Miles Davis [1926-1991] o el trío Los Panchos grabaron -entre otras- para Columbia, y no para otro nombre).


Decía entonces, que la confluencia de unas personalidades muy marcadas, en la salud y en la enfermedad, constituyeron el celebérrimo trío de Los Panchos. Tan es así que, de forma gráfica, Rafael Basurto determina que acabaron por tensar las notas de todo el pentagrama de la vida (Palabras preliminares, pertenecientes al libro Los Panchos, Martínez Roca, 2005). Esto no impide que podamos seguir disfrutando de sus interpretaciones, como hacemos en otros ámbitos como el rock o el pop. En este sentido, Celina Fernández (-), autora del mencionado libro, en connivencia con Rafael Basurto, recuerda que en este momento del mundo en que las decepciones, la locura, la ausencia del amor, van perfilando una nueva –que no mejor, añado yo- forma de vida, ahora más que nunca nos hace falta la complicidad del bolero (Introducción).

Entre ambos extremos -fulgurante creatividad y desorden dependiente-, la vida confundida con el arte no es ninguna novedad. Aunque siempre nos sorprende. De hecho, ¿qué es un bolero? Un copioso y mundanal cancionero donde se exalta la alegría del amor, se alumbra el pesar del desamor, o se deplora la incertidumbre de una relación (de amor o de amistad). Carpe diem, theatrum mundi, homo viator, beatus ille, ubi sunt, homo homini lupus, locus amoenus, amor bonus, amor ferus, memento mori, tempus fugit, vanitas vanitatis, incluso amor post mortem… todos en varios, o en uno solo; poder sensorial del cuarto arte, el más infatigable, intangible y afín a todos los demás.

Merced a lo cual, con Los Panchos celebramos la vida, sus infortunios, sus aspiraciones, sus sinsabores… la muerte para volver a renacer, a veces…

En cuanto a sus integrantes, los años noventa fueron los más tristes y convulsos, cuando debieron haber sido los más placenteros y sosegados. Desfachateces, hiedras venenosas, apropiaciones indebidas de nombre y peculio, los propios excesos e inseguridades de los componentes, prestos a hacer de la decadencia anímica su morada, desembocaron en un tráfago de corrientes ocultas de difícil navegación.


Y aunque hubo encontronazos desde un principio, los inicios y madurez del trío fueron gloria bendita para la música; para unas interpretaciones y composiciones fruto de la meticulosidad y el perfeccionismo.

Jesús, Alfredo y Hernando se conocieron en 1941, en la cosmopolita Nueva York (EEUU), pero el trío como tal no se configuró hasta 1944, en la misma ciudad. Su intención era atender el repertorio sudamericano, en puridad, de todas las naciones de habla hispana (íd.), en armonizaciones vocales e instrumentales bien conjuntadas, con inclusión de temas compuestos por ellos, y que hoy ya forman parte de la historia de la música. El formato de trío con dos guitarras se vio favorecido y distinguido por la inclusión del “requinto”, instrumento hermanado con la guitarra, inventado por Alfredo Gil. A media luz y a tres voces, en una dicción clara y un fraseo de expresiva sensibilidad y romanticismo.

Consolidado el conjunto, las desavenencias hicieron que Hernando Avilés se marchara en noviembre del 51, dejando las puertas vocales abiertas a otra serie de colaboradores, hasta la disolución del terceto primigenio en los referidos años noventa. Pese a todo, el baile de primeras voces solistas fue fructífero para la madurez de un grupo centrado en la creación de un estilo y la transmisión de una personalidad vocal y estética, confiando en la creatividad y no en los aleatorios caprichos de las listas de ventas. Ello beneficiado por ese doble reto -o mejor, un propósito y un reto-, antes señalado: el llevar el idioma español como estandarte, y el hacer frente a los cambios de gusto del público, tan fiel como ingrato, evitando así la temida caída en la nave del olvido.


Discos imprescindibles lo son todos. Quedan en nuestro recuerdo composiciones como Alma, corazón y vida, Caminemos, Lo dudo, Lodo (Si tú me dices ven), Piel canela, Espinita, Siboney, Perdida, Se te olvida (La mentira), Mar y cielo, Sabor a mí, Bésame mucho, Historia de un amor, Camino verde, Esta tarde vi llover, Contigo aprendí, Dos cruces, Perfidia, Basura, y un sinfín de temas más, propios o ajenos, pero de innegable acomodo panchista.

Como consigna Celina Fernández en el libro antes citado, Los Panchos son parte de una época irrepetible por alcanzar la fama gracias a su esfuerzo estrictamente personal, ya que en aquellos años solo podían imponerse con la voz. Lección bien aprendida para todos los románticos del mundo, los enamorados, los que han sufrido un desengaño, los que están solos, los que esperan… (íd.).

Esta noche, fiesta (1977) Con intervención de Los Panchos.

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (LXXIX): Los gigantes de la Tesalia, de Riccardo Freda, y Los titanes, de Duccio Tessari

15 noviembre, 2020

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¿Qué sentido tiene en la actualidad la elaboración de algunos remakes? En el caso de El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Howard Hawks & Christian Nyby, 1951) y La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982), por citar solo un ejemplo, está claro que se procedía a una reescritura del original, que no invalidaba la anterior, sino que se edificaba sobre la misma. Algo que no es equiparable a otras versiones llegadas o por venir, absolutamente innecesarias, entre otras cosas por el mero hecho de incluir un leve matiz no contemplado hasta la fecha, caso de Rebeca (Rebecca, Ben Weathley, 2020) o West Side Story (Íd., Steven Spielberg, 2020). Máxime si tenemos en cuenta la cantidad de relatos susceptibles de ser llevados al cine con manifiesto interés. Alguien debería explicarle al señor Spielberg que no es necesario que nos regale una nueva versión de cada película que le ha conmovido de niño o adolescente, porque determinadas obras están muy bien cómo están (la actitud realmente comienza a tocarme las narices, aunque es muy americana por otra parte: tan solo vale lo novedoso, lo más actualizado por la tecnología).

Por el contrario, existen producciones que, al margen de sus carencias presupuestarias, se las apañaron para hacer de las necesidades una virtud, y regalar al espectador -de cualquier época- una vistosa amalgama argumental; en esta ocasión, de los mitos grecorromanos. Un batiburrillo textual, si se quiere, pero en sana -y pecuniaria- actitud ecléctica, que entona el mito, mito, gorgorito de forma alegre y gozosa (que en esto los italianos siempre han sabido sacar partido a sus polimorfas “explotaciones”).

Verbigracia, los dos títulos que hoy les presentamos, y que se adscribían al popular género del péplum.

En el mundo clásico los mitos abundan, por lo que no es descabellado echar mano de las aventuras de Jasón, Ulises, Hércules, Perseo o cualquier otro, para confeccionar una trama. Con esto no quiero decir que dichos relatos no puedan volver a ser abordados, sino que las nuevas copias con marbete políticamente correcto, enseguida pasan de moda, por mor de su caducidad (la que consiste en poner por encima de la inspiración artística la ideológica).

Los gigantes de la Tesalia (I giganti della Tessaglia, Filmar, 1961), respondió al subtítulo de Los Argonautas (Gli Argonauti). Fue escrita por Giuseppe Masini (-), Mario Rossetti (-), Ennio de Concini (1923-2008) y el realizador de la película, el solvente Riccardo Freda (1909-1999). En los títulos de créditos distinguimos a un descollante Carlo Rambaldi (1925-2012), en lucha con los muy especiales efectos mecánicos.

La acción a raudales se sitúa en el año de gracieta de 1250 a.C. Jasón (Roland Carey) es el joven rey de Tessalia, pero se haya “de viaje” en estos momentos. Razón por la que ha cedido el trono, de forma provisional, a su primo Adrasto (Alberto Farnese). Sin embargo, provisional no es una palabra que figure en el diccionario de Adrasto, que una vez ha probado las mieles del poder, es capaz de conspirar y perder cualquier atisbo de escrúpulo para atesorarlo; por algo dispone de toda una cohorte de palmeros y “asesores de imagen”, en los Hombres del Consejo.


A cargo de Adrasto han quedado la esposa de Jasón, Creusa (Ziva Rodann), y su hijo pequeño. Descorrido el velo de la insidia hipócrita, la consorte se las ve y se las desea para escapar de las garras del pérfido gobernante.

El caso es que Jasón ha puesto rumbó a Cólquide, en la actual Georgia (Europa), a bordo de su navío Argos, en pos del Vellocino de Oro, tal cual lo narró Apolonio de Rodas (295-215 a. C.). Esta piel asombrosa y refulgente es un don de Zeus, el rey del Olimpo, y su obtención reviste al afortunado de la legitimidad de la condición real, en un apunte de autoafirmación estrictamente ariano. De cualquier manera, aunque no se sabe exactamente qué fortuna depara, se va en su busca porque está ahí.

Riccardo Freda procede conforme a derecho. Primero, la exposición de los hechos; es decir, el drama del pueblo de Yolco, en Tesalia (Península balcánica). Allí, Adrasto se revela como un traidor, considerando enemigos a los rivales, cual si fueran los contendientes de una beligerante región vecina, en lo que también es la clásica doble moral del gobernante y usurpador (haz lo que yo diga pero no lo que yo haga). Así procede con Creusa o con Avante, el impedido constructor del Argos (Massimo Pianforini). En tanto que la esposa aguarda, en situación análoga a la de Ulises y Penélope en La Odisea.

Freda introduce una puesta en escena en cinemascope que completa las carencias del plano por medio del humo, imágenes superpuestas o la disposición de los personajes dentro del encuadre. Y como en un principio siempre fue la palabra, los envites lingüísticos no faltan en una tripulación del Argos que se muestra cansada y descontenta (como los soldados de Alejandro en Asia), además de presta al motín. Sobre todo, después de una dura tormenta. Por descontado que estos avatares pueden ser vistos como una metáfora del propio existir, y de la lucha por la conservación de la libertad individual, aun formando parte de un grupo.


Estamos, en efecto, en el mundo antiguo -y cinematográfico- de las plegarias a los dioses, el aplacamiento de las entrañas de los volcanes y las traiciones amorosas o fraternales. Tiempo de torsos desnudos y exóticas danzas. Una cuestión de principios y justicia para Jasón y su tripulación, compuesta por hombres valerosos aunque falibles, como Orfeo (Massimo Girotti), príncipe de Esparta; Laertes (Paolo Gozlino), Argo (Alfredo Varelli), hijo de Avante, o el enamoradizo Euristeo (Luciano Marin, aquel simpático muchacho de La conquista de la Atlántida [Ercole alla conquista di Atlantide, Vittorio Cottafavi, 1961]), que se ha quedado prendado de la princesa Aglaia (Cathia Caro). La discusión inicial de la tripulación se centra en si existe o no la Cólquide a tales alturas. Pero el destino interviene en forma de un timón que se bloquea y que los conduce hasta una misteriosa isla poblada exclusivamente por mujeres. No cualesquiera mujeres, por descontado.

Aquí intervienen pasajes especialmente logrados, como el de la ciudad en la que los ciudadanos huyen despavoridos, ante la venida anual de un monstruo parecido al Cíclope, o la transformación de unas jóvenes hechiceras en ancianas -nueva alegoría que alterna con la realidad-; y viceversa. Circunstancia que nos recuerda el nudo fundamental, aunque vedado, de la espléndida Los vampiros (I vampiri, 1957). Un conjunto que nos lleva a recalar en la interacción entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre los mitos y la realidad, el bien y el mal, la flaqueza y la lealtad; elementos sumamente atractivos y expuestos en la anterior película de Freda, y en el género fantástico en general.

Cualquier viaje o trayecto está salpicado de dificultades e infortunios, pocos son los que podemos catalogar “de placer”. Por eso mismo, en este bregar, el cumplimiento de un oráculo -un destino- no queda libre de resolución personal. En Los gigantes de la Tesalia subyace la idea de una valerosa búsqueda, de transmisión individual, como ilustran las competentes y conclusivas imágenes de Jasón escalando la estatua del gigante donde reposa el Vellocino.

La segunda película a la que me voy a referir hoy es Los titanes (Arrivano i titani, Cinedis, 1962), nueva amalgama temática, más dicharachera incluso que la anterior. Dirigida por Duccio Tessari (1926-1994), el sincretismo y el desparpajo arriban a unas costas donde el rey de Creta ha sido amonestado por los dioses. En esta ocasión, no les falta razón, pues el monarca se ha conducido como un egocéntrico acaparador. Ante las advertencias de las divinidades -de un orden superior, pero no más avanzado, matizaría yo-, Cadmos (Pedro Armendáriz) reacciona autoproclamándose dios él mismo, y expulsando a todo el Panteón de sus dominios (¡qué poco cambia la naturaleza e historia del ser humano!). Algo así como un pacto con el diablo es lo que perpetra este ambicioso y teocrático soberano, un acto por el cual se le confiere la facultad de la invulnerabilidad, merced a un vapor sagrado. Pero como dice el sacerdote real (un entreverado Fernando Rey), cada uno tiene su talón de Aquiles; esta vez, en la figura de Antiope (Jacqueline Sassard), la hija de este rey de Creta, de dieciocho años de edad y, lo que es más importante, con independencia de pensamiento.


En su día, los Titanes del título también se enfrentaron a los dioses, y yacen encadenados, postrados, en el interior de una cueva anexa al Hades. Pero Júpiter (Zeus) les da la oportunidad de redimirse a través del más joven de todos ellos, el joven Krios (Giuliano Gemma), convertido en hombre, es decir, en un ser vulnerable. Pese a todo, se nos da a entender que, a pesar de ser el más joven, es el más inteligente e ingenioso. Y en efecto, su más preciada defensa será el ingenio. Además, de forma claramente visual, es el único personaje rubio del grupo.

Entre tanto, y como de costumbre, el pueblo aguarda anestesiado o en silencio. En este sentido, es Krios el que viene a remover las conciencias, procurando espantar el conformismo afín al totalitarismo. Por ello, lo primero que hacen las autoridades al servicio del regente, en cuanto Krios pisa suelo cretense, es impedirle hablar y tratar de encarcelarlo. No obstante, en Creta, el titán hace amigos que serán fundamentales. Gente como Aquiles, que es mudo (Gérard Séty), o el fortachón Rator (Serge Nubret), un luchador de color.

Por su parte, Krios resulta ser un saltimbanqui de primera, en la línea aventurera del acrobático -y magnífico actor- Burt Lancaster (1913-1994); con un remedo de Espartaco. No está mal para ser un mortal.


Escrita nuevamente por Ennio de Concini y el realizador, Los Titanes despliega encanto material y buenaventura sobrenatural. Como son los pretéritos literarios del ser humano. Curiosa ocurrencia es la de los vapores que proporcionan el revestimiento sobrenatural en el Hades, como se verá en la batalla final. O los antecedentes del amor cortés. Dada su juventud, Antiope es una lega en las cuestiones del amor (no eran los jóvenes como lo son ahora). De hecho, siempre ha vivido enclaustrada, como recuerda su cuidadora y carcelera (Ingrid Schoeller). Hasta llega a interpretar una “escena de la reja” junto a Krios.

Otro tema subyacente es el de la “caza del hombre”. De Rator, y en la que, por suerte, intercede Krios. Visualmente, es bastante atractivo el momento en el que Krios trata de localizar el portal de la morada de los muertos. En todos los templos de Zeus existe una entrada a los infiernos (…) tengo que decir ‘dos palabras’ a Plutón. Buena idea es, así mismo, que el acceso en cuestión esté sumergido. Es este un inframundo de representaciones clásicas, es decir, literales pero estilosas. Lo que incluye al voluminoso Plutón (-). Allí consigue Krios el casco de la invisibilidad, aunque como es habitual, existe un impedimento: tan solo actúa de noche.

Reseñable es también el hecho de que los decorados interiores no acaparen toda la puesta en escena, ya que esta se airea mediante la inclusión de unos hermosos escenarios naturales. A lo que se añaden personajes como la hechicera Medusa (Monica Berger), que porta unas serpientes vivas enroscadas en su pelo. Una simpática mezcolanza que se resuelve a ritmo acelerado en ocasiones, como ocurre en el antedicho episodio con la Gorgona, o durante el enfrentamiento final entre Cadmos y Krios, in extremis para Antiope. La acción la proporciona la incesante lucha con los soldados de Cadmos, primero en la isla que habita Medusa, estando Krios en estado de invisibilidad, merced al yelmo y sin necesidad de recurrir a sufridos efectos especiales, por precarios que estos fueran, sino simplemente echando mano de la expresión corporal; luego, junto a sus hermanos liberados, por las calles de Creta, cuando el chaval demuestra ser, en efecto, el más listo; y finalmente, en el Hades, nada menos, donde nadie puede (des)fallecer (nadie al que no le haya sido sellado su destino con anterioridad). Una pugna que pone el broche a estos coturnos.


Por otro lado, antes de desaparecer dei ex machina, Cadmos, señor de la Hélade, está igualmente escoltado en su perfidia por una compañera en consonancia, Hermione (Antonella Lualdi). Al creerse un dios, está repleto de retórica y huérfano de miramientos.

Dioses y héroes, tumbas y sabios, coexisten con cierta ingenuidad (las estatuas y monumentos grisáceos o blanquecinos). Lo que no derriba el encanto de estas producciones. Por cierto, que ambas comparten partitura del maestro Carlo Rustichelli (1916-2004), de inspiradas melodías, aunque tonalidades ancladas en una pobretona orquestación. Con todo, no deja de ser festivo el escucharlas (en DigitMovies, CDDM 108, 2008, y DigitMovies CDDM 060, 2006, respectivamente). Una inspiración musical solo al alcance de algunas décadas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (XCIX): Vestida para matar, de Brian de Palma

01 noviembre, 2020

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En una lista de “las diez mejores bandas sonoras de la década de los ochenta”, es seguro que incluiría la composición de Pino Donaggio (1941) destinada a Vestida para matar (Dressed to Kill, Filmways, 1980); y si fuera por orden cronológico iría la primera. La escena inicial de la ducha no es tan solo un claro homenaje a su “homónima” de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), es además, una ensoñación que aúna intimismo, anhelos insatisfechos -o satisfechos en la imaginación- y sensualidad potenciada por la música. Todo lo contrario del plano en la cama que Brian de Palma (1940) introduce a continuación, rutinario y carente de deseo. Un mero trámite.

Quien está en la ducha, expuesta a todo tipo de inclemencias, es Kate Miller (Angie Dickinson), ama de casa -poco más sabemos de ella- que se halla en la franja de la mediana edad. Kate recibe ayuda emocional del doctor Robert Elliott (Michael Caine), un psiquiatra comprensivo con sus pacientes. De hecho, Brian de Palma, autor también del guión, siempre estuvo muy vinculado a la escenificación de los entresijos de la mente, y hoy tendría el terreno incluso más abonado que entonces, habida cuenta de la cantidad de gente tratada que existe. La mujer está casada, pero como ya se ha visualizado, con el marido las cosas no van bien. Estamos en el ámbito de quiénes somos y cómo nos proyectamos.

Hasta la vanidad de un médico tan centrado como es Elliott queda reflejada en un espejo, cuando Kate procede a insinuarse. Una incitación que se traduce, igualmente, en determinados movimientos envolventes con la cámara. En este sentido, De Palma sabe transmitir la textura de un tapiz elaborado de forma y fondo, en consonancia con los grandes cineastas del pasado. Lo que nos conduce a la portentosa secuencia en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, regocijo visual que se alimenta de la espléndida instantánea expuesta en Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958). No obstante, quiero dejar bien sentado que el realizador no se limita a copiar, sino a crear en torno a las representaciones clásicas. A estas alturas, pienso que son pocos los que siguen cayendo en este tópico error.

En el museo, Kate ejerce de espectadora, incidiendo así en la idea de que todos nosotros somos voyeurs, en distinto grado o dadas las circunstancias. En este teatro del mundo, nuestra protagonista entabla contacto visual con Warren Lockman (Ken Baker). La seducción se materializa. Pero es tortuosa como la vida misma.


Los polos se atraen o se repelen. O ambas cosas; parece cuestión de tiempo o alternancia. Ante las pinturas de la pinacoteca, Kate anota sus impresiones (simbólico-culinarias) en una agenda. Está interactuando. Anteriormente, en la ducha, ella imaginaba el “asalto” de un sujeto varonil. Queda bien establecido que todos poseemos otra personalidad, o personalidades. En ocasiones las mostramos a algunos, no necesariamente a los familiares más cercanos, ya que a veces elegimos a extraños.

En este deambular de la mente, el bellísimo y enigmático acompañamiento musical es pieza de cohesión, que incardina una trama de intriga psicológica, pero de orden criminal y policiaco. Lo que incluye las salas del referido y renombrado museo como un escenario donde poder ligar. Ahí podemos ser observadores de quien nos observa, como luego le sucederá a un impertérrito taxista. Hasta los cuadros le devuelven la mirada a Kate, sentada en una de las salas. Claro que también se pueden alterar los polos y pasar de ser cazadores a presas.

Insatisfecha en un mundo que ofrece muchas posibilidades, los más variados estímulos, Kate aprovecha la ocasión. Aunque todo esto no tendría el mismo interés sin la traducción a imágenes del personalísimo director, sin su impronta visual (los realizadores actuales me resultan bastante menos fascinadores, aunque sí más alambicados y tecnologizados). De forma sintomática, De Palma no fracciona el plano que enlaza a Kate con el tipo casual que le aguarda en un taxi, sino que lo sostiene para vincularlos y mostrar de pasada a otra figura entre los dos. Lo mismo da que ahora las relaciones se articulen por medio de Tinder y no en un museo, o que nos comuniquemos por WhatsApp en lugar de valernos de un bloc de hotel para dejar una nota, las situaciones y descompromisos no han variado.


Cuando un crimen que implica a todas estas personas se comete, entra en escena el teniente Marino Morrison (Dennis Franz). Por su parte, el hijo de Kate, Peter (Keith Gordon), también despliega sus recursos para averiguar qué es lo que ha sucedido. Emprende una investigación paralela e in situ, por su cuenta y riesgo. A su modo, también lo hará Liz Blake (estupenda Nancy Allen), que ejerce la prostitución a través de una agencia de acompañamiento. Ella estaba presente cuando se perpetró el asesinato, en otra secuencia apresada en el tiempo -las mentes- de los protagonistas.

La plasmación de la historia se beneficia, así mismo, del espléndido aprovechamiento del formato en cinemascope. Por ejemplo, durante el interrogatorio del teniente a Elliott, en las dependencias de la policía, donde se establece una comunicación en virtud de las miradas -y otros dispositivos de escucha-. Incluso de forma humorística, en el restaurante donde Liz explica a Peter los vericuetos de la sexualidad humana.

A partir de ahí, unos se espían a otros. Legal, intuitiva o lúdicamente (por el placer de matar). Peter lo hace vigilando a los pacientes de Elliott. Al fin y al cabo, uno de ellos puede ser un asesino. Y en efecto, el doctor da la impresión de estar protegiéndolo, aunque por los motivos menos sospechados. Al acecho también anda la policía, el asesino que le sigue la pista a Liz, o el doctor Levy (David Margulies), integrante de un sanatorio mental, respecto a otro de sus pacientes, apodado Bobbi (sic).


Brian de Palma emplea otros recursos igualmente efectivos, como la pantalla dividida, con objeto de simultanear algunas de las acciones de sus personajes. Esta exposición denota el estado de vidas paralelas de los mismos. Argumentalmente, son recorridas y hasta barridas por los roles sexuales; dichos, más que puestos en entredicho.

El inspirado realizador recurre además a unos expresivos primeros planos de Kate o Liz. Esta última es partícipe de una segunda ensoñación, en la misma ducha con que se abría la película. Precisamente, cuando más desprotegido parece estar uno, sin la ropa.




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