Noche eterna, de Agatha Christie, y adaptación de Sidney Gilliat

21 enero, 2022

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Noche eterna (Endless Night, 1967; Molino, 1985; Espasa, 1999), de la novelista y dramaturga británica Agatha Christie (1890-1976), da comienzo con una cita de William Blake (1757-1827), extraída de su poema Augurios de inocencia (Auguries of Innocence, 1803; un texto publicado póstumamente en 1863). Este encabezamiento proporciona un sentido de destino, de dirección causal, a un texto cuya principal característica es venir narrado en primera persona, y por el cual se nos recuerda que dicho destino puede ser construido por cada individuo, o venir predeterminado, a partes iguales o en función de cada caso. Y que existe una especie de limbo o noche eterna para aquellos que, por las razones que sea, son incapaces de vislumbrar su sino, y por lo tanto de conducirlo. Tal vez, como penitencia del pasado; cualquier pasado anterior.


No están mal traídos los preliminares. Desde un principio queda bien establecido el perfil psicológico del protagonista, el joven Michael Rogers, frente a quienes se emperran, por puro desconocimiento, en atribuir a la autora una escritura plana y una estructura desmañada y funcional: por el contrario, su redacción es de género (literario), que no genérica. Del mismo modo que también se describe con acierto el paisaje, como habrá ocasión de averiguar, cual si fuéramos detectives de la propia naturaleza. Una naturaleza romántica, para la ocasión, física y mental, pero iluminada con trazos impresionistas: es necesario acercarse para apreciar el conjunto.

Los parámetros que recorren la trama de esta brillante novela son el destino y la buena (o mala) suerte, materializada en el entorno campestre de la valiosa finca llamada Las Torres, cerca de Londres.

Respecto al protagonista y narrador, Michael vive de ilusiones; en concreto, la vida junto a una persona amada (por determinar), en una vivienda, como en un cuento de hadas, para siempre. Añadiendo luego que se trata de una pura fantasía, un agradable disparate (Libro I: capítulo I). Pero al que no puede renunciar. Como cumpliéndose un presagio, en Las Torres se edificará la casa que Santonix construirá para mí (íd.). Mi ansia de posesión de una vivienda amplia, cómoda y atractiva (íd.).

¿Por qué no? ¿Qué dificultades hay? Me sentía ilusionado por poseer algo que nunca iba a tener (íd.). No hay trampa ni cartón, la clave está establecida desde el “minuto uno”. Michael no posee mucho dinero y su relación con Santonix es puramente amical. En mi fin está mi principio (íd.), comienza diciendo Michael. Su estructura vital y literaria va a ser circular, aunque ningún círculo que se completa nos deja en la misma situación en la que nos encontrábamos.


Luego está el escenario. Como el Campo del Gitano, que es un espacio portador de leyenda. En él se enclava Las Torres. En esta novela de aspecto sencillo –que no simplón- y eficaz, va a ser determinante el vericueto de la psicología tanto como el entorno. Al igual que sucedía en el citado romanticismo, el uno influye en el otro. Y si existe un fatum en la deriva de los protagonistas, este se inserta en ambas vertientes. En puridad, un triángulo constituido por personalidades, paraje y destino, que también se traslada a la relación íntima entre los protagonistas. La actitud frente a este destino, cuando se tiene noticia de él, puede ser dual: o burlarse o tratar de afrontarlo. Prerrogativa literaria y estética es que el dominio de la narración corresponde siempre a quien proporciona los hechos.

Así, establecida la psicología y el escenario, Agatha Christie concreta el aspecto fisionómico. Aquí también juega atinadamente con la ambigüedad. Comenta Michael que mi aspecto físico es, en cierto modo, el de un gitano (cabe presumir que de gran atractivo, dadas las circunstancias de atracción que se establecen) (I: I). En efecto, un poco más adelante se señala, por otras personas, que el muchacho es bien parecido y un zagal muy guapo (íd.).

Una de las mejores bazas de la novela, insisto, es la disposición psicológica de su protagonista, narrador de los hechos en primera persona. Descrito a sí mismo como un buscavidas de veintidós años (I: II), es la de Michael una personalidad ariana e inquieta, en un mundo que considera un espectáculo (I: III). Ilustrativo es el instante en que muestra un vivo interés por un cuadro de círculos concéntricos, expuesto en un escaparate de Bond Street. En el capítulo tercero es donde conocemos finalmente su nombre: Michael Rogers. Como la noción que de nosotros pueden tener otros personajes. En Michael la ambición se halla en su naturaleza, pero en estado latente, expresa su amigo, el escultor Santonix. Como aguardando una feliz ocasión. Y esta llega por sorpresa cuando Michael conoce a Fenella Goodman, apodada Ellie, una americana de buena familia que está de visita en Londres (I: III-IV).

Sobre Santonix, algo mayor que Michael y, por desgracia, gravemente enfermo (una muerte anunciada, en este caso), declara el último que me daba la impresión de que sabía de mí más que yo mismo (I: VIII). Lo que parece confirmarse. A veces creo que lo ignoras todo, le espeta Santonix a Michael (II: XV).


El trabajo me disgustaba (…) yo era puro instinto (I: III), se sincera Michael. Tal vez por eso, su primer encuentro con Ellie se asemeja a una visión, en expresión de él mismo. Una súbita materialización (de ella y las posibilidades que lleva parejas). Ellie parecía no haber disfrutado jamás, está como enclaustrada. Y conocer a Michael le supone una válvula de escape a su reglamentada (social e interiormente) vida (I: IV-V). Los diálogos y situaciones fluyen con naturalidad, completándose los personajes de soporte con Greta Andersen, amiga íntima de Ellie, de origen alemán; la madrastra, Cora van Styvesant, los tíos Frank y Andrew, el primo Reuben, y el vecino de los futuros consortes, el coronel Phillipot. Mientras se afianza la relación con Ellie, a esta, al igual que le ha sucedido a Michael, le echan la “buenaventura” (I: V). Los resultados no parecen muy halagüeños. Un comentario posterior de Phillipot llama la atención respecto al personaje de la arúspice: lo habitual en ella es que prevea solo acontecimientos felices (II: XIV).

Entonces, ¿el infortunio lo proporciona el Campo del Gitano o la deriva de cada uno de los protagonistas, sean conscientes o no de ello? Puede que ambos. La escritora es lo bastante hábil como para no dar pábulo, pero tampoco prescindir de ninguno de estos extremos en su argumentario, tal vez porque no existen tales, sino una fina conexión que los entrelaza. Tras la lectura de manos, todo a mi alrededor se había ensombrecido, nos cuenta Michael en voz alta (en una escena donde, en efecto, el Sol se ha ocultado y el destino parece aciago).

También está la adusta madre de Michael, con la que mantiene una entrevista escueta y casi críptica, más entre líneas que entrecortada (I: VI). Incluso cuando acontece la propuesta de matrimonio (I: VII).

De hecho, hay dos niveles de lenguaje en la narración, el visible y el oculto. Algo así como el literal y el figurado. Como cuando la citada madre de Michael los visita y asegura que nada bueno trae el salirse de la esfera social a la que uno pertenece, y que por designio le corresponde (II: XVI). Agatha Christie era una virtuosa alterando la situación comunicativa, el enfoque de la percepción. Para uno de los protagonistas en cuestión será como disponer de un interruptor en la mente. Hasta que algo acciona el gatillo. Algo como pueda ser una pintura titulada Dios me ve, o las congeladas consecuencias de un grave incidente durante la infancia.


El viaje de bodas a Grecia lo hace el joven matrimonio en compañía del fiel Santonix (II: IX). Este se muestra como un perspicaz analista, frente al conocimiento intuitivo de la adivina (y de las mancias, en general). Para Michael existe un miedo evidente a contarle a su madre lo del enlace (II: X). Poco después se produce el reencuentro con Greta y el flamante esposo entabla relaciones con la adinerada y suspicaz familia de su esposa (II: XII). No desvelo nada primordial. Por fin llega el momento ansiado. La visita a la nueva vivienda diseñada por Santonix (II: XIII). Es la materialización de la perseverancia y presunción de lo duradero -que no eterno- sobre lo incógnito y siniestro, características que impregnan el Campo del Gitano. Es entonces cuando traban contacto con otro residente de la zona, el referido coronel Phillpot. Al poco tiempo, se produce una fatal caída del caballo (II: XVII-XVIII), que dará al traste con los planes de todos los protagonistas, sin excepción, principales y secundarios.

Se lleva a cabo una encuesta (II: XIX) y una investigación policial (II: XX), más no será la única tragedia o, si se prefiere, destino aciago en verse cumplido. Sin desvelar demasiado, a la antedicha se suma la de la residente agorera, la de la vecina Claudia Hardcastle, también por presunto accidente, y la de Santonix, esta vez por enfermedad (II: XXII). Es entonces cuando se suceden las revelaciones y pertinaz visión de Ellie por parte de Michael, en plena campiña (imágenes con las que se abrirá la adaptación cinematográfica). ¿Puede ser el destino un asesino?

En Noche eterna, como antes he señalado, se solapan dos niveles de realidad, el de las apariencias y el de las revelaciones trágicas, objetivas, puede que escritas en un papel de mayores dimensiones que el que da forma a una novela y a nuestras vidas. También coexisten dos capas de insania: la alteración psicológica (una oscuridad impenetrable), y la ambición pura y dura de alguno de los personajes (II: XXIII). El camino más fácil puede ser también el más alambicado. Como le ocurre al asesino, verdadero present killer, de esta extraordinaria novela de Agatha Christie, que desemboca en el esclarecimiento de las tinieblas (II: XXIV), para recordarnos su incómoda existencia. En estructura circular; casi perpetua.


Noche sin fin (Endless Night, British Lion-EMI, 1972), como se tituló la primera y más lograda versión cinematográfica, gana enteros con la música de Bernard Herrmann (1911-1975), recientemente expurgada, recompuesta y editada por el imprescindible sello español Quartet (QR 437, 2020), además de con la actuación del atractivo e inquietante Hywel Bennett (1944-2017). Mantiene una clara tendencia a la predisposición trágica, puede que inmersa en un determinismo cósmico.

Puesta en escena del interesante pero no muy prodigado -en la dirección de películas-, productor, y sobre todo guionista, Sidney Gilliat (1908-1994); aunque cuenta con trece largometrajes en su haber, de los cuales el presente fue el último.

Debo de haber nacido con el don de amar las cosas bellas, afirma Michael Rogers (Hywel Bennett). Como ejemplo, destaca el momento en que Mike, así apodado, asiste a una subasta de pintura en la galería Christie’s (inevitable guiño), aunque no se encuentra en disposición de pujar; sí de compartir la emoción que la posibilidad depara. Típica fantasía del protagonista, en ese momento de su vida. Más adelante, ya casado, Mike sí podrá pujar por un mueble antiguo para ofrecerle un regalo a Ellie (Hayley Mills).

Pese a que la madre (Madge Ryan) reconoce que siempre te has negado a que te conozca, el hijo defiende su proceder. Me gusta porque voy de un lado para otro. Hasta que llega la hora de asentarse y, de repente, los sueños se materializan (el aspecto físico y el encanto personal tienen mucho que ver).

Por su parte, Santonix (Per Oscarsson), muestra un excelente don de gentes, teniendo en cuenta su precaria salud, a la hora de tratar con clientes de todo pelaje. Michael lo conoce siendo chófer de una agencia.

Dejando al margen algunos -pocos- efectos visuales envejecidos (planos reiterativos virados a color), la novela queda bien concentrada en el guión del propio Gilliat. Debo admitir que Noche sin fin me ha gustado más que las veces anteriores que la he visionado (esta ha sido la tercera vez). Hay películas a las que ayuda el haber leído el libro, al contrario de lo que algunos pudieran creer. Al menos, si a uno le gustan de verdad el cine y la literatura, al alimón.

Resulta fácil matar la inocencia. El apego a la tierra es lo que llama mi atención de este personaje y narrador que ni siquiera sabe que está atormentado: su necesidad de disponer al fin de un hogar real… y su incapacidad para conservarlo. Para Michael solo cuenta la proyección de futuro, no la visión del pasado.


Una versión posterior ha involucrado a la detective Miss Marple con la trama. No es mala conexión, en principio. Dirigida por David Moore (-) para televisión, Noche eterna (Endless Night, ITV, 2013) trata de cumplir con la tarea de conservar la atmósfera física y mental de la novela sin desvirtuar el componente expuesto por la primera persona, pero resulta en exceso telefilmesca: actuaciones comedidas, fotografía clínica -a veces cálida-, buenas localizaciones, puesta en escena algo plana y banda sonora totalmente insípida. Incorpora la voz en off como sinónimo de esa primera persona del relato original, y se sitúa diez años antes para hacerla coincidir con la célebre investigadora. En suma, una aproximación más al estimulante y oculto texto de Agatha Christie.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCIII): La guerra de los botones, de Louis Pergaud, y adaptación de Yves Robert

05 enero, 2022

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ESPECIAL REYES MAGOS

Vivir en el campo puede ser una bendición, por aquello de estar en contacto con la naturaleza. Aunque las ciudades ya no se muestran tan ahogadas y grisáceas como antaño, supongo que no solo en nuestro país. Antiguamente se estaba más aislado, aunque eso no quita para que los chavales que habitan el campo hoy se suelan mostrar más acortijados, más apegados al terruño. Luego está el trabajo agrario, del que tanto la novela como la película que vamos a comentar, son fiel escenario, no tanto por acción como por omisión. Un elemento sustancial que en todo momento flota en el ambiente y que se manifiesta por medio de un tractor en plenas tareas de labranza, o el carácter fugaz de los progenitores de nuestros jóvenes protagonistas.

Se da la circunstancia, no por conocida menos relevante, de que en un pueblo todos se conocen, lo que a veces incluye a los foráneos. Pese a los rústicos modales, que en esto las grandes urbes no son privativas, el buen corazón campa a sus anchas como en cualquier otro entorno.

No hay muchas películas interpretadas con exclusividad por niños. En estos momentos me vienen a la memoria Clamor de indignación (Hue and Cry, Charles Crichton, 1947), La piel dura (L’argent de poche, François Truffaut, 1976), los estupendos musicales Bugsy Malone, nieto de Al Capone (Bugsy Malone, Alan Parker, 1976) y Annie (Íd., John Huston, 1982), o la irrepetible y generacional, para los que tuvimos la suerte de pillarla en su estreno, Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985). Y otras que he venido referenciando cada cinco de enero desde hace algunos años.

Las cosas se vuelven muy importantes para los niños, parecen sentirse con mayor intensidad. De modo que regresamos al universo de la infancia; esta vez, de la mano del escritor francés Louis Pergaud (1882-1915) y el realizador Yves Robert (1920-2002), que dedicó a la niñez otra estupenda película, Bebert y el ómnibus (Bebert et l'omnibus, 1963). Ello, con el gracejo de los relatos del Pequeño Nicolás, pieza de culto del escritor y caricaturista René Goscinny (1926-1977) y el dibujante Jean-Jacques Sempé (1932).

El huérfano Pergaud ejerció de maestro rural además de ser escritor, lo que curiosamente se evidencia con mejor talante en la adaptación cinematográfica que en su propia novela, La guerra de los botones (La guerre des boutons, 1912; Anaya Tus Libros, 1982), luego veremos por qué. Falleció durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).


Debía yo tener unos once años cuando, no recuerdo si con motivo de mi cumpleaños o para Navidad, una amiga de la familia me regaló el libro La guerra de los botones, en edición de Anaya (supongo que habrá seguido su curso, yo me limito a referenciar mi ejemplar). Imagino que la elección de este regalo se debió a una pura casualidad, el tratarse de textos con aspecto juvenil; o tal vez no. El caso es que lo he agradecido siempre y que he iniciado este año con sendos artículos que me retrotraen a recuerdos queridos de la infancia.

La novela de Pergaud se lee con facilidad y cuenta la rivalidad entre los chicos de Velrans y Longeverne. Asistir a la escuela es algo inevitable y que conviene superar cuanto antes, porque lo más importante está ahí fuera, en el bosque y el arenal que adorna ambas localidades aledañas.

En la novela, el enfrentamiento forma parte de un devenir ancestral entre longevernos y velranos. Un círculo vital en el que los hijos se han de convertir finalmente en padres. La película amplia este punto de vista con un refinado y, lo que es más importante, emocionado desenlace. Lo que comienza con un insulto, es respondido con una inscripción, hasta dar paso a otro tipo de “argumentaciones”. La ráfaga de piedras del ejército de Longeverne alcanzó de lleno a los velranos, quebrando su entusiasmo (Libro I: V).

Pese a resultar más primario, o menos refinado, si se quiere, que la adaptación, el libro narra los hechos y situaciones con innegable gracia y querencia hacia el detalle ageste, lo que se traslada al vocabulario de los protagonistas, en lo que podemos considerar que es una “novela coral”, donde cada capítulo está precedido de una cita culta con afán irónico.

Los dos ejércitos se habían empotrado uno en el otro (III: II).

Según el autor recoge en el prefacio, he querido hacer un libro que fuese a la vez galo, épico y rabelesiano, por el que fluyera la sabia, la vida, el entusiasmo y la risa, aquella risa alborozada que sacudía las barrigas de nuestros antepasados. El lenguaje no es gratuito. He querido reconstruir un instante de mi vida de niño, de nuestra vida en lo que tuvo de franca y heroica.


La rivalidad entre estas dos bandas se alimenta con el liderazgo de sus dos astutos paladines, unos “cabecillas locas” que andan rondando la pubertad (L’Aztec y Lebrac: Michel Isella y André Treton en la película). Además, Verlans y Longeverne muestran un entorno que nos recuerda el de otras producciones de la época y similar espacio, como Don Camilo (Don Camillo, Julien Duvivier, 1952) o Pan, amor y fantasía (Pane, amore e fantasia, Luigi Comencini, 1953).

Sobre la autoridad de dichos líderes no cabe la menor duda. Como asegura uno de ellos, Lebrac (Pacho en la traducción al español, no sé por qué), en la vida el jefe es el que tiene más fuerza (y no tan solo física). Añadiendo después, no sin verdadero temor, que lo peor es ser interno.

Las gamberradas se van sucediendo in crescendo, hasta convertirse en verdaderas batallas campales… y arbóreas. El frondoso bosque, escenario de estos fatigosos trabajos de campo, también da cobijo a un arenal (Matorral Grande, en el libro), que es algo así como el sueño de todo filibustero con pantalones cortos (tanto como lo pueda ser un charco). A los prisioneros les aguardan, eso sí, las aviesas navajas, para hacerles polvo… el honor, en expresión de Lebrac. Es decir, para despojar al prisionero de toda abotonadura. No hubo botón, ojal, corchete ni cordón, que escapase a su registro vengador (I: IV).

Prosiguen las emboscadas, las ocurrencias disparatadas, el osado acceso al espejismo de la libertad, y la traición de un renegado (Bacaillé [Claude Meunier], Vaquero en la traducción). Lo que no obsta para presentar batalla, aun con los calzones alicaídos y unas eficaces espadas de madera. Incluso en cueros, si es preciso: un buen modo de evitar perjudicar las ropas, y así embarrarse hasta las cejas sin peligro.

Pronto se hace necesario conseguir algo de dinero para disponer de unos “fondos de reserva”, es decir, para sustituir botones y otros aditamentos dañados. De este modo, el “tesoro” que los oriundos de Longeverne acumulan consiste en artículos de lencería, y se guarda con celo en su refugio del bosque.


Me refería antes a la figura del maestro de escuela. Este (Pierre Trabaud) demuestra tener gran paciencia y vocación. No parece sometido a las leyes de la nueva dictadura ideológica, sino a la lógica de vivir en un entorno rural, juvenil y desenfadado, sin perder la autoridad, pero con sentido del humor. Lo cual le honra y lo convierte en un auténtico personaje de soporte. Será por eso que, precisamente el maestro, junto con el resto de la pandilla, parte en busca de Lebrac cuando este se refugia en pleno bosque, y lo visita en el internado donde van a parar sus trajinados huesos (en lugar de su padre). Pero esto es en la adaptación cinematográfica, pues en la novela el maestro es descrito como un severo y anticuado profesor, además de aburrido y estirado, lo que le sirve al autor para denunciar la parte más agria y memorística de la enseñanza (también de la religión, con la opulenta figura del cura; qué pensaría Pergaud del viraje al otro extremo). Por el contrario, el profesor de la película es mucho más humano, siendo la demostración literaria, cinematográfica, y puede que real, de que se puede estar en contacto con la naturaleza infantil sin sacrificar la firmeza. Por ejemplo, hablando con los chicos. Lo que muchos evitan, por cierto (hablar no es adoctrinar, aclaro).

En cuanto al cura del pueblo que aparece en el libro, no es necesario mostrarlo en la película, porque como bien hiciera Steven Spielberg (1946) en su magistral E.T., el extraterrestre (E. T., the Extraterrestrial, 1982), esto es, antes de perder el tiempo con revisiones de obras que no las necesitan, Yves Robert delimita -que no reduce- el punto de vista a la mirada de los niños, disminuyendo en lo posible la presencia de los adultos.

La citada figura del maestro está más cercana a Truffaut que a Pergaud, en este sentido. En efecto, los niños son vulnerables, pero poseen a veces una gran fortaleza interior. Siempre que se esté dispuesto a aprender, puesto que no conviene confundir el error con el desinterés. Razón por la que hoy algunos chicos se muestran más apáticos e ignorantes -salvo tecnológicamente- que los de otras generaciones. Y están más consentidos y peor educados por los padres.

En suma, La guerra de los botones (La guerre des boutons, Guéville Films, 1962) es un relato sobre la compasión en la infancia, con una mirada de adulto traspasada o destinada a los niños que fuimos y a sus tribulaciones, que fueron las nuestras. Con unos padres enfrascados en sus quehaceres y problemas cotidianos. De hecho, el conflicto que azota a estas dos pandillas se traslada, por un breve espacio de tiempo, a algunos progenitores, aunque se resuelve pronto con la fuerza de la convivencia y el sano juicio, esa cosa que llamamos madurez.

No es sencillo hacerse adulto, sobre todo cuando alguno de los pilares falla (padres, educación y principios), como tanto sucede ahora. Y sobre todo cuando los ejemplos que se tienen resultan risibles por ideologizados, pasados por el tamiz de la doctrina política. Los muchachos de Longeverne y Verlans pueden llegar a ser algo brutos, pero nunca pierden de vista su natural humanidad. Como ejemplo gráfico, hay que señalar el momento, recogido por la adaptación, en que cortan por lo sano (en off) los atributos del animal muerto que han atrapado, aunque seguidamente pactan una tregua para entablillar a un conejito que tiene rota una pata. Es, como digo, una buena manera de demostrar esa humanidad. Gracias a Dios, estos personajes se adscriben a una corrección netamente humana, con todo lo que ello implica, en lugar de política, esa que algunos bien pensantes tratan de imponer hoy con charlas a destajo y videos repelentes. Sin la necesidad de caer en los excesos del buen salvaje, los muchachos de La guerra de los botones establecen un sistema de justicia y elaboran en comunidad unos vasos hechos con naranjas vaciadas. Qué más se puede pedir.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Viajes con mi tía, de Graham Greene, y adaptación de George Cukor

01 enero, 2022

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A mi tía M.ª Eugenia.

Creo haber comentado en alguna otra ocasión que el placer de viajar no consiste únicamente en pasar por las ciudades, sino en que las ciudades pasen por uno. Libros de viajes hay muchos, las crónicas sobre lugares, rutas e idiosincrasias se iniciaron desde que el hombre es hombre y salió de la cueva. El itinerario primordial de Homero da lustre a la literatura, como estimulantes resultan las actuales guías especializadas, incluidas las más personalizadas, pasando por el Grand Tour europeo o la moda de los Libros de Viajes del siglo XVIII y el Romanticismo (convertida la vida en un viaje en sí mismo).


Una vez hice un viaje con mi tía. Fuimos a Londres y lo pasamos muy bien. En aquel momento no disponía de pareja, así que por qué no. Fue la decisión acertada. Pero mis recuerdos de Viajes con mi tía se remontan a muchos años atrás, cuando siendo un niño la programó la única televisión que había entonces, en su siempre atractivo e irrepetible espacio Sábado Cine. Años más tarde me hice con la novela, pero no ha sido hasta este pasado año que le he vuelto a dar vida a todos estos recuerdos leyéndola.

Yo tenía más de cincuenta años cuando conocí a mi tía Augusta. Fue en el funeral de mi madre, nos relata Henry Pulling, el coprotagonista de Viajes con mi tía (Travels with My Aunt, 1969; Edhasa, 1986), pieza no necesariamente menor del escritor inglés Graham Greene (1904-1991). Augusta ya ha cumplido setenta y tres años, pero aún conserva un acerado vitalismo a la par que una llamativa y brillante cabellera roja (parte I: capítulo I). No da un paso sin su maletín de cuero para los cosméticos (I: V). En cuanto a Henry, es un banquero jubilado a temprana edad, más viejo en razonamientos que en años.

Pulling hace vida de soltero gozosa, no al estilo de su tía, sino recluido con sus dalias, a las que cultiva con esmero (con todo el esmero que el clima inglés permite). Nunca me habían interesado mucho las mujeres. El banco era mi vida entera. Y ahora tenía mis dalias (I: IV). Más adelante, Henry nos ofrece más aspectos de su persona, sin salir del ámbito doméstico. Me gusta poco cambiar de ropa y de libros (I: VI); es decir, que prefiere recomenzar los mismos textos, un recorrido absolutamente cíclico, pero sin cambios, “ordenadamente inglés”. Su vida está inmersa en la rutina, aunque es su acomodaticia y escogida rutina, un reflejo de su carácter.

Para el ex banquero, la alteración de sus esquemas comienza al trabar conocimiento con esa tía apenas tratada, relegada a un rincón de su mente. Esto supondrá la primera de sus incursiones al exterior. Henry recalca que, en este sentido, nunca he tenido una oportunidad (I: III). Su tía Augusta romperá tal rutina y le propondrá un viaje con apariencia de caos, pero muy lineal en el aspecto anímico, de transformación. A lo que, al principio, Henry se aviene con lógica resistencia, y luego con fungida expectación.


Una mordacidad subrepticia se abre camino entre mojón y mojón: Henry no es demasiado espabilado o, al menos, resulta en exceso programado y predecible. Es un funcionario eficaz, sin duda, tal y como lo retrata Graham Greene, pero maquinal y sin alma (cultivada, quiero decir). Ha sido director de una sucursal, y de eso entiende muchísimo.

Por el contrario, la tía Augusta convive con un compañero (fiancée) de color llamado Wordsworth (una nueva ironía, porque labia no le falta). En realidad, el tipo es un traficante de marihuana. Ambos, tía y sobrino, también establecen contacto con Hatty, una antigua compañera de correrías de Augusta que practica la cartomancia (I: V).

De todos estos avatares en los que se van a ver inmersos, tampoco queda excluida una de las indagaciones más pertinaces de Graham Greene a lo largo de su carrera biográfico-literaria, el aspecto religioso. Esas creencias (I: VI) que parecen acompañar al humano inevitablemente, y que tan bien sabrá extrapolar luego a las ideologías políticas, advirtiendo de su adictiva sustitución.

La “peregrinación” vitalista da comienzo en Italia. Me siento muy ligada a Venecia porque allí empezaron mi carrera y mis viajes, se sincera la tía Augusta (I: III). De hecho, me divierte viajar y no quedarme en un sitio (I: VIII). Con lo que queda establecido el locus bastante amoenus del viaje como metáfora del recorrido de la vida. Un desplazamiento no necesariamente directo, como antes advertía, sino con transbordos, y que proseguirá, espacialmente, con un grato itinerario en el Oriente Express, o lo que queda de él (I: XI-XIV) (es decir, en la última etapa de su existir, en lo que es otro apunte simbólico, puesto que estuvo activo hasta el año 1977, y la acción de la novela se enmarca a finales de los sesenta).

Para Henry no habrá marcha atrás, aunque regrese a su refugio inglés por un periodo de tiempo. Por primera vez, descubrí en mí un rasgo de anarquía (I: VII). Comienza a ver lo que le rodea, y hasta a los distintos miembros de la familia, con otros ojos. Ideas tan poco habituales en mí… (íd.).

No está mal para quien hasta la figura de Enrique VIII (1491-1547) le parece púdica, respetablemente británica (I: XI). Puntos de vista más que sobrados para tratar de etiquetar a la hermana de su madre, y que necesitan ser ampliados. No podía juzgarla como a cualquier inglesa (I: IX).


En lo que es toda una declaración de intenciones, con cierto afán principesco, Augusta asegura que solo cojo aviones cuando no hay otro medio de transporte (íd.). El desenvolvimiento no es solo una cuestión de técnica, sino del disfrute del recorrido. También coexiste la sátira acerca de los viajes, o más bien, de su confusión con el mero movimiento, personificada en el relato del viejo tío Jo (íd.).

Esta será una de las múltiples historias que atesora la tía Augusta. Entre las que destaca la narración en flashback de su antigua relación con un hombre casado, monsieur Achille Dambreuse (I: X). Henry también comenzará a construir su propia memoria cuando entable conversación con la señorita Tooley en el tren. Tan crédula e hija de su tiempo como maniatada a su época (hippy) (I: XII). Greene no es demasiado clemente con ninguno de los extremos, y de este modo consigue vislumbrar el equilibrio, a pesar de tratar con seres humanos. Algo que no es fácil, ni siquiera en la construcción “estructurada” que supone la literatura. Lo cual incluye la chanza hacia el arte contemporáneo y la inevitable ingenuidad juvenil, evidenciada en los cándidos comentarios de Tooley sobre las pretensiones artísticas de su novio, que para colmo la ha dejado embarazada (I: XIV). Todo ello supone un gran cambio para Henry, que siempre había estado aislado (I: XV).

Una nueva y fugaz confluencia se produce con el hijo de un antiguo amigo y protector, el señor Visconti (I: XIII), que será importante en el devenir de la tía Augusta (no se trata únicamente de un capítulo perteneciente al pasado, sino del motor del presente y reestructuración del futuro de los protagonistas). Seguidamente, prosigue el viaje por tren y la pareja es interrogada por el coronel Hakim en Estambul. Razones hay para ello, pero no las podemos desvelar (I: XV). En un bonito apunte, estando de regreso de este primer viaje, Henry descubre una fotografía antigua de su tía en un viejo libro que pertenecía a su padre, una obra de sir Walter Scott (1771-1832) (I: XVI).


Se inicia un segundo viaje. La excusa en esta ocasión es la visita a la tumba del padre de Henry, en Boulogne, Francia (I: XVII). En estas, se produce un encuentro con una anciana en el cementerio, que había estado cuidando de Richard (nombre del progenitor), la señora Paterson (I: XVIII). Al comienzo de esta segunda etapa, queda muy bien descrita la soledad de Henry cuando ha de pasar una Nochebuena a solas (I: XIX); algo que antes no le habría importado (incluso habría agradecido). Tras un nuevo toque de atención por parte del detective Sparrow (había habido uno antes, pero contarlo es quitarle la gracia), Henry sigue sin noticias de la tía.

Pero no será por mucho tiempo. Camino de Paraguay, Henry entabla amistad con el padre de Tooley, la muchacha que conoció en el Orient Express. También le leen la mano (II: I-II) y se vuelve a encontrar con Wordsworth, de regreso en barco (II: III). Es en esta segunda parte, donde se evidencia que la tía vive de recuerdos y ciertas fantasías disfrazadas de realidad. Que su mundo es tan endeble como pueda serlo el de Henry, o el de cualquiera de nosotros. Junto a la certeza de que otros han de venir y ocupar nuestro sitio, y que, por lo tanto, tanto lo bueno como lo malo pronto pasará y se transformará (presumiblemente) en alguna otra cosa. Un aspecto de espejismo y ensueño de la materialidad, más que de indefinición, puesto que los personajes y sus circunstancias están muy bien establecidos, y un aspecto que se sabrá trasladar a la adaptación cinematográfica sin caer en exposiciones o desarrollos existencialistas, sino participando del talante de comedia que nace del original. Del mismo modo que se evidencian tales recuerdos por medio de los abigarrados objetos del abarrotado apartamento de tía Augusta, testigos de una azarosa y plena vida.

El reencuentro con la tía se produce en Paraguay (II: IV). No desvelo demasiado si anoto que Augusta se ha vuelto a reunir con el anciano señor Visconti, con el que vive. Pues la novela no es tan solo la crónica de unos viajeros que parten hacia algunos destinos físicos, sino que se adentran en el futuro sosteniéndose en el pasado y yendo a su encuentro, confluyendo con personajes de sus vidas anteriores. Augusta es ejemplo vivo de ello. Su trayecto tiene apariencia de estable pero no lo es, está sujeto a cambios (donde lo ilusorio también se da de bruces con la realidad; ese espejismo y ensueño al que antes me refería), y el del sobrino se muestra inestable para acabar hallando cierta (trajinada) firmeza, al menos emocional.

Con la madurez adquirida, Henry se dispone a cruzar la frontera hacia el mundo de mi tía (II: VII).

Respecto a la adaptación cinematográfica emprendida por George Cukor (1899-1983), Viajes con mi tía (Travels with my Aunt, Metro Goldwyn Mayer, 1972), fue debidamente acomodada por Jay Presson Allen (1922-2006) y Hugh Wheeler (1912-1987). Recuerdo que la primera es responsable de los guiones de Marnie, la ladrona (Marnie, Alfred Hitchcock, 1964), Cabaret (Íd., Bob Fosse, 1972) o El príncipe de la ciudad (Prince of the City, Sidney Lumet, 1981), entre otras. Lo que no está mal, teniendo en cuenta la variedad de estilos.

La película cuenta con una bonita música del compositor, pianista y productor Tony Hatch (1939), el vestuario de Anthony Powell (1935-2021), decorados de Gil Parrondo (1921-2016), y fotografía de Douglas Slocombe (1913-2016). Menudo elenco técnico.

Pues bien, Augusta Bertram (estupenda Maggie Smith), conoce a su sobrino Henry (lo mismo para Alec McCowen) en la incineración de la madre de este. Visualmente, la nada ajada y sí resplandeciente cabellera roja de la tía destaca sobre el despojado y sobrio escenario, completamente blanco (un blanco funerario o anglicano). En este primer y seminal encuentro, Augusta se muestra como una mujer tan vitalista como despistada, a veces ingenua, o como diría un inglés, excéntrica. Por supuesto que desinhibida. En tanto que Henry es pacato, porque como él refería en la novela, tampoco ha tenido demasiadas oportunidades de abrirse a nuevas experiencias. Ahora dispondrá de esa oportunidad, es posible que cobijada en secreto.

La adaptación resulta fiel al original, pese a algunos cambios que comentaré al final, y que, si no mejoran, sí que abundan en lo expuesto sin desmerecer a la novela. Entre los protagonistas está el paisaje recorrido y la época, la pasada de los personajes y la de su presente histórico. Un mundo, entonces, que no estaba reñido con los modales y las buenas maneras, por mucho que estas disfrazaran -más que escondieran- unas fogosas y atrevidas costumbres y vidas privadas. De igual forma que existe un respeto tácito al primer y auténtico amor que conformó ese pasado tan recurrente, por parte de la anciana protagonista. Incluso por encima del hecho de que dicho nexo sea traicionado; una circunstancia que solo se da -y muy bien- en la adaptación cinematográfica.


Otro personaje esencial es Zacarías, apodado Wergo (Wordsworth en el original; Lou Gossett), del que tía Augusta explicita, sin entrar en innecesarios detalles, que soluciona alguna de mis necesidades.

El caso es que Augusta se ve en la tesitura de conseguir cien mil dólares para sacar a un antiguo y muy querido amigo de apuros (Visconti). Al contrario que en la novela, buena parte de la trama o tramoya sentimental, melodramática, se desvela en el primer tercio, pero como sucede con casi todo viaje, por muy planificado que esté, depara algunos cambios e imprevistos, gozosos o latosos, según el caso y la disposición de los viajeros. En ese mundo de tía Augusta al que Henry se va a adentrar, casi nada parece estar sujeto a unas reglas definitivas. Su vida es un continuo ir y venir. Ella lo expresa bien: lo interesante es viajar, no importa dónde, cambiar de escenario. París, Estambul, África, con gloriosas paradas en la estación de Lyon… e incluso España. Y si una cosa no sale del todo bien, otra surgirá para tratar de enmendarlo.

El antedicho amado -y amante-, ahora visto en dificultades, es, como digo, Hércules Visconti (Robert Stephens). Parte del dinero se consigue pasando mercancía peculiar de contrabando, sin declarar, propiedad del señor Crowder (Robert Flemyng), descrito por tía Augusta como un financiero, que la emplea como correo hasta el general turco Abdul. Este no llega a materializarse en la película, pero sí el coronel Hakim (Daniel Emilfork), que anda tras la pista de este inconveniente refuerzo o rescate económico venido de Europa (tampoco se hace necesaria la presencia del padre de Tooley).

George Cukor también pone en escena, con desenfadada alegría, la relación de mantenida de la tía Augusta con monsieur Dambreuse (un espléndido José Luis López Vázquez), amante insaciable, en lo que es un claro episodio de vodevil, en la más noble extensión del término, divertido y evocador.

Por su parte, Henry se siente atraído, al filo de la tentación, por este viaje (en la película los dos viajes se concentran sabiamente en uno) propuesto por la tía Augusta. Es usted mi único pariente cercano, certifica con alguna delectación. Semeja ser un pelele manejado por todos, hasta que es capaz de tomar las riendas de su propio devenir. Más bien, lo que ocurre es que se deja llevar, seducir. Él es la coartada de tía Augusta, pero también un soporte emocional para la misma. Pese a la libertad esgrimida por esta, también ella resulta esclava de sus propias apetencias y ligaduras con el pasado. Lo que acaba por hermanar realmente a ambos familiares, es su invariable anhelo de libertad. Recién descubierto en uno, recién recuperado o revivido en la otra. De este modo, Augusta podrá seguir viajando en el futuro acompañada. En tanto que Henry lo hace en el presente con la joven Tooley (Cindy Williams) en el departamento del mítico Oriente Express, camino de Estambul. Un encuentro amical y romántico resuelto por el realizador por medio de un solo plano largo, cuando ambos personajes quedan a solas.


El meollo de Viajes con mi tía, novela y película, lo expone tía Augusta cuando afirma que una larga vida no es cuestión de años. Tratando de ahuyentar el hecho de ser, a veces, cautivos de nuestras afinidades más electivas. Los personajes jóvenes (Tooley) también se agitan -puesto que no solo de movimiento cifrado en kilómetros hablamos- por impulsos o consignas propias de la incredulidad de la edad. Ilusiones que luego formarán parte de ese caldo que se cultiva o deseca con la madurez. Unas utopías ilusorias que son aplacadas por el progresivo conocimiento -hasta donde nos alcanza- de las cosas. Siempre que podamos vernos libres de ataduras, eso sí, aunque con otro nuevo tipo de prejuicios.

Antes mencionaba algunas alteraciones propuestas por la adaptación. Me parecen muy oportunas, a la par que cinematográficas, como la imagen de esa moneda que queda suspendida en el aire, en el plano final de la película. El escenario del último tercio también es distinto al de la novela, no transcurre en Paraguay, sino en las costas africanas, tras un previo paso por las de Andalucía (España), rumbo a una nueva aventura vital. Además, uno de los personajes de soporte no muere en la película. La obra de arte que se baraja durante el desenlace de la novela es un dibujo de Leonardo (1452-1519), que resulta ser una copia. Por el contrario, en la película, la pintura es un retrato de Augusta, algo comprometedor, y es auténtico. Así mismo, es Wergo el que levanta horóscopos y lee el tarot, cometido que, en la novela, estaba destinado a otro personaje, como tuvimos ocasión de referir.

Todos vivimos de recuerdos, de una forma o de otra. Y de los amores que nos parecen o parecieron auténticos y perviven en nuestra memoria. La novela de Graham Greene y su casi inmediata adaptación por George Cukor certifican esta bonita aunque triste idea.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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