Clásicos Inolvidables (CLXIV): Marianela, de Benito Pérez Galdós

28 febrero, 2021

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Mucho se ha hablado sobre cómo aquello que proyectamos sobre la realidad que nos rodea acaba por moldearla. Para ello, desde la psicología se han analizado estos comportamientos y se han acuñado términos como el de profecía autocumplida o el denominado efecto Pigmalión. Estas cuestiones siempre han sido tanteadas desde el arte, especialmente desde la literatura, que permitía explorar a partir de sus personajes la compleja psique humana.

Uno de los autores más talentosos y encumbrados de la literatura española es Benito Pérez Galdós (1843-1920), capaz precisamente de retratar a partir de sus personajes los distintos caracteres de la sociedad que le rodeaba. No solo abordó problemáticas sociales de calado, como la precariedad, el cada vez más poderoso dominio de las apariencias frente a la realidad o la hipocresía social, que bien reflejó en obras como Miau (1888), La de Bringas (1884) o Tormento (1884), sino que también exploró en esas y otras obras todos los conflictos que guardamos en nuestro interior, ya fuera desde la mirada infantil del Luisito hasta la vejez sombría de su abuelo Villaamil, ambos personajes de Miau. No en vano, su Fortunata y Jacinta (1886-7) es una de las obras imprescindibles en este sentido, de la misma forma que a través de sus Episodios Nacionales desarrolló toda una serie de personajes entrecruzados que representaban las preocupaciones y características de todo un país. A veces, también se alejaba de los grandes hitos históricos y de las calles madrileñas para adentrarse en el terreno rural, más bucólico a la par que embrutecido. Ese es el caso de Marianela (1878).

Aunque ha sido habitual referirse al enfrentamiento entre barbarie y civilización dentro del esquema global de la literatura hispanoamericana, lo cierto es que es un enfrentamiento que se encuentra presente más allá de ese territorio, incluso podemos destacar el ejemplo que nos legó Pérez Galdós en este melodrama. Así pues, al empezar la novela nos adentramos en el terreno rural a través de los ojos de un científico, Teodoro Golfín, más acostumbrado a la ciudad, que atraviesa el terreno desconocido y solo gracias a una joven pueblerina, Marianela, consigue llegar a su destino, el pueblo ficticio de Socartes, hogar de su hermano. Se trata de una tierra baldía del norte de España en el que los campesinos sobreviven gracias a las minas, mientras un grupo reducido de personas, principalmente niños o gente acomodada, pueden disfrutar regodeándose del entorno bucólico que les rodea. Así pues, retomando el inicio de la obra, una joven analfabeta es capaz de guiar a un reputado doctor perdido en la naturaleza, en lo que es ya una ironía inicial que se hace aún más dramática cuando tenemos en cuenta que la llegada de este doctor y de su cura milagrosa dará al traste con la vida de nuestra peculiar lazarilla.

Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1972 dirigida por Angelino Fons
En realidad, la trama central la descubriremos posteriormente, cuando se nos revele el statu quo de nuestros protagonistas, los jóvenes Pablo y Marianela. Ambos pertenecen a mundos distintos, Pablo es de una familia acomodada, mientras que Marianela es huérfana, dependiente de la caridad de sus convecinos; sin embargo, él es ciego y para conocer el mundo que le rodea solo dispone de las lecturas de su padre y de los paseos que hace junto a Nela, como la llama cariñosamente, quien no duda en describirle lo que ella ve a su alrededor. Esta relación se alimenta de las fantasías pueriles de ambos personajes, incapaces de prosperar por sus limitaciones, pero en sus conversaciones descubrimos un cariño auténtico y cándido. Mientras que para el resto de personas, Marianela es un estorbo o una joven lastimera y fea, para Pablo es necesaria y hermosa, por la forma en que le trata, en que le admira y en que le enseña el mundo con su manera peculiar de hacerlo. 

Gran parte de la novela se desarrolla entre sus conversaciones, mostrándonos la inocencia de ambos personajes, sus creencias y un amor que se basa en promesas frágiles. Como si fueran Adán y Eva, la tentación viene en forma de ciencia y saber, cuando Golfín se presente para sanar la ceguera de Pablo. Aunque sea un motivo de alegría generalizado, Nela empieza a percatarse de que podría ser el fin de su fantasía, sobre todo cuando comprenda que Pablo pronto podrá verla como la ven los demás, y que ella tampoco puede rivalizar con la angelical Florentina, la prima con la que la familia quiere comprometer a Pablo.

Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1940 dirigida por Benito Rojo
A pesar de lo dicho, el auténtico triángulo primordial de personajes no lo encontramos en los jóvenes Pablo, Nela y Florentina, dado que, en realidad, Pérez Galdós nos subraya la amabilidad de estos tres personajes entre sí, aunque para Marianela la presencia de Florentina suponga un jarro de agua fría a sus expectativas. Por contra, la presencia de Teodoro Golfín sí que supone un auténtico triángulo, ya que él es el encargado de romper la relación de nuestros protagonistas, aunque no sea de forma intencional. Curiosamente, como acostumbraba a hacer Pérez Galdós, su nombre ya nos revela su naturaleza y su rol en la novela: Teodoro es "regalo de Dios", el regalo que va a recibir Pablo. Este personaje es bastante peculiar, porque representa los mejores atributos de la ciencia, con un positivismo optimista, capaz de lograr lo imposible para el resto de los mortales, aunque debido a ello será capaz de destruir lo que la naturaleza había unido. Golfín es un hombre de ciencia y mundo, no afectado por la petrificación del pueblo minero, lo que provoca que también sea una persona con cierta conciencia moral, capaz de percibir la belleza de Nela más allá de la mera apariencia y, por tanto, uno de los pocos personajes que se compadezca de la joven.

Como apuntábamos, el romanticismo de Pablo y Nela es destruido con la llegada de la ciencia, que representa Golfín, y, también, del mundo real y cruel, en el que dominan las apariencias y la ceguera moral impera sobre la ceguera física. A fin de cuentas, los personajes se mienten a sí mismos. La novela es un cruel relato de las expectativas, las ilusiones y su contraste con el mundo real. La unión de Marianela con su amado es solo posible en la ensoñación de ambos, fuera de la realidad cruel e hipócrita. Después de todo, la ceguera de Pablo le permitía acercarse a la verdad, mientras que la recuperación de su vista le arroja a ser uno más de los videntes materialistas que le rodean. No obstante, aunque pueda parecer brusco el cambio de Pablo, ya durante la novela se percibía y adelantaba que los argumentos y las palabras de amor del ciego eran, en realidad, pura ensoñación vacía, falta de la experiencia real frente a los libros que su padre le leía. Era fácil realizar promesas cuando su mundo era reducido, pero cuando su horizonte se abre, aquel sueño de Nela queda atrás, como quedará el propio pueblo minero.

Las ruinas de Eldena, de Caspar David Friedrich (1825)
En relación al propio pueblo, cabe destacar cómo Pérez Galdós presenta una visión crítica de la pobreza pueblerina, en que los más fuertes se aprovechan de los débiles, como Sofía con Nela al pedirle que rescate a su perro y luego preocuparse más por el perro que por la muchacha. No está lejos de lo que un siglo más tarde recogería otro gran narrador, Miguel Delibes, en Los santos inocentes (1981). Es decir, nos muestra y ahonda en el exagerado contraste entre pobres y ricos dentro del mundo rural en el que viven los personajes. Incluso plantea la hipocresía de una solidaridad mal entendida, como sucede con la familia que tiene acogida a Marianela y que tan solo la ven como un estorbo o una molestia.

En definitiva, una novela que acoge un mundo de contrastes, una tierna historia de romance pueril e inocente que se fragmenta por la ciencia, sin que por ello la ciencia sea observada como un elemento negativo. Pérez Galdós nos regala una obra donde el auténtico gris está en la actitud generaliza de los personajes al aceptar una vida pétrea, inmóvil, ajustada a sus parámetros inamovibles; una vida que ahoga las ilusiones y esperanzas de los más débiles. 


Nuestra ciudad, de Thornton Wilder

25 febrero, 2021

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Tengo por costumbre recorrer las calles de mi infancia y adolescencia. El antiguo barrio, el colegio (ahora I.E.S.), los soportales, las bocacalles… Los establecimientos aún están, pero ahora son distintos. Por ejemplo, la librería donde yo compraba los libros de Barco de Vapor, los estuches Pelikan y los bolígrafos con distintos olores, ya solo vive en mi recuerdo. Ahora es una farmacia. Tampoco está la tienda de ultramarinos donde me hice con los álbumes de cromos de El retorno del Jedi, los Gremlins y E.T., o el atestado videoclub, cofre de las maravillas. El ancestral kiosco con los anhelados sobres con cromos, los Don Miki y las golosinas, sí permanece; continúa plantado en mitad de la calle.

En estas ocasiones la música me ayuda. Es un recorrido que siempre hago con canciones que me trasladan a esa época. Espero retomar el hábito con nuevos bríos cuando acabe lo de la mascarilla.

Nuestra ciudad (Our Town, 1938; Cátedra, Biblioteca Siglo XX, 2020), es una celebrada pieza teatral del dramaturgo y guionista norteamericano Thornton Wilder (1897-1975), y tiene que ver con lo que estaba contando. En esta hermosa creación se nos narra el transcurrir del tiempo que, pese a que pueda parecer contradictorio, permanece estático en nuestra mente. Al menos, la fortaleza de algunos de esos recuerdos. Pero no se trata de volver a traer a nuestro consciente dichas evocaciones, sino de experimentar una vez más lo vivido. Como privilegiados espectadores que hacen acopio de todos sus sentidos.

Tras una introducción centrada en las aspiraciones dramatúrgicas del autor, un tanto farragosa y, en cualquier caso, de menor interés que la recepción de la obra en la actualidad, nos centramos en la cuestión. Wilder se había adentrado desde el principio en nuevos territorios de la escritura, percibiendo con tanta prontitud como delicadeza las manifestaciones espirituales que se iban propagando (Introducción). Esta será una idea primordial a la hora de proceder con la comprensión integradora de la obra. A un Thornton Wilder preocupado por la naturaleza expositiva de sus textos, esto es, cuál es la función del narrador y cuáles los escenarios apropiados, se suma la de un buscador de otras realidades que sobrepasan nuestros sentidos. Incluso aunque el punto de partida sea un mero recurso dramático, la hermenéutica puede ser algo que ni los autores alcanzan a calibrar en su integridad. Suponiendo que la intencionalidad de Wilder no fuera, como presumo, de orden trascendente.

En cuanto a la forma, la narración tenía que ver con la relación entre el artista y el público, y con un lenguaje característicamente americano (Íd.). Un modo de abordar la expresión que, como el aspecto metafísico, supera las “limitaciones” geográficas para hacerse universal.

Thornton Wilder
La ciudad del título -o pueblo grande, en el original-, se encuentra situada en la zona de New Hampshire, en el estado de Nueva York (EEUU). En palabras de Wilder, es un pueblo campesino que se respeta a sí mismo, y cuyas familias han vivido allí durante generaciones (…) Nuestra ciudad es un himno a la familia en su invariabilidad, añade. Además, en el primer prefacio señala que quería registrar la vida de una pequeña ciudad en el escenario, con realismo y generalidad; esa universalidad a la que antes me refería. Es esclarecedor este preámbulo; bastante más satisfactorio que el posterior prefacio a tres obras teatrales, un ejercicio algo árido de justificación del minimalismo en escena. No obstante, pese a la presumible diversidad de puestas en proscenio, el autor plantea una teoría de representatividad en torno a la cardinal idea de que cada afirmación individual de una realidad absoluta solo puede ser interior, íntima (Prefacio II). Perfectamente señalado. Tan solo percibimos una parte de la realidad total.

Claro que, a diferencia de sus contemporáneos existencialistas, dialécticos y del absurdo, Thornton Wilder declara que no soy un innovador, sino un redescubridor de bienes olvidados (Íd.). Precisamente por eso, su obra persiste en el tiempo con mejor disposición de ánimo y dinamismo emocional que otras intelectualidades avejentadas en su praxis.

Conocedor de Lope de Vega (1562-1635) y de Ortega y Gasset (1883-1955), Thornton Wilder fue guionista e intérprete del Maestro de ceremonias, o Director de escena, de la espléndida versión cinematográfica firmada por Sam Wood (1883-1949). Años más tarde se procedería a un nuevo intento, esta vez televisivo, en 1977, con el beneplácito del autor (que dejó establecido antes de fallecer). Como el propio Thornton Wilder aseveró con buen criterio: las películas han establecido una libertad nueva y tremenda en el tratamiento de temas, y el equipamiento técnico de una legítima representación teatral permite más libertad de la que ha habido nunca (como ejemplos de ello, el dramaturgo citaba a Walt Disney [1901-1966] y Frank Capra [1897-1991]) (Íd.). El cine satisface el deseo de la reproducción mágica del mundo al permitirnos verlo sin ser vistos (…) De ahí que las películas parezcan mucho más naturales que la realidad. El mundo que crean [las películas] es capaz de proyectar nuevos imaginarios, no solo estéticos, sino también semánticos (Íd.).

En agradecimiento a su interés, Ortega reconocía respecto a Nuestra ciudad que no es posible asistir a su representación en el teatro sin sentir escalofríos medulares (Esta edición).

Ciudad en Nueva Inglaterra
La obra se divide en tres actos. Todos ellos transcurren en sendos días cualquiera, que pasan a no serlo. No por imperativos fastuosos, sino por la épica de lo cotidiano que Wilder persigue y que logra apresar a través de sus palabras y protagonistas. En el primer acto, la jornada es la del siete de mayo de 1901. Los residentes quedan concentrados en dos familias vecinas, la del médico Gibbs y la del editor del periódico local, Webb. Destacándose los principales descendientes de ambas familias, George Gibbs y Emily Webb. Dos muchachos que quintaesencian buena parte de una población de dos mil seiscientos cuarenta y dos habitantes.

El segundo acto se detiene en otro día concreto, el siete de julio de 1904. En él se recoge el enlace de George y Emily, en una estructura que a mí me recuerda la hermosa canción Les trois cloches (curiosamente, compuesta el mismo año que la adaptación cinematográfica de Nuestra ciudad, 1940), con letra y música de Jean Villard (1895-1982), y que tan bien han cantado Édith Piaf (1915-1963) o Mireille Mathieu (1946).

En el tercer y último acto estamos en el verano de 1913. La elegía del Director de Escena al auditorio es la de la gente tenaz que hizo un largo camino por ser independiente (Acto III). No pretendo adelantar nada sustancial a quien no conozca aún la obra, pero digamos que la trascendencia espiritual de este acto tercero es lo que dota de pleno sentido al conjunto.

Una trascendencia que podemos concretar en las siguientes características. Primero, la supervivencia de la identidad individual después de la muerte (la introducción me parece alicorta en este sentido, y recargada en los florilegios filosófico-literarios que cabía esperar). Segundo, la diferenciación entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo, en connivencia con las teorías del renovador filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996) (una buena edición en español la hallamos en Pre-textos, 2007). Y tercero, el referido alcance épico de lo profundamente íntimo y cotidiano.

Representación de la obra
De este modo, todos sabemos que hay algo eterno en cada ser humano, tal y como recalca el Director de Escena a inicios del acto tercero. La representación posterior confirma esta regla. Merced a esta, los muertos dialogan entre sí. Pertenecen a un estrato distinto al nuestro, pero están. El punto en cuestión estriba en si al pasar “al otro lado” somos capaces de recordar nuestra vida en la Tierra; puede incluso que nuestras otras vidas anteriores. Una idea para nada inconveniente al autor, que en carta a un particular explica: las generaciones de los hombres se suceden entre sí, en una repetición aparentemente infinita (Nota nº. 11).

Respecto al segundo punto, el de la percepción de una magnitud como es el tiempo, capaz de ensanchar el plano de la física, el Director de Escena, que no tiene nombre concreto pero representa a todos, adelanta datos del futuro de algunos de los protagonistas. Destinos trágicos o apacibles, pero siempre humildes en su devenir dentro de la más amplia naturaleza (Acto I). Es un recurso dramático sublime.

Así, muchas de estas inquietudes convergen en el punto tercero, en el hecho de saber buscar lo esencial en la cotidianidad, en nuestra naturaleza interior y en la naturaleza que nos rodea.

Comencé este artículo diciendo que me gusta caminar por las arterias de mi ciudad, y que me agradaría reencontrarme con los escenarios de mi niñez tal y como los recuerdo, sin barreras que cierran el paso. Por desgracia, esto no es posible. Ahora todo está ocultado mediante vallas y muros que antes no existían. La música sirve de acicate, eso sí.

En definitiva, si en nuestras manos mortales estuviera, la de cosas que recordaríamos y que andan por ahí arrinconadas.

Escrito por Javier Comino Aguilera





¡A ponerse series! (XLII): It's a Sin, de Russell T. Davies y Peter Hoar

14 febrero, 2021

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Recuerdo lo que es sentir miedo. No dejaba de ser desconcertante, a la par de descorazonador, que en la década en la que hemos gozado de una mayor libertad individual -quien la vivió lo supo-, se nos sometiera -a todos- a causa de una terrible plaga mortal. Más diabólica que cualquier presagio siniestro. Sin embargo, el poder de atracción era tal que, pese a que en los ochenta camparon a sus anchas la droga, el SIDA, el terrorismo, y se evidenciaron los primeros síntomas de una sectaria ofuscación ideológica distribuida por los medios de comunicación, no cambiaría dicha década por ninguna otra de las que he vivido. En cuanto al futuro, ya veremos lo que nos depara.

¿Qué justifica tal predilección? La creatividad sugestiva en todos los ámbitos, el descubrimiento de un futuro brillante y halagüeño, la luz, el color privado de aquella infancia y adolescencia; el formar parte de un pedazo de historia culturalmente relevante. Incluso los jerséis de angora y los peinados.

Hasta la ocultación tenía su gracia. Era casi vampírica. Los lugares de cita, los encuentros causales, los desencuentros. La espera, el nerviosismo, el ansia. La conquista. Era como si uno fuese el personaje de una película (y no, nunca me arrojaron piedras, que ya estaba yo para devolverlas). Por supuesto que soy consciente de que otras personas no tuvieron la misma suerte, y que aún hoy se ven oprimidas por todo tipo de prejuicios analfabetos por razón de su condición sexual.

La miniserie -en cuanto a extensión- It’s a Sin (Es un pecado; Channel Four-HBO, 2020, estrenada al año siguiente), aborda una horquilla temporal que recorre diez años, de 1981 a 1991. No cualesquiera años, sino el reflejo de una conquista progresivamente en marcha, que de pronto sufrió el frenazo de su ímpetu. Culpables hay muchos, comenzando por el propio virus, pero puestos a seleccionar, no debemos olvidar que, junto a los avances en derechos civiles ha de convivir de forma armónica la responsabilidad del individuo. Ejemplifico esta observación con la excelente imagen del primer capítulo en la que, camino de la capital, uno de los protagonistas arroja una caja de preservativos al mar, obsequio de su padre, porque piensa que con él no va a haber ningún peligro a la hora de dejar embarazada a una chica. Es homosexual. Nada le hace sospechar que ese gesto de rebeldía le puede costar la vida.

Para progresar laboral y anímicamente hay que pisar las calles de Londres, así en los ochenta como en los swingeantes sesenta. De este modo, varios personajes convergen en un modesto piso en un céntrico barrio de la ciudad. Cada uno arrastra una pesada vida anterior y un porvenir prometedor, cargado de ilusiones. Son el vivaracho y algo alocado Ritchie Tozer (Olly Alexander), el muchacho de color Roscoe Babatunde (Omari Douglas), hijo de inmigrantes; el ambicionado pero responsable Ash Mukherjee (Nathaniel Curtis), el prudente y desapercibido Colin Morris (Callum Scott Howells), y la resuelta Jill Baxter (Lydia West), la única chica y confidente esencial del grupo. Junto con otros amigos que ya no comparten el piso, como Gregory Finch (David Carlyle), y el empleado de sastrería -de sonoro apellido- Henry Coltrane (Neil Patrick Harris), que tiene su pareja desde hace ya tres décadas.


La serie condensa bien el desembarco de la enfermedad por medio de estos protagonistas. En el capítulo segundo, destaca una nueva imagen que podemos enlazar con la anterior, la de Jill lavando en un fregadero la taza que acaba de usar un posible contagiado.

Las relaciones familiares son tensas. A lo que se añade la letal inconcreción acerca de la enfermedad. Los medios de comunicación no informan como debieran, y cuando lo hacen, muchos prefieren hacer oídos sordos. El SIDA no te afecta, asegura el médico que se pone a la defensiva ante la solicitud de información de Jill Baxter, en un centro de salud pública. Y seguramente así lo cree. En este sentido, es conmovedor, a la par de insensato, el desenfadado resumen del desconocimiento que padecen los jóvenes por boca de Ritchie (II).

Pasa el tiempo, y la despreocupación se convierte en severa amenaza. Toca hacerse las pruebas de detección de una enfermedad que puede derivar en otras, en lo que es una etiología macabra que incluye de forma grosera el azar, lacerante e inexorable (III). Hay un primero en fallecer. Al que seguirán otros. Visto y no visto. Todo sucede de forma abrupta, porque la juventud, en ninguna de sus formas, dura para siempre. El grupo ya no podrá volver a ser el mismo.

Está bien retratada lo que es la clase media -tirando a baja- británica (IV). Como la ubicación temporal por vía de cuatro rasgos ambientales (música, sin ahogarnos en la reconstrucción). Del mismo modo, los roles quedan bien definidos, en el sentido de la personalidad de cada uno de los protagonistas. Nos encontramos con la naturaleza ariana de Ritchie, la sagitariana de Roscoe, la capricorniana de Jill y la pisciana de Colin, todos con sus idas y venidas contractuales relativas al sustento de la vida. El caso de Colin es paradigmático, pues ha sido despedido por no ceder a los avances de un superior baboso (II). También es ilustrativa de la doble moral la cena de capitostes políticos, cada uno con su pareja masculina más joven. Lo que conlleva un giro argumental ciertamente forzado, e incluso ridículo, cuando el gubernativo Arthur Garrison (Stephen Fry) asegura a Roscoe que, en realidad, no está interesado por él -por la homosexualidad, en definitiva-, más que como un señuelo o aditamento puesto de moda que le ayuda a recuperar su auténtica virilidad heterosexual (¡!) (IV). Esto, después de haber retozado juntos, por decirlo así. Un retruécano que solo se justifica en el sempiterno manotazo anti conservador o anti liberal de rigor, que parece tan risible como inevitable en tantas series de la actualidad, que más hacen bandera de la ideología política que de los seis colores de la libertad sexual. Menos de brocha gorda, a mi entender, resultan las puyas contra el anglicanismo y el metodismo puritano.


A partir de ahí, se acentúan los calvarios, integrados principalmente en el proceso de pavor de Ritchie. En primer lugar, por no hacerse las pruebas a causa del miedo -la confirmación de su miedo-, y luego, por confirmarse sus sospechas a través de las mismas. Es cuando ese miedo inicial cede el paso al pánico a lo desconocido.

La serie no se centra en la investigación médica, pero sí en el inicio de las reivindicaciones de identidad. Con el riesgo de que el activismo esté siempre a un paso de destacarse de forma violenta (esa que no se justifica nunca cuando es por el otro extremo), o de desteñir los referidos colores con los más uniformes y bastante menos coloridos de la ideología política. En este sentido, la miniserie se conduce con cierto maniqueísmo: los poderosos apestan, los no-gais son mezquinos y paletos, en su mayoría, y las víctimas son unos mártires incomprendidos por todos. No era exactamente así, aparte de que, pese a los patrones clínicos establecidos, cada caso era único en sí mismo.

Así, el capítulo V y último es el de los reproches y las culpas, el de las necesidades afectivas no atendidas. La aletargada madre de Ritchie, Valerie (Keeley Hawes), entra en escena con (excesiva) fuerza, después de diez años de tibieza, lo que tampoco justifica el que sobre su conciencia tengan que recaer cada una de las culpas, de los actos cometidos a conciencia por su hijo y todos los homosexuales del mundo. Pese a todo, está claro que trata de hacer de madre (sobre)protectora en lo que no ha venido siéndolo durante todos esos años de tirantez impositiva e incomprensión familiar.

De este modo, circulan sin respetar las normas de integración, la inconsciencia, la criminal desinformación (estatal y personal), y la falsa vergüenza impuesta por los demás hacia una condición aún hoy no plenamente aceptada. Con el riesgo, repito, de que los yerros y responsabilidades individuales se diluyan en favor de una corriente que quiere trasladar las culpas a los otros, a pesar de sus evidentes fallos; en este caso, centrados en la acaparadora madre de Ritchie. Emotiva es la despedida de este último ante un amigo de la adolescencia, mucho antes de hacerlo ante su propia familia. De hecho, esa despedida postrera no nos es mostrada, creo que con el buen acierto de escapar de lo manido. A la que sí asistimos es a la de un Ritchie que nos dice adiós como un bailarín que se enfrenta a su última salida al escenario (V).


De It’s a Sin destacaría su sutileza emocional –más que crítica- y su finura argumental. Lejos de la enloquecida simbología de la corrección política, cada vez más desatada e inaudita, la serie sabe entrar en contacto de forma epidérmica con situaciones que van del naturalismo más dramático a la irracionalidad casi cómica. Y lo hace, finalmente, sin confundir lo social con lo panfletario ni lo político con lo dogmático.

Tampoco está de más recordar que un país que pierde el respeto hacia sus víctimas, sean de la naturaleza que sean, está condenado al fracaso.

En definitiva, es peligroso perderle el miedo al miedo. No se trata de una cuestión de moral -ni mucho menos un castigo divino-, sino de supervivencia. Al fin y al cabo, el conocimiento adquirido de manera individual -es decir, laboriosa- es lo que nos hará libres, y no ninguna elusiva verdad.




El autocine (LXXXII): 1997, Rescate en Nueva York, de John Carpenter

11 febrero, 2021

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Solos en el toque de queda. Así andamos. No ya en la ciencia ficción, sino en la vida real. Mucho menos acompasada y estructurada que en la invención, no me cabe duda. Será por eso que la gente con la imaginación escuálida me deprime. Y del conocimiento para qué hablar. Las personas parecemos disponer de una propensión al suicidio intelectual pavorosa. De este modo, se está perdiendo la relación lector-libro, como obra cinematográfica-espectador (y recalco obra cinematográfica y no película, si bien las empleo como sinónimos en este artículo, ya que lo segundo se suele referir más a un producto de consumo que se ve y desecha, en lugar de a un objeto artístico perdurable). Más aún, ¿la sociedad nace o se hace? Lo que parece cierto es que, con alguna frecuencia, se deshace. Con lo que la película que hoy comentamos no podía ser más oportuna. Nos habla del final de una hegemonía. Y cuestiona las estructuras sin necesidad de renegar de ellas. No confunde la amistad con el amiguismo.

Al comienzo de 1997, Rescate en Nueva York (Escape from New York, AVCO Embassy-Universal, 1981), un rótulo situado en un 1988 alternativo, nos avisa de que el índice de criminalidad en los EEUU ha crecido hasta un cuatrocientos por ciento, y de que Nueva York ha sido destinada a macro-prisión de máxima seguridad. En torno a Manhattan, y todo el restante perímetro, se ha erigido un muro de quince metros, en permanente vigilancia, al igual que los ríos y puentes, que además han sido minados. Como Alcatraz, pero con los contornos de todo un estado.

Saltamos a 1997, en esta ucronía revestida de thriller futurista de acción. Un ataque terrorista pone al presidente del país -o lo que queda de él- en suelo vetado, después de hacer alarde de toda la pirotecnia verbal anticapitalista de rigor (Carpenter no se corta un pelo en ridiculizar esta vertiente de hipnotismo ideológico: sus puyas no se detienen en la ridiculizada figura de poder presidencial encarnada por el estupendo Donald Pleasence [1919-1995]).


Ahora bien, ante todo, John Carpenter (1948) se debe a su maestría como narrador, él tiene una cita en primer lugar con los recursos del arte cinematográfico. De tal manera que, haciendo siempre acopio de un estilo personal, la cámara se va deslizando por el espacio de control de seguridad ubicado en Liberty Island. Allí tiene su sede un destacamento policial, comandado por el Jefe de Policía Hauk (el veterano Lee Van Cleef). La narración es precisa, por medio de planos largos y expresivos fundidos a negro, marca de la casa. De hecho, John Carpenter proporciona en Rescate en Nueva York una filmación efectuada con su habitual limpieza (clásica). Planos estables, nada caóticos, sin estridencias visuales. El realizador no precisa de esto último, como tampoco de inundar con palabras malsonantes sus diálogos para resultar creíble. Alicientes de un guión firmado al alimón con Nick Castle (1947), pero que luego hay que saber poner en escena.

Total, el Air Force One en el que viajaba el mandatario, camino de una conferencia de alto interés (el macguffin de la historia, representado por una cinta grabada del presidente que debe ser recuperada, junto al líder, si es posible), ha sido estrellado contra uno de los edificios emblemáticos de ciudad. Pero el presidente ha sobrevivido gracias a una cápsula de salvamento. Pese a todo, quedar con vida en semejante barrio-metrópoli no es un buen negocio, y el presidente se ve en manos del Duque (Isaac Hayes), el líder callejero con más predicamento -y luces- del baqueteado entorno. En suma, el escenario es un lugar sin normas establecidas, más que sin “ley”: la que impera es la que los reclusos han establecido. Es decir, poca.


Para ejecutar -tal me parece que sería la palabra- el rescate, se recurre al mercenario Plissken, apodado Serpiente. Un teniente de las “Fuerzas Especiales” que se ha echado a perder (John Carpenter señalaba en una entrevista que Plissken había sido condenado por el intento de atraco a un banco, pero que este primer tercio de la película fue sacrificado del montaje final porque ralentizaba la acción principal). Plissken se ve forzado a aceptar el encargo, además de quedar sometido a un horario. Si no cumple con su misión en veinticuatro horas -en realidad algo menos-, que es el tiempo dispuesto para volver a celebrar la conferencia –siquiera de forma telemática-, el aguerrido rescatador morirá, merced a dos cápsulas microscópicas pero letales. De esta guisa, Plissken alcanza Nueva York con ayuda de un planeador, que posa sobre uno de los desvencijados edificios del World Trade Center.

Estupendas imágenes de un Nueva York abandonado, despoblado solo en apariencia, y poligonero, se alternan con la llegada del protagonista (muchas de las escenas fueron filmadas en San Louis, tras un incendio). Un suburbio toda ella, en Nueva York pululan convictos y gentes que antes habían sido personas. Son las hordas del subsuelo.

Esperando la señal (GPS) que le conduzca al presidente, Plissken recorre la antaño glamurosa Calle 42, o la biblioteca pública, en compañía de un taxista, “Cabbie” (Ernest Borgnine), Harold Heyman, apodado “Cerebro” (Harry Dean Stanton), que es mano derecha del Duque, y la novia de Harold, Maggie (Adrienne Barbeau). A su vez, el Duque dispone de su propio séquito, y hasta de un bufón llamado Romero (Frank Doubleday). 

Plissken es un héroe maltrecho por fuera y por dentro. Las instituciones han colapsado por su propia endogamia, y la naturaleza humana… bueno, como descubre nuestro protagonista, sigue siendo asunto de destreza individual y no de sometimiento comunal. Una lección bien aprendida de los clásicos por John Carpenter, o que también forma parte de la naturaleza del realizador (y razón por la que actualmente se trata -sin lograrlo- de denigrar dichos clásicos por los colectivistas del pensamiento único, en esta realidad tan rara y coercitiva que nos ha tocado vivir, más cercana a la distopía que la presente ficción).


Así, al igual que su autor, Plissken no se debe a nadie. Puede ayudar a los demás, pero responde ante sí mismo. Por eso, es el único en la película con un código de honor. Como sucede con muchos de los llamados anti héroes. Esos con los que resulta fácil identificarse.

Sátira política, e incluso policial, la corrupción campa a sus anchas en los entresijos de Rescate en Nueva York. Solo que lo hace en apuntes tan escuetos como certeros. El humor -bien dosificado- reviste el escepticismo de fondo, en un alarde de lucidez.

Casi toda la película se desenvuelve a través de una cuidada iluminación nocturna, proporcionada por el magnífico Dean Cundey (1946). Maqueta del perfil de la ciudad incluida, cuyas líneas rojas en realidad estuvieron pintadas de verde, y después filmadas, en admirativo trabajo de John Wash (-), un incipiente James Cameron (1954), y otros colegas del nutrido departamento de efectos visuales.

Epígono de la generación de los grandes narradores, ya desaparecidos entonces o inactivos -como por otra parte le sucede ahora al propio Carpenter-, del excelente director y compositor queda su dominio de los recursos expresivos (un dominio que conlleva la medida, a diferencia de tantos de los realizadores de nuestra atribulada actualidad). Con el western por bandera, toda una filosofía de la vida, o una mítica, en palabras de Jorge Luis Borges (1899-1986), John Carpenter no solo pone en solfa los valores de la sociedad norteamericana, como tanto se quiso manifestar en el estreno de la película, sino de toda sociedad que vende al Estado su innata libertad a cambio de una quejumbrosa y especular seguridad.




Para el sábado noche (CII): El ojo mentiroso, de Peter Yates

02 febrero, 2021

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Desde luego que el realizador británico Peter Yates (1929-2011) intentó hacer de todo. Y con honestidad. Desde la excepcional Bullit (Id., Warner Bros., 1968) -ya había dirigido antes- pasando por la amena y sugestiva Abismo (The Deep, Columbia Pictures, 1977), hasta la ejecución de dos obras diametralmente opuestas, estupendas las dos, en un solo año, La sombra del actor (The Dresser, Columbia Pictures, 1983) y Krull (Id., Columbia Pictures, 1983; en realidad, esta se filmó en 1982, pero fue estrenada al año siguiente). También guardo un especial recuerdo de Sospechoso (Suspect, Columbia Pictures, 1987), por haberla visto en el cine, y por repescarlas después, de la magnífica El confidente (The Friends of Eddie Coyle, Paramount, 1973) y la vitalista El relevo (Breaking Away, Fox, 1979). Una filmografía que no se suele destacar, pero que contiene trabajos altamente estimables; sobre todo, conforme ha ido pasando el tiempo.

Tal es el caso del trabajo al que hoy me voy a referir. No se trata de una obra maestra, pero al menos El ojo mentiroso (Eyewitness, Fox, 1981) se beneficia de su falta de pretensiones autorales de tipo megalomaniaco (ahora, cada película parece ser “lo definitivo” o “el último grito” en cuanto a la narración), proponiendo una trama distraída y asequible al mismo tiempo. En suma, en su responsable moderación, estamos ante una película tan bien filmada como comprensible (nada menos).

Se narra lo siguiente: en un edifico de oficinas sito en el distrito de Manhattan, en Nueva York (EEUU), trabaja un empleado de mantenimiento, conserje y supervisor, Daryl Deever (William Hurt), concienzudo y, como la mayoría de los solitarios, bastante observador. Daryl tiene un compañero, Aldo Mercer (el estupendo James Woods), pero este ha sido despedido por haberle contestado de mala manera a uno de los residentes, el empresario señor Long (un siempre eficaz Chao Li Chi), que tiene tan poco sentido del humor como cabe esperar.

Al aparecer Long asesinado en su oficina, todas las sospechas recaen sobre Aldo, que parece arrastrar tras de sí todo un alboroto continuado, como bien observan los detectives Black (Morgan Freeman) y Jacobs (Steven Hill). En efecto, parece que Aldo va pidiendo a gritos que lo detengan: pero las cosas no son tan sencillas.


Además del mantenimiento del edificio, que incluye la incineración de los desperdicios, Daryl aparenta encontrarse feliz viviendo solo, con la única compañía de su perro, ya que las relaciones familiares son de todo menos fluidas; sobre todo, con su padre, el señor Deever (el característico Kenneth McMillan).

Con quien sí parece mantener una “relación”, como tantas veces sucede, de forma virtual, es con la reportera de un noticiario, Tony Sokolow (la estupenda Sigourney Weaver). De formación y familia exquisita, Tony toca el piano y monta a caballo; lo que contrasta con su labor como presentadora de noticias callejeras. No incide Peter Yates en un exceso de ambición por parte de este personaje. Por el contrario, Tony se nos muestra como una profesional, aprovechada y vivaz como lo pueda ser cualquiera.

No obstante, lo más singular de la película se encuentra, precisamente, en la interactuación entre los personajes. Las relaciones son oblicuas, indirectamente afectuosas. Por parte de Daryl, ya hemos constatado la pésima correspondencia que mantiene con su familia, la tensa amistad con el venido a menos y grandilocuente Aldo, con quien comparte su pasado como ex marine, y su “encaprichamiento” hacia Tony (que, pese a todo, se resolverá con nobleza). Lo mismo puede decirse de Joseph, el amigo de la familia Sokolow, prometido y hasta protector de Tony. Que el personaje esté encarnado por Christopher Plummer (1929) es definidor. El actor canadiense ya había mostrado una eficaz faceta a la hora de interpretar personajes especialmente tortuosos o con doblez, caso de la excelente Testigo silencioso (The Silent Partner, Daryl Duke, 1978).


Si por un lado están las relaciones sentimentales, por otro, están las laborales. Daryl emprende su jornada durante la noche, o bien entrada la tarde, que es cuando comienza su turno. William Hurt (1950) sabe proporcionar a su protagonista un carácter ciertamente psicopático, aunque grato y afable, por incongruente que esto pueda parecer. Como el náufrago de una isla desierta que, tal y como sucede aquí, está densamente poblada. Su fijación por Tony lo asevera, aunque se camufle de historia de amor: amor como posesión mental. Daryl conoce a Tony, la sigue, atesora sus fotografías… Nada que nos chirríe en la actualidad.

La rica y el menesteroso, y entre medias, el afecto, y también Joseph. Nosotros no podemos detenernos, declara el pretendiente ante un público de potenciales benefactores, entre los que se encuentran los padres de Tony. El fin es recaudar sumas de dinero para rescatar a judíos eslavos que aún están en difícil situación; algunos de ellos, retenidos como rehenes. Rusia nos dio la vida, América esperanza, e Israel una razón para vivir, concreta Joseph con emocionada asertividad.

Y si para Daryl, las relaciones con el padre no son buenas, lo mismo le va a suceder a Tony conforme se vaya adentrando en los entresijos del crimen que indaga. No existen los compartimentos estancos.

Luego está la interacción a través de las máquinas: contestadores, grabadoras, cámaras, micrófonos -ocultos o al descubierto-… El título en español no está mal escogido. El ojo que miente puede ser el de una cámara o el de las personas, de forma consciente o inconsciente. Por otra parte, o abundando en lo mismo, dónde están los límites. Aunque las causas que se persigan sean beneficiosas, la falta de escrúpulos puede dar al traste con las más altruistas aspiraciones, mezcladas con el ámbito de la venganza personal, que en esta ocasión, se refiere a la pérdida del objeto deseado (puede que incluso amado).

Tras el interludio amoroso, el suspense se reabre en el último tercio de la película. Una trama que puede costar la vida de Daryl, Tony, y demás implicados. No está mal, teniendo en cuenta que, en los momentos más intrincados, el ser humano se conduce con particular heroicidad, o repugnante sumisión (a la vista de todo tipo de ojos está).


Producida y dirigida por Peter Yates, El ojo mentiroso contó con una música “camerística” del poco prolífico Stanley Silverman (1938), la fotografía del destacable Matthew F. Leonetti (1941), y un guión de Steve Tesich (1942-1996). Con ambos había Yates colaborado en El relevo, siendo asimismo Tesich el firmante de Georgia (Id., Arthur Penn, 1981). A veces la trama puede parecer previsible (en su función de whodunit), pero la ambigüedad psicológica de los personajes y la grisura de las relaciones disfrazada de relato de género hace que, en conjunto, la película resulte bastante entretenida, en el sentido más ilustre del término, con ayuda de unos actores sólidos y una atmósfera bien establecida (simpático es el hecho de que nadie acuda a la policía para resolver sus dificultades, como si estos fueran unos sujetos marginales).

A su vez, como muestra de eficacia por parte del realizador, nada artificioso, insisto, señalaría el misterioso sonido repetitivo que antecede al descubrimiento del cuerpo sin vida del señor Long. Al personaje le robaron y asesinaron, y en averiguar la razón se afanan Tony y Daryl, aun a riesgo de su propia vida y, lo que es peor, de descubrir la verdad, y qué papel desempeña cada uno dentro de la misma.




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