La ciencia avanza a veces traumáticamente. Arduos años de investigación, ostracismo, contagios, intereses (o desintereses) económicos, incluso descubrimientos totalmente fortuitos… El poder invisible (The invisible ray, Universal, 1936) trata acerca de uno de esos –posibles- hallazgos sorprendentes y beneficiosos para la humanidad, aunque con consecuencias fatales para su descubridor.
Dirigida por el semi-desconocido, aunque de extensa filmografía, Lambert Hillyer (1889-1969), este recomendable producto de los estudios Universal se benefició de los efectos visuales del mítico John P. Fulton (1902-1966), la dirección artística de Albert S. D’Agostino (1892-1970), la fotografía de George Robinson (1890-1958) y una entonada partitura de Franz Waxman (1906-1967).
La idea de una “fuerza” extraña transmitida desde la vastedad del universo a un aparato mecánico de observación, un telescopio, es un planteamiento que nuevamente nos remite a la novela de William Sloane (1906-1974), El tiempo de la noche, que recientemente tuve ocasión de comentar en este blog.
Paralelismos aparte, el interesante y heterodoxo guión de El poder invisible fue obra del autor teatral John Colton (1887-1946), en base a un argumento de Howard Higgin (1891-1938) y Douglas Hodges (1900-1966). A Colton debemos, además, las obras que dieron pie a Bajo la lluvia (Rain, Lewis Milestone, 1932), El embrujo de Shangai (The Shangai gesture, Joseph von Sternberg, 1941) o Atormentada (Under Capricorn, Alfred Hitchcock, 1949), junto al guión de la estupenda El lobo humano (The werewolf in London, Stuart Walker, 1935).
El relato comienza cuando el taciturno físico y astrónomo Janos Rukh (Boris Karloff; o como se promocionaba en los créditos: Karloff, a secas), saliendo de su aislamiento, decide compartir sus descubrimientos con otros científicos, entre los que destaca el renombrado aunque escéptico profesor Felix Benet (Bela Lugosi).
Naturalmente, también existe un “conflicto amoroso”, llevado con la suficiente gracia: a la esposa “por circunstancias” de Rukh, Diana (Frances Drake) no le costará demasiado sentirse atraída por el joven Ronald Drake (Frank Lawton), sobrino a su vez de otro matrimonio de científicos y exploradores.
Pero quizá de todos ellos, el personaje más interesante sea el de la madre de Janos (Violet Kemble Cooper). Aunque aparece en un principio privada de la vista, de hecho tiene buena “visión” e intuye lo que va a ocurrir. “No estás acostumbrado a la gente”, “los experimentos son tus amigos”, le espeta a su hijo, más como advertencia que como reprimenda “castradora”. Más tarde, cuando al fin recupera la vista (gracias a los descubrimientos del hijo), podrá restablecer el equilibrio roto y salvaguardar la memoria del científico y su invento.
Rukh es un hombre cuya soledad profesional le ha conducido a cierta fijación no exenta de rencor. Hasta que, fatalmente (puesto que no es culpa suya, sino producto de las radiaciones), se adueña de él la locura del poder (ahora, él tiene la capacidad de decidir y de aniquilar). En su evolución, el cambio psicológico antecede al físico.
Pese a la celeridad propia de este tipo de producciones (El poder invisible se filmó en tan solo treinta y seis días), la concisión actúa en beneficio de la historia. Incluso los decorados, con frecuencia reutilizados de otras filmaciones, permiten destacar la imagen cautivadora del refugio del científico, en plenas montañas de los Cárpatos, así como el interior del mismo.
Terror, ciencia ficción y aspectos del relato de aventuras, concretamente del género de las “expediciones”, proporcionan una mixtura dinámica y de atractiva plasticidad. El argumento se fracciona en varios escenarios: la referida casa-fortaleza, una permanencia en África, y finalmente, otra en París, donde la narración también participa de elementos propios del thriller.
Resultan atractivas ideas como la del antídoto que ha de tomarse en dosis regulares, el hecho de que el rostro del asesino quede plasmado en los ojos de sus víctimas y la “desaparición” de unas estatuas religiosas, relacionadas con dichos crímenes. En cuanto a la atmósfera, esa soterrada “maldición del radio X” que envuelve los sucesos también resulta atrayente.
En este sentido y como sabemos, en el espacio, las distancias son tanto espaciales como temporales. En base a esta idea, el rayo proveniente de Andrómeda supone, además, un potencial viaje en el tiempo (aunque la idea no se desarrolle más allá del enunciado).
Cacharros chispeantes y convincentes dosis de credibilidad, nos ofrecen este relato, en el que “Karloff” se convierte en un científico sumamente brillante… ¡sobre todo en la oscuridad!
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