Clásicos Inolvidables (CLXVIII): Tartufo, de Molière

19 marzo, 2022

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La hipocresía. Reviste distintas formas, pero casi siempre encuentra un caldo de cultivo en el que germinar y aposentarse. Se llama ignorancia y desinformación. Lo que conlleva el peligro de quedar encallados en algoritmos más propios de una secta que de una saneada democracia, y en brazos de una ingeniería social amparada por el capital de las dictaduras, cuya sombra cubre desde organismos mediáticos a cantautores con pretensiones cantamañaneras. Ya saben, información sexual, éxito garantizado. Y conservación del puesto también.

Y es que aquí se plantea un grave problema. ¿Cómo descubrir la falsedad que habita en forma de verdad, sin los suficientes elementos de juicio? Si la información se nos oculta o tergiversa, ¿cómo ver la luz al final de cada túnel? La respuesta parece clara, no profesando ciegamente en dicha Verdad. Con mayúsculas, y en oposición a la que se escribe con minúsculas, de la que cada uno de nosotros somos portadores. Una verdad esta más accesible y menos difícil de determinar. Leer ayuda.


El teatro era la diversión de moda en el siglo XVII. A veces se contaba con la protección de algunos nobles. Pero quien cortaba el bacalao solía ser el autor. Ya he comentado en otras ocasiones cómo no debemos poner como excusa el hecho de que un artista vea mermadas sus posibilidades por el hecho de estar al servicio de un mecenas o patrón (o estudio cinematográfico).

El año en que se hace actor, Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673) adopta el sobrenombre de Molière. A partir de ahí comienza su andadura personal en lo que Calderón (1600-1681) definió como el Gran Teatro del Mundo. Valiéndose de su experiencia actoral y empresarial, por lo general itinerante, pronto desarrolla el joven Molière un nuevo tipo de comedia satírica. Algo de lo que hizo su “fuerte” profesional, por encima de la representación de obras con acento más trágico. Otras compañías las representaban con ahínco (muchas de ellas, por cierto, extraídas de muchos argumentos de autores españoles). De este modo, se cumplía con el axioma clásico de que hacer reír es más difícil y saludable que hacer llorar. De la comedia a la italiana, Molière pasa a la sátira. De este modo, los vicios y las máscaras quedan pronto expuestos cual vergüenzas para deleite y estupefacción de propios y extraños, habitantes de cualquier siglo. Aquello que se oculta detrás de la retórica, política sin ir más lejos. O mejor aún, propagandística. Qué actual nos resulta.

Molière leyendo Tartufo, de N. A. Monsiau
Tartufo (Tartuffe, Cátedra, letras universales, 2000) es una de las obras más representativas de Molière. Compuesta y estrenada en 1664, no será hasta cinco años más tarde que se podrá representar con total libertad y sin cortapisas ideológicas. Como antes he anticipado, manejo la traducción y edición de Encarnación García Fernández (-) y Eduardo J. Fernández Montes (-) para Cátedra, pero existen otras, imagino que igualmente recomendables.

Los posibles modelos y situaciones que derivaron en Tartufo y pudieron inspirar a Molière, quedan muy bien expuestos en la introducción de la edición que comentamos (en el apartado Los devotos y el Tartufo). Con ello define y compone nuestro autor un personaje-tipo que en la actualidad ha pasado de los altares de la religión a los altares de la política. Exacerbado reflejo de algunas de las malas costumbres de la época y, por consiguiente, de cualquier época. En su obra, Molière gusta de juzgar a las personas por sus actos, no por sus ideas, aun siendo muy consciente de que dichas ideas determinan los actos. Sincronicidad. Su crítica se dirige a los falsos devotos de cualquier ámbito, en este caso, los rigoristas de la religión, o aquellos que se aprovechan de su cargo para su egoísta beneficio social y económico. Un tema que será recurrente en la historia de la literatura bajo mil y un ropajes, en su condición de espejo atemporal donde se mira el ser humano (sin apenas reconocerse).


Los personajes principales de la obra quedan como sigue. El cabeza de la familia protagonista es el burgués Orgón, siendo Elmira su segunda y actual esposa, y Cleanto el hermano de la primera (se supone que fallecida). La madre de Orgón es la rígida madame Pernelle, poco menos que conservada en alcanfor. Los hijos del primer matrimonio, Damis y Mariana. Valerio, el prometido de la chica, y Dorina, la espabilada e intuitiva doncella. Queda el elemento ajeno, extra familiar, Tartufo, amigo y consejero de Orgón, al que este ha instalado en su propia casa, casi diríamos que en su corazón. Tras un primer acto de presentación y ubicación, Orgón determina casar a su hija con Tartufo, al que cree libre de polvo y paja, honesto y leal (Acto II: escena I). Hasta que Elmira le pone una trampa al entrometido y oportunista Tartufo, en lo que podemos considerar la pièce de resistance de la obra (III: III). De hecho, Orgón le ha venido dando al arribista todo lo que ha pedido (III: VII), bajo la coartada de una ideología y el temor a su incumplimiento. Lo que poco menos equipara a Orgón con un obcecado votante a pie de urna.

En este sentido, el puntal de la familia parece mentalmente anulado, precisamente por someterse a aquello que ve. Y lo que cree, en función exclusivamente de lo que ve: una sutil dependencia estructural, bajo el andamiaje del cristianismo o, insisto, cualquier otra ideología de corte más materialista. En efecto, Orgón apenas posee intuición. Así lo detecta Cleanto en la primera escena del acto quinto. Sin embargo, lo patético se entrelaza con lo cómico en los sucesivos actos de la obra. Al igual que en la vida. El desenmascaramiento del impostor (IV: V y VI), será para Orgón toda una revelación. Como una epifanía.

No obstante, en el referido quinto y último acto, Tartufo parece disponer de un as en la manga. Del que parece formar parte la abducción de la señora mayor de la casa, madame Pernelle. En su defensa ciega de Tartufo, insiste en que morirán los envidiosos, jamás la envidia, feliz aserto, sino fuera porque lo dirige hacia los demás y no a sí misma.

Representación de la obra
Nada más peligroso que el advenimiento de un falso mesías. Según hace ver madame Pernelle desde un principio, Tartufo se encuentra allí para enderezar nuestras almas descarriadas, en un sentimiento de culpa original (I: I). Como réplica, el personaje de Cleanto reflexiona de cara a los espectadores y concluye que los hombres, en su mayoría, están hechos de extraña manera (I: V).

Buen golpe de escena es el hecho de que se comience a hablar de Tartufo en la obra, de su naturaleza y visibles intenciones (también de las invisibles, por parte de Cleanto, Dimas y Mariana), mucho antes de que este aparezca en escena. Se ha creado una inquietud y expectación por conocer a dicho personaje, todo un rey de Roma que por la puerta grande asoma.

Incómoda pieza maestra que seguirá teniendo vigencia mientras existan los rigoristas y falsos devotos, hombres de mala fe, sea cual sea su creencia e ideología, como advierten con acierto los editores (Introducción), Tartufo acomete este striptease del buenismo bajo el signo imperecedero del humor, esa sátira a la que antes aludíamos y que cuando está bien entretejida, nunca resulta tan grotesca como la realidad. Por algo, los hombres han necesidad de diversión, como reclama el propio Molière desde el prefacio de su obra.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCV): Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann

12 marzo, 2022

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Que a una persona la pueden dejar aislada resulta algo plausible. Y curiosamente, a un nivel de colectivo más que de individuos, puesto que el comportamiento replegado de unos convecinos, puede dar lugar a un miedo tan cerril como grupal, es decir, amparado en los otros.

También es irrefutable el hecho de que existen monomaniacos, personalidades alteradas que, de forma no menos sorprendente, se las apañan para acabar casi siempre dentro del ámbito de la política, atalaya desde la cual se puede dominar a los demás. Cumplir con la ley sigue siendo una entelequia tácita: cuando algo no conviene al desaprensivo, la ley se cambia. Pero existe otra ley natural, dependiendo de los redaños, que es aún más difícil de sobrellevar, la que atañe a uno mismo (por no irnos a otras alturas menos tangibles). A eso es a lo que se enfrenta Gary Cooper (1901-1961) en Solo ante el peligro (High Noon, United Artist, 1952).

La película, una producción del avezado Stanley Kramer (1913-2001), con actores sobresalientes, es una ventajosa adaptación por parte de Carl Foreman (1914-1984), del relato The Tin Star (1947), obra de John W. Cunningham (1915-2002). Recordemos que Foreman es responsable, así mismo, de los libretos de El ídolo de barro (Champion, Mark Robson, 1949), El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean, 1957), junto a Michael Wilson (1914-1978), o Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, J. Lee Thompson, 1961).

La adaptación cinematográfica cuenta, además, con la fotografía del veterano Lloyd Crosby (1899-1985) y una edición ejemplar a cargo de Elmo Williams (1913-2015); y no me refiero solo al hecho de que estemos ante una producción de modesto presupuesto. Ello no implicaba el hacer un mal trabajo con dicha fotografía y montaje. La música ya era otro cantar, aunque aquí resulta igual de memorable, al encargarse de ella Dimitri Tiomkin (1894-1979). La balada central, interpretada por Tex Ritter (1905-1974) se hizo muy conocida en todo el mundo, como, pongo por caso, la composición de Victor Young (1900-1956) para Johnny Guitar (Íd., Nicholas Ray, 1954). No me abandones, debo enfrentarme a un hombre que me odia. No habrá paz hasta que haya matado a Frank Miller, reza la letra de la canción.

Así, una comunidad apacible puede verse perturbada por partida doble, por unos matones y por su propia cobardía. No basta con santiguarse y esgrimir aquello de el Señor proveerá. Lo quiera o no, conviene saber defenderse. Lo estamos viendo a nivel de naciones (lo que incluye la heroicidad de otros grupos mucho más resueltos y con las ideas no embadurnadas). De hecho, la paz siempre suele ser relativa, o como dijo Winston Churchill (1874-1965), consecuencia de la guerra. Para Miguel de Cervantes (1547-1616), las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida (Don Quijote de la Mancha, I: XXXVII). De modo que hay que saber preservarla con algo más que bellas palabras, ya que, de lo contrario, esta se convierte en mero espejismo y decadencia. Acostumbrarse a vivir bien resulta deseable y hasta inevitable, pero puede hacernos perder de vista esta verdad incómoda acerca del ser humano. Por eso, la película dirigida por Fred Zinnemann (1907-1997), que sabía bien de traslados y ostracismos, continúa siendo tan moderna.


Es el día de la boda del sheriff de Hanleyville (en realidad marshal, pues posee una mayor autoridad, al menos de iure), Will Kane (Gary Cooper, soberbio como siempre en su apostura minimalista), con Amy Fowler (Grace Kelly). Los contrayentes se ven prontamente separados, por las circunstancias y, en consecuencia, la postura que adopta cada uno.

En efecto, este feliz acontecimiento coincide con la incursión en el pueblo de unos renegados que esperan la llegada de su líder. Y como las desgracias no vienen solas, también con la jubilación de Will de su cargo (a partir de ahora se dispone a regentar una tienda).

Ciertamente, a todos nos ha de llegar la hora, pero mejor es decidirlo uno mismo que los demás, si tal es el caso. Sobre todo, si se trata de desalmados.

La cuestión es que la ley ha indultado al matón Frank Miller (Ian McDonald), y este se dirige de nuevo al pueblo, donde ha dejado huellas de todo tipo, físicas y sentimentales. Se le espera en el tren de las doce. En la estación le aguardan sus secuaces Pierce (Robert J. Wilke), Colby (Lee Van Cleef), y su hermano Ben (Sheb Wooley). Will Kane fue quien lo envió a prisión. Indultado no se sabe cómo (ejemplos no faltan en la actualidad), el marshal tan solo cuenta con la potencial ayuda de su subalterno Harvey (Lloyd Bridges), que se muestra desdeñoso por no haber sido designado para ocupar el puesto de su jefe, ahora que este lo dejaba.

Will puede eludir su responsabilidad. Se acaba de casar y se dispone a partir con Amy. Pero a la salida del territorio que ha protegido hasta entonces no se muestra muy satisfecho; está preocupado. Yo jamás he huido ante nadie, declara a Amy. Ella no le apoya. Al estilo de las damas pusilánimes casadas con policías que ponen como excusa el trabajo de su marido y el peligro que conlleva, como si este no fuera lo bastante heroico (uno de los recursos de guión más habituales y chapuceros). Pero en este ejemplo, veremos que Amy posee sus propias razones, que habrá de permutar casi sobre la marcha.


El guion está modélicamente hilvanado. Transcurre a tiempo real. Poco más de una hora es lo que resta para la llegada del tren, ergo de Frank Miller. Para Will, ser un héroe consiste en cumplir con su responsabilidad (gran lección), como trata de explicarle a la afligida -pero pertinaz- consorte. El individuo frente a la fuerza bruta de la manada y la cobertura que proporciona el repliegue del colectivo. Los caracteres quedan muy bien expuestos por Carl Foreman. Sortea los estereotipos. Buen ejemplo de ello es la dueña del salón, Helen Ramírez (Katy Jurado), personaje con fuerza, determinación y atractivo. Todos los personajes son portadores de una historia, incluso la joven Amy.

Entre tanto, Will trata de conseguir ayuda. No lo logra. Esa voluntad y arrojo no la muestra el ayudante Harvey, escocido, como se ha dicho, por no haber sido elegido para ocupar el espacio profesional y social de Will, y sentirse un segundón incluso en su relación con Helen (antes pareja de Will). No quiero comprar tu ayuda, le dice el marshal. Incluso el juez de Hanleyville (Otto Kruger) se marcha. Mientras, los facinerosos esperan ansiosos en la estación de tren. Estos delincuentes resultan ser bastante populares entre algunos miembros de la población, como los comerciantes. Por paradójico que pudiera resultar, no sería la última vez que esto pasara.

De este modo, para un número de personas, el enfrentamiento en ciernes es poco menos que un espectáculo digno de verse. Como estar delante del televisor o el móvil. Los sermones entonados en la iglesia resultan más hipócritas que de costumbre (la doble moral protestante), propios de una comunidad enfocada exclusivamente a lo práctico: el punto de vista crematístico. Sus cantos son un bálsamo falso. De hecho, el pastor (Morgan Farley) recrimina a Will el no haberse casado en su iglesia. Al punto de organizarse un debate en el recinto sagrado (¿violado?), donde el mayor daño lo hace el demagogo de turno, que no en vano, es el alcalde de la localidad, Jonas Henderson (Thomas Mitchell). Los parroquianos se pasan el muerto unos a otros. Solo que el muerto aún no lo está.


Pero el que no perdona es el tiempo, que aunque suele pasar volando, a veces pesa como una losa, por corto espacio que sea. A Will solo le procuran ayuda el adolescente Johnny (Ralph Reed) y un viejo tullido, Jimmy (William Newell). El asistente Herb (James Millican), que se ofreció el primero, dará marcha atrás ante la posibilidad real de verse vestido con madera de pino. La charla de Will con su mentor en el cargo, Martin (Lon Chaney Jr.), en su casa, es ilustrativa a este respecto. Como lo es la imagen de un Harvey que, sentado en un bar, contempla a Will avanzar con decisión por la arteria principal de Hanleyville. Solo ante el peligro lega, además, otras imágenes y situaciones admirables, como el momento en el saloon donde ante la pregunta qué respondéis, que Will lanza a sus conciudadanos, estos guardan un elocuente silencio. Ello conlleva el darse cuenta de quiénes son los que hasta ahora han pasado por tus amigos. Una oportuna caída del caballo.

Podemos añadir, como curiosidad, la breve intervención de Jack Elam (1920-2003) como el borracho del pueblo, que rumia su mona en el interior de una celda. Y por supuesto, el plano con grúa que ilustra la soledad de Will, justo antes del enfrentamiento final, estupendamente filmado.

Si todo esto no conforma una obra notable, no sé qué puede hacerlo. La película fue despreciada por algunos realizadores afines al género. No comprendo qué les pudo molestar en realidad. Que el protagonista solicitara ayuda y no se enfrentara solo a los malhechores desde un principio. Que finalmente quedara solo. O que alguien tuviera una buena idea y ensanchara los límites del género. Lo que para mí queda claro es que Solo ante el peligro es el excelente western de un director menospreciado, y de un equipo artístico y técnico magnífico. Y ya que de coexistencia hemos hablado, no veo por qué Solo ante el peligro no ha de convivir en el olimpo de las demás piezas maestras del género.

Para el sábado noche (CXIV): Tron, de Steven Lisberger

02 marzo, 2022

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Hoy los chiquillos juegan con sus móviles. En aquellos tiempos había que ir a los salones recreativos, un lugar de encuentro para jóvenes bulliciosos. Por supuesto que los sigue habiendo, como entonces podíamos jugar y maravillarnos en nuestras casas con la llegada del ordenador personal. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo muy bien aquella época y aquellas sensaciones coloristas.

Tron (Íd., Walt Disney Productions, 1982) fue algo destronada por la crítica cinematográfica; no por los espectadores, principalmente los más jóvenes. De la secuela nada tengo que decir porque no la he visto, y en honor a la verdad, como casi todo el cine posterior a los años noventa, me interesa bastante poco. Por aquel entonces, lo que se temía, era que los efectos especiales acabaran por comerse, como el Pac-Man, el correcto desarrollo y plasmación visual de un guión; incluso, la forma clásica de narrar. No fue así. Aún habrían de transcurrir algunos años para que esto sucediera (no en todos los casos).

Eran, de momento, unos temores infundados, puesto que la película estaba muy bien, y la esencia del cine de ficción no se vio comprometida hasta la masiva llegada del irregular empleo de los efectos digitales, a veces, más fríos y adocenados que el cartón piedra de antaño, con detrimento del desarrollo psicológico de los personajes. Los presupuestos se abarataron, pero también la dimensionada escritura y el encanto de las bandas sonoras acabó por desaparecer. Con no muchas excepciones (Space Cowboys [Íd., Clint Eastwood, 2000], Misión a Marte [Mission to Mars, Brian de Palma, 2000]…).

Siempre me parecen ridículos y lamentables los comentarios que se refieren a unos “efectos especiales envejecidos”. No son cinematográficos. Y en esta revista electrónica procuro serlo. Es una forma de replicar y enfrentarse al lugar común, a la tiranía de la novedad. Aparte de que, por la misma “regla de tres”, es decir, si por naturaleza todo va a quedar trasnochado, lo que ahora contemplamos carece de valor (cinematográfico, se entiende).

Motos de luz versus el Ordenador Central. Esa parece la quintaesencia de la sorprendente Tron. El hombre frente a la máquina, aunque auxiliado por dicha máquina, es decir, haciendo buen uso de la misma. Así lo recuerdo y me resulta ahora, al volver a verla con objeto de efectuar este comentario conmemorativo. La premisa sigue siendo muy atractiva: ¿y si los personajes de los videojuegos fueran reales, y tuvieran una personalidad? (la que nosotros les transferimos, pero no por ello menos real).


Sark, al que el propio cerebro del ordenador describe como innecesariamente sádico (la elección del actor inglés David Warner [1941] es oportuna), actúa a modo de defensor autoritario de un sistema cuyo objetivo “oficial” es controlar las partidas ilegales (los hackers, aquí contemplados en sentido heroico). El villano Sark se dispone, una vez más, a interceptar un programa pirata que amenaza la hegemonía del Control Central. Los organismos que intervienen en la dinámica, auténtica inteligencia artificial, poseen sus capacidades y, como digo, su propia personalidad, en función de quien los ha creado. Ejemplo de ello son Crom (Peter Jurasik) y Ram (Daniel Shor), que aseguran al recién llegado -creado- Clu (Jeff Bridges), que cuando no sirves para nada más, te envían a los videojuegos; para ser destruido, en lo que es un claro y atractivo émulo de los antiguos juegos romanos, et alii. De ello se encargan los bits y unos “reconocedores” que son como los anticuerpos. Sin duda, unas asociaciones muy sugerentes, que no acaban aquí: el Control Central es el Gran Hermano.

En estas estamos, cuando el programador de ordenadores Kevin Flynn (Jeff Bridges), actuando como hacker, se cuela en el sistema, literalmente (es introducido, sería lo preciso). Los antivirus se ponen en marcha, solo que, en este caso, están liderados por el citado Sark, y un Control Central, que haciendo honor a su nombre, lo domina todo. De esta manera, el señor Ed Dillinger, ex ingeniero de computadoras y ahora director general de la compañía Encom, también posee su correlato en el mundo virtual (Sark). Dillinger se apropió del trabajo de Flynn, y este trata ahora de hallar la prueba que demuestre su autoría desde los propios entresijos. Una metáfora bien entretejida. El entorno Encom se nos muestra como un CERN a lo bestia. Haciendo acopio de los efectos especiales, a los que más tarde me referiré, la película muestra, precisamente, el peligro de una vida -las nuestras- controlada por los ordenadores. De lo que no se derivó el colapso del cine, que aquí aún se controla con sabiduría. Basta apreciar la puesta en escena y el desarrollo de la planificación y el montaje orquestados por un notable equipo, liderado por el nobel realizador -e ideólogo- Steven Lisberger (1951).

Junto a Flynn y su remedo Clu, coexisten otros personajes reales y virtuales. Así, el empleado de Encom Allan Bradley (Bruce Boxleitner) ha desarrollado el Proyecto Tron, un novedoso programa de seguridad, ajeno al poder del Control Central (o CCP). Un Control Central con delirios de grandeza, y megalómano como Colossus (Joseph Sargent, 1970). Pese a todo, los seres humanos siguen llevando la batuta (dentro y fuera de la pantalla). Pero, ¿por cuánto tiempo? La tecnología molecular traslada al principal protagonista al interior del ciber espacio, donde le esperan los émulos de los antedichos personajes.


De esta guisa, el profesor Walter (Barnard Hughes) y la joven Joey (Cindy Morgan), que trabajan en la idea de un transportador (como los de Star Trek [1966-1969] o La mosca [The Fly, Kurt Neumann, 1958]), esto es, en el traslado de la materia, también disponen de sus alter egos. El borrado del sistema es la muerte en este mundo virtual. Pero, ¿quién aprieta el botón, el usuario o el programa? A este respecto, Allan asegura que algunos programas comenzarán a pensar muy pronto. La interferencia de Allan en su trabajo es con Flynn, que fue despedido meses atrás, tras haberle sido arrebatado su trabajo, y que se afana en entrar en el sistema, aunque no de la forma en que va a hacerlo. Cuando Flynn se introduce finalmente en el mismo, el objetivo será conseguir el archivo que demuestre su aportación. En un simpático y referencial comentario, Allan asegura que a veces me gustaría volver a mi garaje. Su émulo Tron lucha por la libertad de los programadores, y consecuentemente, de sus criaturas, en la línea de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960).

El escenario es un mundo cibernético indudablemente sugestivo y totalmente plausible, cuyos peligros habrá que sortear hasta llegar a la meta (los hay en forma de “pelota vasca” o con vehículos sobre una rejilla de competición). Esta pesadilla en forma de videojuego es auténtica: Flynn y sus colegas no humanos pueden morir. Y cuando digo no humanos no me refiero a carentes de humanidad. Pero el CCP se pasará de listo introduciendo al enemigo en casa.

En este factor humano ha de ver la música. Al frente de ella, Disney tuvo el acierto de poner a Wendy Carlos (1939), que proporcionó unas adecuadas sonoridades electrónicas sin perder de vista el elemento emotivo y sustancial. Una música que no renuncia a su parte orquestal, para una película muy especial y de significado a largo plazo. Carlos ya era conocido por sus trabajos para Stanley Kubrick (1928-1999). En las notas que acompañan a la banda sonora (CBS, 1982; Walt Disney Records, 2003), la compositora afirma que, frente a la idea de usar la orquesta para el mundo real y los sonidos sintetizados para el mundo virtual, se decidió por combinarlos, con lo que coros y sintetizadores fueron ensamblados, combinando novedosa y subliminalmente ambos espacios.

De este modo, la banda sonora es lo suficientemente estimulante y personal como para quedar en la retina y el oído. A ello añadimos momentos de realización inolvidables como la presencia de Walter / Dumont, el Guardián de la Torre (Input-Output), o la incorporación del elemento líquido, esa agua que sirve como recarga o alimento energético a los protagonistas.


La compañía Disney apostó por un proyecto tan innovador como arriesgado (no otra Guerra de las galaxias, para entendernos; esto ya lo había hecho con la simpática El abismo negro [The Black Hole, Gary Nelson, 1979]). Lisberger, creador de su propio estudio y pionero en los anuncios comerciales con efectos y animación, contó con la ayuda de profesionales como Syd Mead (1933-2019), Peter Lloyd (-) y la colaboración de Jean Giraud, Moebius (1938-2012) en el guión gráfico, el vestuario y el diseño de la aerodinámica nave solar. La proyección de contrastes (en fotografía original en blanco y negro), o las veinticuatro transparencias, y otros trucajes, para cada segundo de película con fotomontaje, dan una idea del enorme esfuerzo y tesón en la realización de esta película. Lo que conlleva mucho trabajo a mano, y no tan solo gráficos por ordenador. Un esfuerzo ímprobo… y una ímproba imaginación. Pero Tron deviene en hito, en un año mágico (1982), no solo por estas circunstancias técnicas, sino porque es capaz de demostrar que la emoción no está sujeta a limitaciones. Sí, el mundo puede que haya avanzado tecnológicamente, pero en una actual época de remakes inútiles, nuevos inquisidores (principalmente anglosajones), que deciden qué películas clásicas censurar (cancelar) y por qué motivos, y aparatosas urdimbres cortocircuitadas con superhéroes que sufren horrores, predomina una clara invitación a volver a acercarse a películas de rabiosa actualidad, a la esencia del cine más humano. Dentro del cual enmarcamos el género de ciencia ficción.

En este sentido, Tron es capaz de convertir la moderna tecnología en emoción y aventura. De igual modo que sabe combinar la acción por computadora con la animación más clásica. Y como antes especificaba, la planificación tradicional queda al servicio de una trama, seguramente sencilla (aunque no tanto como aparenta), destinada a un mundo fascinante que se nos abría. Un seductor recorrido y viaje alucinante al interior de un organismo que ya forma parte de nuestras vidas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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