El Imperio Final (Nacidos de la bruma), de Brandon Sanderson

22 julio, 2024

| | | 0 comentarios
¿Se pueden cambiar el devenir del sistema en el que vivimos? Resulta evidente que somos inconformistas, siempre tenemos alguna cuestión de la que quejarnos, algo que nos molesta, alguna cuestión que consideramos mejorable, por pequeña que sea. En muchos casos, culpamos a un sistema que tiene defectos, pero que funciona de manera general. Los grandes cambios, sin embargo, solo se han producido por la unión de una serie de hechos que han promovido un movimiento en el poder y en quien lo ostenta. Uno de los principales motores de este cambio es la revolución. Pero todos podemos tener dudas sobre si ese cambio de paradigma es realmente deseado o no. Aunque nos quejamos, también estamos acostumbrados a cómo funciona todo y eso provoca que nos dé miedo la incertidumbre de lo que vendrá. En cierta forma, la sociedad suele vivir en una indefensión aprendida, incapaz de promover el cambio, pero deseándolo. Solo algunos se atreven a buscarlos mediante distintas vías.

Sobre este hecho se sustenta El Imperio Final (2006), el inicio de la trilogía Nacidos de la bruma, del conocido escritor estadounidense Brandon Sanderson (1975-), que asienta gran parte de su obra en un universo ficticio conocido como Cosmere y que ha desarrolla una carrera literaria en torno a la alta fantasía. 

El mundo que nos encontramos en este primer volumen de la trilogía está dominado por el Lord Legislador desde hace un milenio, después de que se erigiera como el salvador del mundo, obtuviera poderes divinos e impusiera una división social férrea entre los nobles y los skaa, que actúan como esclavos campesinos y sirvientes de los nobles. Un reino decadente donde siempre cae ceniza del cielo, la noche se viste siempre de una densa bruma y los colores de la naturaleza están apagados, convertidos en ocres y grises. Sin embargo, a pesar de su poder, la sociedad no funciona adecuadamente, la delincuencia existe y la división social ha provocado que los skaa apenas sean considerados como humanos, siendo asesinados con total impunidad y sangre fría por los nobles. Frente a esta situación, esta gran masa social vive adormilada y acobardada, sin ser capaz de rebelarse. 

Luthadel, por Ben McSweeney
Sin embargo, un hombre mestizo, un Nacido de la bruma (lo que le permite usar la magia conocida como alomancia con todos los metales), Kelsier, superviviente y fugitivo de los Pozos de Hatshsin, prisión principal del reino, empieza a preparar un plan para acabar con el poder del Lord Legislador. Mientras prepara a su banda de ladrones para los preparativos, conocerá a Vin, una huérfana mestiza que malvive en los bajos fondos de la capital sin saber que ella también es una Nacida de la bruma.

A pesar de formar parte una trilogía, El Imperio Final funciona adecuadamente como una novela autoconclusiva, una obra de fantasía y de formación, que permite a través de los ojos de una de sus protagonistas, Vin, descubrir cómo funciona este mundo y su magia, al menos de manera inicial. Sanderson compensa el foco narrativo entre dos personajes, Kelsier y Vin, permitiendo que la novela fluya con buen ritmo entre la acción más elevada y arriesgada del primero y el aprendizaje y la indecisión de la segunda. Incluso en alguna ocasión cede ese foco a otros personajes, permitiendo enriquecer el relato con distintas perspectivas, pero guardando bien el interés y los secretos de sus personajes. Así, por ejemplo, no seremos testigos de ciertos hechos de los que ambos protagonistas se enteran posteriormente o descubriremos posteriormente algunas acciones de Kelsier cuando sea Vin quien lo haga. En este sentido, la narración guarda un buen equilibrio entre la intriga y la información, entre las situaciones más tranquilas en las que la acción se limita a diálogos o reflexiones de los personajes y la acción más trepidante, sobre todo con el uso de la alomancia. 

Vin, por Elizabeth Peiró
Quizás, como defecto propio de este tipo de novelas de formación, hay una sobreexposición en las explicaciones que se ofrecen sobre este mundo, sobre todo con respecto a la magia. En ocasiones, puede parecer que estamos ante un tutorial de un videojuego, pero es un mal menor, un defecto necesario para comprender mejor el mundo en el que nos situamos y que Sanderson trata de presentarnos con precisión. No en vano estamos ante un sistema de magia dura, es decir, un sistema detallado que tiene límites y usos concretos, sin permitir a sus usuarios hacer lo que quieran. Como se menciona en la propia novela, no somos invencibles. Vin será una destacada alumna, otro rasgo usual de estas historias protagonizadas por jóvenes que descubren una magia que desconocían, como si fuera una persona elegida atravesando su propio camino del héroe, heroína en su caso. Por suerte, su aprendizaje está bien sustentado por el propio carácter del personaje, que a través de su desconfianza y temor naturales, potenciados por el recuerdo de su hermano, trata de sacar provecho de otros brumosos para conocer mejor los usos y límites de sus poderes.

Además, el desarrollo de la protagonista es bastante certero y natural, cuestionándose ella misma su evolución, debatiéndose entre la personalidad que está desarrollando y la que tenía antes de conocer a Kelsier. Pero, a su vez, mostrando un crecimiento psicológico que no suele ser tan bueno o tan caracterizado en otros relatos de fantasía de carácter más juvenil. Destaca sobre todo su relación con Kelsier, que no será un mentor al uso, a veces denostados a ser personajes de fondo a pesar de su poder, sino que la relación entre ambos les permitirá cambiar a los dos. Igual que él es consciente del crecimiento de la niña, ella provocará cambios en su maestro, reflejando de manera más realista las relaciones entre aprendices y mentores, donde se produce un aprendizaje mutuo. Este crecimiento se refleja bastante bien en la revisión que hace Vin del pasado de Kelsier y que le permitirá a él reconciliarse con sus sentimientos encontrados. Sin duda, uno de los puntos centrales y mejor trabajados de la trama se encuentra en esta relación. 

A fin de cuentas, son los personajes más elaborados de la obra, porque el resto suelen estar caracterizados de manera más limitada, aunque suficiente para ser personajes secundarios, representando cualidades concretas y resultado, a la par, lo suficientemente carismáticos. La propia novela señala el rol que tiene cada uno y evidencia cuáles son sus personalidades desde su primera aparición, siendo muy semejante a otros grupos semejantes, como pudiera ser la banda de Ocean's Eleven (Steven Soderbergh, 2001) o el grupo de Origen (Christopher Nolan, 2010). Así, tenemos al metódico y seguro Dockson, al malhumorado pero firme Clubs, al soberbio y manipulador Brisa, al filosófico y meticuloso Hammond y al serio y decidido Marsh. Además del joven Fantasma, un muchacho que tiene una manera peculiar de hablar y que se muestra inseguro y algo torpe, el misterioso y recto Renoux y el servicial e imponente Sazed. Todo este conjunto de personajes secundarios enriquecen no solo la acción principal, sino también nuestro conocimiento del mundo. 

A través de ellos, Kelsier y Vin, sobre todo ella, reciben la réplica o un vistazo a algún aspecto del mundo que no conocían tan bien. Sanderson los representa y plantea de manera tan adecuado que no resulta confuso entenderlos ni confundirlos, porque no se sienten intercambiables o parte del fondo. Por contrapartida, todo lo relacionado con el antagonista, el Lord Legislador, resulta más confuso y ambiguo, siendo un personaje más plano y del que comprendemos poco, quizás a falta de comprobar cómo avanza la trilogía. En cierta forma, para un personaje de tal edad, resulta curioso que no se explore demasiado en esta novela, aunque da pie a ahondar en él en otras.

Kelsier, Survivor of Hathsin, de Gerva Perez
Como siempre que nos adentramos en la fantasía, cabe destacar que El Imperio Final también ahonda en los rasgos del ser humano. Sanderson logra otorgar vida a un mundo ficticio ofreciendo detalles muy bien construidos, como el desarrollo de la psicología de Vin, adentrándose en los conflictos de una persona herida y dubitativa, que no ha sido capaz de confiar en los demás, el conflicto de los skaa como siervos incapaces de rebelarse, la manera de cuestionar el poder de un tirano y los movimientos totalitarios, el surgimiento de la fe y las creencias, incluso la necesaria protección del recuerdo de las culturas gracias a la figura del guardador, similar a las personas libro de Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953), la forma de impedir el maniqueísmo al acercarse también a la nobleza y también la corrupción de los sistemas que deshumanizan a las personas haciendo que sus vidas y, sobre todo, sus muertes, no tengan valor. Incluso el autor permite que la protagonista recrimine a su grupo sus defectos y su situación privilegiada frente a los skaa normales. 

Todos estos temas enriquecen la aventura de los protagonistas para proporcionarles un trasfondo mucho más maduro que una historia más tópica. Sin embargo, no es del todo perfecta. El apartado romántico de la novela se siente muy superficial. La narración de los combates puede llegar a ser confusa debido a la naturaleza de la magia alomántica, aunque debo reconocer que hay un esfuerzo notable por resultar claro. En algunos momentos puntuales del libro se presentan acontecimientos que pretenden ser giros argumentales, pero que están poco sustentados, especialmente el relacionado con la Guarnición de Holstep. Y, de nuevo, aunque se evita parcialmente el maniqueísmo, el antagonista es bastante plano y está cargado de características negativas. Por último, aunque crea un sistema de magia bastante sólido, su potencial siempre queda a disposición de la decisión del autor.

En definitiva, con este primer volumen de Nacidos de la bruma tenemos una buena introducción al universo fantástico de Sanderson, con unos personajes carismáticos, temas profundos a nivel social y el desarrollo de un sistema mágico y un mundo bien expuestos. Para los amantes del género fantástico, un título muy recomendable y atractivo, dado que encontrarán una historia autosuficiente y bien escrita, que les permite esperar un tiempo a continuar con su secuela, El Pozo de la Ascensión (2007) o a darse por satisfechos si no les ha enganchado tanto el estilo y los personajes de Sanderson.

Escrito por Luis J. del Castillo



El almanaque de mi padre, de Jiro Taniguchi

08 julio, 2024

| | | 0 comentarios
La narrativa que nos ha legado el mundo del cómic y, especialmente, del manga nos suele remitir a mundos de fantasía. Es normal, ya que dentro de las posibilidades que te brinda ese ámbito está el de poder dar vida a cualquier realidad imaginada. Sin embargo, no debemos considerar que siempre sea así. Algunas de estas obras se acercan a la realidad incluso al punto del costumbrismo, con un lenguaje específico como es el del dibujo, el uso de las viñetas o la transmisión entre página y página de una idea en combinación con el lenguaje empleado. Siempre que pienso en dos ejemplos característicos de este tipo de cómic más realista, se me vienen a la mente dos obras bien distintas: Maus (Art Spiegelman, 1986 y 1991), que emplea a seres antropomórficos para relatarnos la persecución a los judíos por parte del nazismo, y la más reciente Perspépolis (Marjane Satrapi, 2000-2003), una autobiografía que muestra el crecimiento del régimen fundamentalista islámico en Irán.

Sin embargo, me resulta más complicado pensar en ejemplos dentro del mundo del manga, porque los casos más habituales en mi cabeza suelen ser los ejemplos más populares y fantásticos, igual que en el mundo del cómic solemos mencionar más a los superhéroes o las aventuras de Tintín, Astérix o el humor de Francisco Ibáñez (1936-2023). Quizás también se debe a la capacidad de mezclar magia y cotidianidad del manga japonés. Por ejemplo, la historia de una familia de relaciones rotas por la violencia interna, la tortura psicológica y los traumas tienen su origen en una explicación mágica, una maldición del zodiaco, en Fruits Basket (Natsuki Takaya, 1998-2006), los crímenes que se resuelven en Detective Conan (Gosho Aoyama, 1994-) parten de la premisa de que su protagonista ha rejuvenecido por culpa de una droga, e incluso en algunas historias más realistas, como You are My Sun (Yuki Akaneda, 2023), hay abiertos ciertos momentos a lo espiritual. Ahora bien, como forma de expresión de la cultura japonesa, no cabe duda de que también hay espacio para el costumbrismo más cotidiano, al igual que ha sucedido en otras culturas. Y no solo ligado a un acontecimiento concreto e histórico, como sucede con la cruda Pies descalzos (Keiji Nakazawa, 1973-1974), sobre el bombardeo atómico en Hiroshima, sino más cercano a lo realizado por Isao Takahata en Recuerdos del ayer (1991), y a lo que podemos contemplar en El almanaque de mi padre (1994), de Jiro Taniguchi. 

La trama en las que nos introduce Taniguchi es sencilla: Yoichi regresa a su ciudad natal, Tottori, para el velatorio y posterior funeral de su padre, forzado por su mujer ante su primera negativa. Durante la mayor parte de su vida adulta ha mantenido las distancias y al regresar se reencuentra con la historia de su pasado, de su niñez y de las emociones y sentimientos que había perdido por empeñarse en alejarse. A través de las conversaciones con su tío, su hermana, con la viuda de su padre, su madrastra, y viendo fotografías del pasado, se irá recomponiendo el rompecabezas de su historia personal, contemplando otras perspectivas que romperán con su visión infantil de los hechos que le llevaron a rechazar mantener una relación con su padre.

No hay que esperar grandes giros en una historia centrada en actos tan cotidianos. El velatorio se ve intercalado por la historia cronológica de su familia, incluyendo el monólogo interno del protagonista confrontando lo que siente ahora con lo que sintió entonces. Esto le sirve a Taniguchi para mostrar la vida cotidiana de una familia japonesa entre los años 40 y 60, incluyendo la posguerra, la presencia del ejército norteamericano o el incendio de Tottori en 1952. Además de la mentalidad noble, pero callada y orgullosa de la figura paterna. 

Sin duda, El almanaque de mi padre es la reconciliación con la figura paterna ausente, pero siempre presente, la que podemos considerar más tradicional. Yoichi siempre había culpado a su padre de la ruptura de su familia, sobre todo de que su madre se separara y los dejara con él. Sin embargo, durante el velatorio, irá descubriendo las razones del comportamiento de su padre, comprenderá cómo actuaba y cómo dejaba huella en el resto de las personas con acciones honestas y cotidianas, siendo un hombre sencillo, humilde e íntegro, que ni siquiera quiso forzar a su hijo, al que amó a su manera, en ese silencio emocional al que tantas generaciones de hombres se vieron expuestos.

Con ese enfrentamiento entre la imagen que Yoichi tenía de su padre, de un hombre frío y distante, y el que proyectan no solo las palabras de los demás, sino sus propios recuerdos, se da cuenta nuestro protagonista de sus errores, del tiempo perdido por no haber sabido comunicarse, de todo lo que ha dejado atrás por egoísmo, dándose cuenta de que ya es tarde. No necesita este cómic grandes giros de tuerca ni acontecimientos grotescos o trágicos para golpearnos emocionalmente, solo la sencillez de un hijo ante el cuerpo inerte de su padre sabiendo que ya no hay marcha atrás, que no podrá remediar el dolor que le causó en vida por haberlo querido apartar e ignorar. Por contra, frente al hijo que no supo apreciar a su padre, encontramos a un padre que le aguardó siempre, apreciando el valor de una fotografía que atesoraba con cariño, dándole libertad para tomar sus decisiones sin imponerle su futuro como era tradicional en esa época o esperándolo hasta el último momento mientras cuidaba del perro que rescató de niño. Un hombre que antepuso sus deseos por los deseos de sus hijo, pensando que así lograría su felicidad mientras renunciaba a poder tenerlo a su lado.


Todo expuesto con una gran sensibilidad, empleando un dibujo cuidado al detalle, salvo quizás por la poca expresividad de los rostros, y usando la narrativa propia del cómic para confrontar pasado y presente, para dar silencio y solemnidad a los recuerdos que podrían pasar por normales. Hay mucha delicadeza en la manera en que Taniguchi trabaja con la memoria a través de sus dibujos, logrando que una imagen que representa un momento sencillo y fugaz perdure con la fuerza de la emoción, la nostalgia y el dolor de la pérdida. No será nuestro pasado, pero todos atesoramos sentimientos similares, y por eso podemos comprender tan bien al protagonista y alcanzar igualmente su catarsis, esa reconciliación con la memoria y ese necesario homenaje póstumo a su padre, a lo que debería haber hecho antes. Curiosamente, cuanto más conozca a su padre, más chocante resultará el reencuentro final que se da en la obra por resultar frío y distante, apático, contrastando con la imagen idealizada que él había creado de niño. 

Es la traición de nuestra memoria frágil, que reconstruye nuestro relato vital según cómo queremos verlo y no tal y como ocurrió. Sobre todo cuando nos lo contamos una y otra vez a lo largo de nuestra vida, reafirmándolo para evitar cualquier disonancia. Yoichi debe corregir a lo largo de este cómic algunos de sus recuerdos cuando los compara con lo que sabían sus familiares, sobre todo su tío, que será quien más le recrimine su actitud, y su hermana mayor; ambos le mostrarán que nunca llegó a entender a su padre mientras vivía. Y con esa corrección comenzará a empatizar. A darse cuenta de sus auténticos sentimientos, a abrirse al dolor de la pérdida rompiendo con la frialdad que él mismo había creado. Ese contraste se logra entre las primeras páginas y las últimas, cuando ve el cadáver de su padre por primera vez al llegar al velatorio y cuando se despide de él tras toda esa noche de reflexión y recuerdos.


El almanaque de mi padre es el encuentro con el pasado, es el retrato de una generación de familias que podemos reconocer no solo como costumbrismo japonés, sino también como reflejo de un tipo de sociedad y de relaciones universales. Padres e hijos que vivieron unos hechos de manera diferente y que generan barreras emocionales que se suelen evitar. Una historia sencilla que logra ser efectiva, cálida y reconfortante, con una narrativa que se luce mediante un cuidado uso del dibujo. Una buena muestra de la capacidad de Jiro Taniguchi para inmortalizar y darle sentido a lo cotidiano.

Escrito por Luis J. del Castillo



El autocine (CXXI): Terminator, de James Cameron

14 abril, 2024

| | | 0 comentarios

Ya queda menos. Tan solo cinco años hasta alcanzar 2029, la época en que se sitúa la acción futurista de Terminator (The Terminator, Hemdale-ORION, 1984). El resto de la narración acontecía en la época de la exitosa producción. Pero curiosamente, no existen tantas diferencias entre ambos marcos temporales.

Esta es, creo yo, una de las características más perdurables de la innovadora y adrenalítica película dirigida por James Cameron (1954), que amalgamaba de forma cohesionada una clásica película de monstruos con los temas de la modernidad más pesimista, que empero, comenzaron a sentar sus bases ya en los radiactivos años cincuenta.

Pero antes de abordar la narrativa, podemos decir que, a un nivel visual, a ambos espacios temporales los enlaza la oscuridad de la noche. Noches desapacibles y, en cierto sentido, siniestras, lo que además queda potenciado por el ajustado presupuesto de la película. Ajustado, pero magníficamente aprovechado (hoy, con grandes sumas, no se consigue tanto). Callejones, más que avenidas principales, escuálidos tugurios de neón, cuartuchos insalubres, descampados, moteles de carretera, parkings solitarios, la vaguada de un recóndito puente. Hasta la imagen callejera de un indigente buscando en la basura (en vías mojadas y viradas de azul, como marcan los cánones). Todo este escenario, me parece a mí, nos enlaza con el porvenir.

Respecto al argumento, Terminator se centra en unos personajes cuyo destino les sobrepasa. El ejemplo principal es Sarah Connor (Linda Hamilton), empleada en una hamburguesería. Pronto se da cuenta de que en las noticas han aparecido dos víctimas de ataques indiscriminados que comparten su nombre. Y de que le sigue los pasos un individuo sospechoso, Kyle Reese (Michael Biehn). Tal vez ella sea la siguiente. En paralelo, surge la investigación policial, llevada a cabo por el oficial Vukovich (Lance Henriksen) y el teniente Traxler (Paul Winfield, al que muchos recordamos por la excelente Perro blanco [White Dog, Samuel Fuller, 1981]). Pero la amenaza en la sombra la porta el Terminador o contraparte de Reese (Arnold Schwarzenegger). Los policías temen estar ante un asesino con patrón. Y no se equivocan. Pero el sargento del futuro, Reese, dispone de una ventaja. Él sí tiene el nombre exacto de Sarah, por lo que la contacta justo a tiempo. Como él mismo aclara a la atribulada fugitiva, respecto a su potencial asesino, se enfrentan a un ciborg que no siente lástima ni remordimiento. No está programado para eso.


Escrita por el propio realizador y la también productora Gale Anne Hurd (1955), el nudo dramático de esta ceñida epopeya por la supervivencia pasa de lo particular a lo general, pues nos afecta a todos. Y toma como basamento el clásico argumento de los viajes en el tiempo, tema afín a la ciencia ficción, al que se suma el de un inminente conflicto nuclear de orden mundial, otro leitmotiv habitual para los que vivimos aquella época, pero que se remonta a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), con la posterior eclosión en novelas y trabajos cinematográficos de esa edad de plata que son los mencionados años cincuenta. Una década que me apasiona.

El caso es que, tras el desastre, la voz en off inicial especifica que la lucha no se va a librar en el futuro, sino en el presente. Ya histórico para nosotros. Las prolepsis (flashforwards) están bien ensartadas en el relato, lo que, como antes indicaba, se traslada al apartado visual. Al igual que son oportunos un par de elegantes fundidos a negro. En tales anticipaciones, los diálogos resultan escuetos. Una buena decisión, ya que no parecen necesarios; aquí poseen más especificidad las imágenes, que hablan por sí mismas. Cualquier otro añadido habría resultado tan sobado como redundante (ese exceso de verborrea, generalmente grosera, que entorpece y empobrece un buen número de producciones en la actualidad, y que a los que conocimos tiempos mejores nos provoca hartazgo; me refiero, por supuesto, tanto en cine como en televisión). En cambio, sí están muy bien traídos el resto de diálogos en época presente, sobre todo, los que se establecen entre Reese y Sarah, que ponen al espectador al corriente de la trama. Particularidad reseñable es, así mismo, el hecho de que la acción no se coma nunca la emoción, esto es, el suspense. Existen planos donde la narrativa respira; algo que habitualmente se ha perdido con el advenimiento de un público que ya no tolera neuronalmente los momentos de introspección o la mera contemplación estética, alimentado por imágenes rápidas de manido consumo. Recurso cinematográfico tan arcaico para ellos como ese símbolo de modernidad que fue el walkman que porta Ginger (Bess Motta), la compañera de apartamento de Sarah.

Al envoltorio narrativo ayuda la nítida fotografía de Adam Greenberg (1939), de contornos acerados, y la música de Brad Fiedel (1951), entre minimalista, espacial y atávicamente percutiva.


Tu mundo es aterrador, concreta Sarah ante tanta desgracia venidera. Esta es la idea más inquietante de toda la propuesta; cara a la ciencia ficción. Cuando los cimientos de la civilización se tambalean, y toca vivirlo. Desde 1984, el mundo que nos sobrevino y el que nos aguarda no es precisamente el que nos habíamos imaginado. De hecho, ¿qué le queda a Sarah en la conclusión de la película? Esperar la tormenta, es decir, el apocalipsis. Su huida final a las montañas.

Pero los sentimientos del futuro se proyectan hacia el presente. Reese estuvo -en dicho futuro- enamorado de Sarah. Un amor platónico que se materializa, en lo que es otra de las derivadas más sugestivas de la película.

A la música y la fotografía hemos de añadir los efectos especiales del gran Stan Winston (1946-2008), en colaboración con la empresa Fantasy II. Lo que se trasladaría a las secuelas; de mejores efectos, aunque no necesariamente mayor encanto. Es lo que tiene ser el primero en la lista. En Terminator, el guión está bien pergeñado en sus detalles, como el de la emisora de la policía que pone al exterminador sobre aviso del paradero de Sarah y Reese; una acción lineal que se desarrolla de continuo, en apenas dos días -o mejor habría que decir noches-, o el juego con los espacios temporales, sin hacer un lío al espectador (otro demérito de la confusa actualidad; por el contrario, aquí la narrativa es siempre limpia), lo que incluye la idea del viajero espaciotemporal que interactúa de forma vital en el pasado, convirtiéndose en padre del futuro salvador. Aparte de cierto sarcasmo en la figura del psicólogo criminalista, doctor Silberman (sic) (Earl Boen, que tendría ampliada pero idéntica función en la estupenda secuela).

En los títulos de crédito finales se expresa agradecimiento al autor de ciencia ficción Harlan Ellison (1934-1018), habida cuenta de que James Cameron tomó prestada la idea del ciborg de dos episodios escritos por Ellison para la serie Más allá del límite (The Outer Limits, ABC, 1963-1965).


Cameron nos depara otros planos inspirados, como la de los carros de combate futuristas pasando por encima de centenares de calaveras. El contraplano virado a rojo que se corresponde con la mirada que Sarah le devuelve a su perseguidor, armado con una mira telescópica. Las cicatrices abruptas en la espalda de Reese. El buen uso de la cámara lenta en el Tech Noir, el local donde se ha refugiado Sarah tras saberse en peligro. El Terminator observando la ciudad tras su llegada, antes de su (des)encuentro con unos punks, encabezados por Bill Paxton (1955-2017), o más tarde, buscando la expresión lingüística más adecuada para quitarse de encima al pestilente casero (Norman Friedman).

Y otras estampas, como el aplastamiento de un camión de juguete que está en la acera (más tarde serán los auriculares de Ginger). Inolvidable es el momento en que el exterminador finge la voz de otra persona, o se auto repara, como cualquier máquina inteligente. Del mismo modo sobresale el falso final -también en lo musical- tras la voladura del camión cisterna, que no es sino el preludio de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el hombre y la máquina. Secuencia resuelta a lo Ray Harryhausen (1920-2013), de la forma más artesanal, haciendo de la necesidad, virtud (más que vacuo virtuosismo).

Como simpático detalle, destaca la intervención del insustituible Dick Miller (1928-2019), aquí como sufrido vendedor de armas.



Para el sábado noche (CXXXVIII): Terremoto, de Mark Robson, y Pelham 1, 2, 3, de Joseph Sargent

02 abril, 2024

| | | 0 comentarios
Me hace gracia cuando leo o alguien me dice que una película ha envejecido. Precisamente, lo que quiero y valoro del cine que llamamos clásico es el disfrute de otro tipo de diálogos, ropa, peinados, vehículos, colores, texturas, música (por lo general mejor que la presente), y, por qué no, efectos especiales. La conclusión es que las personas que les digan semejante cosa no aman el cine.


Debía tener yo unos once años cuando un buen amigo de la familia, que era abogado y militar, invitó a mi familia a su piso y nos dio a los más peques dos títulos para distraernos con el video. El primero era Como el perro y el gato (Cane e gatto, Bruno Corbucci, 1982), con el siempre grato Bud Spencer (1929-2016) –a ver si un día le dedico el artículo que merece-. El segundo video alquilado fue Terremoto (Earthquake, Universal, 1974). Yo me emperré en comenzar por este último, porque me llamaba la atención, y porque sabía que, si comenzábamos por la película infantil, no nos dejarían luego acabar la de catástrofes. Lo que al revés no sucedería, pues cortarle a un niño una película de Bud Spencer es un pecado nada venial, más bien vesánico. Así que me salí con la mía, mientras los adultos seguían hablando de sus cosas. Me gustó mucho la película de Mark Robson (1913-1978). Con el tiempo, llegué a valorar otras obras suyas como La isla de la muerte (Isle of the Dead, RKO Films, 1945), la excelente Más dura será la caída (The Harder They Fall, Columbia Pictures, 1956), Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth Century Fox, 1957) o El premio (The Prize, Metro-Goldwyn-Mayer, 1963), que también me trae gratos recuerdos. Su última filmación, estrenada póstumamente, fue la entretenida El tren de los espías (Avalanche Express, Twentieth Century Fox, 1979), aún bajo el hálito del cine de catástrofes, y con otro de los actores con los que nos reencontraremos más tarde, Robert Shaw (1927-1978), igualmente desaparecido antes del estreno.


Que estamos de paso es de todos bien sabido. Ya depende de las zancadas o pasos cortos que demos. Somos custodios del planeta, pero no nos pertenece. Y aunque no deseo ponerme trascendental, hay buenas películas que nos recuerdan que nuestra existencia no es para tanto, o al menos, que eso de portarse bien o mal sí que trae consecuencias, si no en este plano, posiblemente en otros. Y ya que estamos en las alturas, un plano aéreo sobrevuela la ciudad de Los Ángeles (EEUU) hasta llegar a la presa de Hollywood, al inicio de Terremoto. El escenario tendrá su relevancia en la trama, porque son los lugares por los que habitualmente transitamos, nuestra cotidianidad, lo que se va a ver alterado. Me llama la atención lo bien que continúa estando la película, habida cuenta de que hacía bastantes años que no la veía. Me refiero en cuanto a dirección de actores y puesta en escena (la definición del bluray ayuda mucho). Máxime teniendo en cuenta que este tipo de cine no era muy considerado por la crítica, lo que por otra parte siempre me importó un higo (como a Mark Robson, supongo).

Huelga decir que uno de los principales protagonistas es, entonces, la propia ciudad, un entorno asediado por la falla de San Andrés, con una población que se ha acostumbrado, más o menos, a los sustos. Uno de los más morrocotudos fue el de 1989, en pleno San Francisco. En Granada (España) tampoco nos privamos de estos tembleques o cabreos de la Tierra. Se suele decir que los edificios japoneses han sido diseñados a prueba de seísmos. Pero Stewart Graff (Charlton Heston) se lamenta en determinado momento de la película de que jamás debieron edificar colosos con tantas plantas en aquella zona.


Graff es ingeniero de edificios y un ex jugador de rugby. Está casado con Remie (Ava Gardner), la ya madura hija de su jefe, Sam Royce (el entrañable Lorne Greene). El matrimonio hace aguas, y más que va a hacer, así que Stewart ha entablado relación con Denise Marshall (Genevieve Bujold), una joven viuda con un niño pequeño, Corry (Tiger Williams).

Más allá del entorno, los otros personajes principales, en esa característica afín al género que supone el jugar con los destinos cruzados, son el corredor de acrobacias en moto Miles Quade (Richard Roundtree), su amigo y socio Sal Meechy (Gabriel Dell), y la hermana de este último, Rosa (Victoria Principal), que el dúo pretende como reclamo para su futura gira de actuaciones. También están Jody (Marjoe Gortner), un pre-Taxi Driver, supervisor en un supermercado de barrio y aficionado al culturismo, que hará emerger su potestad y resentimiento cuando lo movilicen como soldado en las calles, y la secretaria de confianza de Sam, conocida de Denise, Barbara (sic) (Monica Lewis). Por último, pero no menos importante, el baqueteado policía Lou Slade (George Kennedy), que tiene el honor de contar en su currículum con gerifaltes idiotas, para variar. Los solemos llamar superiores, no sé por qué. Casi diría que este es el principal epicentro, el malestar que supone el roce de unos con otros. Ya no quiero seguir siendo policía, declara Lou, añadiendo a continuación que la gente no vale un pepino. Al fin y al cabo, él solo persigue la justicia, en tanto la ley se empecina en perseguirle a él.


Algo más matizados están otros jefes, como el del geólogo Walter Russell (Kip Niven). Pese a incurrir en delito de lesa suficiencia, pronto cambiarán las tornas para el señor Stockle (Barry Sullivan), director del Instituto de Sismología de Los Ángeles, y para el alcalde de la ciudad (John Randolph), provisto de una dignidad mayor que su homónimo de la película posterior. Pese a todo, no puede evitar exponer, con indecorosa sinceridad, que el gobernador y yo ni siquiera pertenecemos al mismo partido, en el momento en que ha de ponerse en contacto con este. Otros personajes secundarios, pero relevantes, son el doctor Vance (Lloyd Nolan), y Max (Scott Hylands), uno de los vigilantes de la presa de la ciudad, atosigado por su propio ingeniero-jefe, que pronto se pondrá de su parte (Lionel Johnston).

Confieso que me encanta el paisaje setentero de la ciudad, aún recreado en estudio. Me lo imagino con música de, pongo por caso, el genial Sweet Fanny Adams (1974) de la banda Sweet. Pero la música oficial es la intimista creación del maravilloso John Williams (1932). Un no muy recordado pero estupendo trabajo, en la línea de El Coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974), también de ese año, o el previo La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, Ronald Neame, 1972).

Producida por Jennings Lang (1915-1996), Terremoto fue escrita por el para mí desconocido George Fox (-), tal vez un seudónimo, y por el más que conocido Mario Puzo (1920-1999), autor de El padrino (The Godfather, 1969). Ello depara, merced a la realización de Mark Robson, momentos bien traídos. Verbigracia, la primera víctima resulta inesperada, un técnico en un ascensor, antes del gran cataclismo. La narración también proporciona buenas dosis de acción, como una persecución en auto. Pero el conjunto no lo hacen únicamente los efectos, sino los actores, todos estupendos. Y esa característica de focalizar el aspecto dramático en unas pocas pero valiosas vidas.


Más aún. Los planos generales resultan soberbios, privilegio de contar en el equipo con el gran Albert Whitlock (1915-1999). Y sin alharacas folloneras, allende el sistema de sonido sensurround. De hecho, ¿para cuándo un libro ilustrado acerca de este versado artista, aunque sea en inglés? Así mismo, destaca el plano del contratista Cameron (Lloyd Gough), observando atónito por la ventana del edificio en que se encuentra, cómo la ciudad se resquebraja. Una imagen en la que destaca la efigie esférica del emblemático edificio de Capitol Records. Contemplando, en suma, esa fuerza telúrica que en pocos segundos va a disolver toda estructura, no solo física, sino organizativa.

La inclusión de un primer temblor, más leve, pone en evidencia a Remy ante su esposo, que se da cuenta de que las pastillas que ella ha ingerido son una añagaza, un chantaje emocional, por llamarlo de otra manera. Tampoco es baladí el detalle de la fila para el agua que enlaza, sin ellas saberlo, a Denise y Remy, separadas por unos pocos metros (pero una gran distancia emocional). Lou permitiendo la presencia de unos hare krishna en la vía pública, después de que le hayan cortado las alas. La puerta de la presa que deja de encajar, y en fin, la angustia en los resquicios del Hotel Wilson Plaza, en el último segmento de la película. Todo bajo los auspicios de una estupenda fotografía del siempre competente Philip Lathrop (1912-1995).


Y de un recuerdo infantil a otro. Debió de ser en un pase por la televisión pública (la única que entonces había en España), de nuestro siguiente título. Me refiero a la resolución, sencilla y directa, hasta un punto humorística, de Pelham 1,2,3 (The Taking of Pelham 1,2,3, Palomar-United Artist, 1974). Tan grabada se me quedó (por su sencillez, lejos de toda espectacularidad), que durante años traté de volver a toparme con aquella historia de la que desconocía el título (la cosas no eran como son hoy). Un final que, como es lógico, no voy a desvelar.

Pelham 1,2,3 se fundamenta en la novela homónima de John Godey, seudónimo de Morton Freedgood (1913-2006), publicada en 1973 (Círculo de Lectores, 1974). Fue adaptada por Peter Stone (1930-2003), co-responsable de Charada (Charade, Stanley Donen, 1963), Arabesco (Arabesque, Stanley Donen, 1966), y ya en solitario, la sabrosa Pero, ¿quién mata a los grandes chefs? (¿Who is Killing the Great Chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978). El conjunto contó con la fotografía del recientemente desaparecido y magnífico Owen Roizman (1936-2023), y una vibrante composición a cargo de David Shire (1937). Disponía de ella en una edición de la extinta FSM, pero no pude vencer la tentación de volver a adquirirla en la atractiva versión de Quartet Records (QR 453). Música excelente se mire por donde se mire, aunque en la película no luzca toda la banda sonora.

Aquí nos reencontramos con Walter Matthau (1920-2000), entrevisto como estoico borrachín de bar en Terremoto, y como ya anuncié, con Robert Shaw.


El nuevo escenario es subterráneo, principalmente. En cualquier caso, también está marcado por el signo de tierra, como en nuestro ejemplo anterior. Una sensación de angustia que queda potenciada, por paradójico que parezca, gracias al formato en cinemascope; en principio, más afín a los espacios abiertos. El interesante realizador Joseph Sargent (1925-2014) maneja bien la planificación. Al margen de sus estupendos trabajos para la televisión, de los que quisiera reseñar dos adaptaciones de Willa Cather (1873-1947) y Larry McMurtry (1936-2021), respectivamente, Mi Antonia (My Antonia, Gideon Productions - USA Network, 1995) y Las calles de Laredo (Streets of Laredo, DePasse Entertainment, 1995), o también La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, Paramount TV, 1975), Joseph Sargent debe ser recordado por otras atractivas propuestas, como Colossus (Colossus, the Forbin Project, Universal, 1970), The Man (id., Paramount, 1972), y la hagiográfica pero en absoluto desdeñable MacArthur (íd., Universal, 1977). Hasta llegar a la era del videoclub con la simpática pero inocua Pesadillas (Nightmares, Universal, 1983), donde se diluyó y volvió a recalar en el ámbito televisivo.

En efecto, tras autobuses, aviones, trenes, edificios y barcos, faltaba la red del metro. Otro espacio cotidiano para la mayoría de nosotros.

Allí se dan cita, para nada bueno, el señor Greene, un ex maquinista (Martin Balsam) cuyo nombre real es Harold Lobman, tal y como se descubrirá al final de la película; el líder del que se va a rebelar como un grupo de secuestradores, el señor Blue (el siempre sólido Robert Shaw); el señor Brown (Earl Hindman) y el señor Grey (Héctor Helizondo). Todos portadores de su respectivo mote y bigote postizo. Producido el secuestro de uno de los vagones de la línea, en concreto, el Pelham 1,2,3, se ponen en funcionamiento el teniente Zachary Garber (Walter Matthau), del cuerpo de policía de transporte de Nueva York, y su compañero de fatigas Rico Patrone (Jerry Stiller).


De momento, sus únicos aliados son el tablero de desplazamiento para la localización de los vigilantes de la policía de transporte, y las mesas de control de cada una de las líneas. Podemos añadir la espinosa comunicación a través de un micrófono de excelente diseño. Una vez liberado el conductor del tren, Denny Doyle (James Broderick), quedan diecisiete pasajeros secuestrados, junto al revisor (Jerry Holland). Dieciocho en total, y de esas personas a las que la mala suerte retiene bajo las armas de la ideología, las creencias religiosas o la mera extorsión crematística. Esto acerca Pelham 1,2,3 al terreno del policíaco, pero sin perder la esencia catastrofista (cuando el vagón se precipita sin frenos).

Desde dicho centro de mando, Garber va a lidiar con las exigencias de los secuestradores, las vidas de los rehenes y la selva humana de algunos de los técnicos que le rodean. Como el supervisor Cat Dolowicz (Tom Pedi) o el jefe de trenes Frank Terryl (Dick O’Neill), encargado de la ejecución de la red metropolitana. El apelativo del vagón de metro que retienen los captores, unos con antecedentes menos tranquilizadores que otros, responde al nombre de la terminal y a su hora de salida. Los extorsionadores reclaman a la ciudad de Nueva York un millón de dólares (de la época), que para colmo hay que preparar en un disminuido espacio de tiempo.


A estos personajes se suma el guardia de seguridad James (Nathan George), que queda retenido en el túnel del vagón, a pocos metros del mismo, y el inevitable alcalde, Albert (Lee Wallace), un tipo griposo y pusilánime, en sí mismo, retrato inmisericorde del nada divino oficio político. Le salva los garbanzos el eficaz y sarcástico teniente de alcalde Warren LaSalle (Tony Roberts). Estos dos últimos personajes se diferencian de los anteriores, policías y ladrones, por el tono de farsa que tanto guionista como director les procuran. Más dignidad muestran el comisario Phil (Rudy Bond), el comandante de la policía Harry Borough (interpretado por el estupendo Kenneth McMillan), y el inspector jefe Daniels (Julius Harris), del Departamento de Operaciones Especiales, y al que muchos recordamos por su participación en Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973). Ante la profesionalidad de los antedichos, resume el alcalde que tendré que oír cómo me silban.

Tanto en Terremoto como en Pelham 1,2,3 destaca más la angustia que el número de fallecidos, a diferencia de tantas exageradas piezas de acción de la catastrófica actualidad. De este modo, les vuelvo a mostrar hoy dos ejemplos de actores y películas con los que he crecido, y espero seguir haciéndolo. Un pico, para mí, difícil de superar. Como ese que marcan los sismógrafos.



Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717