¡A ponerse series! (XLIV): Los hombres del SAS, de Ben MacIntyre, y adaptación para televisión

23 marzo, 2023

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Son irritantes, contestones, desatendidos en muchos aspectos, sin filtros. Me refiero a algunos de mis alumnos, pero bien podría referirme a los hombres del S.A.S. Esto, hasta que alcanzamos un óptimo nivel de comprensión y entendimiento mutuo. Personas así forman parte de los cimientos del futuro, como lo han venido siendo del pasado. No todo el mundo está hecho para los estudios. ¿Y qué es el S.A.S.? Fácil, el Servicio Aéreo Especial, una unidad británica formada en el norte de África en 1941, en plena contienda de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Reclutó combatientes de todo el mundo y estuvo activa de 1941 a 1945, siendo reformada en 1947 (el mismo año que se creó la C.I.A.). Aún sigue en uso y disfrute de sus respectivos gobiernos, pero es a este primer periodo que se circunscriben los hechos relatados en el presente libro.

Con lo expuesto no quiero decir que en la unidad no hubiera gente instruida, a distintos niveles, sino que parte del grupo estaba constituido por inadaptados y alborotadores. Incluso depravados, en casos extremos. Los despojos de las escuelas públicas y las cárceles (nota del autor, y frase recogida por la posterior serie, capítulo II). Su objetivo, las misiones clandestinas y vitales para el devenir de la guerra. Incursiones contra objetivos propuestos por el Eje.

 
Pero el estupendo libro del historiador británico Ben McIntyre (1963) trata del aspecto humano por encima de todo y en cualquier circunstancia. Nuestra capacidad para adaptarnos, establecer vínculos y sobrevivir, si es posible, a las situaciones más adversas e inesperadas. Este es un libro sobre el significado del valor (íd.).

El texto se divide en dos partes, las operaciones en el desierto, concretamente, en el norte de África, y las que acontecieron en Europa, hasta el final del conflicto bélico. La inauguración llegó con la llamada Operación Squatter, en la que participaron unos cincuenta y cinco soldados paracaidistas.

Pero antes de eso, lo primero que me llama la atención es el excelente retrato del carácter del jefe de la unidad, David Stirling (1915-1990) (capítulo I). Y el de su segundo al mando, John Steel Lewes, apodado Jock (1913-1941), un decantador y desencantado del nazismo, solitario y férreo. Instructor Jefe del llamado Destacamento L, como entonces se conocía a la unidad, e inventor de las “afortunadas” bombas Lewes, protagonistas por derecho propio de buena parte de las aventuras rescatadas por McIntyre -y otros autores no traducidos al español-.

Sobre el tablero también hormiguean el desinformador nato Dudley Wrangel Clarke (1899-1974), oriundo de Sudáfrica, y del que entre sus muchas peculiaridades estaba el deambular por Madrid vestido de mujer (!) (II). A ellos se suman el estadounidense Pat Rilley (1915-1999), el inglés Jim Almonds (1914-2005), ambos combatientes en Tobruk (Libia), el oficial inglés Reg Seekings (1920-1999), difícil de manejar; el teniente escocés Bill Fraser (1917-1975) y el irlandés Eoin McGonigal (1920-1941), estos dos, mis favoritos, por decirlo así. El más joven era el británico Johnny Cooper (1922-2002). Buen chaval. El más inestable y explosivo, el irlandés Robert Blair Mayne, Paddy (1915-1955), jugador de rugby y experto en el placaje mediante todo tipo de expresiones corporales y verbales.
 
David Stirling -derecha- junto a otros componentes
La individualidad y la confianza en uno mismo no siempre son muy valoradas en el ejército (III). Y precisamente, el texto de McIntyre es la suma de una serie de individualidades, de talante acuoso, aéreo, terreno o fogoso, en función de las distintas personalidades. Lo hemos señalado en multitud de ocasiones y lo repetimos. Sin individualidad no puede haber colectivo. Todo intento de colectivizar al individuo, lo despersonaliza. El destacamento se establece en Kabrit, al este de El Cairo. Sus integrantes debían ser polivalentes: conductores, mecánicos, experto en explosivos, cartógrafos… Nunca sabe uno de dónde puede surgir un grupo de élite. Con apenas cien hombres, se crea la unidad, dirigida por Stirling, pero bajo el mando del general Claude Auchinleck (1884-1981).
 
La primera incursión llega bajo el nombre de la citada Operación Squatter, que acaba en desastre a causa del clima (una tormenta de arena y un diluvio). Y las primeras y lamentables bajas (IV). Pese a todo, nadie da su brazo a torcer, y se advierte la importancia e influencia de la unidad. Pronto surge la asociación con el LRDG (Grupo de largo alcance terrestre del desierto), para poder llegar a los lugares por tierra, en lugar de por aire, y ser evacuados de forma más conveniente (V). Una de sus esporádicas bases la hallarán en el oasis de Jalo, al oeste del Gran Mar de Arena en Libia. Su intención es atacar los aeródromos de Sirte y Tamit, junto con otros dos, dividiéndose en cuatro contingentes (VI).

La muerte va visitando a unos y otros. Eje y Aliados. Las nuevas incursiones y ataques aéreos, entre ellos, uno alemán al convoy del Destacamento L, cuestan la vida a muchos de estos valerosos muchachos. Siempre en la brecha, queda establecido el lema del destacamento, quien arriesga gana; su definitiva nomenclatura (S.A.S.), y sus insignias, símbolos de una hermandad privada (VII). El S.A.S. estuvo implicado en la primera operación anfibia, frente a las costas de Bouerat, en Bengasi (Libia), y se nutrió con la sabia de un equipo de paracaidistas franceses al mando del general Georges Bergé (1909-1997). Haciendo millas, se afianza el entendimiento entre David Stirling y Paddy Mayne, los dos principales responsables. Surge así un nuevo puesto de control en el oasis de Siwa (Egipto), con el fin de fortalecer la República de Malta, base aliada entre Gibraltar y Alejandría. Como decía Winston Churchill (1874-1965), si Malta se perdía, se podía perder África; y si África se perdía, se podía perder la guerra.
 
 
El gran tour de force es el ataque a Bengasi (VIII). Cuando este se concreta, misión divertida pero infructuosa, el equipo cuenta con la presencia de Randolph Churchill (1911-1968), el hijo del Primer Ministro Winston Churchill. Finalmente, Randolph ha de abandonar el destacamento por una lesión de espalda (en las vértebras) (IX).
 
Junto a la esporádica y bien acogida ayuda de William Stirling (1911-1983), hermano de David, el S.A.S. se beneficia de la incorporación de un médico, Malcolm James Pleydell (1915-2001), y del capellán Fraser McLuskey (1914-2005), imprescindible por su contribución de campo y por legar unas sustanciales memorias. O Bob Lilley (1914-1981), el estrangulador del desierto.

Más controvertida es la presencia de otros personajes singularísimos, como Herbert Brückner, Buck (-) y Walter Essner (-), especialistas en hacerse pasar por alemanes, debido a su ascendencia, y no revelaremos más.

Los objetivos son ahora Derna y Martuba (Libia), para afianzar el dominio aliado en la referida isla de Malta.

Tras la inesperada muerte de uno de los integrantes, Georges Jellicoe (1918-2007) es transferido como segundo al mando. Entre tanto, el equipo francés acomete el asalto al aeródromo de Heraclión, Creta (Grecia) (X).

A estas alturas, las hazañas de Stirling, en parte leyenda, eran un elemento fundamental de la moral militar británica (XI). Aunque, como nada permanece en su sitio para siempre, cada vez se hace más difícil atacar los aeródromos. Entre los prisioneros del S.A.S., y no hubo muchos, se contó el médico alemán Markus Luterotti (1913-2010), que llegó a establecer un curioso vínculo con los soldados de la unidad... antes de escaparse. En los altos mandos, Harold Alexander (1891-1969) sustituye a Auchinleck, pero el S.A.S. sigue tan operativo, que uno de los capítulos más apasionantes que narra McIntyre, no tuvo lugar en las arenas del desierto, sino en los salones de Egipto, y fue el encuentro de David Stirling con Winston Churchill. Una charla que garantizó el futuro del destacamento.

A pesar del tibio resultado en Tobruk y Bengasi, y dejar a varios heridos atrás para su consternación, al tener que trasladar el campamento, Stirling fue ascendido a teniente coronel, y el destacamento alcanzó el honorable estatus de regimiento (XIII). Tras caer en una emboscada y ser hecho prisionero, Jim Almonds fue partícipe de dos intentos de huida del enemigo antes de reincorporarse al regimiento.
 
El S.A.S. en Francia
De aquí a El Alamein (Egipto), en plena disputa entre Erwin Rommel (1891-1944) y Bernard Montgomery (1887-1976). En este escenario se enmarca la odisea del soldado del S.A.S. John William Gillitoe (-) y su arriesgada travesía por el desierto, tras ser atacada su unidad de noche. Y el episodio del espía John Richards (1918-1946), soldado del ejército británico y fascista consumado. O la creación del S.A.S. 2, a cargo de William Stirling, recordemos, el hermano de David (que entre tanto había sido hecho prisionero: el S.A.S. originario queda ahora en manos de Paddy Mayne. David será liberado al final de la contienda, nada menos que de Colditz) (XIV).

Sobreviene la invasión de Sicilia (Italia), el diez de julio de 1943, el contingente de ataque anfibio más grande hasta el Desembarco de Normandía, el seis de junio de 1944. Junto al S.A.S., en ella intervienen los ya míticos Octavo Ejército (del inglés Montgomery) y el Séptimo Ejército (del norteamericano Patton). De esta manera, el ocho de septiembre de 1943, se produce la capitulación del gobierno italiano (XV). El S.A.S. ha dado el salto a Europa.

Fusilados resultaron veintiocho miembros del regimiento, tras haber dificultado el avance de los panzer e infligido numerosos daños a las redes viarias y carreteras alemanas, en lo que se denominó la Operación Bulbasket, con incorporación de maquis franceses y otros miembros de la Resistencia (XVI).

El escenario que anticipa el fin de la guerra cada vez parece más enrarecido. Por todas partes había espías, reales o imaginarios (XVII). McIntyre insiste en que el auténtico valor de las misiones del S.A.S. radicaba en su impacto (no cuantificable) en la condición humana (XVIII). A los miembros fundadores, se añaden el irlandés Roy Farran (1921-2006), del 2º S.A.S. (XIX), el capitán de ascendencia holandesa Henry Carey Druce (1921-2007), y su sargento Kenneth Seymour (1921-2004), puesto en entredicho en la Operación Layton (en Alsacia-Lorena). Farran llevó a cabo su ataque al centro de mando del cuerpo LI alemán, cuando el fin de la guerra en suelo italiano estaba a punto de concretarse (XXI). Todos coinciden en que el último movimiento de la guerra fue el peor. El S.A.S. pisa suelo alemán el 25 de marzo de 1945 (XXII). Poco después se producirá la traumática liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen (Baja Sajonia, Alemania), por el aplicado, indisciplinado y valeroso regimiento (XXIII). Nada podía volver a ser lo mismo.
 
Imagen de la serie
El S.A.S. dejó de existir oficialmente en octubre de 1945, pero fue vuelto a fundar en 1947, como señalaba al comienzo. Tras la guerra en Europa se procede a la debida investigación de los crímenes de guerra, en la que también participaron algunos miembros del S.A.S. (con inclusión de la tabla ouija para localizar cadáveres) (XXIV).

Existe un epílogo en el libro, que nos da cuenta de la vida de quienes nos han venido acompañado a través de las páginas de tan apasionante libro, una vez ha transcurrido su tiempo en el S.A.S. En la mayoría de los casos resulta deprimente proseguir con algunas biografías, pero existen excepciones. Que no daría yo por haber podido tender una mano a Bill Fraser.
 
Así, llegamos a la plasmación en imágenes propuesta por la reciente serie Los hombres del S.A.S. (S.A.S.: Rogue Heores; BBC, 2023). Escrita por Steven Knight (1959), responsable de la serie Peaky Blinders (Íd.; BBC, 2013-2022), en torno a lo expuesto en el libro de Ben McIntyre. El primer encontronazo como espectador lo encuentro en una narrativa dominada por cierta chulería verborreica, y una marcialidad impostada, en conflicto directo con los aspectos humanos mejor descritos en el libro. La visión que ofrecen de sí mismos algunos de los protagonistas, también me parece distorsionada. Los altivos “discursos de pose” acaban por asfixiar la soltura de la espontaneidad (resultan demasiado escritos). El lenguaje barriobajero traducido (doblado al español), más afín al siglo XXI que al XX, tampoco ayuda a motivarse y entrar en situación. Son actitudes y líneas de diálogo expuestas sin la sencilla gracia de la picaresca: esta resulta demasiado solemne, confundidas las réplicas agudas con el nihilismo más cargante. Hasta la petulancia hay que saber dialogarla (y ponerla en escena). Heroicidad por testarudez. De tal modo que el don de gentes de Stirling, claramente descrito por McIntyre en el libro, se ve persistentemente neutralizado. Los altos mandos son unos capullos integrales, y los sin escolarizar, los cimientos díscolos de la nación, en lo que es un acto de maniqueísmo sofocante.

Con todo, lo cierto es que la serie toma aire con los diálogos entre personajes, más que con estos monólogos lanzados al aire y apelmazados, donde el engreimiento resulta artificioso, sin la chispa caballeresca del clasicismo (actual o pretérito).
 

El primer capítulo se centra en la toma de Tobruk. En Egipto, los tenientes David Stirling (Connor Swindells), Jock Lewes (Alfie Allen), y Paddy Mayne (Jack O’Connell), se reunifican, tras andar desperdigados, con objeto de crear un nuevo contingente de ataque y acabar con su monotonía vital e inactividad guerrera. Su principal objetivo en estos momentos iniciales parece sintetizarlo Stirling cuando asegura que nunca más volveremos a replegarnos (por el sempiterno cambio de manos del puerto de Tobruk). Avanzar hacia donde sea, pero avanzar. Los cimientos de la unidad, endebles y robustos a un mismo tiempo, han quedado establecidos.

Sin embargo, se corre el riesgo, desde mi punto de vista, de convertir ciertos capítulos en un falso diario de campaña, por quedarse meramente con lo más vistoso: el espía Dudley Clarke (Dominic West), agente secreto travestido, sin que se nos aclaren sus motivaciones, creador de la Brigada Fantasma que luego se materializará en el contingente del S.A.S. La serie incorpora además un personaje femenino de ficción, una periodista y enlace que termina como Jefa del Servicio Secreto Francés en El Cairo, Eve Mansour (Sofia Boutella). Nada se añade con este personaje, salvo que puede resultar tan insolente en sus réplicas como algunos de los otros (no es lo mismo independencia que impertinencia). No obstante, se le endosará a David Stirling. Al fin y al cabo, una carga más que importa. Buenas líneas de diálogo las tenemos cuando Paddy Mayne anuncia, con su proverbial sinceridad, que nunca he matado pájaros. O Stirling abogando a que no tendremos que responder (de sus acciones) ante nadie. Lo cual se revela falso, como ya hemos tenido ocasión de constatar. Sí tendrán que rendir cuentas, ante sí mismos, en primer lugar, y luego ante sus superiores (totalmente descafeinados en la serie). De esta guisa, queda constituida la Primera Brigada del Servicio Aéreo Especial (II).

No puedo evitar pensar que cuantos más medios digitales tenemos, peor salen las cosas a un nivel cinematográfico (en televisión o en una pantalla de cine). Cada vez es más raro hallar películas o series cohesionadas en todos sus aspectos, cuando casi se ha perdido el arte de dialogar, no digo ya saber dirigir, e incluso producir (cuando el productor es la “estrella”, a ver quién es el guapo que lo llama al orden cuando está equivocado). De la música, mejor ni hablar. En el caso que nos ocupa, roquera pero facilona (lo lamento).
 

Pese a todo lo dicho, mentiría si dijera que en la adaptación no hacen acto de presencia una serie de momentos bien conseguidos, tanto a un nivel argumental como visual. Lewes y Stirling frente a una mesa de billar, desplegando su propio futuro (I). Dos caracteres contrapuestos pero sincronizados en un objetivo común, y cierta inconsciencia valerosa, que es lo que los hace, sino únicos, sí muy especiales. La voz en off de los distintos paracaidistas antes de su primer salto, en la que va a ser su primera -y frustrante- misión, cargada de aspiraciones (III). La tonada Para Elisa (Für Elise, 1810), de Beethoven (1770-1827), que enlaza con los sentimientos de dos de los protagonistas, Paddy Mayne y Eoin McGonigal (Dónal Finn); el aliento épico que se desprende de la imagen de la mano de otro de los personajes, emergiendo inerme en la arena (íd.). La matanza en el hangar de Tamet, la competición por objetivos alcanzados entre los distintos equipos del S.A.S., la búsqueda de la tumba improvisada de un querido compañero, con el que se ha muerto en parte (íd.). El entrenamiento con los franceses, a cargo de Georges Bergé (Virgile Bramly) (IV), y en general, la incursión a Bengasi, punto por punto narrada por McIntyre (V); o en fin, la entrevista con Winston Churchill (Jason Watkins) (VI). Así mismo, la fotografía, del danés Stepahn Pehrsson (sic) (1975), resulta adecuada en todo momento.
 
Los hombres del S.A.S., como serie, se centra en el entramado de actividades de un regimiento que ya forma parte de la historia, con todos los atípicos honores, en el norte de África. Con lo cual supongo que sobrevendrá una segunda temporada centrada en la otra parte del libro, esto es, en las actividades en suelo europeo que antes hemos señalado de forma somera. Deseo que los desarreglos estructurales de la primera temporada se solventen en lugar de incrementarse. Los héroes del S.A.S. lo merecen.
 
Por cierto. Qué bien saben contar los ingleses su historia, y qué regular lo hacemos, cuando lo hacemos, los españoles. Envueltos en la coraza de lo ideológico, en lugar de lo histórico y audiovisual.

Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CVIII): El ascensor y Amsterdamned, misterio en los canales, de Dick Maas

12 marzo, 2023

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Que no. Que no subo en ascensor. ¿Y Bajar? Tampoco. Desde 1983, que ya ha llovido. No tiene nada que ver con la película. O tal vez sí…

Efectiva muestra de terror tecnológico, El ascensor (De lift, Sigma Films-Warner Bros., 1983), del realizador holandés Dick Maas (1951), se centra en los vericuetos de la tecnología, desde el punto de vista del horror y la ciencia ficción. Una tecnología habitual y cercana para nosotros, cotidiana, y por esa razón, tan terrorífica cuando nos traiciona.
 

Esta idea estimulante de las máquinas “rebelándose” contra el ser humano ha sido desarrollada con inteligencia en narraciones escritas y filmadas. Tomando su propia iniciativa. En el caso de El ascensor, un rayo impacta en la maquinaria. De esta manera, el artilugio parece cobrar vida. Pero esta es la trampa del relato, su subterfugio, pues las razones del “comportamiento” del alambicado mecanismo serán otras, como habrá ocasión de averiguar. No es la de Dick Maas una historia basada únicamente en la exposición de una fobia, en este caso, el quedar atrapado en un lugar angosto. Esto ya ha sido expuesto en telefilms como Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry Jameson, 1974). La suya es una propuesta centrada de soslayo en nuestra dependencia de los mecanismos artificiales.

Cuando a unos comensales se les corta la digestión de forma abrupta, ha llegado la hora de revisar los componentes del elevador. Su “irracional” comportamiento coincide con una noche de tormenta. El nuevo encargado de mantenimiento de la empresa instaladora es Felix Adelaar (Huub Stapel), que vive de forma modesta pero agradable junto a su esposa Saskia (Josine van Dalsum) y sus dos hijos, Bertie (-) y Karen (-). Las relaciones familiares suelen ser motivo de preocupación en las tramas cinematográficas. El ascensor no es una excepción. De hecho, el propio Dick Maas abordó este asunto de forma abiertamente guasona en la posterior Una familia tronada (Flodder, 1986).
 

El matrimonio Adelaar está en esa fase en la que los miramientos y atenciones han dado paso a los reproches, y la ilusión ha cedido su espacio a la rutina. Hay un buen detalle, en este sentido, en las chapas de botellas de refrescos que acumula Saskia en una caja de latón. Si consigues cien chapas entras a formar parte de un concurso, premiado con un viaje. Todo muy difuso, aunque sin pérdida de la esperanza.

El edificio donde se va a centrar la acción es un complejo de oficinas para empresas, no todas en uso, con un conocido restaurante en el último piso. Quince plantas en total. Hay tres ascensores en el edificio. El díscolo es el de en medio.

El planteamiento y desarrollo resulta bastante sencillo, aunque subyacen ideas de interés. La desgana –más que incompetencia- policial, es una de ellas, en la figura del inspector de turno (Siem Vroom). También, cómo las empresas nos usan como conejillos de indias (herencia del reciente Alien [íd., Ridley Scott, 1979]). Así, la primera víctima de esta tecnología “de nueva generación” es el invidente Marius Vink (Onno Molenkamp), seguido de un vigilante de seguridad (Gerard Thoolen). Todo ello aderezado con algunas tópicas gotas de erotismo oficinero (esposas casadas que se insinúan al mejor amigo del esposo), retozos para hacer tiempo.
 

Félix es el encargado de la parte mecánica. Pero existe otra parte electrónica que no es de su competencia, y sí de la empresa fabricante. Esta responde al nombre de Rising Sun, una compañía multinacional dispuesta a dar el salto atlántico, y que ha sido objeto de algunas denuncias por espionaje industrial. O sea, la típica empresa de raigambre estatal. Especialistas e innovadores en el campo de la electrónica.

Mientras prosigue con sus pesquisas y chequeo, Félix entra en contacto con un compañero recién retirado, Brooker (Ad Noyons). Este sufre serios trastornos psicológicos que coinciden con su última inspección del ascensor de marras. Al punto de acabar en una institución psiquiátrica. La entrevista con uno de los encargados de la Rising Sun, el señor Crom (Hans Veerman), tampoco arroja mucha luz. Pero la luz llega, y resulta cegadora. Lo hace a través de un procedimiento cinematográfico tan ancestral como intrínseco. El de un protagonista que toma las riendas del relato; en consecuencia, de su propia vida. Aquel que se enfrenta al sistema y a los demás por sí mismo, sin más cuartada ideológica que la defensa de su libertad de criterio y acción.

Estamos en el ámbito de la inteligencia artificial, cuyo recorrido sugestivo ha dado nombres tan señeros como HAL 9000, Colossus o Proteus (Engendro mecánico [Demon Seed, Donald Cammell, 1977]). Inolvidables todos, y a los que se suma nuestro montacargas, no por falta de un apelativo, menos levantisco y desobediente. 

Félix no está del todo solo, lleva a cabo sus investigaciones con la periodista Mieke de Beer (Willeke van Ammelrooy). Su relación se afianza, pero no al extremo que sospecha la esposa del primero. Dentro del drama, se evidencia cómo este entramado de intereses perjudica la relación laboral y estructura familiar de Félix. Ambas cosas, no por su culpa, sino de los demás: su jefe (Ab Abspoel) y los amigos de Saskia, que le han predispuesto a que su marido la está engañando.

Destaca muy favorablemente todo el segmento final en los intersticios del ascensor, cuando Félix decide investigar por su cuenta… y riesgo.
 

Tras este tonificante debut en la dirección, con el que Dick Maas alcanzó cierta notoriedad, y tras la comedia antes citada, el realizador holandés volvió a hacerse un hueco en las estanterías de los videoclubs y las inmediatas programaciones televisivas con otro relato de suspense. De inteligente título en inglés. Amsterdamned, subtitulada en español Misterio en los canales (Concorde-First Floor Features, 1988). Según parece, basada en una novela policiaca cuyos datos desconozco.

Tuvo bastante predicamento en su día y se sigue viendo con agrado. Pero su desarrollo y exposición resulta más previsible. Como el empleo visual de la arquetípica cámara subjetiva. Idea primorosa es mostrar la capital de Holanda como un lugar poblado por personas no siempre simpáticas. Como el dueño de una pastelería, y otros personajes a pie de calle.
 
En su investigación, Eric entra en contacto con el psiquiatra Martin Ruysdael (Hidde Maas), una amiga de este, la buceadora Laura (Monique van de Ven), y su colega John van Meegeren (Wim Zomer), de una división especial de buzos. La película se beneficia de una bien llevada persecución por los canales holandeses, en lancha. Pero que desemboca en el antedicho y previsible final, el de un maniaco cuya identidad se esclarece pero cuyo rostro queda indefinido (está desfigurado).


Ahí se desenvuelve Eric Visser (Huub Stapel de nuevo), policía de recursos cuya acción encuentra su mejor enemigo en la burocracia. Está divorciado –a la fuerza, porque la mujer lo dejó por otro tipo-, y tiene una hija, Anneka (Tatum Dagelet), cuyo principal entretenimiento es quedar con su compañero de estudios Willy (Edwin Bakker), para experimentar con la percepción paranormal, al margen de la normal. La ocurrencia es atractiva, pero más allá de la mera exposición, no alcanza una más excitante conclusión. La investigación policial desemboca en la búsqueda de un sádico, cuya identidad se desconoce hasta los últimos minutos del tercio final.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (CXXV): Los tres mosqueteros y Los cuatro mosqueteros, de Richard Lester

02 marzo, 2023

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Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi juventud con respecto al cine fue la emisión a través de TVE del díptico de Richard Lester (1932), Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Film Trust-20th Century Fox, 1973) y Los cuatro mosqueteros (The Four Musketeers, Film Trust-20th Century Fox, 1974), en la inolvidable sección semanal Sábado cine. Fue en 1985.

Ambas películas fueron filmadas en escenarios de España y llegué a compenetrarme tanto con ellas que quería ser un mosquetero. Me sabía los diálogos de memoria, incluso los títulos de crédito. Y la música. Como las había grabado en video, las podía ver una y otra vez. De momento, lo que sí me gustaría destacar es la fotografía de David Watkin (1925-2008), que en la misma fecha de las emisiones, ganó el Óscar por Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), y el magnífico vestuario de Yvonne Blake (1940-2018).
 

Vas a ser un mosquetero, le dice papá D’Artagnan (Joss Ackland) a su hijo, mientras lo instruye en el oficio de las armas. Para el joven, inexperto y aventurero D’Artagnan (Michael York), es importante seguir los consejos de su progenitor. Probablemente, se ha desenvuelto en un rico mundo interior, repleto de gestas y amor cortés. El choque con la realidad se ve propiciado con el cambio del campo a la ciudad. En este recorrido, lo primero que va a perder es una espada con prosapia, legado de su familia. Vapuleado, robado… y prendado de Milady (Faye Dunaway).

Pero también obtendrá ganancias, más allá de lo crematístico. En la urbe es recibido por Jean-Armand du Peyrer, señor de Treville (Georges Wilson), capitán general de los mosqueteros, un cuerpo mezcla de guardia real y soldado de infantería, a veces de caballería, que combatió en los ejércitos europeos del siglo XVI al XVIII. Los hubo en Francia, donde la compañía fue refundada por Luis XIII (1601-1643) en 1622, donde se cambiaron las carabinas por los mosquetes, y también en los Tercios españoles. Los mosqueteros se insertaban en el interior de las compañías militares más prestigiosas.

Es curioso el personaje de D’Artagnan, muy bien sostenido por Michael York (1942). Pese a que su trayectoria vital incluye, más que la decepción, la toma de contacto con la parte oscura del poder y la naturaleza humana, lo que nunca perderá es el espíritu animoso y aventurero. Hubo un D’Artagnan auténtico, Charles de Batz-Castelmore d’Artagnan (c. 1611-1673), también de Gascuña (Francia), pero posee más encanto el de la ficción perpetrada por Dumas. Mantenido de las damas nobles -aspecto que se traslada a otros personajes-, fue un histórico militar al servicio de la corona, lo que era decir, al servicio del Estado. Por el contrario, el D’Artagnan de Dumas se enfrenta con él. Sobresale su ímpetu a la hora de sobreponerse a las adversidades, aprender de los errores y enfrentarse con un destino, a veces cifrado en una esquiva alegría. Pese a pasarlo mal, la grandeza del D’Artagnan literario estriba en no sucumbir al desencanto. Este parece ser el legado de los mosqueteros de Dumas, que encuentra una fiel traducción espiritual -la prefiero con creces a las demás- por parte de Richard Lester.


El realizador inglés posee una innata capacidad para alegrar el plano. A lo que se presta el guión sincrético y maravilloso de George McDonald Fraser (1925-2008), autor de las divertidas novelas de Harry Flashman (también llevadas al cine por Richard Lester en El cobarde heroico [Royal Flash, 1975]), en lo que es una fresca adaptación de la obra de Alejandro Dumas (1802-1870), Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires, 1844; Alianza, 2022).

Como le explica Treville al joven recién llegado, en principio no hay lugar en la guarnición para alguien que no haya combatido en campaña o se haya distinguido de alguna otra forma. D’Artagnan habrá de procurar los medios. El “villano tuerto” con el que ha tenido un primer encontronazo resulta ser el conde de Rochefort (Christopher Lee). D’Artagnan podrá medirse por la altura de sus rivales. Las refriegas se suceden y están filmadas con tanta habilidad como gracia. Tomando como escenarios los lugares en principio menos suntuosos, pero sí más corrientes, como son el patio de un convento, con sus sábanas tendidas al sol, una lavandería, una posada o un asadero de pollos.

Los mosqueteros se desenvuelven así como una troupe de rufianes, aventureros y… valerosos caracteres. No exentos de picaresca, como demuestra su truco para almorzar gratis en una de las tabernas. Las suyas son peleas físicas, valga el pleonasmo, con lo que se tiene a mano. Como demuestra la vibrante imagen de Athos (excelente Oliver Reed) luchando con su espada -a veces con el mango de esta- y con distintos ropajes, de manera totalmente corporal y realista. Allá donde más duele.

El resto de protagonistas también quedan bien definidos, con escasas pero precisas pinceladas. El voluminoso, aunque nada torpón, aspirante a noble Porthos (el no siempre aprovechado Frank Finlay), no tiene reparos en sustraer la bolsa con dinero de uno de los miembros de la guardia del Cardenal que los ha atacado, una vez que le han destrozado su sombrero nuevo; dinero que reparten entre los cuatro. A su vez, Aramis (Richard Chamberlain), sabe disfrutar de las bondades y beldades de la vida. Todo ello en tono de comedia vitalista. Escenas de una vida cotidiana en unos interiores y calles donde mora la más sapiencial de las truhanerías. Más allá, está el trasfondo de las Guerras de Religión.
 
 
Dentro de este inopinado y desenfadado escenario, es impagable el ajedrez animal de Luis XIII (sensacional Jean Pierre Cassel), o los detalles de puesta en escena de un Richelieu (Charlton Heston, menuda plantilla de actores), contemplando una especie de diapositivas o cámara oscura portátil. También la imagen de D’Artagnan escondido en un armario, dejando asomar una mano que da a la parte tuerta de Rochefort, a su vez, mano derecha del Cardenal. Así mismo, la puerta que da acceso a las prisiones de la Bastilla, adornada con un retrato del monarca. O en fin, el enfrentamiento nocturno de D’Artagnan con Rochefort, con las linternas-candil en el bosque.

D’Artagnan se hospeda en la destartalada pensión del señor Bonancieux (Spike Milligan), achacoso marido de la lozana francesa Constance (Raquel Welch), costurera y confidente de la reina. Un personaje divertido por su torpeza. Como evidencia su forma de zafarse de los captores de Rochefort. Mantendrá una especie de amor cortés con D’Artagnan. Lo que no obsta para que este se prende de Milady, condesa de Winter. Tan bella como letal.

En esta amorosa trama, hasta el duque de Buckimgham (Simon Ward) está enamorado -y viceversa- de la reina consorte Ana de Austria (Geraldine Chaplin; 1601-1666). Como prueba de su amor, esta le entrega al duque su collar de doce diamantes, que el rey le regaló –y del que se desprende de mil amores-, y que el esposo mosqueado le va a solicitar presto para un baile, por instigación de Richelieu. Con ayuda de sus nuevos amigos y de su criado Planchet (el entrañable Roy Kinnear), D’Artagnan habrá de procurar que el collar esté donde es debido la noche de dicho baile. No parece tarea sencilla, habida cuenta de que Milady se ha hecho con dos de los diamantes. Manos a la obra se pondrá el joyero O’ Reilly (doblete de Frank Finlay).
 
 
La voz en off de Porthos se abre camino en la continuación, Los cuatro mosqueteros. Rememora los tiempos en que éramos jóvenes y despreocupados, como deben ser los mosqueteros. El conflicto privado da paso al genérico con los insurgentes protestantes enclavados en la fortaleza de La Rochelle, bajo el auspicio del primer ministro inglés, el duque de Buckimgham. Pero no por ello las pasiones íntimas dejan de estar presentes, más desaforadas que nunca. Deseo, envidia, venganza, vanagloria. El único que mantiene sus ardiles bajo el dominio de su talante es el Cardenal, que pese a todo, no se resigna a que su anterior desenmascaramiento de la reina -más que conspiración- le fuera desbaratado. Algo impropio de caballeros, en agudas palabras de Porthos.
 
Como ya he adelantado, lo que hace de estas adaptaciones algo insuperable, respecto a otras versiones, es esa mirada alegre y desenvuelta de la que forma parte el díptico, alimentado de la excelente música de Lalo Schifrin (1932) y Michel Legrand (1932-2019). Más ejemplos en esta segunda entrega los hallamos en la imagen turgente que hace recordar a D’Artagnan al del puesto de melones (Rochefort), y su obligación antes que la devoción. También el monje que bendice los cañones en el campo de batalla, los artilugios para el entrenamiento de los mosqueteros, la desvencijada habitación de la criada de Milady, Kitty (Nicole Calfan), en comparación con las dependencias de su señora; la estampa de Milady tras haber hecho el amor con la ropa puesta, para no desvelar bajo ninguna circunstancia la marca de su flor de lis en el hombro; la “flor de la pasión” que se ha marchitado sobre el rostro de D’Artagnan a la mañana siguiente, o el instante en que Milady esconde un puñal en su miriñaque, en presencia de Rochefort.
 
 
Son momentos magníficos y carentes de ningún subrayado, a los que se suma el rescate de Constance de su cautiverio, por parte de los esbirros de Rochefort; la pelea en el lago helado, el desayuno en el bastión en ruinas, donde combaten contra los insurrectos, o la imagen de los pobres pecadores protestantes colgados de un árbol, en los dominios del rey, cual estrambótico árbol de Navidad.

Todos estos detalles bien dispuestos dan colorido a la narración. Pero en el aspecto de definición de personajes, el otro agraciado es Athos, cuya doble y pasada personalidad responde al nombre de conde de la Fère. Lo que me lleva a otro punto interesante. La presteza y desparpajo no encubre nunca cierto código ético a la hora de preferir las espadas a los mosquetes, más empleados fuera de los duelos privados. El combate cuerpo a cuerpo queda así impregnado de honor.

Como curiosidad última, tras el desenlace, la escena del juicio a Milady por sus crímenes e intrigas, sí que estuvo doblada al español, aunque no de manera íntegra. Es la razón por la cual se ofrece en inglés. Es una escena álgida que me recuerda que, si en la primera parte se nos advertía acerca de que los duelos estaban prohibidos, realmente lo están… en todos los sentidos.
 
En el apartado de tropelías, por goleada gana el innecesario redoblaje de la primera de las partes, Los tres mosqueteros. Ya he comentado este desgraciado asunto en más de una ocasión. La manía de volver a doblar al español una película con la excusa de que se incorporan algunas escenas o, peor aún, planos aislados, en el conjunto de la obra (y así no pagar los derechos de doblaje a los actores de voz correspondientes). El cómo las distribuidoras -en España- se permiten hacer mangas y capirotes –puñetas, en definitiva- con los doblajes originales, o lo que es decir, con nuestros recuerdos y memoria cinéfila. Por suerte para mí, conservo una copia en video de la película con las voces originales. ¿Quién puede pretender mejorar el tono de José Guardiola (1921-1988) para el cardenal Richelieu? Encima, soberbios. Bien es verdad que hay que felicitar a los fabricantes de blu ray en nuestro país, por insertar estos doblajes en la mayoría de las ediciones. Son (re)lanzamientos para claros coleccionistas. Desgraciadamente, con Los tres mosqueteros, esto no ha sucedido de momento (la segunda parte sí conserva el doblaje primigenio).
 
 
Hubo otra secuela tardía que, tristemente, se saldó con la muerte por accidente del apreciable actor y amigo del director, Roy Kinnear (1934-1988). Recuerdo muy bien la noticia en los medios y la tristeza que nos produjo. Richard Lester decidió no dirigir nunca más, y Charlton Heston (1923-2008), dedicó su último trabajo para la televisión (The Common Man, 1988) a Kinnear.

Pero como nos recuerda el buen Porthos al inicio de la segunda entrega, ha de prevalecer el espíritu jocoso y aventurero. El recuerdo de un niño que aún sigue blandiendo la espada gracias, entre otros, a Richard Lester.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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