Noticias: Próximamente en BdC

31 agosto, 2020

| | | 0 comentarios
Vista del Monte Urgull desde la Playa de la Concha, San Sebastián (Fotografía de LJ)
Tan rápido como llegó, se marchó el verano. Aún quedan días de septiembre con calor, pero somos muchos los que añoramos el frío en las calles, la lluvia y los paseos carentes de sofocos. Días estupendos también para disfrutar de un buen libro o ver una gran película. Y leernos también. Durante agosto, nos habéis visitado más de 10000 veces y seguís nuestras redes 196 seguidores en Blogger, 659 en Twitter y 183 en Facebook.

En agosto hemos querido reírnos con las delicias de Mel Brooks en una sesión doble: El jovencito Frankenstein y Sillas de montar calientes. También hemos podido emocionarnos con el melodrama de Los puentes de Madison o fascinarnos con los descubrimientos de La ciudad de oro del capitán Nemo. También hemos podido leer y recrearnos en la poesía de Federico García Lorca a través de su Romancero gitano. O adentrarnos en el Viejo Oeste que nos retrataba Elmore Leonard en El tren de las 3:10 a Yuma y otros relatos del Oeste.

Imagen de El jovencito Frankenstein
Sin importar la época del año, aquí seguimos intentando hablar de cine, de literatura, de música y de cualquier tema cultural que creamos interesante. Esperamos que compartáis vuestras opiniones con nosotros. Vuestras visitas siempre son bienvenidas.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo




El tren de las 3:10 a Yuma y otros relatos del Oeste, de Elmore Leonard, adaptación de Delmer Daves y Río sin retorno, de Otto Preminger

25 agosto, 2020

| | | 0 comentarios
Elmore Leonard (1925-2013) es conocido por su labor como novelista y guionista dentro del género negro, con adaptaciones tan interesantes y entretenidas como Mr. Majestyk (Íd., Richard Fleischer, 1974), Jugar duro (Stick, Burt Reynolds, 1985), 52, vive o muere (52 Pick Up, John Frankenheimer, 1986) y la muy apreciable Embajador en Oriente Medio (The Ambassador, J. Lee Thompson, 1984). La editorial Valdemar, en su colección Frontera, ha hecho que también lo sea por su contribución al western, por fin en español. Una aportación de la que podemos entresacar su predilección por los avatares e idiosincrasia del pueblo apache, el uso de una acción continuada, y la expresión de una narrativa estructurada en torno a las encrucijadas morales, como si los personajes deambularan por una zona donde la ley aún está por establecer, o si ha sido establecida, donde queda al arbitrio de quienes la detentan o se ven sometidos a sus vaivenes.

El volumen que hoy vamos a comentar lleva por título El tren de las tres y diez a Yuma y otros relatos del oeste (Valdemar Frontera, 2016). Ya en el primero de los relatos que lo componen, El rastro de los apaches (Trail of the Apache, 1951), advertimos dos de las principales características que nos van a acompañar a lo largo del recorrido. Me refiero, en primer lugar, a la relación entre un hombre joven y otro adulto, el principiante y el experimentado. Aquí, se trata de Eric Travisin, el mejor veterano de las guerras apaches en el territorio de Arizona, donde la población étnica ha sido desplazada, ocupando un espacio agreste y árido. En dos pinceladas, una física y otra psicológica, en la que es la segunda característica de la escritura de Leonard, describe el autor a sus protagonistas. Travisin es hombre de cara tallada a cuchillo y sin ninguna expresión, aunque cada procesión va por dentro. Añadiendo, en el aspecto psicológico y diferencial, que se le habían olvidado los ascensos.

La relación se establece con un oficial novato que llega destinado a un delicado –lo son todos- puesto de frontera. La descripción de la orografía durante la subsiguiente partida de búsqueda es, así mismo, notable. También en este primer ejemplo asistimos a un espléndido dominio del diálogo por parte de Leonard. Tercera característica, por la que sus conversaciones son escuetas –que no simplonas, otorgan todo cuanto callan- y certeras como flechas; más elaboradas que un simple disparo.

La relación con los autóctonos prosigue en Medicina apache (Apache Medicine, 1952), en el que se produce el deceso del hijo de un jefe guerrero. Un asesinato que parece que va a ser achacado a otros…

Como rasgo tipográfico, advierto que el empleo del signo * procura una división que bien podría ser el equivalente a los planos cinematográficos.

A continuación, una nueva correspondencia se dibuja en Nunca ves a los apaches (You Never See Apaches, 1952). El guía Angsman acompaña al joven oficial Billy Guay (sic), que es más bien su reverso, pues el chico y otro acompañante alférez, acaban por mancillar a una joven india. No sin consecuencias, claro está. Así, presenciamos una nueva relación entre veterano y discípulo, pero sin pretenderlo ambos integrantes, circunstancias obligan. En consecuencia, la madurez es contemplada como un proceso doloroso pero, a la larga, salvífico (anímica y físicamente). Para solaz del lector, Elmore Leonard deja un reguero de suspense que se puede seguir en cada uno de los relatos, apuntalándolos. Algo que trasladaría a sus narraciones policiacas.

Elmore Leonard
Seguidamente, tomamos parte de una patrulla liderada por el rastreador chiricaua Sinsonte Apache, el joven teniente Gordon Towner y el guía civil Matt Cline. En un lugar donde podías morir sin llegar siquiera a ver lo que te había matado. Su encuentro con una partida apache tiene los visos de un acercamiento a seres distintos de nuestro planeta. Esto sucede en Infierno en el Cañón del Diablo (Red Hell Hits Canyon Diablo, 1952). El choque cultural se dirime en singular duelo alcohólico, como forma inevitable de predisponerse ante el destino.

Singular y divertido es La mujer del coronel (The Colonel’s Wife, 1952), donde a un apache muy buscado, que acaba de asaltar una diligencia, la operación le sale rana al dar con la inesperada horma de su zapato o sandalia. No le anda a la zaga La ley de los perseguidos (Law of the Hunted Ones, 1952), que incide en una nueva relación “paterno-filial” entre los vaqueros Virgil Patnam y el joven David Fallis. Ambos personajes topan con el evadido Lem de Sana, que viaja reteniendo a una mujer joven. Pese a producirse un encontronazo con armas de fuego, el muchacho sabe salir victorioso.

Es sugestivo constatar cómo en Botas de caballería (Cavalry Boots, 1952) se emplea el recurso narrativo de la crónica de una batalla, de la que se asegura que se va a relatar la verdad. Concluye uno de los personajes que el orgullo de un regimiento es algo extraño, un comentario que nos retrotrae a la estimable adaptación de Barry England (1932-1009) Culpable sin rostro (Conduct Unbecoming, 1975), ofrecida por Michael Anderson (1920-2018).

Como podemos observar, el enfrentamiento es continuo en las obras de Elmore Leonard, ya sea directo o solapado. Como si dos personas o razas -ideologías- de una misma especie, estuvieran destinadas a combatir, condenadas a no poder vivir en paz en un mismo territorio. Así sucede con el referencial El tren de las tres y diez (Three-Ten to Yuma, 1953), del que en seguida ahondaremos en su adaptación cinematográfica, y donde el ayudante de alguacil Scallen y el miembro de una banda de forajidos, Jim Kidd, se enfrentan en un duelo tanto físico como verbal. En este espléndido relato destaca la acertada introspección psicológica y el buen ritmo narrativo, dos de las características que señalamos al principio. En apenas veinte páginas desfila la vida de estos personajes no tan antagónicos.

A Trusted Companion, de Marg Maggiori
Una nueva crónica, esta vez con aire de leyenda, nos es propuesta en Bajo la repisa del fraile (Under the Friar’s Ledge, 1953), donde los variopintos -más de carácter que de aspecto- protagonistas, parten a la búsqueda de una mina de oro en Sierra Madre, entre México y Estados Unidos, procurando, eso sí, un final algo menos dramático que el de la película de John Huston (1906-1987). Una circunstancia que se traslada a Los cuatreros (The Rustlers, 1953), relato donde se impide el injusto ahorcamiento de quienes han robado ganado.

En La gran cacería (The Big Hunt, 1953), un chico y un hombre mayor cazan bisontes para vender las pieles. Son asaltados y malheridos, pero el chaval emprende la correspondiente búsqueda y se las apaña (de una forma muy ingeniosa que no desvelaré) para recuperar la mercancía y escarmentar a los ladrones.

La larga noche (Long Night, 1953) es una narración en la que un matrimonio recibe la inoportuna visita de dos hombres, uno de ellos herido de bala. Se da la circunstancia de que el otro salvó la vida del marido tiempo atrás, con lo que el conflicto ético está bien definido.

Con frecuencia, Elmore Leonard practica un tipo de escritura diría que “impresionista”: la mayoría de las veces no somos conscientes de las motivaciones de los personajes o del intríngulis argumental hasta bien avanzado el relato, porque este comienza con impresiones y fragmentos cercenados de un todo, que se va aclarando conforme nos adentramos en el discurrir del núcleo de la trama. Sirva como ejemplo expuesto El chico que sonreía (The Boy Who Smiled, 1953), en torno a un resarcimiento y defensa de la justicia. Un joven sheriff ejecuta a un familiar, que se ha tomado la justicia por su mano, para hacer cumplir la ley. 

Especialmente memorable es A la brava (The Hard Way, 1953), penúltimo relato del volumen, donde otro joven sheriff aprende el valor de la resolución personal, en un mundo donde la justicia “legal” no está separada del poder abusivo de unos pocos.

Finalmente, El último tiro (The Last Shot, 1953) es un relato con trasfondo de la Guerra Civil (1861-1865), donde el personaje protagonista a punto está de liquidar a un soldado de la Unión, cuando resulta que la guerra ya había acabado, apenas unas horas antes.

Tras la lectura del claustrofóbico relato original, el inicio de la adaptación acometida por Delmer Daves (1904-1977) en El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Columbia Pictures, 1957), nos hace pensar en un aireamiento de la trama antes de proceder con el encierro a que se ven sometidos los dos principales protagonistas. Pero en seguida comprobamos que esto no es exactamente así. En efecto, unos créditos sobreimpresionados en exteriores nos muestran el paisaje desolado de una superficie calcinada, sobre la que se desliza una diligencia en lontananza. Como si esta representara un destino inalcanzable que, pese a todo, se va aproximando de forma inexorable.

Es, como digo, una posible imagen simbólica, que pronto va a dar con los pies en la tierra, pues la diligencia es interceptada por los hombres liderados por Ben Wade (Glenn Ford). De este modo, asistimos a la puesta en escena de un delito que en el relato original tan solo nos es narrado en retrospectiva. Lo hacen, primeramente, sin disparar un solo tiro: pasajeros y forajidos se entienden con los gestos y la mirada. Por desgracia, durante el desarrollo del atraco, pues de eso se trata, se producen dos muertes.

La adaptación muestra algunas sagaces diferencias respecto al texto escrito, pero para nada lo desvirtúan, sino que abundan en su esencia. En este sentido, Dan Evans (Van Heflin) es un sencillo ganadero que se ve en la tesitura de verse convertido en ayudante del sheriff por necesidades del azar. Ha sido testigo del robo. Además, se hacen patentes las dificultades por las que atraviesa su familia. De hecho, necesita un préstamo para poder seguir sosteniendo su ganado.


Eso sí, al igual que en la narración de Leonard, Dan se ve en la encrucijada de tener algo que demostrar ante sí. En la película, también ante su familia: su esposa Alice (Leora Dana) y sus hijos Matthew (Barry Curtis) y Mark (Jerry Hartleben).

El caso es que uno tiene una familia y el otro una banda, pero se insiste en que ambos se pueden manejar sin ayuda de nadie. A ambos también se les nota hastiados, cansados. Incluso le sucede a Alice, aunque este trío sabrá sacar fuerzas de flaqueza y ver renacer sus marchitas esperanzas, cada uno en lo suyo.

El escenario de la reclusión, antes de la llegada del tren que trasladará al prisionero a la prisión de Yuma, será primeramente la vivienda de Dan. Luego, se localiza en el hotel que es referido en el cuento (una idea que se retiene en otra magnífica película, El último tren de Gun Hill [Last Train from Gun Hill, John Sturges, 1958]). Esta prolongación sirve a Daves y su guionista Halsted Welles (1906-1990) para señalar la atracción que ejerce Wade sobre el núcleo familiar del ganadero, sobre todo en los niños. De alguna manera, Ben Wade representa la poética del forajido o, mejor dicho, del fuera de la ley. A su vez, Ben sabe ser cortés y atesora sus propios recuerdos, disponiendo de un poso sensible y bien intencionado. Llegados a la población de Contention, donde tiene su parada el tren, sí aguardan Dan y Ben en una habitación de hotel, como queda dicho. Aquí es donde arranca el relato original, que recapitula en unas pocas líneas todo lo demás. El guión de Halsted Welles es, en este sentido, muy habilidoso, y profundiza en las implicaciones morales. En este último escenario se encuentra la estación, donde tiene lugar el enfrentamiento final entre Dan, su prisionero y la banda de Ben. La película incorpora, así mismo, otros personajes de soporte bien dibujados, como el patrón de la línea de diligencias, el señor Butterfield (el eficaz Robert Emhardt), o el borrachín Alex Potter (Henry Jones), otro ayudante legal imprevisto. El duelo a dos del libro se expande aquí mostrando más ramificaciones, pero al final se dirime entre los dos principales protagonistas de igual modo. De ello da cuenta el brillante segmento final, camino a la estación de ferrocarril. Un recorrido bien punteado por la estupenda música de ese gran profesional de la Columbia que fue George Duning (1908-2000), incluida la tradicional balada con que se abre la película, a cargo de Frankie Laine (1913-2007). La labor de Delmer Daves es excelente a lo largo de toda la puesta en escena. A retener la atractiva imagen en picado de la taberna donde Ben inicia -y culmina- un idilio pasajero con la tabernera Emmy (Felicia Farr). 

Completamos nuestro análisis trayendo a colación otro buen título de aquel periodo, Río sin retorno (River of No Return, Twentieth Century Fox, 1954), dirigida por Otto Preminger (1905-1986). Es ajena a Elmore Leonard, pero comparte su fisicidad y disyuntiva en cuanto a la exposición de la compleja integridad humana. Como buen narrador que es, nada más comenzar la película, Preminger se vale de un solo plano panorámico para hacernos saber que el personaje interpretado por Robert Mitchum (1917-1997) es leñador y que habita en un paraje donde el río, al fondo del encuadre, va a ser un elemento determinante. Hay varios de estos desplazamientos a lo largo de la película. Como cuando Matt Calder, que así se llama el personaje, llega a la población más cercana de noche, o durante la presentación de su hijo Mark (Tommy Rettig, al que muchos recordarán como el chico de Los cinco mil dedos del doctor T. [The 5000 Fingers of Dc. T., Roy Rowland, 1953]), en su incursión a una cantina donde oye cantar a Kay Weston (Marilyn Monroe).

Frente a todos estos proyectos vitales, Matt asegura que yo quiero volver a empezar trabajando la tierra. Elemento simbólico por antonomasia que, más que enfrentarse, se ha de ver complementado con el de agua, más evanescente y sutil. Como formando parte de ambos, Premigner planifica una encantadora conversación de Kay con el chico en la cabaña, que se prolonga a la vera del río después.

El caso es que Matt es despojado de su rifle (elemento de fuego), e impelido a un viaje en el que, junto a Kay y Mark, están expuestos a las inclemencias del ser humano tanto como de la naturaleza. Un conflicto moral (con una particular muerte a las espaldas), que conlleva una redención espiritual en un entorno físico abrupto, escarpado; dificultoso aunque bello, traicionero e imponente. Como muy bien sabe transmitir la fotografía de Joseph LaShelle (1900-1989), que ilustra los avatares descritos por Frank Fenton (1903-1971), en torno a una historia de Louis Lantz (1913-1987).


El reposo y conocimiento de los protagonistas (el elemento aire, es decir, relativo a la comunicación), lo plasma Premigner a lo largo de distintos jalones. Una serie de estaciones de penitencia. Por ejemplo, sobre la balsa que los transporta o en el interior de una cueva donde se detienen a pasar la noche. Ejemplo de ese arduo recorrido lo tenemos en el hecho de que Kay no significa nada para Matt en un principio, quizá porque viene rebotado de una mala experiencia con una partenaire similar. Hasta el punto de intentar abusar de Kay. Pero los malos de la función son los rastreros Sam Benson (Douglas Spencer), Dave Colby (Murvyn Vye) y el novio de Kay, Harry Weston (Rory Calhoum), por el que se han visto en tan extremada situación.

Antes de que sus vidas desemboquen en el mar de la unificación, los protagonistas habrán de dilucidar acerca de lo que les ha llevado hasta allí. Resulta difícil que los sentimientos emerjan en un escenario así. La fluidez del río parece la ruta más aconsejable para evitar un enfrentamiento directo con los indios. Pero quedan los enfrentamientos indirectos. Esos con los que tenemos que aprender a vivir todos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Los puentes de Madison, de Clint Eastwood

22 agosto, 2020

| | | 2 comentarios
Hay secretos que se enquistan en el corazón. Como decisiones que determina toda una vida. La vida de Francesca Johnson (Meryl Streep) era anodina y estaba atada a las circunstancias familiares. Una ama de casa dedicada a su marido y a sus hijos en una pequeña granja perdida en el condado de Madison. Un cuadro de la situación de muchas mujeres que se dedicaban por entero a la familia hasta perderse a sí mismas. Y en medio de todo ese páramo de vida apacible y fútil, un relámpago, un anhelo, un sueño de cuatro días y una renuncia.

Clint Eastwood (1930) dirigió este melodrama romántico que se alejaba de los papeles rudos que había interpretado y de las películas que había dirigido. Nos transporta a un paisaje rural en el que dos almas solitarias se encuentran y entran en conflicto. Por una parte, Francesca, de quien ya hemos hablado, y por otro, Richard Kincaid (el propio Eastwood lo interpreta), un fotógrafo de la revista National Geographic que visita Madison por un encargo para fotografiar sus puentes. Ambos son personas solitarias, una porque vive ignorada por su familia y en una monotonía constante, como bien nos muestran las escenas de esa vida familiar triste, en que todos comen mientras ella observa, el otro porque va de viaje en viaje, incapaz de crear raíces o de encontrar a qué anclarse. Ha visto el mundo que Francesca desearía ver y ella tiene el calor y la ilusión que él perdió hace demasiado tiempo.

No estamos ante una pasión fogosa e intrépida, que se devora a sí misma por la inexperiencia. En ocasiones, parece que estemos contemplando un duelo en un tablero de ajedrez, donde ambos personajes tratan de leerse y de comprenderse, tanteando una victoria que les podría devorar, y que acaba por devorarles. Tan importantes en estas largas secuencias son las palabras que se dirigen y en las que encontramos sueños rotos, discusiones y desnudos emocionales como los silencios, las miradas y los gestos. La inseguridad de ella que tantea su propia corazón mientras siente un pudor cuasi adolescente. La cortesía de él que se desmorona ante el miedo de perderla por usar la palabra equivocada. Las noches largas junto a la mesa, los cigarros y el alcohol se entrecruzan con el paisaje natural en que deambulan por el día, cuando él aprovecha para cazarla con su cámara al descuido y al posado, mientras ella juega y juguetea con sus sentimientos y con su libertad.


En efecto, Los puentes de Madison (1995) nos permiten apreciar una relación atada por las circunstancias y una pasión medida que poco tiene que ver con el desenfreno adolescente e irracional. No estamos ante un par como Romeo y Julieta que juegan con la muerte por una pasión irrefrenable, sino ante dos personas que se sienten reales y que son capaces de renunciar el uno al otro, aunque eso les condene al dolor y al anhelo de lo que pudo haber sido. De ello versa esa secuencia final, tan dignamente dirigida, en que se emplean los espejos, los gestos e incluso los juegos de luces de carretera y la lluvia para tener al espectador dudando -aunque sea consciente de la resolución- y a los personajes tomando una decisión final tan cruel como dolorosa. Además, no cabe en toda historia ningún sentido de traición o deslealtad, sino dos amores distintos enfrentados, uno casi onírico e ideal, tan pasional como soñado, el otro sacrificado y entregado hasta el final. Cuál fue la decisión acertada quedará para el espectador.

A fin de cuentas, esta historia no es solo un romance, sino también un sentido homenaje a tantas madres que vivieron en silencio el sacrificio de sus vidas y de sus sueños. Incluso cuando no pudieron elegir. A fin de cuentas, hay un relato marco en que los hijos descubren la verdad y se nos invita a descubrir que detrás de nuestros padres también existen personas, personas con sueños, vivencias y anhelos. Y así acaban por comprender el corazón de su madre aún cuando ya les es imposible remediar la soledad en que siempre la tuvieron.


La película se desgrana con delicadeza y gana con la contención de las actuaciones. Después de todo, es una obra de personajes, centrada de forma exclusiva en la manera en que se desarrolla el romance entre Francesca y Richard. Por ello, las actuaciones contenidas y sosegadas de Streep e Eastwood permiten desarrollar ese amor parco de exhibicionismo y explosión, pero que se siente realista y emotivo. Ahí tenemos la última conversación en la cocina, donde ambos se desnudan para mostrar el dolor de lo que está por llegar. Sí, ha habido escenas de cierto erotismo previamente, pero no es lo más abundante ni en lo que se detiene la película. Ni siquiera lo más relevante. El auténtico desnudo está en ese hombre que da la espalda a la mujer que quiere para evitar que le vea llorar, pero que se rompe, que siente, que sufre también... y en esa mujer que duda y duda en una secuencia lluviosa y tensa que nos parece eterna, pero que apenas debieron ser unos segundos.

Los puentes de Madison es sencilla y es lúcida. No tiene aspavientos ni los necesita. Eastwood dirige con certeza, con seguridad y con puntería. Son de esas obras que te encogen el corazón con poco, que se desgrana en secuencias largas a través de silencios, gestos y conversaciones. Y seguramente sea una película que requiera cierto tipo de público, dispuesto a dejarse llevar por un romance tan fugaz como significativo. E incluso ese público tendrá que entender que puede ser injusta, pero que es más real que otras tragedias melodramáticas o que cualquier final feliz.


El autocine (LXXVI): La ciudad de oro del capitán Nemo, de James Hill

15 agosto, 2020

| | | 0 comentarios

Recientemente tuvimos la ocasión de abordar el grueso de relatos escritos por William Hope Hodgson (1877-1918) sobre los misterios en el mar. Siguiendo en esta línea, y ya que nos encontramos en pleno verano, me he acordado de otra de esas películas de la infancia que resulta ideal para recuperar en familia. Sus pretensiones no son muchas, pero sus sugestivos resultados bastantes.

Nos hallamos en los años de la Guerra Civil norteamericana (1861-1865). Un navío que viaja de Nueva York a Bristol está en dificultades. Hasta el punto de que los pasajeros se ven forzados a abandonar su abrigado medio de transporte y subir a las barcas de salvamento. Lo que no impide que sucumban a la tempestad y estén a un tris de morir ahogados.

Estos personajes son la viuda Helena Beckett (Nanette Newman) y su joven hijo Philip (Christopher Hartstone), los hermanos filibusteros -dos estafadores de tomo y lomo- Barnaby (Bill Fraser) y Swallow Bath (Kenneth Connor), el ingeniero de minas Lomax (Allan Cuthbertson) y el senador Robert Fraser (Chuck Connors). Por suerte para ellos, van a ser rescatados in extremis por los buceadores del legendario capitán Nemo (el estupendo Robert Ryan), que ha hecho realidad lo imposible: una ciudad bajo las aguas.

Nemo cuenta con la ayuda de toda la población de Templemar, que así se ha bautizado el enclave, y más concretamente, de su lugarteniente Joab (John Turner), enamorado no tan en secreto de la profesora de natación Mara (Luciana Paluzzi). Este conjunto compone la dotación principal de La ciudad de oro del capitán Nemo (Captain Nemo and the Underwater City, MGM, 1969).


Los supervivientes del hundimiento son transportados en acuáticas volandas a bordo del submarino del respetado caudillo, el Nautilus. Pero esta es la antesala de la sorpresa, la referida ciudad submarina. Como ocurre en este tipo de situaciones extremas, cada uno demuestra la pasta de la que está hecho. Así, los distintos caracteres quedan pronto establecidos: el valeroso, el cobarde, el sumiso, el dominante acaparador, el celoso. Para Lomax la permanencia en la ciudad será un suplicio debido a que es claustrofóbico.

No en vano, el establecimiento en Templemar es forzoso, no existe la posibilidad de un regreso a la superficie. Con lo que el choque es bastante fuerte, y cada uno lo asume en función de su antedicho carácter. Además, se da una cuestión de confianza, ya que los supervivientes de este naufragio “a la inversa” (de la superficie a las profundidades del mar) se comprometen a no desvelar el paradero de la metrópoli.

El tono es eminentemente familiar, pero no exento de aristas. O de Mobula, una monstruosa raya gigante, producto de una mutación. El elemento agua prima en toda su densidad, como pone de manifiesto la visita a la granja submarina (que encuentra su parangón en la de 20.000 leguas de viaje submarino [20.000 Leagues Under the Sea, Richard Fleischer, 1954]), y en definitiva, la establecida vida en Templemar, con su avanzado sistema de comunicaciones y dispositivos de alarma. Todo un logro de la ingeniería que incorpora paneles eléctricos, botones, elevadores y conmutadores, y el bello aditamento de un globo no terráqueo, sino acuático, que señala la orografía del fondo de los mares, y que se sitúa en la confortable sala de control. Maquinaria industrial (incluida la del almacén de “chatarra” de oro) al servicio de una convivencia apacible, en la que también cuentan los libros y la música, merced a una banda de animosos profesionales y otro tipo de sugerentes instrumentos “de viento”, como el que ejecuta Mara. Sin olvidar el portento de la máquina de hacer oro, y el misterio de una zona prohibida…


La ciudad sostenible por definición, con su artilugio expendedor de cerveza de algas, gracias al empeño de Nemo y sus colegas bienhechores. Hasta existen meretrices en esta trama vagamente inspirada en Veinte mil leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1870) de Julio Verne (1828-1905), escrita por Rip Baker (1928-2020), Jane Baker (-2014) y R. Wright Campbell (1927-2000), responsable de las apreciables El hombre de las mil caras (Man of a Thousand Faces, Joseph Pevney, 1957) y Secreta invasión (The Secret Invasion, Roger Corman, 1964), además de co-autor del guión de la magistral La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, Roger Corman, 1964). Por su parte, la fotografía correspondió a Alan Hume (1924-2010), recordado sobre todo por sus trabajos para las películas de James Bond, aunque también cabe citar en su currículum Doctor Terror (Dc. Terror’s House of Horrors, Freddie Francis, 1964), La leyenda de la mansión del infierno (The Legend of Hell House, John Hough, 1973), El ojo de la aguja (Eye of the Needle, Richard Marquand, 1981), El retorno del jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983) y Un pez llamado Wanda (A Fish Called Wanda, Charles Crichton, 1988).

Es curioso, pero creo que con toda nuestra tecnología aún no hemos podido averiguar el paradero de esta sociedad varada en el tiempo pero con intención de expandirse. Siguen siendo uno de los misterios que anidan bajo las aguas.


En La ciudad de oro del capitán Nemo existe otra luminaria por derecho propio. Se trata de la espléndida partitura a cargo de Walter Stott, que pasó a llamarse Angela Morley (1924-2009), en un caso análogo al de Wendy Carlos (1939). Su trabajo es un ejemplo de cómo una composición es capaz de revestir una película, y de cómo el reino de las bandas sonoras no se circunscribe a -los excelentes- John Williams (1932) o Ennio Morricone (1928-2020). Dos autores, insisto, extraordinarios, que los aficionados a la música cinematográfica conocemos desde hace décadas, pero que han sido tomados como únicos referentes del arte de la música de cine, en esta sociedad reduccionista en la que nos encontramos. En cualquier caso, una buena edición de la pieza de Morley fue editada por el sello Film Score Monthly (Vol. 12, nº. 8, 2009).

En cuanto al realizador James Hill (1919-1994), este desarrolló su carrera principalmente en la televisión, aunque es el responsable cinematográfico de otras dos buenas muestras de género, la pieza sherlockiana Estudio de terror (A Study in Terror, Columbia Pictures, 1965) y la aventura familiar Nacida libre (Born Free, Columbia Pictures, 1966).

Escrito por Javier Comino Aguilera

Clásicos Inolvidables (CLXI): Romancero gitano, de Federico García Lorca

12 agosto, 2020

| | | 0 comentarios
La renovación de la corriente cultural no suele ser un camino sencillo. Existe una pugna entre mantener la tradición, es decir, las características que ya se asentaron en la cultura anteriormente, y proponer una nueva vía artística. Aunque desde nuestros ojos, revisar esta pugna en el arte más antiguo puede resultar sencillo, dado que tendemos a reducirlo todo a etiquetas, cuando queremos acercarnos al arte contemporáneo, empiezan las dudas. En el terreno volátil de la sociedad occidental de principios del siglo XX es difícil acertar con la tendencia definitiva entre tantos ismos. Ni siquiera los autores eran capaces de mantenerse fieles a ningún movimiento, lo que es de agradecer, porque cada uno progresó en su voz propia, mientras que otros solo quedaron como representantes de un movimiento más general. 

En el caso de Federico García Lorca (1898-1936), su desarrollo osciló entre los ecos románticos de su juventud, el neotradicionalismo de su apogeo y el surrealismo de su madurez. Sin embargo, en todas esas etiquetas siempre se hallaban unos mismos deseos, temores y sentimientos. A pesar de las formas, ya fuera teatro o poesía, García Lorca lo impregnaba todo de un mismo deje inconfundible. Y su poemario más célebre homenajea precisamente esa vía alternativa, ese camino entre la tradición y la novedad, capaz de coger un poema tan clásico en la tradición literaria española como el romance y darle un contenido que a través del mundo gitano remitía a unos ecos místicos y misteriosos, como el mundo de la noche, la influencia de los astros o la omnipresencia de la muerte.

Los romances han sido siempre una obra narrativa, capaz de trasladarnos algún episodio de la vida en una forma poética. Pero García Lorca no rechaza su lado más lírico y trata de crear un romancero que combine la narrativa con el conjunto lírico de metáforas y símbolos que le otorgan un carácter más vanguardista y también un espíritu más mítico y misterioso. Se aprovecha de elementos que conocía bien de la mitología del flamenco y de la Andalucía más telúrica, y que ya le habían servido para su Poema del cante jondo (escrito en 1921 y publicado en 1931), pero los desarrolla para alejarse de lo anecdótico y convertirlos en canciones que no pierden ni un ápice de calidad lírica y que se desarrollan a partir de continuas metáforas. Tanto es así que podemos considerar que este Romancero gitano (1928) es uno de los poemarios más musicalizados de la literatura española.


Como en otras de sus creaciones literarias, García Lorca recurre al terreno de los oprimidos, en este caso al mundo de los gitanos, a los que contrapone a la represión de una Guardia Civil autoritaria en estos romances. De la misma forma que en su teatro criticaba la situación de la mujer o en su posterior Poeta en Nueva York (publicado de forma póstuma en 1940), radicalmente más surrealista, se refería a los afroamericanos. Pero la diferencia la encontramos en una naturaleza viva y extrema, a un diálogo continuo entre el deseo y la muerte y a una considerable cantidad de símbolos en un tono que es capaz de crear mitos, alejándose de lo costumbrista y el folclore. 

El poemario está compuesto por dieciocho poemas que recurren a elementos populares, al uso del diálogo inserto en el propio poema para representar las situaciones dramática, lo narrativo y real convertido en metáfora o la narración entremezclada, sin un tiempo definido, sino más bien un tiempo suspendido y casi mítico. Estas características están presentes desde el poema que abre el libro: un cuento en que se personifica a la luna como una mujer que, a su vez, es la muerte. Estamos ante el Romance de la luna, luna, en que un niño es mostrado hablando con esta luna personificada antes de ser encontrado por su familia muerto en la fragua. García Lorca impregna el romance de ritmo y de misterio ancestral, por ejemplo, en la forma en que se describe a los gitanos, bronce y sueño. Incluso hay ternura en esa tragedia, en que la naturaleza se muestra favorable: Por el cielo va la luna / con un niño de la mano [...] El aire la vela, vela. / El aire la está velando.


No obstante, se magnifican en uno de los mejores poemas que compone la obra, el más misterioso y trascendental Romance sonámbulo, que que musicalmente ha sido mutilado y suele perder la narración que contiene para quedarse en su parte más lírica. El poema nos habla de una mujer fallecida, pero como un desarrollo propia del suspense, nos presenta a un contrabandista que llega herido a casa de su novia, pero el padre le revela, subiendo hasta el aljibe, que su hija está muerta en el agua. Es bastante particular el marco que crea García Lorca, que nos muestra un mundo en paz, un mundo ordenado (El barco sobre la mar, / y el caballo en la montaña), que sigue impasible su curso pese al drama de los personajes. Son igualmente líricos y reseñables los versos en que el padre muestra su dolor, que se repiten como un estribillo (Pero yo ya no soy yo, / ni mi casa es ya mi casa) o la primera revelación sobre la muchacha, que ya nos muestra su muerte desde el principio al señalar cómo ella es incapaz de mirar a las cosas: Bajo la luna gitana, / las cosas le están mirando / y ella no puede mirarlas.

Centrado en la mujer protagonista también encontramos el Romance de la pena negra, que empieza con una fantástica metáfora del amanecer (Las piquetas de los gallos / cavan buscando la aurora) para mostrarnos un rítmico poema sobre el drama personal de Soledad Montoya, cuyo nombre tan sonoro describe su propia situación. Se muestra una mujer fuerte, capaz de responder irónica mientras muestra su pasión insatisfecha y el dolor que la enloquece y se enquista en el alma. Es cuidada la maestría de García Lorca de transmitirnos a partir de un romance tan rítmico y musical toda una historia dramática y penosa. Por contraposición, otros poemas de temática similar en este mismo libro no alcanzan tal nivel, como el de Monja gitana.

Gitana II, de Fabián Pérez
Siniestro y macabro es el Romance de la Guardia Civil, que en este poema son reflejados como los antagonistas, que curiosamente parecen detener y destruir aquella ciudad de los gitanos. Al llegar ellos, se suceden las secuencias violentas y lo que se había planteado como un Belén viviente, acaba en carnicería, entre cuerpos, mutilaciones y lágrimas. Como podemos fijarnos, el lirismo que despliega García Lorca no es sensiblero, sino que está lleno de dolor, de tragedia, de sangre, algo que amplificará en Poeta en Nueva York. En esta ocasión, hasta al mencionar al ámbito cristiano es para mostrar sufrimiento, como en el Martirio de Santa Olalla, que reitera algunos símbolos como los senos cortados, el cuerpo muerto de la mujer formando parte de la naturaleza, como en el Romance del sonámbulo, y la violencia del hombre, que aparece como algo tan habitual como macabro, tanto que resulta imposible quedar impasible aunque el tono de los diálogos trate de mitigarlo.

No obstante, también hay poemas menores a lo largo del romancero. Por ejemplo, Preciosa y el aire es un cuento de menor calado, pero que nos deja la sensación de persecución que siente Preciosa, una joven gitana. Bien podría haber reflejado García Lorca el temor de una mujer al sentirse acosada, con una sensación de peligro que no se va incluso entre los gendarmes. De la misma forma que Reyerta muestra casi cierta desafección por las muertes que se suceden tras una pelea (aquí pasó lo de siempre), una representación del peligro en los caminos y de las venganzas, de la situación espinosa y mortífera que acarrean los puñales gitanos. Cabe destacar, por último, La casada infiel, que se trata del poema más sensual del conjunto a partir de un hecho concreto que, por cierto, no se juzga desde la mirada del narrador de este relato. Un romance peculiar que se aleja de la sangría trágica de los más rotundos del conjunto.


Más anecdótico es el díptico de Antoñito el Camborio: Prendimiento y Muerte. Aún así, contiene algunas particularidades, como el hecho de que el personaje dialogue con el propio autor (¡Ay Federico García, / llama a la Guardia Civil!) o cómo se sentencia el final de una época: ¡Se acabaron los gitanos / que iban por el monte solos! / Están los viejos cuchillos / tiritando bajo el polvo. Y aparte quedan del resto de poemas el trío dedicado a los arcángeles y a las ciudades andaluzas de Sevilla, Córdoba y Granada, de tono distinto y alejado del tema de los gitanos. Son poemas que recuerdan a una época anterior y que retratan características de tales ciudades, especialmente en el caso de San Rafael (Córdoba) mientras desgrana a los tres arcángeles con una voz casi infantil, sobre todo en caso de San Gabriel (Granada)

En definitiva, el Romancero gitano es una obra que trasciende sus raíces gracias al buen hacer de García Lorca para aportarle una modernidad basada en un lenguaje propio de metáforas. La narrativa concreta se diluye para universalizarse y aunque se hable de gitanos, guardias civiles o Andalucía, las situaciones se agrandan para dar cabida a las emociones y las situaciones de los lectores. Pero lo que es más, esos gitanos, guardias civiles y esa Andalucía tan telúrica y mítica ganan su hueco en las letras universales gracias a este poemario. Y se une a las metáforas sobre el deseo, la muerte y la naturaleza que han quedado tan ligadas a la figura de Federico García Lorca.


Los mares grises sueñan con mi muerte (Cuentos completos de terror en el mar), de William Hope Hodgson

08 agosto, 2020

| | | 0 comentarios
Al fin he tenido tiempo de releer los relatos de terror en el mar del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918). Unas creaciones que, como bien señala José María Nebreda (-) en su introducción al volumen recopilatorio de Valdemar, Los mares grises sueñan con mi muerte (Colección Gótica, 2014) destacan por su capacidad para evocar imágenes y ambientes trágicos, sobrenaturales y malsanos, la soledad de sus protagonistas y la insignificancia de sus devenires en la inmensidad de un océano misterioso y desconocido (Introducción). La presente antología incluye además algunos de los poemas escritos por Hodgson, en consonancia con dicho ambiente. Del que no se espantan las explicaciones científicas o el concurso de la lógica. Pero como todo en la vida es, sino dual, sí bifronte, también se solapan las narraciones de raigambre sobrenatural, que escapan a la esfera de lo conocido, situándose fuera del umbral de lo que entendemos por natural.

Buen aficionado a la fotografía e incluso el culturismo, William Hodgson no desentonaría hoy entre la multitud de muchachos que cultivan su cuerpo y muestran afanes artísticos. Se enroló como grumete en el navío Canterbury. Precisamente, los prolegómenos de esta edición lo constituyen, junto a los citados poemas, su personal diario de navegación. Del mismo modo que A través del vórtice de un huracán es el relato realista del tránsito a través de este espectacular fenómeno de la naturaleza.

Pero pronto nos adentramos en los dominios de la ficción. Inauguración que corresponde a Desde el mar sin mareas, cuento donde hace su presentación el gelatinoso y estancado mar de los Sargazos. Situado en la franja central del océano Atlántico (La llamada del amanecer). A la desolación de este entorno se suma la de los propios protagonistas, que han llegado allí por un fatal capricho del destino. La atmósfera de terror la proporciona un paisaje netamente romántico, que se traslada al estado de ánimo de dichos personajes, allende su fisicidad. Con pinceladas casi impresionistas, procede Hodgson a explicarnos -sugestionarnos- acerca de la naturaleza de esta franja de mar, dominada por los temibles sargazos, una variedad de algas marinas que parecen disponer de una vida que trasciende lo vegetal. Algo repugnante y extraño, elusivo y ajeno a lo humano (El misterio del barco hundido).

Con Hodgson, que el océano sea un desierto no es un oxímoron. El mar es la morada de todos los misterios porque es el único lugar que el hombre no puede explorar totalmente (La nave de piedra). Tal vez por ello allí el hombre se transmuta en figuras humanas de apariencia irreal, extraña y nebulosa (El navío silencioso), o queda envuelto en la extraña niebla luminosa que alcanza al Shamraken, un veterano pero no agotado barco por el que ha pasado el tiempo, aunque en él sigue palpitando la vida. Sin duda, uno de los mejores relatos del presente volumen.

Todo este ambiente de misterio no obsta para que prime la acción, que se da apretada mano con los intensos momentos de introspección. Diría que como en una película, solo que expuestos en párrafos en lugar de planos y secuencias. Así sucede en La cosa de las algas, donde la niebla era tan densa que parecía golpearnos. Asimismo, ya en la primera página de Un horror tropical se desata la acción, cuando un ser “de otro mundo” se adueña de la nave. Hodgson es maestro de los epítetos sinestésicos inquietantes. Como ese de un verde enfermizo en El descubrimiento del Graiken, el abismo de luz violeta al que se enfrentan los protagonistas de La noche partida, o ese clamor ronco, terrorífico y fantasmal que surgió debajo de mí (El descubrimiento del Graiken).

Malformaciones que vienen a engrosar los Cuentos del capitán Jat, que cuenta con sus propias aportaciones monstruosas, las mujeres demonio del relato La isla de Ud, y los perros aberrantes y hombres-bestias de La aventura de la Punta de Tierra. Escenario natural en una atmósfera de rituales nativos, donde destaca el “anfiteatro” -o anfibio-teatro- de la primera parte. Un díptico que constituye una paráfrasis aventurera, dislocada y con cierto sabor masoquista en relación a la actitud del capitán hacia el joven Pibby Tawles, muchacho de cabina y marinero de cubierta (algo que bien pudo experimentar Hodgson durante su permanencia en el Canterbury).
Tormenta en el mar de Galileo, de Rembrandt

Otro de los recursos narrativos más habituales, en lo que al mar se refiere, empleado por distintos autores, es el de la transcripción de un texto hallado en el mar. En este caso, el horripilante testimonio de alguien que está a punto de perecer se da en Más allá de la tormenta, declaración truculenta que es recogida por el joven primer oficial de un barco que navega por la zona, con un trasfondo pavoroso merced a un rescate contra reloj y un ejército de ratas. Son escritos que a veces se valen de los medios más inusitados, como pueda ser un albatros, que porta la comunicación al cuello (El albatros). Un elusivo hilo conductor hilvana estos textos: el infortunio, una especie de lotería macabra que se abate sobre los desconsolados protagonistas, atacados por un destino aciago y anormal, en los pliegues de la realidad. Al fin y al cabo, siempre hay cosas peores que la muerte (Íd.).

El suspense está muy bien dosificado en El misterio del barco inundado, un relato “pirata” donde se opera al contrario de lo habitual en Hodgson: la intriga primero y la acción después, deparando una sensación más espiritual que corpórea. El derelicto del título es remolcado por otro navío.

Atención especial merece Una voz en la noche. En él, una goleta proporciona alimento a una pareja que no se deja ver, y que ha encontrado amparo en una solitaria isla. El joven matrimonio ha sido afectado (y genéticamente alterado) por un hongo desconocido.

Lo mismo podemos decir de La nave abandonada, sostenido por las disquisiciones y recuerdos de un anciano doctor. Este narra unos hechos que le toman la palabra cuando afirma que el ser vivo es tan poderoso que se aferraría a cualquier cosa que le permita desarrollarse, o que la vida es una especie de conciencia que todo lo penetra (aquí emerge la naturaleza más escorpiana del autor, como tendremos ocasión de referir, a través de ese indagar en los profundos secretos del existir). El “alienígena” o “cosa” es otro moho que asimila la forma que invade, cierta monstruosa indefinición lovecraftiana. Una sustancia aletargada que “cobra vida” cuando presiente otros cuerpos. La tensión que se va acumulando gracias a la labor de Hodgson está sostenida por la perplejidad ante lo inconcebible, al inesperado encuentro de entidades grotescamente humanoides, parodias de seres humanos (Demonios en el mar), en relatos gobernados por imágenes muy visuales de terror y acción, como hoy se entiende dentro de los géneros cinematográficos.

Visuales, pero también sensitivos. Como si nos encontráramos a las puertas de un espantoso mundo perdido (El encantamiento del Jarvee). Sin por ello desdeñar las “ciencias mágicas”, como por ejemplo un “pentagrama eléctrico” (Op. Cit.) como parte del instrumental del erudito que investiga, y que aplica métodos científicos en sus investigaciones taumatúrgicas. Así, es este encantamiento del Jarvee un relato de Carnacki, el investigador paranormal creado por Hodgson, tras las huellas del Martin Hesselius de Sheridan LeFanu (1814-1873), el John Silence de Algernon Blackwood (1869-1951), el Jules de Grandin de Seabury Quinn (1899-1969) o el Solomon Kane de Robert E. Howard (1906-1936). Las experiencias de Carnacki fueron publicadas a su vez por Valdemar (Gótica, 2011), pero la presente muestra se incluye en nuestro volumen al hacer referencia al aura extraordinaria y mala fama que envuelve al navío del título.

Lo mismo podemos decir de Los habitantes de la isleta Middle, aquí con colofón abiertamente sobrenatural (en la isla donde ha recalado la embarcación solo habitan espectros). Por no hablar de ese “San Borondón” con posibilidad de albergar oro en La isla de las tibias cruzadas.
Barco fantasma, de Runolite
Ello no obsta para que existan otros relatos donde se esboza una posible explicación para los acontecimientos “sobrenaturales” (ahora entre comillas), como los que se están dando a bordo de El Dorado, en Viejo Golly. O con la muerte anunciada de un compañero marino por parte de sus supersticiosos compañeros en El salvaje hombre de mar. En efecto, Hodgson hace hincapié en algunos de sus relatos en una de las peores epidemias que él padeció estando en alta mar: la ignorancia cerril. Una plaga de la que, parece mentira, no andamos precisamente escasos en pleno siglo XXI o “era de la comunicación”, fomentada por los “poderes” públicos. Es la muerte de la sensibilidad, de la cultura en definitiva, como ocurre con el protagonista de este relato, que se distingue por saber tocar el violín. Como contrapartida, Hodgson narra el rescate de unos muchachos que van a ser ajusticiados por motivos políticos en una ciudad del Adriático, en plena contienda bélica, por los “éticos” ingleses que comercian por la zona (Piadoso rescate). En esta línea, sobresalen esos otros aspectos de la vida en el mar, como es la brutalidad de algunos oficiales sobre la marinería, caso de El encantamiento del Lady Shannon.

Interesante es, a su vez, Lingotes, por proponer un intríngulis al estilo de los del “cuarto cerrado”, esto es, cercano a lo policiaco (se trata del robo y posterior descubrimiento del oro que transporta un barco a Londres).

Un nuevo misterio que se explica por causas naturales lo encontramos en Los fantasmas del Glen Doon, donde unos falsificadores de moneda se esconden en los entresijos de un navío. Estos son vistos entonces como castillos misteriosos, con sus habitáculos y pasadizos secretos.

El hecho natural de estar varados en medio de un mar infestado de tiburones, junto a la apreciación, o coda extraoficial, por lo oculto (siempre diré que aquella noche flotaba en el aire algo sobrenatural), también se dan la mano en Los tiburones del St. Elmo.

Sketches casi impresionistas, con algún abrazo expresionista (algo así como una escritura entre Turner [1775-1851] y Munch [1863-1944]), se esparcen en los relatos cortos con que concluye el libro, tales como El lanzamiento de la corredera, donde una broma-represalia cuesta la vida a un tripulante, el rescate en alta mar de El hecho real: SOS; una visita “virtual” al puente de mando la noche en que se hundió el Titanic (En el puente) o la pérdida de un timonel mientras se trata de gobernar un barco en plena tormenta (Por sotavento y Hombres de mar).
Pescadores en el mar, de William Turner
Otro de los mejores relatos es el sorprendente La nave de piedra, donde Hodgson riza el rizo en cuanto a la (inolvidable) explicación racional a los fantásticos hechos. La nave en cuestión es, a su vez, contenedora de otras piedras preciosas. De nuevo por contraste, en el terreno de los sucesos incomprensibles y extraordinarios de una leyenda se sitúa El buque embrujado Pampero.

El presente volumen, que hasta incluye un texto que durante años fue atribuido a Hodgson por su fidelidad de estilo y temática, pero que en realidad es de un tal C.L. (?), La balsa, se completa con un epílogo, a modo de ensayo, a cargo de Jesús Palacios (1964). Bien escrito, aunque a veces se pierde en filigranas simbólicas marítimo-femeninas. Una incursión freudiana divertida pero artificialmente escamosa, liosa y arbitraria, que orilla la sexualidad del autor. Demasiado largo y con frecuencia reiterativo por mor a ese simbolismo tostón, en él se trata de apartar el muy afligido epítome de lo “sobrenatural”, señalando que los terrores marinos de Hodgson son desconocidos para la ciencia pero naturales. Es decir, la perfecta definición de lo sobrenatural. Algo que va más allá de lo que de ordinario percibimos o se manifiesta (lo contrario sería relegar el vocablo a lo imposible). Una actitud un poco infantil pero muy extendida (los ectoplasmas y espíritus quedan confinados, los pobres, al reino de la fantasía).

Por otra parte, la personalidad del autor no era tan poco común. Era estrictamente escorpiana, con todos los matices que ello conlleva. Por ejemplo, es poco probable que Hodgson sintiera disgusto por el medio acuático, como aquí se asevera de forma taxativa, siendo como es un signo de agua; es decir, cuando su modo de ver su propio elemento es intensa y oculta por naturaleza. Su disgusto, en todo caso, se dirige a los malos usos de la marina. En este sentido, Hodgson es un perfecto ejemplo de personalidad zodiacal escorpiana. Y esto se hace evidente en sus relatos así como en su vida.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Para el sábado noche (XCVI): El jovencito Frankenstein y Sillas de montar calientes, de Mel Brooks

02 agosto, 2020

| | | 0 comentarios
Dan las doce. En un castillo aislado, en lo alto de una escarpada montaña, hay una habitación con chimenea, y en el centro de esta habitación un féretro de los de toda la vida. En la placa que lo adorna se puede leer Baron von Frankenstein. En efecto, el viejo indagador y científico ha fallecido, pero deja tras de sí un legado de horror, aventura, riesgo, decepción… y risas.

La acción pasa entonces a una bulliciosa aula, en la que su nieto se esfuerza por hacerse un camino en la aplicación e investigación científica por vías más ortodoxas. Responde al nombre de Frederick, pero en ningún caso al apellido Frankenstein, mancillado por su abuelo, y que le causa un sicosomático sofoco. Como él mismo se afana en corregir de manera continua, ¡mi nombre es Fronkonsteen! Hasta en sueños reniega de su herencia nominal envenenada, el pobrecillo. Pero existen circunstancias biológicas o familiares que, como se suele decir, se llevan en la sangre, aunque también nos vale eso de que la cabra siempre tira al monte. Así, el nuevo Frankenstein volverá a las andadas, no por trilladas menos asombrosas. Sin la menor duda, estamos en el docto ámbito de la comedia. Respetuosa y medida, aunque ciertamente, ¡el tamaño sí importa!

Escrita por Gene Wilder (1933-2016), gerente de la idea, y Mel Brooks (1926), a quien fue asignada la realización, por El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Twentieth Century Fox, 1974) no parecen pasar los años. Los efectos cómicos los sabe transmitir Brooks a la perfección, fusionándolos con la realización. Cortinillas, luces y sombras, el clásico fundido en iris... Lo cual incluye la música, bajo la batuta del excelente compositor John Morris (1926-2018). De hecho, una de las piezas, interpretada al violín, se emplea argumentalmente en la película. No es la primera vez, ni será la última, que Mel Brooks juegue con el componente musical como un elemento narrativo. Podemos considerar que el ingrediente melódico forma parte de todos los artefactos y la parafernalia.


De este modo, Mel Brooks imprime a su realización el cuidado por el plano, como se puede comprobar en los atractivos escenarios de una estación de ferrocarril, el apeadero de Transilvania, el admirable hall del castillo Frankenstein, el laboratorio, la librería oculta del barón, el proscenio de un teatro de variedades, las solitarias y quejumbrosas callejas del pueblo transilvano, los sótanos de la fortaleza, y algún que otro pasadizo secreto con intrigantes escaleras. Y luego están los personajes. Igor (Marty Feldman) desciende de una noble estirpe de jorobados al servicio de la familia Frankenstein. A su vez, Inga (Teri Garr) ha sido contratada como ayudante de laboratorio. Sin embargo, la composición de Cloris Leachman (1926) como el ama de llaves Frau Blücher, es difícilmente olvidable. Ella está a cargo del castillo y conoce sus recovecos más ocultos. Es un “insidioso” anfitrión de risa forzada y voz taimada. Completando el cuadro está el inspector Kent (un Kenneth Mars tan magnífico como los demás), de modales prusianos y estrictos. Hasta el peinado de Frederick se convierte en un expresivo elemento humorístico, que revela su progresiva inmersión en los asuntos de su abuelo o su frustración. 

A su modo, “Fronkonsteen” es ya un reconocido cirujano dentro del marco legal, como bien puede comprobar el señor Hilltop (Liam Dunn), que actúa de conejillo de indias para sus experimentos motrices en la mencionada clase magistral, a la que también acude Gerald Falkstein (el característico Richard Haydn), que es el albacea del difunto Victor Frankenstein (una de las escenas eliminadas que se recuperan en la edición en DVD consiste, precisamente, en la típica lectura del testamento). Falkstein transmite a Frederick el legado de su abuelo.


Nos faltan dos personajes esenciales. El primero es, obviamente, el “monstruo”, interpretado por Peter Boyle (1935-2006), y entrecomillado, porque como sucedía con las célebres interpretaciones del gran Boris Karloff (1887-1969), la criatura rebosa humanidad, en el más amplio sentido del término. Finalmente, está Elizabeth (la genial Madeline Kahn), de la que todos recordamos su paso, no tan traumático, de púdica a desinhibida, a lo largo del relato. En este sentido, Mel Brooks nos ofrece un simpático ¡y precursor! gag durante su inicial despedida de Frederick en la estación de tren. Como no pueden tocarse, porque ella va toda emperifollada, ambos se dan el codo.

El sustrato sigue siendo el temor a la muerte y su inevitabilidad, contemplado desde el prisma del humor. Es decir, de forma tan seria como lo es el arte de la comedia bien entendida. Ahí es nada reconvertir la secuencia original que junta a un ciego y un “mudo”, en las figuras del monstruo y el ermitaño Herald (Gene Hackman). O la presentación en sociedad de la criatura a los sones de Puttin’ on the Ritz de Irving Berlin (1888-1989).

Participando de este ambiente jocoso, pero sin dejar por ello de perder la sobria compostura que requiere la ocasión, destaca la estética proporcionada por los decorados del excelente Dale Hennesy (1926-1981), a lo que se suma parte del equipamiento original suministrado por Kenneth Strickfadden (1896-1984), y la espléndida fotografía de Gerald Hirschfeld (1921-2017), filmada en color pero procesada en blanco y negro. Su juego con los tamaños y las impresiones por medio de las luces y las sombras arropa una película cuya estructura es, por todo lo dicho, rematadamente sólida. Cuando esto sucede, los cimientos aguantan el tiempo que haga falta.


Proyecto auspiciado personalmente por el gran ejecutivo cinematográfico que fue Alan Ladd Jr. (1937), a través del productor Michael Gruskoff (1935), el humor desenvuelto de El jovencito Frankenstein no hace olvidar el cariño por el “monstruo” y las producciones de antaño. Esto es algo en lo que conviene hacer hincapié, en una actualidad sobrepasada por la gracieta zafia e inculta.

De esta guisa, la película es una sátira, pero sin desmerecer o ridiculizar el material del que se nutre. Que es, principalmente, la trilogía original de James Whale (1889-1957) y Rowland V. Lee (1891-1975). Todo un imperecedero logro que no se pasa de frenada o causticidad. Eso sí, con un final algo cambiado… ¡pero indudablemente feliz para todo el mundo! (salvo, quizá, y como siempre, para el “monstruo”).

Mel Brooks acababa de estrenar Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, Warner Bros., 1974) cuando recibió la oferta de Twentieth Century Fox, vía Alan Ladd Jr. y Gene Wilder. No se lo pensó dos veces y aceptó el antedicho trabajo. Pero como digo, unos meses antes ya había visto la luz del proyector su otra parodia, esta vez del oeste, en la línea de las propuestas de Burt Kennedy (1922-2001) o Bud Yorkin (1926-2015) de aquella época, pero con su estilo propio. Un desmadrado relato, tras los logros de las notables Los productores (The Producers, Embassy - MGM, 1967), convertida en un exitoso musical, y El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, Fox, 1970).

Sillas de montar calientes es tan extraña como lo pueda ser el mostrar a los trabajadores de color del ferrocarril entonando a Cole Porter (1891-1964; en concreto, I Get a Kick Out of You). Y es que no solo trabajaron los chinos en el tendido del ferrocarril. Un hecho que Brooks satiriza por medio de un duelo de canciones en lugar de a pistola. Aunque ello no evita el “crudo” enfrentamiento entre el animoso Burt (Cleavon Little) y el capataz Taggart (el característico y bien humorado Slim Pickens). Y qué decir de la figura del fiscal general Hedley Lamarr (otro juego con los nombres: al igual que Frederick se empeñaba en que no lo apellidaran Frankenstein, Hedley pugna para que no le llamen Hedy; un personaje a cargo del estupendo Harvey Korman).


Aún queda el obseso gobernador William Le Petomane (el propio Mel Brooks), que ante la amenaza de perder el cargo o ser impopular, asegura con convicción que ¡hemos de proteger a quienes nos proporcionan los enchufes! El caso es que el avance del caballo de hierro aconseja que todos los habitantes de Rock Rich, ¡donde el grueso de residentes se apellida Johnson!, abandonen el pueblo. Razón por la que la comunidad necesita con urgencia un nuevo sheriff

Si la perspectiva de la muerte se vestía de frac en El jovencito Frankenstein, en Sillas de montar calientes son el racismo, la segregación, los prejuicios… las características que se ponen en entredicho, en clave de sol…fa. Para los vecinos de Rock Rich no es una cuestión baladí. Habrán de decidirse entre su nuevo sheriff o perder todo lo que han conseguido. Indeleble es la reunión parroquial presidida por el pastor Johnson (Liam Dunn) y, en fin, la cara de los aldeanos cuando ven de qué color es el nuevo sheriff que les ha sido asignado.


Escrita por Mel Brooks, Norman Steinberg (1939), un descollante Richard Pryor (1940-2005), Alan Uger (-) y Andrew Bergman (1945), responsable de la idea primigenia, la película cuenta con una fotografía de Joseph Biroc (1903-1996), además de nuevas glosas musicales a cargo de John Morris, con letras de Mel Brooks cantadas por Frankie Laine (1913-2007). Son marca de la casa la incorporación de canciones para beneficio de gags, el desarme de tópicos y el jugueteo con el lenguaje (con frecuencia, giros lingüísticos de difícil traducción), junto a la referencia a Randolph Scott (1898-1987) y algún que otro apunte escatológico, como el de las judías flatulentas. Todo lo cual alcanza su paroxismo en la presencia de la orquesta del maravilloso Count Basie (1904-1984) en mitad del desierto, convirtiendo en chiste aquel comentario, creo que de Howard Hawks (1896-1977), por el que no le cuadraba un eximio acompañamiento musical cuando alguien se moría de sed en pleno erial.

Un entarimado que no se sostendría sin el concurso de los actores, todos magníficos, aunque debemos resaltar la labor de la refulgente Madeline Kahn (1942-1999) en su imitación de Marlene Dietrich (1901-1992). O la rapidez al desenfundar del “borracho número dos”, como lo llama Bart, aunque más tarde sabremos que responde al epíteto del “temible” Jim Wyco Kid (Gene Wilder). Tópico del más rápido que se une -nuevamente- a la apreciación por la dotación de otro tipo de armamentos.

En este apartado de clichés se incluye la narración de los retos que hubo de afrontar Jim, o la sorprendente niñez pionera de Bart (encuentro con los indios incluido). Otros personajes de vía estrecha son el salvaje Mongo (Alex Carras) y la bella Lili von Shtupp (Madeline Kahn), bávara y bárbara. Pero el malévolo fiscal y el atontado gobernador no están dispuestos a que los habitantes de Rock Rich se salgan con la suya, y deciden organizar un “ejército” de todos los bandidos, viciosos y criminales que se puedan reclutar. La pelea final que se superpone a otros platós cinematográficos resulta desternillante. Con lo que, Sillas de montar calientes acaba por transmitir esa misma alegría y desparpajo que solazaba al espectador de, pongo por caso, ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Dc., Peter Bogdanovich, 1972). Por otro lado, no puedo dejar de señalar la personalísima panoplia de dobladores -cada vez más lejana e inalcanzable- a cargo de la versión al español.


Mel Brooks aún ofrecería algunas buenas muestras de su talento, hasta diluirse a finales de los años ochenta. Honores siguen mereciendo, en cualquier caso, La última locura (Silent Movie, Fox, 1976), Máxima ansiedad (High Anxiety, Fox, 1977) y aún en menor pero no despreciable medida, La loca historia del mundo (Hystory of the World, Fox, 1981), La loca historia de las galaxias (Spaceballs, Warner Bros., - MGM, 1987) o sus paráfrasis de Ernst Lubitsch (1892-1947) y Preston Sturges (1898-1959), Soy o no soy (To Be or Not to Be, aunque la firmara Alan Johnson, Fox, 1983) y Qué asco de vida (Life Stinks, Fox – MGM, 1991).

Escrito por Javier Comino Aguilera

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717