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28 febrero, 2019

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Mezquita-Catedral de Córdoba y Triunfo de San Rafael, fotografía de LJ
El mes de febrero transcurre como un suspiro, tanto que ya nos encaminamos hacia la primavera que nos promete marzo. Como en los últimos meses, hemos recibido en torno a 13000 visitas y mantenemos a nuestros seguidores: 183 en Blogger, 643 en Twitter  y 178 en nuestra página de Facebook.

Y el suspiro que mencionábamos de febrero ha pasado entre cine, con la más reciente obra de José Luis Cuerda, Tiempo después, comedia del absurdo, pero también con ese cine B de nuestro Autocine, Cromosoma 3, o el retrato tan intenso que es All That Jazz (Empieza el espectáculo) Por último, cabe mencionar la reseña de la novela La máscara de Dimitrios, que incluye su adaptación cinematográfica.

Ahora toca animarse y dejar atrás el frío del invierno. Con los aires del carnaval y conclusión de los premios cinematográficos seguiremos por una ruta de cultura donde no faltarán películas ni libros. Esperamos vuestra compañía.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os dejamos con el trailer de Green Book, ganadora del Óscar a Mejor Película en la 91ª edición de los citados premios.



"Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer."
                  - Alfonso V el Magnánimo (1394-1458)



La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, y adaptación de Jean Negulesco

22 febrero, 2019

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En 1938, Charles Latimer es profesor agregado de Economía Política en una universidad inglesa de segunda fila. Después de tres ensayos académicos que casi nadie lee, Latimer acomete una serie de novelas policiacas -es decir, de género-, que sí le proporcionan el reconocimiento del público y certifican su vocación y valía como escritor profesional.

Tras este esfuerzo creativo, Latimer decide pasar unos días de asueto. Por eso se marcha a Estambul, Turquía, convidado por Madame Chávez en su palacete. En uno de esos encuentros sociales, el escritor es abordado por otro de los invitados, el enigmático coronel Haiki (episodio I). Este le pone en conocimiento del curioso caso del contrabandista de origen griego Dimitrios Makropoulos. Un escurridizo y versátil delincuente que ha traído de cabeza a la policía de medio mundo, y citamos el verbo en pretérito (perfecto) porque, según parece, el sujeto ya ha sido hallado muerto. En efecto, su cuerpo mutilado ha aparecido flotando en el Bósforo.

Las habilidades de Dimitrios lo abarcaban casi todo, robo, latrocinio, tráfico de armas y drogas, espionaje… toda una panoplia de talentos. Como asegura Haki, en asuntos como este, lo importante no es saber quién ha disparado, sino quién ha pagado la bala (II).

Diez años de recorrido delictivo se cruzan ahora en la deriva del autor de novelas policiacas, en forma de un lance tan real como peliagudo. 

Eric Ambler
Tal es la atractiva premisa de la espléndida novela negra La máscara de Dimitrios (The Mask of Dimitrios, 1939; Planeta, colección Best Sellers, 1985; Edhasa, 2004; RBA, 2011).

Latimer, sabedor de que Dimitrios ha fallecido, trata de involucrarse todo lo que puede en lo que ha sido la vida de este terrible pero fascinante contrabandista; entiende que se le presenta una ocasión única de incorporar a una futura novela la biografía y aventuras de un individuo auténtico, verdadero. Así que no deja escapar la ocasión de ahondar en la existencia turbulenta de este potencial personaje para incorporarlo a la ficción (o a la realidad establecida por vía de la ficción). De esta manera, Latimer se embarca en una investigación biográfica y administrativa que, huelga decir, le conducirá por recovecos insospechados. Integrando a Dimitrios en su vida, Latimer pasa a convertirse, además, en otro personaje de ficción, en parte de una historia de la vida real, que ya no escribe tan solo él. Sus averiguaciones en pos de los avatares y personalidad de Dimitrios le conducen, como se suele decir, a un inesperado viaje, cuyo rumbo inicial viene establecido por el dosier policial al que ha tenido acceso gracias al coronel Haki. Así, el profesor y novelista emprende el episodio de su vida con el fin de averiguar más acerca de la vida de Dimitrios.


Desde ese momento, como digo, Latimer se convierte en protagonista de su propio libro, amén de en un personaje más de la compleja trama de la vida. Por medio de un relato en flashback, el escritor conocerá, gracias al mercenario y traductor Fedor Muishkin, las circunstancias del genocidio de los armenios en Esmirna, Turquía, en 1922, así como el enfrentamiento entre turcos y griegos, y otros episodios posteriores y solo aparentemente inconexos de la trayectoria de Dimitrios.

Como personaje con el que resulta fácil y es grato identificarse, Latimer posee la simpática perspicacia que le permite detectar un brillo distinto al habitual en los ojos (III). También es buena la observación que lo anima a seguirle la pista a un “personaje fantasma” (III). En ruta por el Pireo, Grecia, Latimer conoce a Mister Peters, otro componente esencial de la narración. Sucede en un tren, camino de Sofía, Bulgaria (IV). Allí, el escritor desea conocer a Marukakis, corresponsal de una agencia de noticias francesa.

Producido dicho encuentro (V), las actividades de Dimitrios le llevan a entablar relación con una amplia gama de personajes-tipo, como la propietaria búlgara de un establecimiento de alterne, Irana Preveza, antigua víctima del delincuente, que espeta a Latimer que ustedes los ingleses son la única nación del mundo que cree tener el monopolio del sentido común (V). O en Ginebra, Suiza, con Wladyshaw Grodek, un ex espía (VIII). Como contraposición a la voz principal de la novela, que recae en el narrador omnisciente, el encuentro y conversación entre estos dos últimos personajes es narrado por el propio Latimer, en carta a Marukakis (esto es, contando los hechos en analepsis, IX). Aguda es la observación de Latimer al admitir que la víctima siempre es el liberalismo (V).

Estambul en los años 30
La máscara de Dimitrios es una novela dentro de una novela, además de una narración “de viajes”. Versátil, camaleónico y cosmopolita, Dimitrios se las apañó siempre para sobrevivir durante el complicado periodo de entreguerras. Recabando más información en una hemeroteca de París, Latimer también averigua que Peters, con el que vuelve a encontrarse en su hotel, estuvo en estrecha relación con Dimitrios, y que posee una identidad secreta (una de las muchas que se dan en el libro), tratándose en realidad de Frederick Petersen, ex miembro de una banda de traficantes de droga organizada por el propio Dimitrios (para después traicionarlos; X). Ese hombre causaba una fuerte impresión, aunque pareciera que no, admite Peters.

En suma, el escritor británico Eric Ambler (1909-1998) es lo suficientemente astuto como para ir desgranado la vida de Dimitrios por fragmentos bien ensamblados; esta vez, lo hace por boca de Peters. Pero a diferencia de Grodek, que adopta el recurso literario de la simulación (refiriéndose a terceros), Peters narra los hechos en primera persona y siguiendo el curso de la descripción en presente (histórico). Este excelente personaje muestra, además, un insinuado afeminamiento, extensible a su ex socio Giraud. De este modo, Ambler realiza una excelente descripción psicológica de sus protagonistas, e incluso fisiológica, sobre el consumo y adicción a las drogas por parte de Peters (XI).

Por lo tanto, la mitad de la novela aborda la narración por medio de flashbacks, en tanto que la otra mitad se da a tiempo real. En este sentido, el protagonismo es compartido por muchos, estén vivos o muertos (o tenidos por tal).

Sobresaliente es también el aspecto por el que Latimer se confronta a sí mismo como personaje de su ficción, cuando Peters le anima a que, juntos, hagan valer la información privilegiada que poseen (que no desvelaré), con objeto de chantajear a Dimitrios (cada uno por muy distintas razones, XIII). Un Dimitrios terrible cual Mabuse y de inagotables recursos como Fantomas. No en vano, la máscara del personaje queda “al descubierto” precisamente cuando Latimer observa que aquella cara era absolutamente inexpresiva (XIV). Al final, y haciendo gala de su honradez, nuestro profesor no se queda con la parte monetaria del chantaje que le corresponde, cuando Peters y Dimitrios solventan sus diferencias de forma definitiva (XV).

A todo ello, la novela añade el atractivo de la evasión a lugares exóticos, como un modo de conocer gentes; unos personajes fascinantes en situaciones límite, y en escenarios menos trillados por la literatura policíaca.


El mapa inicial que nos es presentado en la adaptación cinematográfica La máscara de Dimitrios (The Mask of Dimitrios, Warner Bros., 1944), nos sitúa directamente en Estambul. Allí, en medio del Bósforo, es hallado un cuerpo que responde a las señas de identidad del contrabandista Dimitrios Makropoulos (Zachary Scott). Para la policía, quien fuera que lo asesinase les hizo un favor. Al igual que sucede en la novela, el coronel Haki (Kurt Katch) entra en contacto con el novelista de la historia (el estupendo Peter Lorre), en la recepción que ofrece la aristócrata Elisa Chávez (Florence Bates). El porte y apariencia de Lorre (1904-1964) aconsejaron, con acierto, convertir al protagonista principal en un escritor holandés en lugar de británico, respondiendo al nombre de Cornelius Laden. Por lo demás, las características del personaje son las mismas que las descritas en la novela, incluso lo de ser un ex profesor de económicas. Como en el original, el coronel le pone en antecedentes acerca del asunto Dimitrios. En el diálogo que ambos mantienen, también se respeta una de las mejores expresiones del libro, esa de que lo difícil es averiguar quién pagó por la bala.


Bien ilustrada está la parte que muestra a Laden en el depósito de cadáveres. En tres planos consigue el excelente realizador Jean Negulesco (1900-1993) sintetizar la angustia y la fascinación que el personaje siente por la oportunidad literaria y vital que se le avecina. La escena en el archivo griego, con Peters (el no menos competente Sydney Greenstreet) llegando y marchándose después, es igualmente concisa y elocuente. Como lo es la imagen sostenida entre Haki y Laden en el hotel de este último, o el plano en contrapicado hacia Peters, en la misma habitación de hotel. De forma ejemplar, un travelling ilustra uno de los crímenes de Dimitrios, el de un estadista.

De hecho, resulta destacable todo el flashback que relata las “hazañas” del contrabandista, un tipo diabólico pero fascinante, ideal para una novela, tal y como sostiene Laden.

A continuación, el escritor marcha con Peters a Sofía, donde parte de la atmósfera exótica y sensual, que se corresponde con una aventura de estas características, la proporciona la cantina y prostíbulo de la señora Irana Preveza (Faye Emerson); pero ello, de forma muy medida y nada subrayada. La crónica de la madam es el segundo flashback de la película.

Después, otro de esos magníficos escenarios propuestos por la adaptación lo hallamos en la mansión-biblioteca del confidente Grudek (Victor Francen). Será este ex espía quien acometa el tercer y último de los flashbacks.


A recrear este espléndido clima de buen cine negro ayuda la soberbia fotografía de Arthur Edeson (1891-1970), la atmosférica partitura de Adolf Deutsch (1897-1980), y la fiel adaptación del guionista Frank Gruber (1904-1969). Ejemplo de tal conjunción lo hallamos en el decorado del lujoso apartamento que Peters tiene en París, envuelto en un desportillado edificio. Un magnífico disfraz para quien aspira a poder vivir bien sin ser descubierto o llamar la atención. Por su parte, la despedida de Laden a Peters se produce como en la novela, salvo que en esta, Peters sí es víctima de un destino más trágico. No sucede así en la película, algo de lo que, con honestidad, nos congratulamos todos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Tiempo después, de José Luis Cuerda

17 febrero, 2019

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¿Te has preguntado alguna vez por qué cruzó el pollo la carretera? Seguramente, por algún rebuscado debate político, social, religioso o personal. El disparate como forma de acción es lo que encontramos en el llamado humor absurdo, aquel que no sigue la lógica, que tan solo sucede sin razón aparente. José Luis Cuerda ya nos legó una película de culto dentro de ese humor absurdo como era Amanece, que no es poco (1989) y aunque parecía que no volvería a encumbrar otra obra similar, sobre todo por su edad, lo cierto es que con el apoyo de unos cuantos productores y humoristas ha logrado traernos el heredero espiritual de aquella: Tiempo después (2018).

No nos llevemos a engaño, el humor absurdo no está exento en ningún caso de ser un acto ácido y crítico. Es más, pocas obras se me ocurren que retraten mejor la agonía y el absurdo de la guerra como Pic-Nic (1952), de Fernando Arrabal, teatro absurdo donde los haya. Precisamente, en Amanece, que no es poco, Cuerda daba testimonio de lo absurdo de la existencia española con un repaso a través de sus gags de reflexiones en torno a nuestra situación sociopolítica. Algo semejante sucede en esta continuación, que nos propone un viaje a un futuro bastante lejano, aunque algunos hechos bien nos puedan parecer cercanos.

El mundo ha quedado reducido a un edificio en el que se concentra un estado estructurado de forma similar al pueblo de Amanece, que no es poco: todos tienen un trabajo asignado y hay usualmente dos o tres personas por cada empleo (esto parece variar, dado que en el caso de las fuerzas del orden son dos mientras que, por ejemplo, en los barberos son tres). Todo está gobernado por un rey (Gabino Diego) con la apariencia del rey de bastos de la baraja española y una pronunciación algo gangosa, aunque también se cuenta con un alcalde con poca autoridad (Manolo Solo), con varias fuerzas del orden, como dos guardias civiles o dos policías municipales mundiales.


Alrededor de este edificio, situado en medio de la nada, se concentran los parados, el resto del mundo que no tiene trabajo y que malvive en aldeas ruinosas y chabolistas, acompañados continuamente por la voz de un locutor de radio (Andreu Buenafuente) que da una murga religiosa y optimista en medio de un panorama más bien desolado. Con este paradigma, José María (Roberto Álamo) uno de los parados rompe con su situación al intentar vender limonada dentro del edificio, ante lo cual se encontrará con la oposición del régimen interno, que consideran que todo está bien organizado y que los desempleados no deben obtener trabajo para evitar que se desnaturalice. Un posterior crimen dentro del edificio dará origen a una falsa acusación para librarse de este parado y, por tanto, a un enfrentamiento entre sus habitantes y quienes quieren conseguir mejorar su estado.

La película se desarrolla enlazando situaciones absurdas y chistosas que suelen esconder críticas sociales más que evidentes. Se recurre habitualmente al uso de un lenguaje culto y elevado o a reflexiones de un alto nivel que, en el contexto de esta ficción, solo buscan la sorna a través del contraste, dado que también se recurren a chistes verdes o escatalógicos con facilidad. Sin duda, la obra requiere demasiada atención para no perderse en un mar de chistes de irregular resultado y que con tanto conjunto puede resultar pesaroso, como quizás sucedía con su predecesora. Todo ello con un argumento que va a la deriva y que no causa ningún interés, básicamente porque no es su principal objetivo, a pesar de que deja algunas perlas argumentales bastante buenas y menos evidentes de lo que parecen. Por ejemplo, cabe destacar la apariencia de un rey que se nos representa como bobalicón e irresponsable, pero que consigue plantear una solución final bastante efectiva para sus intereses, mostrando cómo detrás de su campechanía y tonterías varias hay una persona manipuladora y bastante más inteligente de lo que se podía considerar.


Sin duda, la gran virtud de esta película es, también, su mayor defecto. Se trata de un excesivo relato humorístico que cae en los mismos vicios de forma continua y que puede llegar a resultar cansino. Con todo, dentro de ese conglomerado, se pueden rescatar varias secuencias que, creo, se recuperarán con el tiempo, por su acidez y crítica al sistema. Con todo, Tiempo después es una obra bastante vacía en su narrativa, los sucesos no son relevantes y los personajes son arquetipos del chiste de turno: la jefa de gabinete del alcalde, Méndez (Blanca Suárez) más capaz que quienes la rodean y con fuertes convicciones morales, un barbero que recita poesía para ganar clientes (Berto Romero), otro barbero abatido por un sistema capitalista que le oprime por no lograr clientes frente a su rival, lo que lo obliga a caer en la delincuencia más vil (Arturo Valls), un recepcionista bastante capaz que soporta su rutinaria vida con obstinado escepticismo (Carlos Areces), un guardia civil bastante pacífico y sensato, que trata de mantener el orden debido sin más aspavientos de los necesarios (Miguel Rellán), y que mantiene una extraña relación con su subordinado, otro guardia civil con acento británico (Daniel Pérez Prada).

No faltarán tampoco los fanatismos religiosos que llevan al asesinato, en el caso del exacerbado y cruel sacerdote que interpreta Antonio de la Torre ni la pasión pecaminosa de un fraile y una monja, que logran contenerse a pesar de sugerir continuamente erotismo. Al otro lado, junto al desnaturalizado parado de la limonada, Jose María, encontramos a su inseparable compañero (César Sarachu), de buena labia y corazón, pero de espíritu menos soñador. Estos son algunos de los principales, porque el listado es bastante extenso y está lleno de múltiples guiños de todo tipo. Baste mencionar, por último, a ese grupo de jóvenes que debaten sobre la situación, pero no dejan de estar imbuidos de conformismo.


Tiempo después no deja ninguna esperanza desde la óptica de José Luis Cuerda. Para el director, el capitalismo arrasará con todo y nos dominará por completo, abandonando nuestra humanidad por nuestros roles, acabando en un feudalismo donde todo el poder, por absurdo que sea, queda concentrado siempre en los mismos de siempre, y donde no hay visos de cambio. Porque, en realidad, el cambio bien propuesto acaba por satisfacernos y confortarnos, lo que impide realmente lograr nuestro empeño original. No se trata, por tanto, de una película amable pese a sus chistes, incluso dejaría entrever que no gustará a quienes busquen una comedia vacía y nada politizada. Esperar lo contrario hubiera sido lo auténticamente absurdo.


El autocine (LVIII): Cromosoma 3, de David Cronenberg

15 febrero, 2019

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Terapia “de choque” es lo que practica el doctor Hal Raglan (Oliver Reed) en su clínica especializada… y aislada. Se trata de un afamado pero controvertido psiquiatra. Durante su presentación al público (diegético y extradiegético, es decir, el de la ficción y el espectador que observa la película), en interactuación con otro paciente, el interno Mike (Gary McKeehan), el realizador canadiense David Cronenberg (1943) los asocia en un mismo plano. Aun en distintos niveles, ambos personajes se hallan uno frente al otro.

Tras esta demostración, y casi como si fuera un “divo”, Raglan desaparece sin atender las posibles interpelaciones del público que se congrega en la sala. Más allá del contacto con los pacientes, no parece sentir el menor interés hacia los atribulados familiares o el resto de interesados. Sus sujetos de investigación son esenciales en su proceder diario; por lo demás, Raglan casi parece insensible.

Durante esta representación de cara (también de espaldas) al público, Cronenberg ha puesto de manifiesto el hecho de que las maltratadas palabras, esas de las que hacemos uso mecánicamente, pueden hacer auténtico daño físico. Es decir, de parecernos inocuas, típicas y tópicas de nuestro lenguaje cotidiano, pasan a alcanzar una poderosa significación en la estructura de Cromosoma 3 (The Brood, Lions Gate-New World Pictures, 1979). Tanto por lo que manifiestan (o somatizan) como por lo que ocultan. Si las palabras nombran la realidad, en nuestro relato también la crean, la bifurcan o la alteran.

De este modo, Hal Raglan es doctor, tutor, y poco menos que un padre para sus pacientes; así como un “genio” para sus colegas y seguidores (en la distancia). El estupendo Oliver Reed (1938-1999) compone un personaje clínicamente frío, aparentemente desprovisto de emociones, o muy contenidas, para en nombre de la ciencia, proceder con sus polémicas investigaciones y justificar sus actuaciones poco ortodoxas (o al menos, adscritas a una “tierra de nadie”, un lugar inexplorado hasta entonces).


En la clínica está internada Nola Carveth (Samantha Eggar). Cuando su ex marido Frank (Art Hindle) observa que la hija de ambos, la inquietante Candy (Cindy Hinds), de cinco años de edad, regresa a casa con magulladuras después de su acostumbrada visita a la clínica, decide tomar cartas en el asunto y se enfrenta con Raglan. Es así como Frank averigua que tras las puertas de esta misteriosa institución clínica se gesta un misterio.

La traumatizada e insana Nola está sometida a un tratamiento intensivo y se halla apartada del resto de internos. Tiene que haber otra explicación para lo que ha visto, le advierte Raglan a Frank tras descubrirse las contusiones. Y en efecto la hay, sin dejar de ser ciertas las sospechas del esposo. Hasta la madre de Nola, la triste Juliana (Nuala Fitzgerald), es consciente de la peligrosa inestabilidad de su hija, con el miedo siempre presente de que esta patología se pueda trasladar a la nieta. Sin embargo, Cronenberg también muestra a dicho personaje, bien compuesto por la actriz, como tendente al alcoholismo. Lo mismo puede decirse de otro ex marido, esta vez de Juliana, Burton Kelly (Henry Beckman). Parece que para el guionista y director, ningún personaje está del todo sano (y mucho menos a salvo). A excepción de Frank, que es el hilo conductor de esta historia (en tanto que Nola sería el umbilical), el resto de protagonistas, incluida Candy, quedan sujetos a una naturaleza alterada de forma psicosomática (astutamente no queda claro si bajo un diseño de orden natural o inducido; probablemente ambos). Ese receptáculo que aloja nuestra personalidad, que es el cuerpo, junto con la mente que lo anima, se ven sometidos a cambios evolutivos y aterradores, como en otras tantas propuestas del realizador. 


Por todo ello, el espectador no sabe a ciencia cierta -nunca mejor dicho- si los procedimientos empleados por Raglan, llamados “psico-plásmica”, son una estafa o no. Cronenberg sabe mantener el suspense respecto a este punto de la trama. La misma planificación que advertíamos al principio se da entre Raglan y Frank, y entre Nola y Raglan (al menos en parte, aunque siempre de forma significativa). Por otro lado, está la referida alteración, por vía de la voluntad mental y de las palabras (que antes fueron pensamiento); en definitiva, una adulteración de la facultad de dar a luz y de la propia maternidad.

¿Hasta qué punto forma parte Raglan de tal entramado? ¿Es también una víctima a la que la investigación le acaba por desbordar? Con Nola, Raglan se pone en la piel de Candy, pues puede adoptar distintas personalidades ante sus pacientes. Unas identidades que estos identifican inmediatamente como auténticas, interactuando con el médico, como se nos exponía en un principio (Raglan se vincula con sus pacientes y la planificación lo corrobora).

Respecto a las acciones emprendidas por Frank, su abogado le explica que la ley confía en las madres, dándole a entender que tiene todas las de perder si insiste en reclamar la custodia de Candy con tan “inconcretos” argumentos. La ciencia ficción no es materia recogida por las leyes.

Así, David Cronenberg plantea anomalías plausibles nunca antes tratadas. Al doctor Raglan, en la línea de los clásicos “médicos locos”, el asunto se le va de las manos, las mentes y los cuerpos; pues a lo que asistimos es a unos daños fisiológicos en el sistema linfático (denominados linfosarcoma), algo ya expuesto por Raglan en su libro The Shape of Rage (La forma del furor).


El compositor que acompaña las imágenes, Howard Shore (1946), introduce una música de cámara que, lejos de resultar reconfortante, se transforma en terrorífica, incorporando algunos sonidos de tonalidad electrónica. Sirva como ejemplo el esquivo asalto a la cocina de Juliana, y otros momentos menos abruptos pero igual de inquietantes. Sin olvidar que la joven Candy es testigo de los horrendos resultados. Especialmente crudo, y multiplicada por la presencia de varios niños de corta edad, es el ataque a la profesora de primaria Ruth Mayer (Susan Hogan).

La pequeña Candy habita entre monstruos porque estos son sus iguales (aunque en distinto grado), siendo humanos a su manera. El rescate de la niña en el ático de la cabaña, donde están confinados Nola y su progenie, es otro momento bien resuelto. Nola misma es una mutación. Lo que me ha pasado es demasiado extraño, confirma. Y pese a que, al final, Frank proclama que nos vamos a casa, ya pasó todo, esto conduce a los supervivientes de tan traumática experiencia a un hogar desecho y una vida inexistente. En Cromosoma 3, los hijos son, literalmente, la encarnación de las ansiedades y trastornos de los progenitores, la objetivación de sus desvaríos psicológicos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (LXXIX): All That Jazz (Empieza el espectáculo), de Bob Fosse

02 febrero, 2019

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En el cine, con frecuencia, asistimos a la representación de una figura popular o anónima, en función de su significación. Este personaje puede, a su vez, conectar con el espectador dependiendo de los arquetipos o caracteres-tipo que despliega y que todos acumulamos, favoreciendo la identificación. Cada personaje suele estar dotado (sobre todo en el cine que llamamos clásico) de una personalidad bien definida. En el caso de la película que nos ocupa, All That Jazz, empieza el espectáculo (All That Jazz, Fox-Columbia Pictures, 1979), asistimos a la biografía personalizada de quien la suscribe, el coreógrafo, bailarín y director Bob Fosse (1927-1987).

El también coreógrafo, bailarín y director en la “ficción” cinematográfica, Joe Gideon (el estupendo Roy Scheider) es adicto a la dexedrina, las anfetaminas, el tabaco y un colirio para los ojos. Tampoco le hace ascos al alcohol. Este personaje es el émulo o alter ego del propio Fosse, reconocido profesional en los mismos ámbitos y realizador de la película. Una barroquizante dramatización que danza en torno a su propia figura, distinta al exhibicionismo formal de propuestas más actuales pero menos modernas, sea de cantantes o de personajes históricos: estas te sacan de la película en tanto que Fosse te introduce en ella.

Sintetizando su filosofía de la vida o, simplemente, dando cuenta de su carácter, Bob Fosse explica en palabras de Gideon que estar en el alambre es vivir, el resto esperar. Sin embargo, este talante de funambulismo vital no deja de pasar factura tanto a uno mismo como a los demás. A las citadas adicciones, Gideon añade una salud quebradiza derivada de una disposición a la epilepsia siendo niño, y el haber padecido una pulmonía doble. Pero como todo parte de la infancia, también podemos anotar que el ídolo de nuestro personaje siempre fue Fred Astaire (1899-1987).

En una de las más célebres secuencias de la película, la de apertura, el escenario de un teatro donde se van a realizar unas pruebas de selección, se muestra repleto de aspirantes. Poco a poco, este escenario se va despoblando, lo que se narra a través de la imagen y la música. Pero de lo que está contenido dicho espacio es, primordialmente, de ilusiones y expectativas. A los bailarines no solo se les exige saber bailar, sino que, en un grado de progresiva dificultad, habrán de demostrar sus capacidades como cantantes, acróbatas y hasta su sensualidad sobre el entarimado.

Al final, solo un grupo de elegidos es seleccionado para formar parte de la nueva obra teatral y musical de Joe Gideon, que ya presenta esa diatriba que le obsesionará el resto de su carrera profesional, sobre qué hacer para, sin dejar de ser el mejor, disfrutar y hacer disfrutar al público.


Todo esto lo logra Bob Fosse por medio de un montaje dinámico; otra característica de ese cine al que hacíamos referencia. De hecho, en la película interactúan dos niveles de narración, ya que el presente del protagonista se desdobla. Por un lado, los avatares cotidianos; por el otro, la puesta en escena más o menos simbólica de un examen de conciencia; un balance y confesión al mismo tiempo. En este marco alternativo, se le presentan a Gideon mujeres y situaciones del pasado, que le muestran sus recuerdos biográficos profesionales y familiares (o sus relaciones personales), desde sus comienzos como artista en algunos clubs de striptease y cabarets, mientras atendía sus exámenes académicos de latín, hasta su posición coetánea en el exigente Nueva York. Junto a la valiosa evocación de dichos teatros de variedades, forjadores de carácter, emerge la figura de la muerte como una bella y comprensiva mujer (Jessica Lange), una auténtica maestra de ceremonias conectora de mundos (vida-muerte, frustración-espectáculo).

De este modo, juega Fosse con calculados saltos temporales y espaciales a lo largo de toda la narración. La recapitulación se describe por medio de escenas cortas, características de una vida fragmentada, con sus respectivos cambios de ángulo y perspectiva, algún ralentí y unos económicos zooms en la descripción de su quehacer diario; esas tareas rutinarias a las que Gideon trata de extraer la parcela más creativa. También se entremezclan momentos sin sonido, como expresión de un ensimismamiento o aislamiento creativo. Ya en el presente histórico, debemos señalar el montaje en paralelo que contrapone la operación quirúrgica a la que es sometido Joe, con la reunión de ejecutivos y financieros (facinerosos) de su nuevo espectáculo, al que Gideon desea añadir esa nueva ola de erotismo que impera.

Pese a todo, queda visualmente claro que la vida de Fosse / Gideon está descoordinada. El trabajo es más importante que la familia o el matrimonio. Lo cual podría estar bien, de no haber establecido ya vínculos y obligaciones en ambos apartados. No hay otra cosa que el trabajo, concreta, como sustituto del resto de parcelas de la vida. Como eslogan de esta entrega sin reposo, sus compañeros aseguran que la obra musical no estará completa hasta que salga como él quiere.

Frente a eso, le espeta su última conquista creativa (no solo amorosa), la bailarina en ciernes Victoria (Deborah Geffner), que yo solo quiero conocerte. Pero Gideon no está dispuesto a comprometerse salvo con su trabajo, con ese deseo de legar algo personal al resto de la humanidad. Para él, el amor es una cualidad que se demuestra danzando, pero que no ha de trasladarse necesariamente a la vida real (si por real la tenemos). El resto de placeres vienen por añadidura, y siempre los ha tenido Gideon al alcance de la mano. Por algo el dominio de quien ostenta el poder de decidir se da en todos los ambientes.


Ahora Gideon encara con la sinceridad de que es capaz lo que hasta ahora ha sido su vida, tal vez intuyendo que no le queda mucha. Hasta el poco ocio que se permite está programado, o en función de dicho trabajo. Entre otras cosas, porque el coreógrafo y realizador sabe que puede ser reemplazado en cualquier momento, por alguien de peores cualidades que él o, en el mejor de los casos, equivalentes, aunque nunca las mismas: esa impronta personal del artista. Así sucede al caer enfermo, cuando los productores tantean a su colega Lucas Sergeant (un avieso y divertido John Lithgow).

Gideon puede ser seco, cortante, desconsiderado, pero es bueno en su cometido; de los mejores. Preparar este nuevo espectáculo, tratando de ofrecer algo inédito, le hace consumir todas las energías. En tanto esta obra surge trabajosa y afanosamente, Joe Gideon ejecuta el montaje de una película (la intervención de un cómico que nos retrotrae a la experiencia de Lenny [United Artist, 1974]). Es un hombre muy inseguro, se mueve y gira por impulsos, y la Musa que está al acecho, es exigente y hacer pagar un precio.

Especialmente reveladora es la charla que el personaje mantiene con su ex esposa Audrey (Leland Palmer), mientras ella practica su número junto al pianista Paul (Anthony Holland). Cuando Joe conversa con Audrey o con su hija Michelle (Erzsebet Foldi), también lo hace sin dejar de interactuar con la danza. El escenario es la vida. Por eso se muestra muchas veces vacío. Incluso lo es la sala de un hospital donde Gideon conversa con un empleado de la limpieza.

Así, la vida como representación escénica es lo que se expone, de una forma más directa que otras si se quiere, en All That Jazz, bajo los auspicios de la fotografía de Giuseppe Rotunno (1923). Un existir que incluye el padecimiento y la muerte (mucho más aterrador lo primero que lo segundo). En este devenir concreto, los sentimientos parecen un atrezo, y los diálogos parte de un texto escrito previamente. Al tiempo, Fosse traslada algunos efectos escénicos a la película, mediante luces, cortinajes y lentes “vaporosas”, ese flou característico de algunas producciones de la época.

De este modo, All That Jazz, empieza el espectáculo es una película sobre el estrellato, las responsabilidades adquiridas y las antepuestas, donde el contexto habla. Gwen Verdon (1925-2000), la tercera esposa de Fosse, comentaba en el documental Bob Fosse, Dancing on the Edge (History Channel Biography, 1999), que el artista le confesaba que me impulsa el miedo. Miedo de no llegar a producir lo que él sabía que podía hacer. Cuando esto se manifestaba, sobrevenía la depresión, las inseguridades, los abusos de barbitúricos. Hay que agregar, sin que sirva de excusa, que a Bob Fosse le afectó bastante el fallecimiento prematuro de su segunda esposa, la actriz Joan McCracken (1917-1961).


Enemigo de lo fácil, fanático del trabajo desde los diez años, para Bob Fosse el espectáculo era sinónimo de perfección. Además, sintonizaba con las mujeres. Los amores nuevos, fueran efímeros o de los que dejan huella, le aportaban creatividad. La seducción era su musa. Sin duda se trataba de un carácter complejo. Exigente, variable, obsesivo, impredecible, perfeccionista, atormentado e inseguro. A veces manipulador. Bob Fosse trataba de alcanzar algo sin llegar a creer que lo había logrado nunca. Entre brillos y oropeles, y un particularísimo toque espectacular, trabajar a su lado era como pisar un suelo en continuo movimiento (en palabras de la coreógrafa Kathryn Doby [-], insertas en el antedicho documental). Entendía los movimientos como cualquier otra persona entendería las palabras, añade el crítico Clive Barnes (1927-2008).

El resultado de toda esta entrega fue una obra creativa sin parangón, dos infartos, y un tercero que acabó por cimentar su leyenda. Tímido en la vida y talentoso sobre el escenario, eminente artista visual, Bob Fosse representa todo lo bueno y lo menos aconsejable del ser humano, enfocado en el mundo del espectáculo, ese al que canta con conocimiento de causa Ethel Merman (1908-1984) en el tema que ilustra los títulos de crédito finales de la película.

No en vano, ¿hasta qué punto se puede cambiar un carácter? Como sabemos, existen dos muertes, la física y el olvido (de la memoria que pervive tras la primera), ese que se da cuando ya nadie te recuerda: ni se evoca quién has sido ni tus obras.

Se permitió ser adorado pero no amado, podría ser el epitafio compartido de Bob Fosse y Joe Gideon. Sus últimas actuaciones consistieron en aceptar la muerte. Pero solo la física.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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