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31 enero, 2019

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Peñones de Almuñécar (Granada), fotografía de LJ
Ha llegado ya 2019 y ha cumplido su primer mes con enero. Nosotros seguimos nuestra andadura por la red con vuestras visitas, que han sumado más de 13000 durante este mes. En cuanto a nuestros seguidores, sois en este nuevo año 183 en Blogger, 643 en Twitter  y 177 en nuestra página de Facebook.

Desde el principio hemos tenido un mes dedicado a los niños por el final de la Navidad, con películas como Los 5000 dedos del doctor T. o Vaiana. También nos hemos adentrado en el maravilloso mundo de Wallace y Gromit y nos hemos acercado a la sensibilidad de La librería. Además, hemos tenido un clásico español como es El crack y hemos visitado los parajes del alma de Umbral en su libro Mortal y rosa

Por esta senda seguiremos, como habitualmente, durante todo el resto del año 2019. Con más películas, libros, música y demás elementos de la cultura. Os animamos a compartir con nosotros vuestras impresiones y a disfrutar de la cultura que nos rodea.

Para el próximo mes seguiremos con algunos estrenos de última hora y también recuperaremos algún clásico que no puede pasar desapercibido. Quizás disminuyamos un poco nuestra actividad, pero no os preocupéis, seguiremos al pie del cañón.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

Seuss y los Happy Fingers
PD: Hoy os invitamos a conocer un canal de Youtube dedicado a resumir la historia de la humanidad desde el principio hasta el final con cierto humor y buena dinámica. Una proeza titulada Pero eso es otra historia, del que os dejamos uno de sus vídeos.



"Amar la lectura es trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía."
                  - John Fitzgeral Kennedy (1917-1963)

La luna es una cruel amante, de Robert A. Heinlein

25 enero, 2019

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Hacia el año 2075 la luna se ha convertido, en buena parte, en una colonia penal, poblada por exilados, obreros y ex presidiarios. En dicho año, nuestro satélite es otro mundo computerizado. Hasta qué punto esto era inevitable y hasta dónde llega tal necesidad, es algo que Robert A. Heinlein (1907-1988) deja al lector de la mano de su narrador, el informático y encargado de mantenimiento Manuel García O’Kelly. Manuel entra en contacto con el díscolo ordenador Mike, el hermano más guasón de HAL 9000 o Colossus.

El caso es que Manuel y Mike se hacen buenos amigos, pues aunque el ordenador muestra una operatividad digamos que errática, se conduce como un ser humano, en el complejo espectro de la inteligencia artificial. Pertenece a la serie Holmes 4, es autoprogramable y muestra un evidente cansancio al realizar únicamente tareas administrativas; en suma, de estar al servicio del estado, aquí denominado Autoridad Lunar, y no emprender cometidos mucho más creativos.

Este es el núcleo central de la novela que hoy comentamos, La luna es una cruel amante (The Moon Is A Harsh Mistress, 1966; La Factoría de las Ideas, 2003), del escritor estadounidense Robert A. Heinlein, galardonada con el prestigioso Premio Hugo para obras de ciencia ficción.

La luna la pueblan unos tres millones de seres humanos. Allí también habita Manuel, pero él no es ningún preso, sino un técnico en reparaciones informáticas. Yo nací libre, nos informa (Libro I: I), para añadir que a las máquinas les gusto, lo que se confirma plenamente. Pero nunca he presumido de saber nada sobre las personas, agrega más adelante (II: XV). Además, asegura que la política nunca me ha tentado… hasta que las circunstancias me obligaron a cambiar (I: IX). También sabremos que Manuel es un nativo lunar de tercera generación (I: IX), y que dispone de una prótesis en su brazo izquierdo que, lejos de incapacitarle, le faculta para llevar a cabo tareas de particular precisión, a las que ningún otro técnico ha osado llegar jamás.

Robert A. Heinlein
La relación de amistad entre nuestro protagonista y narrador de los hechos y el computador Mike, se hace extensiva al lector. El humano y la inteligencia mecánica muestran una mutua comprensión, una afinidad psicológica entre creador y creación. Entre tanto, el autor y sus protagonistas no dejan de poner de manifiesto la manipulación intrínseca a la política (I: II). De este modo, Manuel también entra en contacto con la idealista Wyoming Knott, que incluso ha llegado a ejercer, en el colmo de la anticipación, como “madre de alquiler profesional” (I: III). Los diálogos entre ambos personajes son deudores de la mejor novela negra, esto es, son concisos, certeros y están plagados de sugerencias.

Ambos acuden a una reunión donde, como suele ocurrir, se entremezclan idealistas, exaltados, indignados y hasta terroristas. Lo que, en un nivel menos dramático, pone de relieve lo difícil que es ponernos de acuerdo los unos con los otros, o lo mucho que nos gusta “escucharnos a nosotros mismos”. Allí conocerá Manuel a otro personaje capital, el profesor jubilado Bernardo de la Paz (I: VI). A largo plazo, el gran objetivo era hacer que las cosas empeoraran lo más posible (I: IX), con objeto de sustituir el “desorden” por un orden nuevo.

Siguiendo esta línea de anticipación, lo mismo podemos decir del ramificado e ideologizado organigrama destinado a abastecer a las agencias de noticias, estas últimas, gestionadas por un ordenador central donde, literalmente, puede añadirse, cortarse o cambiarse cualquier cosa. Así, el Alcaide (sic) y la Autoridad Lunar atesoran la capacidad de poder silenciar todo aquello que no les conviene (I: V).


Aquello era “la Roca”, comenta Manuel, un exilio y no un sitio al que amar. Al fin y al cabo, como especifica Heinlein por boca de su personaje, es más fácil conseguir que la gente odie que ame (I: IX). Con la información confidencial y reservada que les proporciona Mike, los tres rebeldes (los patológicos y el neonato) mutan a conspiradores de pacotilla, pero, por eso mismo, harto peligrosos. Tanto, que la luna ya no volverá a ser la misma. Protegido por una contraseña que solo responde a estas tres voces, Mike gesta las reivindicaciones nacionalistas, a las que se suman con ahínco los familiares más jóvenes del grupo, conocidos (no sin sarcasmo por parte de Heinlein) como “Los Irregulares”, nombre por el que eran conocidos los jóvenes ayudantes de Sherlock Holmes. Por lo tanto, asistimos a algo así como una mafia familiar, pero planetaria. Aparte de que, en la luna, el concepto de familia abierta se queda corto.

Junto al aspecto político ya destacado, el de la madurez intelectual no le anda a la zaga. A los niños les encantaba burlarse de los adultos en cuanto descubrían lo fácil que era (I: X), destaca Manuel, testigo y protagonista de esta revolución. Del otro lado, la Autoridad Lunar nombra al Alcaide, identificándose las personas a través de su cargo: los apellidos podrían ser, simplemente, “Estado”.

Por ello, los indignados y los rebeldes (insisto en que no son lo mismo, aunque ambos sucumban a los desmanes de la revolución) se hacen cada vez más fuertes. Pasan horas discutiendo (cómo no) qué acciones les encumbrarán y cuales les denigrarán de cara a la “galería” terrestre, con objeto de obtener el suficiente dinero para sustentar “el golpe”. Tales acciones pasan por fomentar el turismo por medio de agencias territoriales que, en su gran mayoría, se dedican a sostener la propaganda victimista. Con la tecnología (pirateada) a su servicio, y la tergiversación de la opinión pública, el “pobre” Alcaide no es más que un pelele en el diagrama de la novela, sin dejar de ser un inútil “de poltrona”.


Conversaciones intervenidas, medios de comunicación libres refutados o en entredicho (lo que incluye una emisora clandestina, II: XXII), y un personal infiltrado a la caza de debilidades ajenas, hacen que la pompa se expanda en esta circunstancia y, como supondrán, tras el estallido, fuese y no hubo nada (de progreso).

La manipulación en los testimonios y en las comunicaciones no se hace de rogar, auspiciada por todos los medios de difusión al alcance de los cismáticos. De ahí al asesinato, solo media disponer de un láser, con lo que asistimos a algún que otro atentado destinado a culpar al enemigo: ya se sabe que primero se crea y luego se le demoniza. Lo que es una revolución en toda regla, vaya. La luna era nuestra es la última frase del libro primero.

En el segundo, subtitulado Una chusma en armas, Manolo, que es el “tonto útil” de esta historia, concreta tras la revuelta que allí estábamos, con el control antes de lo previsto, sin nada preparado y con mil cosas que hacer (II: I). Los lunares necesitaban un símbolo que odiar, insiste. Es el tiempo de la salida de la clandestinidad, de las purgas por acción u omisión. La ayuda de la tecnología es, en este sentido, inestimable. Que la estrategia y la teoría la marque y sostenga una máquina (no en vano revestida de atributos muy humanos), no deja de tener su lógica: la luna la habitan seres como los de la Tierra, solo que con otra atmósfera (sintética). Razón por la que, en nuestro satélite, se devana los sesos Adam Selene, presidente del Comité de Camaradas por una Luna Libre. A cuya labor se suma otro grupo de “amortiguación”, dispensador de una doctrina apaciguadora y responsable de escuchas ilegales, insignias conmemorativas, indicaciones sobre el uso de la lengua, porcentajes étnicos como forma de segregación foránea, impuestos a tutiplén (incluido uno sobre el aire) y un sistema de guardias propio.

Pintura de Jon Hrubesch
Ahora estamos hacia 2077, y como decía Serpiente Plissken (Kurt Russell) en Rescate en L. A. (Escape from L.A., John Carpenter, 1996), cuanto más cambian las cosas más siguen igual. Al punto de que Manuel acaba por reconocer que en el corazón humano debe de haber el anhelo profundamente enterrado de prohibir a los demás que hagan lo que les apetezca (II: XIV). No es de extrañar tampoco, que Heinlein sea tenido de “polémico”, en el mejor de los casos, por los extremistas de siempre. Más de seis personas no pueden ponerse de acuerdo en nada, reflexiona Manuel. Lo que queda expuesto en los siguientes capítulos. A la anterior lista de “conquistas”, debemos sumar la paridad del género. No permitiremos que aterricen más naves a menos que lleven tantas mujeres como hombres (II: XV).

A todo ello, añade Heinlein el excelente relato del viaje de Manuel a la Tierra, contado por él mismo (II: XVI). Una vez declarados independientes, toca hacerse los conciliadores con los terráqueos, el planeta “opresor”, echando mano de la demagogia. Una narración expuesta, como digo, con la desenvoltura del iluso. El profe siempre tuvo un don para cambiar de tema, recuerda en referencia a Bernardo, que no lo acompaña en ese viaje. El poder de recaudar, una vez concedido, es ilimitado, explica a su vez el buen profesor, añadiendo que el gobierno es una enfermedad inevitable de los seres humanos (II: XXII), como justificación de lo que ha acontecido después.

Pero el papel de las Naciones Federadas terrestre, que traga con todo, no es para dejarlo aparte. La Tierra había pagado todas las facturas, y ahora nosotros los colonos disfrutábamos de todas las ventajas (II: XVII). En suma, lo razoné tan bien que estuve a punto de creérmelo, asegura Manuel (II: XVIII)


En el libro tercero y último de la novela, los acontecimientos hacen que la curiosa relación entre Manuel y el ordenador Mike no sea retomada hasta casi el final del relato, cuando ya han transcurrido bastantes años (III: XXVI). Tal vez, aburrido de tanta injerencia, Mike ha decidido cortar toda relación con los selenitas.

Al final, la luna logra su independencia por la fuerza física y verbal, y el contacto más humano con el computador se pierde.

Aunque creo que la primera parte del libro debía haber estado algo más aligerada, son suficientes elementos de interés los que encontramos en La luna es una cruel amante. No estimo necesario repetir por qué.

Escrito por Javier Comino Aguilera


La librería, de Isabel Coixet

21 enero, 2019

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Suele haber grandilocuencia en esas historias que tratan sobre la trascendencia del ser humano. Como si propusieran un cambio sustancial en nuestras vidas y nos impulsaran a la felicidad por tener la dicha simple pero efectiva de estar vivos. Así es habitual en los biopics sobre esos personajes históricos que marcaron algún hito por el que debemos congratularnos. En otras ocasiones, sin embargo, se alejan de los grandes gestos para acercarse a los sueños más cotidianos. A la intrahistoria de los anónimos provincianos y a las desdichas que habitan en quienes se saben alejados de los grandes letras de la historia con mayúsculas. Esas narraciones llenas de pequeñas y fugaces ocasiones de felicidad y tormentos y preocupaciones que parecen querer instalarse para siempre.

Mientras adaptaba una novela de la inglesa Penelope Fitzgerald (1916-2000), Isabel Coixet (1960) nos lanzaba de nuevo a uno de sus dramas de soledades personales, ubicado en esta ocasión en un pequeño pueblo costero de la Inglaterra de 1959. Estamos ante La librería (The Bookshop, 2017), la sencilla historia de una joven viuda, Florence Green (Emily Mortimer), que decide abrir una librería en el pueblo en el que ha recalado, aunque para cumplir con ese particular sueño se encontrará tanto con la oposición de algunos como con el paternalismo de otros y la actitud maruja y cotilla de otros tantos.

A lo largo de esta película no encontraremos un desarrollo profundo y concreto de todos los sucesos, sino la pretensión de transmitir unas sensaciones emotivas. Básicamente, siempre se nos mostrará a Florence Green como una mujer que vive aislada, pero no sola: su mundo se encuentra entre las páginas de los libros que ama. Pero a diferencia de otros, dedicados a la creación de esas páginas, ella tan solo se identifica con lo que lee, por lo que se empeñará en cumplir su sueño de tener una librería en la tranquila Hardborough, ocupando un viejo edificio emblemático del pueblo, pero abandonado durante varios años: Old House.


Si en los tiempos que corren ahora nos podría parecer más que arriesgado abrir una librería, el mismo correlato de locura extravagante parece invadir a los conciudadanos de Florence, que lo observan como un disparate, dado que la población local no tiene interés por los libros. No obstante, con tesón y certeza, la joven viuda logra abrir oponiéndose al criterio de su banquero y su abogado. Sin embargo, se ganará la desconfianza de los pueblerinos y, sobre todo, el rechazo de Violet Gamart, una aristócrata que domina los hilos del pueblo desde su pedestal. Por contra, se ganará la admiración del señor Brundish (Bill Nighy), otro aristócrata que reside en su particular torre de marfil, tan solo rodeado de libros y de una mansión que parece abandonada, ocupándola como una figura misteriosa que desprecia lo relacionado con el ser humano. No obstante, como gran admirador de la literatura, le agradará la existencia de la librería y pronto se convertirá en el principal y más devoto cliente de la misma.

No hay mucho más detalles que aportar sobre la trama, siempre que no desvelemos los acontecimientos más relevantes. Coixet emplea el minimalismo de este argumento para abordar sobre todo a los personajes. Por ejemplo, encuadra a la señora Gamart desde la distancia, como un ser manipulador y altivo, rodeada de sus lujos y de las influencias de la política. Se acentúa en sus apariciones su hipocresía y despotismo, lo que, por otra parte, no permite ningún tipo de humanización. Al señor Brundish le ocurrirá lo mismo, aunque estará siempre rodeado de colores más fríos, mostrando que es un hombre frío, sí, pero sincero: lo que le rodea es lo que es. Las casi ruinas, los libros, la sequedad y la firmeza. Por su parte, la protagonista, Florence, aparecerá sobre todo representada como una mirada perdida en el mar, aceptando la soledad, pero también tomando el coraje (palabra clave dentro de la película) para intentar cumplir su pequeño sueño y encontrar la felicidad anhelada. Por cierto, tienen cierta gracia la forma en que Coixet plasma las conversaciones epistolares entre el señor Brundish y Florence.


Ahora bien, a pesar de cómo quedan retratados los personajes, hay poco desarrollo. Se logra con cierta intensidad íntima acercarnos a su carácter, pero apenas hay un par de encuentros memorables entre estos tres personajes, los cuales, se suponía, debían estar más involucrados entre sí; es más, los tres no coincidirán nunca juntos en escena. Lo que provoca, sin duda, que se sienta desaprovechada la ocasión de haber ahondado más en ellos y en sus relaciones. Curiosamente, dado que se opta por darle siempre el protagonismo a Florence, sí tendrán mayor presencia y constancia dos relaciones.

La primera es bastante interesante y sucede entre la librera y Christine (Honor Kneafsey), la niña a la que contrata, la más joven de su familia, pero también la más despierta e inteligente. Sus conversaciones serán premonitorias y ambas se enriquecerán mutuamente. Su relación está bastante asentada y se nota más meditada que otras, incluyendo además la secuencia final, que bien podría recordarnos a una versión más agridulce de Los chicos del coro (Christophe Barratier, 2004), pero variando la música por los libros y mostrándonos que Christine tenía bastante razón cuando afirmó que, a diferencia de lo buena que era Florence, ella prefería ser mala. La segunda es algo siniestra y resulta hasta cargante durante la película: se trata de los encuentros entre el periodista Milos North (James Lance) y Florence. Un personaje cuyas intenciones son excesivamente evidentes y al que podemos ver rechazado en varias ocasiones por la librera. Sin embargo, dado que la definición de los personajes, incluida la protagonista, llega a ser bastante vaga, asistiremos con sorpresa a que este despreciable ser sea contratado por ella en la librería, a pesar de haber mantenido siempre una atenta y cuidada distancia con este hombre durante toda la narración anterior.


No se trata de la única contradicción. Se pretende mostrar, por ejemplo, que el pueblo está invadido de gente que no lee o que lo interesan los libros, sin embargo, la librería tiene éxito. También hacia la mitad nos encontramos con una lucha legalista entre la señora Garmant y Florence que no se entiende, dado que se centra en que la aristócrata se queja de la cantidad de gente que rodea a la librería, algo bastante absurdo, cuando quizás hubiera sido algo más eficaz lo que se menciona de pasada: la inmoralidad del libro de Nabokov (1899-1977), Lolita (1955). Precisamente, este libro, junto a los de Ray Bradbury (1920-2012), tanto Fahrenheit 451 (1953) como Crónicas marcianas (1950), serán los que permitan una mayor interacción entre Florence y el señor Brundish, una relación que rozará un sutil enamoramiento, en una contenida escena en que ambos tienen un bello diálogo previo al final de la película. 

Este hecho no es una excepción dentro de La librería. En general, Coixet evita los grandes gestos. Otro ejemplo lo encontramos en cómo la villana es, ante todo, una hipócrita de buenas maneras, alguien acostumbrado a conseguir todo lo que quiere moviendo los hilos necesarios. Sin embargo, no nos equivoquemos, se deja en evidencia en la película hasta donde llega su maldad, dado que el empeño por conseguir el edificio de la librería no cejará a pesar del tiempo que transcurra y a pesar de que su deseo podría quedar bien cubierto con cualquier otro edificio: es tan solo un capricho pueril de alguien demasiado poderoso. Lo que nos puede dar buena muestra de hasta donde llega la visceralidad humana. No obstante, por eso mismo resulta maniquea hasta el exceso. Uno llegaría a esperar una mayor exploración de las motivaciones de esta mujer, por ejemplo, en su conversación con el señor Brundish, pero nunca se llega a eso. Ni creo que se pretendiera. De la misma forma que tampoco se evita dejar retratados a toda la población, sobre todo a los hombres, como fantoches sujetos a los deseos del poder, representado aquí por la señora Garmant. En fin, el coraje de Florence Green reside en combatir a Goliath sin realmente desear combatirlo, porque tan solo se trataba de un sueño personal e íntimo.


Como sucede con tantas películas, La librería no llegará a todos, ni siquiera aunque se comparta la pasión por la literatura de la protagonista, porque es evidente que tiene defectos, que es una obra  lenta, desapegada y algo fría, con poca claridad en su desarrollo y una profundidad basada en la sutileza. Lo que no podemos dudar es que se sirve bien de preciosistas paisajes retratados a partir de la mirada y la presencia de los personajes, que tiene un encanto particular invadido de melancolía y esperanza y que muestra tanto lo mejor de nosotros como un mensaje desolador: si alguien con poder se lo propone, puede acabar con hasta los sueños más pequeños y cotidianos.


Mortal y rosa, de Francisco Umbral

16 enero, 2019

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Como si un vate fuera, se ha cumplido lo que Francisco Umbral (1932-2007) deseaba en Mortal y rosa (1975): convertirse en un olvido, abandonando toda solemnidad y siendo uno de esos escritores que se recuerdan ocasionalmente, descubierto casi por casualidad por un lector. Sin más. Aunque sin que él lo sepa su recuerdo ha quedado asociado a lo que podríamos considerar un meme ibérico, como ya comentamos que le pasó también a Fernando Arrabal (1932), dado que su exabrupto televisivo (He venido a hablar de mi libro) le ha eclipsado como escritor. Y dado que su obra más numerosa, las columnas de opinión a las que dedicó casi toda su vida, está anclada a un tiempo y unas circunstancias sociopolíticas muy concretas, cabe rescatar entonces su obra literaria y sorprendernos de descubrir detrás de su comportamiento y palabras bastas la existencia de un ser profundo, invadido de aristas, pesadumbre, melancolía y decepción.

Desde 1958, con veintiséis años, Umbral empezó su carrera periodística colaborando en El Norte de Castilla y pasando también por medios provincianos de León. Recalaría en Madrid y frecuentaría la tertulia del Café Gijón siendo apadrinado por escritores como José García Nieto (1914-2001) y Camilo José Cela (1916-2002). Tras un tiempo comenzaría a hacerse un nombre relevante como columnista y cronista en diarios de tirada nacional, como El País o El Mundo, en esta última con su columna Los placeres y los días. Pero antes de convertirse en un autor entregado a ese mundo de crítica contracultural, polémicas y enemistades, vivió un tiempo de felicidad que recogió en su diario, un diario que se convertiría finalmente en el testimonio de su mayor desgracia personal: la muerte de su hijo Pincho, Francisco, con tan solo seis años a causa de la leucemia. Ese diario, híbrido que mezcla estilos, géneros y temas, apareció publicado en 1975 con un título que recuperaba un verso de Donde habite el olvido, de Pedro Salinas (1891-1951): Mortal y rosa.


Se trata de una obra peculiar, invadida de reflexiones, con poca narración directa, pero sí descripciones, secuencias de una vida fragmentada, nunca expuesta de forma concreta con fechas, y donde se mezcla lo personal e íntimo con lo social y literario. Así, podemos hablar de una obra con múltiples facetas imbuidas todas por un tono lírico general, pero abordados de muy distinta forma.

En primer lugar, el tema primordial que aborda Umbral es el paso del tiempo. Desde un principio, nos muestra su esceptismo recordándonos el crecimiento continuo del cuerpo, es decir, el recorrido hacia la muerte. Desde la inusual pero certera descripción de cómo el cabello desaparece, el cuerpo se deforma, aparecen las arrugas... Sin duda, el primer tramo del diario sorprende por cómo se asoma al lado más íntimo y pudoroso del autorretrato, que pronto dejará espacio para la presencia del hijo, el hijo como la representación del paraíso perdido e inalcanzable (La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, solo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse). Conforme avance el diario, avanzará la sensación de profunda pérdida del ser humano. Para el autor, la infancia del hijo supone un revivir del tiempo de su propia infancia, que llega incluso a incidir en la trascendencia de los hechos cotidianos como la forma de resucitar y poner en comunión el pasado con el presente. Por ejemplo, en el hecho de cortar las uñas a su hijo, descubre la conexión con aquel mismo momento de su infancia en que su madre le cortaba las uñas. Es tan solo un ejemplo de la forma en que Umbral logra imbuir de belleza lo cotidiano y lo hace trascendente a través de sus reflexiones, cargadas tanto de emotividad como de sentido trágico, una tragedia que se irá acentuando.

Vestigios atávicos después de la lluvia, de Salvador Dalí
Hacia el final del libro, se sustituyen los paseos por el parque con el hijo con los paseos por el hospital, portando la silla de ruedas. El diario crea un contraste cruel entre la luz que desprendía la niñez del principio con la oscuridad y el dolor que se apoderará de la voz final, una voz sincera que no recuerda, sino que vive en el momento, dado que el autor al empezar su diario no conocía el final de la historia. Resuenan en el final los ecos de las reflexiones iniciales y así, si en los paseos por el parque se sentía desaparecer en la observación de los niños que juegan, acompañando a su hijo en el paseo por el hospital se siente muerto, y desearía aún vivir eternamente en ese momento tan mecánico en que los juegos infantiles eran sustituidos por las miradas tristes del resto de pacientes. Pero en ambas circunstancias, en la vida y en la muerte, siente la fragilidad de la existencia, la importancia de la realidad tan auténtica de la niñez frente al ansia inalcanzable de la madurez, del ser adulto que anhela una felicidad que jamás alcanzará, porque solo existe en el pasado. Podría ahondar y repetirme en las reflexiones de Umbral, porque sin duda el carácter con que se acerca a la infancia, con que aborda el absurdo de la existencia y el dolor, sobre todo en los capítulos finales, incluye la dura carta a su mujer, madre del niño, son lo mejor de este diario. Lo mejor y lo más trágico, y lo más duro, y lo que más te golpea. Por tener una carga de universalidad y lirismo como pocas veces encontramos en las memorias emborradas de la vida o en la ficción más dramática.

En un segundo lugar, podríamos destacar las reflexiones sobre otros aspectos de la vida, incluyendo la crítica literaria. El autor no evita las críticas directas ni el halago fácil hacia los autores, reivindicando a su vez cierto tipo de obras y también cierto tipo de escritor. No obstante, como un buen ser humano, y más en plena crisis, es inconsistente: acaba por rechazar el realismo, dado que no ve ninguna utilidad en regodearse en lo que ya es crudo de vivir, pero no puede evitar admirar a Proust, como tampoco puede huir de los mismos libros de siempre, esos libros que siente más como suyos que del autor al que pertenecían. Cuestiones como la fama, a la que remitíamos al principio de la entrada, la cuestión religiosa o el necesario esfuerzo para dedicarse a la escritura.

El escritor (1940), de H. Pippin
Por último, tan solo hay un aspecto, reiterado a lo largo de la obra pero más presente al principio, que no me convence e incluso llego a detestar en el conjunto de Mortal y rosa: las reflexiones en torno a la mujer, a la que el autor demuestra su admiración, pero que no deja de cosificar como un objeto para el deseo y el placer sexual. Si bien es cierto que Umbral defendió varias veces, como lo hiciera Cela en La colmena (1950), la necesaria libertad sexual de las mujeres frente al recato puritano impuesto por épocas más grises, la lectura de los fragmentos que aquí se les dedica parecen extraídos de un acosador que solo las contempla como esferidades, como algo a lo que perseguir o con lo que tener sexo. Contrasta tanto con la calidad de todo lo demás, que me resulta irritante las ocasiones en que se perdía por esos desvíos innecesarios y de resultado siniestro.

En definitiva, Mortal y rosa no es una obra literaria al uso, no encaja en los moldes habituales, y está cargado de lírica, de reflexiones existenciales trágicas y rotundas, de trascendencia de lo cotidiano, pero también de los tintes más oscuros del ser humano, de cierto realismo sucio que no huye de lo escatológico ni de lo sexual. En fin, la unión de los elementos buenos y malos que componen al ser humano y que finaliza con la rotundidad no de un fallecimiento, sino de sentirse muerto en vida.


Para el sábado noche (LXXVIII): El crack y El crack II, de José Luis Garci

12 enero, 2019

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En un típico bar de carretera pasan el rato y cenan algunos clientes. Es de noche y los instintos de supervivencia se van a materializar. El realizador y también productor José Luis Garci (1944) planifica la secuencia de apertura de El Crack (Nickel Odeón, 1981) a través de unos expectantes planos medios y cortos, hasta que, de pronto, una panorámica enlaza el interior del local con una de las ventanas que muestran el exterior, y a un vehículo aparcando. El espectador atento sabe que, debido a este expresivo movimiento de la cámara, algo está a punto de ocurrir.

Cuando los atracadores penetran en el bar, seguidos siempre por la antedicha panorámica, proceden a intimidar a los presentes. Pero uno de los comensales importunados es el detective privado Germán Areta (un entonado Alfredo Landa), que de forma calculada “irrumpe” frustrando el atraco. El personaje queda definido desde este momento al mostrarse cauteloso y observador, atento y esquivo, casi impertérrito, pasando de espectador a protagonista de los acontecimientos.

A su apartamento llega Germán Areta cuando la noche ya está por concluir: el cartel luminoso que anuncia un bingo se apaga. Es la suya una vivienda algo desangelada y gris, en sintonía con ese estado de ánimo profesional (no familiar) que lo aflige. Es significativo que Garci culmine la escena con el plano que muestra la pistola del detective bajo una fotografía familiar, encima de una mesita, antes de proceder con uno de sus característicos fundidos a negro.

La subsiguiente entrevista con Francisco Medina (Raúl Freire), un padre que desea conocer el paradero de su hija desaparecida (Isabel), sirve para, además de presentar el caso a investigar, establecer la honestidad del investigador y la personalidad chispeante de su ayudante, el ex ratero Cárdenas, apodado El Moro (Miguel Rellán). De hecho, otros personajes también poseen un mote, como se verá.


Como detective, Areta hace alarde de versatilidad, como demuestra su encuentro con la madame de alto copete Mimí de Torres (Mairata O’Wisiedo), al presentarse, en un primer momento, como un afable pueblerino. Esta entrevista contrasta con las reuniones de amigos que Germán mantiene para jugar a las cartas, o con su relación con el barbero Rocky del Frontón Madrid (Manuel Lorenzo), las salidas y encuentros familiares con Carmen (estupenda María Casanova), que trabaja de fisioterapeuta, y su hija pequeña Maite (Mónica Emilió), o el reencuentro con su ex jefe don Ricardo, motejado el Abuelo (el excelente José Bódalo), que nos pone en algunos antecedentes sobre la pasada vida de Germán Areta.

Muy distintas son estas relaciones a las que se establecen con el resto de personajes de la trama. Quien me pide que ponga la verdad en su mano tiene que poner la suya en la mía, especifica Germán.

De todo esto es la ciudad contenedora, en un tiempo en que la Gran Vía madrileña presentaba, de forma alegórica, un aspecto en consonancia moral con la ficción, esto es, bastante ennegrecido. Algo de lo que participa la elegíaca música de Jesús Glück (1941-2018), incluso en los temas más apremiantes.

Lo cual se cimienta con la ayuda de unos diálogos certeros, vivaces y cuajados de referencias bien traídas, pues nos hacen partícipes de unos caracteres con vida propia, portadores de esa naturalidad que cada vez es más rara en el cine. Además, subyace en El Crack el tono austero (y amargo) del suspense, reafirmados visualmente por los planos de esa ciudad grisácea -y no empleo el término solo metafóricamente- o el hecho de que Carmen fuera “la otra” en una pasada relación. En consecuencia, el otro yo de Germán Areta nos habla de un personaje más inmunizado o de vuelta de todo que escindido. Como le dice al ambicioso y sibarita Alberto (Manuel Tejada), el mío es un trabajo que te permite saber dónde estás. En ninguna parte, añadirá. O lo que es lo mismo, Germán valora su independencia a pesar de las circunstancias.


Hablábamos de la familiaridad de los apodos. También a Germán lo llamaban el Piojo y a Alberto, el Guapo. Según comenta este último, ahora se dedica a asuntos de seguridad personal y relaciones públicas. Los dos son ex policías, de modo que José Luis Garci los encuadra juntos, por mucho que sus procederes los separen (el uno dimitió y el otro fue expulsado, tal y como observa Germán). Es decir, ambos personajes forman parte de una misma imagen hasta que la planificación los acaba por separar, acotándolos; es decir, visualizando su desentendimiento por medio de planos cortos (el plano-contraplano). Una planificación que se repetirá cuando Cárdenas queda al descubierto.

Más adelante, sabemos que Alberto ha engañado a Germán con el ardid del banco (que no especificaré), antes de que el detective sea consciente de ello, gracias a que la cámara lo enfoca en el susodicho recinto. De tal manera que, como recordará Germán, el padre de Isabel muere sin conocer la auténtica realidad del paradero de su hija.

En cuanto a Carmen, es interesante constatar cómo, en otra buena escena, Germán la hace partícipe del caso, con objeto de conocer su opinión, al sentirse ella identificada con la situación de la desaparecida. Aún le reserva Garci a Carmen otro momento de delicada relevancia cuando esta hace referencia, y a fin de cuentas constata, la tristeza que se desprende de la melodía que acompaña a un avance televisivo (una careta que anuncia la llegada de la tarde y que aún algunos recordamos). La buena realización se concreta en otro desplazamiento, por el que del contestador automático de Carmen surge una nueva y desolada panorámica.

Podemos añadir la circunstancia de que, finalmente, Germán Areta acabe por conocer la ciudad de Nueva York como si la hubiera visto.


Si El Crack estuvo dedicado a Dashiell Hammett (1894-1961), El Crack II (Nickel Odeon, 1983) prosigue esta línea referencial recordando al gran Raymond Chandler (1888-1959). 

En ambos casos, además, está representada la Navidad. Pero no de una forma forzadamente amarga, sarcástica o despreciativa, sino como el natural y crudo contraste entre lo vivido por los personajes, principalmente el detective, y la calidez (real o fingida según quien la viva) de dicho periodo. Como de nuevo sucede con esas imágenes de la ciudad, que contienen la multiplicidad afectiva de las multitudes, junto a los conflictos de los protagonistas. De forma análoga, esto quedaba expresado durante el atraco inicial de El Crack, con el único acompañamiento sonoro de las noticias de una emisora de radio, que retransmitían información futbolística (a cargo de José María García [1943]).

En El Crack II estas circunstancias se repiten, pero el caso es otro. De hecho, como comprobará Germán Areta, el agresor ya no es una o dos personas, sino un estado más indefinido de vileza; tal cual volverá a suceder en las más abstracta Sherlock Holmes, Madrid Days (Nickel Odeón, 2012). ¿Para quién trabajas?, le pregunta Germán al Guapo en la primera entrega (a lo que Alberto se niega a contestar motu proprio).

Pero si en esta primera entrega, ese mal aún respondía a un nombre y apellidos, el del responsable de un holding, aquí asistimos a un entramado más confuso (por difuso), con muchos semblantes indefinidos (casi diría que como un estado de ánimo pesimista), por mucho que sea don Gregorio (Arturo Fernández) el que muestre su rostro (más que dar la cara). Él mismo se encarga de “aclarar” la cuestión. Arriba ya no hay nadie concreto, asegura. La entrevista con don Gregorio es, a tal efecto, esclarecedora a la par de estremecedora. Cada minuto nace un tramposo, parece ser su máxima.

Al guion preciso confeccionado por José Luis Garci y Horacio Valcárcel (1932-2018) en ambas partes, se añade el oficio del operador Ricardo Navarrete (-), el del director de fotografía Manuel Rojas (1930-1995), el mencionado acompañamiento musical de Jesús Glück, la edición de Miguel González Sinde (-), y cuando no se filma en escenarios reales, sean interiores o exteriores, los decorados sobrios pero expresivos de Félix Murcia (1945) en El Crack y Julio Esteban (-) en El Crack II.

De esta excelente secuela podemos destacar una nueva panorámica en la que Germán comprueba la matrícula de su vehículo, estacionado en un parquin, y del que tres fumaos han tomado posesión.

Tras este desencuentro, un apartamento más acogedor le da a Germán Areta la bienvenida (en él luce la misma fotografía familiar que en la precedente). No tardamos en averiguar el porqué de esta mejoría de forma sutil: Carmen se ha trasladado a vivir con él. El realizador inserta el plano detalle de unos libros sobre anatomía (que Carmen está estudiando). En efecto, un cariñoso mensaje en una de aquellas pizarras de rotulador que también muchos recordamos, da cuenta de esta relación. Es el de Germán Areta un personaje más dimensionado en El Crack II, aunque prevalece esa coraza que hace que no sea fácil llegar hasta él. Sea por prevención o por incapacidad, el detective no está dispuesto a abrirse en demasía, con todo lo que ha visto y padecido.


No obstante, Germán planea unas ansiadas vacaciones con Carmen. Hasta que un reciente caso se interpone en su camino. Carmen constata estas dificultades en un primer plano, previo a cuando la pareja ha de salir precipitadamente de un restaurante. El rutinario asunto lo ha propuesto don Ricardo, ahora jubilado. La dificultad, de nuevo la intuye el espectador debido a un acentuado plano-contraplano entre Germán y don Ricardo, estando en el chalet de este último. Se trata de averiguar el porqué de la repentina ruptura sentimental del anticuario Miguel San Pedro (el excelente -en todos sus cometidos- Rafael de Penagos), con el farmacéutico Alfonso Leyva (el también realizador Luis María Delgado).

La segunda vez que Germán se ve con el Abuelo, en una cafetería, la planificación los aúna primordialmente (en un solo plano, o en uno general y otro medio, pero siempre juntos). Lo que denota su implicación conjunta en una pesquisa que se ha desbordado, aparte de la tensa familiaridad que mantienen ambos personajes. A su vez, cuando estos confrontan sus puntos de vista respecto a las implicaciones del caso y las resoluciones a tomar, esta vez en el Parque del Retiro, la planificación vuelve a separarlos. Finalmente, don Ricardo aún atenderá un último cometido, consciente de deberle a Areta un favor. De este modo, prevalecen en ambos las decisiones personales por encima de las coartadas oficiales; unas resoluciones honestas y arriesgadas, de esas que parten del individuo. Algo que cada vez se da con mayor excepcionalidad.


José Luis Garci acomete sus traslaciones al cine negro empleando una narrativa dinámica que, por descontado, parte de la buena elaboración del guion; como cuando Areta pone al corriente a su cliente (y al espectador) de sus averiguaciones. Lo mismo podemos decir del montaje que da cuenta de las indagaciones del Moro, acompañado por un jovial tema de Jesús Glück. Frente a la instintiva intuición y buen oficio de Germán, el Moro se desenvuelve con recursos propios. Por ejemplo, a la apremiante exhortación que el Moro hace a Germán acerca de modernizarse electrónicamente, cuando están vigilando a dos sujetos recelosos, responde Areta que yo ya sé lo que les pasa. Precisamente, la ausencia de esta disposición vivaracha será que la alerte a Areta de que algo va mal en un momento dado. Más ejemplos de esta destreza visual y narrativa los hallamos en la pista que les conduce, directamente, al ex carterista Bombilla (Agustín González), y a la información vital que este proporciona. Así como en el plano ligeramente sostenido que muestra a Miguel San Pedro en su vivienda, tras haberse despedido del detective. La música clásica que escucha sirve de transición a las nuevas imágenes de la ciudad en su transcurrir del tiempo y los acontecimientos.

En este sentido, no podemos dejar de mencionar el espléndido diálogo entre Carmen y Germán, en la cocina del piso que comparten. Una escena que pone de relieve ese momento de crisis por el que ha de pasar (casi) toda pareja.

Así mismo, la deriva del caso presenta una red clientelar en el ámbito de la medicina y la farmacia. Pero esta parece ir mucho más allá. Se nos informa de que dicha red opera por medio de empresas-tapadera de una forma abierta, en pleno centro neurálgico de las más importantes ciudades. Al final, lo que subyace, cómo no, son los intereses con carga política en su más amplio espectro (¡atinado sustantivo!).


Lo interesante del asunto es que las aparentes evidencias del sumario llevan a destapar esta urdimbre, donde, como adelantaba, la línea de farmacia es tan solo la punta del iceberg. Dirigiéndose en plena Nochebuena a su cita con tal entramado, del que don Gregorio es tan solo un elemento más (¡y menudo elemento!), Germán logra salir airoso físicamente, aunque más anclado en su discernimiento de la naturaleza humana. Por suerte para él, no le aguarda la completa soledad. Nos quedamos con esa imagen última del avión que parte con Carmen y Germán hacia un futuro mejor. Seguramente no más complaciente, pero sí más comprensivo.

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (LVII): Los 5000 dedos del doctor T., de Roy Rowland

05 enero, 2019

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Los 5000 dedos del Doctor T. (The 5000 Fingers of Dr. T., Columbia Pictures, 1952; estrenada al año siguiente), es un original relato para niños y, como suele suceder, también para adultos con capacidad de ensoñación (eso que algunos carentes de imaginación motejan a todas horas de “intantilismo”, confundiendo la velocidad con el tocino). Y remarco original por lo sorprendente de su estructura y trama, además de por constituir un guion nuevo, y no la adaptación de un cuento preexistente, como más recientemente ha sucedido con El Grinch (The Grinch, Yarrow Cheney & Scott Moiser, 2018).

En ambos casos, el autor es el escritor y caricaturista norteamericano Theodor Seuss Geisel (1904-1991), de sobrenombre literario Doctor Seuss. En Los 5000 dedos del Doctor T., la adaptación corrió a cargo de Allan Scott (1906-1995), responsable, por ejemplo, de la magistral Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1935), y el propio Seuss, tratándose de una producción del también director Stanley Kramer (1913-2001), con fotografía de Franz Planer (1894-1963) y una estupenda partitura de Frederick Hollander (1896-1976), a la que Seuss puso letra (una buena edición fue publicada en 2010 por el extinto sello F.SM., Golden Age Classics).

El interesante -y no bendecido por la política de autor- realizador Roy Rowland (1910-1995) -llamo la atención sobre las películas La escena del crimen (Scene of the Crime, 1949), Sombras tenebrosas (The Moonlighter, 1953), Prisionero de su traición (Rogue Cop, 1954), El único testigo (Witness to Murder, 1954) y Cazadores de mujeres (The Girl Hunters, 1963)- fue el encargado de orquestar una producción en muchos sentidos caótica. Aun así, pese a retrasos y problemas de casi toda índole, y el desencanto de los responsables tras el tibio estreno, Los 5000 dedos del Doctor T. se ha acabado por convertir en eso que llamamos una película de culto. La surrealista y felizmente estrambótica historia de un chico que se ve forzado a tomar clases de piano por prescripción de su madre, cuando huelga decir que no es esto lo que le apetece hacer, es extrapolable a otras experiencias afines.


El muchacho en cuestión es Bartholomew Burt Collins (Tommy Rettig). Ha perdido a su padre, pero aún vive con su madre, Eloisa Collins (Mary Healy), que le somete a la tiránica presencia de su antipático y autoritario profesor de piano, Terwilliker (un entonado Hans Conried). Su tiempo libre es, por lo tanto, únicamente para ejercitarse. Estoy segura de saber lo que le conviene, enfatiza la señora Collins.

Bueno, este es mi problema, nos comenta el joven dirigiéndose a la cámara (algo que, por cierto, no volverá a hacer a lo largo de su experiencia terrena o alucinatoria; al menos, en el metraje de que disponemos). Tiene a mi madre hipnotizada, añade Burt, refiriéndose y calificando a su opresivo maestro. El único consuelo, tanto en un mundo como en otro, lo hallará en la compañía del comprensivo fontanero Augusto Zabladowski (Peter Lind Hayes; que junto a Mary Healy formaban matrimonio en la vida real).

El desespero es tanto que, como decía, el chico se ve envuelto en una pesadilla donde todos tratan de atraparlo, física e intelectualmente, para la causa de la música obligatoria. El material argumental aportado por Seuss es lo suficientemente ácido como para que los papás no se sintieran demasiado cómodos (cambien el piano por cualquier otra actividad forzosa).


La tocata y fuga de Burt se desarrolla en un escenario ingente, naif y colorido, de estructura entre minimalista y expresionista. Aunque frente a lo descomunal y mastodóntico (en consonancia con la envergadura de la angustia que lo atenaza), emergen simpáticas peculiaridades, como el gorro Happy Fingers del Instituto Terwilliker (todo un icono).

Una zozobra compartida por otros muchos chavales en análoga situación; los cuales, se dan cita en el sueño compartido de Burt. En suma, quinientos muchachos y, por consiguiente, cinco mil deditos tocando durante las veinticuatro horas del día sobre el monumental piano del temible instituto, donde se les alecciona debidamente. Desde luego, todo es simbólico, como la desproporción de ese escenario aumentado de tamaño, poblado de artefactos y mecanismos, y con multitud de recovecos inesperados. Así sucede con esas escaleras sin final, pero también con la ingravidez, que convierte las vertiginosas alturas en un manso pasatiempo.

Con sus dosis de grotesco absurdo y sus pegadizas canciones, no es de extrañar que Los 5000 mil dedos del Doctor T. (y había que echarle valor), se haya metamorfoseado en ese bocado cinéfilo tan especial. En efecto, la música tiene un protagonismo esencial, aunque curiosamente no se limita a la del piano, sino que amplía la gama y las circunstancias en que se inscribe por medio de la incorporación extradiegética (las composiciones que transcurren fuera de la ficción, pero que la revisten), como pone de manifiesto la secuencia en las mazmorras donde Terwilliker tiene confinados a los instrumentistas ajenos al piano, el instrumento rey. Lo mismo podemos decir de esos eficaces y originales decorados, elaborados por el diseñador de producción Rudolph Sternad (1906-1963). A lo que se añade el detalle de la foto de los gemelos patinadores, lejos de ser los guardianes bailarines que Burt ha conocido, una vez que este ha regresado al hogar, y que reposa sobre el piano.


Como ya sabemos, los niños son complejos. Un día se aburren en clase y al otro prestan mucha atención. Viven en su propio mundo. Conviene educarlos cuando se dejan (sino luego pasa lo que pasa), sin imposiciones ni torcer su carácter; es decir, a imagen y semejanza de sí mismos, pero con civismo, disciplina y afán de conocimiento. Algo que el alegórico Doctor T. de nuestro relato confunde con el sometimiento.

Respecto a Burt, sobresalen en la película los planos que lo muestran a solas en la inmensidad -o la estrechez; parece no haber término medio- del decorado. Por suerte para él, en esa otra zona de la realidad se reencuentra con su perro Spot (si bien, solo unos momentos), y con Zabladowski, quien mantiene dormida su parte infantil de niño, hasta que esta comienza a despertar.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Vaiana, de John Musker, Ron Clements, Don Hall y Chris Williams

03 enero, 2019

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Se reitera con asiduidad la idea de que todo está escrito ya. En efecto, las historias suelen repetirse en sus formas más básicas y esenciales cambiando los detalles y las ideas concretas que las encarnan. En el panorama de la animación de Disney, ha sido habitual mostrar un mismo eco del argumento de búsqueda y reafirmación de la propia identidad en el momento crucial en que el individuo se forma y se distancia del entorno familiar. Los directores John Musker y Ron Clements dieron el pistoletazo de salida a una época dorada con La sirenita (1989), que adopta ese argumento, y retornan junto a Don Hall y Chris Williams, con Vaiana (Moana, 2016), que vuelve también a las mismas ideas con una renovada imagen.

Situándonos en el Pacífico Sur, con la mitología de la Polinesia, nos encontramos en un período en que las tribus de la zona han dejado de navegar y se refugian en islas. Todo se debe al mal provocado por el simidiós Maui al robar el corazón de la diosa creadora y todopoderosa Te Fiti, lo que empezó a extender la muerte por todas las islas y la ira del monstruo Te Ka, quien derrotó a Maui. Mil años más tarde, la joven Vaiana, hija y sucesora del jefe de su tribu, ha vivido siempre deseando navegar. En el momento en que perciba que la muerte está llegando a la isla donde viven, se embarcará a la aventura siguiendo las pautas de su abuela: deberá encontrar a Maui y devolver el corazón de la diosa a su lugar. No obstante, el viaje no será tan sencillo como ella esperaba. Ni Maui será el honorable semidiós que cabría encontrarse. Juntos, tendrán que superar sus diferencias y encontrar la forma de crecer y superarse para lograr su propósito de salvar al mundo que conocen.


Vaiana nos arroja a una mitología poco conocida, pero que tiene algunas semejanzas con otras más cercanas. Lo principal es que esta cosmología se centra en la vida en el océano y donde se cree en la reencarnación del espíritu en forma de animal, generalmente marino. Aunque no aparecerán demasiadas criaturas o información sobre este aspecto, lo cierto es que todas las criaturas cuentan con suficiente carisma. Por ejemplo, los Kakamora como unos simpáticos, pero agresivos piratas, o el cangrejo gigante Tamatoa, que tiene una personalidad humorística capaz de romper incluso la cuarta pared.

Pero, por encima de todo, conoceremos al semidiós Maui, afamado por ayudar a la humanidad y haberle otorgado regalos como el fuego, como hiciera Prometeo, pero que guarda tras de sí una trágica historia que le otorga sentido a su personalidad dependiente del cariño de los demás, aunque también esto haya provocado su egocentrismo y vanidad. Un ser que ofrece una fachada que se traiciona a sí misma, gracias en este caso al recurso de otorgarle vida a los tatuajes, que actúan como mimos.


Contra eso tendrá que enfrentarse Vaiana, nuestra protagonista, que se arroja al océano en contra de la sobreprotección familiar, justificada como se ha hecho habitualmente en Disney, con un pasado oculto y secretos. No se diferencia de, por ejemplo, la negativa del rey Tritón a que su hija Ariel conociera el peligroso mundo exterior en La sirenita. Sin duda, una crítica habitual y reiterada contra la excesiva protección de los padres o la negación de la identidad y la personalidad de los hijos. Ahora bien, en contra de lo habitual en el universo Disney, desaparece el factor romántico, sustituido en esta ocasión por un espíritu más habitual en Pixar: la acción. Este factor está potenciado por la colaboración con Don Hall y Chris Williams, que se habían encargado anteriormente de Big Hero 6 (2014).

En cuanto a la trama general, es bastante típica en su desarrollo, ofreciendo sobre todo aspectos novedosos en sus personajes y elementos, por lo haber sido los habituales de anteriores obras. Se nos narra de forma conjunta la idea de que cualquiera puede ser un héroe o, en este caso, una heroína, algo habitual en obras recientes, como ha sucedido en Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017) o la reciente Spiderman: Un nuevo universo (Peter Ramsey, Robert Persichetti Jr., Rodney Rothman, 2018), con la reivindicación de los personajes femeninos, en el caso de Vaiana, rompiendo con algunas tendencias como la dependencia a las tramas románticas o a la salvación de estos personajes por parte de héroes masculinos en anteriores historias. En esta senda se situaba también la posterior ¡Ralph rompe internet! (Rich Moore, Phil Johnston, 2018). Pero, además, la trama de Maui es la búsqueda de una redención para sobreponerse a un fracaso que provocó él mismo, un combate que bien podría ser una metáfora de la depresión y la dependencia emocional del personaje.


Por último, cabe destacar que el nivel de animación es fabuloso, como viene siendo habitual en el estudio, y también la música, que si bien es menos carismática a nivel global que otras obras semejantes, tiene algunas canciones atractivas y algo pegadizas, en la línea de los musicales de Disney. La obra es, sin duda, un cuento luminoso bien medido, que combina las secuencias más maduras con el desparpajo de algunos chistes y personajes, como el recurso humorístico que es el gallo. Vaiana es, por tanto, una película digna, que recurre a un argumento más tradicional de lo que aparenta, pero que es una renovación fresca y atractiva.


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