Noticias: Próximamente en BdC

31 mayo, 2020

| | | 0 comentarios
Fotografía realizada durante el confinamiento por MB
El verano ya se empieza a sentir en estos días tan largos, pero aún estamos despidiéndonos de mayo. En este mes tan florido como particular por las circunstancias que nos han rodeado, hemos seguido escribiendo en nuestro blog para traeros más reseñas culturales. Nos habéis seguido con más de 11000 visitas y ahora sois 195 en Blogger, 652 en Twitter y 183 en Facebook.

Durante mayo hemos sido aventureros con Tras el corazón verde, hemos ahondado en las profundidades del temor humano con Un viaje alucinante al fondo de la mente, o hemos vuelto a ser niños de campamento con la serie Valle secreto.

Ahora que llega junio y con él, el tiempo estival, esperamos aumentar nuestras reseñas y seguir compartiendo con vosotros nuestras impresiones. Vuestros comentarios son siempre bienvenidos.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Como nos gusta el anime y también nos gusta la forma de explicar música de Jaime Altozano, os dejamos con su análisis del opening de la célebre serie Evangelion.



"Invertir en conocimientos produce siempre los mejores beneficios."
                  - Benjamin Franklin (1706-1790)



¡A ponerse series! (XXXIX): Valle secreto

22 mayo, 2020

| | | 0 comentarios
Había una vez una melodía que me fascinaba siendo niño. Era la perteneciente a los títulos de crédito de la serie infantil y juvenil Valle Secreto (Secret Valley, Telecip-ABC-TVE, 1980), una de aquellas inolvidables creaciones con que la televisión nos obsequió a toda una generación de espectadores (en España se estrenó en el magnífico año de 1982). Poco más tarde averigüé que la música se correspondía con una versión vivaz y pegadiza de la célebre canción folclórica australiana Waltzing Matilda, compuesta por Andrew Barton Paterson (1864-1941) en 1895, varias veces propuesta como himno nacional de aquel país.

Creada y dirigida por Roger Mirams (1918-2004), la serie Valle Secreto ofrecía un entretenimiento en la línea de las divertidas y dinámicas propuestas para chicos de la Children’s Film Foundation, de tan grato recuerdo (de hecho, en mi memoria también se cuenta una de esas producciones programadas por televisión, La batalla de Billy [The Battle of Billy’s Pond, Harley Cokeliss, 1976]; otras se fueron fragmentando en el espacio para adolescentes 3, 2, 1 contacto [1982-1983]).

Los acontecimientos acontecen en las cercanías de una población australiana llamada Bildara. Allí, en medio de una amplia extensión de terreno, existe un campamento, propiedad del veterano Dan McCormack (Tom Farley), donde los chicos voluntarios se esfuerzan por sacar adelante el emplazamiento con fines educativos, evitando de ese modo que la superficie natural sea vendida a un especulador. Los residentes se encargan del parte meteorológico, conocen y exploran la orografía, reportan cualquier problema con la fauna, elaboran la Gaceta de Valle Secreto y reciben a turistas, otros muchachos que surgen de todos los rincones del mundo. Además, establecen puestos de vigilancia para observar los envites de sus adversarios y hasta son capaces de neutralizar un veneno que es vertido en el río. También aprenden a cocinar y, en definitiva, a respetar la naturaleza.

Ellos son Mike (Michael McGlinchey), Miles (Miles Buchanan) -los más adultos del grupo-, Marianne (Marianne Howard), Simone (Simone Buchanan), Rosa (Marcia Britos), cuyos padres poseen una finca cercana con caballos; la encargada de la radio Toshiro (Aki Slater), y los pequeños Beth (Beth Buchanan), Piet (Brett Jankoviak), Toby (Toby Churchill-Brown) y Lofty (David Manning), cuyo padre es el guardabosques del condado Carl Morgan (Paul Mason). No existe un cabecilla, todos van a una.


Pero no todo es color de rosa. El enfrentamiento viene de la mano del acaparador William Whopper (un Hugh Keays-Byrne recién salido -o casi, porque nadie lo diría- de Mad Max, salvajes de autopista [Mad Max, George Miller, 1979], y que antecede en gestos y aspavientos al inenarrable Bobcat Goldthwait [1962] de las Academias de Policía). A Whopper le chirría continuamente la mano izquierda, porque es artificial. La lleva enguantada, pero tiene que doler un buen sopapo. Es simpático el personaje, sin duda, por lo histriónico. Posee a su servicio al marido de su hermana Cecilia (Sheila Kennelly), Claude Cribbins (Max Cullen), que no por casualidad es concejal y, en virtud de su cargo, actúa al servicio del poder, en este caso, el “pérfido” terrateniente. Por su parte, Cecilia no entra en los planes rocambolescos de su marido y hermano, y sigue creyendo que ambos son honra y prez de la comunidad.

Whopper y el señor Cribbins suelen poner en marcha los mecanismos de ataque hacia los habitantes de Valle Secreto a través de la banda de jóvenes “facinerosos” liderada por el adolescente Mc Glurk, apodado Araña (Kelly Dingwall). También él tiene sus secuaces, que son Serpiente (Rodney Bell) y Gorrión (Troy Wilkinson). El grupo de “desalmados” está siempre abocado a dar al traste con todas sus maquinaciones.

La Banda de la Araña dispone de su propio enclave. Una cueva igualmente secreta, aunque al final casi todos conocen su paradero. Allí les entrega Cribbins las debidas instrucciones y, más de una vez, reciben su merecido. Tiene gracia como siempre andan tiznados estos tres. Es una buena forma de señalar su “desarraigo” y carácter “malote” (malos, stricto sensu, no hay). Como ya he señalado antes, a estos saboteadores les suelen salir al revés los planes para boicotear cada una de las iniciativas de Valle Secreto. Un buen ejemplo de ello son esos globos que transportan a unas temibles abejas por encima del campamento.

Son ocurrencias de tebeo, pero muy jocosas, como ocurría en aquella inolvidable Cactus Jack (The Villain, Hal Needham, 1979 -solo un pomposo puede sentirse ofendido por esta encantadora y eficaz comedia para niños, por cierto-). Aparte de que, escudriñar los movimientos e infiltrados de la Banda de la Araña, desde los puestos de observación, no es poca tarea.

Dicha banda conforma una graciosa patulea. Solo les mueve la (esporádica y nunca severa) antipatía hacia los ocupantes de Valle Secreto. Al contrario de estos, unidos por la camaradería. Claro que siempre hay lugar para las excepciones, como puede ser la amenaza común de un incendio. Así, mientras los chicos de Valle Secreto se lo pasan pipa jugando y trabajando, los integrantes de la Banda de la Araña no paran de columpiarse. El propio Cribbins es rastrero, pero por la vía caricaturesca, a modo de fantoche torpón y servil.


De este modo, lo que la serie nos brindaba era la ocasión de ser partícipes de unos muchachos comportándose como adultos, en el sentido más positivo, de ejercitar responsabilidades y asumir riesgos más o menos calculados, sin dejar por ello de ser niños; como demuestran esas retortas que contienen refrescos, en el episodio La escapada. Precisamente en este capítulo, los muchachos de Valle Secreto ayudan a un chaval llamado Jeff Dawson (-) que se ha escapado de su casa. A su vez, en La máquina mágica se enfrentan a las dificultades de no disponer de un generador de electricidad operativo, ya que este ha sido saboteado por Mc Glurk y sus esbirros. Pero los chicos de Valle Secreto poseen sus recursos, y no tardan mucho en acoplar una bomba de emergencia. No se detiene ahí la cosa, puesto que también hay que destacar el invento del detector de “arañas” que funciona a pilas, y que en realidad es un curiosísimo electroimán.

Las comunicaciones internas por radio funcionan de manera eficaz, en una época sin móviles pero con walkie-talkies. Lo que les permite estar informados en todo momento y llevar la administración del centro al dedillo. También hay espacio para la celebración de un concurso internacional, acorde con la voluntariedad de estas aventuras en coproducción. Los moradores de Valle Secreto participan con su “ciclostomóvil”, una especie de cohete ciclomotor, en una competición de alcance mundial. A caballo o en motocicleta -en singular competición motorizada-, Mike, Miles, Marianne y los demás, sabrán vérselas con todo tipo de vientos y mareas; por ejemplo, poniendo punto final al contrabando de aves liderado por Crancher Moose (Vincent Gil; y es que Keays-Byrne no es el único actor que podemos entresacar de la mítica Mad Max, aquí tenemos nada menos que al Jinete Nocturno, ¡conduciéndose con igual alevosía!). En Salvemos la naturaleza, el secuaz Crancher se las ve con la naturalista Paula Belheim (Karen Petersen), buena aliada de los muchachos. ¡Y qué decir del astuto y pequeño mafioso Pee Wee (Miguel López), el espabilado primo de Araña, que decide hacerles una visita y ponerles al día en cuestiones de extorsión! (Araña encuentra su rival).


Demostrando su valía, ahí están los integrantes de este Valle Secreto, a los sones de los arreglos musicales de Bob Young (1923), cuya letra principal corrió a cargo de David Phillips, un seudónimo del propio Roger Mirams. Si como nos recordaba William Wordsworth (1770-1850), en Mi corazón salta, un poema también conocido como El arcoíris (1807), el niño es el padre del hombre, frase de la que se han apropiado muchos, (como aquella de la infancia es la patria del hombre, que tampoco estará mal recordar aquí), podemos aseverar que el hombre que somos ahora siempre dispondrá de un hijo propio en forma de nuestros recuerdos.

En efecto, para la mayoría de nosotros, el mundo de la infancia siempre será distintivo y un espacio grato al que poder regresar. Por eso, cada vez que cruzamos el umbral de los contornos de Valle Secreto, sus habitantes nos dan la bienvenida.

Nota bene: Siento no disponer de mejores imágenes para este artículo. Para cuando una buena edición de Valle Secreto, siquiera en inglés, solo el cielo lo sabe, como diría Douglas Sirk (1897-1987).

Escrito por Javier Comino Aguilera

Próximamente: Hollywood

El autocine (LXXIII): Tinieblas (El hombre que se apareció a sí mismo), de Basil Dearden, y Un viaje alucinante al fondo de la mente, de Ken Russell

15 mayo, 2020

| | | 0 comentarios

En plena City de Londres, Harold Pelham (Roger Moore) trabaja en una importante firma de ingenieros navales, que a su vez posee un avanzado departamento de electrónica. Lo hace como técnico imprescindible además de como miembro del consejo. Pero otro factor es de reseñar. Pelham es un hombre de costumbres establecidas, y esto queda muy bien enunciado desde el arranque sin frenos de la película.

En efecto, Harold Pelham va pulcramente vestido, es estandarte de una vida metódica y ordenada que se respeta a sí mismo y a la tradición, como demuestra la regular disposición de su paraguas y sombrero en el asiento trasero de su vehículo. Se rige por las normas, no sobrepasa los límites de velocidad. Hasta su reloj de pulsera está sincronizado con el del Big Ben.

Pero algo sucede en su rutinario camino de regreso a casa, después del trabajo. De repente, se convierte en otra persona. Transformarnos al volante puede ser algo ocasional y nada extraordinario, pero para el personaje es como si aflorara un recóndito Hyde, puesto que adquiere una personalidad distinta y más arrojada, incluso lesiva, ya que esta le conduce hacia un accidente automovilístico. Durante el proceso, una trasposición de imágenes lo ha mostrado como si condujera un deportivo, en lugar de su sobrio y clásico auto.

Pero, ¿qué es lo que se ha manifestado aquí? El realizador, el veterano y muy apreciable Basil Dearden (1911-1971), sabe jugar con el suspense y la incertidumbre al proponer, a priori, diversas alternativas. ¿Se trata de un desdoblamiento? ¿Del afloramiento de una doble personalidad? ¿Es presa Pelham de una confusión de identidades, una suplantación? ¿Ha penetrado en un universo paralelo que se entrecruza? ¿Tiene tal vez posee el protagonista un doble o un hermano gemelo? ¿Está desarrollando una esquizofrenia o sencillamente sufre de amnesia? ¿Se trata de una conspiración o de una alucinación debida al shock post traumático? ¡¿Le habrán atacado los ultracuerpos?!


Sea lo que sea, el fenómeno es auténtico (y no es que una conspiración no pueda serlo). Tras ser intervenido quirúrgicamente en el hospital, Pelham se reincorpora a sus tareas habituales con el mismo afán metódico. O casi. Porque algo ha cambiado, y a veces nuestro hombre muestra comportamientos no procedentes con su carácter. Lo interesante del caso es que esto lo sabe el protagonista no por él mismo, sino por el testimonio de las personas que le rodean (que le cercan, se podría decir). Comienzan a verlo en lugares donde asegura no haber estado.

Al principio, su esposa Eva (Hildegard Neil), es testigo de dicho cambio sin saberlo. Anteriormente, se ha informado al espectador de que, estando en la mesa de operaciones, el electrocardiograma de Pelham ha mostrado una doble lectura por unos instantes, y es esta una de las pruebas “físicas”, mensurables, de que esta anormalidad que va a afectar al damnificado es real. Que de hecho ya le ha afectado, porque recordemos que antes del accidente había sufrido la mencionada “transformación”. Quiero decir que no estamos en el ámbito de la mera especulación o el trastorno psicológico. Otros detalles materiales dan cuerpo a este fenómeno insólito que se adentra en los pliegues de la realidad -de lo establecido, como son las citadas normas de conducta de nuestro personaje-. Así sucede con el hecho de hallarse con dos sombreros y dos paraguas, en lugar de un solo par, o con una cerveza a medio tomar. Hasta existen fotografías que atestiguan esa otra existencia del ejecutivo, como las que le ha hecho la fotógrafa profesional Julie Alexander (Olga Georges-Picot). Algo sumamente perturbador para quien, como le asegura una secretaria, varía menos que un reloj.


De manera inevitable -y muy bien llevada-, sale a relucir el hastío matrimonial. Lo que no obsta para que Harold Pelham se sincere con su esposa acerca de lo que le está sucediendo. Cosa que honra al personaje (¡o a una parte del mismo!) y exterioriza esa actitud organizada y honesta que lo (des)compone. La charla con Eva en el dormitorio, tratando de esclarecer su boscosa situación, es sintomática. En otro destacable momento, la consorte se ve en la obligación de atender a un conocido algo excéntrico, Frank Bellamy (Thorley Walters, siempre bordando estos descosidos).

Podemos añadir la efervescente escena en el club, institución inglesa por excelencia (y atractiva, lo confieso). Un ambiente en el que no deja de desprenderse cierta carga irónica. Aquí entra de pleno la charla con el psiquiatra Harris, planificada con igual causticidad (ya lo es contar con Freddie Jones [1927-2019] para el papel). No parece un caso clásico el suyo, asevera el médico. Pero sus conclusiones se quedan en el ámbito de la psiquiatría, es decir, de la mente. Y ya hemos visto que la cosa va más allá. Cuando Pelham está en tratamiento, “el otro” ocupa su puesto. Algo que corrobora su compañero de trabajo Tony Alexander (Anton Rodgers), cuando afirma que eres un hombre de costumbres fijas, ¡refiriéndose también a su doble!

Todos ellos, elementos muy bien sostenidos por el guión de Michael Relph (1915-2004) y el propio realizador de la película, con acompañamiento musical de ese oculto y magnífico -es decir, con personalidad propia- compositor que es Michael J. Lewis (1939). Ellos dan credibilidad al relato de esta partición tipo amebiana, en la estimulante línea del capítulo de Star Trek (1966-1969), El propio enemigo (The Enemy Within, Leo Penn, 1966), escrito por Richard Matheson (1926-2013). Lo que incluye una fracción fuerte y otra débil que se va desgastando. De cualquier manera, parece que, mientras se dirime este fantástico duelo, Pelham ¡habrá de aprender a convivir consigo mismo!


Es curioso cómo frente a ejemplos recientes de temática similar (pienso en la transferencia de mentes en la excesivamente fría y ensimismada Historias del bucle [Tales from the Loop, Fox-Amazon Prime, 2020]), Basil Dearden sabe extraer un excelente partido al fértil material con que cuenta, pese a los modestos medios. Razón por la cual, la película no ha envejecido pese a estar fijada en un determinado momento histórico (precisamente, el aprecio a este viaje en el tiempo es lo que distingue a los aficionados al cine de los meros consumidores de películas).

Lo cierto es que Tinieblas, también conocida como El hombre que se perseguía a sí mismo –incluso que se apareció- (The Man Who Haunted Himself, ABP-EMI-Universal, 1970), bebe de las fuentes de un estupendo episodio dirigido por Alfred Hitchcock (1899-1980) para su serie Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents, Universal, 1955-1962), escrito por Francis M. Cockrell (1906-1987) en torno a una historia original de Anthony Armstrong (1897-1976). El capítulo se titulaba El caso del señor Pelham (The Case of Mr. Pelham, 1955), y en él, el susodicho Pelham (Tom Ewell) hacía una sorprendente confesión a un médico amigo (Raymond Bailey). Es este protagonista un hombre con menos responsabilidades, pero igual de metódico en su proceder. Por otra parte, se mantiene la estupenda idea del club privado como escenario, esta vez, en territorio norteamericano, o la de las cartas que Pelham ha venido dictado con su nueva firma. Así como la escisión entre una sección más débil y otra fuerte, que es la que acabará tomando el poder. Al igual que en la película sucedía, nunca se ve a los dos Pelham juntos, salvo en la conclusión de la historia, que es la puesta en escena de un fenómeno con testigos (aquí el mayordomo) que se revela como una realidad física y no mental. No obstante, sí que existe una diferencia importante entre ambas plasmaciones: en el capítulo para televisión, un Pelham excluye al otro en el desenlace (es decir, no admite que son el mismo, como sí sucede en la película, una vez que ambas partes quedan a solas). El final es más irónico (sobreviene la locura), en tanto que, en la película, está preferentemente dispuesto a efectos dramáticos en el marco de la ciencia ficción (una de las dos porciones desaparece). Eso sí, en la simpática presentación del capítulo, Alfred Hitchcock comenta que algunas veces la muerte no es lo peor que le puede ocurrir a un hombre.

Seguimos en el ámbito somático de la mente. Es llamativo constatar cómo hoy en día, todo parece ser susceptible de ser etiquetado con el consabido marbete de “ahí hay truco” (referido al empleo del ordenador de forma masiva y artificiosa). Pero hubo un tiempo en que acudir a una sala de cine era un acontecimiento para el asombro y una oportunidad de escapar a la rutina (nada aburrida, solo que no había tantos entretenimientos -o distracciones- como ahora, si bien las películas eran de mejor cualidad narrativa; aparte de que no nos la destripaban de antemano en un tráiler: lo que, por otro lado se agradece, ya que estamos, se evita uno el tener que ir a verla). En fin, una capacidad de sorprenderse que aún no estaba al alcance de la televisión o los video juegos. Incluso en las películas con efectos especiales se podía apreciar la sensación de espléndida artesanía ofrecida por el departamento correspondiente. Si a esto se sumaba además un buen guión, como es el caso de las películas que hoy comentamos, el resultado podía ser redondo. En el siguiente ejemplo, la adaptación cinematográfica de la novela Estados alterados (Altered States, 1978), que por desgracia aún no cuenta con una adecuada edición al español, fue trabajo del propio autor de la misma, bajo el seudónimo de Sidney Aaron. Nos referimos al excelente novelista, dramaturgo y guionista Paddy Chayefsky (1923-1981), responsable de algunos de los más perfectos guiones de la historia del cine: Marty (Íd., Delbert Mann, 1955), Anatomía de un hospital (The Hospital, Arthur Hiller, 1971) y Network, un mundo implacable (Network, Sidney Lumet, 1976).

En cuanto a la puesta en escena de este nuevo relato, le tocó a Ken Russell (1927-2011) poco menos que por carambola, aunque a pesar de su naturaleza fílmica irregular, nos dejó probablemente el que es su mejor trabajo en Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, Warner Bros., 1980).


Al envolvente y expresivo movimiento de presentación con que se abre la película, en retroceso, se suma la voz en off del profesor Edward Jessup (William Hurt), fisiólogo catedrático de la Universidad de Medicina de Cornell, Nueva York (EEUU). Ambas vertientes nos ponen en antecedentes de la naturaleza del experimento y del lugar en donde se está desarrollando (poco menos que los sótanos de la Uni, lo que también puede tener alguna lectura alegórica). La aventura, o viaje, de nuestro protagonista, arranca en abril de 1967 en la Gran Manzana. En plena era hippy, Jessup trata de hacer realidad -materializar- eso de lo que muchos hablan y está en el ambiente. La espiritualidad y la libre expresión de los movimientos y pensamientos, encaminados a averiguar los orígenes del ser humano en su estadio más primordial, con ciertos visos de lisérgico idealismo. Avanza el tiempo y avanzan las investigaciones. El arrojo del joven profesor no ha decaído. Se ve inmerso en la búsqueda de nuestras consciencias anteriores, indagando en una idea que está bastante relacionada con el karma. Esto es, con la comprensión de la propia identidad, y la posibilidad de entrar en contacto con nosotros mismos, con el yo original o más primitivo.

Pero esto se va perfilando con los años. En un principio, Jessup comete el error de no tener meridianamente claro cuál es su objetivo (y así lo reconocerá). Ahí radica el peligro. Algo así como ingerir la ayahuasca sin un propósito prefijado. Qué estás buscando, le pregunta su compañero Arthur Rosenberg (el estupendo Bob Balaban); no lo sé aún, le responde Jessup. Mientras tanto, todo el mundo se empeña en tildarlo de loco, aunque Jessup no está en ningún hemiciclo, sino en el saludable entorno de la investigación académica, solo un poco más libre del germen de la envidia. El caso es que en sus fibras aparece impresa la necesidad de explorar. Se queja de que la mayoría de investigadores de su especialidad se dedican a los hippies o hacer una apología de la droga (qué razón tenía).


Jessup emprende su tarea con escasos medios, pero siempre en condiciones de control de laboratorio. Su objetivo final, ir más allá del análisis de los estados de alteración de la consciencia y la ingesta de sustancias sicotrópicas. Ello no obsta para acceder a dicha investigación por medio de estos elementos. Ante Jessup se abre un mundo inexplorado, está a la expectativa (¡y pronto a la que salta!); al igual que el espectador, de lo que salga. Él mismo asegura que a mí no me asusta el dolor en solitario.

No puede ser de otro modo, ya que ha venido demostrando su valía sondeando las experiencias íntimas de tipo religioso que se dan en la esquizofrenia (confiesa que tenía visiones de joven: parece predestinado psicológicamente). La experiencia del fallecimiento de su padre siendo adolescente es el gatillo que pone en marcha este proceso, pulcramente fotografiado por el gran Jordan Cronenweth (1935-1996).

En Boston o Nueva York, pasando por la ceremonia campestre de los hongos sagrados, un popurrí de drogas alucinógenas hervidas y servidas por los indios, el experimento vital no se detiene. En su devenir, Jessup ha entrado en contacto (ya en los sesenta) con la antropóloga física Emily (Blair Brown), que se convertirá en su esposa, y con el endocrinólogo Mason Parrish (Charles Haid). Cierta aura de superdotados los convoca. Un loco a lo Fausto, tilda Emily a su compañero. Que este se interese por la vida doméstica o íntima, en lugar de por el trabajo a pleno rendimiento parece complicado. Todo lo cual desemboca en una alteración de la estructura genética que -de nuevo- escapa al terreno de lo alucinatorio: se trata de alteraciones físicas y objetivas.

En este sentido, la película tiene una gran baza en el apartado visual. No resulta muy difícil entresacar imágenes bellas o impactantes. Incluso alegóricas, como ese viento que va desgastando los contornos. Esto incluye la eficaz superposición de imágenes, donde la música, a cargo de John Corigliano (1938; el serialismo, por lo demás insufrible, nunca tuvo mejor embajador estético), también cobra un áspero sentido primordial.


Finalmente, Edward Jessup ha retrocedido incluso a un estado previo a la deidad; en realidad, su conclusión de que no hay nada parece precipitada y, lo que es peor, arbitraria. De hecho, el empleo del sobrenombre de Chayefsky como responsable de la adaptación, en los títulos de crédito, responde a ciertas diferencias de criterio con el realizador, puede que en este sentido argumental (no lo sabremos hasta leer la novela). En cualquier caso, sin el concurso de la divinidad, parece que la regresión ha conducido a Jessup a una mera animalidad. A una (aparente) nada. Pero nuestra historia se resiste a acabar en semejante regresión simiesca. La película depara una coda que, junto al aspecto amoroso de la pareja, nada desdeñable, deja las conclusiones últimas al arbitrio de cada espectador.

Espero tener ocasión de leer la novela original de Paddy Chayefsky algún día. Los seguidores de este blog saben que, con frecuencia, me gusta proceder a la comparativa entre el relato escrito y su traslación cinematográfica, con ánimo no ya de establecer diferencias cualitativas, sino de poner de relieve lo mejor de ambos mundos. Entre tanto, Un viaje alucinante al fondo de la mente no ha perdido un ápice de su valor, ni visual ni argumentativo.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (XCIII): Tras el corazón verde, de Robert Zemeckis, y La joya del Nilo, de Lewis Teague

02 mayo, 2020

| | | 0 comentarios
Aburrido como estoy de espacios que parecen exclusivamente dedicados a glosar las recientes series, las más de las veces sobrevaloradas, o que se dedican al bucle de las (incontestables) “obras maestras” o los “actores imprescindibles” de siempre, en mi modesto proceder me precio de rescatar y divulgar todo tipo de películas, con un poso de calidad, claro está.

Hoy abordamos un estupendo díptico de aventuras, el género más valorado por los espectadores y con frecuencia el más denigrado por los críticos (eso de que la gente lo pase bien pudiendo disfrutar de un buen ejemplo nórdico-conceptual o de las vaguedades francesas, no todos lo han sabido sobrellevar bien).

La ficción que se involucra en la realidad, y la realidad que acaba convertida en ficción, son aspectos atractivos que han sido abordados y forman parte de la propia esencia cinematográfica. Para muchos de nosotros, la realidad es lo que ocurre en muchas películas. Conatos de verosimilitud mejor o peor llevados, lo cierto es que esta interrelación forma parte de una objetividad que con frecuencia supera la fantasía.

Pues bien, la ficción que alterna con la realidad, es componente directo de Tras el corazón verde (Romancing the Stone, Fox, 1984). Y lo hace en la figura de la escritora de novela rosa Joan Wilder (Kathleen Turner), y por extensión, de su futuro acompañante Jack C. Colton (Michael Douglas), que se ve inmerso en la trama.

Al comienzo del relato, la estimulante Angelina (Kym Herrin) se las ve con el pérfido Grogan (Ted White), en pleno salvaje oeste. Ella semidesnuda pero con armas a su favor, él desalmado y con revolver. Hasta que sobre el horizonte se recorta la figura del amado y solitario jinete Jesse (Bill Burton). Es la representación del emotivo capítulo final del nuevo libro de Joan, una mezcla de Corín Tellado (1927-2009) y Marcial Lafuente Estefanía (1903-1094), pasados por el filtro de Barbara Carland (1901-2000).


Joan vive sola. Bueno, eso si exceptuamos a su gato Romeo y los seres que pueblan su imaginación. Tras la ultimación de este último libro, la autora recibe la angustiosa llamada de su hermana Elaine (Mary Ellen Trainor). Esta le avisa de un paquete por correo y desea saber si lo ha recibido; su vida puede depender de ello.

Se trata de un asunto bastante turbio, de resultas del cual el marido de Elaine ha quedado digamos que algo maltrecho. Pero ya volveremos sobre esta cuestión.

Lo cierto es que Joan no parece muy interesada en el mundo que llamamos real. Sí por vivir con profunda -e irónica- empatía sus ficciones. Por eso, tras una cita con su editora Gloria Horne (Holland Taylor), Joan emprende la posibilidad de una aventura real con ciertas dosis de romanticismo. Antes le ha comentado a Gloria que estoy segura de que ahí fuera hay alguien para mí. Sin embargo, la escritora es consciente de que dar con una persona que merezca la pena no es para nada sencillo, y no se muestra muy dispuesta a intentarlo en el entorno físico. De hecho, Joan se confunde con Angelina, su personaje o alter ego. Los anhelos de su heroína son los suyos, pero no así los finales felices, al menos de momento.

El caso es que Joan viaja hasta Colombia, sin ser muy consciente del peligro que le amenaza. En su descargo, hemos de tener en cuenta que el realizador Robert Zemeckis (1952) tan solo ha informado de dicho peligro al espectador (caso del asesinato de un portero a manos del pérfido y malévolo general Zolo [Manuel Ojeda]).


Así, pronto va a tener Joan la oportunidad de convivir con la realidad y con las sorpresas que esta depara. Material del que sustraer una futura novela, sin lugar a dudas. Pese a las advertencias de Gloria, que le recuerda que no estás preparada para eso, Joan parte siguiendo las indicaciones de Elaine. El sobre que le ha sido remitido contiene un curioso mapa. El mapa de un tesoro, al más clásico y prometedor estilo.

Esta urdimbre ha sido puesta en marcha por los chapuceros primos Ralph (Danny de Vito) e Ira (Zack Norman), pero interceptada por el mencionado Zolo y su troupe de paramilitares. En efecto, doctor o comandante, en palabras de Ira, este sujeto posee un ejército privado a su disposición. Es algo así como un comisionado en jefe de la policía secreta, y hasta ostenta el cargo de ministro de cultura antigua. Todo un entorchado de títulos en la mejor línea de la tradición revolucionaria caciquil.

En definitiva, con todas sus sorpresas e inconvenientes, la vida atrapa a los protagonistas. En este sentido primordial, afín a toda buena película de aventuras que se precie, la idea de la búsqueda de un objeto precioso y la convivencia con la ficción que desarrolla Tras el corazón verde resulta sumamente grata. Escrita por la malograda Diane Thomas (1946-1985), la película contó además con una estupenda música de Alan Silvestri (1950). Por otra parte, da gusto contemplar una fotografía como la de Dean Cundey (1946), contrastada y verdinegra, hartos como estamos de tanta imagen aséptica digital.


Retomo. En Colombia conoce Joan al proveedor de aves Jack, un buscavidas que, como él mismo dice, se ha dedicado a hacer trabajitos (poco más sabemos de él, ni falta que hace). La amistad se va cimentando bajo la torrencial lluvia del país. El Rubicón de Joan consiste en un destartalado puente, al borde de un abismo; una selva abrupta y cimbreante, una traicionera cascada, un desvencijado hotel, la visita “guiada” por los entresijos de un pueblo de traficantes, y el encuentro en una áspera fortaleza con la fauna local, pero también en un risueño baile, en un acogedor pueblo de la serranía, y una velada “romántica” en el interior de un avión de transporte abandonado.

Precisamente por mor de esa visión romántica de la vida que atesora Joan, en un determinado momento de la película recrimina a su acompañante carecer de estilo y tacto, y aceptar el dinero de una damisela en apuros. Lo que, teniendo en cuenta que uno de sus más fieles lectores es el rústico Juan, el campanero (Alfonso Arau), no deja de tener su gracia (Gloria ya se lo advirtió). En efecto, Juan conoce muy bien la obra de Joan. Precisamente, en uno de sus más afamados libros, titulado Tesoros de codicia, la escritora escondía el objeto valioso en el interior de una pieza manufacturada, según nos comenta. Al final, la culminación de toda esta aventura inserta en la realidad se enmarca en la imagen del velero que Jack ha plantado en una calle de Nueva York.

Aventura clásica a la búsqueda de un tesoro y del “redescubrimiento interior” de los protagonistas, Tras el corazón verde continúa siendo un estupendo entretenimiento. Cuyo éxito propició una secuela de idénticas características.

Embarcado Zemeckis en la estupenda Regreso al futuro (Back to the Future, 1985), la secuela fue puesta en marcha por el interesante Lewis Teague (1938), de progresivo sfumato, pero que dejó un reguero de películas apreciables.

Joan está pasando por un interminable periodo de asueto en compañía de Jack, en el barco que este perseguía desde el inicial episodio, y que ha bautizado como Angeline, al igual que la protagonista de los relatos de la exitosa autora. Circunstancia que le está empezando a pesar a Joan. Si posteriormente le va a comentar a su editora que le preocupa no saber qué les sucede a sus personajes al día siguiente, justamente La joya del Nilo (The Jewel of the Nile, Fox, 1985) arranca en ese “día siguiente” que se nos propone, tras el término de la primera aventura, cerrada tan solo aparentemente por la literatura de la cinematografía.

Para colmo, Joan padece eso que se ha dado en llamar el bloqueo del escritor. Asegura a Gloria que después de diecisiete libros ya no se le ocurre nada. O sea, que estando en plenas aguas de la Riviera se halla inmersa en un mar de dudas.


Por suerte para ella, la aventura llama de nuevo a su puerta, y a rebufo a la de Jack, con todo el encantador riesgo que esto conlleva. Una aventura que da inicio, como en el relato precedente, con la puesta en escena de una ficción novelada, aunque en este caso, no se trata del colofón de una historia, sino de su rocambolesco inicio. En él, los protagonistas, ya bajo el rostro de los actores principales, se enfrentan con una horda de piratas punkis en alta mar.

Tras lo cual, Joan insiste en que quiero trabajar en algo serio. La citada oportunidad le viene de la mano de Omar Califa (Spiros Focás). Manos que primero le ofrecen unas flores de su más importante admirador, y que luego a punto están de estrangularla.

Omar engatusa a Joan con la publicación de su biografía, habida cuenta de que va a ser nombrado “emperador” dentro de cuatro noches. El adalid ha sido elegido (por él mismo) para unir las tribus del Nilo, en un alarde de iluminismo mesiánico (que por otra parte nunca falla). Con tal excusa, se lleva a Joan a Egipto, con la consabida crisis entre la pareja, bellamente apuntalada por el tema de amor compuesto por el estupendo Jack Nitzsche (1937-2000). Pronto descubrirá la escritora que es demasiada seriedad la que se desprende de este nuevo propósito literario.


Dicho y hecho. Hospedada en su humilde hogar, Joan no tarda en averiguar que Omar oculta unas aspiraciones menos nobles de las que pretende. De hecho, se ha incautado de un hombre santo, Al-Julhara (Avner Eisenberg), para ocupar su puesto y aparecer como el redentor de todo su pueblo. No puedo poseer el espíritu de mi pueblo si no se le convence de que soy su jefe espiritual, declara Omar. El líder es muy listo, a ejercer la crítica lo llama bulo o fantasía. No acepta mensajes “negativos” de cara a la ciudadanía.

De nuevo Joan pasa de la ficción hecha realidad (yo he escrito esto, determina cuando Omar le enseña su palacio), a una realidad que la supera con creces. Hasta la cámara de torturas donde Jack y Joan están a punto de rendir cuentas al Todopoderoso ha sido extraída de otra de sus novelas.

Pero eso será cercana la conclusión. Entre tanto, Jack ha partido al rescate en compañía de Ralph. Allí topan con el gracejo de una marchosa tribu sufí, que parece haber aparcado sus melodías autóctonas y la evocación de un estado superior, por la materialidad de los ochenta como forma de acercamiento a Dios. Por algo, los sufíes ya eran considerados heréticos por los tradicionalistas aguadores de fiestas, debido a su querencia musical. Divertida es también la posterior parada en la aldea Nubia, hasta desembocar en el espectáculo de luz y sonido que Omar ha dispuesto para su presentación como líder carismático y predestinado.


Si en Tras el corazón verde los protagonistas partían en pos de un objeto valioso real, la chispa de La joya del Nilo estriba en que el tal tesoro resulta ser un ser vivo (no entraré en más detalles por si alguien no ha visto la película). En cualquier caso, sirva esta recomendación para disfrutar de estos dos eficaces relatos cinematográficos de aventuras, por los que el tiempo no parece tener demasiado empeño en causar tantos estragos como sus protagonistas a las intrigas.

Dedico este artículo a mis hermanos, Alejandro y Esther.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717