Un lugar para Mungo, de Douglas Stuart

22 abril, 2023

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Mira que lo intento. Hallar libros y películas donde el hecho homosexual no suponga una narrativa victimista, o se convierta en rasgo reivindicativo, distintivo únicamente de una airada opción política. Desearía descubrir textos e imágenes con personajes no estancados en los mismos comportamientos dramáticos. Historias de chicos con chicos, como antaño era familiar disfrutar de relatos de chicos con chicas, sin necesidad de recurrir a las antedichas coartadas.

Más allá de los gustos particulares, solo quedan los disgustos. Pocas excepciones escapan al desarrollo contraofensivo. Quisiera decir que Un lugar para Mungo (Young Mungo, 2022; Random House, 2023) supone una excepción, pero no es así. Está bien recordar de dónde venimos, pero no que siempre vayamos al mismo sitio: el activismo estereotipado y el colectivismo políticamente diseñado. Cada gay es un mundo, pero casi nunca nos muestran esos otros mundos. Lejos quedan los tiempos de Oscar Wilde (1854-1900), André Gide (1869-1951) o Terenci Moix (1942-2003), por citar tres de mis autores favoritos (homosexuales o no).


Como decía el propio Gide, solo me agrada el arte que, surgido de la inquietud, tiende a la serenidad (Diarios, Alba, 2018).



Cierta complacencia en el feísmo de la vida, que no dudo en catalogar de naturalismo literario, concita la lectura de Un lugar para Mungo, novela del escocés Douglas Stuart (1976) ambientada en Glasgow, Escocia (Reino Unido), a inicios de los años noventa. Un embrutecimiento, característico de este movimiento, sobrevuela las páginas impregnadas de realismo sucio, analfabeto y desesperanzado.


La acción comienza, como decían los clásicos, in media res, y se va alternando entre el presente histórico y su pretérito. Aquí, con dos alcohólicos anónimos -de momento- que sirven de irónica salvaguarda a un chico joven. Después sabremos los nombres y circunstancias de todos ellos.


¿Van de excursión? Es lo que parece. Y es lo que acontece, al menos, en un primer momento. El trío acampa en las proximidades de un río, que será determinante en el transcurrir de la trama.


Los adultos son uno mayor y otro joven. St. Christopher (que tiene de santo lo que yo de obispo), y un pederasta en toda regla, el más joven, Gallowgate. El muchacho es Mungo, de quince años y madre ocasionalmente prostituta.


Pese a que Mungo se siente totalmente solo, más allá de la incierta compañía, lo cierto es que tiene un hermano mayor, que evidencia sus carencias físicas y hasta psicológicas con una notable disposición al matonismo, Hamish, de dieciocho; y una hermana, la más aplicada Jodie, de dieciséis, que hace las veces de madre cuando la biológica está ausente (que es casi siempre). Esta es Maureen Hamilton, apodada Mo-Maw, de treinta y tantos años.


En efecto, puedo constatar y constato, que en un elevado porcentaje de casos, los problemas de los hijos-alumnos vienen derivados de la mala disposición –educación- de los padres.

 

Glasgow, c. los 80

Mungo siempre había sido el más agraciado de los Hamilton (capítulo II). Desatendido como está, a veces le invita a comer la vecina, la señora Campbell. Pero lo que nadie desea es la visita de los Servicios Sociales. Los Hamilton malviven. La confrontación entre los miembros de la maltrecha familia se agudiza, y encuentra su extensión en las calles, bajo la mala influencia de Hamish. Mungo se ve envuelto en altercados y desórdenes que parecen una reminiscencia de los acontecidos en el Reino Unido durante los años setenta. Como prueba el capítulo del enfrentamiento con policías en un descampado y zona de edificios en construcción (II). Bloques y rascacielos se hallaban en un lamentable estado de abandono (VI). Uno de los mejores contrastes del libro lo hallamos precisamente aquí. Frente a la materialidad y sustantiva deformidad de dicho entorno físico, vivir con visibilidad y de acuerdo a sus inclinaciones es algo que no está al alcance de Mungo Hamilton.


Con todo, el muchacho trata de integrarse. Pero si esto consiste en tener que robar un coche con Hamish para demostrar su hombría (íd.), como el hermano mayor pretende cada vez que le propone algo, prefiere estar solo que mal acompañado.


No hay mucha luz, entendida como metáfora, en la vida de Mungo, hasta que conoce a un chico de su edad, vecino del barrio. Se trata de James Jamieson, que posee un palomar en las cercanías de estos edificios (IV). El hecho coincide con uno de los cada vez más espaciados retornos de la madre, que ahora trabaja en una caravana de comida rápida y poco escrupulosa, con su nuevo novio.


Parte de esa luz, se la proporciona a Mungo la fortaleza de la hermana intermedia, Jodie. No exenta de flaquezas, quizá más asumibles.



Nada le producía más excitación a Hamish que saltarse la ley (íd.). Las peleas con bandas están bien descritas, poseen el necesario nervio narrativo. La deuda argumental contraída con La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), es evidente; incluso, demasiado evidente (mucha más carga de profundidad poseía la novela de Anthony Burgess [1917-1993], en cualquier caso, por no hablar de manifestaciones más sentidas como Rebelde sin causa [Rebel without a Cause, Nicholas Ray, 1955]) o West Side Story [íd., Robert Wise, 1961]. Los contendientes no parecen de barrio, sino barriobajeros, que no es lo mismo. Incluso viviendo en entornos muy humildes, se puede prosperar anímicamente. Esta deficiencia hace que los personajes estén siempre y angustiosamente a la defensiva. En sus diálogos y actitudes. Todo un caldo de cultivo para la incultura y la discriminación. Se hace difícil empatizar con tales personajes secundarios, en verdad. Son como varios universos disgregados, constreñidos en uno solo, algo hiperbólico. Un reino muy desunido. Por otra parte, que las clases medias-bajas del Reino Unido pueden resultar más cafres en las calles, un concierto o un estadio, que el resto de razas “superiores”, es un hecho constatado.


Mungo es un chico especialmente sensible, huelga decir que no encaja en este ambiente de asfixia. Mungo significa el estimado, el querido (XII). Es sobrecogedor el instante en que ha de cuidar a su madre alcohólica (íd.). Sin embargo, llega el día. O mejor dicho, la noche. Esa en la que al fin nos las apañamos para dormir en casa de nuestro mejor amigo. A Mungo le sucede con James (VII).

 


Este acercamiento, aún incipiente, entre los muchachos, se contrapone a la violación que sufrirá Mungo a manos de sus acompañantes, en el futuro inmediato (XI). Episodio que se une al de los malos tratos vecinales (X), o el intento de aborto por parte de Jodie y Mungo (XIII).


No obstante, tanta miseria ahoga el relato. El texto está sobrecargado (como le sucedía al naturalismo en sí, excepción hecha de doña Emilia Pardo Bazán [1851-1921]: el suyo era un naturalismo anti francés). 


Descripciones crudas, excesivas, que retratan el entorno y el tratamiento en las relaciones de los personajes, casi sin excepción, entroncando con este nuevo naturalismo británico (V). A ello se une la maldita costumbre de narrar adelante y atrás en el tiempo, para hacer interesante la historia. La narración lineal se ha convertido en lo subversivo.

 

De igual modo, junto al aspecto físico, imbuido de las distintas fachadas que se procuran los protagonistas, principales o de soporte, convive el talante moral, o de forma más precisa, su carencia. Atisbando el futuro y la represión de la sociedad, el que nadie se entere siempre ondea a lo lejos. Un escenario en el que Mungo y James tratan de esclarecer sus roles. Lo cual les fuerza incluso a ir en contra de su naturaleza, tratando de ligar con dos chicas (XIX). Mungo no se quiere ver reflejado en su vecino, el soltero señor Calhoun. En el barrio lo llaman el mariposón, con lo que está todo dicho (VIII, XXIV). La homofobia de los progenitores se alimenta de todo este clima de incultura. Las peleas entre católicos y protestantes son la representación gráfica de esta intransigencia (XX). Según Hamish, el hermano mayor, no hay una razón concreta para ello, pero yo me lo paso de puta madre (íd.). Del mismo modo, la droga y la violencia se dan la mano en Jocky, el novio de la madre. Esto es lo que te deja dinero hoy en día. Y añade, a mi edad el amor es más una molestia que otra cosa.


Llega el triste momento en que se hacen necesarias las visitas a la casa de empeños. Más que en los años noventa, parece que andamos instalados en la actualidad más casposa. No hay una familia en el relato que no esté descompuesta. Toda una anticipación. El drama hace especial mella en los cadáveres de la podredumbre ética y material. La hipocresía de quien esgrime una moral, pero no es capaz de actuar bajos sus designios (St. Christopher, Gallowgate).

 


A la hora de atisbar dicho futuro y comprender el presente, Mungo se ve en la necesidad de enfrentarse a la madre, mientras acontece una sonada trifulca callejera. Una de esas algaradas a las que solo falta la música de Sex Pistols. La chulería es estomagante, como toda chulería barriobajera. El odio religioso invadió el cielo nocturno en forma de objetos arrojadizos (XXIII). Ese odio es más bien la excusa para liarse a golpes. Tan patético como contemplar a unos salvajes iletrados hacerse pasar por hombres. Por su parte, la policía es una masa con la que enfrentarse. No poseen nombre y apellidos. Tampoco sensibilidad (esta contraposición por ambas partes es la que habría dado como resultado una gran novela).

 

Décadas atrás mirábamos al cielo. Ahora nos extasiamos contemplando las pantallas. No hay que temer que ellos vengan, ya están entre nosotros. Como en una película de miedo. Se desenvuelven entre el gentío sin que apenas los percibamos. Me refiero, claro está, a los damnificados de la LOGSE y sus postreras mutaciones. Ya están aquí.


En la novela, las connivencias disfrazadas de convivencias, se concentran en viviendas sociales equiparables a campos de batalla. Interiores y exteriores. Un lugar para Mungo se vende como una novela sentimental. Preparad vuestros corazones y esas cosas, tan caras a los críticos, lectores y, seguramente, espectadores, de lágrima fácil y desvelo social. Yo la veo más, como antes he señalado, adscrita al género naturalista, con algunos momentos de afectividad. Bien escrita, pero alargada en exceso. Preparad vuestros estómagos, diría yo. Cuando otro de los personajes descubre a los amantes retozando en el campo, da una paliza a James cerca del palomar (XXIV). Pasado y presente se reencuentran en la encrucijada del capítulo XXVI. La narrativa se unifica. En el XXVII y penúltimo capítulo, Mungo regresa de su malhadada excusión (es recogido por un amable -menos mal- autoestopista, que pese a todo se interesa por él de forma ambigua, sin que la cosa pase “a mayores” o descienda “a menores”).


El final es bonito. Por fin atisbamos algo de emoción y energía positiva. Pese a quedar la acción, nuevamente, in media res (XXVIII). Tal vez, aquí pueda haber un principio. No sé por qué me acordé del final, más o menos abierto, de la película Después del amor (Shoot the Moon, 1982), de Alan Parker (1944-2020).

 

 

A veces me quedo mirando a algunos alumnos y no puedo evitar pensar -en casos muy determinados- ¿qué va a ser de ellos? Los mejores aprovechan la oportunidad que les brinda la permanencia obligatoria en el centro educativo, pese a tener problemas de distinta índole. Otros pasan olímpicamente de tal oportunidad de poder salir adelante y mejorar su situación. Proceden de familias desestructuradas, no, lo siguiente. Lo que en los años ochenta era una raya en el agua, se ha convertido en océano. Junto a los contenidos académicos, procuro hablar con ellos, conocerlos, brindarles mi ayuda (que en ocasiones desprecian). Qué tiempos más feos nos ha tocado seguir viviendo.


A nosotros. Para ellos, son los únicos que hasta el momento han conocido.


¿Qué va a ser de ti?

 

Bueno. Tal vez seamos más fuertes de lo que parecemos, a pesar del desorden y la falta de conocimiento a la que nos vemos abocados. Tal vez consigan salir adelante, si logran escapar de su adicción al móvil.

 
Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CIX): Class, de Lewis John Carlino, y Lío en Río, de Stanley Donen

14 abril, 2023

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El presente artículo puede contener revelaciones (spoilers) de las dos películas referenciadas.
 
En su reciente libro, Himno de retirada: la muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara (Recessional: The Death of Free Speech and the Cost of a Free Lunch, 2022; Deusto, 2023), Premio Pulitzer en 2022, el notable dramaturgo, guionista y realizador cinematográfico David Mamet (1947), recuerda que cada vez somos más, aun siendo pocos, los que nos alzamos contra la asfixiante “cultura” de la cancelación que pervierte la sagrada libertad de expresión (que no es lo mismo que de ofensa), frente a la proliferación de un cine y literatura adoctrinadora y moralizante -la nueva y extremada moral no religiosa-, que el autor tilda de matonismo cultural. Alain Finkielkraut (1949) hace lo propio en La posliteratura (L'après littérature, 2021; Alianza, 2023).

Hubo una época en que la libertad de creación no veía abuso en cada fotograma, página o lienzo, porque el público entendía que se trataba de personajes actuando, bien, mal o regular, pero siempre en representación de la compleja naturaleza humana, y no como un modelo a seguir.

El macartismo se ha dado la vuelta. Pero aquí está.
 

Nada de esto nos interesa a la hora de disfrutar de un afable entretenimiento. Nadie me va a decir a mí lo que debo ver, leer o escribir, ni cómo. Por eso nos sumergimos una vez más en una década donde la libertad brilló con especial efervescencia y esperanza de cara al futuro (cara que después nos partieron). Ninguna de estas piezas es una obra maestra. Ni lo pretenden. Pero son películas, además de definidoras de su época, como todo buen cine gustoso, narraciones divertidas, buenas representantes del género de la comedia.

La primera a la que me referiré es Class (íd., Orion-MGM, 1983), escrita por Jim Kouf (1951) y David Greenwalt (1949). Su director, Lewis John Carlino (1932-2020), no es excesivamente relevante como realizador, pero sí como guionista. Es el responsable de títulos tan estimulantes como Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), La zorra (The Fox, Mark Rydell, 1967), Mafia (The Brotherhood, Martin Ritt, 1968), Un reflejo de miedo (A Reflection of Fear, William A. Fraker, 1971), Fríamente, sin motivos personales (The Mechanic, Michael Winner, 1972), Los días impuros del extranjero (The Sailor Who Fell from Grace with the Sea, 1976), El don del coraje (The Great Santini, 1979), estas dos últimas dirigidas por él; Resurrección (Resurrection, Daniel Petrie, 1980) o Verano atormentado (Haunted Summer, Ivan Passer, 1988).

La presente se inserta en una determinada deriva argumental dentro del más amplio género de la comedia, que consiste en el enredo, enamoramiento, o unión burbujeante, de una persona joven con otra más adulta. Nuestro segundo título también.
 
 
Producida por Martin Ranshoff (1927-2017), responsable a su vez otros títulos apreciables, Class es una comedia sin pretensiones intelectuales, pero tampoco intrascendente. El joven Jonathan (Andrew McCarthy) marcha a la universidad, a la Academia Vernon, situada en Vermont (EEUU), en un juego de parónimos. Un lugar encantador y otoñal, rodeado de bosques. En uno de ellos se dará de tortas con su compañero Franklin. Pero no adelantemos acontecimientos.

Jonathan es de Pittsburgh (Pensilvania, EEUU). Pórtate bien, le dice el padre. Y teniendo en cuenta las circunstancias y calentones de la adolescencia, el hijo no desobedece al padre. Tras un inicio que parece participar de los aspectos típicos de la comedia más chusca, como engatusar a Jonathan para desfilar con ropa femenina por el campus, una prueba de humildad, según los estudiantes implicados, la narración ofrece derroteros más pizpiretos. Que incluyen la visión de los alumnos fumando. Algo que en la actualidad se ha convertido en pecado (la sumisión ideológica no, esta se sigue postulando como la Gran Salvadora).

El compañero de cuarto de Jonathan es Franklin Barrows IV, apodado Skip (Rob Lowe). Ambos se hacen buenos amigos, de los que pactan su amistad: una idea siempre atractiva, y marchan de correría nocturna en pos de algunas citas clandestinas. Sin demasiado éxito. A plena luz del día las cosas no salen mejor, como reafirma la visita “social” a las secretarias del Comité del Baile Anual (de Halloween), de Foxville, el colegio femenino que equivale al de los chicos.

Pero Franklin le da a Jonathan un consejo de oro: mientras seas virgen nadie estará a salvo. La prueba que ha de atestiguar la defunción de tal virginidad queda establecida: atesorar las bragas de la “afortunada” (una ocurrencia trasladada a 16 velas [Sixteen Candles, John Hughes, 1984]).
 

Con cien dólares de Franklin en el bolsillo (de 1983), Jonathan da comienzo a sus aventuras sentimentales por la gran ciudad. Los primeros intentos de ligar resultan un desastre. Hasta llegar al ascensor. Símbolo mecánico de la subida de tensión y… la autoestima. Recientemente veíamos los desmanes que pueden acontecer en el interior de un ascensor. El de esta narración tampoco le anda a la zaga. En un sentido más animoso. Lo que nos lleva a otro resquicio argumental, afín a la comedia, el de hacer el amor en público (o su puesta en escena fingida, como sucede en Doble cuerpo [Body Double, 1984], o la injustamente despreciada Femme fatale [íd., 2002], ambas de Brian de Palma [1940]).

En cualquier caso, la buena de Jacqueline Bisset (1944), ya había probado suerte con alguien más joven, incluso con un desconocido, en los aseos de un avión, en la admirable Ricas y famosas (Rich and Famous, George Cukor, 1981).

La noticia del triunfo de Jonathan (no así la identidad de la beneficiada), no tarda en correr por todo el campus. Jonathan lo ha logrado. El resto de traseros en peligro pueden sentarse aliviados. El respeto hacia Jonathan, sustentado en las antedichas pruebas, sube como la espuma. Solo hay un problema: la mujer en cuestión resulta ser la madre de Franklin.

¿Y quién ha seducido a quién? La iniciativa la ha tomado la dama, Ellen Burroughs (Jacqueline Bisset, tan guapa y profesional como siempre). Y Jonathan se ha prestado gustoso. Tanto, que ambos han decidido repetir sus encuentros.
 

Disfrutar sin restricciones. Hic et nunc. Pero el guión es lo suficientemente hábil como para alojarnos en el siguiente nivel, aquel que acerca el sexo al amor, apenas diferenciados en la mente dieciochesca de Jonathan. ¿Qué pasa cuando el sexo se transfigura en amor, por parte de cualquiera de los integrantes? Nada más elocuente que la imagen del joven arrancando unas flores en un arriate para regalárselas a Ellen. Estar en brazos de la mujer madura también plantea otro problema. Que esta ya tiene su vida hecha. Mejor o peor. El que Jonathan forme parte de la misma no parece tarea sencilla, máxime cuando su compañero de estudios, Franklin, descubre todo el asunto (la posibilidad de madurez y perspectiva de tener una vida hecha por parte de la sociedad actual parece una aspiración cada vez más lejana, abocados a un estado asistencial).
 
¿Quién será el primero en arriesgarse y decir te quiero? Generalmente, quien lo hace, pierde.

Jonathan cree que ello es debido a que es menor de edad (en EEUU a los veintiún años). Pero eso a ella le importa un pito. Ha descubierto que es un amigo cercano de su hijo.

Una buena línea de diálogo, de comedia clásica, la hallamos cuando el señor Burroughs (siempre eficaz Cliff Robertson), le espeta a Jonathan, creo que tú y yo tenemos algo en común (referido a su capacidad de emprendimiento). El de los Burroughs es un matrimonio desavenido. Estás representando a esta familia, le recuerda el esposo a Ellen, atenazada por la presencia de Jonathan en su propio hogar (invitado por su hijo). Los amigos confraternizan, se llevan bien, como muestra el plano de los jóvenes en el lago cercano a la casa familiar, por la noche. Jonathan no sabe cómo salir del embrollo sin herir a Franklin. ¿Nunca te has preguntado si tus padres se quieren?, inquiere este último a Jonathan, sabedor de que el de sus progenitores no es un desposorio idílico.
 

Lo que comienza siendo una típica comedia de adolescentes, deriva (sin grandes aspavientos), en un relato con cierta carga de profundidad. La relación entre un “menor” y un adulto. Para colmo de males, en la facultad acontece una investigación por parte del señor Balaban (el entrañable Stuart Margolin), de la Oficina del Fiscal. ¿Qué será lo que busca? ¿Y a cuenta de quién? Se sospecha que va tras el fraude de un examen de ingreso (la Selectividad). Y en efecto, alguien parece haber metido la pata…
 
El ritmo de Class (clase, referido a categoría, nivel, o aula), es suelto y dinámico. Uno de sus mejores vericuetos lo hallamos en el hecho de que el acrecentamiento amoroso no se consolida entre los amantes, en tanto que sí se acaba fortaleciendo la amistad entre los amigos, pese a dirimir sus diferencias duoparentales en el mencionado bosque.
 
Hasta cierto punto escandalosas, bienhalladamente escandalosas, matizaría yo; a veces aparatosas y con gags de distinto pelaje, películas en la órbita de Class destacan por su libertad. No necesariamente grosera (como ocurre con el actual vocabulario: por supuesto que cada plasmación cinematográfica o musical refleja el nivel cultural de su época, y la presente no es la más refinada; ni en las aulas ni en ningún sitio). Sin salirnos del marco narrativo establecido por joven-persona adulta, se me vienen a la cabeza otros títulos como, alterando un poco la esencia, El mayor y la menor (The Major and the Minor, Billy Wilder, 1942), o ya abiertamente, Malicia (Malizia, Salvatore Samperi, 1973), Me gusta mi cuñada (Peccato veniale, Salvatore Samperi, 1974), La primera lección (Private Lessons, Alan Myerson, 1981), o Mi tutor (My Tutor, George Bowers, 1983).

Como curiosidad final, la música quedó en manos del gran Elmer Bernstein (1922-2004), nada ajeno en aquellos tiempos a los pagos de la comedia.
 

El dueto para este artículo y filigrana argumental lo conforma Lío en Río (Blame It on Rio, Sherwood Productions, para 20th Century Fox, 1984), del sagaz e inteligente Stanley Donen (1924-2019). En los últimos años de su carrera, Donen acometió trabajos dignos en el ámbito del drama, el cine retro o la ciencia ficción. Con poco reconocimiento por parte de determinada crítica en aquel momento, tan desafortunada como cabía esperar. Lío en Río fue su última película, de forma prematura, pues como sucediera en el caso de Billy Wilder (1906-2002), aún tenía bastantes cosas que decir, y creatividad que mostrar, antes de que los estudios y aseguradoras decidieran cerrar la financiación a gentes que consideraban mayores para que los cubriera el seguro médico. Abocado a telefilms y proyectos frustrados.

Basada en una película francesa, Un moment d’égarement (Claude Berri, 1977), Lío en Río fue producida y dirigida por Stanley Donen, escrita por Charlie Peters (1951) y Larry Gelbart (1928-2009), y contó con la fotografía de Reynaldo Villalobos (1940). El realizador contrapone a los actores/personajes directamente con la cámara, por sus acciones. Estos miran de frente al público y, desde su presente, tratan de analizar lo que ha sido su pasado. Su formal o alocada vida hasta ese momento, a través de comentarios que sirven de contrapunto humorístico a las imágenes “reales”.

Ocurrió el año pasado. En las vacaciones hay muchas sorpresas, anticipa Matthew Hollis (Michael Caine, estupendo en la trama). Sobre todo, si uno va al lugar donde la gente se divierte, Rio de Janeiro. Matthew tiene un amigo y compañero de ocupación en Victor (sic) Lyons (Joseph Bologna). Ambos trabajan en Sao Paulo, el Nueva York de Brasil.

La comédie humaine se completa con Karen, la esposa de Matthew (una chispeante y versátil Valerie Harper), de quien Michael Caine guarda muy gratos recuerdos en su primer libro de memorias: Mi vida y yo [What’s It All About, 1992; Ediciones B, 1993]); la hija de estos, Nicole, Nikki (Demi Moore), y Jennifer (Michelle Johnson), la correspondiente a Victor, en proceso de separación de su esposa (a la que no vemos).
 

Comedia sabrosona, tan comprometedora como elegante, se dijera lo que se dijera, Lío en Río nos muestra a un Stanley Donen en plena sazón. Con la eficacia de la puesta en escena y el humor de los diálogos. En una época en la que esto parecía posible sin caer en el exceso. Esto es, la verborrea, el tópico o el mal gusto de una retahíla de diálogos apresurados y atropellados, como la mayoría de los actuales (será para que los nuevos espectadores de pantalla táctil no se duerman).

Durante años he guardado con cariño la banda sonora de Lío en Río en vinilo (en la carpeta pone 16 de enero de 1993: siempre indico la fecha de adquisición en mis discos, una colección que inicié a los quince años). La componen cancioncillas pegadizas y dicharacheras, a cargo del competente Kenneth Wannberg (1930-2022; recientemente fallecido, y cada vez más a reivindicar, habida cuenta de la insulsez del actual panorama de la banda sonora). Wannberg no fue solo compositor, sino un imprescindible arreglista e ingeniero de sonido, sin el cual, el trabajo de otros músicos más reconocidos, no habría brillado a la misma altura (otro caso podría ser el de Dan Wallin [1927]).

Pero volvamos a Río. La anhelada visita a la ajetreada ciudad pilla a Victor en pleno divorcio, como queda dicho, y a Matthew con su esposa en Bahía. Necesita estar sola para, como se suele especificar en estos casos, aclarar las ideas respecto a su también maltrecho matrimonio. Los dos precisan de un descanso en la relación para poder volver a respirar juntos.

En suma, los restantes personajes llegan a Río. A ver si Matthew se anima y Victor se olvida por unos días de los dichosos -en sentido de malhadados-, papeles del divorcio.

Dos chicas adolescentes y una casa de ensueño para pasar las vacaciones, más dos progenitores que no se resignan a su suerte. Mejor apostar y jugar con las leyes del deseo, en un destino picante y confortador, aunque sea de ida y vuelta. ¿No es a lo que se dedica hoy todo el mundo? Los visitantes tienen por vecino al solícito Eduardo Marques (José Lewgoy), dueño de un distinguido restaurante en la ciudad. Cuando se desata la “tragedia”, Eduardo pone toda su infraestructura y voluntad al servicio de los atribulados padres.
 

En el camino de ida, por avión, el realizador, y sus montadores, George Hively (1933-2006) y Richard Marden (1928-2006), insertan unas imágenes emblemáticas de la encantadora Volando hacia Río de Janeiro (Flight Down to Rio, Thornton Freeland, 1933). La desinhibición de las playas sofocantes, causa estragos en las mentalidades anglosajonas. Siempre tuve un problema con la desnudez, incluida la mía, detalla Matthew, sin dejar de ruborizarse ante la cámara. Una imaginación constreñida por sendos matrimonios (sobre todo Matthew, que sigue queriendo a Karen), en la que se empiezan a operar cambios determinantes. Victor es más lanzado, en seguida encuentra consuelo en una moza desenvuelta, también separada recientemente (Betty von Wien). En cuanto al pobre tío Matthew, como lo tilda Jennifer, no se queda atrás. A su pesar. Las mudanzas, estrictamente hormonales, tanto en jóvenes como en adultos, alcanzan a hijas y padres. Tales alteraciones son proclives a cualquier edad. Sabedora de que la situación del matrimonio es mala, y de que se siente indefectiblemente atraída por el tío Matthew, Jennifer se lanza. La chica está enamorada del consternado adulto. Siempre ha ocupado el primer puesto en su lista de primeros amores de juventud. No importa que él le doble la edad. Sí que la chica lleve un diario, como muchos adolescentes. Con apoyo de una Polaroid (ahora sería Instagram).

Tienes que olvidarlo, le insta Matthew, que de pronto se ve sumido en el incómodo juego de hacer patitas bajo la mesa de la cena, frente a Victor. Impelido por este -algo a lo que no se puede negar-, Matthew se ve, asimismo, en la tesitura de tratar de averiguar quién es el don Juan que ha seducido a la hija de su amigo. En uno de los apuntes más jocosos de la película, Stanley Donen juega con la imbricación –nunca confrontación en Brasil- entre paganismo y cristianismo. Lo que proporciona alguna de las chanzas más memorables.
 
 
En la edición en DVD (no ha aparecido en blu ray por el momento), existen dos escenas de la película vueltas a doblar. Para nuestra desgracia. Una vez más, se comete la impudicia de redoblar toda una escena, con voces ridículas, con la excusa de haberse añadido una línea de diálogo no incluida en el estreno de la película. Lo cierto es que yo dispongo de una copia en VHS, y las voces originales se mantienen en dichas escenas. O sea, un despropósito, que deseo se corrija en futuras ediciones (los españoles estamos demostrando ser unos apoltronados -siendo generoso-, a la hora de presentar los productos, ahora en blu ray o en las plataformas, no respetando los sellos de los distribuidores y estudios cinematográficos en demasiados casos).
 
Stanley Donen se despidió del cine con una comedia de alto nivel (hubo una posterior producción, pero para televisión). Todos los amores verdaderos hacen sufrir, declara Matthew a su hija Nikki, al tanto de la cuestión palpitante. Jennifer lo resumirá incluso mejor. Lo sucedido fue debido a la ternura, a sentimientos hermosos.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (CXXVI): Indiana Jones y el templo maldito, Indiana Jones y la última cruzada e Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, de Steven Spielberg

02 abril, 2023

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Es una peculiar y agradable sensación la de comprobar cómo se han convertido en clásicas muchas de las manifestaciones culturales con las que disfrutábamos de pequeños.

Cuando Steven Spielberg (1946) acometió la filmación de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Paramount, 1981), firmó por otras dos películas, ya que el productor George Lucas (1944) tenía desde el principio la intención de emprender una nueva trilogía, al estilo de la que, en aquellas fechas, estaba a punto de completarse con El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). La primera consecuencia fue Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount, 1984), una de las películas de acción y aventuras más señeras de la década de los ochenta. Una década clásica.



En esta ocasión, el monte Paramount se materializa en un gong. Anuncia un tema musical de Cole Porter (1891-1964), Anything Goes (1934), cantado en chino. Un simpático guiño, estamos en Shanghái, en 1935, un año antes de los sucesos acaecidos en En busca del arca perdida. La intérprete de esta multicultural traslación es la cantante de variedades norteamericana Willie Scott (Kate Kapshaw). Y el local, un elegante salón restaurante, mezcla de estilos streamline y art decó, el luminoso lugar de encuentro para mercaderes, turistas y ociosos. Con este comienzo, rinde Steven Spielberg un homenaje al género musical, engalanado por excelencia, además de abrir la narración de forma visualmente elegante y espectacular. Los arreglos orquestales de John Williams (1932) envuelven el conjunto con rotunda majestad. La suya es una riquísima partitura que puntúa tanto los pasajes de acción como los introspectivos y de transición. De esta manera, es imposible que pueda haber momentos muertos.


Al bullicioso establecimiento, impregnado del embrujo de Shanghái, llega el arqueólogo y aventurero Henry Indiana Jones Jr. (Harrison Ford), para hacer una transacción con el botellín que contiene los restos de Nurachi, el primer emperador de la dinastía Manchú. El comprador es el empresario y estraperlista Lao Che (Roy Chiao). En la subsiguiente escena del canje, intervendrán un diamante bastante apetecible y el no menos deseable antídoto de un veneno.


La salida del local es precipitada, y eso que los problemas solo acaban de empezar. Por suerte para Indiana, se ha buscado un ayudante, un espabilado joven de las calles de la ciudad, Tapón (Short Round, Ke Huy Quan). Poco más sabemos acerca de la procedencia del muchacho. Steven Spielberg sabe que casi siempre es mejor imaginar.


 

A Tapón e Indiana se une Willie en -como le suele suceder al protagonista- una huida semi improvisada. Cualquier cosa es mejor que sucumbir ante Lao Che. ¡O casi! De China se trasladan por avión hasta la India, y el despeluchado grupo recala en un poblado que ha sido arrasado por la hambruna, las epidemias, la sequía y un incendio. Un extraño encadenamiento de circunstancias que los nativos achacan a la desaparición de su piedra sagrada. Una de las cinco piedras del sacerdote Shankara, las cuales refulgen cuando se las junta, debido a las gemas que contienen. Aunque para los lugareños, lo más precioso estriba en lo espiritual. El símbolo mágico ha sido sustraído por otro sacerdote de polo opuesto al original; es decir, negativo: Mola Ram (Amrish Puri).


La idea de Indiana es regresar por Delhi, pero los jefes del poblado le piden que se detenga en Bangkok. En concreto, en el palacio real, donde ha retomado el gobierno un nuevo maharajá, Salim-Sighn (Raj Sighn). Por eso Shiva te ha traído aquí, insiste el jefe del poblado y chamán (D. R. Nanayakkara). Lo que finalmente mueve al arqueólogo a intervenir es el regreso de uno de los chicos fugados del templo anexo al palacio, y el fragmento de un pictograma en sánscrito, que éste porta consigo. Se dice que las dos últimas piedras se hallan escondidas en las catacumbas de dicho templo.


Una vez en las inmediaciones de Bangkok, se da la circunstancia de que aquella también ha sido tierra de una secta de estranguladores, los togui (thugs; a los que Terence Fisher [1904-1980] dedicó una reivindicable película, Los estranguladores de Bombay [The Stranglers of Bombay, Columbia Pictures, 1959]). De ellos también se dice que oficiaban sacrificios humanos a la diosa Kali. Dentro de esta cosmogonía, Indiana Jones se enfrenta, así mismo, con dos asesinos invisibles e implacables, que entroncan con el poder sagrado que contenía el Arca. En este caso, se trata de un bebedizo capaz de anular la voluntad mental, y el vudú, capaz de controlar y mermar la capacidad física. Si a ello sumamos los antedichos objetos con propiedades mágicas, todo este marco proporciona elementos sustantivos del género histórico y de terror. A los que se añaden, de manera coherente, y merced al guión de Willard Huyck (1945) y Gloria Katz (1942-2018), en torno al relato propuesto por George Lucas, otros componentes de comedia, prototípicos de la guerra de los sexos, es decir, del yin y yang masculino y femenino; el humor con las distintas costumbres culinarias, y la presencia de una serie de bichos foráneos y poco tranquilizadores.


Por cierto que Willard Huyck fue el guionista de American Graffiti (íd., George Lucas, 1973) y Los aventureros del Lucky Lady (Lucky Lady, Stanley Donen, 1975), además de la simpática comedia La mejor defensa, el ataque (Best Defense, Paramount, 1983), entre otras. Junto a su esposa Gloria, emprendieron al alimón la interesante El mesías del mal (Messiah of Evil, ICF, 1973).

 


En el palacio de Bangkok, los tres viajeros entablan relación con el nuevo maharajá, su primer ministro, Chattar Lal (Rushan Seth), y el capitán Blumburt (Philip Stone), garante del orden militar bajo dominio británico. La India dejó de ser un protectorado y colonia inglesa en 1947. 


Lo que se pretende en el templo, comunicado no por azar con el palacio, por una serie de sinuosidades diplomáticas y pasadizos secretos, es el cambio de un dios por otro. Imponer a la encarnizada diosa Kali, en lugar del más benevolente Shiva, valiéndose de la inocencia del nuevo maharajá (otra víctima infantil). Algo parecido a lo que sucedió con el advenimiento de Amenofis IV, Akenatón (1372-1336 a. C.), en Egipto, cuando el dios ancestral Amón, expresión del poder divino del sol, dio paso a otra forma de entender el disco solar con Atón. Lo que provocó una sangrienta revolución, en la que el principal perjudicado de cara a la restauración fue otro joven, Tutankamón (1342-1325 a. C.).


Todo esto, comedia, historia, terror, queda enmarcado en el agradecido género de las aventuras exóticas. Género dúctil por excelencia, capaz de compendiarlo todo, y por eso mismo, tan difícil de apresar.

 

Lejos de apabullar digitalmente, la década de los ochenta se caracterizó por saber buscar un equilibrio entre lo artesanal y lo digital (se diga lo que se diga de la aplicación digital tras el boom de los años noventa, estos efectos, y las narrativas supeditadas a los mismos, han envejecido peor). Respecto a Indiana Jones y el templo maldito, y al igual que sucedía en En busca del arca perdida, las escenas de acción están perfectamente calibradas y orquestadas, visual y musicalmente. Como la persecución por las calles de Shanghái, la accidentada arribada a la India, la lucha con dos gigantones fornidos (Mellan Mitchell y Pat Roach), la espléndida huida del templo en vagoneta, valiéndose de los inagotables raíles de una mina, y otras situaciones in extremis. Causalidades que todo héroe protagonista que sea (a)preciado ha de saber sortear. Formando parte de este mundo de aventuras, no podemos olvidar el aspecto emotivo, melodramático, en su acepción más pura, que se dinamiza en el regreso al hogar de los muchachos retenidos.


Como curiosidad narrativa, toda la acción de la película se concentra en un par de días. Lo que confiere una agilidad muy acentuada al relato.



El caso es que cuando yo era un niño y adolescente en los años ochenta, me pasaba el santo día en bicicleta. Dibujaba historietas y me imaginaba películas. Las ponía en escena con los clicks de Playmobil y las grababa en video.


El mundo de la adolescencia de propios y no tan extraños (Spielberg), está presente y sirve de arranque a Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Paramount, 1989). Nos hallamos en tierra de promisión de aventuras. Utah (EEUU), 1912, el año que se hundió el Titanic, pero emergió Indiana Jones. Su primer escarceo lo tiene estando de excusión scout, con unos saqueadores (raiders) de tumbas. En concreto, de la Cruz de Coronado, una reliquia hispánica. Esto ofrece a Spielberg y a su guionista, Jeffrey Boam (1946-2000), responsable de los libretos, entre otros, de La zona muerta (The Dead Zone, David Cronnenberg, 1983), El chip prodigioso (Innerspace, Joe Dante, 1987), y en parte, Jóvenes ocultos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987), la posibilidad de establecer el origen de dos parámetros bien asentados en el protagonista. En primer lugar, el respeto de Indiana por los objetos arqueológicos y su alergia al comercio ilegal. Respecto a la pieza en cuestión, comenta que debería estar en un museo. Su interés en la arqueología es su ética. Y en segundo lugar, su capacidad improvisadora. A la pregunta de un compañero de ahora qué vas a hacer, Indiana contesta que ya pensaré algo.


En este sentido, y como es habitual para Steven Spielberg, bien imbuido de los clásicos, las secuencias de acción siguen estando limpiamente ejecutadas; es decir, de forma clara en lo visual, además de divertida. La secuencia de apertura es un ejemplo primordial. Desde la entrada y salida de la mina en la que actúan los saqueadores, hasta la persecución que enlaza con la característica velocidad del cine mudo, en un tren que contiene toda la parafernalia –ilusionismo mezclado con realismo- de un circo. Un triple salto inmortal.



Y ya que andamos con tripletes. Existe un tercer parámetro en este segmento inicial. Todo un símbolo. El origen del látigo y de la cicatriz que desde entonces van a acompañar y distinguir al protagonista. Diversión y calidad a la que no es ajena un modelo a seguir. El citado arqueólogo con visos de saqueador (Richard Young), en la acción de la película, y fuera de esta, Charlton Heston (1923-2008) en El secreto de los incas (The Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954) y El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980).


Las influencias no acaban aquí. Indiana Jones se hace acompañar en este relato de su disciplinado y obsesivo padre, Henry Jones Sr. (el gran Sean Connery). Persona que vive inmersa en los libros. La historia, que parte de George Lucas y Menno Meyjes (1954), cobra forma con el guión de Boam, que contiene ese tipo de excelentes diálogos, de orden clásico igualmente, que uno gustaba de aprenderse. Otros nombres que ya forman parte de la reciente historia del cine, y que no son un programa informático, son los del director inglés de fotografía Douglas Slocombe (1913-2016), el montador Michael Kahn (1935), responsables ambos de la trilogía inaugural; el diseñador de vestuario Anthony Powell (1935-2021), partícipe en las dos últimas entregas; la nueva composición de John Williams, con el sabio manejo de los leitmotivs, al igual que en los casos anteriores (el tema del Arca, el templo maldito, Indi, el Grial, los temas amorosos, etc.); y cohesionándolo todo, la producción del conjunto a cargo de Robert Watts (1938). Haré referencia a algún otro en lo que resta de artículo.


Tras la primera aventura adolescente de Indiana, que le deja marcas en varios sentidos, nos trasladamos a la costa portuguesa, en 1938. Precisamente, para tratar de cicatrizar una de esas heridas, aún abierta. La recuperación de la citada Cruz de Coronado. Lo que conseguirá con toda la acción y esplendor de rigor. Y también con el concurso de la casualidad, componente al que ya aludíamos y que me da la impresión que, de alguna manera, se deriva de los cómics de Tintín. En muchas ocasiones, el personaje universal creado por el belga Hergé (1907-1983), es asistido por la providencia más inesperada (y de nuevo divertida). Justicia poética frente a la suerte del enano. Un tipo con estrella más que estrellado. Al fin y al cabo, Indiana Jones ha sido llamado a formar parte de todas y cada una de sus aventuras, y no para luchar contra los elementos (que pese a todo le son propicios).



Otro elemento cargado de interés es el de la incredulidad del protagonista. No hay mapas que lleven a tesoros ocultos, ni cruces que señalen el lugar de un tesoro, declara Indiana Jones en esta entrega. Es la tercera vez que se muestra escéptico (y que se equivoca; y no será la última). Su recelo da paso a la constatación de unos hechos que no puede explicar, pero tampoco suprimir. De la primera experiencia ya hablé en mi artículo dedicado a En busca del arca perdida. Ahora comprendes la magia de la piedra que nos has devuelto, le comenta el jefe de la tribu en la película anterior. A lo que el arqueólogo confirma que ahora comprendo su poder. Las búsquedas del protagonista son a pesar de sí mismo. Tanto el rastreo del Arca, como la recuperación de las piedras Shankara o el Grial, son acciones a las que Indiana se ve impelido, incluso forzado, a intervenir. No es algo que explore por sí mismo, otros factores intervienen y le pillan en medio. Salvo en los casos de volver a restituir un objeto específico, de cara a alegrar un museo, antes de que la pieza desaparezca definitivamente: el ídolo del templo en En busca del arca perdida, donde Indiana aún ha de sufrir una primera transformación, o la citada Cruz de Coronado. Una cuestión moral. Y pese a que los resultados derivan a veces en situaciones no planificadas, estos vericuetos apenas penetrables sirven para que el personaje se enriquezca y fortalezca, sobre todo psicológicamente. Una estructura que se confirmará en sus siguientes cometidos. El azar, incluso la predestinación, son elementos no discordantes en la vida del arqueólogo.


De su progenitor ha aprendido que la arqueología se hace leyendo y estudiando. De sus descubrimientos, que hay otras muchas cosas que aún no están escritas (o que si lo están, conviene tomarlas en consideración). Posee una amplia cultura. Nombra a Flinders Petrie (1853-1942), el reconocido fundador de la arqueología científica. Su actitud es algo que va más allá de la pasión por las antigüedades que asegura tener el industrial Walter Donovan (Julian Glover). Entre el trabajo de campo y el sentido del humor, tal cual demuestra el segmento en un Berlín infestado de nazis, se va constituyendo el personaje icónico de Indiana Jones.

 


Lo cierto es que cuando se estrenó la película (la vi en el cine Madrigal de Granada), el humor que destilaba me parecía fuera de tono. Demasiado paródico. Con el tiempo, he aprendido a apreciarla, allende sus virtudes cinematográficas, que siempre mostró.


El guión no puede estar mejor urdido ni ser más ventajoso para un entusiasta de la historia. La sorprendente inscripción sobre piedra arenisca hallada al norte de Ankara (Turquía), tallada en latín y fechada en el siglo XII, es la espoleta apenas retardada que conduce a un misterioso templo en el Cañón de la Media Luna, sito en la localidad de Alejandreta (Siria), en la llamada Ruta de los Peregrinos (República de Hatay, Siria). El argumento entronca con la leyenda artúrica y la Biblia. Conozco muy bien ese cuento para niños, insiste Indiana en el despacho art decó de Walter Donovan, magnífica elaboración del decorador inglés Elliot Scott (1915-1993).


Pero si el Grial es un símbolo de la Cristiandad, también cabe la posibilidad de que se trate de un receptáculo para la eterna juventud.


De nuevo, el relato se imbrica en el interés de los nazis por los objetos telúricos, bien gestionado por los célebres Louis Pauwels (1920-1997) y Jacques Bergier (1912-1978), en su famoso libro El retorno de los brujos (Le matin des magiciens, 1960; Plaza & Janés, Otros Mundos, 1965), por citar un trabajo arqueológicamente clásico. Que también hace hincapié en la parapsicología que centrará la siguiente propuesta fílmica.


Desgraciadamente, a diferencia de Indiana, los nazis sí creen. Con objeto de hacer más mal que bien (de ahí la mala fama del esoterismo en algunos sectores de la información).


En cuanto a Henry Jones Sr., ha basado su vida en ejercer de profesor de literatura medieval. La búsqueda del Santo Grial es principalmente suya. El propósito de su vida, anímica y académica, sin distinción. Ha sido capaz de descifrar el manuscrito de un fraile franciscano francés, que conduce a una tumba en la ciudad de Venecia, Italia. La del último caballero templario superviviente, Sir Richard (Robert Eddison); que según comprobaremos, aún sigue vivo y coleando lo que puede. Lo cual enlaza con el atractivo culto de los Caballeros Custodios de la Primera Cruzada. Gentes como Cazin (Kevork Malikyan), cuya misión reverencial, al punto de dejar la vida en ella si se hace preciso, es preservar el misterio y la ubicación del objeto sagrado. Forma parte de la hermandad de la Espada Cruciforme, y en determinado momento de la película, a punto de pasar a formar parte del otro lado, le pregunta a Indiana, ¿por qué busca el Cáliz de Cristo?


Algo más, por lo tanto, que un mero tesoro o recurso argumental a la hora de narrar un relato de aventuras. Como habrá ocasión de confirmar, la “iluminación” no es ajena a George Lucas, aspecto en el que incidiré más tarde.


Este enlace con los objetos mágicos, confiere a las películas de Indiana Jones una base sólida y un inasible nexo de unión.

 


Junto al doctor Jones está Elsa Schneider (Alison Doody), la anterior colaboradora del padre de este, en el primer intento de búsqueda. El personaje de Henry Jones Sr. está bien trazado. Según su hijo, es un ratón de biblioteca que no sirve para trabajo de campo. Mantuvo una estrecha amistad con Marcus Brody, el director del Museo Arqueológico y posterior decano de la imaginada Facultad de Letras Marshall, en Washington (Denholm Elliott), que ahora se implica en los acontecimientos de una forma más directa. El diario del padre es, sin duda, el eslabón más robusto para retomar las pesquisas. La búsqueda de lo que hay de divino en nosotros, como subraya Marcus.


Indiana se ve obligado a seguir los pasos de su padre, tal y como ha venido haciendo a lo largo de buena parte de su vida, hasta que ambos caminos divergieron. En esta aventura sucede al revés, padre e hijo se muestran separados, física y emocionalmente, hasta que se ven en la tesitura de tener que volver a conectar y convivir. En un entorno mucho más hostil, dada la tensa situación mundial. Como le dice Walter Donovan a Indiana a lo largo de su -espléndido- primer encuentro, no se fíe de nadie. Este tendrá su contra réplica en las palabras del propio Marcus, cuando le advierta que está jugando con poderes que le es imposible comprender. Nueva llamada de atención a estar abierto, e ir a la esencia de lo francamente espiritual, respetando su nobleza.


Debes creer, le previene el padre al hijo cuando se hayan en el umbral de los poderes del Grial. Spielberg ha tenido el acierto de mostrarnos antes un cuadro, en la desvalijada casa de Henry Jones Sr., con la imagen de un cofrade suspendido en el aire, portando el cáliz en la mano. Tras su estancia en Venecia, Indiana y Elsa se dirigen al monumental Castillo de Bürresheim, en la frontera entre Austria y Alemania (Renania-Palatinado), bajo el control de herr Vogel (Michael Byrne). Allí tienen secuestrado al padre del arqueólogo. La estancia y la huida de la fortaleza componen uno de los segmentos más dinámicos y joviales de la película. A lo que sigue la visita a Berlín, la subsiguiente escapada en dirigible, y la magnífica secuencia por las ardorosas arenas del desierto del Estado de Hatay (Alejandreta, unida a Turquía en 1939), cuya realeza, por cierto, es comprada por los nazis con los bienes expropiados a los judíos, según queda expuesto en otra inadvertida pero significativa escena. Por otra parte, la quema de libros en la capital alemana no es muy diferente a la “cultura” de la cancelación y corrección política que nos está matando -más que estamos viviendo-.



Si En busca del arca perdida culmina en un almacén de flamantes antigüedades, esta lo hace en el templo del Santo Grial, donde aguadan a los protagonistas las tres pruebas para recuperar el objeto sagrado, contenidas en las ficticias Crónicas de San Anselmo (1033-1109). Número tres de nuevo, asentado en la salud, la riqueza -interior-, y el amor al entendimiento. Tomada sabiamente y en su justa medida, se nos dice -y demuestra-, que el don de la inmortalidad contenido en el Grial no puede ir más allá del Gran Sello, un lugar específico de este templo (de la vida). También la perpetuidad está sujeta a unas leyes naturales. Todo tiene su límite.

 

Indiana Jones y la última cruzada evidencia una vez más la importancia argumental del enlace de dos espacios, no opuestos, sino complementarios para el protagonista. Al igual que la biblioteca veneciana de esta película fue antigua iglesia, y contiene los restos del misterio, así mismo, se contemplan los escenarios de lo conocido y lo desconocido, la necesidad vital de involucrarse en la aventura total. Aquella que más nos demanda, física y espiritualmente.


En lo visual, se vuelve a hacer uso del clásico recurso cinematográfico de mostrar, en el montaje, las líneas en los mapas que se superponen a las imágenes, y que van marcando el recorrido viajero del protagonista. Igual de alegórico se muestra el aire que, en buena racha, devuelve a Indiana Jones su sombrero, tras una ardua “travesía por el desierto”, jalonada por los tanques del ejército alemán. La película se cierra con el plano simbólico de los cuatro amigos que han participado en la aventura, Indiana, Henry Jones Sr., Marcus y Sallah (John Rhys-Davies), cabalgando juntos como los mosqueteros, durante los créditos finales.

 


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Paramount, 2008) fue y sigue siendo una película minusvalorada. No estoy de acuerdo con esta apreciación, por mucho que me parezca que los efectos digitales han mermado su cualidad. No hay nada más triste que un atardecer falso.


Pero el resultado, morfológico y semántico, me resulta altamente estimulante. Al igual que en el caso anterior, arrancamos en suelo norteamericano. Nos hallamos en Nevada (EEUU), en 1957. Un espacio donde se inserta el totalitarismo soviético en plena Guerra Fría. Un frío que contrasta con el ardor del desierto de este estado, convertido en gulag durante el primer segmento de la película. Este se centra en la incursión a una base de alto secreto militar, que los que hemos visto En busca del arca perdida conocemos bien. John Williams enlaza musicalmente con el tema del Arca. Pero el objeto buscado en esta ocasión es distinto. Pasamos entonces de una inclusión en este gran almacén, a una extracción del mismo. A pesar del tiempo transcurrido, y de las vivencias en suelo maravilloso, lo cierto es que, Indiana Jones parece nuevamente deslindado del aspecto mágico y misterioso de la existencia, que tanto le ha acompañado. La situación política no es especialmente inspiradora.


Imagen viva de ello es el referido almacén, donde se han venido acumulando los secretos y misterios que la ciencia no ha sabido, por el momento, explicar, y que como “objetos molestos”, han sido arrinconados. Lejos de la noción popular, y hasta de las mentes de sus descubridores. Algo parecido al Hangar 18 (íd., James L. Conway, 1980), pero a lo bestia. O sea, el Hangar 51.


En efecto. Los restos momificados que buscan con ahínco los soviéticos infiltrados en suelo norteamericano provienen de Roswell (Nuevo México, EEUU). Los aficionados a la historia de los OVNIS, como el que suscribe, nos damos perfecta cuenta de que esta alusión contiene implicaciones muy especiales. El posible castañazo de una nave alienígena en suelo patrio (terrestre), con posible -en la película cierto- rescate de cuerpos humanoides. Ahí radica la gracia, para algunos molesta, del guión propuesto por el competente –también realizador- David Koepp (1963), en torno a una historia, no se olvide, pergeñada por George Lucas y Jeff Nathanson (1965). Gracia que estriba, no ya en lo vistoso de la recuperación de tales cuerpos, sino en lo que contienen, su exoesqueleto. Coronado por una calavera de material transparente, parecida al cristal, con poderes sobrenaturales. Convertida en deidad americana, post-colombina, otras copias talladas coexisten, con el aspecto de la que será recuperada en Roswell siglos después. Toda una avanzadilla en la disposición cronológica de la historia humana.

 


Al frente de estos infiltrados está otro rival a la altura del arqueólogo y explorador en los márgenes de lo señalado por la historia (esa que enseña en clase). Se trata del coronel médico Irina Spalko (estupenda Cate Blanchett), de origen ucraniano, pero impregnada de ideología soviética. El ojo derecho de Stalin (1878-1953), según se comenta. Junto a este peligroso poder totalitario del que se rodea, Irina posee capacidades como médium. Sé cosas, y las sé antes que nadie, y lo que no sé, lo averiguo. Indi se muestra incrédulo, una vez más, ante esta nueva faceta a la que va a ser encarado.


Comunistas y FBI forman una buena combinación (narrativa). Indiana se ve en la necesidad de proclamar su lealtad y referir su hoja de servicios ante los custodios del bien común. Seguimos en terreno arriesgado, aquel en el que se hace muy difícil poder confiar en otra persona. Las arenas movedizas que están a punto de tragar al protagonista en un apurado trance de la trama, no son solo materiales. El traidor George McHale, Mac (Ray Winstone), se ha perdido en uno de estos flecos crematísticos (los flecos son la hermana menor de las lianas). Por su parte, la implicación paranormal de lo militar queda expuesta desde el momento en que se nos recuerda que el arca perdida está almacenada en ese gran hangar, e Indiana ha de regresar allá, maniatado, para iniciar una nueva y trascendental peripecia. Es el momento de las grandes oleadas de los no identificados. ¿En qué zona se encuentra el arqueólogo? Probablemente en la de nadie: en la suya. Pero siempre en contacto directo con las ciencias más ocultas. Si consideras ciencia a la parapsicología, tal y como esgrime el general Ross (Alan Dale).


Un clima crispado, en palabras del decano Charles Stanforth (Jim Broadbent), bien expresado en el libro que después traeré a colación, pero que se sabe tomar con la debida sorna. Un humor que, en cualquier caso, no aplaca la innata ira del totalitarismo, cuya amenaza se sabe disfrazar de salvación. Este procede de la colectivización, a la que se enfrenta nuestro protagonista con sus mejores armas, la experiencia y el conocimiento, y la ayuda de muchos de los artilugios puestos en lid. Cuando la histeria alcanza al mundo académico, creo que es hora de dimitir, añade el decano. Esto se ha venido aplicando a la persecución de los comunistas, pero no deja de ser curioso, a la par de lamentable, comprobar cómo las inquinas, represalias y ambientes más viciados, se pueden dar la vuelta. Cómo los distintos polos se encuentran.

 


Indiana viaja hasta Nueva York (EEUU) y Londres (Inglaterra). Tras la pista de su colega y antiguo amigo Harold Oxley (John Hurt). Con el que hace tiempo no ha mantenido el contacto. Oxley ha averiguado el paradero de una de estas llamativas calaveras para llevar a Akator (El Dorado hispánico), ciudad mística y, por supuesto, perdida en plena Amazonia (América del sur). En concreto, y como sucedía con el Grial, el enclave está protegido por un grupo de escogidos, la tribu “uga”. El poder de la leyenda se materializa, de la mano -y mente- de una tecnología muy avanzada, cuyas posibilidades magnéticas y simbólicas llamaron la atención del conquistador y explorador español Francisco de Orellana (1511-1546).


Lo que conlleva algo muy interesante, como averigua nuestro arqueólogo y ha sido recogido por los ensayos más arrojados. Que las culturas primitivas no lo eran tanto. Por sí mismas y por la posible ayuda recibida del extranjero (trece seres yacen en círculo en el correspondiente templo-nave espacial). Un paso más en la catalogación de los tesoros artísticos contenidos en la Tierra. El planteamiento no puede ser más sugestivo.

 

Tampoco viaja solo Indiana Jones en esta ocasión. Se le adosa Mutt Williams (Shia LaBeouf), disruptivo y rebelde, que le ha pedido ayuda para encontrar a Oxley, su padrastro. Su pose, no exenta de humor, se basa en la figura del Marlon Brando (1924-2004) de Salvaje (The Wild One, Lazslo Benedek, 1953). Al igual que su padre real, un modelo tan verídico y emblemático como cinematográfico. A vueltas con ese ingenio congraciado con la narrativa, sobresale la ocurrencia de la urbanización donde se refugia Indi a la desesperada, y que entronca con el sentido del humor de la saga, elevado a su máxima y sagitariana (spielberiana) potencia, en la época de las pruebas nucleares; ahora que estoy leyendo la biografía de Robert Oppenheimer (1904-1967), precisamente. Físico teórico nuclear al que se cita en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Al contrario que a otros, a mí este episodio atómico, ni me molestó ni me sacó de contexto: todo lo contrario, me reí de lo lindo. Spielberg es lo bastante sagaz como para insertar en la escena un plano de la puerta del frigorífico en el que se introduce Indiana, en el que un cartel nos advierte de las ventajas y resistencia de este electrodoméstico en concreto (for superior isolation: para un mayor aislamiento). Héroe superviviente hasta de la bomba atómica, Indiana Jones se recompone para seguir luchando con otro peligroso enemigo invisible -salvo por los cadáveres que deja- e inexorable, el colectivismo dictatorial.

 


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal es un compendio de los intereses esotéricos de George Lucas. Si quieres ser un buen arqueólogo, sal de la biblioteca, esgrime Indiana a uno de sus estudiantes en la biblioteca del campus, tras una motorizada aparición estelar. Todo está en los libros… y en sus pliegues. El arqueólogo no ha perdido el afán por la aventura, pero para ello ha aplicado antes sus conocimientos de la lengua precolombina y de las Líneas de Nazca, los conocidos geoglifos de Perú.


De este modo, Indiana Jones descubre que la expresión cuna de Orellana, también se refiere a una última morada. Un cementerio nazca. Y el escondite de la calavera, sita en un habitáculo secreto donde descansaba uno de los cráneos alargados, el encontrado por Harold Oxley. Existen varios de estos cráneos, cuyas “burdas” reproducciones replicadas por los nativos, en recuerdo de sus “dioses”, reposan en el Museo Británico, según la trama que manejamos. Ya digo que la base del guión es de una riqueza oculta pero que salta a la vista (habría que hablar de espectadores iniciados). Lo que no muchos entendieron en el momento del estreno de la película. Las calaveras originales resultan artefactos perniciosos. Al extremo que a Oxley le han afectado la mente.


En la Amazonia se desata una nueva “fiebre del oro”. Auspiciada por el descubrimiento de esta novedosa arma mental, ideal para sostener una “guerra psicológica”. ¿Por qué se niega a creer lo que ve?, le pregunta Irina a Jones. No es obra de seres humanos. La conversación y sucesos en la tienda de campaña amazónica, es la punta del iceberg de toda esta urdimbre argumental. Ya he señalado que, como si de una convención se tratara, Indiana Jones comienza siendo escéptico, hasta que las distintas leyendas que palpa, lo empapan de realidad, y lo alcanzan (más que lo atrapan). Una realidad alternativa. Lo cierto es que cada objeto físico de la saga acaba indefectiblemente conduciendo a la constatación de lo extraordinario. La calavera abre un canal psíquico, pero como sostiene Irina, no habla a todos. Lo mismo que ocurre con el esoterismo. El control sobre la mente humana es un caramelo muy goloso para los estamentos totalitarios. Y no hace falta irse a geografías demasiado lejanas o a artefactos muy sofisticados; suele bastar con una tribuna y los consabidos apoyos mediáticos. Entre lo extraterrestre y el escenario de los conquistadores, ámbitos que parecen fundirse en uno solo, Indiana Jones escapa de las coartadas históricas más reduccionistas.

 


En la mencionada escena de la tienda de campaña, asistimos a la perfecta definición de lo que es el comunismo. Lo sintetiza Irina Spolkov con sus objetivos para occidente. Los transformaremos desde dentro, los convertiremos en nosotros, y lo mejor es que ni siquiera se darán cuenta. Una vaina ideológica como las que anticipó Donald Siegel (1912-1991). Hacer que los maestros enseñen la historia verdadera, y que sus soldados nos obedezcan. Pensando por ustedes. La epifanía de Irina es hechizante y se reviste de cultura. Cita al poeta John Milton (1606-1674). Su finalidad es una mente colectiva. La fe que Irina achaca que le falta a Indiana es la del comunismo, lo colectivo como coartada y forma de pensar. No como espiritualidad. Irina atiende a una ciencia hermética, en el sentido de estancada y vacía. Como Henry Jones Sr. advertía acerca de Elsa, en la película previa, nunca comprendió lo que es el Grial (por algo suena el tema del Grial al final de la presente).


En la neblina quedan las intenciones originarias de estos seres interdimensionales, como los califica Oxley con conocimiento de causa, y teoriza la nueva –de mediados del siglo veinte- física cuántica. Gracias, entre otros, a Oppenheimer.

 

Y ahora retomo una cuestión antes anotada. La del aspecto enigmático propuesto desde las ideas y esbozos que dan paso a los guiones de las películas. Existe un hecho no muy difundido que nos proporciona una pista acerca de esta circunstancia, la particular conexión de George Lucas con lo sobrenatural. Se trata de algo más que una atrayente postura argumental para recubrir los guiones. En la provechosa serie documental Light & Magic (íd., Disney-Lucasfilm, 2022), dirigida por Lawrence Kasdan (1949), el realizador de La guerra de las galaxias (Star Wars, Fox, 1977), comenta cómo siendo joven sufrió un aparatoso accidente de tráfico que a punto estuvo de costarle la vida. Y cómo tras su casi milagrosa recuperación, sintió que aún permanecía en este mundo por alguna razón concreta (capítulo II). Ahí lo tenemos. Pese a la desbordante imaginación de Steven Spielberg, el más “esotérico” e indagador (skywalker) siempre ha sido George Lucas.

 


En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, la música de John Williams resulta más evanescente, y por ello, más desapercibida. Pero no por eso está menos lograda. Es cierto que no posee un leitmotiv distintivo, al margen de los ya conocidos, pero aun así se trata de un buen trabajo. Diría que su objetivo es no desviar la atención del intrincado argumento. Cuyo núcleo es el eslabón perdido entre culturas paralelas, egipcios, mayas, nazcas, pascuenses… y “ugas”, sobre los que orbita la propuesta de que alguien les enseñó. Como confirma esa antesala con objetos de distintas culturas, a la que antes hacíamos mención. Eran arqueólogos, se sorprende Indiana Jones al hablar de los visitantes extraterrestres (interdimensionales o no). Su oro es como el de la alquimia: el auténtico tesoro estriba en el conocimiento, en la facultad de transformarse a sí mismo. Todo lo demás, el anhelo de riqueza, incluso la afición desmedida por el saber, o su transferencia descontrolada, son un daño colateral.


No se olvida Steven Spielberg de “aligerar” tan esotérico equipaje con la debida carga emocional, y su eficaz y ya ponderado sentido del humor: la serpiente ratonera que le salva la vida a Indiana, pese a la repulsión que siente por los ofidios, el reencuentro con el amor de su vida, Marion Ravenwood (Karen Allen), que reestructura la situación familiar y sentimental del protagonista, el monte Paramount equiparado a la madriguera de una marmota, como imagen primera de la película; y la coreografía de las distintas luchas y persecuciones.


Por mi parte, y pese a que a los ufólogos más veteranos no les entusiasmaba la definición, y a Steven Spielberg no le apetecía nada mezclar el género de aventuras con el de ficción, olvidándose de los buenos tiempos, lo cierto es que me encantó ver un platillo volante sobrevolando las salas de cine una vez más.

 

Escrito por Javier Comino Aguilera




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