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30 septiembre, 2020

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Mezquita de Córdoba (Fotografía de LJ)

Septiembre siempre ha tenido un encanto peculiar y para muchos es realmente el auténtico inicio del año. Un momento en el que pensar en todo lo que está por venir. Durante este mes, nos habéis seguido leyendo con más de 10000 visitas y sois 196 seguidores en Blogger, 668 en Twitter y 183 en Facebook.

Con la excepción del terror de Algernon Blackwood y sus relatos extraños y macabros, el mes ha sido puramente cinéfilo. Hemos podido volver a las salas de cine con el estreno de Tenet, hemos dedicado un pequeño espacio al cineasta español Juan Piquer Simón, encabezado por la reseña de Viaje al centro de la Tierra y también hemos recordado el que fue uno de los éxitos de Ben Affleck con Argo. Por no olvidar las risas con las que empezamos el mes, con la estupenda Cómo eliminar a su jefe

El otoño se irá asentando, como nuestro paso por la esfera virtual. Os seguiremos trayendo más cine, más literatura y, en definitiva, más cultura. Seguid leyéndonos, nosotros seguiremos escribiendo.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo




El Wendigo y otros relatos extraños y macabros, de Algernon Blackwood

25 septiembre, 2020

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¿No le ha pasado nunca que una reflexión pertinaz le ha impedido concentrarse en la página de un libro o en la música que estaba escuchando? A los personajes de Algernon Blackwood (1869-1951) también les sucede. Siempre parecen tener algo metido en la cabeza, y la mayoría son incapaces de aplicarse en la “lectura” de sus quehaceres ordinarios. La causa es que se han adentrado en el ámbito de lo extraordinario.

En palabras del autor, es algo así como estar poseído por un sentimiento vago y sombrío. Una apreciación puesta en boca de uno de los personajes de Los sauces, narración incluida en el volumen recopilatorio El Wendigo y otros relatos extraños y macabros (The Wendigo, Valdemar Gótica, 2020). A lo largo de los mismos, Blackwood desgranará, con epítetos inefables, abstractos e intercambiables, esta inconcreción e indefensión por parte de sus protagonistas.

La selección comienza con el joven Jim Shorthouse y su tía Julia investigando El misterio de la “Casa Vacía” (las comillas son mías), una de esas típicas edificaciones que han adquirido el rango de encantadas. Ella es aficionada a las investigaciones metapsíquicas, aunque no es una profesional. En este relato inicial, observamos que Blackwood sabe crear muy bien el ambiente, disponiendo con etérea precisión la inquietante e inasible puesta en escena. Los pasillos y las vacías habitaciones parecían reproducir los ecos de innumerables pisadas, roces, siseos y murmullos apagados. Jim Shorthouse también posee percepciones psíquicas de una naturaleza poco común, como habrá ocasión de comprobar en el posterior Un caso de oídas.


Casi todos los relatos responden a consideraciones personales y psicológicas por parte de los narradores y, por lo general, protagonistas del suceso. Suelen ser sensitivos (declarados o no) en un mundo de múltiples estímulos que se abren a sus sentidos por primera vez. Valga como ejemplo contundente el joven estudiante que permanece aislado en una isla. Aislado, pero no solo; digamos que sin más compañía física (Una isla encantada).

Esta será la “fatídica” tónica general de cada caso en particular, de tales personalidades sensitivas que perciben más allá de lo que de ordinario advertimos los demás. Lo que los convierte en un espectador ligado más al plano psíquico que al material (Op. Cit.).

Junto a esta captación del entorno, también es característica de las presentes narraciones estimulantes el sostenimiento de una tensión cimentada en la incertidumbre, la duda ante los acontecimientos o percepciones, reales únicamente para el que las capta. Los hechos se manifiestan más que se plasman. Al menos, en lo que a nuestra parte consciente se refiere. Quedan a la interpretación y resultan un desafío, aunque dicha interpretación exige y permite un análisis científico que no es posible llevar a cabo (de ahí la naturaleza extraña –no necesariamente alucinatoria- de dichas manifestaciones). Mi estado psíquico no era en absoluto normal, declara el protagonista de Una isla encantada.


Por su parte, el concienzudo estudiante de medicina Marriot está preparando un examen muy importante cuando recibe la inesperada visita de un conocido, un camarada de cara pálida y ojos extraños, en su piso solitario. Es este un inquietante reencuentro con un amigo de la infancia que parece estar como en otro mundo (Cumplió su promesa).

De nuevo Shorthouse, el investigador paranormal, junto a otro ayudante que en esta ocasión hace de narrador, emprenden un trabajo de campo en el interior de un granero encantado. Es este un espacio que, en principio, nos resulta algo alejado de este tipo de experiencias, pero que por eso mismo recuerda que la expresión extrasensorial se puede dar -y de hecho se da- en cualquier escenario, por poco glamuroso que parezca. En el edificio habita una fuerza malévola y terrible que impele al suicidio. Además, señala el investigador otro detalle primordial: las experiencias ajenas nunca aportan un relato completo. Máxime cuando solo unos pocos son capaces de advertir esa otra realidad.

En esta misma línea, el cuento Con intención de robar es interesante porque demuestra que ni los propios investigadores quedan libres de sucumbir a las fuerzas insidiosas del mal.

Por lo tanto, no es de extrañar que, en Un suceso en una casa de huéspedes, las experiencias de estos personajes se establezcan en torno a un inconcreto poso de emociones de difícil transmisión, una retahíla de intuiciones certeras y fuerzas extrañas. En suma, una sensación de miedo y desconfianza, que se alterna energéticamente de párrafo en párrafo. La descripción psicológica de este proceso acompaña a los correspondientes personajes a lo largo de todo el itinerario físico y mental.


Lo mismo podemos decir de Un suceso en el campamento Skeleton Lake, donde acampa una sensación indefinida de horror y desconfianza (un crimen entre los campistas de un pantanoso bosque). También en pleno contacto con la naturaleza agreste están los protagonistas del anteriormente citado Los sauces. Despertando la curiosa y desagradable sensación de haber traspasado las fronteras de un mundo extraño en el que éramos simples intrusos. Una idea que hunde sus raíces en la personificación de los referidos árboles. Que estos latan a un nivel energético distinto al nuestro no los priva de consciencia. El alma de ciertos lugares, al menos para algunas personas sensibles, es muy real. O… era como si estuviese contemplando la materialización de las fuerzas elementales de este territorio primigenio y embrujado.

En efecto, los personajes de Algernon Blackwood son personas especialmente sensitivas, que además entroncan con otras vidas pasadas, para su gozo o pesar. Vidas propias que parecen ajenas. Una sensación continua que se perpetua en distintos estratos temporales, en lo que es un entretejido mosaico impresionista de imágenes -visiones- y sonidos (de la mente, que es como vemos, oímos y entendemos). Uno de nosotros tiene que haberlo hecho, y desde luego no he sido yo, trata de concretar uno de los cazadores campistas, intentando apresar aquello que escapa al raciocinio. Se trataba de algo nuevo, desconocido, que la palabra sobrenatural definía a la perfección.

Y hemos de tener en cuenta que el fallecimiento no es para Blackwood necesariamente el final, sino un tránsito. Una (in)certidumbre con la que poder especular. Uno no puede cambiar por el hecho de que el cuerpo haya partido (…) pero lo que yo digo significaría un cambio radical, la pérdida de la esencia individual (Op. Cit.). Algo que resulta peor que la muerte misma.


Y que se enfrenta con los pilares más firmes de algunos de los personajes. Como le ocurre al tío escéptico y racionalista del protagonista de El Wendigo, poseedor de la jerga psicológica de rigor. En esta narración, el doctor Cathcart, el indio Hank y el joven Simpson, sobrino del primero, parten en pos de su guía canadiense, misteriosamente desaparecido. El Wendigo es la personificación de la llamada de lo salvaje (…) te llama por tu propio nombre. Este ser es la ¿viva? representación de las naturalezas indómitas de un universo primigenio. Por eso, quien contempla al Wendigo, pierde la razón (con todo lo que este vocablo conlleva; puede que incluso la vida). Al fin y al cabo, una cosa era oír hablar de los bosques primigenios, pero otra bastante distinta verlos.

El proceso de locura-posesión por parte de otro huésped humano nos en narrado en forma de diario en El que escucha, título lovecraftiano que también nos remite a anteriores trofeos como El gato negro (1843) de Edgar Allan Poe (1809-1849); del mismo modo que contiene atisbos sincrónicos de Arthur Machen (1863-1947) y Ambrose Bierce (1842-1914). Nunca había percibido un olor así, y no me es posible describirlo. Una vez más, la inefabilidad de la experiencia.

De vuelta al espacio ocupados por la fauna y la flora, nos adentramos en un bosquecillo que parece estar vivo en Luces antiguas. En este cuento, un cazador penetra en el sagrado -para los indios- Valle de las Bestias, para dar caza a un alce prodigioso. Pero el dios del valle “lo atrapa”, y el sujeto cambia de parecer respecto a la autenticidad de lo que hasta ahora ha tenido por una simplona leyenda. Un argumento que me recuerda vagamente a lo expuesto en la apreciable El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, J. Lee Thompson, 1977).

Siguiendo nuestro recorrido, otro joven se siente atraído por una hermosa muchacha en un concurrido baile. El problema está en que sólo él la puede ver (El baile de la muerte).

En La víspera de la fiesta de mayo el arranque es magnífico. El protagonista, que es médico (un médico materialista, en sus propias palabras, definición extensiva a muchos), se muestra muy ufano porque le va a enseñar a un amigo folclorista, amante del misterio, un sesudo libro de esos que rebate todas las ideas ocultistas; que “demuestran” que el ámbito de lo paranormal y esotérico son mera charlatanería. La demostración será espuria, huelga decirlo. En una casa apartada, al otro lado de las colinas, ambas vertientes se verán las caras. Incluso antes de llegar a la mansión campestre de su amigo, en plena naturaleza (esta vez de “apacible” estampa), se produce el encuentro con lo insospechado.


Pero los sentimientos expuestos no se refieren con exclusividad a la percepción de lo inhabitual. Y, en cualquier caso, esta captación es bidireccional. Lo revela un fantasma que demanda algo tan inusitado como un poco de amor (también físico) en El cuento de fantasmas de la mujer, para así poder pasar de plano o dimensión. No está mal traída la idea. Una simbiosis poética y física se da igualmente en El embrujo del mar, donde un viejo marino se funde con las olas ante sus amigos como testigos. Línea argumental que se completa con la personificación psicológica que padece un pintor hacia el elemento fuego que ha arrasado un bosque, en El incendio del páramo.

Abundando en ello, hallamos a una institutriz especialmente sensitiva en Transferencia, donde de nuevo la angustia, las sensaciones, anteceden al hecho en sí. En este caso, se trata de la aprensión que siente hacia otra persona, e incluso a un espacio físico (un trozo moribundo de jardín y su relación con un niño), a lo que se une la visión que anticipa un asesinato (gracias a lo cual, este podrá ser evitado). Un fenómeno que, como antes les sucedía a otros personajes, tan solo contempla la protagonista, y que, rizando el rizo, tiene su correspondencia en Cómplice, centrado en la indagación sensorial de otro crimen, esta vez, perpetrado -no en potencia-, en un hotel de montaña. Como podemos observar, los relatos están interconectados por una suerte de red invisible.

A continuación, otro niño incursiona en la zona crepuscular de la mansión victoriana en la que vive, en el relato La otra ala. Si el anterior chiquillo no disponía de la capacidad necesaria para percibir el peligro, o no la había desarrollado, este sí la posee, como sucede con muchos niños.

Ítem más. En El ocupante de la habitación, un profesor que llega a su nuevo destino en una población alpina, experimenta las turbaciones mentales de otra persona (ocupa la habitación de una turista desaparecida y una fuerza ajena se vale de él). Hasta los objetos se ven impregnados de esta magnitud esotérica. Así, en La bolsa de viaje, el objeto en cuestión ha sido empleado por un asesino para esconder los pedazos de su víctima. La dificultad estriba en que un joven abogado la ha confundido con su nueva maleta de viaje…


Considero que El hechizo de la nieve es la obra maestra de las contenidas en este volumen. El protagonista se siente en comunión con la naturaleza, al punto de no desear en exceso la claudicante y en parte obligada compañía de otros semejantes (de eso que se llama vida social). Un estar con uno que nada tiene que ver con la soledad forzada, por mucho que se empeñen los ecuménicos de costumbre. Por eso se decide a dar un paseo nocturno por las inmediaciones de la villa alpina donde ha acudido, con objeto de escribir un libro con tranquilidad y disfrutar de alguno de los deportes de invierno. La naturaleza, a primera vista impertérrita, es aquí sentida como un prodigio que crecía alrededor de él como una presencia, matizada por un instinto tumultuoso y pagano que alimentaba su propia sangre. El caso es que el visitante traba contacto con una misteriosa mujer.

Como podemos comprobar en el presente volumen de relatos, para Algernon Blackwood la naturaleza es un ente vivo, orgánico, que evoluciona por medio de nuestros sentidos. Una presencia que se manifiesta en toda su extensión.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Tenet, de Christopher Nolan

20 septiembre, 2020

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Año a año desfilan por cartelera dos tipos de obras genéricas: las que se decantan por los fuegos artificiales, por fascinar por lo técnico y lo intrépido, y las que desde la sencillez y cierta elegancia juegan a tocarnos el corazón. Entre estos dos extremos, hay un amplio abanico de posibilidades. Con sus premisas y con la forma de explorar los efectos visuales, Christopher Nolan (1970-) suele situarse en el espectáculo, en deslumbrarnos con la forma de resolver en imágenes sus originales premisas, pero se suele dejar algo por el camino.

No cabe duda de que sus propuestas son originales y se disfrutan por completo en la pantalla grande, en la sala de cine. Aún así, suelen carecer de cierta alma que conecte con el espectador más allá. Si bien es cierto que en obras como Interstellar (2014) o incluso en Origen (2010) sus protagonistas se han enfrentado a un sacrificio personal y han padecido en sus relaciones familiares, no parecen ser suficientes para lograr la redondez que muchos esperan de este realizador. Y su reciente Tenet (2020) no es una excepción.

Seguramente podemos considerar que se encuentra emparentada con Origen en género y propuesta, es un thriller que explora nuestra realidad retorciéndola. Si en aquel caso fue a través del mundo de los sueños, en Tenet lo hace jugando con el tiempo. Y adentrándose abiertamente en una trama de alto nivel, a través de diferentes localizaciones internacionales y tramas de espionaje que beben en la misma fuente que la saga de James Bond o la franquicia de Misión Imposible.


Nos encontramos ante un protagonista agente de la CIA (John David Washington) que tras una operación en la ópera de Kiev, empieza a trabajar para un entramado oculto incluso a los servicios de inteligencia denominado Tenet. Descubre entonces que existen objetos capaces de ir hacia atrás en el tiempo y que pende sobre la humanidad la amenaza de una guerra del futuro contra el pasado. A partir de ese momento se despliega toda una aventura por el mundo tratando de encontrar la forma de comprender lo que está sucediendo y quién está detrás de todo.

La obra avanza dejándonos huellas y pistas significativas que se desvelarán conforme los personajes se adentren en el tiempo inverso. De esta forma, Nolan plasma varias secuencias de acción o espionaje que segmentan la película intercalando escenas más suaves y tranquilas, en la que los personajes dialogan y desmenuzan los acontecimientos que hemos contemplado y los que veremos a continuación. Se trata de un ritmo habitual en este género que permite aunar intensidad con serenidad, tensión con sosiego. En general, las secuencias de acción van in crescendo hasta el final, cuando se suele reservar la más espectacular. Sin embargo, en este caso todas las secuencias resultan bastante atrevidas: la secuencia inicial en la ópera se desarrolla confusa por la cantidad de frentes que se abren, pero mantiene al público en tensión, la infiltración en el piso franco de Priya en la India resulta bastante correcto y está dentro de lo habitual del género, las escenas del aeropuerto revelan las mejores cualidades de Nolan para explotar la premisa que propone del tiempo rebobinado y de las tácticas de espionaje, la persecución en coches es trepidante y las secuencias por el mar reflejan una gran tensión. El tramo final entremezcla el carácter bélico con la épica, aunque se entremezcla la confusión de ciertas escenas con la indiferencia que produce gran parte de los personajes, a excepción de la conversación definitiva entre Neil (Robert Pattinson) y el protagonista.


El problema es que a pesar de que toda esta acción está bien resuelta y te mantiene en tensión hasta el final, acaba por ser un entretenimiento vacío, un buenos contra malos muy impersonal. El villano de turno, un traficante de armas llamado Andrei Sator (Kenneth Branagh), es un estereotipo de hombre salido de la nada, dominante y rencoroso, manipulador hasta la médula, pero sin perder la elegancia (algo que se ve beneficiado por la interpretación de Kenneth). Su motivación es bastante floja, por ser demasiado absoluta, casi faraónica, y que se resume en esa tajante y posesiva sentencia que le dedica a su esposa: serás mía o de nadie. 

Aunque John David Washington encarna con contundencia al protagonista, se trata de un personaje impersonal, capaz de hacerlo todo y de tener los recursos y los medios necesarios para hacerlo, pero siempre da la sensación de estar solo, envuelto en un entramado que nada tiene que ver con él e incapaz de sentir algo. Su único interés expreso aparte de conseguir comprender y resolver la situación es Kat (Elizabeth Debicki). Como si se tratase de una chica Bond, encontramos a un personaje femenino que empieza siendo anecdótico, acaba por tener cierta conexión personal con el protagonista y arrastra un drama personal que se erige como única subtrama de la obra. Sin duda, Kat es el personaje que más y mejor evoluciona, llegando a erigirse en una mujer firme, capaz de interpretar el rol de femme fatale en el momento necesario y llevando consigo siempre el arrojo de una madre coraje. Se convierte en la única debilidad emocional del protagonista, ya sea por compasión, como puede parecer en un principio, o por cierta atracción romántica, que no se resuelve. Además de conferirle cierto  asidero moral al protagonista: dispuesto a todo menos a la muerte de una inocente (aunque en el desarrollo de la trama haya siempre víctimas sobre los que no se plantea ninguna piedad). 


La historia de Kat se resume en su intento de recuperar a su hijo de manos de un marido, el villano ya mencionado, al que rechazó y que ahora la chantajea, y conseguir su ansiada libertad. Se trata de una temas maternofilial similar a las que ya ha empleado Nolan en otras obras anteriores, en el que un padre trata de volver a estar con sus hijos de forma desesperada. Así lo vimos en los protagonistas tanto de Origen como de Interstellar. Y esta subtrama tan leve se erige como único conflicto emocional de la película, lo que no es una alabanza, sino un enorme demérito para la película de Nolan.

A fin de cuentas, el resto de personajes desfilan por pantalla siendo estereotipos y clichés o, peor aún, personajes vacíos de toda entidad. Incluso Neil, que está interpretado con gracia y acierto por Pattinson, llega a la vida del protagonista de golpe y se convierte en su mano derecha sin más. Al final trata de remediarse esta situación con una explicación que nos podría servir, al menos para comprender mejor a este personaje, pero que no excusa a todos los demás, prácticamente anónimos, que van y vienen sin pena ni gloria. Por ejemplo, la aparición de prácticamente un comando militar hacia el tramo final resulta algo ridículo, por el tono que hasta el momento había tenido la película, en la que el protagonista parecía contar con pocos apoyos y recursos. Precisamente, la que debía ser la gran secuencia de la obra, en torno al tramo final en esa batalla por salvar el mundo, se siente vacía y fría, hay tensión y muertes, pero ninguna conexión con el espectador. Nos sorprende el efectismo que Nolan plantea gracias al uso del tiempo, que se refleja en la forma de explotar de las bombas o el derrumbe de los edificios, pero nos sentimos desconectados e indiferentes ante lo que sucede.


En definitiva, Tenet es un enorme castillo de fuegos artificiales, una trepidante obra de acción y espionaje que se sirve de una premisa bien llevada y distinta a lo habitual. Pero una obra gélida, de estereotipos y personajes vacíos, de ninguna conexión emocional y sin conflictos que nos afecten como personas. Y este cúmulo de ausencias provoca que tenga difícil dejar huella y, por tanto, que sea fácil de olvidar.


El autocine (LXXVII): Viaje al centro de la Tierra, de Juan Piquer Simón

11 septiembre, 2020

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Nos la pusieron en el colegio. Y se me quedó grabada la imagen final de aquellos ojos que miraban fijamente al espectador, repletos de misterio.

Si en la anterior entrega de El autocine proponíamos una entretenida paráfrasis del clásico 20.000 leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1870) de Julio Verne (1828-1905), hoy “atacamos” esta otra versión del no menos disfrutable Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), pues quisiera recordar la figura del realizador y productor valenciano Juan Piquer Simón (1935-2011). Es curioso cómo las dos adaptaciones del clásico de Verne me vienen ligadas a recuerdos de la infancia.

Concretamente, me refiero a Viaje al centro de la Tierra (Almena Films-AIP, 1976), con guión del escritor y también director Carlos Puerto (1942), el propio Simón, y el apenas conocido John Melson (1930-1983), aunque en su haber cuenta con la autoría del entretenido thriller de acción Amor y balas (Love and Bullets, 1979) de Stuart Rosenberg (1927-2007). Como agradecida curiosidad, Carlos Puerto fue el responsable de poner en antena espacios televisivos tan populares como el juvenil 3, 2, 1, contacto (TVE, 1982-1983, adaptado del original norteamericano) y el infantil Los mundos de Yupi (TVE, 1988-1991).

Pues bien, en la carrera de Juan Piquer Simón suele ocurrir que zarpamos con más diligencia que medios, aunque siempre procura llevarnos a buen puerto. Esto forma parte de la sempiterna y pesarosa desestructuración del cine español, ajeno por completo a una industria seria y adscrito al pesebre de la subvención, como tantas otras cosas en nuestro país. Eso sí, arrojados productores independientes los hubo, al igual que estudios cinematográficos y distribuidoras, aunque estos hayan acabado desapareciendo en favor -y favores- de un Estado que proveerá. Aun así, la adaptación resultante conserva el encanto de lo friki.

Viaje al centro de la tierra arranca con una somera reunión de geólogos, donde los sabios intercambian (pocas) palabras. La cuestión está en si es posible examinar con atención las entrañas de nuestro planeta. La acción se sitúa en el Hamburgo de 1881.


Como si fuera un personaje más, que lo es, a lo largo del recorrido nos va a acompañar una música inspirada, con hermosos pasajes y un sustrato inquietante, debida a Juan José García Caffi (1943), parece que con alguna aportación de ese gran compositor de música popular que fue Juan Carlos Calderón (1938-2012). Anhelo una edición bien pergeñada de esta banda sonora. La ambientación también cuenta con los decorados de Francisco Prosper (1920-2003), entre los que destacan la tienda de libros, el despacho del profesor Otto Lindenbrok (Kenneth Moore), el bosque de hongos gigantes fosilizados, o ya en el ámbito de la modestísima animatrónica, las tortugas prehistóricas que salen al paso de nuestros protagonistas. Este escenario envuelto en la bruma de lo asombroso también nos regala el mar subterráneo descrito por Julio Verne, bellamente estampado en condiciones de luz artificial. En él se desarrollan la posterior tormenta magnética y la pelea entre descomunales seres antediluvianos. En el satisfactorio aspecto de la producción, podemos añadir el cementerio de esqueletos animales y la presencia de otros predadores vivos, como el referido batallón de tortugas gigantes o un remedo de King Kong.

Parte de toda esta extrañeza la proporciona el personaje interpretado por Jack Taylor (1936), el enigmático Olsen, inédito en el texto de Verne, pero de inspirada composición. Aquí se cuela por los resquicios la querencia de Simón por los asuntos paranormales y acientíficos. Al fin y al cabo, es un entorno extraño el que los protagonistas están conociendo. No chirría entonces que se solape una civilización oculta en los pliegues del tiempo y las hendiduras de las montañas subterráneas, esas entrañas de la Tierra que sirven de morada a todo tipo de misterios. Como las supuestas bases submarinas de otros posibles seres que habitan bajo la capa superficial de nuestra corteza.


Otra atractiva idea la proporciona el hecho de que el nexo de unión con el desaparecido explorador Arne Saknussemm sea un libro (en lugar del magma de Islandia original que muestra unas muescas). Por supuesto que todas estas ideas no carentes de brillantez se sugieren más que se desarrollan, ya que topan con el límite aplanado del presupuesto. Pero a nivel argumental, meramente de la fantasía, están contenidas en la película enriqueciendo la manida trama. Lindenbrock nos es descrito en dos pinceladas como un hombre práctico y enfrascado en sus investigaciones, ajeno al mundo que le rodea y con todo aquello que no tenga que ver con su profesión de geólogo. Algo a lo que ayuda el aspecto del personaje. A su famosa expedición se sumarán, de estranjis, su sobrina Glauben (Ivonne Sentis), y el pretendiente militar de esta, el simpático Alex (Pep Munné). Entre los conocidos rostros entresacamos el del todoterreno Ricardo Palacios (1940-2015), como el revisor del tren que los traslada a Islandia. A su vez, la esporádica voz en off de Alex (proporcionada al actor por el entrañable Javier Dotú [1943]), suple las lagunas de la filmación o el montaje.

Lo demás es conocido, incluida la ruta de escape por la chimenea del Stromboli, en Sicilia. El desarrollo inicial lo sitúa el realizador en el paisaje sin igual de Lanzarote y la Cueva de Valporquero, en León (España), con alguno de sus queridos monstruos asomando la cresta.

Unas palabras más para hacer referencia al resto de la filmografía del esforzado Juan Piquer Simón, un hombre que vivió para el cine en un país caracterizado por ahogarlo doctrinariamente. Al amparo de las aventuras galácticas vio la luz Supersonic Man (Almena Films, 1979), un parto no demasiado afortunado o, en cualquier caso, psicodélico. Hermano gemelo de Star Crash, choque de galaxias (Star Crash, Luigi Cozzi, 1978), para entendernos. El problema, en este caso, no es contar con suficientes medios, sino resultar algo soso y tópico. Al margen de que Supersonoic Man nos lega la peculiaridad de que, cuando nuestro héroe (Antonio Cantafora, alias Michael Coby -casi como la posterior mascota-) se transforma, pierde el bigote que lo adorna cuando viste de paisano (adoptando los ropajes de José Luis Ayestarán, alias Richard Yesteran). En la línea de la esplendorosa mutación de los jóvenes del Comando G (Gatchaman, Tatsunoko Production-Sandy Franck Syndication, 1972-1974). Cual Superman, el alienígena adoptado muestra una segunda personalidad terrestre como el detective privado Paul, pero como ya hemos anotado, son dos actores los que interpretan los distintos roles. Victorioso en su lucha contra el malvado Doctor Gulik (Cameron Mitchell), Supersonic Man no pasa de ser un héroe vencido por los tópicos. No en vano -repito- una cosa es que la película sea mala y otra que cuente con pocos medios. Esta es las dos cosas. Por suerte la que viene es solo lo segundo.


Misterio en la isla de los monstruos (Almena Films, 1980) está inspirada nuevamente en una novela de Julio Verne, Escuela de Robinsones (L’école des Robinsons, 1882). El guion es de Juan Piquer Simón y Joaquín Grau (1928-2014), y la fotografía del habitual Andrés Berenguer (1944). Por Joaquín Grau siempre he sentido una especial simpatía, siendo como fue miembro de la Sociedad Parapsicológica Española y asiduo a muchos de los programas Más allá (TVE, 1976-1981) de Fernando Jiménez del Oso (1941-2005). Buenos decorados interiores y una narración especialmente destinada al público infantil engalanan a unos monstruos convertidos en campechanos animalejos “de la laguna negra”, en el sentido de que se trata de seres humanos disfrazados, como bien se explica en la resolución del relato. Que en este caso el presupuesto de los mismos no dé para más que unos espantajos de atrezo lo justifica el guión: se trata de una puesta en escena para alejar a los intrusos y poner a prueba el valor del joven protagonista Jeff Morgan (Ian Sera), que ha querido partir en busca de aventuras. Algo concedido por su tío, con restricciones, el siempre voluntarioso y solvente Peter Cushing (1913-1994), al que se suman Terence Stamp (1938) y nuestro Paul Naschy (1934-2009), apenas entrevisto.

Una tercera incursión verniana, esta vez bajo los auspicios de Un capitán de quince años (Un capitaine de quinze ans, 1878), la encontramos en Los diablos del mar (Almena Films, 1981), donde un navío que hace el recorrido de Australia a Valparaíso, Chile, se ve zarandeado por unos piratas. Como consecuencia, los chavales que viajan a bordo se ven forzados a abandonar la nave. De nuevo firman el guión Grau y Piquer, al igual que en la siguiente. Tan entretenida como alicorta, estos náufragos de la piratería, todos ellos de distintas nacionalidades, recalan en África. Allí les aguardan algunas aventurillas en nombre del autor francés y cordiales alivios cómicos para menores, con algún inserto a lo Lago Azul a cargo de Ian Sera (-) y Mimí Román (-).


En Mil gritos tiene la noche (Almena Films, 1982) asistimos estupefactos a un ameno batiburrillo adscrito al género slasher, ese que causó estragos (y menudos) en el traspaso de los setenta a los ochenta, y que incluso favorece mi nostalgia. Lo cierto es que Mil gritos tiene la noche fue un éxito de taquilla y público cult, y como solía ser habitual, no es parco en ramalazos de comedia estudiantil. Aquí, el teniente Bracken (Christopher George) se las ve y se las desea investigando los malintencionados crímenes con descuartizamiento de un sujeto que se solaza en el campus de una universidad norteamericana, donde pululan unas mozas de buen ver que siempre se las apañan para quedarse a solas y en cueros frente a la cámara, lo que es decir frente al macarra asesino. Un corta cabezas que, no obstante su dedicación, acabará por rendir cuentas ante Bracker y su ayudante, el sargento Holden (Frank Braña).

Seguimos. Los nuevos extraterrestres (Almena Films, 1983) es una nueva colaboración con Joaquín Grau y el sempiterno Frank Braña (1934-2012), ejerciendo de pérfido Mountain Man (y albricias, este por fin ve aparecer su nombre transcrito en los créditos con la castellana “ñ”). Se trata de una de esas películas donde el espectador casi se veía obligado a completar buena parte de lo que se quería visualizar con su imaginación.

En la copia que yo dispongo, la tonada inicial es la compuesta por Stomu Yamashita (1947) para Tempestad (Tempest, Paul Mazursky, 1982), hasta el punto de que el tema sonoro se repite a lo largo y ancho de la película, en compañía de una sostenida paráfrasis de Librado Pastor (-). Un acompañamiento que, a sí mismo, me recuerda las sintetizadas atmósferas de Michel Huygen (1954). El bienintencionado popurrí no para en barras musicales. Huevos alienígenas, un meteorito y nave invasora provenientes de las tramas marcianas, más una especie de yeti extraterrestre y otro E.T. de narices en miniatura, van a dar a la cabaña de Molly Stevens (Concha Cuetos) y su hijo, el bondadoso chaval Tommy (Óscar Martín). Con la salvedad de que aquí no hay nave a la que regresar.

Los apelativos ingleses estaban al alza, y como también se puso de moda, los personajes pululan por un sugestivo bosque bañado por la luz azulada. Nos queda en el recuerdo la imagen de Tommy y Trompi (el extraterrestre), jugando al Simón (¿un guiño auto referencial?). Y la hégira de unos furtivos para animar el cotarro (más que los propios extraterrestres).

De tal guisa, Los nuevos extraterrestres es tan bienintencionada como flácida, merced a un montaje algo caótico. Claro que las hubo insuperablemente peores, como El Ete y el Oto (Manuel Esteba, 1983).


No he visto Guerra sucia (Almena Films, 1984), enredo de mercenarios y organizaciones paraoficiales, en lo que es un acercamiento al género de acción, así que pasamos a Slugs, muerte viscosa (Slugs, Almena Films-New World, 1987). Escrita por Simón y José Antonio Escrivá, alias Ron Gatman (1952), la estela que se persigue aquí sin desfallecer es la de las películas con bicho, que van, por citar dos ejemplos, de Gusanos asesinos (Squirm, Jeff Lieberman, 1976) a la apreciable Piraña (Piranha, Joe Dante, 1978). Un presupuesto oxigenado dispuesto por Raffaella de Laurentiis (1954) redunda en un mejor acabado. Además, según parece, la historia está basada en la novela de un tal Shawn Hudson (-). Bueno, aquí, el guiño más sonado corresponde a Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), pero la simpleza en el trazo de los personajes sigue acorralando las tramas, allende los presupuestos.

Me detengo finalmente en La grieta (The Rift, Columbia Pictures, 1989). Película adscrita al género de terror y de submarinos. Considero que es la mejor incursión de Juan Piquer Simón en las procelosas aguas cinematográficas, a falta de completar su filmografía con las películas posteriores. El realizador procura un buen suspense sin apenas salir de la sala de control del batiscafo. Más trabajada y con un atisbo de interacción dramática entre los personajes, La grieta encuentra acomodo en la feliz ocurrencia de una cueva submarina presurizada. Deriva hacia la querencia de Piquer por los monstruos y mutantes. Como ejemplo, está la sala de los embriones, que inevitablemente nos retrotrae al Aliens (Íd., 1986) de James Cameron (1954).

Lee Ermey (1944-2018), el sargento lenguaraz de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987), se parodia a sí mismo sin perder la compostura, y en el reparto distinguimos al entrañable Luis Lorenzo (1943) haciendo de cocinero. El salto cualitativo del conjunto lo corona la dinámica música de Joel Goldsmith (1957-2012; por algo, hijo del genial compositor Jerry Goldsmith [1929-2004]). Y no he visto más. De todas ellas, continúa siendo Viaje al centro de la Tierra la que atesora un mayor encanto. Al menos, así me lo parece.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Argo, de Ben Affleck

04 septiembre, 2020

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El cine nos puede salvar el día. Y en algunos casos, quizás incluso la vida. De forma literal si nos adentramos en el argumento, basado en hechos reales, de Argo (2012). En una de esas tantas trifulcas internacionales en que el gobierno de Estados Unidos se ha visto envuelta a lo largo de su existencia, su embajada en Irán es ocupada por los seguidores del ayatolá Joemini como una forma de presionar al país norteamericano para lograr la extradición del Sha de Persia. En plena tensión entre Irán y Estados Unidos, seis diplomáticos logran refugiarse en la casa del embajador de Canadá, mientras el resto de componentes de la embajada eran apresados y torturados. Como refleja la película, en Estados Unidos se reclama la devolución de sus rehenes mientras la CIA intenta organizar un rescate contrarreloj de los seis diplomáticos, antes de que sean descubiertos y secuestrados por los iraníes.


Sin duda, Argo tiene varios elementos positivos y bien traídos. Por ejemplo, tras un prólogo en que mediante dibujos e imágenes de archivo se nos narra en off  todo el relato relativo a las tensiones entre Irán y Estados Unidos por la tiranía del Sha y el posterior levantamiento de los chiitas, queda bien reflejada la tensión que se vive en la embajada estadounidense momentos antes de su ocupación por los seguidores de Joemini. La película no volverá a detenerse en explicar más sobre el asunto, pero deja un matiz claro que se marca en toda la obra: no es del todo favorable a Estados Unidos, sino que en ocasiones llega a ser crítica. Incluso paródica consigo misma. Este elemento cómico acaba por destacar como uno de sus grandes aciertos, aunque acabe diluyéndose en el último tercio.


Con esto nos referimos a la representación de una CIA atada por la burocracia y liderada por patanes  políticos incapaces de valorar opciones realmente válidas. Nuestro protagonista, Tony Mendez (Ben Affleck), es un experto en la liberación de secuestrados, por lo que es invitado a valorar la situación de los diplomáticos y buscar vías para conseguir rescatarlos sin entrar en un conflicto abierto con Irán. Sin embargo, pronto acabará espantado por las ideas pioneras e ineficaces que le proponen, siendo además capaz de rebatirlas con argumentos sólidos. Curiosamente, estamos ante un tópico habitual en el cine norteamericano: el arrojo y la decisión individual es capaz de lograr más que las trabas burocráticas o que los grupos liderados por ineptos. En efecto, Tony acaba teniendo una idea que aparenta ser igualmente ridícula, pero a la que logra dar entidad por su buena mano y por sus contactos en el mundo de Hollywood: fingirán hacer una película de ciencia ficción ambientada en Irán, haciendo pasar a los seis diplomáticos por miembros del equipo de rodaje.



El paseo de Tony Mendez por el universo de Hollywood sirve a su vez para mostrar los trasiegos internos del mundo de las estrellas, siendo capaz a través de un afamado maquillador, John Chambers (John Goodman), y un estupendo -y falso- productor de cine, Lester Siegel (Alan Arkin), de montar la fachada de una película titulada Argo, con tal de que sea creíble para la industria cinematográfica tanto como para el gobierno iraní. La relación entre los tres personajes es de lo más destacable de la película, porque reúne no solo una crítica autoconsciente de los entresijos de Hollywood y del mundo de las apariencias que reina en la industria cinematográfica, sino también un logrado entendimiento entre los tres para evitar mayor dolor en la sociedad. Rescatar a seis personas no salvará el mundo, pero sí supondrá salvar seis vidas y dar esperanza a otros. Es reseñable la forma en que Lester acepta colaborar en el plan, mostrando honestidad por debajo de su excentricidad, tan solo con una larga mirada hacia el televisor donde, cómo no, no dejan de aparecer dramáticas escenas sobre el conflicto iraní y los rehenes estadounidenses.


Sin duda, el montaje de la falsa película es de lo mejor de Argo. Después, cae en una excesiva repetición y en cierta impersonalidad. Lo cierto es que aunque Tony sigue adelante contra viento y marea, la operación de rescate resulta anodina. Para empezar, apenas se crea una conexión emocional con los personajes refugiados, son solo perfiles intercambiables, de los que apenas nos han legado alguna frase suelta. Solo se refuerza una y otra vez la tensión y el miedo en los que viven y una continua desconfianza en que las cosas salgan bien. Es cierto que la película se esfuerza en ofrecernos múltiples momentos en que parece que vamos a contemplar un anticlímax, pero estamos ante una historia épica, ante un agente que va a demostrar su valía y tanto es así que al final acabamos por resultar poco creíble. Los personajes pasan de ser reticentes a la operación a dar lo mejor de ellos para lograr su cometido en pocas escenas y la secuencia final en la que se produce una persecución roza el ridículo, por la cantidad de casualidades que se ofrecen para llegar a ese punto. 



Pese a estos defectos, está bien rodada y ejecutada. Pero es fría. Demasiado fría. Los conflictos emocionales no calan ni se desarrollan. Ni la pobre relación con su hijo en el caso de Tony Mendez ni las tenues relaciones entre los seis diplomáticos. Sus puntos fuertes son las pruebas que debe atravesar el falso equipo de rodaje, que están imbuidas de una tensión impresionante lograda gracias al montaje y a unos planos donde se juega bien con el movimiento de cámara, aunque en ocasiones llegue a ser algo mareante. Y su carácter cómico -esperamos que intencionado-, tanto en la creación de la falsa película como en el ácido retrato del mundo de Hollywood. Incluso podemos mencionar también el homenaje de ese cine B de ciencia ficción que sirve de inspiración al Argo de la película. Por último, cabe destacar también la capacidad para retratar un escenario en el que Estados Unidos no sale bien parada, ni por sus representantes políticos ni por sus acciones, aunque como resulta obvio también se subraya la fiereza y el desprecio de un mundo islámico radicalizado y cruel, como se encarga de subrayar Affleck a través del retrato social que hace de Irán y de su ejército.


En definitiva, Argo es una obra con una doble vertiente. La primera, en tanto thriller, se disuelve por la falta de impacto emocional, no logra dar un desarrollo a sus personajes que nos permita alguna catarsis con los mismo, aunque sí nos regala secuencias de alta tensión sin necesidad de tiroteos ni persecuciones. La segunda es más entretenida, es más crítica y consigue funcionar bastante bien, aunque no fuera su objetivo principal. Es esa comedia ácida y divertida sobre Hollywood y el mundo burocrático estadounidense. Sorprende, por tanto, por este último factor y logra al menos mantenernos  atentos hasta el final. Aún así, no creo que sea una obra que vaya a dejar huella porque aunque contiene en sí misma varias lineas sugerentes y no tan habituales, no llega a explotarlas del todo y acaba siendo una mezcolanza de géneros entretenida y bien llevada, pero que sobrevuela los auténticos conflictos. 



Para el sábado noche (XCVII): Cómo eliminar a su jefe, de Colin Higgins

02 septiembre, 2020

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Últimamente pienso que los seres humanos, en especial los adultos, somos algo ridículos. Afanes de poder, malos modales y prepotencia hasta en el conducir. Pero al contrario de muchos, pienso que la constatación de esta tragedia ha de venir por vía de la ironía, del humor, en definitiva. Las grandes comedias, o las comedias sencillamente eficaces, encuentran su mejor destino bajo esta perspectiva, en lugar de por vía de las formidablemente aburridas representaciones existenciales, dialécticas, del absurdo o cómo las quieran denominar, ya más que superadas (el efecto de distanciamiento lo logran conmigo plenamente).

Que el ser humano no tiene remedio lo demuestra el irrisorio afán por el poder que se da en todas las áreas en las que interviene. Es como una enfermedad. Incluso en una reunión de vecinos, o en el patio de un colegio, quien detenta el poder se reviste de cierta superioridad. Sin embargo, para que una labor prospere como está mandado, hay que saber dirigir y ser eficaz, lo que no siempre se cumple. Una cosa es tener la aspiración y otra la capacidad. Y qué decir de los superiores déspotas, todo un ejemplo de inferioridad. Así, los trabajos son una selva de muy distintos caracteres. Pero entretenidos de contemplar a cierta distancia.

En Consolidated, una empresa de exportación e importación, las cosas no son muy distintas. A la nueva empleada Judy Bernly (Jane Fonda) le explica la supervisora y trabajadora experimentada Violeta Newstead (Lily Tomlin) que en la empresa disponen de un Presidente del Consejo, Roger Tinsworthy (el veterano Sterling Hayden), que no honra con su presencia las oficinas desde hace doce años; otro presidente apenas visto, el señor Hinckle (Henry Jones), y al fin, el vicepresidente y jefe de nuestro título, el muy visto señor Franklin Hart Jr. (un estupendo Dabney Coleman).

En su puesto de trabajo, Judy habrá de tratar con otras compañeras de faenas, como Doralee Rhodes (Dolly Parton), la secretaria personal de Hart. Por su parte, la dedicación de Violeta sufre un duro revés cuando se le niegue un merecido ascenso por el disparatado hecho de ser mujer. La frustración de Violeta, que asegura respecto a quien le ha birlado el puesto que fui yo quien le preparó, es legítima.


Se da la circunstancia de que Judy es divorciada, Violeta viuda y Doralee casada, aunque regular vista por el resto de sus colegas. Piensan que la secretaria se beneficia de su posición y que responde a los requiebros y tretas del señor Hart, lo que no es verdad. Se trata de un bulo alimentado por el propio Hart para su vanagloria personal. Lo cierto es que anda tras la secretaria, pero de forma siempre infructuosa. Por supuesto, bajo el prisma del humor (gracias al hacedor aquí no asistimos a graves consignas ideológicas).

Por esta razón, es el de la oficina un ambiente algo viciado del que se aprovecha otro arquetipo estándar, el del pelota, en la figura de la ayudante administrativa Roz (Elizabeth Wilson). No en vano, esta se afana por tomar notas a escondidas, incluso en papel higiénico. Una forma de actuar en secreto que comparte con Perkins (Earl Boen), el adjunto del presidente Tinsworthy (el típico infiltrado de empresa).

En Cómo eliminar a su jefe (9 to 5, Twentieth Century Fox, 1980), espléndida comedia, este esfuerzo diario de las personas se antepone al culto a la personalidad de los mandamases. En un ilustrativo apunte descubrimos a Hart contemplándose en el espejo durante su perorata de bienvenida a Judy. Pero esto no deja de ser circunstancial, el meollo es que Hart abusa de sus prerrogativas. Como le dice Doralee en un arranque de enojo, ¡es usted una mala persona! Precisamente, el de nueve a cinco del título original se corresponde a una jornada laboral que sería llevadera si no fuera por las condiciones de sumisión y servidumbre humana que se dan en la compañía. Dicho título, por cierto, dio origen a una sensacional canción interpretada por la maravillosa Dolly Parton (1946) durante los títulos de crédito iniciales.

Los comienzos de Judy en su nuevo puesto no son fáciles, como suele ocurrir. Se evidencia la dependencia de las máquinas, en este caso, en forma de una pertinaz fotocopiadora o el consabido reloj de control para fichar. A su vez, como ya he señalado, Doralee queda postergada y expuesta a las inclemencias de las habladurías. En este sentido, no se oculta ninguna arista en cuanto al trato entre compañeras. Pero el destino de estas mujeres es converger.


Un accidente involuntario hará que la situación se desboque, con el simpático concurso de la esposa de Hart, Missy (Marian Mercer), que vive en la luna y adora a su marido. No le está mal empleado, habida cuenta de que Hart se ha apropiado de un informe de mejora elaborado por Violeta, haciéndolo pasar por suyo. Luego niega a Violeta el antedicho ascenso, que por antigüedad le corresponde. Una discriminación laboral en toda regla. Así, no es raro que el hijo de Violeta (David Price) le prepare un porro para calmar el estrés. El canuto irá a parar a los labios de las tres sufridas empleadas. Merced al cual, se visualizan en sepia o tecnicolor las tres distintas maneras de eliminar a Hart. Algo totalmente inocuo (en el sueño de Judy, el perseguido se llega a esconder en el lavabo de señoras). Dichas ensoñaciones canuteras cimientan la creciente amistad entre las tres mujeres, y son visualizadas por Colin Higgins (1941-1988) con evidente desparpajo. La de Violeta incorpora la astucia, plasticidad y (sana) malignidad que se agazapa en los dibujos animados. El problema está en que, al día siguiente, parece que al fin el deseo de dar el finiquito a Hart se ha materializado. No por medio de una de las propuestas, pero sí igual de letal. No desvelaremos el modo en atención a quien no haya visto la película.

A partir de aquí se desencadena la puesta en escena de Violeta, Doralee y Judy para dar la impresión de que el jefe aún está en la oficina (¡un periodo de tiempo que se transforma en seis semanas!). Mientras tanto, Hart, que está vivo y coleando, es retenido en su propia casa. Tiempo que las tres eficaces empleadas emplean para acometer algunos cambios en la empresa. Mejoras que llegan a oídos del mismísimo Presidente del Consejo, que tras doce años de letargo presencial decide hacer una inspección in situ.

Al principio, mencionaba el distinto carácter y estado civil de las protagonistas, unidas en una causa común. Esto lo expresa bien el realizador visualmente, por ejemplo, a través de las bebidas que toman las damas en el Charlie’s Bar, mientras se lamentan de su situación. Doralee consume cerveza, Violeta un cóctel y Judy un batido. Lo que se hace extensivo a la vestimenta: Judy muestra un aspecto apocado, casi remilgado; Violeta es más funcional y desenvuelta, y Doralee resulta coqueta, envuelta en los ropajes de la sencillez campestre, candorosa y firme al mismo tiempo.


El éxito de la película fue tal, que dio pie a una serie de televisión que algunos recordamos, ya que se estrenó en España y no estaba del todo mal, De nueve a cinco (9 to 5, IPC-Fox TV, 1982-1988).

Aprovecho ahora para ensalzar la figura del realizador Colin Higgins, por desgracia, fallecido de forma prematura a consecuencia del SIDA. Higgins fue el responsable del guión de la pieza de culto Harold y Maude (Harold and Maude, Hal Ashby, 1971), el cuento de terror para televisión La hija del diablo (The Devil’s Daughter, Jeannot Szwarc, 1973) y la notable El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976). Accedió a la realización con Juego peligroso (Foul Play, 1978), completando su filmografía con la presente y La casa más divertida de Texas (The Best Little Whorehouse in Texas, 1982). Las traigo a colación porque, además de ser unas estupendas películas, comparten, en cierta medida, la querencia por unos personajes que desean vivir la realidad sin verse privados de la fantasía, dentro del ámbito de la comedia. De tal guisa, la Gloria (Goldie Hawn) de Juego peligroso gusta de las películas clásicas. Ficción y realidad se entrelazan en la sala de cine a la que acude, mientras su acompañante muere en la butaca de al lado. De igual modo, la prostituta y madame Mona Stangley (Dolly Parton) vive una relación en los márgenes de la ley y la sociedad con el sheriff Earl Dodd (Burt Reynolds), en La casa más divertida de Texas.

Higgins es perfecto ejemplo de cómo quien golpea primero lo hace dos veces. En repetidas ocasiones se ha rehecho el argumento expuesto en Cómo eliminar a su jefe, sin obtener la misma acogida. Por eso, muchos de nuestros clásicos más recientes se hayan enclavados en la próspera franja de los setenta y ochenta.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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