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30 junio, 2018

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Faro en Formentera, fotografía de LJ
El calor parece haber llegado para quedarse con el mes de junio. Y han llegado también las vacaciones académicas, aunque aquí no nos queremos detener. Durante este mes nos habéis acompañado con asiduidad, como en anteriores ocasiones, aunque debemos destacar la cantidad de comentarios que nos habéis dejado y que os agradecemos. Hemos tenido más de 14000 visitas y los seguidores se han mantenido: Blogger, con 179, en Twitter con 611 o en nuestra página de Facebook, con 175.

El cine ha sido eje de nuestro mes de junio. Desde absolutas joyas inolvidables como El precio del poder (Scarface) hasta últimos estrenos como Con amor, Simón. También hemos ido desde cintas independientes como Captain Fantastic hasta un blockbuster como Jurassic World.

Todo ello sin olvidarnos de la literatura, con un repaso a dos obras de Calderón de la Barca, ni de la música, con un repaso a la carrera de Vangelis.

Brian de Palma y Al Pacino en el rodaje de Scarface
Esperamos seguir deleitándoos durante el verano aún con más contenido que estos últimos meses. Os animamos a comentar vuestras opiniones y a disfrutar, sobre todo, de la cultura.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Seguimos recomendando canales de Youtube que consideramos interesantes, en este caso sobre ciencia: CdeCiencia, que en su último vídeo ha colaborado con Jaime Altozano para explicarnos las razones por las que nos gusta la música.



"El jarrón da forma al vacío y la música al silencio"
                  - Georges Braque (1882-1963)




Música Inolvidable (XXXV): Vangelis

27 junio, 2018

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El compositor griego Evangelos Odysseas Papathanassiou (1943), Vangelis para los amigos melómanos, no solo ha influido en el cine o en la llamada música New Age; realmente, lo ha hecho en la misma imaginación. Aunque particularmente, estas taxonomías musicales no me convencen, y prefiero hablar de conjuntos o de autores, lo cierto es que Vangelis pertenece a una época tanto como a un movimiento, el de la música cósmica y electrónica, donde encontramos a figuras tan señeras como los sustanciales grupos Kraftwerk y Tangerine Dream, el vibrante Jean-Michel Jarre (1948), el ensayista de la paráfrasis sideral Tomita (1932-2016), el espiritual Deuter (1945), el discotequero -en el mejor sentido- Giorgio Moroder (1940), o el maestro precursor del clásico moderno, Walter Carlos (luego Wendy Carlos; 1939).


Ellos dignificaron el sintetizador, cada uno en su estilo, unos años antes de que este se introdujera en nuestras vidas, de forma definitiva, por vía del pop (lo que sucedió hacia 1981 u 82, ya como un componente claramente establecido).

En el caso de Vangelis, esta andadura comenzó con un grupo de rock sinfónico llamado Aphrodite’s Child (1968-1972), junto a Demis Roussos (1946-2015). Sin embargo, pronto adquirió dominio e independencia, aunque las colaboraciones con su paisano no se interrumpieron, al punto de ser Demis Roussos la exótica voz que acompaña algunos de los inolvidables pasajes de la partitura para Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Otras bandas sonoras de interés, que se beneficiaron del cálido sonido envolvente y sugestivo del compositor, fueron la afamada Carros de fuego (Chariots of Fire, Hugh Hudson, 1981), Desaparecido (Missing, Costa-Gavras, 1981, estrenada al año siguiente), 1492, la conquista del paraíso (1492, Conquest of Paradise, Ridley Scott, 1992) o Lunas de hiel (Bitter Moon, Roman Polanski, 1992).

A lo que podemos añadir el acompañamiento vitalista (primordial y reflexivo), dado a los documentales del francés Frederic Rossif (1922-1990), a los que pasaremos a referirnos a continuación, musicalmente hablando.


Dejando a un lado los primerizos y algo esquivos trabajos en solitario del músico, como Amore (1973), de la que aún aguardamos una buena edición en CD, la primera pieza imprescindible del compositor es la banda sonora de uno de los documentales de Rossif, L’apocalypse des aniamux (El apocalipsis de los animales, 1973), que contiene la conocida Petite fille de la mer (La pequeña hija del mar, cuyo enlace proporcionamos al final de este artículo). Una ensoñadora y “debussiana” creación, que ya despliega las texturas más características y armónicas de su autor. Le siguieron Ignacio (también conocido como Entends-tu les chiens aboyer?: ¿Oyes a los perros ladrar?), de 1974, el cenital Heaven and Hell (1975), recordado por servir de estratosférica apoyatura musical a la célebre serie de televisión Cosmos (1980), del inquieto Carl Sagan (1934-1996); Albedo 0’39 (1976), contenedor de los estupendos y muy televisivos Pulstar y Alpha, y uno de mis trabajos favoritos del autor, Spiral (1977), con el inigualable y melancólico To the Unknown Man (igualmente, al final de este artículo), sin olvidar el místico y conceptual China (1979).

Muy conocida de aquellas fechas, en sí mismas, todo un dechado de creatividad para la mayoría de compositores e instrumentistas, es Opera sauvage (1979), nuevo trabajo para Rossif, en el que destaca el evocador Himno y L’enfant (El niño), posteriormente utilizado en la película de Peter Weir (1944), El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982).

A esta primera melodía le puso hermosa voz la compatriota Nana Mouskori (1934), con letra en italiano, en la versión titulada Ti amero (1986); así como en francés, respecto al tema principal de Desaparecido, Tu m’oublies (1986). A su vez, su asociación con el cantante Jon Anderson (1944) legó trabajos y canciones tan reconocibles como las contenidas en los álbumes Short Stories (1980), The Friends of Mister Cairo (1981), Private Collection (1983), otro predilecto para mí, por contener el bello tema instrumental Horizon, y el bonito aunque menos conocido Page of Live (1991), que en muchos sentidos, anticipa el posterior Voices (1995), para el que esto suscribe, el mejor trabajo de Vangelis en la década de los noventa. Demostrando con todo ello una prolífica inspiración, lo que no solía ser demasiado habitual.


No quiero dejar en el tintero otras creaciones de Vangelis. Junto al desconcertante -por dodecafónico- Beaubourg (1978), y el relativamente áspero Mask (1985), aunque con un retentivo tema central (el segundo movimiento), cabe tener en consideración las apreciables Antarctica (1983), Direct (1988), regreso al Vangelis más intuitivamente electrónico, con temas imprescindibles como Elsewhere o Glorianna, y el inquieto y pegadizo The City (1990), con otro tema reposado, después de tanto ajetreo urbano, similar al blues de Blade Runner, llamado Procession. The City es, merced a esa radiografía ciudadana, otra tentadora y excitante entrega del talento de Vangelis.

Junto a sus ya mencionadas obras con Rossif, también destacan Sauvage et Beau (Salvaje y bello, 1984) y La fête sauvage (Fiesta salvaje, 1976), que incorpora sonidos africanos que, una vez más, nos trasportan a la realidad de otra dimensión; en esta ocasión, en los confines del Kilimanjaro.

Como podemos observar, además de escuchar, la relación de Vangelis con el cine, sea de ficción o documental, ha sido fructífera, resultando lógico que la narrativa fundamental del siglo XX, que es la cinematográfica, se acompasara a la calidad de aquel periodo tan inventivo. Incluso su último y muy recomendable trabajo de estudio, guarda relación con una misión espacial real, ficcionalizada a través de la partitura. Un recorrido minimalista e hipnótico que se presta a banda sonora, y en el que la protagonista es la sonda Rosetta (2004-2015), en el álbum de igual título, de 2016.


Pero en la inspirada carrera de Vangelis también sobresalen otros empeños, no por soterrados menos estimulantes. A mí me sucede con el biodiverso y medioambiental (¡o micro ambiental!), Soil Festivities (1984), ideal para cualquier día de lluvia, o en el que se anhela una buena tormenta. U Oceanic (1996), que es todo un canto a los profundos misterios del mar, filtrados por el recuerdo de las películas de Esther Williams (1921-2013). O El Greco (1998), nuevo monográfico, dedicado esta vez al gran pintor y estilista residente en España, de origen e ingenio comunicantes (1541-1614).

Por todo ello, Vangelis es definidor de un periodo, que como todo buen artista traspasa. No en vano, una época se puede vivir y revivir. En sus melodías, la atmósfera quieta y la electrónica más orgánica se abrazan con afectuosa armonía. Vivir para escuchar, para prestar atención. Es lo que siempre nos ha dicho Vangelis.


La pequeña hija del mar (1973)


Salvaje y bello, tema principal (1984)


Al hombre desconocido (1977)





Para el sábado noche (LXXI): El precio del poder (Scarface), de Brian de Palma

22 junio, 2018

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La atracción por el mal, por el lado oscuro o salvaje, ha sido transitada por los realizadores desde que el cine es cine, al igual que sucede en otras artes. A ello podemos sumar la característica, netamente humana, del personaje malo-bueno que, en contraposición con quienes le rodean, se granjea el favor del respetable (algo así como el ladrón que perpetra un golpe y al que no deseamos que atrapen). En definitiva, son biografías abocadas al desastre que, reales o ficticias, no dejan de estimularnos.

En el caso que nos ocupa, el biografiado es Antonio Montana (Al Pacino), en la ficción de El precio del poder (Scarface, Universal, 1983), un monumental retrato de cuerpo entero con familia al fondo, que parafrasea de forma respetuosa el original de Ben Hetch (1894-1964) y Howard Hawks (1896-1977), Scarface (Universal, 1930; estrenada en 1932). A ambos, guionista y director, está dedicada esta afortunada actualización, lindante con el género del terror.

En cuanto al personal que rodea a Antonio, o Toni Cara Cortada, y que casi lo hace bueno, oscila entre el jefe del departamento de narcóticos, Mel Bernstein (Harris Yulin), los matones que le envía Frank López (Robert Loggia) para ajustarle las cuentas, al Club Babylon (escenografía de Ferdinando Scarfiotti [1941-1994]), los que a su vez le manda el narcotraficante Alejandro Sosa (Paul Shenar), incluyendo su sicario particular, Alberto (Mark Margolis), y el círculo de “amigos” de este último, todos ellos en cargos muy influyentes. Podemos añadir algún que otro banquero que apenas sale de su asombro pero que se suma a la fiesta (Dennis Holahan).

Todo ello, armonizado con la vibrante música del estupendo Giorgio Moroder (1940) -lo lamento por los puristas-, la restallante fotografía de John A. Alonzo (1934-2001), el deslenguado guion de un encarrilado Oliver Stone (1946) y, por descontado, la espléndida labor de dirección de Brian de Palma (1940).


El realizador pone en funcionamiento todo su bagaje -¡su arsenal, cabría decir!- en materia cinematográfica, como demuestra el movimiento circular en su inicial presentación y descripción del personaje principal, los fundidos a negro, grúas que ralentizan la tensión del plano, imágenes de acercamiento o alejamiento, la cámara que focaliza el plano general en una persona, sea Toni cuando ve por primera vez a Elvira (Michelle Pffeifer), sea su hermana Gina bailando (Mary Elizabeth Mastrantonio), o el blanco de una ejecución, como el ex mandatario Emilio Revenga (Roberto Contreras); o en fin, el expresivo empleo del plano-contraplano entre Toni y el camello Héctor (Al Israel), que marca el distanciamiento entre ambos y su cruda falta de entendimiento.

Pero recapitulemos. Antonio accede a los EEUU entre una multitud que, liberada del paraíso cubano, arriba a la tierra de promisión. Tras un periodo de cuarentena en un campo para refugiados, encorsetado entre un amasijo de autopistas, Antonio y su amigo del ejército Manny Rivera (Steven Bauer), van escalando puestos trabajosa pero inexorablemente. Como contrapartida, la madre de Antonio se negará a reconocer las intenciones cargadas de buenas razones de su hijo, lo que no sucederá con la hermana, atraída por ese ofrecimiento envenenado.

Según el propio Antonio, en ese plano-secuencia inicial, se fijaba en encarnaciones como las de James Cagney (1899-1986) o Humphrey Bogart (1899-1957); el Cagney de Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949), y el Bogart de Calle sin salida (Dead End, 1937) u Horas desesperadas (The Desperate Hours, 1955), ambas de William Wyler (1902-1981). Esta apreciación es una forma de rendir tributo a los clásicos del género.


Antonio comenta, además, a los policías que le interrogan con brusquedad, a su llegada a Miami, que su padre era norteamericano, con lo que el suyo es más bien un retorno. Significativamente, la primera imagen que tenemos de la ciudad, propiamente dicha, es la del paisaje que sirve de anuncio a un restaurante; de forma simbólica, representa el estancamiento o espejismo del sueño americano para nuestros protagonistas.

Algo que precede y se pone en marcha durante el descarnado enfrentamiento con los traficantes colombianos, en un hotel de la costa (mientras dan por la tele Terremoto [Earhquake, 1974], del bueno de Mark Robson [1913-1978]). Todo un barullo que pondrá a Toni y a Manny en contacto con Frank López, traficante a su vez, pero portador de cierto código de lealtad (hasta que se le inflan las narices, claro).

Sin embargo, su campechanía es evidente. Todos me llaman Frank, se ufana, desde los muchachos del equipo juvenil de beisbol que patrocina, hasta los fiscales de esta maldita ciudad. Sincero es, no cabe duda.

De igual modo, Antonio es descrito tanto por las imágenes de la película como por él mismo. Por ejemplo, cuando asegura no poseer apenas cultura, pero sí agallas (él dice otra cosa), y cierta ecuanimidad (no mata -y es verdad- a quien no se lo tiene más que merecido, ¡destinatarios de la droga aparte!). Según él mismo, merece el mundo con todo lo que contiene.


Y en efecto, es esta una característica que se traslada a la propia filmación, su desmesura. Cuando tienes el poder, tienes el dinero, y cuando tienes el dinero, tienes a las chicas, le espeta Toni a Manny. Su hiperbólico existir, ilustrado por ese tigre en el jardín, es fiel reflejo de lo que acontece en la película: droga, alcoholismo, avidez envuelta en neón, toda una dependencia de la infelicidad. En suma, un hastío del dinero y de darle a la coca, que De Palma visualiza en el plano con grúa que muestra a Antonio en la soledad de su portentosa bañera redonda.

Más aún, el paralelo con el movimiento circular del principio del relato (casi una premonición), acontece en un restaurante donde todo ese tedio y apatía salen a relucir. Estando colocado, Toni enarbola su discurso del “malo”, pero la ironía, que tantas veces imita a la historia, consistirá en que la pillada de Toni Montana es a causa de la evasión de impuestos. El principio de su fin y de casi todos los que le rodean. Algo que López ya le advirtió, al decir que el mayor problema es saber qué hacer con tanto dinero.

Junto a la escabechina perpetrada en el Club Babylon, tampoco podemos dejar de mencionar la excelente secuencia en que la vida de un abogado, su esposa y sus hijos, pende de un hilo (o un cable), merced a una bomba instalada en los bajos de su vehículo. Imágenes cargadas de angustia donde, a pesar de todo, sale a relucir la parte menos negativa de Antonio Montana.


Película de contenido realista, El precio del poder es una de las más crueles y despiadadas narraciones sobre el mundo de la droga. No quiero decir con esto que no las haya habido más violentas, gráficamente hablando: desde entonces a esta parte se han sucedido los horrores, aunque me temo que más por nerviosismo y malformación cinematográfica que por afinidad temática. Lo que distingue, precisamente, a El precio del poder, es su contenida y clásica planificación, al punto de que Brian de Palma no sacrifica los puntuales pero estratégicos momentos de quieta tensión, de relativa pausa, como sucede en los prolegómenos al asedio de la mansión de Toni Montana. Así, la película presenta unos marcados claroscuros, pero prescindiendo de la estética noir, si bien, incluyendo el alivio cómico de algunas notas de humor negro.

De este modo, el realizador no confunde acción con crispación cinematográfica, como demuestra la ejemplar filmación, el montaje, y un empleo del sonido que es, asimismo, un sangriento indicador. Ello, pese a que el exceso forma parte, como digo, de la personalidad (y particular coraje) de Antonio Montana, que no se fija límites y lo cree controlar todo. La ambición ha sido su primera adicción.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Jurassic World, de Colin Trevorrow

18 junio, 2018

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La fascinación que los dinosaurios han provocado a las distintas generaciones de los últimas décadas tuvo su proyección cinematográfica más atractiva en Parque Jurásico (1993), de la mano de Steven Spielberg (1946). Sin embargo, no era la primera vez que Spielberg estaba ligado a un proyecto sobre dinosaurios, ya fue productor de la primera entrega de la entrañable saga de animación En busca del valle encantado (Don Bluth, 1988) y tampoco su película fue el  único motivo por el que muchos niños se sintieran atraídos por estas criaturas, cuyo trágico final y sus vivencias anteriores a la existencia del ser humano han suscitado un interés único para la humanidad. Debido a ambos factores, y dado que nos encontramos en una época de rescates nostálgicos, también llamados remakes, reboot o secuelas, no nos debe extrañar que la saga fuera recuperada recientemente con una cuarta entrega: Jurassic World (2015).

Aprovechando la distancia temporal con la película original, la propuesta argumental es un mundo en el que, tras los acontecimientos de la primera entrega, se ha retornado a la isla Nublar para crear un parque como deseaba John Hammond (Richard Attenborough, cuyo personaje aparece mencionado y como estatua, al estilo de Walt Disney en los parques temáticos de la compañía).


El parque, financiado por Simon Masrani (Irrfan Khan), se llama Jurassic World y se ha convertido en un foco turístico muy beneficioso. A su vez, la presencia de los dinosaurios es aprovechada para experimentar con ellos, en una doble vertiente: estudiar su comportamiento e incluso domarlos, como pretende Owen Grady (Chris Patt), o intentar crear nuevos seres a partir de la manipulación genética, como pretende el doctor Henry Wu (B.D. Wong, rescatado de la película original) con el fin de crear criaturas aún más atractivas para el gran público... o quizás para un público más selecto: el militar.

Comenzamos nuestra visita al parque a través de los ojos de dos hermanos, Gray y Zach Mitchell (Ty Simpkins y Nick Robinson, respectivamente), siguiendo así con los paralelismos, que son varios. Ambos son sobrinos de la gerente del parque, la fría y distante doctora Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), que los dejará solos por las atracciones mientras ella se ocupa de una nueva criatura creada por la manipulación genética: el Indominus rex. Sin embargo, la forma de criar a esta criatura, como reverá Owen Grady, así como el conjunto de genes que le otorgan unas habilidades inesperadas, provocará que el dinosaurio se rebele y consiga crear el caos en el parque.


A pesar de las apariencias, la película está descafeinada A diferencia de aquellas escenas de cierto suspense terrorífico que logró Spielberg con los velociraptores, en esta no llega a existir tanta tensión: las víctimas resultan obvias, los protagonistas se salvan de forma continua y absurda, tampoco faltará el deus ex machina que tan simpático pudo resultar en Parque Jurásico, pero que aquí se ha convertido en un recurso más que manido y que representa bastante bien la falta de ideas que se encuentra en esta obra.

Es más, mientras que en aquella se jugaba con lo desconocido, esta cae en el error de resultar llamativa por los fallos tan pueriles que cometen sus personajes, todo por seguir una crítica contra el tejido empresarial que ya hasta resulta más que aburrido. Como de nuevo la vigencia de un representante del ejército, o peor, un mercenario, cegado por sacar beneficio de la situación. Maniqueísmo aún peor que en la original, dado que al menos allí existía un carisma del que aquí carecen la mayoría de personajes.


En este sentido, hay una falta de equilibrio en el desarrollo de los personajes. Owen Grady no pasa de ser un héroe arquetípico, que es honesto y honorable, que valora a la fauna con respeto y que rechaza los métodos tanto militares como empresariales voraces. Además, es capaz de salir de cualquier situación con ingenio y con una personalidad que casa bastante bien con el actor, tanto que podríamos sentir que estamos viendo al Star Lord de Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014) en un universo alternativo donde nunca hubiera abandonado la Tierra (sensación que se acrecienta aún más en la secuela). La protagonista, Claire Dearing, es un personaje inconsistente e incoherente, que pasa de ser una empresaria fría y distante, incapaz de abandonar los tacones o de lidiar con los mosquitos, a una especie de aventurera algo asustadiza e incapaz de controlar sus impulsos. Incluso podemos considerar que nunca llega a tomar el control de la situación como debiera, ni toma una decisión adecuada, por ejemplo, respecto a sus sobrinos.

Hay un intento de desarrollo emocional entre los niños, aunque se trata de un intento vacío y previsible de unión fraternal en la discordia. Si la aparición de niños en las entregas ha sido generalmente criticado como un defecto, aunque sea ya un elemento prácticamente imprescindible de cada entrega, lo cierto es que su rol en esta obra queda muy alejada de los hermanos Murphy en Parque Jurásico, a pesar de que aquellos pudieran resultar más pesados, al menos lograban una evolución más coherente y cohesionada además de tener algunas escenas memorables. Por supuesto, por la pantalla desfilan personajes prescindibles y sin carisma, sin faltar el antagonista maniqueo de turno o alguna muerte absurda por la forma en que se realiza.


En definitiva, Jurassic World intenta repetir la fórmula, pero con menor calidad y más dosis de ridículo en sus resoluciones. Hay homenajes a la saga incluso con la aparición estelar de las instalaciones originales o ciertas reminiscencias musicales, pero apenas cuenta con secuencias memorables, coherencia, evolución de los personajes o carisma más allá del arquetipo. Hay una carencia de sentido lógico por parte de la mayoría de personajes y el final queda abierto en exceso, a la espera de una evidente segunda entrega. Con todo, se puede rescatar algunas ideas que podrían haberse desarrollado más, como el adiestramiento de dinosaurios, o que algunas secuencias de acción se sitúan en la espectacularidad que se espera de un blockbuster. Obviamente, no se trata de una obra que pretenda ser profunda, pero lo que en los noventa podía resultar aún novedoso o válido, en esta época ha quedado ya repetitivo y cansino. Es decir, esta entrega pierde el carisma y el alma de la original, a pesar de no dejar de seguir sus pasos.


El autocine (L): El día veintisiete, de William Asher, y Pánico infinito, de Ray Milland

12 junio, 2018

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Los alienígenas han secuestrado a cinco seres humanos. No, no pongan esa cara, ya que según la prensa suceden cosas aún más portentosas (incluso en el ámbito de la política). El caso es que los cinco terrícolas han sido abducidos con objeto de encomendarles una tarea muy especial: decidir el destino del resto de la raza humana.

En efecto, estas personas tienen el poder de determinar lo que será de nuestra especie, merced a unas cápsulas devastadoras que, uno de los visitantes del espacio, apodado el extranjero (The Alien), les ha entregado. Este alienígena versallesco pero retorcido a más no poder está interpretado por el eficiente Arnold Moss (1910-1989), al que muchos recordamos como el pérfido Karidian del episodio de Star Trek (1966-69), La consciencia del rey (The Conscience of the King, Gerd Oswald, 1966). Él es el portavoz de una prosapia extraterrestre cuyo planeta se extingue. Con lo que, necesitan el nuestro, ya que el suyo va a dejar de ser habitable en pocos días. En este lapso de tiempo, los escogidos deberán mostrar de qué pasta están hechos, salvando la Tierra o abocándola al desastre (aunque sin dañar al resto de especies vivas del planeta). Es decir, que se nos ofrece la posibilidad de aniquilarnos a nosotros mismos, sin la necesidad de tener que pasar por la incomodidad de una invasión avant la lettre, que dejaría bastante maltrecho todo el paisaje. El planteamiento irónico consiste en que el veneno de las cápsulas es tan respetuoso como letal.

Ello nos recuerda que somos unos inquilinos más, vagando por el cosmos, y que no es mala idea dejarle hueco a otros seres, probablemente, más responsables y ecuánimes. Por su parte, los invitados por el extranjero son la señorita inglesa Evelyn Wingate (Valerie French), el periodista norteamericano Jonathan Clarke (Gene Barry), la ciudadana de origen chino Su Tan (Marie Tsien), el profesor de física alemán Klaus Bechner (George Voskovec) y el soldado ruso Ivan Godofsky (Azemat Janti). Pertenecen, por lo tanto, a diferentes estratos sociales, etnias y condiciones culturales, con lo que resulta ameno comprobar cuál será la reacción de los convidados ante semejante reto, atendiendo a sus distintos orígenes y entornos, además de situaciones personales.


Son estas unas abducciones en la sombra, pues tienen lugar en un lapso de tiempo que ha permanecido congelado para el resto de los habitantes de la Tierra.

Tal es la premisa de El día veintisiete (The 27th. Day, Columbia Pictures, 1957), modesta pero efectiva puesta en escena de la novela del canadiense John Mantley (1920-2003), de igual nombre, publicada el año anterior. En parte, la novela fue adaptada por el guionista de Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955) y The Monolith Monsters (John Sherwood, 1957), Robert M. Fresco (1930-2014), finalmente no acreditado, en favor de la supervisión -o reescritura- definitiva del propio escritor. La película fue dirigida por William Asher (1921-2012), responsable de muchos de los capítulos de series tan míticas como Te quiero, Lucy (I Love Lucy, 1951-57) o Embrujada (Bewitched, 1964-1972), y de largometrajes como el divertido ciclo -en muchos sentidos irrepetible- compuesto por Escándalo en la playa (Beach Party, 1963), Bikini Beach (1964), Playa de locuelos (Muscle Beach Party, 1964), Diversión en la playa (Beach Blanket Bingo, 1965), o Fireball 500 (1966), junto a una buena muestra de cine de terror con Amenaza en la noche (Night Warning, 1983).

Además, la película cuenta con una soterrada pero bonita música del para mí desconocido Mischa Bakaleinikoff (1890-1960). Indagando en la red, descubro que se trata de un prolífico director del departamento de música de los estudios, aparte de un instrumentista y compositor.

Como es mi costumbre, no deseo desvelar toda la trama, pero sí mencionaremos la evidente originalidad del planteamiento, en lo que concierne a la apertura de las cajas que contienen las referidas cápsulas, a través del pensamiento, y el modo en que estas se pueden poner en funcionamiento de forma oral, esta vez, por parte de cualquiera que las maneje. Para animar esta tesitura extrema, y pese a que el extranjero insiste en que no va a haber invasión, de hecho, la hay desde el momento en que este se aparece al resto del mundo a través de los medios televisivos.

No deja de ser interesante, asimismo, el hecho de que el heroísmo de la conclusión del relato recaiga sobre un personaje fuera del ámbito americano o inglés (¡pese a la evidente conexión anglosajona!), lo que refuta, o al menos mitiga, el maniqueísmo de algunas de las premisas de ciencia ficción (no todas, por mucho que se empeñen) de aquella época. Lo cierto es que esta resolución no es tan extraña si tenemos en cuenta que, para el extraterrestre, todos formamos parte de una misma familia.

Él lo especifica bien cuando recuerda a los terrícolas, en el interior de la nave alienígena, que no se encuentran allí en representación de ninguna raza particular, sino de la humanidad en su conjunto. Tampoco podemos soslayar el hecho de que el joven soldado ruso se comporta de manera heroica, aunque sucumba a los beneficios de las ideologías más totalitarias. Podemos decir que Ivan Godofsky es abducido dos veces, primero por el extranjero celeste, más que celestial, y luego por sus propias autoridades.

De igual modo, otro de los protagonistas se inmola sin apenas ceremonias (narrativas), para dejar inactivas sus cápsulas. Sin duda, una solución tan expeditiva como valerosa y, en cualquier caso, pragmática, acorde con la idiosincrasia de tan fugaz pero decisivo personaje.

A su vez, a punto está de fenecer el profesor Bechner a causa de un atropellamiento, pero el destino de esta figura devendrá en crucial. Por su parte, Jonathan y Evelyn encuentran momentáneo acomodo en las instalaciones deportivas de un hipódromo, fuera de temporada y sin apenas vigilancia. Hasta que las circunstancias puestas en movimiento tras la aparición del extranjero ante la humanidad, les hagan tener que tomar muchas determinaciones.

En suma, pese a que Jonathan Clarke recuerda que la gente odia por miedo a lo desconocido, que es casi todo, los humanos (si no todos, los que nos conciernen) sabrán estar a la altura del desafío. Un desenlace casi metafísico se concreta al final de la película, a modo de invitación por la paz. Elegante y concisa, El día veintisiete plantea la incertidumbre de los caminos que, de una forma voluntaria o sugestionada, tomamos, y que conforman la suerte que nos labramos, a un nivel global. ¿Quién arbitra realmente nuestro destino, nosotros u otros? ¿O tal vez el proceloso cosmos? ¿O todos ellos en una amalgama que se nos escapa?

Pero si la situación que se expone en El día veintisiete es en potencia, en Pánico infinito (Panic in Year Zero, MGM-American International, 1962), será en acto. Aquí, una terrible catástrofe acontece realmente, y los personajes habrán de desenvolverse dentro de ella a posteriori. Así lo determina el inspirado guión de los poco prodigados Jay Simms (-) y John Morton (-), en torno a un relato de Ward Moore (1903-1978), con la música de Les Baxter (1922-1996), en lo que es una composición jazzística muy de época, pero por eso mismo, de una entonada extrañeza.

El cabeza de familia de los Baldwin (un estupendo Ray Milland), aparece probando su caña de pescar junto a su vehículo con caravana, en lo que pretende ser el inicio de una jornada familiar en el campo. Una estampa cotidiana que pronto se verá alterada por las explosiones nucleares en la ciudad de Los Ángeles (EEUU). De ello dan cuenta un sencillo efecto óptico que se repite varias veces, y la temible imagen del hongo nuclear. Circunstancia inesperada que pilla desprevenida a toda la familia Baldwin, en ruta hacia las montañas; podríamos decir, que mientras se dirigen a su propio destino. Sin embargo, tal recorrido pasa a no tener una meta fija, salvo la supervivencia. Como resume Harry, en esta nueva tesitura dos y dos ya no suman cuatro.

Parte de la película se desarrolla on the road, y la otra mitad, en el entorno agreste que el clan va a emplear como refugio de la radiación. La primera necesidad imprevista es la de abastecerse de alimentos y hacer acopio de algunas herramientas indispensables, al margen de varias armas de fuego. Lo que origina conflictos y situaciones que ya no se pueden sostener por vía del dinero (aunque este siga siendo el principal instrumento de canje). A la progresiva dureza de los sucesos, responderá Harry con “proporcional” severidad y firmeza. Por eso, junto a la desintegración del átomo, existe el peligro de la del propio matrimonio, formado por Harry y Ann (la inolvidable Jean Hagen). Sus hijos son Rick (el simpático Frankie Avalon) y Karen (Mary Mitchell). A este respecto, la narración también muestra cómo Rick corre el riesgo de sucumbir ante una coyuntura extrema, bajo el disfraz del estímulo y la fascinación. Por suerte para todos ellos, sabrán sobrellevar las circunstancias hasta el final de la película (que no de una historia que, por otra parte, no puede volver a ser la que era).

A dicha templanza contribuye Ann, que ayudará a Harry a recuperar su anestesiada humanidad, al tiempo que el efecto se hace extensivo a la joven Marilyn Hayes (Joan Freeman), otra superviviente que se ha agregado al grupo.


Pero antes del desenlace, la actitud agria y determinante, justificable en tal contexto, no es exclusiva de Harry. Lo vemos de manera bastante gráfica en el conjunto de la masa de supervivientes que se traslada por carretera huyendo del caos. Quien estorba es literalmente apartado de la calzada, en sí misma, oportuna metáfora fluvial donde no existe la camaradería, sino tan solo los más básicos instintos de supervivencia. Cuando los Baldwin se ven en la necesidad de atravesar todo ese torrente de vehículos, de almas que van a dar a un incierto mar, para así poder proseguir con su propio avance (no por casualidad, fuera de la corriente principal de los demás), habrán de alterar este cauce más de lo que ya lo está.

La intención es la de poder sobrevivir, hasta que se haga posible el regreso a una sociedad más estabilizada, capaz de reconocerse de nuevo en la civilización. De este modo, tras hallar un entorno adecuado y de aspecto seguro, en el que poder establecerse, los Baldwin procederán a borrar todas sus huellas, como si, en efecto, nunca hubieran existido. Lo que, huelga decirlo, no impedirá que el lugar sea transitado por otros.

Es entonces cuando comienzan a conocerse los miembros de la familia (aunque, como digo, al final sea para bien). Porque, ¿hasta qué punto se hace peligrosa o problemática la reinserción en la sociedad? ¿Es mejor permanecer aislados? Lo cierto es que Ann necesita de su fe en los demás para poder continuar viviendo, el disponer de alguna esperanza.


Filmada con notable eficacia por Ray Milland (1907-1986), la tensión no decae en Pánico infinito. El brutal asesinato de la familia del ferretero Johnson (Richard Garland), es buen ejemplo de ello, precisamente porque asistimos a su descubrimiento más que a la ejecución. Se trata de un momento terrible que parece dar la razón a Harry; sin embargo, nada que ver la actitud de nuestro protagonista y su hijo con la de los asesinos de dicha familia, además de violadores de otro de los personajes de la trama. Por encima de los Baldwin, parece prevalecer el afán de superación y la buena disposición de ánimo, como ilustra la divertida imagen de Rick dibujando un coche en la pared de una cueva.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Captain Fantastic, de Matt Ross

10 junio, 2018

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A pesar de intentar evitarlo, vivir en la incoherencia y la hipocresía es más habitual de lo que pretendemos. Cada vez más podemos percibir cómo los valores que van incorporándose a nuestra sociedad provoca, por una parte, un choque con lo anteriormente establecido, lo que repercute en el habitual duelo generacional, y por otra, nos hace aspirar a un tipo de sociedad que, en la mayor parte de ocasiones, no coincide con nuestros actos. Es decir, procuramos clamar mensajes a favor de la ecología, la igualdad, la vida sana, la educación, la libertad o la mesura, pero vivimos en una continua disonancia con esos mismos mensajes, de una forma u otra. De ahí que Captain Fantastic (2016) pueda suponernos un relato incómodo.

En esta película de cine independiente, el director y guionista Matt Ross nos plantea una reflexión en torno a la educación y al desarrollo social en las líneas que mencionábamos antes. El argumento es bien sencillo: una familia habita en la naturaleza, alejados del capitalismo estadounidense que les rodea, formando a sus hijos tanto física como intelectualmente a través de la experiencia en primera persona tanto ejercitándose en medio de la naturaleza como leyendo acerca de cualquier tema que les cause interés, a un nivel de profundidad que algunos podrían considerar inadecuados para su edad. Sin embargo, la madre, ya ausente cuando empieza la obra, se ha suicidado lejos de su hogar y ahora el padre, Ben Cash (contundente y entregado Viggo Mortensen), decide sumergirse junto a sus hijos en un viaje para cumplir la última voluntad de su esposa. No obstante, a pesar de la sencillez argumental, el foco se sitúa en la forma en que Ben educa a sus hijos y en el posterior choque entre sus principios y los del mundo que le rodea, debiendo enfrentarse a los defectos de su propio sistema.


De esta forma, la película se desarrolla en tres partes más un epílogo que sirve de cierre. En la primera parte descubrimos a esta peculiar familia dentro de su entorno propio, con su rutina, que se asemeja a un estilo de vida primigenio: sin tecnología, en la naturaleza, viviendo de la caza, de la agricultura y educándose en la lucha física y en el ejercicio como si se tratasen de atletas de élite. A su vez, su entretenimiento llega con los libros, que van desde las grandes novelas de la literatura universal hasta ensayos sobre física cuántica o política. Sin faltar tampoco la formación musical o el necesario cariño, todo ello desarrollado de forma intergeneracional, con la convivencia y el aprendizaje mutuo de todos los hijos a la vez, a pesar de su diferencia de edad.

A partir de la sinceridad, Ben no duda en presionar a sus hijos para lograr que piensen por sí mismos: obliga a una de sus hijas, Kielyr (Samantha Isler), a reflexionar sobre lo que le produce la novela Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) en lugar de que se quede en un mero "interesante", fuerza a su hijo Rellian (Nicholas Hamilton) a superar la dificultad de una escalada sin ayuda alguna, porque así se enfrentará en realidad a los demás retos de su vida, y no duda en hablar y explicar en qué consiste la sexualidad cuando el hijo más pequeño, Nai (Charlie Shotwell) se le ocurra preguntar por ello. En su conjunto, los niños son, como se describe en la película, pequeños reyes filósofos.


La segunda parte será una road movie en el que se produzca el choque entre la realidad exterior y el mundo que Ben había creado junto a su mujer Leslie (Trin Miller) para educar a sus hijos. En este parte del relato se certifica la superioridad de la educación recibida por parte de Ben, sobre todo en el crucial encuentro con sus primos, que pone el dedo en la llaga en nuestro sistema educativo, así como el rechazo al capitalismo hasta su última instancia, incluyendo el robo descarado. Sin embargo, también se irán viendo sus debilidades y flaquezas, que concluirán en el funeral y en el enfrentamiento entre Ben y el padre de Leslie, el abuelo Jack (Frank Langella). En ese momento se producirán distintos impactos emocionales para el padre de familia, que le hará replantearse lo que ha hecho y aunque el final, y última parte de la película, es climático, supone también un cambio sutil pero relevante en el protagonista. La serenidad de su epílogo refleja también una humanización de un personaje que había quedado en la película excesivamente endiosado.

Aunque resulta evidente que Matt Ross se decanta por apoyar el sistema de su protagonista, no se permite caer en la ausencia de crítica y mostrará también el apartado negativo de ese sistema. No obstante, es más que obvio que Captain Fantastic apuesta por mostrarnos que una educación basada en el interés, en la motivación, en un aprendizaje real, que parta de los problemas a los que se enfrentan, como estudiar anatomía a través de cómo te enfrentarías a un agresor, u obligando a reflexionar sobre aquello que se lee sin caer en los tópicos comentarios, además de, claro, personalizar la enseñanza a cada individuo; es decir, una educación mucho más eficaz y hacia lo que realmente se recomienda. Sin embargo, la segunda parte de la película mostrará cómo se equivoca Ben y lo hará tanto cuando él mismo se dé cuenta (por ejemplo, al provocar que su hija Vespyr [Annalise Basso] tenga un accidente), como cuando se lo reprochen sus hijos (especialmente, el díscolo Rellian), así como las ocasiones en que la forma de actuar de estos personajes sea reprobable e inmoral, a pesar de sentirse dignos.


No en vano, la obra no esquiva la oportunidad de comparar al abuelo Jack, muy conservador y rico, con el pensamiento de Ben para mostrarnos las imprudencias de un lado como de otro. A fin de cuentas, que Jack sea tan dictatorial y ocupe el poder por influencias no se aleja de la forma en que Ben ha moldeado a sus hijos a su antojo, inculcándoles las ideas que él consideraba oportunas y un desprecio e intolerancia hacia el pensamiento de las demás personas. Una de las grandes incoherencias de un personaje que, llegado el momento, pedirá a su hijo mayor, Bodevan (George MacKay) que trate adecuadamente a la mujer de la que se enamore, pese a que eso quizás no incluya el respetar sus creencias, su forma de vida o su pensamiento político.

A todo lo mencionado, debemos sumar el recuerdo a Amor y pedagogía (Miguel de Unamuno, 1902), novela en la que el autor bilbaíno plantea también un sistema educativo para crear un genio olvidándose del factor emocional, hecho que será crucial para la vida -y muerte- de ese hijo genial. Comentaba que debíamos sumarlo porque Captain Fantastic plantea una situación semejante con respecto a Bodevan, del que contemplaremos su primer acercamiento amoroso a una muchacha con la consecuencia más evidente: pertenecen a mundos distintos y allí donde Bo es un genio, en el mundo cultural, no lo es en las relaciones humanas. El sistema de Ben y Leslie creó reyes filosóficos, pero asociales, aislados del resto del mundo, por lo que resultará muy difícil que vivan en él si no aprenden a convivir con sus iguales. Ello no quiere decir que deban perder su pensamiento individual, pero la sociabilidad sigue siendo un factor relevante en el desarrollo humano, como seres gregarios que somos.


Por último, cabría mencionar el hecho de que todo lo relativo a Leslie es confuso a lo largo de la película y logra cierta ambigüedad hasta el final, por lo que también funciona como motor del cambio en la mentalidad de Ben. Si bien su marido estaba convencido de que compartían la misma visión de la realidad, poco a poco la obra nos mostrará que ese idilio quizás no fue real, ya no solo por los problemas psicológicos que atravesó su esposa al desarrollar bipolaridad, sino también por el secreto que mantuvo con uno de sus hijos ayudándole a hacer algo que el padre rechazaría sin duda.

El problema final es que podría haberse tratado de una obra aún más profunda, o quizás más rupturista o radical, más incómoda o más anticlimática, dado que no evita su happy ending. No se trata de una solución realista ni generalizada, pero da buena muestra de otro modelo, de otra forma de ser y, ante todo, de una gran coherencia personal. Todo envuelto en una película bien llevada, con unas actuaciones muy bien sostenidas incluso por los niños y, sobre todo, por el espléndido Viggo Mortensen. A pesar de que no se trata de una reflexión detallada acerca de lo que hace, quedándose en lo superficial, funciona como un buen relato para plantearse que otro estilo de vida, y de educación, es posible.


Con amor, Simón, de Greg Berlanti

08 junio, 2018

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De las últimas películas con temática gay que he podido ver recientemente, tres me han gustado de forma especial, Llámame por tu nombre (Call Me By Your Name, Luca Guadagnino, 2017), Tierra de Dios (God’s Own Country, Francis Lee, 2017), y sobre todo, Con amor, Simón (Love, Simon, Greg Berlanti, 2018). El hecho de que suponga la incorporación de un personaje homosexual como fundamento de la trama, en lugar de un aditamento, más o menos vistoso o divertido, para cumplir con una cuota, dice bastante a favor del estudio responsable de su distribución. En este caso, el mérito corresponde a Twentieth Century Fox.

De hecho, el cine con homosexual no ha de ser un cine destinado exclusivamente a los homosexuales, sino a todo tipo de público formado, ya que en él interactúan las mismas reglas cinematográficas que en cualquier otro género o argumento. En este sentido, Con amor, Simón está pulcramente filmada por el también guionista y creador de la serie -que desconozco- Everwood (Warner Bros., 2002-2006), Greg Berlanti (1972). Curiosamente, al indagar en su currículum, descubro que es el responsable de El club de los corazones rotos (The Broken Hearts Club, 2000), otra película que, en su día, me agradó (aunque hace tiempo que no la he vuelto a ver).

Ello no quiere decir que Con amor, Simón deje de atender a algunos tópicos argumentales y visuales, pero estos están sorteados con innegable pericia. Por ejemplo, parece inevitable que, en muchas películas de similar temática, y he visto unas cuantas, el protagonista se presente a sí mismo y a quienes le rodean por medio de la voz en off. Pero este recurso, muy característico de la narrativa cinematográfica, por otra parte, está bien empleado, entre otras cosas, porque no anula la potencialidad de la imagen. Así sucede cuando el adolescente Simon Spier (Nick Robinson), declara tener un secreto, instantes antes de observar por la ventana a otro muchacho. El secreto queda establecido sin necesidad de ningún subrayado verbal.

De este modo la presentación es divertida, y describe el buen entendimiento con los restantes miembros de la familia, una hermana y los padres (interpretados por Talitha Bateman, Jennifer Garner y Josh Duhamel, respectivamente).


Familiares que se nos anuncian como establecidos en el conjunto de la sociedad de la manera acostumbrada. Precisamente, Simon hace hincapié en esta presentación inicial, en la que se dirige al espectador, en que, secretos particulares aparte, yo soy exactamente como tú.

Y si el Día de la Graduación suele marcar una frontera en la vida de los concurrentes, para Simon Spier lo será el poder compartir su secreto con otra persona. Aunque quién es esa persona es, asimismo, otro secreto.

En efecto, Simon entabla una conversación a través de una red social con otro joven en idéntica situación, pues se halla dentro del armario y tiene miedo de salir al exterior; de enfrentarse a esa lotería que son el comportamiento y aceptación de las personas que nos rodean. Aún de forma involuntaria, todos los comentarios que Simon recibe por parte de sus padres, o más concretamente, de su padre, dan por sentado que es heterosexual. Por lo que resulta muy oportuno el montaje visual que muestra la mordaz (por inversa) reacción de algunos progenitores, cuyos hijos les hacen partícipes de su… ¡heterosexualidad! Una divertida pero elocuente incorporación, que transcurre en la cabeza de Simon. No en vano, a quien se le nota la pluma en el instituto, se le suele insultar, como le sucede Ethan (Clark Moore), si bien, al personaje no le falten otros amigos más comprensivos. Por eso, Simon es valiente al afrontar su condición cuando esta se hace pública.


Lo cierto es que el primero en hacerlo ha sido ese otro chico, apodado Blue, con el que nuestro protagonista se va a cartear vía online. Para Simon, esta posibilidad constituye una ventana abierta por la que poder respirar, como él mismo será capaz de abrir otra, o ensanchar la anterior, para quienes vengan detrás. El desconocido Blue ha colgado un angustioso comentario, al que Simon responde, con objeto de hacerle ver que no es el único en esa situación, además de para poder conversar con alguien que sí le va a comprender.

Pero en lugar de firmar su respuesta de manera anónima, como sí hace la persona que va a airear su implicación en estos mensajes -por mucho que se sepa quién ha sido-, Simon opta por adoptar un nombre, una identidad, aunque sea falsa. Lo cual denota sus deseos de no permanecer en un estancado anonimato por más tiempo.

¿Quién se esconde bajo el sobrenombre de Blue? ¿Será algún compañero de pupitre? ¿Alguien del instituto, o de fuera del instituto?

La forma en que Simon enreda las cosas y a sus amigos para salir del paso, y que no se haga pública esta correspondencia, responde a la estructura de una comedia clásica. Por ejemplo, cuando empareja al chantajista en cuestión, Martin (Logan Miller), con una compañera llamada Abby (Alexandra Shipp), o a Nick (Jorge Lendeborg) con su amiga de la infancia, Leah Burke (la estupenda Katherine Langford). De tal modo que, cuando todo queda al descubierto, es bonito el apunte por el que Simon confiesa no haberse sincerado con Leah, porque le iba a doler más perder una amistad de trece años, que una de seis meses (con Abby, sin dejar por ello de resultar doloroso).


De igual modo, tiene gracia cómo algunos docentes se afanan y esfuerzan para que en el instituto reine una absoluta naturalidad, aquella que está destinada a todos los alumnos. Entre tanto, se van descartando las posibilidades de Simon de poder identificar positivamente a su interlocutor misterioso. Sus misivas a dicho destinatario, aún sin saber de quien se trata, suponen una ilusión muy grande en su día a día. Por eso, desencantado al cosechar una decepción tras otra (lo que también es un componente de la comedia clásica, como las notas finales de romanticismo), el personaje lo pasará regular hasta que el misterio del receptor al fin se desvela, en la emotiva escena del parque de atracciones. En realidad, la esperanza puesta en esta relación online, sin descartar su posible materialización, es lo que mantiene vivo el deseo y la seguridad en Simon.

Un desarrollo pues, de comedia, y por lo tanto, de género cinematográfico, por el que hasta la persona que chantajea al protagonista sabrá reconocer su error, teniendo en cuenta que su intención era, de la misma manera, ser querido por otra persona; en este caso, Abby (Alexandra Shipp), como contrapartida de la referida coacción.

Abundando en ello, están los padres de Simon, que de ser abiertos y enrollados en una sola dirección, pasarán a serlo de forma más amplia, conocedores de las preferencias de su hijo. Aparte de que no todas las personas maduran a un mismo tiempo, esto es, se aperciben de su sexualidad con idéntica firmeza (caso del oculto Blue).


Las clases, los amigos deportistas, la fiesta de rigor (planificada con bastante mejor gusto que otras de la misma índole), las miradas curiosas o burlonas en los pasillos del instituto… todo esto se encuentra presente en la película, pero insisto en que sin asomo de reiteración o efectismo. Por ello, el guion de Elizabeth Berger (-) e Isaac Aptaker (-), en torno a la novela Simon vs. The Homo Sapiens Agenda (2015), de Becky Albertalli (1982), sabe sortear tales lugares comunes, procurando un conjunto equilibrado y sumamente conmovedor. Porque Con amor, Simón es la pequeña gran epopeya de un chaval de nuestro entorno, que solo desea la libre expresión de sus afectos. Digamos que una igualdad bien entendida respecto a los demás, sin tener por ello que renunciar a su particular individualidad y forma de ser (incluso dentro del colectivo de su orientación). En suma, una historia sencilla pero no simplona, de quien se merece el sosiego de la normalidad.

Escrito por Javier Comino Aguilera



Clásicos Inolvidables (CLI): La vida es sueño y El galán fantasma, de Pedro Calderón de la Barca

02 junio, 2018

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A Antonio Polito di Sabato, con afecto.

El libre albedrío, aun considerado como una particularidad de la teología, es uno de los asuntos que más preocuparon e interesaron a Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), en sus escritos, tanto como en su acuariano discurrir. La relación entre las acciones causadas y permitidas, junto a los efectos directos o indirectos de los actos, son planteamientos vitales en muchas de sus obras. ¿Constituyen una virtud inherente o condicionada? ¿Forman parte de una actitud desenvuelta o prefijada?

Calderón nació un diecisiete de enero de 1600, y después de servir a varios señores, recibió el hábito de Santiago. Luchó en Cataluña en 1641, se licenció en el 42, y se ordenó sacerdote en 1651. Tras algunos unos años de residencia en Toledo, se trasladó a Madrid, donde falleció, el veinticinco de mayo de 1681.

La idea de la vida como teatro condicionó su búsqueda, junto a los odres nuevos de las categorías escolásticas, basamento de una corriente teológico-filosófica que trataba de amalgamar fe y razón, en un intento de asimilación de toda la tradición antigua, de forma razonadamente especulativa.

En el estudio crítico de La vida es sueño (1635; Cátedra, Letras hispánicas, 1977-2013), en edición de Ciriaco Morón (1935), se incide en este aspecto del libre albedrío, aunque considerando la lectura de los astros y, por consiguiente, la intención de Calderón, como una superchería con la que poder ironizar. Mi propósito en este artículo es demostrar que esto no es así.

Ciertamente, está bien vista la identificación del personaje de Segismundo como un nuevo Prometeo, dispuesto a enfrentarse a los dioses (Prólogo), pero para Calderón, y por extensión para su personaje, tales dioses o pluralidad de manifestaciones, más parecen la expresión de un todo que se relaciona con las individualidades. La cuestión está en determinar -o intentarlo al menos-, si ello presupone una sumisión o, por el contrario, existen resquicios para el libre desenvolvimiento, como muchos conjeturamos.

En cualquier caso, sin el libre albedrío, sea real o inducido, ni nosotros ni los personajes de La vida es sueño podrían vivir o aspirar a la libertad.

Parte de esas manifestaciones plurales a las que hacía referencia se concretan en la atmósfera mitológica de la primera escena de la obra, que con este lenguaje clásico y metafórico refieren la gestación y nacimiento del ser humano. El prologuista determina que la grandeza de alma del protagonista le viene dada por ser el hijo del rey (si bien, yo ampliaría el espectro y diría que por ser persona en sí misma, o si me lo permiten, por pertenecer al cosmos); aunque, en efecto, tal grandeza en potencia ha sido dejada al acto de la pasión debido a que el príncipe no ha sido convenientemente educado.

Pero a Segismundo le acompañan en su esclarecimiento de destino e identidad, Rosaura y su sirviente Clarín, que además de reflexión añaden recorrido espacial a su búsqueda, pues ambos están de regreso en Polonia tras un largo peregrinar. Rosaura es una mujer noble a la que también se ha privado de su honor, a causa de una mal entendida lealtad de su padre, Clotaldo, con el rey, de quien es noble servidor.

Representación de la obra por Timaginas Teatro
De este modo, La vida es sueño es la dramatización del paso del desconocimiento a la iluminación. Lectura esta, más que paralela, ampliada de una más primigenia. Lo cierto es que ambos personajes, Segismundo y Rosaura, han sido desatendidos a causa del abandono y dejación de sus progenitores, pero sobresale un matiz que no podemos dejar de soslayar. Para Calderón, el rey Basilio se ha mostrado imprudente en su modo de leer el mensaje de las estrellas, y no tanto en llevar a cabo tal práctica. El problema no es, en consecuencia, atender a la lectura de los astros, sino someterla a una determinación coercitiva, una respuesta que se fundamenta en la mala interpretación de forma tan drástica que cercena el libre albedrío que para sí reclama Segismundo. La mala y literal lectura de Basilio es apriorística, parte de un círculo natal viciado por la condena (aún en su afán de evitar males mayores). No en vano, todo viandante de los astros sabe que, para alcanzar el conocimiento por vía de la luz, física e intelectual, se hace inevitable y hasta imprescindible el rigor del padecimiento. Algo de lo que el responsable del estudio crítico prescinde, limitándose a presentar al rey de Polonia como un personaje sumido en el ridículo. La curiosidad del monarca es necia porque no entiende las implicaciones y responsabilidades de tal lectura “inmovilista”; ya no atendiendo únicamente a los misterios revelados por la fe, sino a todos los misterios celestes, humanos y divinos, asimilables por dicha fe (en este caso la cristiana).

De hecho, editor y monarca consideran los astros como determinantes sin paliativos, y no como un proceso que está en marcha mientras dura el recorrido de la vida, a diferencia de Segismundo. En efecto, el rey Basilio se halla más cerca de la tragedia que del ridículo (aunque Morón sostenga lo contrario -con todo derecho-, contrariando a quienes así lo creen). Pese a que todo cuanto se desconoce se suele despreciar, queda claro que el orden o los ciclos de la naturaleza son algo que hay que saber interpretar.


Lo que hace Basilio es erigirse en juez, ya que es rey, y sentenciar (como astrólogo amateur). Sin embargo, no toma a burla la práctica astrológica; ni siquiera ironiza a costa de ella.

No obstante, aunque Segismundo no ha sido instruido como príncipe, sí ha estudiado las artes liberales y posee una acusada intuición, además de nobleza de carácter (más que de alcurnia). El rey, su padre, le ha inhibido sus potencialidades naturales desde un primer momento, debido a su mala interpretación astrológica. A su vez, el camino de readaptación que se abre ante el rescatado príncipe es tortuoso, como todo autoconocimiento. No es, por ello, que existan causas secundarias que desemboquen en el cumplimiento de su hado, sea este bueno o malo, sino que ambos aspectos están sincrónica e íntimamente relacionados, causalmente evidenciados (y no casualmente, Prólogo). Máxime cuando dicho hado se ha tomado tan a la tremenda. Malinterpretado o no, lo que sí parece claro es que pronostica un aprendizaje doloroso, aunque de felices resultados al final de la obra. Lo que a Segismundo le falta es experiencia vital, incluido su derecho a poder equivocarse.

Por su parte, no es que Basilio se engañe al ver cumplidos los efectos pronosticados por la astrología, es que pese a entender sus mecanismos de funcionamiento, hace mal uso de ellos. Causa que, al final, le reprocha Segismundo. Entre otras cosas se olvida (o se desconoce), que tales astros son la representación simbólica de una personificación (es decir, de una persona al nacer, pero también al desarrollarse), y que, aunque unos individuos son diferentes a otros, pueden entrar en conflicto por medio de las relaciones humanas, armónicas o inarmónicas. Por ello, pese a lo que indican tales pronósticos natales, Segismundo tiene derecho a su libre albedrío y a acometer su propio camino de experimentación, al margen de los resultados. Que es justamente lo que se demanda en la obra: Basilio cercena las potencialidades -astrales, entendidas como vitales- de Segismundo. Salvo que el determinismo estipule esta trayectoria narrativa (vital), o en su defecto, el rey madure y mute de opinión, como sucede en la obra. A tales efectos, no deja de ser interesante constatar el símil solar que de continuo emplea Calderón respecto a sus personajes.


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