Para el sábado noche (CXXVII): El James Bond de Roger Moore (I): Vive y deja morir, El hombre de la pistola de oro, La espía que me amó y Moonraker

02 junio, 2023

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Qué intensa y curiosa vida la del escritor inglés Ian Fleming (1908-1964). Según figura en la red, el vicealmirante John Henry Godfrey (1888-1970), director de la División de Inteligencia Naval de la Marina Real británica, lo reclutó en mayo de 1939 para que ejerciera de asistente personal. Entre 1941 y 1942, Fleming quedó a cargo de la Operación Goldeneye, cuyo propósito era mantener una estructura de inteligencia en España, en caso de una invasión alemana del territorio. Ya en 1942, el futuro creador de James Bond formó una unidad de comandos, conocida como la 30 Assault Unit (30AU), compuesta por tropas especializadas en investigación y vigilancia.

En marzo de 1944, supervisó el reparto de documentos de inteligencia a la Marina Real, que se estaba preparando de cara a la Operación Overlord (el desembarco de Normandía).

En octubre del 47, Fleming recibió el reconocimiento danés Frihedsmedalje (sic), por la asistencia proporcionada a los oficiales daneses que escaparon al Reino Unido durante la ocupación del país por la Alemania nazi.

Tras su desmovilización, en mayo de 1945, Ian Fleming aceptó un empleo en el grupo periodístico Kemsley, por aquel entonces propietario del Sunday Times.

El interés de Fleming por redactar una novela de espionaje se remonta a este período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). James Bond, también conocido por su código personal 007, es un oficial del Servicio de Inteligencia Secreto y comandante de la Royal Naval Reserve. El doble cero significa que posee licencia gubernamental para matar, si se da la circunstancia.
 
Tras la publicación y clamoroso éxito de Casino Royale (1953), la primera novela del célebre oficial de Inteligencia, Ian Fleming empleó sus vacaciones anuales para acudir a su casa de Jamaica y escribir más historias sobre el personaje. En 1962, comenzaron a ser llevadas al cine.

Algunos críticos cinematográficos han considerado el ciclo de películas de James Bond interpretado por el actor inglés Roger Moore (1927-2017) algo de segunda categoría. Como me satisface enormemente llevar la contraria, sobre todo a los loros que esgrimen ideas prestadas, comienzo este repaso a la figura del agente secreto por dichas películas. Bien es verdad que en ello han de ver mis propios recuerdos como espectador, en aquel momento, en plena niñez y adolescencia. Pero es que el aspecto sardónico que vamos a (re)descubrir, nunca me pareció denigrante para el personaje, ni mucho menos escaso de funcionalidad de cara al resultado aventurero, incluso cinematográfico, de la serie. Dicho de otro modo, no me siento ofendido por que James Bond sea heterosexual, mujeriego, chistoso y expeditivo.
 
Vive y deja morir (Live and Let Die, United Artist, 1973), escrita por Tom Mankiewicz (1942-2010), que años después coescribiría Lady Halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985), es la primera de las películas interpretadas por Roger Moore, tras la dejación, no definitiva, del excelente Sean Connery (1930-2020). La película está basada en la segunda novela, de igual título, escrita por Ian Fleming, publicada en 1954 (RBA, 1999). Muchas de las características del autor se trasladaron al personaje de James Bond. Sin embargo, este también halló inspiración física y hasta psicológica en otros contemporáneos, como el compositor Hoagy Carmichael (1899-1981), al que los cinéfilos recordamos por su intervención en la sensacional Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks, 1944), y por ser el autor de numerosos estándares de la música popular, trasladados al universo del jazz.
 

Todas las obras cinematográficas son hijas de su tiempo. Incluso las de época. La reivindicación de la negritud (blaxploitation), o la moda en las artes marciales, puestas de manifiesto por Bruce Lee (1940-1973) en su propio país de origen, antes de dar el salto legítimo y mortal a los demás, son carburantes que ayudaron a encender el motor de las dos primeras películas de este nuevo recorrido, filmadas con buen tino por el veterano Guy Hamilton (1922-2016; fallecido en Palma de Mallorca, España, lugar donde residía). Hamilton había dirigido previamente el magnífico Goldfinger (íd., United Artist, 1964).
 
El flamante James Bond hace su renovada presentación en la cama, comme il faut. Y no solo, como habrán adivinado. Esto sucede tras los elegantes títulos de crédito elaborados por el habitual diseñador gráfico Maurice Binder (1925-1991), cuyo estilo, trascendiendo el mero afán psicodélico, ayudó a definir todas las películas de James Bond, hasta el año 1989. La vertiente incluye los preciosos carteles de las películas.
 
Vive y deja morir da inicio con la presentación de diversos escenarios, que transitan de lo urbano a lo agreste, de lo aparentemente resguardado a lo considerado “exótico” y expuesto. Desde un colorido funeral en la ancestral ciudad de Nueva Orleans (EEUU), a la ficticia isla de San Monique, en el Caribe, un remedo de Haití. Todos son peligrosos, pero se saben conjugar con cierto sentido del humor irónico. Un aspecto que se traslada a los gadgets, esos instrumentos capaces de salvar la vida de nuestro protagonista, u otros participantes, in extremis.

En esta vistosa aventura, los prolegómenos, que suelen constituir una peripecia previa –y espectacular- del agente secreto, nos ponen en antecedentes de lo que va a suceder después. Tres agentes doble cero han sido asesinados. El Primer Ministro de San Monique (curiosa mezcla de español y francés, en dificultosa armonía gramatical), es el doctor Kananga (Yaphet Kotto). Kananga, además de implantar una base subterránea bajo su vivienda, con el fin de procesar una adormidera e introducirla en EEUU, debidamente convertida en droga, a través de una red de restaurantes, tiene sometidos a los lugareños de su isla gracias al tarot de su echadora de cartas particular, Solitaire (Jane Seymour), y sobre todo, el vudú del Barón Samedi (Geoffrey Holder). Un vudú auspiciado por los engranajes y mecánica de ciertos fetiches.
 

Hemos mencionado el tarot. Por casualidad -o no-, he observado complacido en internet que incluso llegó a comercializarse una baraja con el emblema de James Bond, a modo de promoción de la película y objeto para aficionados. Me parece una idea sibilina y genial (lo que daría por haber tenido uno de no haber contado solo un año). Esta mancia es empleada por el doctor Kananga para fines mucho más personales que el vudú, con el que contiene a su pueblo.

Su tarotista, Solitaire, descubre las cartas de la Suma Sacerdotisa y el Loco al indagar en su futura relación con el agente secreto. Es decir, a la garante de la sabiduría y la reflexión interior, y al que emprende un nuevo camino (una nueva misión), aunando improvisación con experiencia. Experiencia e improvisación que habrán de armonizarse en este nuevo escenario interior para nuestro protagonista. El resultado es la carta de los amantes. Carta para enamorados, pero también de la necesidad de elección. Como es lo preceptivo, cada uno acabará siguiendo su propio camino. En otra ocasión, se nos muestra a la Reina de Copas invertida. Para Kananga, esto es sinónimo de alguien que oculta algo, una mentirosa. No va mal encaminado, realmente simboliza la dificultad de la vida interior, en una etapa desfavorable (pero que se puede superar).

El empleo de las cartas está supeditado a la abstinencia del amor físico por parte de Solitaire. Es un giro muy interesante de la trama dispuesta por Tom Mankiewicz, hijo del gran Joseph L. (1909-1993) y sobrino de Herman J. (1897-1953).

Por si la cobertura espiritual no bastara, Kananga cuenta con la protección de Tee Hee (Julius Harris), un esbirro que utiliza de forma práctica y mortífera la prótesis de su brazo. No será el primer ni último personaje que emplee una parte de su remachada anatomía o indumentaria como defensa y castigo, de forma tan vistosa como insólita.
 

Bond hace la primera escala en Nueva York. La hermandad negra conforma un escenario propio y digno en esta aventura. Desgraciadamente, siempre hay quien trata de aprovecharse de los demás, poseyendo tapaderas en distintos países para distribuir la droga procesada, por vía de esas sucursales para gente de color, los restaurantes Fillet of Soul (El filete del soul). Están regidos por un tal Mr. Big (al que da vida el propio Kotto). Así pasamos de la desorganizada Organización de las Naciones Unidas a los barrios más deprimidos de la ciudad, que en los años setenta constituían un entorno tan peligroso como visualmente impagable, con especial acento para el género policíaco.

El enlace femenino de James Bond es también de color. Se trata de Rosie Carver (Gloria Hendry), una agente de la CIA. Esta es su segunda misión, y aún anda un poco verde. Pero James sabe cómo hacer frente a estas desazones. En la película siguiente, será la agente Goodnight (Britt Ekland). No son las actrices principales de la narración, sino, repito, los enlaces proporcionados por otras agencias afines, un personal también conocido como las chicas Bond. Por supuesto que también existen enlaces varones; aquí mismo, Felix Leiter (David Hedison), visto en películas precedentes; Ferrara (John Moreno) en Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, John Glen, 1981), o Vijay (Vijay Amritraj) en Octopyssy (íd., John Glen, 1983). En la siguiente película, segunda para Roger Moore, será el agente Hip (Soon-Tek Oh) el que eche una mano a James Bond (¡de forma distinta a como lo hacen las señoritas!). La escuela a la que es inscrito 007 sin su pleno consentimiento, es en El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974), una concesión a la ya citada moda de las artes marciales. Pero que funciona muy bien, como sucedía con el policiaco Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, United Artist, 1975) de Sam Peckinpah (1925-1984).

Simpática, e igualmente paródica, es la presencia en Vive y deja morir de un sheriff del medio oeste, interpretado por el estupendo característico Clifton James (1920-2017), J. W. Pepper. Mascador de tabaco y representante de la ley con voz gangosa, que se ve inmerso en una descomunal persecución por tierra, agua y hasta aire, en las mismísimas marismas de Luisiana. El personaje volverá a hacer acto de presencia en la siguiente entrega como asombrado turista.
 

Los acontecimientos pre títulos de crédito no tienen a James Bond como protagonista, salvo en efigie, en El hombre de la pistola de oro. Sirven de presentación a su oponente, Francisco Scaramanga (Christopher Lee), en un baile de figuras estáticas que parecen cobrar vida. Es el escenario donde Scaramanga se entrena y mantiene en forma, antes de cometer un asesinato. Eso, y hacer el amor con su compañera, en esta ocasión, la señorita Andrea Anders (Maude Adams).

Las balas que emplea son de oro, lo que constituye una pista, hasta cierto punto, sencilla de seguir. No todo el mundo las fabrica. Bajo cuerda, por supuesto. Cobra un millón -de la época- por diana. Adornado merced a la imaginación de Ian Fleming con una tercera mama, Scaramanga es un servicio letal a disposición del que le pueda pagar. Es el gourmet de los asesinos a sueldo. Como dato anecdótico, pero bien dispuesto, cuando 007 se hace pasar por Scaramanga, se coloca la prótesis correspondiente en el lado opuesto del pecho: no existen retratos del escurridizo y perspicaz mercenario, tan solo los datos anatómicos, imprecisos, y una breve biografía. Por desgracia para Bond, el auténtico Scaramanga ha tenido la misma idea de hacer una visita al potentado Hai Fat (Richard Loo), el último de sus empleadores.

La de ambos, criminal y agente secreto, es una profesión solitaria. Pese a verse rodeados de personas.

Y de nuevo, el humor. Sito en el paradero de una bala que acabó con la vida de un colega doble cero. Para obtener la información que precisa, Bond se acerca a la señorita Anders, la compañera sentimental -y prescindible- de Scaramanga. A cambio, Anders espera que Bond la libere de la tiránica pertenencia a Scaramanga. He soñado que usted me libertaba. Él acepta, a cambio de tener acceso al Solex, una célula solar. La misión ante todo. Estos cachivaches son el macguffin (la excusa) para emprender e hilar la trama. Generalmente, esta acaba en la híper tecnificada base y refugio del alocado antagonista. Una gozada argumental y visual. En el caso de Scaramanga, ya indiqué cómo precisa del acto sexual para aclarar y relajar sus sentidos, antes de proceder a matar. Su famosa y temida pistola de oro puede entenderse como un símbolo fálico. Su última víctima, en Macao (China), resulta ser Gibson (Gordon Everett), un experto en energía.
 

Anteponer lo sexual, o emplear dicha arma como moneda de trueque, no me parece tan descabellado o diferente a lo que sucede hoy en día en las tecnificadas redes sociales o las televisiones privadas (de una forma más soez, por supuesto). Sea como fuere, quienes se ofenden por esto, y tratan de limpiar conciencias y celuloide, a menudo olvidan las noticas de esta índole cuando están bendecidas por su ideología (afectan a sus amados líderes). Hay que cumplir con el deber, insiste Bond ante Mary Goodnight, su referido agente de enlace. Ya te llegará el turno, añade, respecto a las regalías amorosas de su puesto. Goodnight está prendada de James Bond, según nos es descrita, y punto (en cualquier caso, ¿está prendada de su persona o de las implicaciones de su cargo?: ya indiqué que la soledad del agente es un hecho cierto). Alto voltaje que, comparado con el último James Bond, descafeinado hasta convertirlo en denigrante, resulta subversivo y estimulante.
 
Por otra parte, da gusto contemplar imágenes reales, un vehículo ejecutando una ardua acrobacia, o un hidroplano sobrevolando el entorno de Scaramanga, en lugar de la típica imagen rápida y furiosa ejecutada por los últimos adelantos –adelantamientos, más bien- de un ordenador. Lo que resulta espectacular es lo que posee una dimensión física, y no el asombro embotellado que proporcionan unos gráficos en los que ya casi nadie cree. Porque se alejan de la justa medida y mezcolanza de los armonizados efectos especiales que aunaban ambas facetas, maquetismo y virtuosismo real (con especialistas), en sintonía con los adelantos informáticos, puestos al servicio de una trama, y no como sustitutivos o rectores de la narración.


En El hombre de la pistola de oro, la espectacularidad consiste en eso (la sorprendente cabriola de un vehículo y otras “sencillas” escenas de acción). Pero queda todo lo demás. La emoción por el suspense entre los antagonistas, la degustación de los enclaves, el sentido del humor, la presencia de otros mundos pretéritos enfocados al futuro, con ribetes de cómic y pulp, el desfile de modelos, la música…

Scaramanga también posee su propio refugio particular. Una vivienda completamente automatizada. Como las energías conocidas son demasiado caras, y tras la Crisis del Petróleo (1973-1974) no están bien vistas, pretende un monopolio con la incipiente energía solar. Dominar el mercado. Y pensar que los distintos Estados y Uniones le han tomado la palabra. Todo esto se fragua en las instalaciones anejas a la mansión de Scaramanga, de las que indica que él es el custodio, más que el diseñador (lo ampara el gobierno de turno, no necesariamente el tailandés).

Algo han de ver los orígenes circenses de Scaramanga con la puesta en escena de los duelos organizados por el pistolero y su fiel servidor, Nick Nack (Herve Villechaize). Un secuaz que sabe aguardar hasta el último momento para tratar de sorprender a nuestro agente secreto; al igual que en el caso anterior hiciera Tee Hee. Aparte de que cada asesinato-ejecución queda convertido en una “obra maestra”, con su puesta en escena correspondiente. A este respecto, y como representación simbólica de un mundo que comienza a resquebrajarse y escorarse, destacan las imágenes tomadas en el pecio Queen Elizabeth, en el puerto de Victoria Harbour, en Hong Kong.

En efecto, el periplo de James Bond lo encamina primero a la metrópoli china (antigua colonia británica), y luego a Bangkok, capital de Tailandia. La excusa, para la ocasión, es la célula fotovoltaica conocida por Solex.

Aquí Tom Mankiewicz contó con la ayuda en el guión de Richard Naibaum (1909-1991). Aunque la película no resultó tan rentable como las producciones previas, pienso que su contención la ha hecho ganar con el tiempo.

El hombre de la pistola de oro marca además el regreso de John Barry (1933-2011) a la saga de James Bond, que él ayudó a cimentar. Quien mejor supo identificar con sus tonalidades cálidas y ritmos pegadizos la esencia de los relatos y su protagonista, ofrece una nueva muestra de maestría compositiva. En los casos inmediatamente anterior y siguientes, los acompañamientos musicales correspondieron a George Martin (1926-2016), productor, arreglista e ingeniero que entregó una banda sonora harto estimable; el siempre reivindicable Marvin Hamlisch (1944-2012), y de nuevo John Barry. James Bond siempre ha tenido mucha suerte con la música, la más entonada chica Bond.
 

007 estuvo casado. Ya incidiremos en ello, en la segunda entrega de este análisis. De momento, la información nos sirve para elucubrar acerca de la soledad, antes señalada, del protagonista. Una cosa es ser ligón, aún por motivos de extracción de información, y otra ser querido. El agente Triple X resulta ser una mujer. Es otro de los giros simpáticos, cercanos al cómic, que procura el nuevo guión de Christopher Wood (1935-2015) y Richard Naibaum para La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977). Gilbert ya había dirigido con anterioridad Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, United Artist, 1967).

La partenaire de James Bond en este relato va más allá de la convencional pareja romántica. La mayor Amasova (Barbara Bach) es una agente soviética. Con sus propios parámetros e inclinaciones. Y aquí es donde la ideología política va a quedar en un segundo plano. Con la diversión asegurada. Antes de la misión conjunta a la que se van a ver abocados, Bond opera -y se relaja- en Austria. El impresionante salto al vacío del agente esquiador, que a continuación despliega la bandera británica (la Union Jack), continúa siendo insuperable (la escena más cara pagada a un especialista hasta ese momento). ¿Se imagina alguien haciendo lo propio con la bandera española, cuando ahora se saca hasta de los institutos, de forma nauseabunda por algunos de sus integrantes, funcionarios ideológicos más que docentes? (No me lo han contado. He sido testigo).
 

La principal pista de la desaparición de una serie de submarinos británicos, soviéticos y norteamericanos, propicia la entente cordiale, y pone en jaque a los respectivos gobiernos. El rastro más prometedor lo obtiene James Bond a través de un enlace -esta vez masculino- en El Cairo, Hosein (Edward de Souza). Un antiguo conocido árabe que dispone de su correspondiente harén. Este le coloca tras los pasos del mercader Max Kalva (Vernon Dobtcheff), dueño de un restaurante en la capital egipcia, y su proveedor Asis Fekkesh (Nadim Sawalha). El caramelo que nadie desea compartir es un sistema localizador de submarinos.

Entre tanto, Anya Amasova, no se queda atrás en la investigación, y llega a los mismos sujetos tirando del hilo de sus propios informadores. Antes ha dejado claro que ansía averiguar quién ha sido el responsable de la muerte de su prometido. Otro agente soviético, muerto en acto de servicio en los Alpes austriacos.

Con la dirección de Lewis Gilbert (1920-2018) se potencian los acentos irónicos. Pero la acción también encuentra un adecuado equilibrio. Sin ir más lejos, con los operativos estadounidenses a los que se suma Bond, mientras Anya permanece secuestrada por el malvado Karl Stromberg (Curd Jürgens). Stormberg ordena y manda instalado en una alucinante y vigorosa fortaleza, diseñada por el estupendo decorador Ken Adam (1921-2016). Una base de contenido renacentista bajo el agua, llamada Atlantis. Para mí solo existe este mundo, asegura Stromberg refiriéndose al mar. Suerte de capitán Nemo, que en la cresta de las olas más ególatras y despiadadas que navega todo antihéroe, procura la desdicha a quienes se cruzan en su camino o se las prometen muy felices. Los secuaces de los que se sirve para mantener limpias y secas sus manos son Sandor (Milton Reid) y Tiburón (Richard Kiel), que volverá a intervenir en la película siguiente.
 

El caso es que Tiburón da el pasaporte a Kalva y Fekkesh como si fuera un vampiro, haciendo uso de su impactante y mortífera dentadura de metal. Otros hicieron alarde de su pistola de oro; cada cual posee su estilo. Mientras Scaramanga podía ocultarla a placer, Tiburón la exhibe con amenazante lujuria. En cuanto a Stromberg, pertenece al género de los genios desbocados con dinero. Como lo será Hugo Drax en la siguiente aventura. Lo atestigua su buque cisterna Liparus. Aunque insiste en que no pretendo hacer dinero –el dinero ya lo ha hecho, sin lugar a dudas, y empleado en sus megalómanas ocurrencias-, mi intención es cambiar la faz de la tierra. Lo mismo que Drax. En suma, otro divertido iluminado, sostenido por el buen hacer y presencia del alemán Curd Jürgens (1915-1982). El Liparus proporcionó tan descomunal decorado, escenificado en el recién inaugurado Bond Stage de los estudios Pinewood (Inglaterra), que el director de fotografía Claude Renoir (1913-1993), sobrino de Jean (1894-1979), se las vio y deseó para poder iluminarlo, habiendo de contar para tal labor con el asesoramiento de Stanley Kubrick (1928-1999), recordemos, director de fotografía y residente de las islas británicas.

La película es, en definitiva, excelente, y cosechó un éxito morrocotudo entre los adultos y chavales de todo el mundo. En los estadios iniciales del guión, firmado finalmente por Christopher Wood, anduvo involucrado nada menos que el gran novelista inglés Anthony Burgess (1917-1993), ligado al mentado Kubrick como todos sabemos.
 

Chicas y dinero, como la canción de Los elegantes, se vuelven a comprometer en Moonraker (íd., Lewis Gilbert, 1979), la disfrutable entrega siguiente. El hecho es que, al final de los créditos de La espía que me amó, se anunciaba que la siguiente aventura de James Bond sería la adaptación de algunos de los relatos contenidos en la colección Solo para tus ojos (1960; RBA, 1999). Pero el estreno y, nuevamente, éxito sin ambages y apenas precedentes, de La guerra de lasgalaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), fue parejo al interés por todo lo relacionado con el espacio exterior y las aventuras siderales (Space Opera), sostenidas más por los menguantes presupuestos que, cuando la fuerza acompañaba, los nuevos avances en efectos especiales (aún no existía el divorcio entre la artesanía y lo digital). De tal manera que los productores Albert Broccoli (1909-1996) y Michael G. Wilson (1942), decidieron cambiar el orden de su planificación sin alterar el producto. Harry Saltzman (1915-1994) ya había dejado la producción tras El hombre de la pistola de oro, por una serie de conflictos legales y de índole familiar.
 
Antes de proseguir, en Moonraker contamos con la edición de John Glen (1932), que pasaría a dirigir las siguientes entregas de la franquicia. También el imprescindible y citado Ken Adam, colaborador de Robert Aldrich (1918-1983), Jacques Tourneur (1904-1977), Joseph L. Mankiewicz (1909-1993) o, una vez más, Stanley Kubrick. Moonraker fue su última película de James Bond. Como además señalé, la música, como siempre magnífica, la vuelve a poner John Barry.

Así mismo, disfrutamos de la presencia de otros actores de soporte que tan grato hacían el visionado de las películas del agente 007. El almirante sir Miles Messervy, conocido por M (Bernard Lee), jefe del Servicio de Inteligencia británico o MI6, Miss Moneypenny (Lois Maxwell), secretaria de M, y el mayor Boothroyd, apodado Q (Desmond Llewelyn), intendente del laboratorio del MI6; es decir, responsable del equipamiento de los agentes doble cero. Ninguno faltó a su cita desde los inicios de la saga, con muy puntuales excepciones (Q no se deja ver en Vive y deja morir).
 

La conquista y asalto del espacio volvió entonces a inundar las fantasías de jóvenes y adultos tras la exhibición de La guerra de las galaxias, como antes sucediera con los maravillosos fuegos de artificio de los relatos en blanco y negro -principalmente-, pero sumamente coloridos, de la década de los cincuenta. M y el Ministro de Defensa, sir Frederick Gray (Geoffrey Keen), se hayan en situación apurada (aunque no tanto como el propio Bond, que va a dar con sus huesos ante un rival de altura y, en principio, una dama de altos vuelos que deja su relación en el aire, en los prolegómenos de esta nueva encomienda). Un 747 modificado que transportaba la lanzadera Moonraker se ha estrellado. Pero no hay rastro de la lanzadera. Recordemos que, en 1976, se inaugura la era de los transbordadores espaciales (coincidente con la filmación de La guerra de las galaxias), que afianzaron nuestras visitas y conocimiento del espacio, en la misma década que vio cobrar vida a las sondas Pioneer, Viking y Voyager (estas últimas, las de la excelente e inolvidable Star Trek [íd., Robert Wise, 1979]); es decir, en justa correspondencia con lo que sucedía en las salas de cine. Si bien, las lanzaderas no fueron operativas en el espacio hasta 1981. Construida en California (EEUU) por Industrias Drax, propiedad de Hugo Drax (Michael Lonsdale), Bond visita dichas instalaciones como primera y única pista del trágico accidente. Allí es atendido por la doctora Holly Goodhead (Lois Chiles), de la NASA, en comisión de servicio aquí.
 

Mezcla ecuánime y presurizada de decorados y escenarios naturales, de acción contenida -amorosa y humorística- y acción desorbitada, Moonraker depara ajetreo y entretenimiento a partes iguales. Lo primero no se come lo segundo, como tanto ocurre hoy en día (o nos ponemos pretenciosamente trascendentales o hueros de esparcimiento). En Moonraker, da tiempo a respirar, esto es, ver el despacho de M, las innovadoras instalaciones de Drax, su descomunal castillo (traído piedra a piedra de Francia), el interior de la estación espacial, la sala de mandos (terrestre y espacial), etc.

Bond acude al inigualable escenario veneciano, en Italia, para seguir otra pista, directamente extraída de los cajones de la mesa del despacho de Drax. La cristalería Venini. El mismo tipo (Victor Tourjansky) que no daba crédito a lo que veía en las playas de La espía que me amó, con el vehículo sumergible de James Bond, tiene motivos para volver a sorprenderse en plena Plaza de San Marcos, cuando 007 recurre a la bóndola, otra de sus salidas tecnológico-fotogénicas, sin pérdida de compostura, que nosotros tanto agradecemos. El humor, tan mal gestionado por algunos, prosigue con el empleo de la tonada de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), que sirve de contraseña sonora. A su vez, los esbirros del malvado, son un oriental dado a las artes marciales, Chang (Toshiro Suga), y el inefable Tiburón, interpretado por el mismo actor.

Más serias son las cápsulas que portan un veneno letal y que se fabrican en Venecia, pero son trasladadas a Río de Janeiro (Brasil), y de ahí, al espacio insondable, aburrido hasta la llegada de Hugo Drax. Más tarde, Bond descubrirá que, en realidad, Holly Goodhead trabaja para la CIA, el organismo de Defensa y Ocultación por excelencia. Como el afán de esta pareja bien avenida a la fuerza, es dar al traste con los maquiavélicos planes del pérfido Drax, se sucede la bien filmada persecución por el Amazonas (Brasil et alii), con la metamorfosis en ala-delta de la lancha de 007, y la visita obligada –aunque no se lleve ningún regalo- a la base piramidal de Drax, en plena selva (el Templo del Gran Jaguar, en el complejo de Tikal, Guatemala).
 

Hágase el universo. Y el universo se hizo. Esto es el cine. Un universo hecho a la medida de nuestros anhelos y fantasías, la deriva más lógica de las clásicas tragedias, comedias y tragicomedias del mundo antiguo (solo antiguo en años).

Moonraker fue la película más taquillera de la serie (suele decirse que hasta Goldeneye [íd., Martin Campbell, 1995], pero como suele suceder en estos casos, conviene tener en cuenta que el precio del dinero en 1979 no era el mismo que en los años noventa).

Las películas de James Bond eran para mí, y supongo que para muchos espectadores, sinónimo de fantasía, modernidad, y pasar un buen rato a lo largo de dos horas y pico. Características que han pasado a ser cualidades inolvidables. Continuaremos con nuestro repaso en el siguiente artículo de esta sección.


Escrito por Javier Comino Aguilera




El viento en el pórtico, de John Buchan

19 mayo, 2023

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Lo variada que es la naturaleza humana. Por eso es ridículo limitarla a un solo campo de experimentación.

De polivalencia también sabía el personaje del que hoy nos ocupamos. Miembro del Consejo Privado de su Majestad, teniente adjunto de la Corona, político, diplomático, gobernador, corresponsal… Cuesta imaginar que, con una vida tan ajetreada e intensa, el escocés John Buchan (1875-1940) tuviera tiempo de escribir. Pero lo tuviera o no, el caso es que escribió. Y con notable fortuna, ya que Buchan llegó a convertirse en un autor sumamente popular. Al punto, que una de sus piezas más logradas, Los treinta y nueve escalones (The Thirty-Nine Steps, 1915; Losada, 2014), fue objeto de dos adaptaciones cinematográficas de calado. La soberbia versión de 1935, a cargo de Alfred Hitchcock (1899-1980), y la más fiel al libro y filmada a color, de 1978, dirigida por Don Sharp (1921-2011).
 

Pero ahora, Valdemar, en su colección Gótica, ha rescatado de entre las llamas del olvido El viento en el pórtico, trece cuentos de ficción oscura (The Watcher by the Threshold and Other Tales, 1902; Valdemar, 2022), donde el rasgo más característico y relevante, es que la siempre anhelada explicación natural, se solapa con la indeseada -para algunos- explicación sobrenatural. Allá ellos, Buchan no tiene reparos en jugar de continuo con la duda. En algunos casos, como veremos, sin mucho margen para el reparo epistemológico. No es necesariamente una ambigüedad, como una complementariedad la que sustenta estas páginas. Seguir escindiendo ambos conceptos, natural y sobrenatural, es simplón y anquilosado.

Inspirándose en vivencias propias y ajenas, John Buchan se ampara en la historia y el folclore de su Escocia natal. Recientemente hablábamos de Stonehenge como escenario de cultos y ceremonias en estrecho contacto con la naturaleza, formando una única naturaleza. Estos relatos son espacios que recuperan y reclaman el lugar para lo mágico, aunque a veces se revista de ominoso. También al otro lado existen las fuerzas positivas y negativas.
 

Un caldo que también sazonaron Graham Greene (1904-1991) o John Mortimer (1923-2009). Y hasta Miguel de Cervantes (1547-1616), y tantos otros, en otras esferas proclives a los escenarios mágicos.

La presente selección se inaugura con El vigilante en el umbral (The Watcher by the Threshold, 1900). Henry es un viajero en el montañoso -y engañoso- distrito escocés de More, tierra sagrada de razas antiguas, en una fecha indeterminada, que se pasea por la década de 1890. Lo primero que llama la atención es el soberbio empleo de los adjetivos para (re)vestir las imágenes. Así mismo, hasta qué punto el estado de ánimo influye en el paisaje, y viceversa. Una de las señas de identidad del Romanticismo. Admití avergonzado para mis adentros que estaba de un humor de perros. La carta de la prima Sibyl da al traste con la tranquilidad de espíritu del protagonista. El esposo de Sibyl parece estar muy enfermo.

La casa del matrimonio acrecienta esa sensación de comodidad en medio de la nada. Un oasis rodeado de incertidumbre. Esa apreciación de vacío es otra de las características más destacables del género, incluso en el interior de las urbes. Buchan sabe desenvolverse en un concepto no siempre bien asumido; en este caso, el espacio ocupado una vez por antiguos pictos y romanos (el mejor epítome de esta traslación espacio-temporal lo encontramos en Ambrose Bierce [1842-1914]). Una inasible perturbación del ser humano que entra en contacto con la plenitud del entorno natural.

En este sentido, lo que conviene advertir es la doble naturaleza de la naturaleza misma. Que unas veces resulta beneficiosa para nosotros, y otra perjudicial, no solo en las manifestaciones más ruidosas y espectaculares a las que estamos tristemente acostumbrados. Su doble vertiente de hacedora y destructora, incluso perversa. O al menos, indiferente (aunque no creo demasiado en esto último: todo debería tener su razón de ser, por doloroso que resulte).

Ambas facetas son, una vez más, complementarias, más que opuestas. Un aspecto que está (pre)destinado a subvertir un aburrido racionalismo burgués, empleado para encontrar razones a todas las cosas del cielo y la tierra (op. cit.).
 

El vigilante en cuestión es “Justiniano” (482-565 d. C.), emperador de Bizancio. Una impregnación, o posesión de la naturaleza. El terror activa a sus actantes de forma oblicua, es decir, el principal protagonista y acostumbrado narrador, no experimenta de forma directa los acontecimientos extraños, sino que los advierte y adopta a través de los efectos y consecuencias que se traman en las gentes que le rodean. Amigos y allegados. Esto se hace evidente desde el primer relato, extendiéndose como una infiltración. Lo que me lleva a una conclusión compartida por tantos autores de esta literatura de género, muchos de ellos tratados en la presente revista electrónica. ¿Lo que ven nuestros ojos y perciben nuestros restantes sentidos, es lo que ven y perciben los demás? Mejor la negra noche que el horror intangible del interior (op. cit.). Había sido arrancado de nuestra pulcra y alegre vida moderna, y llevado a las brumas de antiguas supersticiones (íd.). Estas experiencias y sensaciones apenas definidas son una pugna continua por ensanchar la razón, más allá de la esfera de la mera sugestión.
 
Relato alegórico con ribetes de anticipación, donde lo que prima es la atmósfera, tanto física como psíquica (la una conlleva la otra), en Basilissa (íd., 1914), los recuerdos de Vernon de las pesadillas de su niñez son borrosos. Intangibles y psicológicos, la definición del miedo. Son la descripción de una angustia, una concatenación de impresiones manifestadas en un espacio reducido: externo e interno. La casa y el propio Vernon. Con lo cual expandimos el antedicho campo de visión personal a lo espacial, a los lugares, antes hollados por otros.

El sueño era un horror implacable. También son estos recuerdos la expresión de un carácter. Más aún, una biografía narrada por un tercero, un fiel amigo. Basilissa es el texto de una premonición (una pareja que se ha anhelado por separado), bajo los auspicios de la mitología, y un sueño que se hace realidad. Participando de ese nivel que sobrepasa lo material, es el nombre dado a la dueña de la Tierra en Corfú (Grecia). Y aunque, salvo para determinadas invocaciones, los nombres son lo de menos, lo que sí sobrevive son las entidades ancestrales.
 
Cabeza de Medusa en el Templo de Artemisa, Corfú, Grecia
 
Una maldición de la noche, un sacerdote en el condado escocés de Cauld, Bahía de Sker. Tiempo de brujas y aparecidos cuando era niño. Y ritos abominables en secreto. Todo esto se conjura en Marea baja (The Outgoing of the Tide, 1902). Aquí encontramos otro buen ejemplo de una atmósfera atosigante e intransigente. Esa que siempre linda con la incultura (de los lugareños, no del protagonista), y conduce a derroteros funestos. Soslayando algún que otro error en la traducción: tú y yo es todo lo que tenemos, el relato nos narra las distintas historias -vidas- de Alice, hija de la bruja Alison Sempill y el joven Heriotside, convergiendo en la actual encarnación, la Noche de Walpurgis (1 de mayo), celebrada ya por los pueblos celtas. Alison es una especie de hechicera con atributos de Celestina.

El protagonista-narrador, el referido sacerdote, tiene ante sí veintiocho días de asueto. El problema es que suponen avanzar millas hacia lo desconocido. Para ello, habrá de vencer su cerrazón -a determinados mitos-, y recorrerlas lo mejor pertrechado que pueda. De momento, se aloja con un pastor y su hermana en una cabaña.
 
Tierra de nadie (No Man’s Land, 1899), me parece la obra maestra del volumen. El relato es lo suficientemente concreto para resultar inconcreto (sin caer en el simbolismo alegórico de algunas de las narraciones previas). Tierra de nadie donde crónicas, leyendas y realidad se entrecruzan, lo cual incluye algunas notas a pie de página, es decir, aclaraciones, por parte del propio narrador.

También una visita al averno. Pero lo interesante de este relato es lo que viene después. La dificultosa reintegración al mundo de lo real, a la cotidianeidad, por parte del protagonista. Al punto de hacerse necesario el regreso a dicho lugar, para tratar de encarar una vez más el miedo, y esclarecer las piezas de este complejo puzle que llamamos vida. Podría relatar mi experiencia de buena fe, pero, ¿me creería la gente?

Una nota final, esta vez del editor -en la ficción-, carga aún más de misterio un relato que  queda interrumpido. Ni siquiera sabemos cómo acaba la historia-búsqueda de tan particular héroe. Solo que, en esta bella metáfora narrativa, donde vuelve a sobresalir la atención por el detalle lingüístico, el mayor terror lo procura el rechazo e incomprensión de los racionalistas de mente estrecha, los llamados colegas académicos.
 

Leyendo el volumen no puedo evitar pensar que estos agraciados relatos, narrados de forma primorosa, realmente ocupan el lugar de tensión y narrativa fantástica e inquietante que posteriormente se va a trasladar al cine y la televisión.
 
Pues bien, otro espacio-portal lo hallamos, precisamente, en Espacio (Space, 1911). Esa cuenca resplandeciente parece el inicio de la eternidad. Un amigo relata a otro la historia de Holloud, un catedrático de matemáticas, físico siempre en los terrenos fronterizos de la ciencia. Es interesante que nos detengamos aquí por un instante. Los personajes de Buchan no son solo lugareños o visitantes ocasionales. Principalmente, poseen estudios académicos. No tienen miedo a experimentar, aunque el miedo venga; no temen abrir sus mentes a nuevas teorías y posibilidades, por mucho que estas no se puedan constatar en un laboratorio. En esta narración, una predeterminación de la llamada “materia oscura”. Para lo que se hace preciso e inevitable vencer la barrera que parece separar el intelecto de nuestros sentidos.

El tal Holloud es un colega del narrador, ambos docentes en Eton (Berkshire, Inglaterra). Este es un espacio físico, sin lugar a dudas, pero existe otro, poblado de entidades y cualidades que no percibimos. Se repite la estructura argumental del sujeto, investigador o no, que hace un trascendental descubrimiento, y esto le cambia la vida. A veces desapareciendo de su plano físico –de cara a los demás-. Algunos de estos relatos son la representación de la apertura individual de conciencia. Algo para lo que todos andamos capacitados, pero que no todos profesan. Algo que choca con la percepción asumida y resumida de lo común. Un poder que el hombre está perdiendo al civilizarse.
 

Un fuego de campamento en tierras sudafricanas. Dos ingleses conversan sobre su futuro. Uno de ellos, el más adinerado, proyecta construir su futura vivienda allí. Tres años después, el complejo residencial, porque de tal cabe hablar, es ya una realidad. Pesadillesca. El descubrimiento de lo inusitado siempre va parejo a la evolución de uno de los personajes, el que está más en contacto con esta faceta de lo paranormal. Solo que ese contacto y esa evolución, a veces son dependencia e involución, respectivamente.

Sucede en La arboleda de Ashtaroth (The Grove of Ashtaroth, 1910). A veces, los lugares nos llaman, y no sabemos por qué. O Tal vez sí. Para el autor, es más llamativa la forma literaria del paisaje que el trasfondo de una realidad alternativa que se nos escapa, esto es, su exégesis; pues esa otra realidad se las apaña para permanecer casi siempre agazapada. Los que dedicamos tiempo a recorrer los lugares de nuestra infancia, espacios donde fuimos felices, aunque no sean los más hermosos, lo intuimos. ¿Usted no?

Tal vez sea irracional. O de una racionalidad indescifrable. Lo que está claro es que para nosotros resulta un acercamiento inevitable.
 
El Valle Verde (The Green Glen, 1912), es, por su parte, la crónica de una indagación histórica, con bienvenidos ribetes esotéricos, acerca de un lugar que proporciona sus impresiones al narrador, en capítulos cortos. Las laderas y pliegues de la colina en silencio parecían extenderse hasta la eternidad (…) algún aura antigua se cernía sobre su verdor y atrapaba el alma de los hombres. Una obsesión, en palabras de dicho narrador. Su hechizo era el hechizo de la vida. La presencia de un antiguo santuario lega una intimidad placentera a plena luz del día, pues el terror no es solo nocturnal.

En resumen, tres son los escenarios naturales, y tres sus personificaciones (incluido el propio narrador), en este relato. Bien puede proclamar el protagonista -la cita es obligada-, ¡qué verde era mi valle!
 

Aunque para verde, el ñú de El ñú verde (The Green Wild Ebeest, 1927). A partir de estos relatos, extraídos de otro volumen del autor para conformar esta antología, nos movemos en las deleitables narraciones que se degustaban en uno de esos peculiares Dining Club ingleses, antes de sobrevenir el sopor de la comida o un buen vino. Estas reuniones solían tener por escenario, bien el típico club inglés, bien la acogedora vivienda de alguno de los intervinientes. En citas puntuales y bien señaladas en el calendario.

En El ñú verde destaca la atmósfera aprensiva y de terror inefable, a lomos de la acción. Lo animal como representación y encarnadura de lo sobrenatural y atávico. De la que forma parte la perversidad del destino que constata el protagonista. Sentí que de alguna forma me había apartado del mundo racional.

Además de como confirmación espiritual de las demás narraciones, el presente texto es interesante por dos motivos. En primer lugar, por equiparar el acceso a este conocimiento, generalmente velado, al advenimiento de cierto grado de locura –por parte de terceros más que de uno mismo-, otorgando al mal, en toda su extensión, un carácter indefinido y universal; mundial. Y en segundo, por hacer que uno de los personajes varíe de forma tan drástica como dramática, toda su concepción -cosmogonía- de lo existente sobre la Tierra. De todo lo contingente en ella. Aunque esto nos aboque a un final trágico -o puede que a un principio, nunca se sabe-, generalmente encaminado a afrontar las consecuencias, no solo de nuestras acciones, sino también de quiénes nos involucran. Aparte de quedar como leyenda o acervo popular unos hechos de los que no se sabe qué pudo ocurrir.

Que la locura a la que hacíamos mención sea sinónimo de trascendencia, o aislamiento de los demás, es algo que admite distintos niveles en la taxonomía de estos textos.
 
Escenario para un Dining Club

La balanza se sigue inclinando a favor de lo mágico, por mucha ambigüedad que se pretenda, en cuentos como Dr. Lartius (íd., 1928). Matemático y astrólogo, con capacidad para la videncia, Lartius esgrime que hay un mundo a nuestro alrededor imposible de explicar según las normas de las tres dimensiones. Buchan nos detalla que cobraba altas tarifas, pero que no estaba corrompido por el vil metal. Se cuentan entre su clientela los que buscan alivio y experiencias, y los que van más allá en su indagación de respuestas, es decir, los iniciados. Consciente de que las damas ociosas que acudían allí en busca de emociones no quedaban defraudadas.

Pero a ciertas personas no les cobraba. A aquellos que acudían en busca de consuelo verdadero, y no por una cuestión de moda. Para estas personas, Lartius, una suerte del querido Diego de Araciel (-), se declara un buscador más que un maestro de lo oculto. Un matiz importante, nada gratuito, que habla bien del conocimiento real que el autor poseía acerca de esta tipología de personajes, deshonestos a ojos no iniciados (sin descartar por ello lo fraudulento). No es que dijera mucho, tal vez era la manera en que lo decía. Su enfrentamiento con la Iglesia, que ve peligrar su exclusividad, evidencia la falta de entendimiento entre ambas posturas, como ya he señalado, solo antagónicas para los fervientes adoradores de la racionalidad y el positivismo. Y nos sirve para recalcar la expulsión de lo diferente de nuestra vida espiritual. Estoy en el camino hacia la iluminación, declara el buscador-protagonista. La muerte es un accidente irrelevante. No afecta al espíritu. Tentado a ejercer de espía, para Lartius, como para tantos de nosotros, las circunstancias materiales y sociales siempre parecen tratar de conspirar con las anímicas.

A estas alturas -y profundidades- de la lectura, tan solo cabe lamentar la no publicación del resto de relatos, tal cual fueron concebidos en los volúmenes originales. En nota a pie de página, al final de Dr. Lartius, se testimonia, por parte del traductor y antólogo, la superchería del personaje. Pero, como ya he venido desarrollando, cabe la posibilidad –es mi lectura- de que, pese a su cometido como espía, el joven conocido por Lartius, realmente posea facultades de espírita, más allá del mero -y descaradamente socorrido- aspecto psicológico y reduccionista. Lo cual pone de manifiesto hasta qué punto puede no ser comprendido en su amplitud el texto que se publica. Una cosa es que los nazis se aprovecharan del ocultismo, tal cual se esgrime en la presente crónica, y otra que este aspecto sea falso por dicho motivo; que los aliados no lo tomaran bajo su propio beneficio, como bien parece indicar el relato del Dr. Lartius.
 
Sule Skerry, Escocia

Vamos con las últimas narraciones del volumen. El viento en el pórtico (The Watcher by the Threshold, 1928), que da nombre a la recopilación, se centra en un altar de Vaunus, deidad britana protectora de un valle en las tierras de Vauncastle, y leyenda que cobra vida, con el solsticio de verano en ciernes.

Skule Skerry (Mr. Anthony Hurrell’s Story, 1928) es la transposición de una isla en Escocia (Sule Skerry). El lugar perfecto para un estudioso de los pájaros. Aunque tal vez “perfecto” no sea la palabra adecuada… Es el reducto definitivo de una paz olvidada. Paz al abrigo de los “cuatro vientos” de la población más cercana, y que se verá confrontada con una realidad en pugna continua con la sugestión. La de pensar que algo nos acecha, psicosomáticamente. No obstante, cuando un científico no puede aceptar lo sobrenatural, dice el protagonista, entonces solo cabe quemar toda mi obra y revisar mis creencias.

El desenlace es racional por una vez, al menos, de forma evidente. Los sonidos de la isla los provoca un  animal. Escuálida alforja para tan elongado viaje.

Tendebant manus (íd., extendieron sus manos en latín, 1927-8), es una cita de Virgilio (70-19 a. C.). Los muertos tienden las manos a la “otra orilla”. En este último relato se narra la trayectoria de dos hermanos interconectados, Reggie y George; uno de ellos, parlamentario, como nuestro autor. Y la extraña relación que se da entre ambos. De este modo, Reggie era el “gran hombre”, y George, su asesor urbano y contraparte. Su anclaje en el más allá.

Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CX): Atraco a las tres, de José María Forqué

12 mayo, 2023

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Siempre que leo una reseña sobre una película española de corte clásico, en determinada página digital, de evidente tendencia adoctrinadora, me encuentro con los mismos comentarios. La película
consigue sortear la censura de la época, presenta una crítica mordaz a la sociedad española de aquel momento, o se adelantó a su tiempo. Tales lugares comunes forman ya parte de todo un encabezamiento genérico. No solo es esto. Se da a entender que, si por algo brilla la tal película, u obra de cualquier otra índole, es por las antedichas razones, principalmente. Lo mismo sucede con los alicortos documentales de nacionalidad española –o estadounidense- en un alarmante número de casos. Si algo valida, a ojos sectarios vista, el rescate de determinadas figuras del mundo de la ciencia y la cultura de nuestro pasado, más o menos inmediato, es, en primer lugar, porque pertenecieron al bando “X”, o se supieron zafar del “Y” (aunque los pobrecillos hubieron de permanecer en España en los aciagos días pretéritos, en realidad, lo hicieron estando en contra del régimen). A partir de ahí, vienen los demás logros. El espectador comme il faut ya puede respirar tranquilo. El glosado pertenece al bando de los políticamente correctos. Solo tuvo mala suerte, o se equivocó de forma de pensar.
     

Mi interpretación como crítico cinematográfico, de amplio bagaje y años a cuestas, es otra. O la censura, dañina, ridícula, fatua…, era tan despistada como para colarles todo siempre, o el clima social no era cómo nos lo están contando ahora. No existe adelanto taumatúrgico en el tiempo, sino adecuación a él y posturas visionarias; y tampoco la sociedad sometida a perpetua crítica (parece ser), estaba conformada únicamente por mojigatos, represaliados y reprimidos, envueltos en una sempiterna atmósfera de gris tristeza.

A mí me pasa cada vez que tratan de explicarme lo que fue la década de los ochenta (me hacen más joven de lo que soy). Resulta procaz el infortunio de lugares comunes y risible la retahíla de tópicos con que encadenan sus argumentos quienes no han vivido esta época y pretenden que solo existe libertad en los tiempos presentes (es justo al revés).

Sin embargo, admito que es muy divertido oírlos.

En efecto, conviene no confundir libertad con sometimiento a la corrección política y otro tipo de cancelaciones. En cuanto a épocas pasadas, no dejo de asombrarme del nivel de calidad y, en algunos casos, relativa libertad, a la hora de desenvolverse en los distintos medios audiovisuales y escritos. A las pruebas me remito. No creo que sucediera lo mismo en la Unión Soviética (pasada y presente), y sus adláteres (China, Venezuela, Cuba, y un triste y cada vez más largo etcétera). En cada etapa coexisten distintos ritmos más o menos acompasados, que muestran el genio, el talento, de algunos coetáneos, con las miras puestas en el futuro, pero para nada ajenos a las mirillas de la sociedad que los sensibiliza y determina, se sientan o no acogidos por ella (en mi caso, y dicho sea con total modestia, detesto la época anti humanista, subsidiariamente maniatada, y anestesiada tecnológicamente, que estamos atravesando).

Pero en esto, como en todo, es determinante el factor de la información, de la inmersión en la cultura, donde adquieren especial carta de naturaleza los libros y otras artes como el cine clásico (el más moderno), en una época en la que –ya lo he referido en otras ocasiones- existen más escritores que lectores, en papel o digital.

Y ahora, desembaracémonos de los antedichos prejuicios inscritos en letra sagrada de internet y vayamos al lío.
 

Atraco a las tres (Hesperia Films, 1962) es una de las mejores y más memorables comedias del cine español. Porque hubo un tiempo donde existió lo más parecido a una industria del cine en España, con sus estudios, canales de distribución y profesionales contratados, en lugar del saqueo exclusivista por vía de la subvención, inevitablemente ideologizada. Estas comienzan siendo las mejores “armas” de Atraco a las tres. La película, realizada por un buen perito, tanto en cine como en televisión, José María Forqué (1923-1995), comienza con una acción paralela, que va alternando las imágenes de los principales protagonistas, disponiéndose a ir al trabajo. En concreto, al banco que responde al irónico título, sonoro pero poco eufónico, de Banco de los Previsores del Mañana. Con una excepción. Fernando Galindo (José Luis López Vázquez), que se ha quedado a dormir en la oficina con el animoso objetivo de hacer cuadrar un saldo. Tantos desvelos no se van a ver recompensados, en principio.

Sus compañeros de estrecheces son el conserje Martínez (Casto Sendra, Cassen), la resuelta Enriqueta (Gracita Morales), el aguerrido Benítez (Manuel Aleixandre), el pusilánime Castrillo (Alfredo Landa), el obstinado Cordero (Agustín González), y finalmente, en un ámbito no sé si más desahogado, pero sí más pelotero y beatífico, está don Prudencio Delgado (Manuel Díaz González). Aspirante -y conspirante- a ocupar el puesto del director de la sucursal, el bienhallado don Felipe (siempre sensacional José Orjas). Entre los clientes más asiduos, la vaquera y futura candidata a lograr un piso en propiedad, doña Vicenta (la entrañable Rafaela Aparicio). Y en fin, el señor director general (José María Caffarel), de visitas “muy señaladas”, y demiurgo que cada vez que sube y baja por las escaleras de la entidad, descoloca el sensible organigrama, provocando la desazón que procura todo jefe incapaz de hacerse querer. Ante la falta de humanidad de don Prudencio y del señor director general, don Felipe se muestra comprensivo, sin dejar por ello de ser honesto y eficaz.


Claro que todo esto sucedía antes de que los políticos de ese signo que determina quién y qué está legitimado moralmente, desde su voceada posición de superioridad, asaltaran y se incrustaran en los consejos de administración de los bancos y Cajas de Ahorro, dando al traste con la ejemplar función de estos organismos.

Será por eso que, salvando las distancias que se quieran, Atraco a las tres elige la vía más sensata, la del humor, para proporcionar la debida mascarilla de oxígeno a los corales protagonistas, en la línea de otros títulos hispánicos como Le llamaban la Madrina (Mariano Ozores, 1973) o Todos al suelo (Mariano Ozores, 1982). Hubo otros atracos más serios, pero menos productivos (incluso cinematográficamente).
 
El caso es que el abnegado Fernando Galindo ha decidido dejar de serlo. Son las suyas, horas -incluidas las extras- escuálidamente remuneradas. Sin hablar del hastío administrativo y personal que provoca don Prudencio. Y ya se ha hartado. Tras conocer la noticia del retiro forzoso –una prejubilación con la mitad del sueldo- a la que ha sido sometido don Felipe, se las apaña para dar rienda suelta a su plan de hacerse con el dinero que, en lontananza, va a ser depositado en la sucursal. En resumidas cuentas, dar un golpe.

Lo tengo estudiado hasta científicamente, declara Galindo. Sus compañeros se suman a este proyecto para mayores con reparos (los de Castrillo principalmente), con aventurera disposición, haciéndose la cuenta de la lechera, en un ambiente de juvenil inconsciencia.

Mientras el plan se fragua, a trancas y barrancas, Galindo entra en contacto con una clienta muy especial, la cantante y cabaretera Katia Durán, nombre artístico de Matilde Gómez Smith (Katia Loritz), que ejerce sus habilidades en el York Club, también sito en la capital. Katia se muestra interesada por Galindo, pero solo en el aspecto “profesional”. En realidad, está en relaciones con el facineroso Tony (Alberco Berco). Pobre señor Galindo, desafortunado en el juego y en amores.

No es la única relación con desavenencias. Cordero está casado, o a punto de estarlo, con una chica joven y casquivana, Lolita (Paula Martell), que cada vez aparece con un “jefe” distinto, montada en un coche igual de camaleónico.

El sentido del humor nutre y ennoblece el guión de Pedro Masó (1927-2008) y el guionista y periodista Vicente Coello (1915-2006). Pero de una forma popular, nunca vulgar. Galindo vive en el 13. Para más inri, el día trece llegan los veinte millones anhelados al banco. Todos creen, como una anterior ministra, que el dinero no es de nadie, y que los depositarios de los cuartos no se van a ver perjudicados. Mientras los atribulados empleados del banco aguardan la llegada salvífica del Día D, acontece la toma de posesión de don Prudencio como nuevo director de la sucursal.
 
 
Nada más digno y subversivo que la aspiración de querer vivir a lo grande, en un espacio y tiempo donde la televisión era un artículo de lujo que aún andaba introduciéndose en los hogares españoles, pocos se podían dar el privilegio de medrar tomando la política como coartada, y los cines de barrio constituían una de las principales distracciones. En uno de ellos se proyecta El robo del siglo (Operation Amsterdam, Michael McCarthy, 1959).
 
El humor se traslada a otras escenas arquetípicas del género, como son la planificación del atraco, o la imagen de los implicados anotando lo que desean obtener tras el decomiso, en un remedo de Bienvenido Míster Marshall (Luis García Berlanga, 1952), o como si estuvieran escribiendo la Carta de los Reyes Magos. Sobresale por parte de José María Forqué, la estudiada –y psicológica- coreografía entre los distintos personajes dentro del encuadre. En escenarios arrabaleros muy bien seleccionados –o dispuestos en el estudio-. La casa de Galindo da paso a un garaje o chatarrería abandonada. Como imagen icónica, no exenta de ese humor y caracterización psicológica, contemplamos a Cordero leyendo el diario Pueblo, mientras aguarda a Lolita en la calle. Pueblo fue una publicación de la que recientemente se ha elaborado un magnífico ensayo histórico y memorístico por parte de Jesús Fernández Úbeda (1989), Nido de piratas, la fascinante historia del diario Pueblo, 1965-1984 (Debate, 2023; el diario se fundó en junio de 1940, estando en la época de la película bajo la dirección de Emilio Romero [1917-2003]).
 
Y llega el día del atraco. Se produce la transferencia de veinte millones. Por el socorrido sistema de trasladar la pasta en unas gruesas bolsas de tela (marinera). ¿Logrará el elenco convertirse, como proponía Pedro Lazaga (1918-1979) en su película homónima, en verdaderos aprendices de malo?
 

Pedro Masó, realizador de series tan afortunadas como Anillos de oro (RTVE, 1983) y Segunda enseñanza (RTVE, 1986), también fue el productor de la película. Con Coello participó en otros guiones, como Tres de la Cruz Roja (Fernando Palacios, 1963), y la excelente comedia dramática ¿Qué hacemos con los hijos? (Pedro Lazaga, 1967).

La música de corte jazzista fue obra del compositor y arreglista argentino Adolfo Waitzman (1932-1998), afincado en España. La fotografía corrió a cargo de otro gran profesional, con un currículum impresionante (señores, teníamos entonces técnicos de altísimo nivel), Alejandro Ulloa (1926-2004). Dando muestra de su competente versatilidad, citemos algunos títulos como Goliat contra los gigantes (Goliat contro i giganti, Guido Malatesta, 1961), Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1963), Horror (Alberto de Martino, 1963), Tuset Street (Jorge Grau & Luis Marquina, 1968), Pánico en el Transiveriano (Eugenio Martín, 1972), ¿Qué nos importa la revolución? (Che c’entriamo noi con la rivoluzione?, Sergio Corbucci, 1972), Tarots (José María Forqué, 1973), No es nada mamá, solo un juego (José María Forqué, 1974), El carnaval de las bestias (Paul Naschy, 1980), o la disparatada y efectiva comedia El hijo del cura (Mariano Ozores, 1982). Además de las dos series anteriormente citadas.


Escrito por Javier Comino Aguilera




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