Otros mundos (XXX): Stonehenge, el templo misterioso de la prehistoria, de Fernand Niel

22 noviembre, 2022

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La historia del misterio a través de los libros nos convoca de nuevo. Son volúmenes que forman parte de un tiempo pretérito y un lugar casi indefinido, pero que se dan puntual cita en nuestra selección de Otros Mundos.

El enigma escogido en esta ocasión es el de Stonehenge, el templo misterioso de la prehistoria (Stonehenge, le mystérieux temple de la préhistoire, 1974; Plaza & Janés, Col. Otros Mundos, 1976). Huelga decir que centrado en el, a su modo, espectacular conjunto megalítico ubicado entre Londres y Salisbury (Inglaterra). Vestigios que plantean cuestiones no resueltas, aunque como veremos, más que aclararse con el tiempo -algunas sí lo han hecho-, estas se han magnificado gracias a los últimos descubrimientos. Pese a todo, interesante es este trabajo del historiador francés Ferdinand Niel (1903-1985), por lo que tiene de compendio histórico, y por los grabados que acompañan al texto, suyos en su mayoría. Un contenido asequible que abunda en aspectos tanto técnicos como históricos, con profusión de mapas, croquis y fotografías.
 
Una de las primeras cosas que llaman nuestra atención es que las piedras que conforman el monumento fueron pulidas, esto es, trabajadas, a diferencia del material de otras construcciones megalíticas. Santuario solar, Stonehenge conserva tres principales trilitos y un dintel, y fue construido sobre santuarios anteriores. Por desgracia, más de la mitad de las piedras que lo componían han desaparecido. Se especula que sus constructores pudieron ser los componentes de la denominada Cultura de Wessex (Wessex Culture), especializados en la ganadería y la agricultura. Conocían el cobre y el bronce, pero no el hierro.

La estampa invoca cierta ruina y desorden. Un aspecto trágico y romántico nos asalta cuando contemplamos esas piedras caídas, vencidas por el tiempo, aunque no por el misterio. Puede que este destrozo se debiera a un seísmo más que a una destrucción intencionada, aunque de todo ha habido. Únicamente cuando la melancolía acampa con ayuda de la lluvia en este singular monumento, el espíritu se puede plantear las primeras y eternas preguntas.

Simpática es la descripción de Niel del paisanaje, esas hordas de visitantes, de las que todos, alguna vez, hemos o habremos de formar parte. No en vano, la llanura de Salisbury se encontraba entonces mucho más poblada que en la actualidad.

Como soy de letras, la parte de las medidas, pesos y proporciones me resulta más abstracta, aun siendo estimulante. Lo que sí queda claro es que el dispositivo de ensamblaje de los dinteles del denominado Círculo de Sarsen (el exterior), es único y muy particular de Stonehenge (capítulo I). Y que nos enfrentamos a nociones que superan los conocimientos de tribus meramente agrícolas y pastoriles (íd.). A su vez, el doble círculo de las piedras azules jamás fue concluido (III). Acierta Niel al asegurar que el mejor material para trabajar la piedra era la propia piedra (íd.).
 

Efectos de perspectivas, jambas díscolas, dinteles arrebolados, monolitos opuestos, trilitos de piedras azules, junturas en forma de V, una interrupción en el círculo de los dinteles… son anomalías que escapan a nuestra comprensión presente. Parece que todo tiene cabida en Stonehenge. Hasta las explicaciones más peregrinas. Cada piedra relevante o formación es objeto de un análisis y una teoría global por parte del autor. Entre las conclusiones más evidentes y extendidas, está que, con toda seguridad, los enormes monolitos fueron transportados por vía fluvial. O que la construcción, en su conjunto, está orientada al sol naciente en el solsticio de verano (I y II). Si bien, como vamos a comprobar, esta perspectiva se ha ido ampliando.

En efecto, resulta crucial la posición del sol en el momento de la observación (II). Tampoco se olvida el autor de la precesión, aunque no la nombra de forma directa (Epílogo). Al punto de que la historia de Stonehenge acaba en la época en que el astro rey no siguió permaneciendo encajonado entre sus muros (íd.).

Tras la descripción del monumento, el segundo capítulo está consagrado a la historia arqueológica de Stonehenge. Esto empezó hacia el año 2300 antes de nuestra era (II), cuando poblaciones de Europa occidental desembarcaron en las playas meridionales de Inglaterra. Es lo que se ha dado en llamar la civilización de Windmill Hill (De la Colina del Molino de Viento). En esta historia destacan nombres como los del británico Íñigo Jones (1573-1652), o el coronel William Hawley (1851-1941), descubridor del Stonehenge “subterráneo”. Mención especial merece el comentario laudatorio del gran Flinders Petrie (1853-1942), que los viajeros -e informados- de Egipto conocemos bastante bien.

Prosigue el autor reflexionando sobre la posible técnica para levantar y transportar masas tan pesadas. El quid de la cuestión. Tres o cuatro siglos después de la llegada del pueblo de Windmill Hill (neolítico), se produce la fusión con las antedichas poblaciones primitivas (mesolíticas). Luego, hacia 1700 a. C., numerosos colonos desembarcaron en las costas de La Mancha y el Mar del Norte. Se amalgamaron en el conjuntado y simpático Pueblo de los Cubiletes. Posiblemente, provenientes del Rin y la Península Ibérica. Estos ya incluyen el uso del metal y el oro.
 

Así, hasta la forma definitiva del monumento, que se estipula hacia el 1300 a. C. Cuando César (100-44 a. C.) pisó Inglaterra, hacía mucho tiempo que los pueblos de los cubiletes y la cultura de Wessex habían sido suplantados por los celtas. Incluso puede que tuviera algo que ver el célebre mago Merlín, según la tradición ha venido perpetuando hasta nuestros días. Motivos hay para ello, pues como antes advertía, el enclave se presta a elucubraciones fantásticas.

En suma, todo un cúmulo -o túmulo- de secretos. Como el de un vasto teodolito destinado a la observación de cuerpos celestes, los orígenes druídicos puestos de moda por otro de los investigadores, William Stuckeley (1687-1765), o las asambleas civiles y religiosas de los bretones (II). Y otras pintorescas teorías. Incluido el posible significado de la palabra Stonehenge (íd.).

Destaca, así mismo, la presencia del monumento en los grabados antiguos: una sección que me ha resultado muy interesante. Junto a la espada grabada en la jamba número cincuenta y tres (íd.).

El tercer capítulo está destinado a la construcción del complejo. Sus posibles rutas de transporte, a veces de lugares muy alejados, y modos de edificación factibles. Pese a que el auténtico problema consiste en inventar un sistema de levantamiento y propulsión (III), el autor especula acerca de que el monumento representa tal suma de esfuerzos, de ciencia, de habilidad y de coraje, que solo pudo provocarla un motivo religioso (íd.).
 

En el reciente documental Stonehenge, la verdad oculta (Stonehenge, the Hidden Truth, Freemantle-Wild Blue Media, 2021), de Kate Dooley (-) y Paul Olding (-), se añaden algunos puntos sobre las íes. Lo hacen por medio de técnicas novedosas como los georadares, la tomografía de resistividad eléctrica o la luminiscencia óptica.

De hecho, en el documental destaca el trabajo del arqueólogo Vincent Gaffney (1958) y el geofísico Richard Bates (-), basado en la detección de todo un arco de anomalías subterráneas, que desvela una estructura oculta en los aledaños, los llamados Muros de Durrington. Dos partes de un mismo complejo monumental, ya definido el origen de las piedras de Sarsen y las piedras azules, donde se acrecienta la importancia del solsticio de invierno, por encima del de verano. Si todo esto se verifica, Stonehenge sería tan solo la antesala o punta de un iceberg mucho más grande. Donde tiene cabida una función religiosa, de conmemoración de los difuntos, además de astronómica. Fernand Niel tenía razón.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CIV): Alienado, de Adam Holender, Mi guardaespaldas, de Tony Bill, y Vamp, de Richard Wenk

11 noviembre, 2022

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Últimamente parecen estar de moda una serie de películas de corte biográfico –biopics-, producidas por canales muy ideológicamente escorados, que tergiversan la realidad de la forma más descarada en favor de una supuesta reivindicación woke. Los últimos ejemplos evidentes son Blonde (Íd., Andrew Dominik, 2022) o la teleserie La oferta (The Offer, VVAA, 2022). Cualquier parecido con el equilibrio de lo que sucedió, se ve tozudamente desequilibrado. Una apropiación cultural que, de no ser tan trágica, resultaría satírica y hasta hilarante. Pero la revisión reduccionista y sectaria no nos compete en última instancia. La comprensión y divulgación artística sí. El traspaso a las nuevas generaciones. En ello consiste el activismo real. No en estar en guerra permanente con la cultura y la historia. Jamás han estado las ideas tan encaminadas a un único carril. Contendoras de un odio y un desconocimiento revestido de justicia social, totalitarismo “blando”, alarmismo climático -ese que está perjudicando las obras de arte-, políticas identitarias y “cultura” de la cancelación: las nuevas banderas y constitución, siempre ondeando contra la libertad individual. Exhiben la hegemonía de la mediocridad y la sumisión al extremismo, justificado o visto como normal si coincide con nuestra propia ideología. Hasta los trabajadores de Disney denuncian el ambiente de terror (sic) que los atosiga en la empresa.



A veces, dicho traspaso cultural de mayores a jóvenes se quiebra. Cuando se anteponen los intereses doctrinarios y grupales a unos valores individuales y, en función de estos, colectivos.

 

El mundo se ha vuelto loco, se suele decir. En realidad, son las personas las que pierden la chaveta. En el primer ejemplo que hoy nos ocupa, esto resulta evidente desde el principio. El protagonista está desequilibrado. Y no se puede achacar a la situación familiar, aunque esta sea un agravante.


Basada en una pieza teatral del -creo- escritor deportivo metido a psicoanalista Jack Horrigan (1925-1973), Children, Children (1972), puesta en imágenes por el director de fotografía Adam Holender (1937), la locura que se nos muestra es una calibrada obsesión que comienza por la teoría (una ideológica perniciosa) y acaba con la práctica (el uso de las armas, que incluyen un llamativo florete). Las incursiones de Holender como realizador son escasas. Hasta donde he podido averiguar, en la obra original, los abusos a la canguro contratada por la familia Collins se producen por parte de los cuatro hijos del matrimonio, tres preadolescentes y una niña. En la película, los hijos son dos, focalizándose los hechos sádicos en el mayor de ellos, Mark (un incipiente Christian Slater), quedando la hija pequeña, Susan (Brooke Tracy), dispuesta para el quite final. La adaptación corrió a cargo del habitualmente productor Glenn Kershaw (1950) y el escritor Bruce Graham (-), productor, así mismo, de la película. Parece que en esta realización casi nadie estaba en su sitio habitual. El director de fotografía sí, Alexander Gruszynski (1950).


La música de Michael Bacon (1949), especializado en documentales, no es nada del otro jueves, a excepción de un tema inicial y final, bastante inquietante y logrado, a base de sonidos percutivos, de semblante primario.

 


El sadismo y la tergiversación recorren las venas de este cuerpo maltrecho. Ambos aspectos resultan difíciles de plasmar sin caer en el exceso. ¿Dónde localizar la verdad -o lo más parecido a ella- cuando se nos escamotea? En la época de la imagen esta dificultad se ha quintuplicado. Lo cual es fatal, puesto que cada vez, las clases medias leen menos. Alienado (Twisted, Green Room Fetures-Virgin-Metro Goldwyn Mayer, 1985; estrenada al año siguiente), logra clarificar este oscurecimiento argumentativo con pocos elementos. Su estructura es la de un telefilm, algo subido de voltios, pero es que en los ochenta la modernidad se aposentó para quedarse, aún en la televisión y a un nivel modesto, siempre correctamente filmada y fotografiada.


Evelyn (Tandy Cronyn) y Philip (Dan Ziskie), los padres, no forman un matrimonio precisamente amoroso. Puyas, reproches, adulterio… Son unos trepas sociales bastante insensibles, cuyo eco son sus elitistas amigos Peg (Laurie Kennedy) y Karl Yaeger (Edward Marshall).


Otro de los protagonistas va a ser el escenario. Una casa aislada a las afueras de una urbe sin especificar. Toda una mansión, que supone un cambio radical en el día a día de la familia Collins, sus nuevos ocupantes venidos de la gran ciudad, con todo lo que esta alteración comporta. Esto, en lo que al entorno externo se refiere. Respecto al interno, está claro que Mark ha venido incubando su maldad natural -conviene remarcarlo- con el transcurrir del tiempo, hasta que este sale a la superficie.


¿Cuál es el motivo por el que están allí? ¿Qué semilla de maldad tratan de superar? No sabemos lo que ha sucedido en el pasado, lo que está claro es que ha habido indicios anteriores.


 

No llevan instalados mucho tiempo cuando el ama de llaves, la señora Murtagh (Charlotte Jones), muere “en extrañas circunstancias”. Parece que se ha desnucado. Para el espectador no existe la menor duda de lo que ha pasado, aunque se nos muestra entre sombras (con la dualidad que estas conllevan).


A las rarezas típicas de los adolescentes se añade un grado más de perversión. Mark responde al patrón del crío inteligente, afanoso y consentido (no necesariamente solitario, aunque este sí lo es). En definitiva, el retrato de una mente mal (o de)formada, puede que irremisiblemente enferma. Por supuesto que hemos visto películas de este estilo más violentas y gráficas, pero ello no quiere decir que resulten más eficaces a un nivel narrativo y cinematográfico. Mark, para el que “no” no es “no”, está acostumbrado a salirse con la suya y, en no escasa medida, valerse por sí mismo en la salud y la enfermedad. Su dormitorio es un reducto o festival de cachivaches electrónicos. Su auténtico cerebro. Desde él controla los distintos micrófonos repartidos por toda la casa para poder espiar a sus anchas las conversaciones ajenas. De sus padres, principalmente. De este modo, es conocedor de las debilidades de cada cual.


En el instituto extiende su campo de pruebas para hacer la puñeta. Por ejemplo, a su compañero David Williams (Karl Taylor), con el que no se lleva bien, va de soi. Como un niño maltratando a los animales, pero con especímenes humanos (no es que exista tanta diferencia, pero en fin). Solo es contestón por lo bajini, para sí mismo. Como si dispusiera de un doble yo.



El caso es que los Collins precisan de una cuidadora para el sábado por la noche. Helen Giles (Louis Smith) vive con su hermana Nely (Dina Merrill), casada con Jim Kempler (John Cunningham). Helen está tratando de recuperarse de una pérdida familiar -la de su madre- que le ha dejado trastornada. Está bajo tratamiento médico pero puede -y debe- desempeñar sus funciones más cotidianas. La oportunidad de cuidar a los hijos de los Collins le proporciona la ocasión de volver a ser útil y demostrárselo a sí misma.

 

En suma, el torcido, ¿nace o se hace? Puede que una mezcla de ambas. No podemos culpar únicamente a la sociedad o la familia de la totalidad de un mal de este tipo; quien tiene mala entraña, la tiene, además de verla potenciada. Al tiempo de esgrimir el típico aspecto de no haber roto nunca un plato. La mala disposición de Mark se cimienta en las alucinantes y alucinógenas arengas de Adolfo Hitler (1889-1945). Desequilibrado al borde de la demencia, su verdadera iniquidad reside en que es capaz de alterar la puesta en escena. Convencer a los demás de que lo que ha sucedido es otra cosa; lo que él les diga. Jugar con las apariencias. Imbuido su cerebro de teorías supremacistas. Un mal contagioso. Cuando parece que todo ha acabado, puede volver a renacer.


Los antecedentes más cercanos de Alienado son la mentada Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955), Perversión en las aulas (Child’s Play, Sidney Lumet, 1972), Curso 1984 (Class of 1984, Mark. L. Lester, 1982), Calles salvajes (Savage Streets, Danny Steinmann, 1984), o El buen hijo (The Good Son, Joseph Ruben, 1993), por citar solo algunos títulos.


Obra bien desarrollada por los detalles que hacen progresar la trama sin resultar exhaustivo o repetitivo, destaca el guante de jardinería que perteneció a la madre y que una mascota ha desenterrado del jardín. Este nos habla del repentino fallecimiento de la madre de Nely y Hellen. También el bolso que Helen deposita en el suelo del supermercado, como olvidado, o en un acto de excesiva confianza en los demás, que nos da una idea del nivel de despiste y vulnerabilidad del personaje. El enfrentamiento sostenido deviene cruel y desigual, entre una mente desestabilizada y otra claramente desequilibrada. Prevalece la atmósfera malsana como un aura. Y el libre albedrío como ruptura de la moral.



Ahora nos ponemos en la piel de un acosado. El acoso escolar es una lacra y tiene su raíz en las carencias afectivas familiares, la pertinaz ausencia de valores no programáticos, la falta de vigilancia en los centros educativos, la carencia de empatía, la obligatoriedad de la enseñanza hasta una determinada edad... según los pedagogos. Yo añado esa mala entraña a la que antes aludía y con la que algunos vienen a este mundo. La humillación y amenazas al que se le toma manía, referida a la escasez de límites y reglas, junto a la pérdida de autoridad de profesores y algunos padres. Si a esto añadimos una predisposición a la violencia y el abandono, escolar o familiar, podemos decir que ya están aquí en toda su plenitud y altivez las consecuencias de la LOGSE et alii.


La idea difundidísima de que el colegio no se debe limitar a enseñar, sino a funcionar como un generador de comportamientos sociales (a ejercer de padres, madres, chachas si fuera necesario, y hasta diputados: un coladero para la ideología más doctrinaria), es una de las creencias más perniciosas y lesivas que se han instalado en la sociedad actual. Mi guardaespaldas (My Bodyguard, Market Street-Simon Film para Twentieth Century Fox, 1980) demuestra que este no es un padecimiento de ahora, si no de ayer y siempre. El protagonista aprenderá a valerse por sí mismo. Con algo de ayuda, pero no querrá que le saquen las castañas del fuego eternamente.


En efecto, al colegio o el instituto se va a aprender. Educado se ha de venir de casa. El profesor desea enseñar, no ser el papá o la mamá de nadie, sin que esto signifique falta de involucración en determinados acontecimientos, siempre que no rebasen sus atribuciones (para eso existe en cada centro un orientador, barra orientadora).



El acoso escolar (me niego a designarlo en inglés), como instrumento de intimidación, es difícil de detectar precisamente porque la víctima queda indefensa, por lo general, fuera del alcance y control de los adultos. En definitiva, nuestro joven protagonista, Clifford Peache (Chris Makepeace), está más allá de sentir un (in)oportuno y recurrente “ataque de ansiedad”.


Escrita por Alan Ormsby (1943), que hizo muy interesantes incursiones en el género del terror, incluidas la estimulante La noche de los muertos (Children Shouldn’t Play with Dead ThinsBob Clark, 1972), la bullanguera Crimen en la noche (Dead of Night, Bob Clark, 1974) y la primordial El beso de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982), Mi guardaespaldas cuenta con el acompañamiento musical de cámara de Dave Grusin (1934) y la fotografía de Michael D. Margulies (1936). No sé por qué no se recuperan más películas y telefilms de este estilo y época, dobladas si no lo han sido. Siguen siendo perfectamente válidas (cada vez estoy más harto de las reescrituras, lo que funciona, funciona siempre, haya o no móviles y tabletas). La película, además, encuentra alguna línea de diálogo casi imposible hoy, como que nada huele mejor que un libro nuevo (referido a los libros de texto, o a los libros en general).


El padre de Clifford, Larry Peache (Martin Mull), es el director de un lujoso hotel en la Gran Manzana. El trabajo no le deja demasiado tiempo para poder estar con su hijo. Es viudo, y un subalterno, Griffith (Craig Richard Nelson), anhela su puesto. Padre e hijo conservan a su lado a la madre/abuela, la pizpireta señora Peache (Ruth Gordon), que pronto hará buenas migas con el anquilosado jefe de operaciones señor Dobbs (poco más que un cameo para el gran John Houseman). Es una entrometida algo cargante, que crea algunos problemas de decoro hotelero a su hijo. Clifford piensa que lo que de verdad le da miedo a su abuela es el no sentirse viva, más que el hecho de la muerte.

 

Mañana es el primer día de escuela para Clifford. Y mañana llega. Como el propio Clifford comenta, conozco un montón de gente, pero solo adultos.

 


En efecto, hay chico nuevo en el instituto. Como hay el típico chulo, Melvyn, Moody (Matt Dillon). Lisonjero con la maestra, mago de la realidad virtual; esto es, manipulador de los hechos. Impertinente a tiempo completo a pesar de esa zalamería. Se vale de la condescendencia del centro para con él (esto existe). No es que el resto de profesores se inhiba, es que están sobrepasados. Amargados, hartos… añádase lo que corresponda. Y a veces, sin el apoyo directivo de dicho centro. En realidad, Moody es digno de lástima. Pero la ha tomado con Cliff, y eso no se lo perdonamos.


Ir al aseo es peligrosísimo, según el amedrentado y fogueado Carson (Paul Quandt). Cliff lo comprobará pronto. Allí tiene Moody su centro de operaciones. Ha inventado una cuota de protección: el dinero de la comida o el autobús. Este hampón juvenil se siente arropado por sus colegas de rigor. Pero Cliff se niega a pagar la coacción. Les planta cara, aunque le sale “más caro”. Resultado: dicha cara usada como diana para unas robustas bolas de papel higiénico empapadas. Pero al segundo curso de secundaria asiste alguien más, alguien que ha estado apartado del centro por motivos familiares. La verdad se ha distorsionado y se dice que Ricky Linderman (Adam Baldwin) ha abusado de una maestra y hasta matado a un poli. Lo toman por un psicópata zumbado, en palabras de Carson. Repetidor, alto e introspectivo, Ricky se apiadará de Cliff y acabará protegiéndolo, renaciendo de sus propias cenizas. Entre ambos, junto a Carson y Shelley (Joan Cusack), surgirá una estrecha amistad.


Se da la circunstancia, nada banal, de que Ricky vive en un barrio en el que, por la noche, ni la policía se atreve a entrar, como comenta el chófer de los Peache, Roberto (Bruce Jarchow). Un entorno desfavorecido o deprimido, diríamos hoy, en esa nueva jerga políticamente correcta que no sabemos si está destinada a hacernos reír o llorar. Más que un barrio, este espacio es un laberinto, como también comprueba Cliff.



Pues sí, Ricky está bloqueado desde que ocurrió lo de su hermano: un accidente que los demás se han ocupado de amplificar. Pero pronto (re)descubrirá que la libertad hay que saber defenderla, y que merece la pena hacerlo (que cuesta ganarla y mucho más mantenerla; si me apuran, que no es un regalo del estado asistencial, sino un derecho como individuos). Eso, o nos comen vivos.

 

En cuanto al actor que encarna a Clifford, Chris Makepeace (1964), recuerdo que lo vi por primera vez en una adaptación de Mark Twain (1835-1910) para televisión, junto a Lance Kerwin (1960). El bonito relato para niños Misterioso desconocido (The Mysterious Stranger, Peter Hunt, PBS, 1982). Es curioso cómo estas cosas se le quedan a uno grabadas. Como todo lo que ha de ver con la infancia y adolescencia.


El actor, productor y realizador Tony Bill (1940), fue el encargado de sacar adelante al joven Cliff. Y a Ricky y los demás. Yo la suelo proyectar en los institutos y funciona. Entre el reparto distinguimos a un joven John Goodman (1952), como encargado de mantenimiento del hotel. Y como detalle bien traído, está la cicatriz que Ricky trata de ocultar en una de sus muñecas, testigo elocuente de su dolor.


¿Colegio público o privado? La diatriba sería más bien, ¿amigos o enemigos? En otras dos palabras, formación o dejación. En un momento en que el nivel de educación y buenos modales ha descendido brutalmente, hasta un grado cercano a la animalización, propuestas como Mi guardaespaldas resultan más necesarias que nunca. Refuerzan la voluntad y libre disposición, oponiéndose al adoctrinamiento.


 

En fin. Hemos visto cómo las ciudades pueden devorarte, simbólicamente. Pero también lo pueden hacer literalmente. Nuestra tercera y última propuesta de hoy es una simpática pachanga, Vamp (Íd., Balcor Films-New World, 1986), realizada por Richard Wenk (1956), más guionista y actor que director. Lo que acaba pasando factura, aunque con gracia. De hecho, Wenk es el responsable del guión junto a Donald P. Borches (1956), a su vez, más productor que escritor.


Resulta que los estudiantes Keith (Chris Makepeace) y A. J. (Robert Rusler) parten a la “caza” de una bailarina profesional, cuyo fin no es precisamente interpretar El lago de los cisnes (Лебединое Озеро, 1877), sino amenizar la fiesta de una hermandad universitaria. Este es el encargo de los dos chavales, a los que se suma Duncan (Gedde Watanabe), un inadaptado -todo es de trazo apresurado, más que grueso- rico pero vago (de estos también hay un porrón). Duncan no tiene amigos, los compra o alquila según necesita que le hagan los deberes en sus múltiples ordenadores. Idea de la que luego no se saca mayor provecho.


La búsqueda de la bailarina lleva a estos tres mosqueteros hasta las afueras de una populosa ciudad, nuevamente, sin determinar (se habla de Connecticut, se habla de Las Vegas, Nevada). Un entorno repleto de neones y colorines, en cualquier caso, donde el presupuesto manda. Pero al final, esto beneficia a la película, porque nos quedamos en los aledaños de esa gran urbe. La realización, aparte de primeriza, es pobretona, pero insisto en que aprovecha lo que tiene. La utilización de pocos escenarios y el maquillaje de una trama raquítica repercuten de modo positivo. Así, el local dónde van a parar los protagonistas, y los entresijos de este, son el sostén de la guasona intriga, junto a un hotel destartalado, unas lóbregas pero iluminadas alcantarillas y un sótano con ataúdes. Como Salem’s Lot en miniatura.


Un ritmo inicial más pavisoso y desfallecido da paso a una segunda parte más dinámica en la realización, a partir de la mejor escena de la película, que es el reencuentro de los dos amigos, Keith y A. J. Un reencuentro que a mí me recuerda las charlas post-mortem de los principales personajes masculinos de Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, John Landis, 1981) o Noche de miedo (Fright Night, Tom Holland, 1985).



Este aspecto de suciedad y extrarradio acaba siendo otra baza, porque produce extrañeza. Incluso desasosiego.


Lo primero que se encuentran nuestros amigos en los aledaños de la ciudad sin nombre es una reyerta con unos gamberros en un barucho. Pero el plato fuerte es quien los acaudilla, la camaleónica dueña de otro local para clientes muy particulares. La excitante Katrina (Grace Jones), transfigurada en actriz kabuki. El sofisticado numerito de strip-tease que se monta en su propio recinto es extremadamente sexy. No dice ni mu en toda la película, basta con su esporádica presencia.


Todo el tinglado es una trampa para turistas. La manzana entera. Despoblada de gente… normal. Un barrio plagado de vampiros que, recobra la normalidad con la llegada del día, como advertimos en los títulos de crédito finales (que no me sorprendería que se filmaran de extranjis).


Perseguido por los acólitos de la dueña del local de “variedades”, Keith va de acá para allá, con la compañía de la vivaz Allison Hicks (Dedee Pfeiffer), una de las trabajadoras jóvenes más recientes del espacio establecido por Katrina. De Duncan nunca más se supo. No estaba en las mientes de los guionistas.


Encontramos sorpresas, como la participación del gran especialista en efectos especiales Greg Cannom (1951). El tema musical inicial e iniciático –una prueba de la hermandad-, compuesto por Jonathan Elias (1956), trata de emular la atmósfera del Ave satani (1976) de Jerry Goldsmith (1929-2004). No está mal.


Tales son las ideas más atractivas de Vamp, que con posterioridad fueron extraídas para otras producciones de mayor presupuesto. La mejor escena es la que enfrenta a Keith con su recuperado amigo A. J. También la posterior charla con el encargado y ex dueño del local de vampiros, Vic (Sandy Baron), que comenta que sus poco asiduos visitantes lo constituyen  enfermos, degenerados… solo los desechos vienen aquí. Una muy buena premisa.



Los vampiros no alcanzaron la “mayoría de edad” -en los años ochenta- hasta la citada Noche de miedo, Jóvenes ocultos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987) o Los viajeros de la noche (Near Dark, Kathryn Bigelow, 1987), pero Vamp, más en la línea de apuestas semi-humorísticas como Amor al primer mordisco (Love at First Bite, Stan Dragoti, 1979), Mordiscos peligrosos (Once Bitten, Howard Storm, 1985), El vampiro adolescente (My Best Friend is a Vampire, Jimmy Huston, 1987), Besos de vampiro (Vampire’s Kiss, Robert Bierman, 1989), o la posterior Un vampiro suelto en Brooklyn (Wes Craven’s Vampire in Brooklyn, Wes Craven, 1995), resulta una perfecta película para una noche de autocine sin pretensiones.


Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXXII): Sueños de un seductor, de Herbert Ross, y ¿Victor o Victoria?, de Blake Edwards

02 noviembre, 2022

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Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, Paramount, 1972) da inicio con un final. Una despedida, más propiamente. Y mítica. Se trata de las últimas imágenes de Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942). Lo que tendrá su sentido visual y argumental, como comprobaremos a continuación.

 

De hecho, la dualidad, tamizada por el sentido del humor, parece ser la carta de naturaleza de esta espléndida película, basada en la pieza teatral de Woody Allen (1935). Puesta en imágenes por el notable -y escasamente recordado- realizador Herbert Ross (1927-2001).

 

En la propia película existe una doble vertiente, pudiendo distinguir dos niveles. En primer lugar, la fascinación por el cine, por quienes se dejan seducir por este grandioso arte, y contemplan las películas como entes reales, con vida propia, como sucede con las artes en general, pero en esta, de forma muy particular, porque compendia las demás. Es la identificación con un personaje o situación, saberse la película de memoria. Estar en sintonía con los protagonistas en la butaca de una sala de cine o en el hogar, y recitar los diálogos en la ducha. La cinefilia.

 

El segundo nivel ha de ver con la representación de lo real, con nuestra vida cotidiana, pero siempre teniendo como trasfondo el cine. Al plano de las películas como realidad, se corresponde la realidad impregnada de séptimo arte. En puridad, los cinéfilos auténticos no entendemos otra, confundidos con el resto del público que emerge de las salas. La existencia fuera de la pantalla, esa que llamamos vida real, la vivimos, ciertamente, porque no nos queda otro remedio. La una se alimenta de la otra.

 

Con estos prolegómenos podemos entender a nuestro protagonista. El comienzo al que aludía nos muestra a Allan Felix (Woody Allen) al final de la citada proyección, y a la salida del cine (aprovecho para reivindicar un mayor número de salas para proyectar películas de todo tipo: el cine no solo consiste en los estrenos, novedades que en seguida pasan de moda). Allan vive en un apartamento en la populosa San Francisco (EEUU), solo. Lo tiene adornado, en parte, con posters clásicos de obras cinematográficas. Se mimetiza con el cine, vive en una película, como todos, seamos conscientes o no, aunque bien desea poder vivir otra. El personaje está, en este sentido, perfectamente delineado.

 

Sin embargo, como personaje real, Allan naufraga en un mar de dudas y se enfrenta al escollo de las relaciones. Como casi todos… En este sentido, Allan va a la deriva. Si por lo menos supiera dónde veranea mi psiquiatra, se lamenta por las calles ardorosas pero vacías de San Francisco. ¿A dónde va la gente en agosto?

 


En efecto, Allan echa de menos tener una pareja. No es que sea difícil convivir con un tipo apasionado por el séptimo arte (y que, además, trabaja en ello), es que ha de encontrar la sintonía en esa otra persona. Máxime en una época -entonces como ahora- donde tantos intereses mecánicos llaman nuestra atención, al tiempo que los anhelos culturales se han visto reducidos en la clase media. Dicho de otro modo, con seguridad que existen personas como nosotros, el problema está en poder localizarlas (todavía no se habían inventado las aplicaciones para encuentros, había que hacer las cosas de forma presencial, pero aun suponiendo que estás sirvan para algo, no son más que el fiel reflejo de esa actual falta de intereses culturales y estandarización del pensamiento, con todas las excepciones que se quieran). Diez millones de mujeres en el país y no consigo conectar con ninguna, se aflige Allan.

 

En Sueños de un seductor hallamos gustosos lugares comunes, caros a Woody Allen, como el sarcasmo respecto a la consulta con un psicoanalista, el cine de arte y ensayo –a pesar de los pesares-, o la “moderna” pintura no figurativa… (la adaptación de la obra es del propio Allen). Además, Allan, como antes señalaba, trabaja para una revista de cine (Film Weekly: Film Semanal). Su ex mujer, Nancy (Susan Anspach), le recrimina que solo sepa ser un observador de la vida, en lugar de un vividor de la misma. El rozamiento entre el primer y el segundo nivel desemboca en Allan en la interacción con el émulo de Humphrey Bogart (1899-1957). Su reverso cinematográfico. Al modo que Don Camilo charlaba con Jesucristo en las excelentes películas de Julien Duvivier (1896-1967), Carmine Gallone (1885-1973) y Luigi Comencini (1916-2007).

 

Pero Allan no está completamente solo. Atesora dos buenos amigos en la pareja formada por el agente comercial Dick Christie (Tony Roberts), y sobre todo, su esposa Linda (Diane Keaton), que trabaja como modelo publicitaria. Parece ser un asunto difícil, las citas que estos le procuran a Allan suelen acabar en desastre. Por su parte, Dick es un adicto al trabajo, su dependencia al teléfono lo convierte en un desdichado consorte (hoy serían los móviles, pero tanto da, la adicción es la misma). El único acompañamiento útil para Allan, en las noches de soledad, es el cinematográfico o el musical, este último, a cargo de alguna esporádica composición de Billy Goldenberg (1936-2020), o del maravilloso Oscar Peterson (1925-2007), que le echa un cable con su piano, dentro de la película. Claro que no todo el mundo sabe escuchar.



Estando así las cosas, las relaciones personales, las fantasías y ensoñaciones, se supeditan a la ficción de la vida real. No obstante, los distintos afluentes van a dar a un mismo río: el pretender ser quienes no somos. En una escala de valores, encontraríamos la influencia del entorno, la identificación con un modelo, el querer aparentar, y por fin, el aislamiento… no deseado. La conversión en protagonistas de nuestra propia película, o de las películas (vidas) ajenas.

 

Lo que hace Allan es vivir su propia existencia con ayuda de uno de esos modelos, el de Humphrey Bogart (Jerry Lacy). Coexistir con la fantasía, muy veraz. El siguiente peldaño, tras convertir las películas en realidad, será transformar la vida real en una película.

 

Pero como tampoco existe nada perfecto en la imaginación del ser humano, hay motivo para precaverse. En ese meterse en la piel de otro, con la sana intención de mejorarnos como personas -en el mejor de los casos-, se corre el riesgo de la sobreactuación. En cuanto vio a Sharon comenzó su actuación, le comenta Linda a su esposo respecto a Allan. Se refieren a Sharon Lane (Jennifer Salt), una de las citas organizadas por el matrimonio para su amigo. Otra será con la ninfómana Jennifer (Viva [sic]). No hay nada que hacer. O demasiado que hacer. Otro ligue, Julie (Joy Bang), tras sopesar la situación, prefiere irse con unos moteros. Cada cita resulta un desafío inalcanzable. El intento de quedar en un museo es uno de los momentos antológicos de la película. La tabla salvavidas la procura la buena relación, esto es, la comunicación, entre la animosa Linda y el pesaroso Allan. También Dick es un buen amigo y confidente, hasta que Linda y Allan deciden dar un paso más, como en Casabanca, y Allan se verá en la diatriba de sucumbir a su instinto amoroso o sacrificar la felicidad, para mantener su amistad y lealtad hacia los consortes.



Benemérita realización de Herbert Ross, Sueños de un seductor, o Sueños de seductor, como también es conocida en español, no solo se ha negado a envejecer, como ocurre con el buen cine, sino que está de plena actualidad. El montaje de Marion Rothman (-) resulta acendrado y perspicaz. Mención especial para la magnífica fotografía de Owen Roizman (1936), habitual de Sydney Pollack (1934-2008), por ejemplo. Su trabajo en la escena final del aeropuerto anticipa la atmósfera -en otro orden de cosas- neblinosa y nocturnal de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973).

 

Digamos, para concluir esta primera parte del artículo, que lo que se deriva de Sueños de un seductor, en última instancia, es lo difícil que resulta ligar o entablar una relación con alguien sensato. Antaño y hogaño. Sobresale la lograda escena del sofá, con Allan, Linda y… Bogart, que presta su sabiduría guionizada y apoyo moral al divorciado a la fuerza, y casi viudo, Allan. Ni siquiera podemos asegurar que este tendrá algún éxito cuando deje de fingir y sea él mismo. Todos necesitamos la apoyatura de algo más. Y aunque es verdad que Allan encuentra el amor cuando no finge, no es menos cierto que este se le escapa de entre las manos. Siempre es duro constatar cómo al final nos quedamos solos, con nuestras películas.


Proseguimos con la idea de las falsas y las auténticas apariencias, el juego con la identidad. De hecho, fingir puede llegar a ser un arte. Si en el anterior ejemplo, esto se traducía a una circunstancia más bien interior, de orden psicoanalítico, en el segundo de nuestros relatos, la transformación se evidencia de forma física: material amén de mental. Sí, porque aun pudiendo ser en buena medida psicológica, la disociación se somatiza y se reviste de llamativos aditamentos. De constituir una unidad en progresión, escalonada, pasa a ser poco menos que una metamorfosis.

 

Escrita, producida (junto con Tony Adams [1953-2005]), y dirigida por Blake Edwards (1922-2010), Víctor o Victoria (Victor / Victoria, Metro Goldwyn Mayer, 1982), se beneficia, además de lo dicho, por el exquisito vestuario de Patricia Norris (1931-2015), la luminosa fotografía de Dick Bush (1931-1997), la dinámica edición de Ralph E. Winters (1909-2004), y los excelentes decorados de Roger Maus (1932-2007). Víctor o Victoria es, por demás, una película filmada en estudio, de cuyos decorados emerge la veracidad que es la esencia misma del cinematógrafo. Se basa en la pieza cómica alemana Viktor und Viktoria (Reinhold Schünzel, 1933), pero queda transformada en un inolvidable musical de la mano del extraordinario compositor Henry Mancini (1924-1994), auspiciado por las letras de Leslie Bricusse (1931-2021), ganadores del Óscar al año siguiente (junto a John Williams por E. T., el extraterrestre [E. T., the Extraterrestrial, Steven Spielberg, 1982]). Menudo añito y bandas sonoras.

 

París, 1934. Como en el Berlín de entreguerras, en la capital francesa cada cual sobrevive como puede. Existen boys (acompañantes de baile), prostitutas, chaperos, gigolos, estraperlistas, empresarios, artistas de toda índole… y cierta hambruna. Empero, en periodos de necesidad, que parecen alternarse con profusa malevolencia, descuellan la creatividad y la picaresca. Por eso no es casual que el maduro Carole Todd, Toddy (Robert Preston), tenga sobre su mesilla de noche una fotografía de la inigualable Marlene Dietrich (1901-1992). Cantante de orientación gay que, como se suele decir, ha conocido épocas mejores, Toddy interpreta ahora su repertorio en un local elegante pero de claros ribetes clandestinos, Chez Lui, regentado por Monsieur Labisse (Peter Arne). De forma esporádica se ve con el gigolo Richard DiNardo (Malcolm Jamieson), que lo sablea.

 


Así transcurre la vida del chansonnier y cómico hasta que sus pasos coinciden con los de la desfallecida intérprete Victoria Grant (Julie Andrews). Desdeñada y divorciada.

 

La elegancia y el buen gusto de Blake Edwards y su equipo técnico se enseñorean del tratamiento argumental y la planificación cinematográfica. Es una conversión en toda regla. Los diálogos resultan tan certeros que, al volver a disfrutar de ellos con el transcurrir de los años, y en comparación con lo que se escribe hoy, resultan aún más excepcionales. La idea de que dos personas desconocidas converjan, no ya por necesidad económica, sino anímica, es un clásico bien elaborado. ¿Tienes a alguien que cuide de ti?, le pregunta Victoria a Toddy. Impelida por el hambre a actuar como hombre, Victoria pasará a ser Víctor. Lo cierto es que el éxito comienza a llamar y se multiplica cuando la baqueteada cantante se presenta como un varón especializado en transformismo. Su alter ego será el conde Grazinski, un aristócrata polaco introvertido, según ha convenido con Toddy.

 

El inevitable ménage à trois, más por Victoria y Víctor que por Victoria y Toddy, lo completa King Marchand (James Garner), dueño de la mayor cadena de cabarets de Chicago, que ve tentada su sexualidad al quedar prendado de Victoria, antes de “despelucarse”, es decir, antes de desvelar su auténtica –falsa- identidad como Víctor, en un atractivo número musical. Espectáculos vistosos y ambiguos para gente decadente -en su acepción estética-, tan aventajada como avejentada, como puede ser el de los bailarines hermafroditas.



El trío no tarda en ampliar sus aristas con la figura de la vivaz Norma Cassady (excelente Lesley Ann Warren), compañera de Marchand y con un look a lo Marilyn -se llama Norma-. Las derivas y polaridades de los implicados no son únicamente identitarias o especulativas. De forma física y simbólica, van a dar a un mismo hotel. Las habitaciones de Marchand y Víctor se hallan frente a frente. Lo que permite a Edwards jugar con las miradas, en su más amplia extensión. Algo que está cada vez más erradicado del cine: ya no se observa, se fuerza y unifica dicha mirada. Entre estas se incluye la de un King Marchand fisgando… ¡en el interior de un armario! El enredo en las habitaciones del hotel o las caras enharinadas son, como en otras obras previas o posteriores, característica del cine de Blake Edwards, que nunca olvidó el verdadero sentido del entretenimiento. No el de la chapuza vacía o la frivolidad. Lo confirma la imagen de Toddy llevando a Victoria a su suite compartida en el lujoso Hotel Monceau de París.

 

Ítem más. El disfraz, que bebe de las propias raíces del cine, ha sido siempre una alternativa constante en la filmografía de Blake Edwards. Desde los atuendos del inspector Clouseau (Peter Sellers), a la sustitución por doble en La carrera del siglo (The Great Race, 1965), o el disimulo y confusión personal en la que para mí sigue siendo una de las grandes comedias de la década de los setenta, 10, la mujer perfecta (10, 1979). A ello añade su pericia y personalidad como realizador, amparado en el formato ancho, en planos generales o medio-largos, como los del apartamento de Toddy, el bistró visto desde el exterior, o el despacho del agente artístico André Cassell (el estupendo actor de soporte John Rhys-Davies), formando parte del conjunto de esa planificación brillante (e hilarante). Blake Edwards sabe disponer y jugar con los espacios, con los resortes y vértices de cada plano, a los que añade rostros conocidos en su trayectoria fílmica como los de Peter Arne (1920-1983) o Graham Stark (1922-2013), ejerciendo de camarero imperturbable.

 

 

En cuanto a Victoria, también se siente atraída por King, pese a sus reticencias, incertidumbres y conceptos estereotipados. Es difícil luchar contra la propia naturaleza. Por algo no existe una fórmula que abarque a todo el mundo (raíz de la auténtica anti-naturaleza, que trata de abanderarse y estandarizarse por medios artificiales: la ideología política). Marchand suele ir acompañado por su guardaespaldas, el señor Bernstein, apodado Squash (Alex Carras). Los secundarios están muy bien proyectados, en primer lugar, a través de su presencia física.

 

Los distintos números musicales son también una baza definitoria. El de la tímida dama de Sevilla, le jazz hot, o el ordinario -a propósito- Chicago, Illinois, interpretado por la simpar Norma Cassady. Mención especial merece el magistral Crazy World, a cargo de Julie Andrews (1935), por cómo Blake Edwards lo filma. Partiendo de una flor roja, la cámara va circundando a la intérprete, envolviéndola, arropándola poco a poco, en el local donde actúa. Elegante es, así mismo, el dúo en Chez Lui entre Toddy y Víctor, cuando este ya se ha convertido en una celebridad. El transformismo está de moda. Pero presenta otra cara. La de vivir una mentira. O mejor, una ilusión. Ahí donde nadie puede -ni debiera- legislar.

 

Otro momento resuelto con visual encanto y gracejo lo encontramos en una Victoria mostrando, sin pretenderlo, su identidad real ante King Marchand. También ella tiene derecho a enamorarse y vivir su vida con quien quiera. A pesar de los infatigables intentos del detective privado Charles Bauvin (Sherloque Tanney, alias de Herb Tanney) por desacreditarla. La relación de pareja no se diferencia de cualquier otra. Da igual la atracción o el sexo, aunque de esto se haya enarbolado bandera. Algo así como demostrar la hombría en la cama, cuando no estriba ahí la cuestión. Hasta tal punto la relación se afianza, que King no descubre a Victoria -Víctor para los demás-, pese a estar a punto de perder sus negocios y trabajo ante sus socios.

 

El estilo, como sostenedor de la puesta en escena y el argumento, incluye un formidable toque Lubitsch (1892-1947): el motivo por el cual Monsieur Labisse reconoce la verdadera identidad del transformista Víctor.

 

 

En los años ochenta hubo otras películas donde la naturaleza se veía alborotada. Todas deben peaje, en mayor o menor medida, a la pionera valentía de Con faldas y a loloco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959). Son títulos señeros como Tootsie (Íd., Sydney Pollack, 1982) o Yentl (Íd., Barbra Streisand, 1983). No son obras de exclusivo diseño reivindicativo, sino cinematográfico. Incluso hubo una variante para adolescentes con bastante gracia en Un chico como todos (Just One of the Guys, Lisa Gottlieb, 1985). Aunque el fino hilo que las une es más sutil y podemos sintetizarlo con esta sentencia: qué complicado es ser feliz.

 

Víctor, trasunto de otros muchos nombres, habrá pasado por la vida de todas estas personas del París de los años treinta, y quedará en sus mentes como un grato recuerdo. Como ha quedado en el nuestro gracias a la propia película. En definitiva, qué épocas nos propone el cine. Y qué suerte haberlas vivido.

 

Escrito por Javier Comino Aguilera



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