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31 julio, 2019

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Peñón del Santo, Almuñécar (Fotografía de LJ)
Julio nos avisa de que cada vez queda menos para disfrutar del verano. Nosotros lo estamos haciendo como siempre, con tantas películas y libros como podemos. Tanto lo hemos hecho que este mes se ha erigido como el más activo en lo que va de año. Y nos habéis acompañado con más de 12 000 visitas, y ahora ya sois 189 seguidores en Blogger, 654 en Twitter y 180 en Facebook.

Rodajes de Michael Curtiz (arriba) y  André de Toth (abajo)
Este verano ha estado repleto de interesantes estrenos a los que hemos acudido y hemos podido reseñar. Por ejemplo, hemos podido ver el final de una de las sagas más queridas de Pixar: Toy Story 4. También hemos disfrutado de una nueva aventura del Hombre Araña en Spider-Man: Lejos de casa, que ha sido el colofón de la Fase 4 de Marvel. O hemos disfrutado de la música de The Beatles en Yesterday. Incluso nos hemos adentrado en la catástrofe nuclear con la miniserie Chernobyl.

Pero obviamente, siempre nos gusta revisar los clásicos cinematográficos. Así hemos revisado The Warriors o dos cintas de terror que partían de un mismo argumento: Los crímenes del museo de cera, cuyos rodajes aparecen en las imágenes laterales.

También ha habido tiempo para leer. Hemos tenido tanto novelas como El filo de la navaja o Patria, poesía con Grado elemental y ensayo con La sociedad del cansancio.

En esa línea continuaremos durante el próximo mes y hasta que finalice el verano. Después vendrá el nuevo curso y mantendremos nuestra actividad, aunque siempre algo más rebajada por las ocupaciones laborales. Pero seguimos en este viaje cultural tan apasionante por la blogosfera.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Aprovechando que el canal Agujeros de Guión ha repasado la saga de Terminator, seguramente por el anuncio de la nueva entrega, os traemos en este resumen su comentario de Terminator 2.



"El hombre de talento es naturalmente inclinado a la crítica, porque ve más cosas que los otros hombres y las ve mejor."
                  - Montesquieu (1689-1755)



El filo de la navaja, de William Somerset Maugham, y adaptaciones de Edmund Goulding y John Byrum

25 julio, 2019

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Una cita del Katha Upanishad, libro sagrado del hinduismo, abre El filo de la navaja (“Al filo” en esta edición; The Razor’s Edge, 1944; DeBolsillo, 2015). En ella, se reconoce la dificultad de avanzar por el camino de la salvación. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el verdadero sí mismo -el que controla los sentidos y mantiene la mente en calma- es la fuente de todo gozo.

Casi todas las filosofías mantienen dicha búsqueda espiritual; es algo que trasciende lo externamente religioso, pero que se puede compaginar con él.

William Somerset Maugham (1874-1965) fue un autor prolífico y reconocido, aunque haya caído en cierto olvido. Un olvido que habla más de la desidia del presente que de la nobleza literaria del pasado, de la que Maugham hizo gala.

El inicio de la novela, que conforma el primer capítulo, no puede ser más interesante. Por tres motivos. El primero, porque el narrador de la novela se dispone a relatarnos los avatares de un conocido del que, aún de forma fragmentaria, ha tenido conocimiento de su peripecia vital. El segundo, porque dicho narrador se presenta a sí mismo como novelista. Y el tercero, porque nos propone un misterio respecto a la figura de dicho conocido, con algunas zonas oscuras que, según advierte, deja a la imaginación del lector. Lo que incluye el recurso de proporcionar nombres fingidos para dar como verídico el relato, aparte de conferirle una aureola de intriga a través del protagonista de los hechos. Un personaje (norteamericano) a quien el narrador (inglés) no duda en calificar de héroe (capítulo I, parte I). Por otra parte, se incide en la circunstancia de hasta qué punto nos es dado conocer al otro: el narrador se refiere tanto a personas más o menos cercanas como a distintos pueblos y culturas. Es cosa difícil conocer a la gente (I: I), por mucho trato que con esta tengamos.

William Somerset Maugham
Este narrador, novelista de éxito convertido en un personaje de ficción más -en una estructura que rebasa así sus márgenes-, y al que finalmente se identifica con el apellido Maugham (I: VI), responde a la invitación de su viejo amigo Elliott Templeton, que es tratante de arte. Elliott pone a Maugham en contacto con ese otro personaje, el joven Laurence –Larry- Darell, que acaba de reincorporarse a la vida civil tras su permanencia en el frente durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Larry va a sufrir una mutación, o si se prefiere, una revelación. Así, de un personaje de aspecto indolente, somos testigos de un proceso que lo convierte en el adalid de una intrínseca espiritualidad, en un participante sereno y reflexivo (suprema conjunción), que además mostrará ciertas dotes como sanador (nos adentremos en terreno de la sugestión o no).

Larry contrasta con Elliot Templeton, al que lo único que le interesaba de cualquier persona era su posición social (I). Sin embargo, Elliott es también un inadaptado a su modo. Pese a su extravagancia, la hermana lo define bien: lleva tanto tiempo en el extranjero que se encuentra algo desplazado. No parece capaz de encontrar a alguien que tenga algo en común con él (I). El tratante es, como Larry, norteamericano, pero se identifica más con la vistosa y figurativa aristocracia de la “vieja Europa”, de la que su país de origen adolece. En la pujante Norteamérica se siente como pez fuera del agua.

En cuanto a Larry, ¿cuál es el motivo de su inadaptación? Básicamente, una cuestión de carácter y objetivos vitales. Mientras para el resto, vivir consiste en divertirse (que no es necesariamente lo mismo que pasarlo bien), siguiendo una rutina, para Larry, el echar raíces es algo que ha de cultivarse en el interior antes de decidir establecerse en un lugar geográfico determinado.

La India, años 20
Sin duda, uno de los aciertos de la novela estriba en saber mantener por un tiempo velada la experiencia vital de Larry en Oriente. Su estancia en la India nos será narrada por él mismo, al final del libro. Larry encuentra dificultad en reintegrase laboralmente en la sociedad a la que ha servido, después de haber tenido que pasar por el trauma de la contienda. A Larry le pasó algo en la guerra. Volvió cambiado. Algo le ocurrió que cambió su manera de ser, asegura el doctor Nelson (I: VI).

Pues bien, este es el auténtico protagonista o foco narrativo primordial de Al filo de la navaja, aunque los primeros indicios nos hagan suponer que podría serlo Elliott Templeton, personaje, en cierta medida, equivalente, y no carente de interés. Más que contraponerse a sus personajes, Maugham (autor y personaje él mismo) parece querer complementarse con ellos. El uno, Elliott, con su estructurada existencia capricorniana y probable ascendencia en Tauro, y el otro, Larry, con sus conmovedoras aspiraciones piscianas y determinación lunar ariana (permítaseme la analogía), que pasarán del querer holgazanear (I: VII-X) a encontrar, sino respuesta, sí sentido a muchas de las preguntas existenciales de la vida. En suma, y siguiendo con el símil propuesto, ambos se encuentran en Acuario (que es lo que Maugham era, además de ser el signo que se haya justo en medio).

El camino de Larry comienza por su peripecia viajera personal, que nos será desgranada en adelante, a modo de flashback; y más tarde, prosigue con su asimilación (de dentro a fuera: una vez que Larry ha aprendido a encontrarse, desea darse a conocer dentro de su ámbito más inmediato; más adelante incidiré sobre este punto).


Un proceso el de este protagonista indirecto que, no en vano, incluye la lectura (I: VII), como determinante universal para emprender todo viaje, físico y mental. Parecía meditar, su sonrisa iluminaba su rostro con una luz interna (I: VII).

Tras el sinsentido de la guerra, Larry trata de encontrar, precisamente, el sentido de la vida. No alcanzaré la paz hasta haber tomado una opinión concreta acerca de las cosas. Añadiendo que es difícil expresarlo con palabras (I: X). Lo más arduo, como advierte Maugham, reside en que Larry está buscando algo sin saber exactamente lo que busca (I: X).

Los personajes satélites -más que secundarios- son, así mismo, relevantes, y resultan entrañables en su excentricidad o idiosincrasia. Así ocurre con la señora Louisa Bradley, hermana de Elliott, el doctor Nelson, el apuesto irlandés Gray Maturin o la casadera Isabel. Pertenecen a una esfera pudiente pero no exactamente aristocrática, netamente norteamericana. Los diálogos de que se sirven están repletos de aceradas cuitas (I: VI), como blandidos en una cortés sesión de esgrima.

Somerset Maugham nos propone, creo yo, una novela sobre la comunicación, pero, ¿con los demás o con uno mismo? Es razonable suponer que ambas cosas, pero he ahí la gran diatriba. En un principio, Larry opta por lo segundo, pero con vistas a ser útil al resto, a las personas que componen su microcosmos, en función de sus capacidades. Su ponderación vital, por lo tanto, no es excluyente, aunque halla su raíz en el encuentro esencial con uno mismo, con el individuo. Unas veces, el autor-narrador es testigo directo de los acontecimientos; en otras ocasiones, nos informa puntualmente como si lo hubiera sido, dramatizando la acción desde su prisma de novelista, con la representación pertinente de los diálogos, haciéndose eco de una técnica narrativa encantadora.

En realidad, como antes daba a entender, no se puede decir que Larry sea el único personaje principal de la obra, aunque sí sobre el que pivotan el resto de personajes, lo deseen o no. Su peso dramático sobre el conjunto de caracteres es ineludible, lo cual es llevado a término por el escritor teniendo en cuenta el poderoso influjo del off narrativo: la presencia de Larry es continua pese a no estar presente en muchas escenas de la obra.

Chicago, años 20
Este doble aspecto de la comunicación es lo que define al personaje central. Comunicación con su interior y con los demás. En un momento dado, se comenta de Larry que su cara reflejaba una paz de nueva índole para Isabel (II: IV). En realidad, su inconcreto vagabundear ha conllevado, como el propio Larry explica, el leer de ocho a diez horas al día, asistir a algunas clases en la Sorbona, durante su permanencia en París, y aprender griego y latín (II: IV). Nada de lo que se entiende hoy día por hacer el vago.

La relación con Isabel es tremendamente caudalosa, en un sentido no crematístico. Mientras Larry, laureado ex piloto de la Primera Guerra Mundial, persigue la adquisición de toda la sabiduría que pueda atesorar, Isabel arguye que eso no suena a cosa práctica. Para Larry, sin embargo, se trata de algo enormemente divertido (II: IV). Está claro que ha de proseguir su camino sin ataduras. Es decir, viviendo como un inadaptado –de lo políticamente correcto- al filo de la navaja, esa línea divisoria entre los senderos trillados por los demás y el que se construye uno mismo, lejos de terceras opiniones e ideologías espurias (no sorprende que Somerset Maugham haya caído en un relativo y calculado olvido).

Un camino individual que conlleva una decisión, un sacrificio, por tener que romper determinados lazos “terrenos”, con objeto de senderear y ampliar otros más intangibles, siempre bajo la suspicaz, racionalista y, por qué no, envidiosa incomprensión de los demás. Pero, a pesar de que un mundo media entre Larry e Isabel, la muchacha no queda retratada exclusivamente como una snob, como lo pueda ser su tío Elliott, sino más bien como una hija de su tiempo y condición social. Como norteamericana, tanto ella como su madre, miss Bradley, han sabido hacerse a sí mismas y disfrutar de lo que la vida, también en la vieja Europa, les ofrece. Algo a lo que no desean renunciar, pero a lo que se enfrenta Larry, cuyo indagar no excluirá, por otra parte, el trabajo físico (en una mina). Su búsqueda no es anti-Occidente, perniciosa idea que tanto arraigo banal ha exhibido: Oriente es lo bueno y Occidente lo malo (aún hoy hay quien cae en esta simpleza). Larry interacciona en ambos mundos pues sabe que son uno solo.

Costa Azul
Como observamos, Somerset Maugham establece bien las dificultades de tipo social y personal a las que se enfrenta esta pareja de jóvenes, tal cual es observado por el narrador. Según este, el camino escogido por Larry es largo y duro (II: VII). Por algo, concreta que hay dos clases de estudiosos, los que trabajan por su cuenta y los que lo hacen en manada (III: II). Aparte de que, hagamos lo que hagamos, siempre vamos a ser criticados.

Conforme avanza la novela, el otro gran protagonista es el tiempo. Por un lado, el que se refiere a Larry, y por otro, el que atañe a las personas de distinción social (III: III). No todos envejecen igual en Al filo de la navaja. Unos encuentran su destino interior, en tanto que otros tan solo languidecen, sobrepasada su época de aparente esplendor. A estos, otros vendrán a sustituirles de forma externa; cambian los gustos y las modas, pero no así la distinción. Y junto a las artificiales pero atractivas funciones sociales, se transforman las apreciaciones de las ciudades. Por ejemplo, del bullicioso París de los años veinte a la prometedora Costa Azul, lugar de desparpajo y agasajo para el encuentro y alterne del más alto copete. Lugar fascinante y hasta facineroso expuesto en el último y ameno ensayo de Giuseppe Scaraffia (1950), La novela de la Costa Azul (Ill romanzo della Costa Azzurra, 2013; Periférica, 2019). Un escenario de fuegos artificiales y de seres habilidosos e influyentes. A su lado, Larry Darrell muestra otro tipo de influencia menos visible pero más enriquecedor; menos en comandita. Transita de lo espirituoso a lo espiritual.

Lo que nos lleva a un capítulo con atisbos de comedia de enredo muy bien urdido. La (falta de) asistencia de Elliott a la fiesta de una notable princesa, en un momento en que el patricio anda de capa caída. Hasta en ello mostrará Larry su bondad, tomando cartas -¡o carta!- en el asunto; pero será en la primera adaptación de la novela, porque curiosamente, en el libro, este gesto corresponde al narrador (V: VII).

Insisto en la duplicidad de ambos personajes. Elliott, más anquilosado en sí mismo debido a sus condicionamientos endogámicos, se debe a la vida social, en tanto que Larry se abre a un mundo no visible pero de resultados tanto espirituales como materiales. Son dos formas de abordar la comprensión del mundo, profundas o superficiales en función de lo que se busca, esto es, lo que se pide a la vida. En definitiva, se trata de dos maneras de mirar. En el caso de Larry, con ojos que más parecían mirar hacia dentro que hacia fuera (VI: III). De hecho, el chico ya apuntaba maneras. Como aviador, comenta que me sentía parte de un todo inmenso y bellísimo. Un recorrido, peldaño a peldaño, en el que, como decía, siempre le acompañan los libros.

Difícil terreno, en cualquier caso, el que invita a separar y conciliar, al mismo tiempo, iglesia o confesión religiosa con espiritualidad. Con el problema del mal como telón de fondo del mundo. No sorprende, en este sentido, que haya quien rechace la ayuda de Larry, como sucede con el personaje de Sophie McDonald, una amiga de la infancia que reaparece en la recta final de la novela. Lo hace de forma consciente y con resultados fatales.

Total, cada hombre se encuentra en un nivel distinto de desarrollo espiritual. Como advierte Larry, el yo es uno con el yo supremo (VI: VI). El encuentro penúltimo -por no sentenciarlo a último- entre Larry y Maugham, en una cafetería, desde por la noche hasta bien entrado el día siguiente, ejemplifica el referido acercamiento de posturas entre lo oriental y lo occidental. Larry ha aprendido que lo importante no es saberlo todo, sino no perder de vista el interés por las cosas. A lo que se suma un giro inesperado en el tramo final de la novela: la muerte sorpresiva de uno de los personajes (hay dos muertes, pero la otra es anunciada).

En definitiva, la historia de Elliott y el resto de personajes, corre paralela a la de Larry, y he de admitir que me ha interesado, incluso conmovido, tanto como la de Larry mismo.

Y ahora voy a proceder con mi exposición de las dos adaptaciones cinematográficas de esta excelente pieza de Somerset Maugham, comenzando por la más reciente y dejando la primera para el final, por la sencilla razón de que la clásica resulta ser muy superior a la última.

Realizada por John Byrum (1947) en 1984, responsable de la interesante Insertos (Inserts, 1975) y del guión de la entretenida La esfinge (Sphynx, Franklin J. Schaffner, 1980), su versión de El filo de la navaja (The Razor’s Edge, Columbia Pictures) se ve condicionada por la participación de su co-guionista, el también actor Bill Murray (1950), de probadas dotes cómicas pero absolutamente inapropiado para interpretar el papel de Larry Darrell (probablemente estemos ante el miscasting más sonado desde que el estólido Ryan Gosling [1980] fuera escogido para interpretar a Neil Armstrong [1930-2012] o emular a Rick Deckard). No hay nada peor para un espectador que no creerse a un personaje. Y eso es justo lo que sucede aquí.

Tratando de soslayar esta circunstancia, la camaradería entre los amigos de la infancia que componen nuestra historia da lugar a una escena de apertura donde se intercalan los títulos de crédito, aupados por la bellísima partitura de Jack Nitzsche (1937-2000). La experiencia durante la Primera Guerra Mundial y su posterior recesión marca la deriva de tales personajes. Algo que Byrum dramatiza enfatizando los aspectos que en la novela se dejaban a las palabras de Larry Durrell o la imaginación del lector. Así, se nos muestra la actividad de Larry (Bill Murray) y su amigo Gray Maturin (James Keach) como conductores de unos vehículos-ambulancia.


En esta ocasión, la boda entre Isabel y Larry es cosa hecha (no así en la novela), por lo que se aplaza. Lástima que la encarnación del personaje convierta su búsqueda en una bufonada. La adaptación depara, pese a todo, algunos momentos mejor inspirados, como el hecho de ponerse a cantar los soldados-médico para conjurar el miedo, en pleno campo de batalla. También destacaría el elocuente plano que muestra a Isabel (adecuada Catherine Hicks) observando la nutrida estantería de libros que Larry ha ido acumulando en su apartamento de París. También sobresalen las imágenes socarronas que confrontan los felices comentarios de Elliott respecto al futuro viaje de Larry a la capital francesa, con la realidad (en cualquier caso, una resolución tomada de la adaptación precedente). Lo mismo habría que decir de la estupenda encarnación de Denholm Elliot (1922-1992) como Elliott Templeton; si bien, aunque en la novela deviene fundamental la mudanza que causa Larry al resto de personajes, incluido el narrador, este aspecto se obvia en la presente adaptación. Por ejemplo, la sanación de Gray Maturin transcurre con los dos hombres a solas (Larry y Gray), en lugar de en presencia de Isabel y Maugham, que es lo procedente.

Y pasamos ya a la mejor versión de la novela. El guionista, actor y realizador -parece que también novelista- Edmund Goulding (1891-1959), fue el encargado de llevar a la pantalla la sugestiva novela de Maugham. La adaptación es modélica. Por algo fue obra del excelente Lamar Trotti (1900-1952). Además, El filo de la navaja (The Razor’s Edge, Twentieth Century Fox, 1946) cuenta con un espléndido plantel de actores.

Se respeta, igualmente, la figura del narrador, el escritor inglés Somerset Maugham, encarnado maravillosamente por Herbert Marshall (1890-1966). La estructura de la película respeta la disposición en retrospectiva, aunque no se hace abuso de este recurso, a causa de que el relato es introducido y epilogado por el personaje-novelista, sin recurrir a engorrosos saltos temporales, procediendo con una narración lineal en la que ni siquiera se fuerza la voz en off. Ya digo que la traslación cinematográfica es magnífica.

También lo es la realización de Goulding. Una estupenda secuencia de inicio presenta a los personajes en un club de campo, durante el verano de 1919 en Chicago (EEUU), en los tiempos de prosperidad que siguieron a la guerra.

De hecho, llama la atención el empleo de planos largos y la cadencia de escenas sostenidas, a lo largo de toda la película.


La secuencia del club de campo se compone, por consiguiente, de planos largos y, en un principio, cada uno da comienzo con la presentación de alguno de los personajes. Uno de ellos lo hace con la figura de Elliott Templeton (magnífico Clifton Webb), otro con Isabel Bradley (Gene Tierney), otro conjunto con Isabel, Gray Maturin (John Payne) y Sophie McDonald (Anne Baxter), otro con Isabel y Larry Darrell (Tyrone Power) bailando, y otro con estos dos últimos, a solas en un kiosco del citado club, espacio donde se sinceran acerca de su relación. Transcurrido algún tiempo, también lo harán en el modesto apartamento que Larry ocupa en París. Un alejamiento que aterra a Isabel. Puede ser un año, tal vez más, dilucida la joven antes de la partida de Larry.

Por otra parte, presenta mayor fuerza la enunciación a Isabel del episodio traumático de la guerra, descrito con palabras en lugar de visualizado. Este queda a la imaginación del espectador y a las palabras del narrador. Una representación más gráfica, aunque no alargada en exceso, se reserva a la experiencia de Larry en las minas de carbón, donde traba amistad con el ex religioso Kosty (Fritz Kortner). Como efectivas son las elipsis que atañen a Larry en el interior de su refugio en el Tíbet. El misterio de lo que allí le ha sucedido le sigue perteneciendo a él exclusivamente. Por algo ha asegurado con anterioridad que quiero tener éxito en la vida, pero no en lo que la mayoría considera éxito. Un aspecto trascendental que (querer) compartir con los demás. ¿Y qué piensas hacer si encuentras la sabiduría?, le espeta otro personaje. Hacer buen uso de ella, contesta Larry. Doble dificultad para nuestra figura literaria y cinematográfica.

Naturaleza y divinidad son indivisibles para Larry. Y el ser humano forma parte de ambas. Me sentí como liberado del cuerpo, desvela. A lo que añade su guía espiritual en el Tíbet (Cecil Humphreys) que debes vivir en el mundo para amar las cosas del mundo, no por sí mismas, sino por lo que hay de Dios en ellas. Frase que resume muy bien esa doble vertiente -o filo- del buscador espiritual, proceda tanto de Oriente como de Occidente. Lo confirma la puesta al día de Larry a Maugham tras los estragos de la Depresión.


La versión cinematográfica de Trotti también respeta la sanación por trasvase de energía o sugestión (o ambas) de Larry hacia Gray. Además, destaca la corrosiva pero muy humana presencia de Elliott, un personaje que quedará más desdibujado en la posterior adaptación. Los buenos deseos de Elliott respecto al viaje de Larry a París se contraponen con la realidad de las imágenes que muestran al joven bregando en un barco conservero, como se suele decir, ganándose la vida. Una resolución que, como ya advertimos, fue retomada por la versión de Byrum.

Una escena al estilo da inicio mostrando un pequeño altercado en una fiesta de la capital francesa. Se compone de planos más breves que los anteriores, pero resultan igual de expresivos y se encadenan a otros que dan cuenta de la última noche de la pareja protagonista en París. Termina la escena con un nuevo altercado en lontananza (dos marineros pegándose), lo cual, es visualizado por Goulding sin escatimar en descriptivas grúas y desplazamientos laterales con la cámara, ambos recursos bien empleados, con el concurso de la fotografía del extraordinario Arthur Miller (1895-1970; no confundir con el dramaturgo, claro).

Otra escena análoga a la novela es la que se refiere a una Sophie varada en París. Lo mismo sucede con la charla entre Maugham e Isabel, después de que Larry anuncie su compromiso con Sophie. Son momentos de una intensa emotividad y un marcado conflicto interior, que discurren mal que bien, hasta la despedida última (no sé si final) de Isabel y Larry. De cualquier manera, hay personas que iluminan, que irradian paz. Y Larry es una de ellas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Yesterday, de Danny Boyle

23 julio, 2019

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Hay un tipo de riqueza que va más allá de lo material, pero que desde una visión mercantilista, tienen poco valor. Una visión incapaz de apreciar aquello que nos aporta lo que no es útil, es decir, aquello que defendía Ordine en su ensayo La utilidad de lo inútil (2013): el arte, ese arte al que siempre hemos tratado de justificar, cuando quizás su existencia es la propia justificación. Dentro de este panorama, es fácil caer en el idealismo y en la fantasía a la hora de defender el valor del arte. Pero la opción de Yesterday (Danny Boyle, 2019) es hacerlo desde la nostalgia por algo que en la realidad no se ha perdido, pero que lástima sería que no existiera, qué gran pérdida.

La propuesta es interesante y divertida, e incluso alcanza cotas en la que asoma cierta profundidad sobre lo que hablábamos en el párrafo anterior: ¿y si un día te despertaras y esa cultura que conocías tan bien hubiera cambiado, habiendo desaparecido grupos, libros o productos para siempre? En este caso, nos encontramos con la historia de Jack Malik (Himesh Patel), un joven músico que no logra ganarse la vida con sus canciones, pero que al sufrir un accidente durante un apagón eléctrico mundial, se encontrará con que su realidad ha cambiado y la célebre banda de Liverpool, los Beatles, ha dejado de existir. Sin embargo, él sigue recordándola junto a todas sus canciones. La oportunidad está a su alcance y pronto iniciará una fulgurante carrera gracias a los grandes éxitos del cuarteto británico.


Este es tan solo el planteamiento de una historia que permite desarrollar dos conflictos. El primero, y más evidente, es el conflicto en torno a la música, que se divide en varias cuestiones. Por una parte, Jack despega como cantante de éxito, pero sabiendo que no es honesto. Durante toda la película, de forma creciente, sufrirá un síndrome del impostor frente al resto de personajes que desconocen la realidad por la que está pasando. El conflicto que subyace es si debe revelar la verdad o seguir con la pantomima, pero la realidad es que no existen esas canciones, ni ha existido ese grupo, por lo que en su mundo actual no se trata de un plagio. Aún así, el personaje parece sufrir una paranoia persecutoria, un miedo a ser descubierto y que todo se desmorone. Pero, en parte, también lo desea, porque está entrando en una vorágine que no puede asumir, sintiendo la presión de un mundo discográfico hipercapitalista.

Esa es, precisamente, la otra parte del conflicto. La película presenta un panorama satírico de la industria discográfica que resulta esperpéntico, hiperbólico y poco creíble. La representante Debra Hammer (Kate McKinnon) resulta idónea en esta imagen tan distorsionada, mostrando a una mujer despiadada en su trato con los artistas, llegando incluso a despreciar a su otro cliente en alguna escena o a declarar abiertamente su obsesión por ganar dinero. Entra aquí el propio Ed Sheeran, que interpreta a una versión de sí mismo más pueril, arrogante ocasionalmente, pero al que aún así se le permiten momentos de redención, por ejemplo, es capaz de reconocer la grandeza de las letras de los Beatles, en este caso representados por Jack, frente a sus letras, a pesar de ser reconocido por ser un buen compositor en el actual panorama musical.


No obstante, toda este apartado está supeditado a un dilema habitual: la vida sencilla frente a la fama, la honestidad de su fracaso frente al éxito de sus mentiras. Y en ese dilema, el otro gran apartado será la gran representante de esa vida sencilla, que no es otra que su interés romántico y antigua representante, Ellie (Lily James). El problema radica en que el conflicto amoroso es incomprensible. Desde el principio, se plantea una barrera entre ambos conforme él logre ascender en la fama, pero nunca se explican los motivos reales para que exista esa distancia. Hay múltiples escenas en los que ella demuestra no comprender la realidad de Jack, pero él nunca se atreve a corregir esa visión errónea en la que incluso se hablará de otros intereses amorosos por la mala interpretación de que las canciones de Jack, originalmente de los Beatles, hablan de otras mujeres a las que el músico ama. Esta separación entre ambos irá en aumento a lo largo de la película a pesar de que nunca se muestra un hecho convincente que impida a Ellie estar junto a Jack más allá del propio hecho de que el protagonista no se sienta sincero con su vida.

Yesterday logra sentirse cercana y honesta cuando deambula por lo sutil más que por lo evidente. Especialmente bello es el viaje por Liverpool en busca de los referentes que dieron forma a las canciones de los Beatles. Como cierto personaje comentará, es imposible escribir sobre lo que no se ha visto o vivido y de ello es consciente Jack cuando no logra recordar las letras de los míticos temas del grupo. Hay secuencias propias de videoclip que funcionan bastante bien para acompañar ese trayecto por esas canciones. De la misma forma que la conclusión del conflicto del síndrome del impostor es resuelto con emotividad, gracia y acierto, con un giro argumental frente a las expectativas que el propio personaje y que el espectador podrían tener. También la crítica al sistema discográfico funciona también mejor en una escena más activa como aquella en la que se elige el diseño del disco de Jack que en todo el trato que recibe el protagonista por parte de su nueva representante, consistente más en palabras que en hechos.


Ahora bien, esos momentos tan íntimos son mínimos en la película, algo que se nota incluso en la forma de disfrutar de las canciones, siendo la más lograda en este caso la que da título a la película, Yesterday. Sin duda, la obra pretende ser una comedia, pero lo hace con un humor cargante o demasiado evidente, planteando situaciones ilógicas gracias a unos personajes insoportables y poco creíbles, como es el conjunto de amigos del protagonista o su propia familia. Al final, resulta más graciosa cuando los personajes no pretenden serlo o cuando recurre a algunos gags repetidos, pero insertados en momentos inesperados, como la desaparición de otros elementos culturales y su consiguiente búsqueda en internet.

En conclusión, la propuesta parecía ser más divertida y robusta de lo que al final ha sido. Obviamente, hay un error claro de ritmo y una narrativa que se basa en un conflicto principal incomprensible por la forma en que se plantea. El retrato de la industria discográfico es ridículo y no permite otra cosa que elegir la opción contraria para lograr la ansiada felicidad del protagonista. No obstante, cabe destacar que tiene algunos aciertos, que puede llegar a ser tierna, aunque esté muy por debajo de otros guiones de Richard Curtis, como Love Actually (2003) o Una cuestión de tiempo (2013), y que abre la puerta a una reflexión enriquecedora, pero breve en su desarrollo dentro de la película: la importancia y el valor de esa cultura inmaterial que reside en nuestra memoria.


Spider-Man: Lejos de casa, de Jon Watts

21 julio, 2019

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Este análisis comenta cuestiones relativas al argumento y a detalles de la trama de la Fase 3 del Universo Cinematográfico de Marvel (spoilers).

El Universo Cinematográfico de Marvel se ha convertido definitivamente en una serie de películas que conectan de forma irremediable y que afectan a todos sus personajes. Aunque siguen creando obras de orígenes o más desvinculadas a una trama principal, la futura Fase 4 estará irremediablemente afectada por los eventos de lo que ha sido el final de la Fase 3, como bien ha demostrado su colofón, Spider-Man: Lejos de casa (Jon Watts, 2019). Este cierre a la fase se hace con una conexión directa con los sucesos acaecidos en Vengadores: Endgame (Hermanos Russo, 2019), que sirve para explicar cómo ha impactado en el mundo dos cuestiones muy relevantes: el Lapso (el transcurso de cinco años sucedido tras el chasquido de Thanos) y la muerte de algunos de los superhéroes que conformaron a los Vengadores originales, sobre todo, por su efecto para nuestro protagonista, el sacrificio de Tony Stark (Robert Downey Jr.). A su vez, se prosigue en una cuestión que fue primordial en la anterior película de Spiderman, Spider-Man: Homecoming (Jon Watts, 2017): ¿qué significa ser un (super)héroe?

Con una secuencia previa que nos avisa del nuevo peligro al que se enfrentará nuestro protagonista y tras unas escenas iniciales bastante humorísticas, que rompen con la solemnidad del final de Endgame, vemos qué posición han ocupado los estudiantes respecto a aquellos acontecimientos, con vídeo tributo incluido a sus héroes y la explicación, válida también para el espectador, de qué es el Lapso y en qué consiste. Todo ello para después centrarnos en Peter, que va a emprender un viaje de estudios por Europa junto a sus amigos tomándose también un descanso de sus tareas como Spiderman. Aunque la aparición de Harold Hogan, alias Happy (Jon Favreau), advirtiéndole de que Nick Furia (Samuel L. Jackson) se va a poner en contacto con él pueden dar al traste con sus intenciones. A partir de ahí comenzará una disputa para considerar a qué le otorga mayor peso: a su vida personal o a su vida superheroica. Y la decisión no se planteará como una cuestión sencilla, porque este Spiderman no deja de ser también un adolescente con sus inquietudes personales por desarrollar y atender.


La historia se divide así en tres tipos de argumentos que se entremezclan necesariamente. Por una parte, tenemos una comedia romántica adolescente, en el que no falta el plan del protagonista para conquistar a su amada, un carácter tímido y poco dado a socializar que ya vimos en su anterior entrega y que le impide tratar de forma directa con MJ (Zendaya), una concatenación de errores, despistes y torpezas motivadas generalmente por su otra identidad y el surgimiento de un aparente triángulo amoroso por la inclusión de Brad Davis (Remy Hii), quien también está enamorado de MJ. Obviamente, esta trama bebe necesariamente de uno de los conflictos clásicos del personaje: la protección de su identidad secreta. Como sucedió en la trilogía de Sam Raimi, donde fue un tema recurrente, también en esta nueva versión se exploran los problemas que le causa a Peter tener que ocultar que es Spiderman, sobre todo a nivel personal, al no poder, por ejemplo, quedarse con MJ en la ópera o, simplemente, poder cumplir con su plan previsto. Incluso nos lega una de las escenas más graciosas y surrealistas de la película, en la que empleará accidentalmente el regalo de Tony Stark para matar a Brad, escena que también sirve como muestra del poder de los drones a los que después deberá enfrentarse. No obstante, la resolución de este problema con su identidad secreta es contraria a la que se le dio en la trilogía de Raimi y se asemeja más a la respuesta que se dio a este conflicto en el final de Iron Man (Jon Favreau, 2008), aunque a la inversa, dado que en lugar de ser él mismo quien revele su identidad al mundo, serán su enemigo quien lo haga.

Volviendo a la comedia romántica, cabe destacar que entre los dos actores principales, Holland y Zendaya, existe cierta química que funciona en pantalla, además de que sus escenas no tratan de ser idealizadas, sino más bien torpes, como los adolescentes que representan ser. No obstante, lo cierto es que la película no se esfuerza mucho, como tampoco ocurrió en Homecoming, en explorar esa relación. Todo es más bien sutil, porque nos dejan ver cómo MJ observa a Peter en varias ocasiones, y el propio protagonista nos cuenta desde el principio que está colado por su compañera, pero no se desarrolla mucho más en pantalla. Por otra parte, cabe destacar que MJ se distancia de los intereses amorosos habituales y no queda restringida en un rol de damisela en apuros, dado que ante la adversidad, es capaz de defenderse. Además, muestra bastante ingenio y una curiosidad innata que funciona bien para la trama superheroica, en la que también participa activamente. Por lo restante, tanto MJ como su relación con Peter necesitarían de un desarrollo algo más atento.


El segundo tipo de argumento es el de una obra sobre la formación de su protagonista, en líneas semejantes a lo que fue Homecoming. En realidad, y lamentablemente, hay cierto retroceso con lo ya expuesto anteriormente y con la conclusión tanto de su entrega anterior como lo ya visto en las aventuras grupales de Vengadores. Sin embargo, y por suerte, se da un paso hacia delante superando a lo ya visto y planteando también otras cuestiones que hacen crecer al personaje. En este Universo Cinematográfico, Spiderman no ha tenido historia de origen, sino una continua historia de formación de su identidad en base a sus apariciones esporádicas en historias grupales y aquella primera aventura bajo la tutela de Tony Stark. En este caso, el personaje está solo, como se subraya en el gracioso diálogo con Nick Furia donde Peter pregunta por otros superhéroes que podrían hacerse cargo del problema que tienen. Cabe destacar que la película no se corta a la hora de hacer referencias a todo el universo que Marvel ha ido construyendo en el cine ni tampoco a otras posibilidades futuras, como es el caso del multiverso, un hecho bien conocido por los lectores de los cómics.

Regresando a Lejos de casa, Spiderman se encuentra en la tesitura de encontrar su lugar en el nuevo paradigma que ha creado el Lapso, un nuevo paradigma en el que parecen empujarle a convertirse en el nuevo Iron Man. Esta presión se subraya en numerosas ocasiones, desde el regalo de EDITH, la forma en que Furia le cuestiona, los numerosos homenajes póstumos a Iron Man que observa Peter, especialmente en forma de grafitis, y, sobre todo, en esa secuencia en que Mysterio (Jake Gyllenhaal) emplea sus trucos para hacerle vivir una ilusión extrema, en la que un Tony Stark zombie le persigue. Pero por mucho que sienta ese peso, lo cierto es que también quiere tener una vida normal. Así se lo confiesa a Quentin, alias Mysterio, mostrándose cómo lo que es: un adolescente aún, un muchacho que tiene mucha vida por delante, pero que también se siente responsable, heredero de un héroe terrestre de la magnitud de Tony. En cierta forma, en el UCM, la responsabilidad moral que existía en Peter por la muerte de su tío Ben se traslada aquí a la responsabilidad ética que le otorga el sacrificio de Tony. Pero como le dirá Happy, tiene idealizado a su mentor, y donde él veía seguridad, también había miedo, donde él veía firmeza, también había errores. Nosotros, como espectadores, los hemos visto, pero Peter, en tanto personaje, solo conoce la figura idealizada de Iron Man. Al final, en la secuencia del avión en que viaja a Londres para rescatar a sus amigos acaba por convertirse en ese heredero Stark que tantos le reclamaban (la música acompañará, también la forma de abordar la tecnología y la ciencia), pero de manera natural y, sobre todo, siendo él mismo, que es lo que cabría esperar de un héroe.


En definitiva, que aunque Lejos de casa haga referencia a que Spiderman no está en su hábitat natural, que sería Nueva York, también hay un desplazamiento psicológico. Peter Parker se siente desorientado como superhéroe y cuando Mysterio le ataque en la escena, a mi parecer, más potente e imponente de la película, lo hará amenazando sus puntos débiles, sobre todo la inseguridad que le ha creado la pérdida de Tony. Por ello, no nos debe extrañar que posterior a ese primer enfrentamiento, veamos a un héroe frágil, tratando de orientarse.

No se trata de un anticlimax como el que encontramos en Homecoming cuando debía usar su fuerza para levantarse y salvar el mundo y a quienes quería, sino que entramos en un terreno más psicológico, una cuestión sobre la identidad, sobre encontrar su nueva posición en un mundo sin Iron Man. A fin de cuentas, se ha sentido presionado a ser su sucesor, aunque no llegara a comprender que Tony era más que aquella seguridad que siempre le mostró al muchacho, que también era un ser invadido de dudas e inseguridad, una persona frágil que en los momentos necesarios supo hacer frente a la adversidad, como ahora él debe hacerlo. Por eso, llegado el momento, no habrá dudas y decidirá seguir su camino, sin darse cuenta de que así es como realmente se convierte en un digno sucesor y en un auténtico superhéroe.


En relación a lo mencionado anteriormente, debemos también hacer referencia al rol que cumple Mysterio en esta obra. Repitiendo el esquema de Homecoming, incluyendo un giro argumental de distinta naturaleza, con aquel Buitre que era una persona normal aprovechándose de las circunstancias provocadas por los Vengadores, el villano en esta ocasión es un conjunto de científicos vilipendiados por Industrias Stark, es decir, de nuevo, personas corrientes que viven afectadas por las acciones de los superhéroes. Frente a la imagen idealizada que persigue Peter, los villanos tienen otro extremo, una patética y horrible de Tony Stark. Y Quentin no es más que una mala versión de lo que realmente debe ser un superhéroe: pretende conseguir la fama mediante el engaño, disimular acciones heroicas que no son más que una farsa y que no servirán para proteger a la humanidad llegado el momento. Además, sin tener en cuenta las víctimas que pueda arrastrar consigo.

En este sentido, el personaje funciona maravillosamente y es una gran recreación de las páginas del cómic adaptado a este universo. Como adulto, se aprovecha de la vulnerabilidad del adolescente que es Peter, se convierte en un confidente similar a quien fue su mentor, Tony, para jugar con él psicológicamente. Y, sin duda, tiene una secuencia con Spiderman que es pura fantasía extraída de las viñetas originales, de lo mejor de la película para mostrar el poder del villano y, a la vez, explorar los miedos e inquietudes del protagonista.


El tercer tipo de argumento es el de película de acción, en el que no faltarán diversos enfrentamientos y situaciones que, gracias a unos buenos efectos especiales, brillan con soltura y hasta sorpresa. Si bien los paisajes de Venecia o Londres sirven a la perfección y ofrecen diversidad a las historias de Spiderman, lo cierto es que se echan en falta los rascacielos de Nueva York, donde nuestro superhéroe parece encajar mejor con sus habilidades. No obstante, se recurre mejor a otros potenciales del personaje, en concreto, a su sentido arácnido, que nos brinda una secuencia de suspense bastante digna en el enfrentamiento final con Mysterio. Obviamente, los efectistas Elementales (especialmente el ígneo de Praga), toda la ingeniería de drones y la secuencia de Berlín son de lo mejor en este sentido dentro de la película.

En conclusión, Spider-Man: Lejos de casa es un buen colofón y una buena secuela del espíritu ya visto en Homecoming, donde se prosigue explorando la cuestión de la identidad del héroe a partir de un trauma a superar, la pérdida de Iron Man, y la disyuntiva entre su vida personal y su vida superheroica. Ahora bien, no acaba de ser una película tan redonda como cabría esperar. Por ejemplo, tiene un ritmo irregular en su primer tramo, a veces abusa de gracietas impostadas (especialmente en todo lo relativo al surrealista viaje escolar), aunque varias sean simpáticas, es predecible en ciertos tramos, la única evolución evidente entre los personajes la encontramos tan solo en Spiderman, se siente reiterativa en cuanto al conflicto personal del villano y hay cierto retroceso del personaje para que el avance en esta historia se sienta más amplio. Pese a esos defectos, no cabe duda de que logra mantener la esencia de lo ya planteado, muestra un debate identitario aún más profundo de esta nueva versión del personaje, cuenta con las agraciadas actuaciones de Holland y Gyllenhaal, aventura un divertido futuro para la saga y nos ofrece una aventura más que digna del fantástico hombre araña.


El autocine (LXIII): Los crímenes del museo de cera, de André de Toth y de Michael Curtiz

19 julio, 2019

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Tras los títulos de crédito iniciales de Los crímenes del museo de cera (House of Wax, Warner Bros., 1954), una panorámica recorre las figuras creadas con ahínco y delicadeza por el escultor Henry Jarrod (el incombustible Vincent Price). Al final de dicha panorámica, casi como una figura más, está el propio escultor sumido en su tarea. Estas efigies requieren de un mantenimiento y mimo constante, y representan distintos momentos de la historia del hombre, congelados en el tiempo. Sin embargo, como al frío se opone el calor, el destino cruel se presenta en forma de desaprensivo socio del establecimiento, un tipo de irónico apellido, Matthew Burke (Roy Roberts), dispuesto a que las creaciones sean pasto de las llamas para cobrar el seguro. Algo a lo que Jarrod se opone. De este modo, figuras históricas apresadas en el tiempo se enfrentan a un torbellino de emociones vehementes y transitorias, antes de desaparecer, devoradas por el fuego.

El caso es que tal delito enmascarado de incendio fortuito, ha dado al traste con las aspiraciones de Jarrod de dar a conocer sus creaciones por medio de un mecenas y crítico de arte llamado Sidney Wallace (el estupendo Paul Cavanagh, al que muchos recordamos por sus intervenciones en la serie Universal sobre Sherlock Holmes). Pero de entre todo ello, emerge una cualidad insoslayable, bien expuesta por el realizador André de Toth (1913-2002) y su guionista Crane Wilbur (1886-1973), en torno a un relato de Charles S. Belden (1904-1954) que, por desgracia, desconozco. Me refiero al hecho de que para Jarrod, sus figuras viven y respiran. Es decir, que no se trata de simples productos ornamentales. Como (casi) toda creación artística, la labor de Jarrod es ontológica y va más allá de la mera representación referencial. Hasta llegar a emplear, según nos refiere, cabello auténtico para añadir realismo a sus personajes. Para mí es un ser viviente, admite Jarrod sin ambages cuando muestra a Wallace su recreación de María Antonieta. Como puede apreciar el crítico, el escultor vive para su arte, y el hecho de que la gente pueda admirar la belleza que crea, convierte la experiencia de la contemplación en un tránsito entre el pasado histórico y el presente.

Por desgracia, como ya ha sido expuesto, el socio del negocio no está de acuerdo con el enfoque histórico y clásico de las imágenes, y tampoco dispuesto a esperar el recibir los anhelados beneficios, lo que desencadena un desastre provocado del que Jarrod, al igual que sus figuras, sale mal parado. Pero no muerto.


¿Crees que soy un asesino?, le espeta a Matthew, cuando este le arroja a bocajarro su pretensión de cobrar el seguro tras el siniestro. Pese a lo cual, nuestro trágico protagonista se convierte en su propia figura emboscada, tratando de aparentar cierta normalidad en una sociedad que, en el fondo de su naturaleza, está muy dispuesta a ser asustada.

Por descontado, el enfoque de las nuevas criaturas de Jarrod varía a la fuerza. Si son emociones fuertes lo que el público ansía, eso tendrá. Por ello, de representar momentos álgidos de la historia universal, las creaciones pasan a personificar episodios álgidos de la historia del crimen, la infamia y la tropelía, a modo de asesinatos conocidos, a los que el propio Jarrod va a contribuir; signo de los tiempos que le ha tocado vivir y de la experiencia de un implicado que predica con el ejemplo. Su gran guiñol deriva en una sangrienta revancha que se sustancia pasando de la ficción al ámbito de lo real. Pero sin distinción entre una cosa y otra. No en vano, el escultor trata de enmascarar sus crímenes que, así mismo, pasan del ámbito de la venganza personal al del perfeccionamiento de su obra artística, como si estos fueran debidos a meros suicidios o accidentes que luego son recreados en el museo. Un proceso psíquico y material arropado por las sombras y para el que requiere de dos ayudantes o “aprendices”; siempre, el eslabón más débil de la cadena: el ex convicto León (Nedrick Young) y el sordomudo Igor (apellido de reminiscencias igualmente evocadoras para el género; Charles Bronson).


Junto a la considerable tensión del tercio final de la película, destacan en la realización de De Toth una serie de elegantes fundidos a negro y acertadas resoluciones narrativas. Por ejemplo, cuando la joven Sue Allen (Phyllis Kirk) ayuda a vestir a su amiga Cathy Gray (Carolyn Jones), presentándose ambos personajes; o la desenvuelta relación de la primera con Scott Andrews (Paul Picerni). Lo que acontece en el escenario de las neblinosas calles neoyorquinas, que inevitablemente nos hacen pensar en el Londres victoriano del que procede Jarrod. Sus manos inutilizadas le imposibilitan, ciertamente, el poder acometer otras obras de arte de corte clásico, pero no así el tomarse la justicia por su mano. Yo soy otro hombre, determina, dando cuenta de su transformación, como decía, física y mental. De resultas de la cual, pasa a ofrecer al respetable truculencia y horrores para, literalmente, hacerlos morir de miedo.

Sin embargo, Jarrod, personaje atormentado donde los haya, no ha renegado de la belleza. Solo está incapacitado para ejercerla. Ya no puedo crearla, se sincera durante la jornada de inauguración de su nuevo museo. Lo que no conlleva que esté dispuesto a renunciar a ella, aunque con un sistema punible que se oculta tras la máscara de la apariencia social. Sus figuras tomadas de la realidad responden a una realidad textual. Con lo que, la consiguiente investigación no tarda en ponerse en marcha, gracias al teniente Brennan (Frank Lovejoy) y su ayudante, el sargento Jim Shane (Dabbs Greer).

Pero, ¿quién es el monstruo? Jarrod reaparece con su aspecto habitual a Wallace y al espectador (de la película y fuera de ella), en una de las resoluciones más felices de la historia, procurando una sorpresa final. De hecho, la última vez que Jarrod crea belleza y no fealdad es, precisamente, cuando ha cubierto su desfigurado rostro con una careta de feliz apariencia. Ironía y último tributo a este formidable artista de truncada carrera, que labora sobre sí mismo.


Originalmente, Los crímenes del museo de cera fue filmada empleando el recurso visual del 3-D. Esto proporcionaba determinados efectos escénicos, unos más impactantes y otros más engorrosos, por reiterativos. Entre los mejor logrados -presumo, puesto que mi visualización es la habitual-, se encuentra la desfiguración de las creaciones de cera a consecuencia del incendio, el plano que muestra al escultor-fantasma agarrado a una cuerda para penetrar por una ventana, o la imagen de una máscara que parece flotar en el aire, cuando la joven Sue visita las interioridades del museo a solas. Queda claro que se puede disfrutar de la película sin necesidad de aplicar dicho formato, apreciando la fotografía de Peverell Marley (1901-1964) y el excelente Bert Glennon (1893-1967), amén de la partitura de David Buttolph (1902-1983).

En realidad, esta fue la segunda versión de la historia de Belden. Hubo una anterior, que paso a reseñar a continuación. Se trata de Los crímenes del museo (Mystery of the Wax Museum, Warner Bros., 1933), filmaba en un rudimentario aunque indicativo tecnicolor -en cualquier caso, necesitado de la adecuada restauración-, y con protagonistas de la talla de la mítica Fay Wray (1907-2004) o Lionel Atwill (de nuevo, relacionado con la antedicha serie de Sherlock Holmes; 1885-1946). Este tono primitivo confiere, pese a todo, cierta pátina de turbiedad a la película.

En esta ocasión, la adaptación corrió a cargo de Don Mullaly (1886-1933) y Carl Erickson (1908-1935), y la fotografía pertenece al veterano Ray Rennahan. La acción también arranca en Londres, en 1921. Idéntica panorámica a la empleada por Toth abre la película de Michael Curtiz (1886-1962), solo que esta se desplaza de derecha a izquierda. El resultado es el mismo, mostrar el espacio vital donde se van a desarrollar parte de los acontecimientos dramáticos (un museo), y presentar al protagonista principal, el escultor Iván Igor (Lionel Atwill).


Otros elementos extrapolables forman parte Los crímenes del museo. Como el taimado socio, o el mecenas que presta su apoyo al artista, Galatalin (Claude King). Y por supuesto, las creaciones de las que Igor se siente tan orgulloso, como su Juana de Arco o María Antonieta.

Los diálogos resultan más concisos en esta versión, pero algunas imágenes son igualmente expresivas, como las que muestran la cera en ebullición, o las que, una vez más, exponen las figuras derritiéndose a causa del fuego. Doce años después, el señor Igor ha reaparecido y abierto un nuevo establecimiento en Nueva York. Su llegada coincide con la festividad de Año Nuevo y Michael Curtiz emplea recursos como el de una grúa que accede a uno de los ventanales donde se está celebrando el jolgorio. Como contraposición, la joven Joan Gale (Monica Bannister) comete suicidio durante dicha festividad. O eso es lo que parece. La periodista Florence Dempsey (Glenda Farrell), prototipo de mujer desenvuelta y de recursos tanto verbales como físicos (no hacía mucho que se había estrenado la primera de las versiones del clásico de Ben Hetch (1893-1964) y Charles McArthur [1895-1956], Primera Plana [The Front Page, 1928]: Un gran reportaje [The Front Page, Lewis Milestone, 1931]), se pone mano a la obra con una investigación que no la seduce, pero de la que podrá tirar de un sustancioso hilo.


Como consecuencia, el personaje femenino antes visto se desdobla, al igual que sucede con el asesino o, mejor dicho, con la mente criminal del relato: villano y artista; creador en ambos sentidos, al margen de su empleo de “manos derechas” en las personas del “profesor” D’Arcy (Arthur Edmund Carewe) y Hugo (Matthew Betz). En cualquier caso, como digo, junto a Florence está la asustadiza Charlotte Duncan (Fay Wray), comprometida con el escultor Ralph Burton (Allen Vincent). Sin embargo, Charlotte pronto desaparece de escena para reaparecer justo al final, como víctima propiciatoria y sacrificial, salvada in extremis por el aguerrido Ralph. De facto, también existen dos héroes, Ralph y George Winton (Gavin Gordon), un animado vástago de la nobleza neoyorquina.

Yo te haré inmortal, le asegura Igor a Charlotte, cuando percibe el rostro ideal para su nueva María Antonieta (algo así como la identificación por parte del personaje de Drácula de su antigua amada con Mina). Entre tanto, y a diferencia de su homólogo Jarrod, que se pasaba al género del terror, el escultor continúa representando escenas clásicas; en este caso, el terror subyace dentro de las figuras. Tampoco su socio Joe Worth (Edwin Maxwell), es objeto directo de su desquite, pero sus ayudantes sí que siguen siendo fundamentales para él. Sin alma, las manos son inútiles, comenta Igor ante D’Arcy. Un aspecto que se traslada a las extremidades del ayudante, con toda su carga de turbadora capacidad. En cuanto al ser desfigurado que semeja un fantasma, ¿quién es? Curtiz sabe mantener bien el suspense respecto a su identidad.


Sobresale, así mismo, el excelente decorado de la morgue, que recorre el “fantasma” en busca de materia prima con que afirmar su material de cera y fijar su ideal de belleza: recordemos la eliminación de puentes entre lo real y lo imaginado; el ser humano bello es entonces soporte de una recreación admirativa y casi eterna. Por cierto, una escena esta de la morgue carente de acompañamiento musical, extrañamente deshabitada, y a la que se suma otro decorado levemente expresionista (el mismo, aunque remodelado), situado en las entrañas del museo. Curtiz es pionero en la perturbadora imagen de la cabeza de Hugo, confundida con otras de cera. Un efecto que sería retomado de forma humorística en situaciones análogas; por ejemplo, en la estupenda El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974) de Mel Brooks (1926), o en la celebrada imagen del extraterrestre E.T. camuflado entre los muñecos de un armario. No en vano, también en Los crímenes del museo hay lugar para el humor, a costa de la fatídica Ley Seca (1920-1933), por boca de la burbujeante Florence, al tomar unas botellas ocultas de un sótano.

Escrito por Javier Comino Aguilera



Toy Story 4, de Josh Cooley

17 julio, 2019

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En nuestra vida debemos aprender a despedirnos. A despedirnos de un ser querido, a despedirnos de un bien preciado, a despedirnos de un trabajo, a despedirnos de una etapa que se cierra, a despedirnos de nosotros mismos. Por ejemplo, parecía que nos habíamos despedido de los juguetes más famosos de la ficción con un broche de oro en la aventurera y nostálgica Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010), pero pareció surgir una necesidad de añadir una historia más, la que acabaría por conformar la actual Toy Story 4 (Josh Cooley, 2019). Una historia que parecía necesitar una nueva despedida, esta vez más definitiva, seguramente en un tono aún más dramático y solemne, pero sin perder de vista aquellos rasgos que han hecho inolvidable a la saga, como su humor y la -necesaria- aventura.

El tono de Toy Story 4 lo vislumbramos desde un inicio que nos remite al pasado. Volvemos a casa del niño Andy, hace nueve años, para descubrir qué sucedió con Bo Peep, el interés amoroso de Woody en las dos primeras entregas y que estuvo desaparecida en la tercera. En una emocionante y emotiva secuencia, este personaje femenino plantea una disyuntiva a nuestro protagonista: abandonar a Andy e irse con ella o quedarse. Su respuesta ya la conocemos, y continuaremos entonces con un resumen acelerado de los siguientes acontecimientos hasta volver a mostrarnos la conclusión de Toy Story 3, aquella en la que los juguetes eran entregados a una nueva propietaria, Bonnie. Este prólogo ya asienta las bases sobre las que se va a asentar toda la película, principalmente las dudas de Woody ante la disyuntiva entre seguir dependiendo de la satisfacción de un niño o niña o buscar una libertad llena de inseguridades, pero desafiante. Una cuestión que con Andy quizás era más firme, pero que ante su nueva situación comienza a ser una posibilidad abierta. 


Porque pronto pasamos a un primer tramo de la historia en que conoceremos la vida actual de estos juguetes en manos de su nueva niña. Una vida de juegos e ilusión que recuerda en su forma de organizarse a aquellas escenas de entregas anteriores donde los juguetes se coordinaban para mantener oculta su actividad como entes vivos. Sin embargo, pronto descubriremos que dentro de ese nuevo, aunque reconocible paradigma, Woody ha sido desplazado por la niña, que no lo escoge entre sus juguetes predilectos y lo relega al armario. A pesar de las reticencias de los nuevos muñecos y de los ánimos de los viejos amigos, como Buzz Lightyear, la veteranía del vaquero le obliga a intentar seguir al mando y a arriesgarse a acompañar a Bonnie a su primer día de escuela. Allí ayudará a Bonnie a sentirse mejor procurándole los materiales para crearse a un nuevo amigo: Forky, un juguete creado con restos de basura que acabará por cobrar vida como el resto de juguetes. Sin embargo, no comprende muy bien cuál es el nuevo sentido de su vida, lo que lo diferencia radicalmente del resto de personajes y ofrece una perspectiva muy distinta del valor que tiene realmente su existencia. A partir de entonces, Woody se hará cargo de Forky como su guardián y mentor, hasta que un viaje en caravana los deje a ambos desamparados y teniendo que regresar junto a los demás.

En efecto, entre el prólogo y este primer tramo de historia encontramos los dos conflictos principales de la historia, aunque el segundo, que será el rescate de Forky y el regreso junto al resto de juguetes, sea realmente una excusa, un mcguffin, para promover el primero, que sería ese debate interno de Woody por encontrar su espacio en el mundo. Ambas cuestiones están íntimamente relacionadas, porque el viaje para salvar a Forky sirve a Woody para encontrarse con otras posibilidades, para tomar nuevos riesgos y para acrecentar la duda de su interior. No en vano, el segundo tramo de la narración es provocada por un primer paso de distanciamiento del deber que tiene Woody como juguete de una niña, ya que en lugar de regresar al hogar, decide arriesgarse a entrar en una tienda de antigüedades donde podría estar su vieja amiga, Bo Peep. El segundo paso de ese distanciamiento será cuando acepte un sacrificio que le convertirá en otro tipo de juguete, anteponiendo la felicidad futura de Bonnie a sus propios intereses. En sí misma, Toy Story 4 sirve para dar un final digno al personaje protagonista de toda la saga.


Porque, en efecto, Toy Story siempre ha sido, en el fondo, la historia de Woody. Aunque tuvo un protagonismo compartido con Buzz, lo cierto es que todas las entregas han girado en torno al vaquero: la crisis al sentirse desplazado por Andy ante la aparición de Buzz y al observar cómo perdía su liderazgo entre los juguetes en Toy Story (John Lasseter, 1995), el debate interno entre retornar a casa o encontrar otro destino en un museo en Toy Story 2 (John Lasseter, 1999), la búsqueda de un nuevo futuro para todos los juguetes renunciando a Andy en Toy Story 3, y finalmente, Toy Story 4, que nos remite en cierta forma a un debate que ya estuvo presente en Toy Story 2, pero que toma un cariz más emocional y romántico: ¿seguir siendo un juguete que sirve a un niño o convertirse en un juguete abandonado? Lo cierto es que Toy Story 4 resume el espíritu de las anteriores películas, lo que podemos asumir como el culmen de la saga: Woody vuelve a sentirse desplazado, quiere ganarse el liderazgo que tenía antaño, debe ayudar al nuevo juguete a admitir su identidad como tal, aunque en esta ocasión se establezca una relación paterno-filial entre él y Forky, en lugar de la rivalidad amistosa entre iguales que tenía con Buzz, y vuelve a plantearse la diatriba entre buscar otro destino que no sea junto a un niño, y también el de ayudar a otros juguetes, incluso a sus amigos, a lograr un destino mejor.

No obstante, para ello, se renuncia a otorgar protagonismo a otros personajes conocidos para cederle aún más foco al vaquero. Por ejemplo, Buzz, habitual coprotagonista de la saga, ha ido perdiendo relevancia conforme avanzaban las entregas, estando aquí relegado a repetir un rol similar al de Toy Story 2, en que iba al rescate de Woody. Se acaba convirtiendo en un recurso cómico junto a los peluches Ducky y Bunny, además de ser el principal representante de una subtrama bastante divertida, en que los juguetes de Bonnie harán todo lo posible por impedir que la familia se marche del pueblo. A esta tarea quedará reducida la participación de los juguetes originales de Andy y de los nuevos personajes apenas explorados que aportaba Bonnie. Por contra, se reforzará el valor coprotagónico de un personaje renovado: Bo Peep. La pastora cubre su fragilidad como pieza de porcelana junto a sus ovejas de valentía y arrojo para saber desenvolverse con soltura en un mundo más salvaje que la habitación de un niño y prosigue con una historia de empoderamiento femenino que está subrayado en Toy Story 4 desde varios ángulos. Así, por ejemplo, tenemos también a Bonnie, la niña que establece sus normas y preferencias en su juego. Como niña, opta por elegir juguetes femeninos con los que se siente más identificada y situarlos como protagonistas de sus historias. De ahí que entre Woody y Jessie, elija a la segunda como sheriff. De ahí, por tanto, el desplazamiento del protagonista, que se siente ahora en un entorno que es similar al anterior, pero que ha cambiado significativamente. Y de ahí también la nostalgia por Andy, al que se siente vinculado inevitablemente, porque le recuerda a una época en que se sintió realizado. En cierta forma, es también el reflejo de la evolución del tiempo, de su carencia para adaptarse a un nuevo rol y de sus crisis personal por no sentirse útil en esta nueva situación, por no poder volver a ser tan importante para Bonnie como lo fue para Andy. Todo lo contrario que Bo Peep, que lejos de amilanarse y quedarse estancada, ha sabido buscar una nueva vida y hacerse más fuerte e independiente.


Pero también hay espacio para el lado más negativo de toda esta situación. La pertenencia a un niño o a una niña es para los juguetes lo equivalente al hogar, a la seguridad, a o ya conocido y también a lo anhelado. Durante la película, todos los juguetes involucrados en la trama principal atraviesan un momento de ansia por tener su propio dueño. Por ejemplo, los peluches Ducky y Bunny ayudan a Buzz cuando este les promete poder irse junto a Bonnie, Bo Peep tiene un momento de duda ante Woody cuando este le sugiere que se marche con él. Frente a ellos, Forky representa todo lo contrario, porque no surgió realmente como un juguete y sus ansiedades son otras distintas, aunque aprenda a comprender el nuevo papel que le ha tocado vivir, en una evolución de personaje bastante tierna, cercana y amena. Ahora bien, esta ansiedad también puede derivar en comportamientos agresivos y negativos, incluso en traumas. Así, tenemos por ejemplo a Duke Caboom, un juguete que se siente deprimido al recordar cómo fue despreciado por su dueño al no poder cumplir con las expectativas que la publicidad vendía en televisión. Pero también a la pseudovillana de esta entrega, Gabby Gabby, una muñeca antigua.

La saga ha ido perdiendo cada vez más el carácter violento de sus villanos. Por ejemplo, en la primera entrega, Sid representaba la antítesis del niño bueno, Andy, no había ningún fondo que explicara su comportamiento. Posteriormente, en la segunda se nos presentaba a un juguete malévolo que deseaba encontrar su lugar en el mundo sin tener en cuenta la opinión o los deseos de los demás, despreciando ese estilo de vida de pertenencia a un niño. De ahí pasamos a una tercera entrega en la que se nos presente a una especie de dictador de la guardería cuyo carácter viene definido por una triste historia al haberse convertirse en un juguete abandonado en un descuido y ser sustituido por otro muñeco que le impedía regresar a casa. Ahora, quien podría considerarse la mala de la película tan solo ansía lo mismo que todos los demás han disfrutado: una niña que la quiera. Aunque para ello, debe conseguir una pieza concreta que Woody también posee. Llegado el momento, la obra le deja espacio a este personaje para redimirse, sufrir una decepción y encontrar un destino favorable.


Sin duda, Toy Story 4 es una de las historias más maduras de la saga, porque se distancia de su mensaje habitual y nos muestra una crisis existencial con ecos puramente nostálgicos. Igual que en Del revés (Pete Docter, 2015) se nos proponía el paso de la infancia a la adolescencia, en esta encontramos otro tipo de cambio vital, más adulto, en el que se invita a abandonar la zona de confort para arriesgarse a vivir una vida nueva. Además, no deja de ser una película emotiva y muy entretenida, con buenos toques de acción y una animación espectacular, dentro de uno de los niveles más altos de Pixar.  Cuenta también con un humor fresco dentro de la saga gracias, por ejemplo, a la incorporación de Forky y los dos peluches, Bunny y Ducky, así como toda la subtrama, ya mencionada, de los viejos juguetes interviniendo en la vida de los humanos. Y su conclusión es una auténtica despedida, en la que se pone el broche final a la evolución de Woody como personaje, un personaje que ha ido creciendo en la misma medida que sus espectadores.


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