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30 junio, 2020

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Basílica de Santa María de los Reales Alcázares (Úbeda), fotografía de LJ
Con junio se inicia el verano y finaliza el curso escolar. Un tiempo que nos permite siempre aprovechar la sombra para leer un buen libro con más distracción y sosiego. En este caso, esperamos traer más artículos durante los meses de julio y agosto, para seguir hablando de cultura aún en tiempo estival. Durante junio nos habéis visitado más de 10000 veces y seguís siendo 195 seguidores en Blogger, 651 en Twitter y 184 en Facebook.

En este mes hemos sido cinéfilos, como habitualmente. En este caso, para hacer viajes tan lejanos como el que nos propone Interstellar o tan cercano, pero a la vez inmensos, como el de Viaje alucinante, de cuya novelización también hablamos. Hablamos también de la actual miniserie Hollywood y nos adentramos en la inquietante El pueblo de los malditos. 

Seguiremos esta senda, pero en mayor cantidad y esperamos que manteniendo e incluso mejorando la calidad de nuestras reseñas. Julio y agosto nos ofrecen calor y nosotros lo combatiremos con el frescor de un buen comentario. Esperamos también los vuestros.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: En esta ocasión cerramos con un tema musical: Sargento de Hierro, del grupo Morgan.



"No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe..."
                  - Ray Bradbury (1920-2012)



Viaje alucinante, de Isaac Asimov, y adaptación de Richard Fleischer

25 junio, 2020

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El doctor Jan Benes es un gran sabio, y dicen que trae una información importantísima que revolucionará todo lo que estamos haciendo, asegura la científica Cora Peterson a comienzos de Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966; De Bolsillo, 2010) (capítulo I).

Procedente del otro lado del Telón de Acero, Benes es acompañado en su marcha a EEUU por Charles Grant, un agente de seguridad. Una vez que ha aterrizado su avión, todo está dispuesto para el traslado a un centro debidamente aislado, pero que se encuentra en pleno corazón de la urbe (el nombre de esta no nos es proporcionado, pero todo parece señalar a San Francisco).

En realidad, estamos ante una novelización, pues aunque el libro fue escrito por Isaac Asimov (1920-1992), fue concebido con posterioridad a la pre-producción de la película Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Fox, 1966), que contó con la dirección del estupendo Richard Fleischer (1916-2006) y con un guión de Harry Kleiner (1916-2007), en torno a un cuento inicial de Otto Klement (1891-1983) y Jerome Bixby (1923-1998), adaptado por David Duncan (1913-1999). Nombres dignos de consideración. Kleiner es el autor de la estupenda Salomé (Salome, William Dieterle, 1953) y la excelente Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968); Duncan, responsable del guión de El tiempo en sus manos (The Time Machine, George Pal, 1960), y por su parte, Bixby lo es de las muy apreciables La maldición del hombre sin cara (Curse of the Faceless Man, Edward L. Cahn, 1958) y El terror de más allá (It, the Terror from Beyond Space, Edward L. Cahn, 1958), además de la estimulante El hombre de la Tierra (The Man from Earth, Richard Schenkman, 2007), junto a uno de los más recordados capítulos de la mítica serie Dimensión Desconocida (Twilight Zone, 1959-1964) y algunas veneradas aventuras de la genial Star Trek (Íd., 1966-1969). Personas que sabían lo que se traían entre manos.

Mientras tenía lugar el estreno y el consecuente éxito de la película, la editorial que había adquirido los derechos para una posible publicación, propuso a Asimov el trabajo de llevar a cabo una adaptación escrita (lo que se conoce como novelización, como antes he señalado). Tras unos iniciales y habituales tiras y aflojas, el celebrado autor aceptó con gusto el material de Klement, Kleiner y Bixby. Y con la novela comenzamos.

Imagen de la película
Tras sufrir un atentado en un callejón durante el traslado, pese a la escolta policial, Benes queda en manos del neurocirujano Paul Duvall y su ayudante Cora Peterson, que hubiera preferido provocar silbidos (o su equivalente intelectual) por su competencia y no por las sinuosidades de su cuerpo (I).

La única forma de salvar la vida del prestigiado científico es intervenir “desde dentro”. Es decir, empleando la cirugía interna después de reducir de tamaño a los expertos asignados para tan extravagante pero plausible proyecto (al menos, en el ámbito de la ciencia ficción). A estos bravos expedicionarios se sumará Charles Grant como supervisor de seguridad, ya que existe la probabilidad de que algún agente infiltrado persista en su empeño de poner fin a la vida del paciente.

La delicada intervención se va a llevar a cabo en el interior del mencionado centro científico-militar, de carácter experimental, con la ayuda del Proteus, un submarino que, reducido de tamaño, puede navegar por el interior de Benes hasta alcanzar el coágulo que debe ser extirpado, valiéndose de un láser. De esa manera, se podrá recuperar una información que, como en las más vivarachas tramas elaboradas por Alfred Hitchcock (1899-1980), no deja de ser un macguffin al servicio de una fenomenal peripecia.

Los prolegómenos y el proceso de miniaturización, absorbente en sí mismo, ocupan la primera mitad de la novela (que no es larga o, más importante aún, que no se hace larga). El punto de vista principal corresponde a Charles Grant.


El grupo de científicos también lo es de exploradores, porque se adentra en un territorio jamás recorrido tan de cerca. Eran los pioneros en un país literalmente desconocido (XII).

Lo que no está exento de peligros o situaciones admirativas. El equipo se apresta a experimentar desde los impactos irregulares de las moléculas a la luz oscilante de las retinas reducidas (VIII), y admirarse ante los destellos de las células del cerebro (XVI).

En la novela no se excluye la parte didáctica que tanto agradaba a Asimov en su faceta de divulgador. La explicación de la función de los alveolos es un buen ejemplo (XI). O la de los anticuerpos (XIV), “seres” benéficos pero escalofriantes. El trabajo de Asimov también recoge, incluso amplía, el enfrentamiento de tipo trascendente que se da entre los doctores Michaels y Duvall, muy bien expuesto por los guionistas (XI). Pese a todo, el autor de Fundación (1951) se permite dramatizar algo más algún pasaje atractivo, como es la ascensión y descenso de Grant por un alveolo, merced a la corriente de aire de los pulmones. En todo momento, el novelista procura dinamismo por medio de los diálogos, a diferencia de esas otras novelas psicológicas, estancadas en la psique de sus protagonistas y con farragosas disquisiciones mentales.

Entre tanto, se materializa la posibilidad de que exista un traidor a bordo, porque alguien está saboteando la misión. El desenlace, aupado por la tensión que supone el tener que enfrentarse a una cuenta atrás, es idéntico al de la película, hacia la que nos dirigimos con rumbo presto, si bien, Asimov incluye la precaución de extraer del cuerpo de Benes el Proteus, que en la ficción cinematográfica queda destruido -asimilado- por otros mecanismos.

Producida por Twentieth Century Fox y filmada en Cinemascope, Viaje alucinante es todo un clásico de la ciencia ficción (por consiguiente, susceptible de ser “renovado” con eso que llamamos nuevos medios, como si no existiera material inédito donde poder aplicarlos). La película se inicia con la recogida del sabio en el aeropuerto y el posterior atentado contra su vida. Benes (Jean Del Val) viene escoltado por Grant (Stephen Boyd). Richard Fleischer tiene la habilidad de montar toda esta secuencia sin empleo de diálogos, tan solo a través de la imagen cinematográfica. Tampoco abunda la plática cuando no es necesario, a lo largo de la película.

Esta contó con la fotografía del estimable Ernest Laszlo (1898-1984) y la adecuada música de Leonard Rosenman (1924-2008; aunque he de admitir que fuera de las imágenes me cuesta trabajo disfrutarla por su atonalidad; pero en la película es valerosa y casa muy bien).

Antes de acceder al cuerpo de Benes, Grant se interna en otro “organismo vivo”, que es el complejo científico militar CMDF (en español, Fuerzas Disuasivas en Miniatura Combinadas). Un centro a todas luces multifuncional, que incluso cuenta con un guardia de tráfico en su interior. Algo así como unos entes en el interior de otro elemento mayor, aunque este se componga de cables y cemento. Allí le aguardan el general Carter (Edmund O’Brien) y el comandante de la operación Donald Reid (Arthur O’Connell), que le ponen al corriente de su cometido (como podemos advertir, ambos personajes se hallan interpretados por dos espléndidos veteranos). A estos se añaden el resto del equipo, encabezado por los doctores Michaels (Donald Pleasence), jefe de la sección médica, y Duvall (Arthur Kennedy), afamado cirujano que viaja acompañado de su ayudante técnico, Cora Peterson (Rachel Welch). Completa la dotación el piloto y diseñador del submarino Bill Owens (William Redfield).


Tanto en la novela como en la película se respeta el periodo temporal -consecuentemente, narrativo-, establecido para la ingeniosa operación, y que consiste en un desarrollo de sesenta minutos, una vez que el submarino ha quedado reducido de tamaño. En cuanto a la realización, quisiera destacar el desplazamiento lateral que muestra a Grant y al general Carter en un carricoche, mientras este último pone en antecedentes al asombrado agente del Servicio de Inteligencia. Muy pronto le va a parecer al equipo del Proteus algo ajeno el mundo exterior, el del complejo y la sala de control. De hecho, tales escenarios se muestran como anodinos y grisáceos, lo que incluye el mismo interior del submarino y los trajes de la tripulación. Por el contrario, el mundo interno es colorido y luminoso, como símbolo de esa otra realidad fascinante. Un contraste a la altura de la aventura que se describe, y cuya única salvedad la encontramos en el pasillo en el que los protagonistas proceden a una esterilización.

La estación transmisora es el único medio de contacto con dicho exterior, que ha pasado a constituirse en una realidad paralela. No es, por lo tanto, casualidad, que en el preciso instante en que el Proteus accede a esa materialidad alternativa, sea cuando penetre la música por primera vez (sonidos de los títulos de crédito aparte).

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (LXXIV): El pueblo de los malditos, de Wolf Rilla y remake de John Carpenter

19 junio, 2020

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Que la situación en las aulas puede parecer a veces de ciencia ficción es un hecho sabido. Al menos, para aquellos que las pisamos. Pero esperen a ver lo que le sucede al protagonista de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, MGM, 1960) y, en definitiva, a todos los habitantes de Midwich, Inglaterra.


La película da inicio con una expresiva panorámica que recorre la campiña inglesa, tan trufada de misterios. El entorno es prístino y rural, pero conectado con la civilización. Resulta primigenio y bucólico, algo a lo que ayuda la bonita música del estupendo Ron Goodwin (1925-2003) y la fotografía del prolífico Geoffrey Faithfull (1893-1979). Nada más empezar, destaca el plano que muestra al profesor Gordon Zellaby en el interior de su despacho-biblioteca, una de esas envidiables estancias con chimenea y acceso al jardín. Zellaby fue interpretado por el magnífico George Sanders (1906-1972), un actor que siempre transmitía su personalidad a los personajes. Él vive en una bonita casa de campo junto a su esposa Anthea (la ya mítica Barbara Shelley).

Pero un elemento viene a distorsionar la quietud de este idílico y ordenado cuadro campestre. Una amenaza foránea e imprevista (¡al menos para los terrestres!), cuyo origen es desconocido. En un lapso de varias horas -veinticuatro en el libro-, todos los habitantes de Midwich caen al suelo desmayados. Una fuerza arcana les hace perder el conocimiento. Ni el novelista John Wyndham (1903-1969) ni el realizador Wolf Rilla (1920-2005) persiguen el rastro de dicho origen, ni falta que hace. La amenaza es real y adquiere vigor gracias a dicha indefensión y desasosiego. Luego, cuando todo parece volver a la normalidad, después de que haya sido acordonada la zona por el ejército y los vecinos se reincorporan (físicamente y anímicamente) a su vida cotidiana, resulta que algo sí que ha cambiado. Midwich se ha convertido en el pueblo de los malditos.


¿Y qué es lo que ha sucedido? Ni más ni menos que las mujeres del perímetro que se ha visto afectado se encuentran con que están embarazadas (inseminadas, aunque dicho término aquí se nos escapa). Algunas de ellas, sin que conste la intervención de ningún varón. Es decir, que permanecen vírgenes, aunque en estado muy interesante. Tras una gestación de pocos meses, los bebés vienen a este mundo. Pronto advertimos que crecen una velocidad exponencial y que muestran capacidades que, poco a poco, van a dejar de permanecer ocultas. 

Acierto de Wolf Rilla es introducir en lo más íntimo de nuestra vida familiar el miedo a lo desconocido, a lo inesperado. Es la quintaesencia del terror, que nada tiene que ver con la grosera explicitud. De este modo, El pueblo de los malditos se erige en una película tan sobrecogedora como elegante. Fue escrita por el eficaz guionista Stirling Silliphant (1918-1996), junto con George Barclay, alias de Ronald Kinnoch (1910-1995), y el propio realizador, del que poco más sabemos, salvo que no se prodigó demasiado en la dirección, aunque en su haber cuenta con una apreciable muestra de cine de suspense, en la que, de nuevo, un elemento ajeno viene a alterar toda una comunidad, Testigo en la oscuridad (Witness in the Dark, 1959), o una vez más, abordando el tema de la infancia, con los padres de acogida como telón de fondo, The Scamp (Íd., 1957). La novela en la que se basaba la presente pertenecía al siempre estimable John Wyndham, como antes he adelantado. Su título, Los cuclillos de Midwich (The Midwich Cuckoos, 1957; Producciones Editoriales, 1976; Gaviota 1986).

Pero regresemos al acogedor -para todo tipo de seres- pueblo de Midwich. Zellaby es amigo del mayor Alan Bernard (Michael Wynn), y a él se encomienda en un principio, antes de tomar cartas en el asunto de forma más directa, debido a que uno de los nacidos es su propio hijo (y aquí el vocablo adquiere variopintas acepciones). Anuladores de la voluntad, los precoces chiquillos se convierten en un reto para el profesor, que trata de inculcarles el sentido de la moral. Hallarse ante este desafío estimula a Zellaby, llegando a declarar que se trata de una gran oportunidad para la ciencia (incluido el humanismo). Hasta que averigua que la inteligencia de los retoños no es garantía de ninguna superioridad ética. Su visión en exceso optimista topa de bruces con unas entidades frías y calculadoras, en perfecta analogía de lo que es el uso y abuso del poder en las mentes no formadas (y aquí caben otras tantas contingencias).


Las imágenes del inicio tienen su correspondencia en otra panorámica que muestra a las gentes aletargadas, desplomadas en plenas faenas cotidianas. Incluso sobresale una ejemplar grúa en el escenario alicaído de una calle, la arteria principal del pueblo.

Imposible la comunicación con Midwich mientras dura el fenómeno. Una franja espacial también queda afectada, delimitándose los contornos de la rareza, como se suele decir, con tiralíneas. Un virus, gas o radiación son las posibilidades que se barajan, que forman parte de un juego que nos es desconocido. Son de alcance limitado, pero sus implicaciones y consecuencias resultan ciertamente ilimitadas. Empezando por la reanimación, que conlleva una acusada sensación de gelidez. A lo que se añade la angustiosa incertidumbre de si un hecho así se puede volver a repetir. Y la certeza de que ya nada volverá a ser lo mismo. El mundo conocido va a cambiar.

Porque, realmente, ¿a qué estamos expuestos? Enfrentarse a una situación inédita puede resultar traumático. Sobre todo, cuando sus secuelas pasan de gatear a desarrollarse como nunca antes se ha visto. Uno de los mejores momentos de El pueblo de los malditos lo encontramos cuando el pequeño David (Martin Stephens) es capaz de deletrear su nombre a corta -que no tierna- edad, valiéndose de unos cubos con letras. Ya declaró el doctor Willers (Laurence Naismith), tras analizar las correspondientes ecografías, que se trata de uno de los fetos más perfectos que he visto. Procedan de donde procedan, estos niños poseen idéntico grupo sanguíneo al de la madre. Pero no su alma, por así decirlo. Conforman un grupo comunitario, en palabras del profesor Zellaby. Además, también en otros lugares del planeta han surgido colonias.

Lo que me lleva a recordar que en El pueblo de los malditos se hace evidente la agilidad de la narración por medio del guión y el montaje, una característica vital del buen cine de género adscrito a la denominada serie B.


Entre tanto, los chavales se las saben todas. Como si hubieran aprendido un bachillerato de los de antaño. Cohibido, Zellaby trata de enseñarles humanidad, la asignatura más difícil dadas las circunstancias. Incluso podríamos asegurar, prosiguiendo con la chanza, que se dispone a hacerles una adaptación significativa en el ámbito humanístico, pero ni por esas. Sobre el horizonte vislumbra Zellaby la perspectiva de una obediencia ciega, la sumisión ideológica más descarnada, con lo que nuestro protagonista acaba pasando del brumoso modo pedagógico al de maestro. No en vano, asistimos a la criminalización de toda disidencia por parte de los niños. Así, cuando el diálogo, la igualdad y la co-gobernanza con los chiquillos no parece conducir a ningún buen puerto para los humanos presentes, y como para colmo tampoco se acostumbra Zellaby a hablar de fallecidos como si estuviera dando el parte meteorológico, el protagonista emprende algo que es básico en la historia del cine norteamericano, que es la iniciativa personal. Esa que tanto molesta a quienes se afanan en que todos pensemos y actuemos de la misma manera. Se cubre las espaldas de la mente y, con arrojo, trata de bloquear los pensamientos de su “solución final”. Algo así como proyectar una imagen predeterminada para proteger los últimos resquicios de su intimidad, preservando la sana separación de poderes

Por algo la figura del maestro parece estar siempre en el centro de una diana donde arrojan sus dardos desde los llamados tutores legales (padres, madres y demás encargados de las criaturas), pedagogos y la administración en sus múltiples y mutables formas.

¿Qué pensáis hacer con este dominio?, les pregunta Zellaby a los niños con talante retórico. Más aún, ¿cómo escapar al control ejercido por los demás? Como siempre ocurre en la buena ciencia ficción, las implicaciones de las preguntas que se formulan son tan atemporales como sugestivas. A la par de inquietantes (o tan inquietantes como lo es la propia naturaleza humana). Al final, Gordon Zellaby representa el sacrificio por la libertad individual. Esa sin la cual no se puede sobrevivir en ningún marco.

Hubo una nueva adaptación a cargo del guionista David Himmelstein (-), autor de la escritura de una película a reivindicar: Power (Íd., Sidney Lumet, 1986), con dirección del añorado y estimulante John Carpenter (1948). De nuevo nos encontramos en una población tranquila, de igual nombre, aunque esta vez, en las costas norteamericanas.

Sobre estas se yergue una masa oscura, indefinida. Susurrante, en definición del doctor Allan Yale (Christopher Reeve). Como la niebla del film homónimo del realizador. De hecho, el entorno podría ser el mismo que el descrito en esa otra película, ambos son intercambiables.

Carpenter hace hincapié en los prolegómenos, para que nos familiaricemos un poco más con los distintos personajes, que aquí se expanden. Ellos son, además de los niños, Allan y su esposa Barbara (Karen Kahn), la maestra de escuela Jill (Linda Kozlowski) y el mecánico Frank (Michael Paré), el cura -anglicano- Nick (Mark Hamill) y su esposa Sarah (Pippa Pearthree), la joven madre soltera Melanie (Meredith Salenger), la temerosa Callie (Constance Forslund) y el maduro Ben (Peter Jason), que acaba de regresar de una estancia en el extranjero…

A diferencia de lo que sucedía en la predecesora, el protagonista se halla fuera del pueblo atendiendo a un paciente y, por lo tanto, no padece los rigores del fenómeno. Por lo demás, el grueso de imágenes y situaciones se repite, solo que en color y formato ancho: las reses caídas que retornan a la vida, el frío posterior al suceso, o el hecho de que uno de los bebés sepa deletrear su propio nombre. Y, por supuesto, el desenlace.


Al elenco de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Universal, 1995) se incorpora un personaje interesante, el de la doctora Susan Verner (Kirstie Alley), que es epidemióloga. Proporciona la necesaria autoridad y magnetismo. No es la única novedad digna de mención. Se da la circunstancia de que la hija de Melanie Roberts ha nacido muerta, con lo que uno de los chiquillos, David (Thomas Dekker), queda desparejado, en lo que es una de los añadidos más sugerentes de esta nueva adaptación. Sobre todo, porque conlleva un “fallo” en el experimento (maneje quien maneje los hilos). De las ocho parejas también descuella un líder, que en esta ocasión es Mara (Lyndsey Haun). Son estos unos críos especialmente repelentes, sin el “encanto” de los previos, salvo en el caso del pequeño David. Su morfología pronto incorpora una creciente empatía con los seres humanos, aunque el realizador se valga de su figura para introducir uno de sus habituales quiebros argumentales al final del relato.

La amenaza continúa siendo la misma. Como resume el párroco, estos chicos tienen una sola mente y un aspecto humano. Lo que deviene en el enfrentamiento físico y mental con las fuerzas del orden, frente al granero que sirve de alojamiento a los cuclillos de Midwich. Una secuencia que Carpenter visualiza de manera ejemplar. Como significativos son los planos de un Midwich desvencijado y solitario tras los partos. Son las imágenes de un pueblo que se está muriendo después de haber acogido tales nacimientos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


¡A ponerse series! (XL): Hollywood

09 junio, 2020

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RYAN MURPHY / DANIEL MINAHAN / MICHAEL UPPENDHAL / JANET MOCK y JESSICA YU

Tengo la inmensa fortuna de no ser uno de esos tipos que cuando no tiene otra cosa mejor que hacer echa mano de la radial. El caso es que siempre tengo otra cosa mejor que hacer, me gusta leer casi de todo, el cine (clásico, preferentemente), todo tipo de música digna de tal nombre, y hasta siento interés por las ciencias ocultas (como dice Woody Allen en su reciente y estupenda Autobiografía, de la que pronto comentaré algo más, soy un loquito de los horóscopos -con lo que demuestra que no sabe en qué consiste la astrología, pero dejemos eso de momento). El caso es que jamás me aburro, apenas veo la televisión, y cuando lo hago, es para encomendarme a mi intuición y programar alguna serie de interés (que cada vez son menos).

Viene todo esto a cuento a que Hollywood (Íd., Netflix, 2020) me ha hecho cierta gracia, aunque quede lejos de alcanzar la maestría. No obstante, está bien elaborada, ambientada y actuada. Y por eso la traigo a colación.

Veamos. Después de la Gran Depresión (1929-1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se produjo un periodo de florecimiento económico y anímico en todo el territorio de los EEUU. Y en este devenir nos situamos; concretamente, en 1946. Época de reacomodos familiares y laborales, y de volver a ilusionarse, en la que el séptimo arte cumplió su papel definitivo fuera y dentro de las pantallas. Como asegura Jack Castello (David Corenswet) en la serie, cada vez que salgo del cine me siento mejor (capítulo I). Su personaje es un alter ego, no en sentido estricto, pero sí bastante reconocible, de las andanzas seudo versallescas de Scotty Bowers (1923-2019), moderno Robin Hood de Hollywood Boulevard, recién licenciado de los Marines tras la contienda. Él cuenta su experiencia en Servicio completo (Full Service, 2012; Anagrama, 2013), y por eso sabemos que actuó a guisa de celestino sin mutis. Simpático zascandil ajeno a traumas y traumatismos, y a la sazón, especialista en llenar los depósitos y en vaciarlos, Bowers disecciona bien el contexto histórico de aquel momento. Después de la Guerra, había miles de chicas y chicos desocupados (capítulo IV del libro). Así que pronto encontró Scotty en que ocupar su tiempo, además de servir gasolina en la más dicharachera estación de servicio del centro de Los Ángeles. Ya siendo niño mostró siempre una buena disposición y un carácter afable, orgulloso de su placentero ingenio. ¡Y encima lo invitaban a galletas!

En la serie, y bajo el nombre de Jack Castello, su primer contacto no es con un reconocido actor, como se narra en el libro, sino con Avis Amberg (Patti LuPone), de la que más tarde averiguaremos que se trata de la esposa del director de los Estudios Ace, émulo o transposición de la Paramount, y del resto de estudios cinematográficos en su conjunto. Sin embargo, pese al encuentro netamente sexual, Jack inspira confianza y llega a sincerarse con Avis. Un aspecto que determina el carácter del protagonista y que marca el tono de la serie: abierta y explícita, sin dejar por ello de ser amable y humana.

Ahora bien, conviene recordar que no es cierto que el cine no abordara el sexo con anterioridad, lo que sucede es que no se mostraba, al menos, tras la penetración del Código Hays (1934-1967). Se sobreentendía entre los pliegues de los fundidos a negro. Y todo el mundo sabía lo que estaba sucediendo, porque como recuerda Scotty Bowers en su excitante libro de memorias, el sexo es lo más natural del mundo. Nuestros cuerpos estaban diseñados de un modo determinado, y mi mente, no albergaba la menor duda de que el sexo era esencial para la salud emocional, psicológica y física (Op. Cit., IV).


Con el transcurrir del tiempo, todo el personal salido confluye en la casa de citas que es la gasolinera Golden Tip, propiedad de Ernie West (Dylan McDermott), a su vez, remedo de las modernas aplicaciones móviles para ligar, como Gridr, Wapo, et alii. Bowers lo explica bien en su libro: la gasolinera Richfield en Hollywood Boulevard hacía las veces de un pequeño centro comercial (…) el sitio era un hervidero, un negocio en pleno corazón de Hollywood (capítulo II del libro). Con caravana ad hoc, por cierto. Su ubicación ideal resultaba cómoda para la mayoría de las productoras de películas (Op. Cit., IV).

Son episodios narrados con innegable gracejo y desenvoltura, si bien, con semejantes mimbres, no es sorprendente que se produjera un progresivo distanciamiento de su esposa Betty, tal y como se recoge en la serie. A Jack se unen -y a veces acoplan- otros personajes, como el muchacho de color Archie Coleman (Jeremy Pope), que trata de abrirse camino como guionista, y que tiene su primera cita con otro joven aspirante a actor llamado Roy Scherer (Jake Picking), al que posteriormente conoceremos con el sobrenombre de Rock Hudson. Intérprete que siempre fue mejor de lo que la crítica le concedió. Por su parte, Raymond Ainsley (Darren Criss) desea convertirse en director. Durante el proceso, conoce a la descollante actriz Camile Washington (Laura Harrier), que al igual que Archie, es de color (un inciso: todo esto me recuerda la divertida anécdota, no sabemos hasta qué punto apócrifa, que tuvo como protagonista al estupendo realizador húngaro Michael Curtiz [1886-1962], ya instalado en América. Se cuenta que, durante la coordinación de una secuencia con numerosos extras en La carga de la brigada ligera [The Charge of the Light Brigade, 1936], anunció por su megáfono que los blancos a este lado del plano y los negros a ese otro. Al ser advertido de que en Estados Unidos se prefería la expresión “de color” para tales distinciones, asintió y voceó muy complacido: a ver, ¡los de color blanco a la izquierda y los de color negro a la derecha!).

A los citados personajes se añaden la vampiresa y aspirante a ser la nueva “Eva” en este Hollywood al desnudo, Claire Wood (Samara Weaving), el competente productor de los estudios Ace, Richard Dick -muy apropiado- Samuels (Joe Mantello), el abogado del estudio Lon Silver (Brian Chenoweth; por poco “Long John”) y el repelente agente Henry Wilson (Jim Parsons), que no sé cómo sería en la vida real, pero para el que queda claro que el fin justifica los medios. También contamos con la cazatalentos, instructora y logopeda Ellen Kincaid (Holland Taylor, a la que recientemente tuvimos ocasión de recordar, por su participación en las animosas Tras el corazón verde [Romancing the Stone, Robert Zemeckis, 1984] y La joya del Nilo [The Jewel of the Nile, Lewis Teague, 1985]). Sin duda, uno de los personajes más luminosos del entramado, junto al apuesto Jack.


En fin, todos estas interacciones, encuentros y desencuentros, son abordados por los distintos realizadores de la serie sin concesiones, pero sin perder cierta desprejuiciada elegancia, una inherente sutileza pese a lo explícito de algunas situaciones. Incluyendo las tonterías que se acostumbran a prometer en la cama, o donde le pille a uno. Y como a sus clientes, Jack no parece dejarles mal sabor de boca -muy al contrario-, pues el negocio va viento en popa a toda vela.

Todo lo demás, parece mera fachada, aún bajo el relumbrón de las formidables marquesinas. Porque como asegura Ernie, la hipocresía es la base de esta ciudad (II). Yo diría que es la base de todo ser humano en cualquier parte, pero apreciaciones cuantitativas aparte, esto no es impedimento para que Jack y sus allegados escalen el conocido rótulo de Hollywoodland durante los títulos de crédito con alegría y desparpajo. Al fin y al cabo, los sueños hay que perseguirlos y acorralarlos siempre.

El caso es que entre Raymond y Camile asistimos a una relación interracial. Y para completar un simbólico ménage à trois, Raymond insiste en que él también es medio asiático (por parte de madre o de padre, ¡esto es de lo poco que no se explicita en la serie!). Pues muy bien. 

Como el rótulo, la miniserie (siete capítulos) se sostiene a pesar de la tendencia a contemplar a los personajes desde la perspectiva del siglo XXI, en lugar de la que les corresponde. Lo cual incluye el acostumbrado varapalo políticamente correcto a Walt Disney (1901-1966), vía alusiones a Canción del sur (Song of the South, Wilfred Jackson, 1946). Comentario desaforado -como los son otro tipo de subidones- e injusto por descontextualizado, pero que es marca de la casa: de hecho, hemos pasado del toque Lubitsch al toque Netflix. Pese a todo, prevalece el cariño y afán humanista hacia dichos personajes, así como el fiel retrato de una estación, o estado de ánimo, que duraba todo el año, con el aditamento de unas atemporales canciones de época y unos vehículos que hoy nos parecen de ensueño. Un Hollywood en el que emergen y sucumben estrellas. Como le recordaba el personaje de Felix Farmer (Richard Mulligan) a su amigo Tim Culley (William Holden), en la desinhibida y disfrutable S.O.B. (Íd., Blake Edwards, 1981), con la que esta serie tiene que ver, pese a que las estrellas se apagan, su luz es maravillosa.

Por otra parte, está en el A.D.N. hollywoodiense y norteamericano en general, la meritoria aportación de que la diferencia siempre la marcan las personas y no las estructuras. Algo que se desprende de un sinfín de creaciones, en todos los ámbitos, allende los corsés ideológicos y religiosos de todo pelaje, que campan a sus anchas por aquellas y otras llanuras. En cualquier caso, nada que ver con el cubo de basura doctrinario que es el Hollywood actual. Lo más valioso de la serie, reside, precisamente, en ese empeño de coraje individual, aún dentro de las organizaciones que nos acogen (o expulsan). Como dice el dinámico Ernie, haciendo referencia a toda su clientela gasolinera y a los organizadores de fiestas con derecho a piscina, que sirven de ejemplo extensivo en nuestro relato, por una noche, esas personas pueden ser ellas mismas (III).

De igual modo, una de las mejores escenas es cuando, durante un almuerzo, el productor Dick Samuels mejora el guión de Archie y le explica por qué (IV). También encauzará al joven y bisoño realizador Raymond, para que no se desparrame. Podemos incluir la emotiva propuesta “matrimonial” de Ellen a Richard. Es curioso cómo en un mundo donde se debe actuar (fingir de forma convincente, más allá de lo que hacemos habitualmente los demás), comienzan a derrumbarse los muros ficticios -plagados de grafitis, eso sí- de la identidad sexual, y consecuentemente, de la sociedad. De actuar a escondidas, Richard pasa a no querer ocultarse, e incluso a encontrar una pareja (aunque la narración esto lo deja en apunte, creo que con acierto).


Por supuesto que la visión que ofrece la miniserie es parcial (no necesariamente falsa). Tan solo parece querer retratarse “lo exótico”, en lugar de las ordinarias vidas de quienes hicieron de la industria clásica del cine una parte fundamental de nuestra historia, y desde luego, una característica artística inamovible del siglo XX. Como caricatura, destaca Amberg Ace, el jefe de los Estudios donde se centra la acción (interpretado por el realizador Rob Reiner). Personaje hiperbólico y, por supuesto, de talante retrógrado, su figura es de trazo grueso (los jefes de los estudios de Hollywood eran mucho más listos de lo que aquí se formula, aunque la sociedad en la que les tocó vivir era la que era, como la de ahora es lo que es, y la de mañana vayamos usted y yo a saber). Sin embargo, al igual que va a suceder con otros protagonistas, Amberg va a sufrir una transformación casi milagrosa -cinematográficamente vistosa, habría que decir-, por la que se atempera su carácter. De igual modo, la trepadora Claire, hija de Amberg, suaviza su trato y encuentra una relativa estabilidad de la sobada mano del pluriempleado Jack Castello. Algunos insertos innecesarios, con ribetes de colorida trascendencia, los hallamos en la incorporación de personajes como George Cukor (Daniel London), que no deja de ser parte de la sosa figuración; Tallulah Bankhead (Paget Brewster) y las oscarizadas y deliciosas Hattie McDaniel (Queen Latifah) y Vivien Leigh (Katie McGuinness). Mención aparte ofrece la ex amante de Amberg Ace, Jeanne Crandall, interpretada por una insuperable Mira Sorvino (1967). Algunas de las soluciones más bellas se concentran en los capítulos VI y VII, cercana la resolución.

Así, del asiento trasero de un vehículo en un descampado, a la butaca en primera fila durante un estreno, Hollywood,acomete su retrato acertando y equivocándose a partes desiguales, pero con una innegable eficacia artística y reclamo dramático. Como resume Ellen Kincaid, me encanta mi vida en el estudio.

Un oscarizado colofón cercano a la ucronía, pero de final feliz, pone broche a la serie. Aunque con esta ceremonia se deslice la peligrosa idea de que es conveniente premiar no solo las buenas actuaciones, sino las que son susceptibles de erigirse en un símbolo (del tipo que sea, esto va variando con los años). Anteponiendo, por lo tanto, la ideología al talento. Pero quedémonos con lo mejor, esas buenas intenciones que siempre cuentan, y que creo que en el caso de Hollywood son honestas. Y por supuesto, con el respeto hacia el cine clásico que subyace y las personas impetuosas que lo hicieron posible.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Este artículo se ha publicado conjuntamente en la revista electrónica cultural La Retaguardia


Interstellar, de Christopher Nolan

05 junio, 2020

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Uno de los directores que ha polarizado a crítica y público en los últimos años ha sido Christopher Nolan (1970). Aunque suele gozar del favor del público, es frecuente que surjan críticas a sus obras por diversos motivos. Apasionado de la espectacularidad con argumentos de cierta raigambre polémica a nivel social (El caballero oscuro [2008]), histórico (Dunkerque [2017]) o de ciencia ficción (Origen [2010], Interstellar [2014]), lo cierto es que debemos admitir que ha sido uno de los directores que ha gozado de un éxito considerable en los últimos años, aunque también ello le haya valido críticas bien por considerar que no hacía obras tan redondas como aparentaba, bien porque estaba por debajo de obras similares de mayor calado o bien por su tendencia a sobreexplicar sus películas o escenas tratando al espectador como un ingenuo.

De entre las obras que ha dirigido en los últimos años, Insterstellar ocupa uno de los lugares cumbres en la consideración de su carrera. Sin embargo, no podemos considerar que esté exenta de esa doble cara que ofrece la mayor parte de sus películas, es decir, con respecto al hecho de haber polarizado a los espectadores entre quienes aman la película y quienes la aborrecen. En mi consideración, creo que gran parte del público se sitúa en un término medio, entretenidos y emocionados sin más, siendo en este caso las redes sociales las que alientan dos posturas extremas, como en tantas otras ocasiones.


La historia nos lleva a un futuro postapocalíptico en el que el planeta se ha convertido en un entorno hostil para el ser humano eliminando todas sus conexiones, destruyendo la tecnología que hoy nos sustenta. Al final, la humanidad se ha visto obligada a sostenerse con una agricultura azotada por plagas recurrentes que van eliminando los distintos productos agrícolas que se pueden cultivar, siendo el maíz uno de los pocos reductos que quedan. En estas circunstancias nos encontramos al protagonista, Cooper (Matthew McConaughey), un granjero que antes de la catástrofe era piloto para el ejército estadounidense. Es un personaje arisco y díscolo con la nueva política gubernamental que intenta obviar el pasado heroico y tecnológico a fin de acabar con lo que consideran que son falsas ilusiones y esperanzas de la población. Así se demuestra cuando Cooper se enfrenta al sistema educativo por intentar negar la llegada del ser humano a la Luna, recurriendo en esta ocasión a una de las teorías de conspiración más conocidas como relato oficial.

En cierto momento de esta situación, Cooper empieza a descubrir que están sucediendo hechos anómalos gracias a su hija. Incapaz de contener su curiosidad, se encuentra con un secreto gubernamental: la NASA sigue existiendo y está intentando acceder a un agujero de gusano descubierto en el sistema solar para llegar a un planeta habitable que se convierta en el nuevo hogar de la humanidad. Para ello se han elaborado dos planes: el primero consistiría en localizar el planeta habitable y mandar en una nave gigante a toda la humanidad de la Tierra y el segundo, en caso de ser imposible crear esa nave, enviar las células necesarias para crear nueva vida humana en ese nuevo planeta. Este es el punto de partida para la gran aventura que Nolan propone.


Se trata de una misión arriesgada para la que Cooper está capacitado, pero que supondría la destrucción de su vida familiar. Un sacrificio seguro si tenemos en cuenta que quizás no pueda regresar nunca o que cuando lo haga han podido transcurrir demasiados años en la Tierra debida a la relatividad del tiempo en los viajes espaciales, algo que bien nos recuerda al final de una célebre película de ciencia ficción. De esta forma el tiempo se postula como una de los principales ejes temáticos de la obra. A partir de este planteamiento, se dan dos grandes escenarios.

El primero, y el que más interesará a los aficionados a la ciencia ficción, es el espacial. Es una ciencia ficción bastante rigurosa dado que Nolan contó con el apoyo de un asesor científico, el físico teórico Kip Thorne (1940), quien ya en el pasado había colaborado con Carl Sagan (1934-1996) para su novela Contacto (Contact, 1985). De esa forma, tenemos detalles como la ausencia de sonido en el espacio, que suponen una de las principales características de las secuencias en las que el protagonismo recae en la nave espacial y que se aleja de los sonidos habituales que el imaginario cinematográfico nos había legado. O la concepción del agujero de gusano y su funcionamiento, la visión de un agujero negro o el concepto de la relatividad del tiempo y su funcionamiento en el espacio exterior por la influencia de los cuerpos celestes.

Sin duda, la aventura está clara: recabar información de los tres planetas candidatos, visitar a los tres aventureros anteriores e intentar desperdiciar el menor tiempo y el menor combustible posible. Precisamente, esta cuestión pesa al protagonista, Cooper, que sabe que arriesgarse a visitar un planeta en el que el tiempo pase más lento provocará que se pierda años en la vida de sus hijos. Y ahí es donde entra el otro gran escenario: el factor humano. El escenario de la familia, de la duda, de la emoción. Interstellar se reviste de ciencia para realmente ahondar en lo que se pierde, en lo que se gana, en las relaciones humanas o en el significado del sacrificio individual en pos del bien común.


Sin embargo, conforme transcurre la película, debemos considerar que llega cierto punto en que no se encuentra una respuesta satisfactoria a ninguno de los dos escenarios. No quiere decir que la película no tenga una buena calidad técnica o que no resulte espectacular en su desarrollo de la ciencia ficción. Sin duda, tiene giros dramáticos bastante cautivadores y convincentes, efectivos para emocionar al espectador, pero al final lo que podía haber sido una obra mucho más coherente, acaba perdiéndose en un deus ex machina con el fin de lograr el efecto deseado para su conclusión. Si bien resulta interesante el hecho de que el tiempo se convierte en una dimensión física más, el cómo se ha llegado a este punto parece ser fruto del azar o, en todo caso, de algún tipo de destino, y al final parece que era una clave obligatoria para regalarnos el giro dramático más efectivo y el final feliz necesario. Por poner un ejemplo de una obra semejante, Encuentros en la Tercera Fase (Steven Spielberg, 1977) resultaba menos efectista y rendía mejor en un desarrollo coherente en el que su final no se sentía postizo.

La película acaba por intentar sobreexplicarse, porque ni siquiera el protagonista entiende qué le ha pasado. Ni la aventura espacial ha resultado productiva, ya que ha estado bastante vacía de contenido, perdiendo a personajes que no nos interesaban y con escenas que eran más resultonas por su espectacularidad que por lo que sucedía, entremezclando tonos genéricos que oscilan entre las películas de catástrofes, el thriller o el terror más claustrofóbico, pero sin que los hechos parezcan calar en los personajes, siendo todo bastante plano y gris. Y no cabe duda de que el espectador puede desear que nuestros viajeros especiales lleguen a un planeta nuevo, porque sin duda el diseño de estos mundos resulta variado y visualmente atractivo de la película. Pero no sucede así con aquello que nos intenta narrar.


Quizás uno de los puntos más interesantes es el conflicto entre lo emocional y lo razonable que se da, pero el espectador que ya esté habituado a estas cuestiones, sabrá ver las trampas que la película sitúa para funcionar. Y no acaba por resultar satisfactorio: la resolución de la aventura espacial queda cortada, la resolución de la parte emocional y familiar acaba por ser intensa, pero ofrecer una respuesta definitiva que provoca que consideremos que todo lo vivido ha sido una excusa, un mcguffin para llegar a cierto punto en el que reflexionar sobre los lazos que creamos y para que el tono final de la película sea el de un romance en suspense. Incluso los coletazos sociales del primer tramo se pierden por completo y el desarrollo de la aventura espacial se siente superfluo por carecer de un significado propio. Y al final acaba por ser una película demasiado tópica: gobiernos que engañan, muertes de personajes insignificantes, el egoísmo y el amor enfrentados y una resolución dramática que trata de satisfacer a todos y hacernos sentir bien con nosotros mismos, siendo una obra autocomplaciente con la idea de dar una nueva oportunidad a su protagonista... sin que antes se nos diera la ocasión de que el protagonista lo necesitase.

Es decir, Interstellar es un viaje hermoso, pero vacío. Fantástica en su forma de visitar el espacio, de crear planetas originales y diferentes, de recurrir a teorías científicas como un recurso narrativo que pueda emocionar. Pero es menos profunda de lo que aparenta ser y manipula demasiado su forma de dar un cierre a la aventura. Al final, todo se queda en un espectáculo que no lleva a ninguna parte, un viaje en el que disfrutaremos del paisaje, nos emocionaremos donde toca y saldremos pensando si algo de lo visto ha tenido sentido, sobre todo si lo hemos comprendido bien y hemos contemplando las costuras de la película de Nolan.


Lo cual es nefasto, porque echa por tierra las secuencias mejor recreadas de la obra. Si la buena labor musical de Hans Zimmer (1957-) y la excelente factura técnica del espacio le unimos unas actuaciones bien llevadas, especialmente en las escenas más emotivas, es un lastre que todo se diluya por una narrativa excesiva y retorcida. Por ejemplo, había sido capaz de mostrarnos una gran emotividad con la sencillez de unos astronautas que ven retransmisiones de sus familiares contándoles todo lo que se han perdido o supo plantear las tensiones entre obedecer a la razón o a la emoción. Porque se sentía bastante cercano, como toda la subtrama en la que el egoísmo y el temor por la propia supervivencia envilece a un astronauta. O incluso cuando muestra la situación en la Tierra enfrentando dos formas de pensar sobre el futuro, representadas por sendos hermanos, a pesar de que esta trama quede cortada y no lleve a ninguna parte. Y, sin embargo, a pesar de todo lo logrado, no llega a culminar con la brillantez deseada.

En definitiva, Interstellar es una película con una ciencia bien desarrollada y con una gran emotividad, pero que, por ciertos factores, no llega a tener una narrativa bien cerrada y coherente, siendo capaz de traicionarse a sí misma. Incluso existen ciertas secuencias en los que la emoción o la búsqueda de la lágrima en el espectador es bastante manipuladora y es evidente. Al final, por querer ser una combinación, que no iba por mal camino, acaba por no ser resolutiva en ninguno de los dos grandes escenarios que plantea y eso es obvio que puede causar insatisfacción en el espectador que se pare a reflexionar sobre lo que ha visto. Se queda por detrás de, por ejemplo, La llegada (Denis Villeneuve, 2016), que no jugando el factor del realismo espacial de Interstellar, logra ser una historia más redonda y emotiva, más íntima incluso, sin llegar a ser incoherente con lo que ha creado en su desarrollo y donde todo cobra sentido sin que por ello se pierda el efectismo de un giro dramático final, pero aplicado con lógica. Insterstellar, por contra, acaba siendo una Odisea cuya travesía es deslumbrante, pero en la que el fondo se diluye hasta conseguir que el regreso a Ítaca se sienta impostado.


Para el sábado noche (XCIV): La esfinge, de Franklin J. Schaffner

02 junio, 2020

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Lo contó el propio Howard Carter (1874-1939) al tener acceso a la cámara principal donde se hallaban los restos del joven sacrificado Tutankamón (1345- 1327 a.C.). Ante la pregunta de su financiador, un inquieto lord Carnarvon (1866-1923), de si lograba vislumbrar algo, el arqueólogo británico respondió sí, cosas maravillosas (La tumba de Tutankhamón, 1923; Orbis, 1985). Esto fue un veintiséis de noviembre de 1922, al atisbar por una ranura la exuberancia del contenido de la tumba real recién horadada.

El hallazgo de algunos testimonios arqueológicos a flor de tierra, me hicieron concebir la esperanza de descubrir la famosa tumba. Fueron seis largos años de labor infructuosa y de tenaz perseverancia, acompañados por el escepticismo de los incrédulos. Tras el descubrimiento, todo cambió en un instante. Trabajamos sin descanso, con ese ardor especial de los que quieren disputar a la tierra avara un secreto o un tesoro (declaraciones extraídas, con motivo de la visita de Howard Carter a Madrid, del diario ABC del veintisiete de noviembre de 1924, dos años y un día después del acceso a la tumba. Información disponible, además, en el espléndido volumen Tutankhamón en España, de la Fundación José Manuel Lara [2017], a cargo de Myriam Seco [1967] y Javier Martínez [-]).

Justamente, un hallazgo de carácter casual es lo que ha llevado a la arqueóloga Erica Baron (Lesley-Anne Down) a las fértiles tierras del Nilo. Fértiles en misterios y peligros. Erica se halla en pos de una curiosa investigación, merced a los dos principales, y no del todo coincidentes, inventarios elaborados por Howard Carter y lord Carnarvon, acerca del contenido de la cámara del rey. A partir de ahí, se suceden unas muertes inesperadas, la primera de las cuales es observada por Erica, de nuevo por casualidad. Como le advierte el atento Akmed Khazzan (Frank Langella), casi se diría que la muerte es un estilo de vida para los egipcios. Antes ha explicado la arqueóloga inglesa, residente en Boston, a una colega del Museo del Cairo, que paso de los hombres; el único hombre que me interesa ahora es Menephta (el personaje que investiga para su tesis). Pero Erica se verá forzada no solo a tratar con los muertos, sino también con los vivos, lo que, he de admitirlo, puede resultar en extremo latoso. De hecho, por poner un ejemplo gráfico extraído de la película, me hallo en condiciones de asegurar que los vendedores locales son tan atosigantes como aquí se describe.

La indagación emprendida por Erica le lleva a presentarse en la tienda del caballeroso anticuario Abdu Hamndi (el estupendo John Gielgud), que a su vez está recibiendo la visita de descortesía de Stephanos Markoulis (el entrañable John Rhys-Davies, que aquí pasa de vapuleador a vapuleado). Al poco, Erica es testigo de uno de esos hechos violentos, y entra en contacto con el periodista de Euro Magazine Yvon Margeot (Maurice Ronet). También lo hará con el referido Akmed, que es el director general del Departamento de Antigüedades de la República egipcia-árabe, junto a su ayudante Gamal Ibrahim (Nadim Sawalha), y el solícito guía Selim (Saeed Jaffrey), que le acompañará en su paseo de rigor por la meseta de Guiza y Saqqara. En este último enclave se produce el segundo asesinato. Concretamente, en el Serapeum, donde, por parte del director, no se nos escatima la figura ridícula de un guía norteamericano con la apariencia de un entrenador deportivo (William Hootkins).


Franklin Shaffner (1920-1989) acomete toda esta trama sin florituras circenses, ofreciendo una filmación limpia, ajena a los retruécanos visuales, efectiva y fresca a pesar del calor, con afluentes que desembocan en la corriente principal del contrabando de objetos históricos. Al fin y al cabo, el relato es una adaptación de John Byrum (1947) que partía de una novela de Robin Cook (1940), Sphynx (1979; de la que existen varias ediciones en español, la mía es de Círculo de Lectores, 1981).

A este respecto, debo señalar que cada vez me enferma más la actitud de reducir el trabajo, más o menos continuado, de un realizador, Shaffner en este caso, a unas dos o tres -con suerte- películas “magistrales”, desechando el resto. Sin demérito de ofrecer una crítica equilibrada, a todos estos “sabedores” habría que recordarles aquello de lo mejor es enemigo de lo bueno. La esfinge (Sphinx, Orion-Warner Bros., 1980; estrenada al año siguiente) no es una obra maestra ni lo pretende. Lo que pretende es contar una historia atractiva, ambientada en el ayer y hoy del mundo de los descubrimientos egipcios, así como entretener. No tiene la pesimista y algo cargante profundidad psicológica de Sinuhé, ni la amena frivolidad colorista de piezas como Semíramis, esclava y reina (Cortigiana di Babilonia, Carlo Ludovico Bragaglia, 1954) o Nefertiti, la reina del Nilo (Nefertiti, regina del Nilo, Fernando Cerchio, 1961). Se adentra más en el territorio de la estupenda El valle de los Reyes (Valley of the Kings, Robert Pirosh, 1954) o El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980; sin el bagaje ultraterreno), ambientadas en la actualidad. Es, por lo tanto, una buena película, en el sentido de estar bien filmada y resultar grata de seguir, con algunos momentos particularmente logrados. Esto es, esencialmente bien construida, lo que no es poco tal y como está el patio cinematográfico (y no me refiero esta vez a la aplicación digital, sino al aspecto meramente narrativo).

Un prólogo sitúa la acción en el antiguo Egipto. Concretamente, en el Valle de los Reyes, igual de calcinado que ahora. Allí se imparte expeditiva “justicia” en la figura de un grupo de asaltadores de tumbas. Y de salteadores va nuestro relato, solo que unos poseen acreditación académica y otros, un ancestral “derecho de familia”. Saltando hasta nuestro presente, el populoso El Cairo de finales del XX (la precisión casi resulta anacrónica), Erica se afana en atesorar toda la información que puede acerca del médico, arquitecto y científico Menephta (un nombre inventado; Behrouz Vossoughi), que ejerció durante el reinado de Seti I (este sí real, 1323-1279), faraón del que, por desgracia, se conoce poco, aclara la arqueóloga. Precisamente, los antedichos asaltantes fueron cogidos in fraganti violentando la tumba de Tutankamón, mientras el arquitecto preparaba la de Seti. Su obsesión consiste en elaborar una sepultura inviolable con todos los mecanismos puestos a su disposición, circunstancia que nos retrotrae, siquiera vagamente, a Tierra de faraones (Land of Pharaoh, Howard Hawks, 1955).


El contenido de la tumba excedía nuestra fantasía, señaló Howard Carter en uno de los artículos que Erica ha leído en la hemeroteca del Museo del Cairo. Una circunstancia que se puede aplicar a la aventura que ella misma va a vivir. En Luxor, se aloja en el famoso Winter Palace, a la búsqueda del hijo del anticuario, Teufik Hamdi (Tutte Lemkov), que reside en Tebas. Allí es agasajada por Akmed. Mezclar los lugares turísticos (sea Egipto, París, Nueva York, El Partenón, o lo que sea) con una trama atractiva, puede resultar placentero si se hace con amenidad. En compañía de Akmed, visita Erica el Valle de los Reyes, donde este le indica las tumbas de los trabajadores (bien expresado por su parte) que erigieron los monumentos y escavaron la superficie del terreno. Todo esto era mi patio de recreo, comenta el encargado de antigüedades; cada ser humano tiene su lugar secreto, añade, en este Valle está el mío.

La investigación sobre una posible tumba de Menephtah parece estancada hasta que Erica se entrevista con la señora Aida Raman (Eileen Way), que es la viuda del que fuera capataz de Howard Carter; gracias a lo cual, el marido obtuvo los derechos de venta de souvenirs en el Valle.

En todo momento la música juega un papel protagonista, con pasajes tan dinámicos como en el mejor Goldsmith (1929-2004). La partitura se debe a Michael J. Lewis (1939), al que recientemente me referí con ocasión del comentario de la película Tinieblas (The Man Who Haunted Himself, Basil Dearden, 1970). Un autor “escondido” -con escasa discografía, oficial al menos- pero muy recomendable, y con un fragmento tan magnífico como el que precede al encierro de Erica. Como contraste, en el segmento que se sucede, Franklin Schaffner, también productor, renuncia con acierto a la música, significando así la soledad en que queda la arqueóloga. En determinado momento, incluso coloca la cámara en el interior de una alhacena, para advertir con el sonido que Erica ha vuelto porque ha olvidado hacer algo. También es de destacar la imagen en negro tras los títulos de crédito, que enlaza con el descubrimiento de Howard Carter y su famosa sentencia. Así como el movimiento de cámara que muestra la presencia de Akmed Khazzan en la habitación de hotel de Erica; un recurso sabido pero simpático. Quisiera añadir, además, el concurso del diseño de producción de Peter Lamont (1929) y nuestro Gil Parrondo (1921-2016), así como la asistencia de dirección de José López Rodero (1937), y la pulcra fotografía de Ernest Day (1927-2006).


El ambiente está creado. A la luz de una candela o haciendo alarde de las modernas linternas, saldrá a la luz un misterio que ha sido guardado durante generaciones. Así, al igual que ha venido sucediendo otras veces, Erica hará su descubrimiento definitivo (la ubicación del tesoro) por pura casualidad (o merced al destino, léase como se quiera), tras una serie de avatares (im)previstos. En realidad, el dilema que se le plantea a la investigadora consiste en la pesarosa ecuación renombre internacional-renuncia de la felicidad, que habrá de saber despejar; si bien, con ayuda. Es decir, la gloria o la dicha personal. Siempre hay que sacrificar algo.

En realidad, el tesoro en liza es producto del saqueo, un expolio organizado por los propios residentes del país (lo que no deja de ser una apuesta atractiva, teniendo en cuenta que las culpas siempre han recaído -de forma justificada- en los demás). Pero no por ello deja de ser un tesoro. Con su correspondiente trampa arquitectónica. Esa que dirime la ecuación.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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