El autocine (XCVIII): El exotismo en el cine. Estambul, de Norman Foster, Pepe le Moko, de Julien Duvivier, Argel, de John Cromwell, Casbah, de John Berry, y Marruecos, de Joseph von Sternberg

15 junio, 2022

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Lo exótico, filmado en un estudio, posee una fascinación casi eterna, que a veces la realidad no proporciona. Recrear un ambiente de alternativa y subyugante irrealidad está en la esencia misma del cine, asumida y recogida de la época del Romanticismo, cuando se nos proponían relatos de evasión ambientados en lugares y tiempos pretéritos. Crear la ilusión de lo real-irreal, como dos polos que convergen en uno, en un ámbito narrativo caracterizado por su lógica interna (que incluye lo ilógico), es opción creativa que se diferencia de las reglas que nos da la vida, como bien supo sintetizar François Truffaut (1932-1984). Una bien ganada característica que opera en el séptimo arte por encima de cualquier otro. ¿Quién no prefiere la Casablanca fabricada en el estudio de la Warner que la real? ¿Cuál es más auténtica? Exóticamente hablando. Y con un sano objetivo. El de sacarnos de nuestras habituales casillas.

Thriller de pretensiones simpáticas con héroe en apuros, Estambul (Journey into Fear, 1943) es una acostumbrada realización RKO, en presupuesto, intenciones y duración, con la particularidad de haber sido puesta en escena por el grupo Mercury, la compañía teatral neoyorquina que dirigieron y diseñaron Orson Welles (1915-1985) y John Houseman (1902-1988), y que acogió a los actores Joseph Cotten (1905-1994), Everett Sloane (1909-1965) o Agnes Moorehead (1900-1974), entre otros muchos. En suma, la práctica totalidad del elenco de esta película, basada en una novela del reconfortante y muy reivindicable Eric Ambler (1909-1998), Viaje al miedo (Journey into Fear, 1943; Bruguera, 1980; RBA, 2010), pertenece a la citada compañía, que ya colaboró con el estudio en la inapreciable Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). La novela fue adaptada, esta vez, por el propio Joseph Cotten, probablemente en la vía del tren eléctrico propuesto por Welles, aunque no en el mismo vagón, y mucho menos al mando de la locomotora.

Estambul, la ciudad más relevante de Turquía, es un enclave ya escindido por el Bósforo al separar la parte europea de la asiática, es decir, la zona de Anatolia que igualmente pertenece a Turquía.

En un motel de la capital, Sofía, un hombre se acicala y sale de su habitación con un arma bajo el abrigo. Es un espacio que apenas disimula su inmundicia entre garitos y bailarinas, y una actitud, la de ir armado, que flota en el ambiente. Luego nos reencontraremos con este personaje. Entre tanto, el agente de la ley, o de sus rescoldos, Kopeikin (Everett Sloane), recibe al matrimonio Graham, formado por Howard y Stephanie (Joseph Cotten y Ruth Warrick). Howard es comerciante en armas, pero como él mismo asegura, no es un entendido en el manejo, pese a ser ingeniero en artillería naval. Únicamente las diseña, en la línea pulcra del hombre honesto que no se ha visto jamás en excesivas dificultades. Por desgracia, la vida se le complica cuando es implicado en el asesinato ocurrido en un club nocturno. Y esta es solo la punta del iceberg de estas procelosas aguas. Para salir del aprieto, Kopeikin le presenta al coronel Haki, de la policía secreta de Estambul (Orson Welles), que lo va a interrogar. Contra todo pronóstico, Haki no va a ser el malo de la película, aunque se tiende a la ambigüedad (es cumplidor pese a no ser trigo limpio).


La víctima pertenecía al mundo del espectáculo, pero existen sospechas fundadas de que el verdadero objetivo del asesino fuera Howard Graham. Y de que el peligro aun no haya transcurrido. Este asesino a sueldo, ha sido nuestro hombre del hotel, un tal Peter Banat (Jack Moss), pagado a su vez por un agente nazi llamado Muller (Eustace Wyatt). ¿Por qué? El motivo de esta amenaza es un misterio. ¿Competidores comerciales? ¿Desbancada armamentística pro Eje? Howard tendrá que confiar en una treta dispuesta por el coronel para salir con bien del territorio y la amenaza contra su vida. De esta manera va a parar al Watasia, un carguero de modestas dimensiones, pero peligros inabarcables. Doce pasajeros con sus distintas historias y circunstancias se incorporan al barco. Se dirigen a puerto franco. Parece el medio más seguro para sacar a Howard de Turquía. Con lo que, se impone el paseo de reconocimiento por cubierta y el ojo avizor por los resquicios de los camarotes, todos de primerísima ínfima clase.

Abocado a esta situación entre cómica y dramática, Howard entabla contacto con los heterogéneos pasajeros del barco. ¿Estará a bordo su potencial verdugo?

Con medios austeros, aunque filmada con el suficiente desparpajo, Estambul lega imágenes divertidas, como la de un Howard volcando el salero en la mesa del comedor del barco, cuando tiene delante al que él supone que quiere matarlo. O el parlamento del pasajero Matthews (Frank Readick) sobre el socialismo, tratando de evitar reunirse con su esposa (Agnes Moorehead).

El carburante que mueve el motor de este barco es el de un hombre solo ante una situación desesperada. Viaje al terror, ciertamente, donde, huelga añadirlo, las apariencias engañan. ¿De quién se puede uno fiar?


De narrativa balbuciente, también depara Estambul algún otro plano estéticamente connotativo, como el que muestra a Howard descendiendo -al fin- del Watasia, por la escalera de embarque, cumplida su arriesgada misión, o la escena final del tiroteo en la cornisa de un hotel, más lujoso que aquel con que se iniciaba el relato, bajo la copiosa lluvia. Además del detalle del fonógrafo que reproduce un vinilo rayado, y que supongo en la novela.

El caso es que Norman Foster (1903-1976) no es un realizador muy conocido, apenas alargó su sombra más allá de los estudios, pero cuenta con algún trabajo estimable, como La fuga (Íd., 1944), de producción mexicana. Estambul se beneficia, eso sí, del concurso de grandes técnicos y creadores, como el músico Roy Webb (1888-1982), el fotógrafo Karl Struss (1886-1881), los decoradores Albert D’Agostino (1892-1970) y Mark-Lee Kirk (1895-1969), y el montador Mark Robson (1913-1978), que también pasaría a la dirección, con desiguales pero nada despreciables resultados (e incluyo los años setenta).

He preferido iniciar este recorrido con Estambul para proceder a continuación con las distintas versiones de una misma obra. Lo interesante de una adaptación como Pepe le Moko (Pépé le Moko, Paris Films, 1937), dirigida por el valioso Julien Duvivier (1896-1967), estriba en que en la redacción del guion participa el responsable de proporcionar el material de partida. La novela, Pépé le Moko (1931), que contó con una continuación, Pépé le Moko se venge (1939), provenía en este caso de Detective Ashelbé, seudónimo de Henry la Barthe (1887-1963). El lugar donde se van a desarrollar los hechos es la Casbah de Argelia, algo así como una ciudadela inexpugnable y superpoblada. Tal y como expone en la película el comisario Janvier (Philippe Richard), la constituyen callejas en forma de emboscada, con nombres extraños. Junto a patios aislados como celdas, donde la mujer, por cierto, tiene su propio terreno y predominancia. Al punto de guiar el rumbo postrero del protagonista principal. Las noticias vuelan de terraza en terraza, y hay espías en todos los tejados. En suma, una civilización que hace equilibrios a pie de un desierto que desemboca en el azul del Mediterráneo.


Adelanto que, en la que es la mejor adaptación de la novela de La Barthe, se nos expone un currículum bastante menos romántico que el de otras versiones posteriores. Lo cual incluye el pasado de la joven Giselle, apodada Gaby (Mireille Balin). Más que turista, es una entretenida. Respecto a Pepe, según el inspector Slimane (Lucas Gridoux), cabe achacarle treinta y tres robos, dos asaltos (a bancos), y quince condenas. Más otros desvalijamientos. Actúa con despejada impunidad. Es seguro de sí mismo, sibarita, aunque no en exceso, con manifiesto atractivo para las mujeres. Temperamental, es decir, con corazón y, por lo tanto, no exento de algún punto débil. Simpático y aterrador, en palabras de Gaby. Ha costado la vida a cinco de nuestros inspectores. Slimane no quiere ser el sexto, así que espera el momento oportuno, es paciente. Te detendré, Pepe, está escrito. Algo de fatum subyace en este relato, en efecto. Sin embargo, Pepe cuenta con un arma más: la admiración que le profesan los demás. Entre ellos, el joven aprendiz de malo Pierrot (Gilbert Gil), por usar la terminología de Pedro Lazaga (1918-1979).

Los diálogos son brillantes. Como la idea de esa hucha cerrada que es la Casbah. Dichos diálogos se alternan con encuadres expresivos del rostro de los actores, y composiciones corporales que son una compostura asimétrica de la realidad y sus contornos. Esta primera versión cuenta, además, con los mejores escenarios exteriores y decorados interiores de todas las propuestas. El entramado de la Casbah queda muy bien expuesto, y uno no se pierde en este retruécano. La cámara resulta ágil y se potencian, junto a los referidos primeros planos, el exotismo estético del plano medio tirando a largo. Imágenes que se combinan bien con las de la ciudad, tales como el zoco.

Prolegómeno de ese destino, envuelto en oropeles, será la tensa espera hasta la aparición del desaparecido Pierrot. Dos años lleva Pepe prisionero de la Casbah, su jaula de oro.


Destaca, así mismo, el plano general de la resuelta Inés (Line Noro), atravesando de noche las terrazas, para advertir a Pepe de su inminente (y frustrada) detención. O el cenital de los agentes que se disponen a ello. Sumamente ilustrativo es el cruce de miradas entre Gaby y Pepe, la primera vez que se ven. A modo de ráfaga visual que semeja un flechazo. En su segundo encuentro, dichas miradas quedan más sostenidas por la planificación, la atracción va en aumento, al imposible son, por cierto, del inmortal Take the A-Train de Billy Strayhorn (1915-1967). Digo imposible porque la tonada fue compuesta en 1941, así que debe tratarse de un añadido sonoro a posteriori. En el encuentro final, ambos personajes se dirigen las miradas, pero ya no se ven. Al margen de que la conclusión propuesta por La Barthe y Duvivier, seguramente en consonancia con la novela, es distinta al del resto de adaptaciones. En lo que al personaje de Pepe se refiere.

El mejor momento no ha de ver, pese a todo, con Pepe y Gaby, sino a cuando Madre Tania (Marguerite Boulch, Frehel) recuerda su pasado ante Pepe como cupletista, es decir, cuando rememora su juventud, congelada en una fotografía y un gramófono. Cuando tengo morriña cambio de época. A lo que se añade la escena magistral del interrogatorio, o mejor sonsacamiento, de Pepe a Max L’Arbi (Marcel Dalio), que acaba de venderle a las autoridades.

Por su parte, Argel (Algiers, United Artist, 1938), inmediata respuesta norteamericana a la francesa, es una producción de Walter Wanger (1894-1968), meritorio productor a quien se deben grandes obras, sustraídas principalmente de la cantera de la serie B. Sin ir más lejos, La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), o La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), está última para Metro Goldwyn Mayer, por citar solo un par de ellas.

De John Cromwell (1887-1979), por lo general ninguneado por la crítica, vale lo dicho para Foster, probablemente con mayor holgura. Esta sería la segunda versión de la novela. Y veremos una tercera.

Como peculiaridad sobresaliente, hemos de destacar que en los diálogos intervino aquí el fabuloso novelista James M. Cain (1892-1977), corriendo la adaptación final a cargo de John Howard Lawson (1894-1977), responsable, por cierto, de Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938), ambientada en la Guerra Civil Española (1936-1939), y estando la fotografía asignada a un profesional de la envergadura de James Wong Howe (1899-1976).

He de decir que lo mejor de Argel estriba en su primer segmento; de hecho, se concentra en los primeros minutos de la proyección. Sin que esto suponga una descomunal merma cualitativa del resto de la puesta en escena. Pero como sucedía en el caso anterior, el inicio es formidable.


Por este arranque, sabemos que la Casbah es un barrio de Argel encerrado en sí mismo. Un mundo más extraño de lo que haya podido imaginar, en palabras del comisario (Paul Harvey) a un foráneo. De hecho, es lo más parecido a estar en otro mundo. Un componente exótico, por descontado no exento de peligro, que realza su inconformidad. Ahora bien, lo que en la película de Duvivier se nos mostraba con voz incorporada a una sucesión de imágenes, aquí se narra más bien a través de una panorámica que, de forma ocasional, fija -intercala- su atención en algunos focos. Jungla apenas irrigada por ocultas callejuelas, donde se dan cita gentes de todas razas y tribus, vagabundos y marginados. Y donde habita Pepe le Moko (el notable Charles Boyer), requerido por la justicia francesa.

Pese al peligro y la podredumbre, el comienzo no puede ser más poético; algo tópico, pero sugestivamente expuesto, sin duda. Una zona límite, un universo paralelo, laberinto de casas superpuestas que habría hecho las delicias del expresionismo alemán.

Pepe trafica en perlas, su antigua profesión, según comenta él mismo. Pero puede ampliar su espectro “profesional”. El quid estará en tratar de echarle el guante, los más benevolentes, o la zarpa, los más ambiciosos (no necesariamente los más arriesgados), colgándose de paso una medalla que, con todo, se puede dar la vuelta.

El conflicto dramático no vendrá a causa de este tráfico estraperlista, sino de la colisión de ambos mundos. Pepe y su hábitat, por un lado, y el amor surgido en la otra orilla que le proporciona Gaby (Hedy Lamarr). Algo que va más allá de un espejismo amoroso inicial. Estupendo personaje es el de Inés, no sé por qué llamada Agnes en la presente traducción al español, aquí encarnada por Sigrid Gurie (1911-1969), enamorada dramáticamente de Pepe.

Incidiendo en una situación particularmente dura, Argel vuelve a sorprendernos durante el asesinato “asistido” del traidor Regis (el característico Gene Lockhart). Y en el hecho de que, pese a la bravuconería, podemos comprobar que Pepe es humano, falible, como demuestra su pesar ante la muerte del joven Pierrot (Johnny Downs), al que tenía en cierta estima. El amor imposibilitado a tres bandas es el único triángulo posible que propone Argel.


Poco más se podía hacer con la historia de Henri la Barthe, salvo ponerle música. Y eso es lo que hicieron en Universal cuando adquirieron los derechos para una nueva adaptación, escrita esta vez por Leslie Bush Fekete (1896-1971) y Arnold Manoff (1914-1965), con composiciones del gran Harold Arlen (1905-1986) y el letrista Leo Robin (1900-1984), y arreglos de Walter Scharf (1910-2003). Con el actor-cantante Tony Martin (1913-2012), que las canta e interpreta a Pepe, el estupendo Peter Lorre (1904-1964), encarnando al omnipresente inspector Slimane, y el sobresaliente Thomas Gómez (1905-1971) como Prefecto de Policía. De la dirección se encargó un buen profesional, John Berry (1917-1999), del que recuerdo con especial cariño El amor de don Juan (Don Juan, 1956).

Lo cierto es que en la película de Duvivier, Pepe-Gabin también cantaba una alegre canción. El argumento se presta, y el día menos pensado lo convertirán en un musical.

Es aquí que sabemos con precisión que Casbah es la palabra argelina que significa fortaleza. La historia se inicia con la visita turística a un decorado magnífico, pero combinado con panoramas reales. El escenario parece más sólido que en la anterior propuesta. El guión resulta chispeante y el ritmo dinámico. Es difícil echar a perder una buena historia.

A continuación, asistimos a la canónica presentación del lugar. Física y espiritual, por parte del comisario de turno (Curt Conway). Pese a todo, deviene la más lánguida. Ya sabemos. Una atractiva sucesión de cafés en callejuelas tortuosas y estrechas. Dédalo solo traspasado por una esporádica visita a un yate donde paran los amigos de Gaby (Marta Toren).


Como sucede con Roma, todos van a parar a Pepe, un Robin Hood torcido. En la Casbah todos son sus fieles amigos, según otro inspector (John Bagni). Aunque habría que discutir el concepto de amistad. En cualquier caso, Pepe sabe muy bien que se encuentra solo, además de aislado materialmente en dicho entorno. Recordemos que, en realidad, se haya prisionero por una ley mayor que la de la seguridad del Estado, la de la propia Casbah. Puede ser detenido, pero no salir de ella. Propuesta de doble filo, como toda arma. Pecera en la que él es el pez más grande. Solo el amor verdadero (¿por una mujer? ¿unas joyas?) será capaz de sacarlo físicamente de allí. Y aquí entra en escena madame Gaby frente a una Inés al borde de un ataque de nervios (la maravillosa Yvonne de Carlo) que, pertinaz, asegura a Pepe que le quiere. O sea que también se haya atrapada.

Sobresale en Casbah (Íd., 1948), la escena de Pepe y Gaby en la azotea, por la noche, mientras este entona de forma despreocupada y feliz Está escrito es las estrellas. Ambos personajes son seguidos por una bonita panorámica. Instante que contrasta con Gaby en compañía de un novio medio idiota, Claude (Herbert Rudley), personaje realmente plano en el guión por inoperante (no es que los anteriores tuvieran una presencia muy determinante, pero sí más cuerpo). Así mismo, el plano cenital que muestra a Slimane a solas en el lugar donde antes hubo un baile. El mismo espacio que después atravesará Pepe, también solo, en busca de su estrella. En la Casbah, Pepe ya no se divierte.

Claro que cabe la posibilidad de que Gaby lo haya estado utilizando, como le hace creer la policía, en lo que es uno de sus disparos más certeros, pero por suerte los personajes se separan sabiendo al menos esta verdad, que son objeto de una fascinación real.

Parte de la gozosa serie B de los estudios (al contrario que la película de Duvivier, serie A), Casbah acrecienta los componentes románticos en todos los sentidos. Los marginados por la ley también pueden sufrir por amor.

Aquí el desenlace tiene lugar en un aeropuerto, símbolo de los tiempos, en lugar de en el más apasionante enclave portuario y marítimo. Si bien, como contraste, la muerte se presenta de forma más mezquina, por la espalda.

Solo me atrapa la aventura, especifica Gaby. Sin embargo, enamorarse es un lujo, como le recuerda su amiga Madeline (Virginia Gregg). ¿No lo ha sido siempre? Elocuente imagen es la larga escalera que sube Gaby cuando cree a Pepe muerto.

Dejo Marruecos (Morocco, 1930) para el final, aunque cronológicamente sea la primera. Se trata de una producción de Paramount, realizada por Joseph von Sternberg (1894-1969), que da inicio con una bella estampa en sus títulos de crédito. Algo así como una postal, que prontamente cobra vida merced al valeroso guion de Jules Furthman (1888-1966) y la expresiva fotografía de Lee Garmes (1898-1978), ejemplares colaboradores que realzan la obra Amy Jolly, die frau au Marrakesch (1927), nombre de la protagonista, del novelista franco-alemán Benno Vigny (1889-1965).

Los personajes de esta pasión desatada con fuertes ribetes interiores (remordimiento, deseo, pasión), y exteriores (la conclusiva travesía por el desierto), son el legionario Tom Brown (primerizo pero ya magnético Gary Copper), y la estrella estrellada de vodevil Amy Jolly (más experimentada pero igual de imantada Marlene Dietrich). Para completar el triángulo amoroso se dispone de Monsieur la Bessiere (Adolphe Menjou), ciudadano del mundo con posibles y aptitudes de pintor. Se permite el lujo de escoger a sus amistades, dice una conocida, la señora Caesar (Eve Southern).

Más que en discordia, esta figura geométrica está en tensión continua por cada uno de sus vértices. La que se deriva de tomar la decisión de aceptar lo que más conviene y cierta estabilidad económica -aunque no emocional-, o poco menos que la perdición, pero con el éxtasis garantizado, como los fuegos de artificio.


Por algo desfilan los legionarios con su habitual y ancestral gallardía. Mantienen el orden mientras lo desorganizan, por medio de cierto desorden interno (emocional o administrativo). Así, la estancia en Marrakech supone para Tom una toma de contacto con una cultura distinta y con el amor (y todo lo que este conlleva: un engorro, vamos). Más en profundidad lo segundo que lo primero, la inmersión cultural. Y antes del Código Hays (1934-1967), lo que se nota y agradece. Buena cuenta de esta libertad la da la forma “muda” en que Tom se entiende con una prostituta nada más llegar a Marruecos.

Por su parte, en la actitud de Amy se aprecia un esculpido cansancio vital. Decididamente, esta no es su primera historia. Con relativa seguridad, tampoco la última. Aunque sí la más profunda. No obstante, pese a estar de vuelta de (casi) todo, es su primera vez en Marruecos. Hierática, jugando y besando con la androginia en su espectáculo, proclive a bienvenidos temas procaces y un eterno doble sentido, Amy se muestra altanera, léase superviviente, antes de sucumbir mediante la facilidad con que le entrega a Tom la llave de su apartamento, mientras este también se entiende con la señora Caesar. El joven soldado está muy solicitado.

El encuentro de los amantes es una calculada pose hasta que vence la naturalidad. Hasta darse el lujo de mostrar lo que el uno siente por el otro. Expresión máxima del amor. Los celos son el gatillo o resorte que los va a poner en marcha a ambos, irremediablemente. Destinado a un paso fronterizo, Tom encuentra en Amy un personaje más sólido, con la vida más hecha y apostura más madura. Ella parece desmentirlo cuando mantiene en el espejo la nota que él le ha dejado escrita, en una primera ruptura.

El final es tan excelente como desolador, dramática y visualmente. A los personajes “se los tragan” las arenas del desierto, como sucede con los romances tórridos, los amores con visos de imposibles y las pasiones incontroladas y fatales. Para uno mismo y para terceros, todos damnificados. A pesar de los pesares, en el cine siempre se puede soñar con los ojos abiertos, hasta que te devora el plano.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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