Animando desde Oriente (XXVI): Dragon Ball Z: La Resurrección de F, de Tadayoshi Yamamuro, y Dragon Ball Super: Broly, de Tatsuya Nagamine

27 septiembre, 2023

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Cuando una serie anime que adapta algún manga tiene éxito, suele ser propicio que la empresa encargada produzca a su vez un largometraje aprovechando la atención mediática recibida. Ahora bien, la naturaleza de estas películas es bastante variada. En la mayor parte de las ocasiones, se trata de una historia autoconclusiva, un pequeño arco especial, en el que se usan a los personajes de la serie, incluso en ocasiones logrando que realicen acciones heroicas que les permiten crecer, pero que no son tenidas en cuenta en el recorrido serializado. Este es el método más habitual, como sucede, por ejemplo, con las películas de Detective Conan, que tienden a incluir más acción y a abordar casos en los que el peligro suele tener más impacto, como un atentado terrorista, más al estilo de sagas como James Bond o Misión Imposible, desde la primera, Detective Conan: Peligro en el rascacielos (Kenji Kodama, 1997), hasta la más reciente, Detective Conan: Black Iron Submarine (Yuzuru Tachikawa, 2023). 

También sucedía así con las películas de Naruto en un principio, como se pudo ver con Naruto La Película: ¡La Gran Misión! ¡El rescate de la Princesa de la Nieve! (Tensai Okamura, 2004). Sin embargo, otra de las tendencias es que estas películas sirven como secuelas o incluso cierres posteriores a la serie. En el caso de Naruto, sucedió así con su última película, The Last: Naruto The Movie (Tsuneo Kobayashi, 2014), si no tenemos en cuenta su serie secuela, Boruto. La serie de Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995) tuvo su auténtico final con una película, The End of Evangelion (1997) y, posteriormente, un proyecto que sirvió también como secuela, Rebuild of Evangelion. Algo quizás menos habitual, pero que hemos podido ver con la serie Demon Slayer: Kimetsu no Yaiba (2019), cuya primera película, Guardianes de la noche: Tren infinito (Hauro Sotozaki, 2020) era la continuación directa de la primera temporada y servía como puente con la segunda, adaptando un arco narrativo íntegro del manga.

Ahora bien, debemos remitir a una de las series más relevantes para la popularización del anime por el mundo: Dragon Ball, creada por Akira Toriyama. Desde su primera serie (1986-1989), que partía de elementos de la leyenda del Rey Mono, la serie contó con algunas películas que readaptaban y reagrupaban los episodios, cambiando algunos roles o personajes. Pero fue con su continuación, Dragon Ball Z (1989-1996), cuando empezaron a realizarse largometrajes que añadían aventuras autoconclusivas con nuevos villanos, ya fueran historias con mayor o menor calidad. En algunos casos, incluso crearon personajes que tuvieron su propio ciclo cinematográfico, como Cooler o, el más popular, Broly, que apareció por primera vez en Dragon Ball Z: Estalla el duelo (Shigeyasu Yamauchi, 1993) y que ha tenido su particular reinicio en Dragon Ball Super: Broly (Tatsuya Nagamine, 2018), en esta ocasión con guion del creador original, Akira Toriyama.

En este panorama, como decíamos, la calidad de estas películas tiene profundos altibajos. En primer lugar, porque dependen en muchas ocasiones del seguimiento de una serie anterior, se basan en que conozcas a los personajes previamente. En segundo lugar, debido a que suelen tener asegurado cierto éxito por la fama de las series de las que proceden, no cuentan siempre con un trabajo elaborado ni en la producción ni en el guion. Aquí encontramos el caso de la mediocre Dragon Ball Z: La Resurrección de F (Tadayoshi Yamamuro, 2015), que también contaba con guion del creador de la franquicia, Akira Toriyama.

En esta película se recupera a uno de los villanos clásicos de Dragon Ball Z, uno de los más representativos, Freezer. Para ello, un grupo de antiguos miembros de su ejército consiguen reunir las Bolas de Dragón y resucitarlo, tras lo cual, el antagonista decide entrenar y prepararse para cumplir con su venganza: derrotar y acabar con Goku y destruir la Tierra. Tras una elipsis, Freezer llega con su ejército al planeta y algunos amigos del protagonista, personajes relevantes de la serie, le harán frente a la espera de que tanto Goku como Vegeta regresen y puedan derrotarle.

Eso es todo. Y cuando digo que eso es todo, me refiero a que la película no ofrece absolutamente nada más. Si bien estamos habituados a que otras películas similares ofrezcan esta misma fórmula (aparición de una nueva amenaza, combates previos, combate final y conclusión), en esta ocasión, está tan simplificada y es tan infantil la manera en que la llevan a cabo, que apenas se puede comentar nada más. No sucede como en otras ocasiones que se trate de dar un trasfondo mayor al antagonista (en este caso, se podría haber explorado cómo se entrena, cómo se percate de su propia debilidad o si descubre qué ha sucedido durante su ausencia estando muerto, pero todo eso se obvia), ni se ofrece algún momento anticlimático en el que percibamos que la amenaza es seria. 


Incluso todo tiene un tono de broma infantiloide que empaña a todos los personajes, empezando por unos protagonistas, Goku y Vegeta, que parecen contemplar la situación como un juego y que se sienten ridículamente superiores a lo que sucede, la actitud de Bills, dios de la destrucción, y su compañero Whis (que asegura la imposibilidad de una derrota real), la presencia de Jaco, el miembro de la patrulla galáctica, como un recurso cómico en su interacción con Bulma (como si hiciera falta más), la forma en que el ejército de Freezer consigue las Bolas de Dragón gracias al grupo rejuvenecido de Pilaf (y cómo se malgasta un segundo deseo), la arrogancia peripatética de Freezer o la manera en que se desarrolla el combate entre su ejército y los aliados de Goku. Hasta la forma en que la película pone excusas para que ciertos personajes no hagan frente a esta amenaza, como es el caso de C18, Trunks o Goten, frente a otros que se sienten forzados (¿tiene sentido recuperar a Muten Roshi para combatir?).

Nada queda de la tensión que este antagonista provocaba en su primera aparición en la serie, que fue, sin duda, uno de los arcos más relevantes de Dragon Ball Z. No se refleja el temor a una derrota entre los protagonistas en apenas ningún momento, por lo que tampoco hay posibilidad de catarsis alguna. En cierto sentido, incluso da lástima la caricatura en que se ha convertido Freezer, arrastrada por los personajes tan endebles que le rodeaban. Es más, a nivel de animación, el combate es bastante simple, se incluyen elementos de modelos 3D ocasionales, pero sigue estando por debajo de lo que se ofreció a finales de los 80 y principios de los 90, en cuanto a detalle y elaboración. 


Por tanto, un producto simplón dedicado a recaudar por la fama de su nombre, incapaz de desarrollar la fórmula de la franquicia o plantear algo meramente interesante. Sin duda, completamente olvidable, dedicada solo a quienes quieran completar toda la saga de Dragon Ball, muy alejada de la calidad de la serie original y de otras películas similares en su concepto. Por contrapartida, el caso de Dragon Ball Super: Broly es algo diferente. Para empezar, se percibe un esfuerzo por contar una historia algo más rica en detalles y en volver a introducir a este personaje al canon de la franquicia. 

Como sucede con muchas películas derivadas de series de éxito, no se consideran que sus historias formen parte real de lo que les sucedió a los personajes, por lo que son como universos paralelos, historias no canónicas. En este caso, el personaje de Broly había ganado bastante fama en los noventa, como mencionábamos anteriormente, y con la película de 2018, con guion del creador de Dragon Ball, se pretendía darle cabida al canon a este personaje y se hacía dentro de los acontecimientos de Dragon Ball Super (2015-), la nueva serie que continuaba los acontecimientos de Dragon Ball Z y que continúa en emisión.

La película se divide en tres actos. En primer lugar, se nos narra lo acontecido con el planeta Vegeta, en una historia que enriquece el universo de Dragon Ball al darle un sentido a la raza de los saiyans a la que pertenece el protagonista, Goku. En este primer arco, nos encontramos ante un mundo a punto de ser destruido por el emperador Freezer, ante lo cual, los padres del protagonista se ven obligados a intentar salvarlo mandándolo a un planeta donde esté seguro, en este caso, la Tierra. Es evidente el paralelismo con el personaje de Superman y también cómo esta historia sirve de prólogo a la historia que conocemos en la serie. No obstante, no es la primera vez que nos la cuentan. 

En cierta medida, toda esta película es un remake de dos productos anteriores a los que fusiona y modifica. El primero es un capítulo especial de la serie Dragon Ball Z que era original, titulado Una solitaria batalla final (1990), en el que se narraba los últimos días de vida de Bardock, el padre de Goku, tratando de evitar el destino de su planeta y de su raza al estar provisto de un don maldito para ver el futuro. Una historia trágica que, sin embargo, finaliza con un eco esperanzador al ser capaz de ver que su hijo se enfrentará al tirano Freezer. El segundo es el ya mencionado Dragon Ball Z: Estalla el duelo que aborda la historia de Broly y que desarrollaremos luego. Por tanto, estamos ante un reciclaje de ideas y una adaptación menos dramática o intensa que sus predecesoras noventeras. No obstante, destaca por ser de lo mejor de la película y un digno prólogo para situar a los personajes en su contexto.


El segundo arco nos muestra a Freezer planeando su venganza contra Goku tras su derrota en la anterior película, incluyendo un nuevo uso de las bolas de dragón de manera cómica (se sigue la estela de hacer a los personajes más ridículos que ya comentábamos con La resurrección de F) y el reclutamiento de nuevos miembros para su ejército. En este desarrollo, Freezer conocerá a dos saiyans supervivientes de la destrucción del planeta Vegeta, Paragus y su hijo Broly, gracias a que son encontrados en un planeta inhóspito por dos miembros de su ejército, Chelye y Lemo. Paragus ansía la venganza contra Vegeta por las acciones de su padre, por lo que no duda en unirse a Freezer y usar la fuerza de Broly, al que tiene bajo su control mediante un collar eléctrico. Sin embargo, su hijo se ve forzado a esta situación, teniendo pocas habilidades sociales y habiendo sido educado como una máquina de batalla cuyo poder le obceca y le hace perder el control. Serán sus nuevos amigos, Chelye y Lemo, quienes traten de ayudarle a huir de su padre, sin darse cuenta de que así ponen a todos en peligro.

El tercer arco y final supone el enfrentamiento entre los protagonistas de la saga con este nuevo súbdito de Freezer, pasando por toda una serie de transformaciones y superando los límites de poder planteados en toda la franquicia para lograr detener al supersaiyan legendario. Sin duda, el combate es mucho más efectivo que el visto en La resurrección de F, incluyendo además una escena en la que se demuestra la villanía de Freezer más que en su propia película. Los héroes se ven en aprietos al intentar derrotar a Broly y hay algunas secuencias bastante novedosas, como el uso de una cámara subjetiva durante la batalla. Su resolución también es poco habitual para el shonen con respecto a los villanos, dejándonos ver un carácter más bondadoso de Goku y la revisión por la que ha pasado Broly como personaje frente al carácter más violento de su primera versión noventera, a pesar de que el final de la batalla podamos considerarlo un deus ex machina de manual.


No obstante, pese a que mejora con respecto a la película anterior, sigue cayendo en los mismos defectos: su humor sigue siendo ridículo, el personaje de Freezer presenta altibajos profundos, no se aprovechan apenas otros personajes célebres de la franquicia e incluso podríamos considerar que la película anterior y esta se podrían haber fusionado para dar un sentido más global y haber aprovechado mejor ambas historias. Sigue careciendo de momentos de clímax catártico y aunque se puede celebrar la decisión con respecto al final de Broly por plantear algo diferente, se echa en falta la emoción y la épica de su primera versión. 

En la película de 1993, se nos ofrecía un Paragus más maquiavélico y serio, un Broly más brutal y psicópata, pero también más consciente de sí mismo, se aprovecha más al resto de personajes de la saga, se ofrece un humor menos ridículo para con los personajes, aprovechando más las situaciones, y crea una rivalidad emocionante y catártica entre Broly y Goku. Por no hablar de una estética más detallada en sus paisajes y en la ambientación, aunque Dragon Ball Super: Broly sea más limpia en los trazos y más innovadora en el uso de nuevas técnicas visuales, peor también menos elaborada. Si bien ambas historias no dejan de basarse en el esquema habitual, Dragon Ball Z: Estalla el duelo demuestra un carácter más maduro que su heredera, lo que nos hace valorar que la deriva de la saga nos lleva a un derrotero más infantil y a un terreno donde los espectadores se sientan seguros desde el principio de la victoria de su héroe sin riesgos ni espacio para catarsis alguna, pese a su valorada decisión final con respecto al antagonista.

Escrito por Luis J. del Castillo



Descenso a Egipto y otros relatos inquietantes, de Algernon Blackwood

22 septiembre, 2023

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Una sugestiva imagen, obra del alemán Karl Werner (1808-1894), de los casi inmortales Colosos de Memnon egipcios, constituye la antesala que anuncia el arcano de la vida en la recopilación de relatos del autor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), Descenso a Egipto y otros relatos inquietantes (Valdemar, col.  Gótica, 2023). En traducción de Marta Lila Murillo (1968). Qué tendrán las antiguas piedras esculpidas que bajo su semblante duradero nos reclaman esa capacidad para asombrarnos ante el misterio, mientras nos recuerdan que solo estamos de paso.

El presente volumen, uno más de los dedicados a la labor literaria del siempre estimulante Blackwood, vuelve a concitar aquellos elementos enigmáticos a los que ya me he referido en alguna otra ocasión, donde la psicología se hermana con frecuencia con el terror, en tanto que otras lo acompaña en lontananza, allí donde la intuición puede acabar convertida en certeza, y las impresiones resultan más sentidas que observadas. Algernon Blackwood supo trasladar al lector al lugar donde confluyen realidad y paroxismo.

Hay quien afirma que una conmoción física puede hacer aflorar en determinados individuos unas posibilidades de la mente hasta entonces latentes, cualidades que habían permanecido ignoradas por su portador. También esto puede ocurrir al entrar en contacto con determinados objetos y lugares, por ejemplo, en forma de un legado inesperado. De este modo, en El país del jengibre verde (The Land of Green Ginger), el anciano señor Adam se ha convertido en un flagrante story-teller, tras adquirir con veinte años su herencia perdida, en un marco muy especial para un anticuario.

Así mismo, en Los condenados (The Damned), los hermanos Bill y Frances (Fanny), aceptan una invitación de la señora Mabel Franklyn, amiga de la segunda, para pasar un mes en su casa solariega y campestre, llamada Las Torres. Edificada sobre una colina de Sussex, Inglaterra. Mabel ha estado ausente de la vida social tras la muerte de su marido, Samuel. Un rico banquero evangelista. La viuda ha regresado tras un año de permanencia en el extranjero. La casa cuenta con un ama de llaves, la señora Marsh. A partir de ahí, Bill se convertirá en el atento narrador del autor. Reticente ante estas sensaciones, porque para algunas personas suponen un salto demasiado traumático en la compresión de la realidad; la realidad en toda su extensión. Yo deploraba, detestaba todo el asunto. Sin embargo, ese algo inquietante, llamado a ser leído entre líneas, revoloteaba por mi mente. Como telón de fondo, está el binomio campo-ciudad. Estar fuera de la urbe supone las más de las veces un cambio de escenario anímico más que paisajístico. De manera harto hábil, la alteración del carácter de las personas que habitan la casa, es percibida con anterioridad por Bill en la progresiva desfiguración de la propia vivienda. Ninguno de los dos (se refiere a su hermana), podía definirlo con exactitud. No escribí ni una sola línea en Las Torres. Nada se completaba allí. Abundando en ello, ¡qué pequeña es la humanidad!, ¿por qué no existe una combinación posible y verdadera de todas las perspectivas? En efecto, el protagonista se lamenta de nuestra natural cortedad de miras. La presencia de una pertinaz sombra hace preguntarse a Bill, si no es una casa encantada, ¿qué es?

De él se apodera una terrible tensión. La de la incertidumbre. Cuando sabes que algo verdadero está pasando, pero no lo puedes explicar, ni siquiera concretar. Habría dado cualquier cosa por tener una respuesta verdadera y satisfactoria. En su relación, no ya con la casa y el ambiente que la impregna, sino con los demás habitantes, señala que entendemos en los otros solo lo que tenemos en nosotros mismos.


Las meras intuiciones y vagas sugestiones van cediendo paso a la verosimilitud de una realidad extraña, al margen. Bill apunta el origen no a una, sino a varias influencias. Tal vez poseas una intensificación de ciertos sentidos de los que yo carezco, le dice a Fanny. Lo cual se hace extensivo a la dueña de la casa. Precisamente, la idea motriz y más atractiva del presente relato, es la presencia de una figura humana que actúa como vórtice, puerta de acceso o punto de encuentro hacia otros seres y entidades. El mismo sustrato que se exponía en Poltergeist, fenómenos extraños (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982), pero dejando al lado la vistosidad de la fenomenología. Focalizando la apreciación paranormal en uno de los congregados (allí, una niña). De este modo, la narrativa queda envuelta en un velo de misterio y apreciaciones que, no obstante, conducen a un desenlace tanto físico como psíquico. El terror de Mabel ha revivido a los otros. Todos se congregan en dirección a esta pequeña luz, buscando una salida. De alguna manera, muchos de nosotros dejamos huella, en forma de pensamientos y actitudes, impregnaciones positivas o negativas, creencias religiosas, etc.

Este enfrentamiento abrupto con lo desconocido, evidenciado en primer lugar por una distorsión de la psique, es sustrato común en todos estos relatos. Así, un escocés soltero de mediana edad que se siente atraído por la figura de una escurridiza joven en las distintas recepciones sociales a las que asiste, se verá inducido al suicidio de forma casi determinista, en Una soga de tres cuerdas (A Threfold Cord). La experiencia de Malcolm Mc Quitie, tal como la relató, no parecía ninguna farsa, ni obra de su imaginación, ni un espejismo.

A continuación, conocemos a Binonitz, un paciente especial del doctor Plitzinger (de nuevo la mente como antesala de la alteración física), que forma parte de un grupo de viajeros rusos que están de visita curativa en Egipto. Tales son los prolegómenos de Las alas de Horus (The Wings of Horus), narración que forma parte de ese cúmulo de relatos, dentro y fuera de su autor, que podemos considerar desconcertantes por pesadillescos, en los que la aprensión trata de hacerse corporeidad, quedándose siempre en un umbral desvanecido. Cuentos indefinibles, más que indefinidos, y hasta cierto punto extravagantes. Inefables, aunque las palabras no falten o a veces acudan a borbotones. Es poner negro sobre blanco una experiencia difícil de transmitir si no se ha vivido en primera persona. En este caso, el reflejo de un desdoblamiento. Pero, además, en determinada escena, Algernon Blackwood nos invita a contemplar la vida como una fiesta de disfraces, equiparable a un baile de máscaras donde un hombre puede mimetizarse con un pájaro. Porque este tipo de relatos buscan más la representación de una atmósfera y estado de consciencia angustiosos, que la concreción de una narrativa de más cercana identificación para el lector.


Descenso a Egipto (Descent to Egypt) es la narración que da nombre a la compilación. Podemos considerarla una nouvelle, pues se trata de la exposición más larga de las contenidas en este volumen, buen ejemplo de relato de corte psicológico: del narrador que trata de entender a sus apesadumbrados y crípticos amigos, hasta cierto punto cautivos del hechizo de una tierra tan milenaria como la que bañan las aguas del Nilo. George Isley trababa de encontrarse a sí mismo. En estos momentos no tiene un hogar fijo, pero sí un imperioso afán de aventura. Hasta que se siente atraído por un anhelo interior, y no solo exterior (el conocer otras tierras), al constatar la posibilidad de haber dispuesto de otras vidas en el pasado. Una vida anterior que no encontraba alivio ni descanso en las cosas modernas. Es decir, un desubicado buscador. Atento a señales externas y visibles de este viaje interior y espiritual. La andanza es, por lo tanto, doble (externa e interna), pero siempre íntima y reservada. Nunca de un modo contrapuesto, sino complementario. Salvo para las personas que lo perciben desde fuera, los no iniciados. Aun así, es cierto que parece haber espacios más proclives a esta deriva de aventura. El Egipto antiguo yace a la espera (…) aunque esté muerto, sigue sorprendentemente vivo. Por mucho que las fachadas parezcan inertes y remotas, aún palpitan. En aquel desierto había una seducción de potencia inusitada. El desierto es contemplado como un ente vivo. Egipto observaba y escuchaba. Descenso a Egipto es, de esta manera, una narración tan sugestiva en su forma como desasosegante en el fondo. Repleta de frases estupendas, cargadas de significado. Microrelatos en sí mismos. La maquinaria mental de la medida del tiempo sufrió una dislocación. George debatía sobre la posibilidad de que los signos zodiacales fueran alguna clase de inteligencia celestial. La atmósfera de esta tierra majestuosa, hoy tan frívola, ayer tan inmensa, provocaba una elevación del horizonte espiritual, que revelaba posibilidades asombrosas.

Podemos referirnos a tres vértices en este relato dolorosamente iniciático. El primero es la cita a Akenatón (1372-1336 a. C.), y todo lo que le sobrevuela. No es la única. La Era de Acuario se avecina (ya estamos padeciendo su frialdad técnica). Y el Kybalion (The Kybalion, 1908). Lo que es arriba es abajo. Segundo. El aislamiento general de quien accede a este conocimiento particular, estrictamente personal. El narrador, curiosamente sin nombre, y sus amigos George Isley y Moleson, habían revivido un poder que los arrastraba hacia atrás. No es un regreso al terror de lo ancestral, sino a la fascinación del pasado histórico y privativo, hasta sus más exhaustivas consecuencias. Esto es, a nuestras vidas anteriores. La regresión no es entonces una experiencia estrictamente terrorífica, aunque infunda el miedo lógico a lo desconocido, sino algo anhelado. Un escindirse del presente. Pasar a otro lugar involucra a la traslación, no a la extinción. Estos símbolos medio en ruinas están en contacto con aquello que fue. ¿Dónde radica entonces el peligro? En que el alma adopta las cualidades de la deidad que venera. Algo bueno o malo, según se mire, y sea la deidad. Lo más parecido a una distorsionada realidad virtual. Una carcasa física sin deseo espiritual, a eso pueden quedar reducidos Moleson e Isley, una vez han decidido que sus almas vivan en el pasado, en la tierra de los ancestros que fueron ellos mismos. A fin de cuentas, ¿qué son presente y pasado, sino una simultaneidad cuántica?

Ítem más. Los átomos de los que estamos compuestos, ¿pueden reaccionar mal ante los de otra persona, como si sufrieran una aversión, física en este caso? Interesante premisa que articula Química (Chemical). ¿Son la repulsión y la atracción un mero asunto de química corporal? El joven Jim se hace estas mismas preguntas, al tiempo que efectúa una serie de indagaciones en el Museo Británico, en nombre de un escritor para el que busca cierta documentación, mientras se aloja en la pensión de la señora Smith. Con un abordaje novedoso, fundado en la original plasmación de la relación entre el protagonista de los hechos y el narrador de los mismos, amigo del primero, se logra hacer más interesante un planteamiento que ha sido abordado en multitud de ocasiones: la presencia fantasmal que, al parecer, solo uno de los personajes advierte. Y subrayo al parecer, porque a lo mejor los otros se han decantado por el silencio…


Un nuevo espacio que aloja lo inusitado, convirtiéndose en refugio de prácticas ocultistas, lo encontramos en El caso Pikestaffe (The Pikestaffe Case). Helena Speke posee una exclusiva casa de huéspedes. Acoge al profesor de matemáticas –y algo más- John Thorley. En tan reducido contorno se desarrolla la amplitud de conocimiento hermético y cósmico de un universo paralelo, reflejado en un espejo, superficie siempre sugerente. Una dimensión a la cual se ha trasladado Thorley en compañía de su aventajado alumno Gerald Pikestaffe. A los dos se los da por desaparecidos.

Finalmente, Juego de pelota (Playing Catch), es lo más parecido a la descripción de un viaje astral filosófico. No se trataba de una alucinación en la que estas facultades quedan en suspensión. Era un fenómeno honesto y genuino, declara sir Anthony, uno de los intervinientes. La pelota que indica el título es equiparada con la luna.

Para la práctica mentalista, todo es mente. Visible e invisible. Esto ya lo sabía Algernon Blackwood. Uno de esos escasos autores de género esotérico que sabía de lo que estaba hablando.



Belfast, de Kenneth Branagh

18 septiembre, 2023

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Hay una frontera entre el mundo adulto y el mundo infantil que tratamos de mantener como Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye, J.D. Salinger, 1951), trataba de proteger a los niños de caer en el precipicio en su soñado cometido. Las preocupaciones socioeconómicas y políticas, por su complejidad, solemos dejarlas fuera de la vida de los niños. Pero no podemos evitar que les afecten. En realidad, a pesar de nuestros esfuerzos, las preocupaciones que atañen a una familia acaben por filtrarse en los pensamientos de estos mismos niños. Todos somos hijos de nuestra época y vivimos las circunstancias que nos rodean con algún grado de impacto. Y cuando el tiempo transcurre, solemos crear un relato sobre cómo ha sido nuestra vida engarzada en la masa histórica de los grandes nombres y acontecimientos, es decir, vidas anónimas que forman millones de relatos desconocidos, la intrahistoria.

Por eso no nos debe extrañar que surja la necesidad de contar ese relato a los demás. Comentábamos al respecto en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) que existe esa necesidad de relatar lo que determinó nuestra infancia, en tanto que gran parte de nuestra identidad actual se definió entonces. De manera reciente, ha sido el director irlandés Kenneth Branagh (1960) el que ha echado la vista atrás para homenajear a su familia dentro de la historia convulsa de la Irlanda de los sesenta. Un director y actor que ha desarrollado una carrera a dos aguas, entre los encargos de estudios, como sus trabajos para Marvel y Disney, Thor (2011) y Artemis Fowl (2020), respectivamente, y sus obras más personales, como las adaptaciones de clásicos, siendo especialmente conocido por adaptar a Shakespeare con Enrique V (1989), Mucho ruido y pocas nueces (1993) y Hamlet (1996), y más recientemente por encarnar a Hercules Poirot en sus propias adaptaciones de las novelas de Agatha Christie (1890-1976), empezando por Asesinato en el Orient Express (2017). Sin embargo, a pesar de que es notable el gusto por lo teatral en sus obras, no habíamos percibido en Branagh una voz tan personal como en el caso de Belfast (2021).


Tras una breve introducción de imágenes actuales de la ciudad, la película torna en blanco y negro para llevarnos a 1969, como si hubiéramos viajado a ver una película en los televisores de la época. Un barrio que nos recuerda a los decorados de la época nos da la bienvenida mientras seguimos a Buddy (Jude Hill) jugando en la calle. Pero toda esa tranquilidad se trunca con el ataque de una serie de hombres a varias casas, provocando que cunda el pánico y que ese pequeño paraíso torne en infierno. Es el inicio del fin de la infancia de Buddy. En efecto, los conflictos entre protestantes y católicos en la Irlanda de los sesenta afecta de manera significativa a la vida de Buddy, trasunto del director. Y su familia, de fe protestante, se ve abocada a tomar una decisión, cada vez más presionada por su entorno.

De esa forma, la película avanza de manera paralela entre las pequeñas vivencias de Buddy, como un pequeño hurto en una tienda, su intento por mejorar en clase para sentarse cerca de una chica que le gusta, su afición por las películas, Star Trek o el teatro (únicos elementos con color en la película tras el prólogo), y el debate familiar sobre qué hacer mientras la presión aumenta. Ambas circunstancias, aunque sean paralelas, acaban afectándose mutuamente. No en vano, Buddy tiene que atravesar una barricada que se ha levantado en su calle para proteger las casas de los católicos, debatir sobre qué diferencia a los protestantes y a los católicos o plantearse cuál debería ser su bando o si ocurre algo si la chica que le gusta es católica. Hasta que finalmente llega el temor a tener que abandonar Irlanda del Norte y todo lo que conoce. La realidad comienza a entrar en ese mundo protegido que era el Belfast de su infancia, ese Belfast al que ya no se puede regresar pero que siempre estará con él.


A su alrededor, los adultos debaten sobre las circunstancias. El padre (Jamie Dornan) quiere mantenerse al margen de la situación y lo está al tener que trabajar en Reino Unido apartado de su familia, pero a la vez es tentado a unirse a las revueltas protestantes por Billy Clanton (Colin Morgan), que no deja de presionar a la familia o de intentar usar a los niños a su favor. Este personaje representará todo lo negativo de la violencia que detesta tanto la familia como el protagonista. No en vano, Branagh se toma la revancha contra este tipo de personas en la película con el choque final entre él y el padre de Buddy.

Ahora bien, no es este el retrato de una familia idílica. La madre de Buddy (una sublime Caitriona Balfe) intenta mantener a flote a la familia en medio de toda esa inestabilidad y sin tener claro cuál va a ser su futuro. Además, las deudas de su marido y su presión por salir de Belfast provocarán varias discusiones en la pareja que acaban por repercutir en sus hijos. Evidentemente, Branagh nos da un reflejo de los sinsabores cotidianos junto a los estallidos de felicidad. Así, todos comparten una comida familiar, celebran juntos un baile o salen a la calle a disfrutar junto a los vecinos, pero también mantienen posturas opuestas, discuten, los padres castigan a los hijos y la vida avanza. Un cuadro costumbrista de cotidianidad familiar en medio del caos revolucionario.

Como en muchos casos, la sabiduría la ponen los ancianos. Los abuelos de Buddy, encarnados por Judi Dench y Ciarán Hinds, serán los que mantengan más complicidad con su nieto, transmitiendo además algunas de las escenas más emotivas de la película, siendo remarcable la última conversación en el hospital o el propio cierre de la película. Sin duda, el homenaje más evidente de esta obra.


Era de esperar por parte del director que tendiera a recurrir a las técnicas más propias del teatro. Por eso, lo que suele destacar en Belfast son los diálogos frente a la acción. Su desarrollo esencial transcurre en las interacciones entre los personajes, para lo que Branagh despliega planos elegantes que están potenciados por la decisión de haber adoptado la fotografía en blanco y negro. También la música acompaña idealmente al ambiente, en esa mezcla de jazz, blues y música tradicional irlandesa que propone Van Morrison, también nacido en Belfast. Los solos de saxofón inundan las escenas y le otorgan una personalidad que es difícil encontrar en estos tiempos. 

En definitiva, Belfast es una película sencilla, que concentra su fuerza en el choque entre lo cotidiano y el impacto de la historia, entre la vida construida y los cambios que la transforman de manera irremediable, entre la inocencia de un niño y las decisiones de los adultos. Es un relato personal, pero que podemos sentir cercano, un canto hacia lo que se pierde y lo que permanece. No volveremos a pisar el Belfast que vivió Kenneth Branagh, pero nos lo ha regalado en forma de película.

Escrito por Luis J. del Castillo



El autocine (CXIV): El fin de Sheila, de Herbert Ross, y Matar o no matar, este es el problema, de Douglas Hickox

15 septiembre, 2023

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Dos niveles de realidad. El que nos propone la ficción, y el que consideramos el mundo real, nuestra vida cotidiana. Pero la ficción también puede ramificarse. Recientemente comentaba en este blog el carácter de una película cuyo tema era la filmación de una película. Es el ejemplo de que la ficción se expande, pudiendo contemplarse a sí misma, y justo es eso lo que hacen la amistosa y sorprendente El fin de Sheila (The Last of Sheila, Warner Bros., 1973), del destacable Herbert Ross (1927-2001), realizador estadounidense que pienso que ha ido creciendo con el tiempo, y la soberbia Matar o no matar, este es el problema (Theatre of Blood, United Artist, 1973), del británico Douglas Hickox (1929-1988), a su vez, director de contadas pero muy medidas piezas de orfebrería fílmica, que en la década de los ochenta pasó al ámbito televisivo y del video doméstico, con adaptaciones de distinto cariz, pero siempre competentes, de las que entresaco la talentosa Entertaining Mr. Sloane (Warner-Pathé, 1970), la seca La celada (Sitting Target, Metro-Goldwyn-Mayer, 1972), el ameno western policiaco Brannigan (íd., United Artist, 1975), la entretenida y espectacular El asalto de los hombres pájaro (Sky Riders, Fox, 1976), una hábil versión de El perro de los Baskerville (The Hound of the Baskervilles, Mapleton Films, 1983), y Vértigo mortal (Blackout, HBO, 1985), thriller que me gustó bastante y que conviene reivindicar. Por cierto, que su esposa fue la gran montadora Anne Coates (1925-2018), ganadora del OSCAR por Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962).

Ambos títulos, tomando como basamento el género de la novela policiaca, y aplicando una de sus normas más definidoras, trascienden dicho género.


La actriz Sheila Green (Yvonne Romaine) se marcha de su propia fiesta muy ofuscada. Desconocemos la causa, porque las causas, en plural, son la enigmática baza con la que juega el perspicaz guión de El fin de Sheila, entre la deferencia a la tradicional novela de misterio, y la irónica reflexión que sabe medir los aspectos más paródicos, esto es, sin caer en el mero esperpento o denigración, más al estilo de lo que se ofrecía en la excelente Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976).

En su huida precipitada, con lo puesto, la desatornillada Sheila es atropellada en los aledaños del lujoso chalé del productor cinematográfico Clinton (James Coburn, apto para la comedia y el drama) ¿Quién es el responsable?

A mí, el personaje de Clinton me resulta un remedo del abellacado Jonathan interpretado por Kirk Douglas (1916-2020) en Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minelli, 1951). Es un productor tan temido –incluso detestado-, como solicitado y entendido en su materia. Posee un yate al que, precisamente, ha puesto el nombre de Sheila. La idea es la siguiente. Reunir a los sospechosos asistentes a aquella fiesta, por el procedimiento de enviar misivas a cada uno de ellos, tomando el referido barco como centro de operaciones, y en nombre de unas lúdicas vacaciones, jugar el peligroso juego de “sé lo que hicisteis”, por si acaso suena la flauta. En similar estela a los Diez negritos (Ten Little Niggers / And Then There Were None, 1939), de Agatha Christie (1890-1976). Los invitados de Clinton al yate son el guionista Tom (Richard Benjamín, futuro realizador de películas), su esposa y ayudante Lee (Joan Hackett), la directora de casting y ex actriz Christine (Dyan Cannon), el director Philip (James Mason, espléndido como siempre), la actriz en alza Alice (Rachel Welch), y su atractivo acompañante Anthony (Ian McShane), más la tripulación del barco.

Ya estamos todos peripuestos, y la primera singularidad que conviene señalar, en honor a esa exótica ironía que adereza la ficción y ficcionaliza la realidad, es que el guión fue escrito por el de por sí intrigante Anthony Perkins (1932-1992), y el creador de musicales Stephen Sondheim (1930-2021).


Al igual que le sucediera con el tiempo a aquel Jonathan en la citada película de Minnelli (1903-1986), a Clinton se le considera tan indispensable y apreciado por la taquilla y sus colegas, como excéntrico (que diría un inglés). Con Clinton hay que ganar puntos, hacer méritos, declara Tom. La puesta en escena también lo es a veces: excéntrica, pero en el sentido más estimulante del término, sin perder nunca la compostura y el respeto hacia el punto de vista del espectador. Atardeceres y contraluces, en un llamativo trabajo fotográfico del, así mismo, misterioso -no podía ser de otro modo-, Gerry Turpin (1925-1987). Misterioso por su escasa pero peculiarísima filmografía, de vertiente guadianesca. Las curiosidades no acaban aquí. Del vestuario se ocupó, y muy bien, el futuro realizador Joel Schumacher (1939-2020).

Los distintos caracteres están bien dibujados. El espectador se siente como un invitado más, de esos que asisten a una reunión sin conocer apenas a nadie, y que por gestos y comentarios ha de entresacar las distintas idiosincrasias de quienes le rodean. Por otro lado, todos tenemos un pasado. Unos más decoroso de otro. En palabras de Alice, todos sabemos secretos de los demás, pero no sabemos las mismas cosas. Este será el mecanismo que Clinton ponga en funcionamiento al dar inicio a la elaborada diversión. La primera de cuyas pruebas es dar con la cerradura que abre la llave 18K, una para cada uno, con objeto de tratar de averiguar la identidad de un cleptómano entre los presentes. Lo que Clinton pretende, con la excusa del entretenimiento, es ir desenmascarando a cada uno de sus invitados, al que atribuye un secreto, que en principio no ha de ser real, para así desembocar en la identidad del presunto asesino de la pobre Sheila.

Estas atribuciones, presuntamente inventadas, son la identificación en el grupo de un homosexual oculto (aceptado de tapadillo por lo habitual en el mundo del espectáculo, en todas sus facetas, pero en según qué círculos, incluso hoy en día, condición que puede esgrimirse para perjudicar una carrera o hacer burla), un delator, un ex presidiario, un aspirante a corruptor de menores, por decirlo así, y finalmente, el asesino (Hit and Run Killer).

A estas alturas, Lee se pregunta si ¿de veras es un juego?


Herbert Ross maneja con eficacia recursos como la cámara subjetiva, que suple los ojos del criminal, a la hora de provocar un incidente con la hélice del yate, por ejemplo. La muerte de uno de los protagonistas, casi al modo sorpresivo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), lo que tiene su gracia, viniendo el guión de quien viene, lleva a los demás intervinientes a tratar de aclarar sus ideas en el salón del barco. Es decir, desde el interior físico de Sheila se trata de desentrañar el interior psíquico de la fallecida, en lo que es una segunda parte narrativa bien diferenciada, pero complementaria de la primera.

También resulta grato el uso de escenarios exteriores, como una ciudad costera en la que sobreviene la noche, y un monasterio abandonado, con una fantasmagórica torre-atalaya adosada. Estando el juego en pleno apogeo, los protagonistas quedan tan varados como los personajes de Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, Agatha Christie, 1934). En lugar de por la nieve, por el mar. La consecuente explicación enrevesada nos remite una vez más a la posterior Un cadáver a los postres. Por algo, títulos como El fin de Sheila, junto a los citados, se nutren de la tesis tan aparentemente sencilla, a la par de deleitable, de que las apariencias engañan. O formulado de forma más genérica, es decir, relativa al género policiaco que nos ocupa, que las evidencias engañan. Pocas tesituras argumentales proporcionan tanto dinamismo. Recordemos que la máscara ya era condición sine qua non en el teatro de los clásicos. De todo ello hallamos cauce disfrutable en El fin de Sheila, haciéndose extensivo a la siguiente película, Matar o no matar, este es el problema. Escrita por Anthony Greville-Bell (1920-2008), en torno a una idea de John Kohn (1925-2002) y Stanley Mann (1928-2016), responsable de la magnífica El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965), la entretenida Meteoro (Meteor, Ronald Neame, 1979), la serpenteante El ojo de la aguja (Eye of the Needle, Richard Marquand, 1981), o la menos apreciada, pero muy interesante, Tai-Pan (íd., Daryl Duke, 1986).


Pieza maestra del humor negro, el título español de Theatre of Blood supera con creces el original. La esposa (Renée Asherson) de George Maxwell (Michael Hordern), advierte a su marido, presidente de la Restauración Urbana y crítico teatral, acerca de una premonición que acaba de tener esa misma noche. Una pesadilla donde George lo iba a pasar regular. Pero su marido acude a sus quehaceres ordinarios sin advertir que va a caer en una punzante trampa; que se va a convertir en la primera víctima de una de esas realidades que superan la ficción, causando grandes estragos en quienes las interpretan. El referente de lo expuesto hasta este momento es, por descontado, la obra Julio César (Iulius Caesar, c. 1599), de William Shakespeare (1564-1616), auténtico caldo de cultivo de esta matanza de Londres.

En efecto, a George Maxwell le sobrarán razones para lamentar su apego al cumplimiento del deber, pues nada podrá hacer para remediar su destino aciago, donde una turba de admiradores le aguarda.

¿Quién ha podido perpetrar tamaña puesta en escena? ¿Y a santo de qué demonios? El inspector Boot (el competente Milo O’Shea), y su atónito ayudante Dogge (Eric Sykes), pronto pondrán nombre a esa máscara de terror. Edward Lionheart (Vincent Price, absolutamente genial), con ayuda de su benefactora hija, Edwina (Diana Rigg). Personaje este último tan escindido como el del padre, pues puede aparentar tanto una astuta cordialidad, como un enquistado desaire. Y por supuesto, abanderar un nuevo concepto en lo que a las tradicionales representaciones de William Shakespeare se refiere, proponiendo una novedosa y muy instructiva actitud ante el enfrentamiento de una crítica adversa. Lionheart, apellido aguerrido e histórico donde los haya, es bien recordado por un grupo de estos críticos teatrales, siendo tildado de actor vigoroso por el propio inspector Boot. Todos le dan por muerto, porque asistieron a su precipitado mutis en la terraza de un edificio. Una muerte física, después de haberse perpetrado la civil.

Así, su reaparición es una notable resurrección, en palabras del embobado Hector Snipe (Dennis Price), el siguiente crítico en la lista de damnificados. La crítica es otra cosa, esgrime Edward Lionheart en su descargo, no sin razón, antes de dar rienda suelta a su particular representación de Troilo y Crésida (The Famous Historie of Troylus and Cresseid, 1609). Todo está en la literatura. La vida y la muerte se circunscriben a ella.


El crítico más dinámico y de mejor voz cantante es Peregrine Devlin (Ian Hendry). Actúa en representación de todos (los que van quedando), y ayuda al inspector a desentrañar tan literario intríngulis. Pero Lionheart es escurridizo, lleva años planeando su reaparición. Interpretaremos Cimbelino (Cymbeline, 1611) como jamás ha sido interpretado hasta ahora. Horacio Sproud (Arthur Lowe) lo comprueba, en pleno dormitorio, ante su esposa durmiente (Joan Hickson, futura intérprete -y para mí la mejor- de Miss Marple).

La metamorfosis que atañe a Lionheart también se traslada al hecho de que este haya pasado de existir a través de los personajes shakesperianos que constituían su vida de intérprete, y con toda seguridad la de fuera de las tablas, a representarlos hasta sus últimas consecuencias. De ahí que, pasar de sentirse como sus personajes, a actuar en todo como ellos, solo suponga un pequeño paso para él (pero grande para la comunidad de críticos literarios).

De una forma maquiavélicamente planificada, y no menos atrozmente ejecutada, Lionheart da salida a su justo y desmelenado desquite. Cita a la que acuden, respectivamente, Trevor Dickman (el estupendo característico Harry Andrews), perdido irremisiblemente entre los versos de El mercader de Venecia (The Merchant of Venice, 1600); Oliver Larding (Robert Coote), degustador de vinos, aparte de articulista, que degustará una buena cuba, como el duque de Clarence en Ricardo III (The Life and Death of King Richard III, c. 1592); Meredit Merridew (el insustituible Robert Morley), que hallará un nuevo modo de disfrutar de sus pequeños caniches, en nutritiva paráfrasis de Tito Andrónico (Titus Andronicus, 1593), una de las obras más crueles de su autor: como dice el inspector Boot, ¿qué crimen emergerá de esta obra? La señorita Chloe Moon (Coral Browne), que no es menos a la hora de admirar las artísticas manos de un improvisado peluquero, en nombre de Enrique VI (Henry VI, 1592), o Devlin, que se batirá en singular combate con el brazo ejecutor de sus colegas, en simulación de una de las escenas cumbres de Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), donde la excepcionalidad de las intenciones de Lionheart a través del diálogo, así como sus buenas artes para el mal, quedan realzadas. La inoculación de los celos de Otelo (The Tragedy of Othello, the Moor of Venice, 1604), será el arma devoradora que acabe con la integridad del crítico Solomon Psalteri (un recobrado Jack Hawkins, en breve papel), y su joven y solicitada esposa Maisie (Diana Dors). Lo propio sucede a Devlin, a quien Lionheart dejó vivo tras su duelo, solo para procurarse el placer de verlo pasarlas canutas en segunda y definitiva ocasión, bajo los ropajes de El rey Lear (The Tragedy of King Lear, 1605).


Guionista y realizador dejan bastante claro que Lionheart no es un actor de segunda, sino un actor vilipendiado, injustamente tratado por los censores de la crítica. En palabras advenedizas de Devlin, es un actor que ha consagrado su carrera a interpretar a William Shakespeare, únicamente. Como si eso fuera un demérito. Algo de lo que ha hecho el leitmotiv de sus exégesis. En efecto, dan ganas de matarlos.

Al escenario teatral se suman otros, de la ciudad de Londres, convertidos en proscenio calderoniano del mundo. Un edificio abandonado, un elocuente teatro en ruinas, una peluquería, el propio hogar… A ello se suma la fuerza interpretativa de los encuentros de Edwina con Devlin.

El divertimento no puede ser más resultón. Bien dirigido, editado, por Malcolm Cooke (1929-2008), y fotografiado, por otra de esas figuras misteriosas que se empeñan en poblar la ficha técnica de estas dos películas, Wolfgang Suschitzky (1912-2016); además de soberbiamente interpretado por el conjunto de actantes. Algo parecido se hizo con la figura de Edgar Allan Poe (1809-1849) en El jardín de la tortura (Torture Garden, Freddie Francis, 1967). El cine inglés ha sido alegre y pródigo en las recreaciones siniestras o irónicas de su historia y pundonor.

Completa la calidad de la película una excelente partitura de Michael J. Lewis (1939). Vibrante y retentiva, en su particular estilo envolvente de corte clásico. Ya me he lamentado alguna vez acerca de la dejadez de los actuales sellos discográficos a la hora de editar la música de este gran compositor galés (Intrada, La La Land, o nuestro Quartet, deberían tomar buena nota). Poseo gran cantidad de partituras del autor, pero en ediciones no oficiales (con buen sonido, pero una presentación paupérrima).

Escrito por Javier Comino Aguilera


La casa del padre, de Karmele Jaio

07 septiembre, 2023

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No dejamos de aprender durante nuestra vida. Como el río de Heráclito o la paradoja del barco de Teseo, estamos en continuo cambio y evolución, a veces incluso tratando de recordar quiénes somos para encontrar nuestra voz en medio de la multitud. Pero eso no quiere decir que resulte fácil. Lo cierto es que la mayoría de personas no aceptan los cambios, se habitúan a un modelo de vida y pensamiento en el que permanecen sin plantearse cómo su vida ha llegado a ese punto, incluso aunque vivan incómodos. Incapaces de encontrar palabras que decir para sacar lo que habita en su interior. Incapaces de salir de la rueda que lleva girando demasiado tiempo y a la que se han acostumbrado, con miedo a escapar.

Eso es lo que retrata Karmele Jaio (1970) en su novela La casa del padre (2020, publicada originalmente en euskera, Aitaren Etxea, 2019). La historia de tres personajes de vidas entrecruzadas que empiezan a cuestionarse su vida y enfrentan sus acciones a lo que piensan y bulle en su interior. Una novela sin apenas acción narrativa, suceden pocos acontecimientos y ninguno es especialmente llamativo, lo que potencia aún más su carácter cotidiano, aumentando la cercanía con el lector.

La novela llama nuestra atención desde el primer momento. Dividida en 34 capítulos, a su vez, estos están enfocados a través de tres personajes, recordándonos a un recurso que podemos recordar en la saga de Canción de Hielo y Fuego (George R. R. Martin, 1996-) o en la Saga de Bartimeo (Jonathan Stroud, 2003-2010). Así, al iniciar algunos capítulos, lo afrontaremos desde el prisma de Ismael, un escritor que atraviesa un momento de bloqueo literario, ahogado por la presión de su editor y también por la última crítica recibida a su anterior novela, que le arrojaba al reto de arriesgarse más en el plano sociopolítico, a sentirse más real. En otras ocasiones, encontraremos a Jasone, Asunción, la esposa de Ismael, bibliotecaria de profesión, que ha retomado su afición por la escritura como hacía en la universidad, aunque lo hace a escondidas de Ismael. Quiere reencontrarse tras años dedicada al cuidado de los otros (sus hijas, sus padres ya fallecidos, su marido), pero aún trata de encontrar en los demás la aprobación, sobre todo en Jauregui, el editor de su marido y antiguo amigo de ella.

Ismael y Jasone son los protagonistas de esta novela. Pero también hay unos pocos capítulos en los que el foco lo recibe Libe, la hermana de Ismael e íntima amiga de Jasone, que vive en Berlín junto a su novia por haber huido años atrás del ambiente del País Vasco tras haber acabado presa por su afiliación política. A pesar de su carácter más revolucionario, también se encuentra atada a sus miedos y sigue sin atreverse a regresar a España o siquiera a que su pareja conozca su país natal.

Karmele Jaio, fotografía de Jon Hernáiz
La inseguridad de los tres personajes dará pie a la novela. Cuando la narración enfoca a los hermanos, Ismael y Libe, lo hará desde una segunda persona narrativa, mientras que con Jasone sí se empleará la primera persona, siendo algo poco habitual, pero que funciona con efectividad gracias a la forma que tiene Karmele de desarrollar el hilo de pensamientos de los personajes, logrando que se sienta en cierta manera como la forma en que nos hablamos a nosotros mismos. Cada uno de estos personajes se enfrentará en la novela a sus temores y atravesarán un profundo cambio que les arroja no solo a asumir el pasado, sino a superarlo en su futuro. Es un breve periodo de tiempo en sus vidas, pero que nos permitirá como lectores reflexionar sobre todo aquello que asumimos sin tener por qué hacerlo o sobre los silencios que a veces levantamos con los demás, soportando nuestros infiernos personales sin dejar que otros nos alcancen a comprender. En realidad, la novela llega a ser frustrante cuando nos revela los pensamientos profundos de Ismael y, a la par, nos muestra sus discusiones con Jasone, siendo incapaz de confesarle lo que siente. Curiosamente, llegado el momento, no serán necesarias las palabras para llegar a aceptarse mutuamente.

De esta forma, la novela atraviesa por varios temas de los que nos muestra tanto hechos pasados que vivieron los personajes como reflexiones que realizan sobre su situación actual. Sin duda, uno de los ejes centrales es el de los estereotipos de género y la situación de la mujer. Jasone está en un proceso de aprendizaje sobre lo que significa vivir atada al rol que se le asume a una mujer y trata de liberarse, por eso ha vuelto a escribir, y justamente escribe sobre la violencia que reciben las mujeres. Sobre los miedos que siempre ha tenido cualquier mujer y la manera en que lo han convertido en algo natural. A su vez, Ismael se enfrenta a las ideas de su mujer, pues se siente atacado, convertido en un colectivo cuando él es un individuo. Sin embargo, también es el punto de partida para que él comience a tratar de ponerse en el otro lugar. Tras haber temido porque una de sus hijas fuera víctima de la violación cometida en Pamplona durante los Sanfermines, comienza el temor a no comprender cómo se siente una mujer. Y, a su vez, a reflexionar sobre lo que en su vida le ha llevado a vivir de espaldas a lo que ellas sufrieran o necesitasen, incluida su madre.


Precisamente, otro de los aspectos centrales es el debate sobre los roles familiares, sobre cómo estaba estructurada la familia de Ismael y Libe. Destaca la manera en que se creó una distancia entre ambos, cuando la puerta de su hermana mayor empezó a cerrarse para él o cuando él era el elegido por su padre para ir de caza o hacer una batida de búsqueda, comenzando a crearse una barrera entre nosotros y vosotras. La relación de ambos hermanos con sus padres, especialmente la rabia contenida de Ismael con su padre y los remordimientos por sus deseo egoísta e infantil así como por un error del pasado que no deja de atormentarle en relación con su primo Aitor, idolatrado por su padre. También la relación que mantenían sus padres entre sí, que la familia naturalizaba aunque se basara en una violencia que no tiene relación con los golpes físicos, sino con el poder, con el dinero y con la sumisión por haber aceptado la situación sin más.

También se ahonda en la distancia política. Frente al activismo de Libe, la pasividad e indiferencia de Ismael y la necesidad de refugio de Jasone. La situación del País Vasco bajo el yugo de ETA está presente en la novela, pero sin necesidad de grandes atentados o sin la necesidad de profundidad del tema que contemplábamos en la excelente Patria (Fernando Aramburu, 2016). En esta ocasión, es algo más cotidiano: Jasone creando su nueva identidad al abandonar su nombre, Asunción, por sentirse diferente a los demás al proceder de Zamora. Libe siendo activista política y acabando detenida en su juventud por ello. O Ismael teniendo miedo por un paquete que debe entregar sin saber su contenido. Son breves episodios personales que, conociendo el contexto, nos arrojan un panorama de tensión justo sin ser necesariamente un libro que aborde el tema de manera directa.


Hay un momento muy especial en la novela de La casa del padre en el que los dos hermanos se reconocen como cuando eran niños. A través de los silencios de la novela, trasciende la idea de recuperar lo que fueron antes de que otros les impusieran ser otras cosas o se dejasen llevar por la voracidad del mundo en el que vivían. Los lazos familiares, las presiones y restricciones sociales, el ambiente político son algunos de los elementos que han condenado a los tres protagonistas de la novela a vivir con miedo su propia identidad y a crear una máscara que oculta sus dudas. Cuando uno decida romper con esa máscara, los demás lo seguirán, tomando el impulso necesario para pasar del pensamiento a la acción.

En definitiva, La casa del padre es un libro que dialoga con el lector, que le invita a través de sus personajes a plantearse todo lo que uno puede guardarse en el interior y que sentimos como una presión a la que, a veces, decidimos ignorar. Un libro actual y maduro que aborda las costuras de nuestra sociedad con una historia sin grandes aspavientos ni grandilocuencias, solo con temores y decisiones cotidianas. Y, seguramente por eso, más efectivos.

Escrito por Luis J. del Castillo



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