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30 abril, 2020

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Desde el Paseo Nuevo de San Sebastián (Fotografía de LJ)
En esta primavera, seguimos estando aquí como un pequeño faro. Nos adentramos en mayo entre titubeos y dudas, pero al menos hay siempre algo nuevo para ver o leer. Nuestras reseñas han sido visitadas este mes por más de 12000 visitantes y nos seguís 194 en Blogger, 650 en Twitter y 183 en Facebook.

Este mes ha sido principalmente cinéfilo. Hemos tenido hasta una visita de hombres lobo con nuestro especial de Autocine, un retorno a la animación Ghibli con Nicky, aprendiz de bruja, y hasta contemplamos una catástrofe triple con El puente de Cassandra, El enjambre y Meteoro. El libro de este mes ha sido un regreso a nuestra sección Otros mundos con la astrología de Los relojes cósmicos.

Esperamos que mayo y su lenta desescalada nos permita seguir al pie del cañón con más reseñas. Estad pendientes y compartid vuestras impresiones con nosotros. Os esperamos, como siempre, en este blog.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: En esta ocasión un poco de arte con este comentario de Antonio García Villarán del San Sebastián del Greco.



"Escribir es defender la soledad en la que vivo."
                  - María Zambrano (1904-1991)



Siete almas, de Gabriele Muccino

28 abril, 2020

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Al comentar algunas películas, siempre pienso en la división entre el fondo y la forma, algo muy relevante para considerar y valorar bien este tipo de obras. En ocasiones aprecio bastante el fondo, aunque la forma no sea la óptima y es cuando me pasa que lamento que una buena historia se haya diluido por la manera en que se ha contado. Siete almas (Seven Pounds, 2008) es uno de esos casos. El director italiano Gabriele Muccino (1967) dio el salto a Hollywood con una película que se ganó el favor del público y el respaldo de un sector de la crítica: En busca de la felicidad (The Pursuit of Happyness, 2006), que tuvo como protagonista a Will Smith, cuyo carisma es irrefutable, y que narraba la vida de Chris Gardner en un relato social intenso. Volvió a intentar repetir el éxito alcanzado con Siete almas.

En esta ocasión, nos adentramos en la vida de Ben Thomas (Will Smith), un inspector de Hacienda en Los Ángeles que parece arrastrar algún hecho traumático. Persigue un propósito que desconocemos, pero parece decidido a juzgar con severidad o benevolencia a algunos ciudadanos que están a su cargo para hacerles una inspección. Una de esas personas será Emily Posa (Rosario Dawson), que padece una enfermedad cardíaca que le impide tener una vida corriente. Cuanto más se relacionen Ben y Emily, mayor será la conexión que sientan el uno con el otro.


Uno de los peores detalles de Siete almas es que la historia que intenta contar es más profunda que el romance de tintes cursis que alcanza la relación entre Emily y Ben. El protagonista tiene un propósito que apenas se explora en la obra salvo por momentos puntuales, insertando a otros personajes cuyas tramas solo quedan resueltas en una respuesta final que es más explicativa que cinematográfica. A diferencia de otros giros finales como el que sucede en El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999), este golpea, pero es bastante previsible, aunque no en el contenido concreto, sino en el hecho de que el giro va a llegar, dado que la película juega la baza del misterio, del saber que hay algo oculta que no se nos narra. Por ejemplo, se nos muestra cómo otros personajes están en deuda con Ben y harían cualquier cosa por él, pero desconocemos el motivo. Y al final todo acaba siendo emotivo por la intensidad del hecho de las últimas escenas, aunque carezca de toda la fuerza que podía haber tenido. Lo que podía haber sido una historia con un carácter más diverso y social, acaba por ser eclipsada por un romance que a veces se siente forzado y por un protagonista que es abiertamente misterioso y melodramático.

En este sentido, Siete almas acaba siendo una película pretenciosa. Tiene un primer tercio que es confuso deliberadamente, sobre todo porque entremezclar secuencias de flashbacks con retazos de escenas actuales que se sienten dispersos, en los que seguimos a un atormentado Will Smith que parece perdido en sus acciones. Hay algunas escenas en ese primer tramo, como su encuentro con una anciana en un geriátrico, que pueden darnos una pista de lo que podría haber llegado a ser esta película si el pulso hubiera sido más decidido y completo, pero pronto todo el interés se desvía hacia  el personaje de Emily Posa y todas las demás subtramas quedan supeditadas u olvidadas al romance. La película deja entonces su relato fragmentado por una narración más clásica, convirtiéndose en una película romántica al uso, con la diferencia de que el protagonista sigue arrastrando el halo de misterio y dolor que se había creado en el planteamiento. Emily, por contra, apenas es dibujada con tres o cuatro rasgos, aunque a su favor debemos recordar la escena donde narra su frustración por la enfermedad, de gran valor dramático y que nos recuerda a los mejores momentos de En busca de la felicidad. Algo similar a lo que sucede con una de las subtramas más intensas, en la que el protagonista salva a una mujer maltratada y que vuelve a reafirmarme en la idea de que esa era la vía que debió tomar la película.


Porque a pesar de que el título nos hable de siete almas, la misión y el objetivo de Ben Thomas queda reducida a la omnipresencia del romance. Por lo que, aparte de haber sido pretenciosa, está desaprovechada. Desaprovecha todos los recursos que tiene y que llega a desplegar para acabar contando una historia típica, hasta cursi, que se siente forzada en ocasiones y que llega a alcanzar cotas incluso ridículas, como la discusión que tiene Ben con su hermano, cuando parece que es necesario recordarle al protagonista cuál es su propósito y su vida real.

En definitiva, Siete almas es una película intensa y emotiva en su tramo final, con secuencias dramáticas de buen nivel, pero construida de forma pretenciosa y desaprovechando todas sus virtudes para acabar siendo algo más corriente y poco original. Sus personajes terminan pareciendo irreales y toda la fuerza y crítica social que podía haber alcanzado se diluye en un romance que se siente manido y forzado.


Otros mundos (XXVII): Los relojes cósmicos, de Michel Gauquelin

18 abril, 2020

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El caso de Michel Gauquelin (1928-1991) es análogo al de J. Allen Hynek (1910-1986) en el apartado de los OVNIS. Ambos fueron críticos con las disciplinas que trataron de abordar, en un principio para desprestigiarlas, y ambos cambiaron de opinión cuando comenzaron a estudiarlas en profundidad, como suele suceder. Todo esto a un nivel personal y profesional, sin renunciar a su capacidad crítica; evolutiva, en definitiva.

Resulta curioso para un estudioso de la astrología, como el que esto suscribe, constatar cómo Los relojes cósmicos (The Cosmic Clocks, 1967; Plaza & Janés Colección Otros Mundos, 1970) es el reflejo de una perplejidad. Que aún mostraría otros esfuerzos ensayísticos en su afán por comprender, en los sucesivos libros La astrología ante la ciencia (L’astrologia devant la science, 1965; Plaza & Janés Col. Horizonte, 1969) y La astrología, ayer y hoy (Les trois faces de l'astrologie, sacrée, profane, scientifique, 1972; Plaza & Janés Col. Otros Mundos, 1975), firmado junto a Jacques Sadoul (1934-2013).

Para aquel que no participe -ni le vaya ni le venga- la interacción íntima entre el ser humano y el cosmos que propone la astrología, tal disciplina y las palabras que expongo a continuación carecen de sentido. Aunque bien pueden llamar la atención del interesado. Al fin y al cabo, nos hallamos en nuestro apartado Otros mundos, y casi cualquier cosa cabe.

En el prólogo del libro, nuevamente debido a un científico, en este caso, el profesor de biología Franz Z. Brown (-), se observa que los seres vivos están vinculados a su universo por lazos sutiles que hace unos pocos años ni se sospechaba siquiera que existieran. Es el primordial punto de partida de todo el trabajo. Pese a los vaivenes de búsqueda personal a que nos va a someter el autor, conviene retener esta idea motriz a lo largo del presente artículo. Las verdades son inciertas como las arenas movedizas, prosigue Brown, en obvia aquiescencia con Gauquelin (Íd.). El organismo vivo es un sistema receptor sensible. Y se pregunta el introductor en qué medida nos afectan las fluctuaciones cósmicas (Íd.).

Michel Gauquelin
Los modelos astrológicos, actualizados pero ancestrales, y la ciencia moderna, no se dan de bofetadas. Por el contrario, a pesar de las evidentes diferencias, ambas se unen con sólida consistencia (Introducción). En su recorrido por la historia, recuerda Michel Gauquelin que hace cinco mil años, los caldeos exploraron las leyes por las que se regían las fuerzas cósmicas. Más tarde, Grecia y Roma continuaron desarrollando estas creencias. Hasta Kepler (1571-1630) trató de forjar una astrología que progresase paralelamente a la ciencia (Íd.).

Ahora bien, frente al surgimiento de la astrología como herramienta de auto conocimiento, ya en pleno siglo XX, Gauquelin niega la posibilidad de predecir el futuro. Relega dicha vertiente al “ámbito” de la superstición. Sí vislumbra con más criterio el camino cuando asegura que las acciones (influencias y correspondencias) cósmicas no son “mágicas”, sino inexplicables por la ciencia hasta el día de hoy. Escapan, por lo tanto, a la percepción habitual, aunque no por eso dejan de estar ahí. Como podemos observar, el autor nos hace partícipes de un proceso personal (psíquico) e intelectual (trascendente), con sus desvíos y acelerones, por el cual va recorriendo un itinerario propio de intuiciones y certezas de manera algo abrupta, a veces incluso excluyente.

Una disposición aún disfrazada bajo el símil de los relojes cósmicos. Metáfora anclada en la parte terrena de nuestra receptividad, en representación de la común antena con el universo. De tal modo que Michel Gauquelin supedita su discurso con exceso de celo a los parámetros de la ciencia. Intento muy loable pero fallido de tratar de explicar lo que no se puede demostrar por vía de la ciencia. No es que esta no pueda procurar una explicación de cara al futuro, es que como decía el ya citado Allen Hynek, a menudo la ciencia del siglo XX olvida que existirá una ciencia del siglo XXI o incluso del XXX.

El autocine (LXXII): Aullidos, de Joe Dante, y Lobos humanos, de Michael Wadleigh

08 abril, 2020

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Esta noche hay luna llena. Lo he comprobado. Se trata de un momento mágico muy especial recogido y celebrado por algunas tradiciones. De ordinario, la luna representa nuestra sensibilidad, la capacidad de advertir aquello que no se ve. Arroja luz a la oscuridad, nos refuerza. Yendo un poco más lejos, la luna llena hace aflorar la intuición, la receptividad, la capacidad de percibir aquello que está oculto. Proporciona un mayor espacio de apertura de nuestra consciencia hacia lo obviado y recóndito que nos anima.

Se ha montado una operación de reality en torno a la búsqueda de un astuto criminal por parte de la cadena televisiva donde trabaja la presentadora de telediario Karen White (Dee Wallace). La policía está informada y presta su cobertura. El objetivo de este despliegue “mantenido en la sombra” es dar caza al sospechoso Eddie Quist (Robert Picardo), que tan solo desea comunicarse con Karen. Lo que comienza siendo una trama con apariencia policiaca da un giro sorprendente y deriva en un inquietante y macabro cuento de género (de terror). Eddie no es lo que aparenta, aunque no deja de ser un asesino.

Una primera toma de contacto se establece en una cabina de teléfonos. Tras una breve conversación con Eddie, la pista del paradero de este “perturbado” conduce a Karen a otra cabina, esta vez, la de una tienda de artículos eróticos y pornográficos (un sex-shop).

Ahora brinco un poco hacia delante. Tras dicho encuentro, Karen no se haya en condiciones de retomar su trabajo. El psiquiatra mediático George Waggner (estupendo Patrick Macnee) le recomienda que acuda a una colonia de reposo junto al mar, en pleno bosque. Karen acepta la propuesta y se dirige allí en compañía de su esposo William ‘Bill’ Neill (Christopher Stone).


En lugar de irse disipando, el shock post traumático de Karen persiste con nuevas y perturbadoras llamadas de atención. La terapia de grupo parece aliviarla por momentos, pero sigue siendo presa de una gran inquietud. Hasta el punto de verse en la necesidad de requerir la compañía de su amiga Terry Fisher (Belinda Balaski).

En esta colonia se da cita un variopinto grupo de pacientes al aire libre, de aspecto afable, tratados por el doctor Waggner. Allí se vuelve a estar en contacto con la naturaleza, en toda su extensión. El trauma de Karen parece provenir del desvelamiento de la imagen real -y oculta- de Eddie, durante su encuentro vis a vis (aunque en un primer momento Eddie prefiere mantener su fisonomía en la sombra). Una circunstancia que tampoco le es mostrada al espectador, tan solo a Karen, pero que se hará evidente, plenamente físico a todos, en una secuencia posterior que con justicia ha pasado a engrosar los mejores momentos de las películas de terror y ciencia ficción.

Dentro de este apartado de apariencias que se nos desvelan, que saltan a la vista del que deja de ser un iniciado, se cuenta la intención del doctor de averiguar cuál es la información que atormenta a Karen. Esta tan solo recibe esporádicos flashes; no tiene conciencia clara de lo que sucedió en el interior de la cabina del sex shop.


Los personajes se ven sometidos a un proceso que va de la ciudad al campo, y luego, de vuelta a la ciudad (en este caso, Los Ángeles, pero tanto da). La sensación de estar en plena campiña o plena urbe es algo a lo que contribuye la fotografía de John Hora (1940) y la música de ese excelente compositor que ha sido siempre Pino Donaggio (1941). Por eso, no es de extrañar que el cambio físico que se opera en Bill, el marido de Karen, también conlleve una mutación psicológica. Entre medias está la investigación paralela que llevan a cabo Terry y su novio Christopher (Dennis Dugan), mientras Karen se encuentra bailando con lobos sin comerlo ni beberlo. La transformación asombrosa de Eddie Quist es la terrorífica materialización del ataque que sufre Terry en la cabaña del bosque, que se suma a la postrera metamorfosis de Karen, llevando la llamada de lo salvaje a todos los hogares norteamericanos a través de los medios de comunicación.

Como el lector más despierto habrá podido advertir, el relato cinematográfico está cuajado de “guiños” al género. Comenzando por el propio nombre del médico psiquiatra George Waggner (el realizador de El hombre lobo [The Wolf Man, 1941]), lo que incluye el apelativo de otros personajes de la trama, como Erle C. Kenton (1896-1980), Sam Newfield (1899-1964, interpretado por Slim Pickens), o los ya mencionados apellidos [Terence] Fisher (1904-1980) y [Roy] William Neill (1887-1946).

A esto se añade la inclusión de secundarios del calibre emocional de Dick Miller (1928-2019), en el papel del librero de un establecimiento ocultista, Kenneth Tobey (1917-2002) como veterano agente de la policía, Kevin McCarthy (1914-2010), encarnando a un fatuo presentador y director de programas de la cadena de televisión, bajo el nada casual nombre de Fred Francis (1917-2007), y el valedor de tantísima gente Roger Corman (1926), que aguarda pacientemente su turno en una calle para poder hablar por teléfono. Aspectos muy queridos por el realizador y también editor de la película Joe Dante (1946). 


Lo que ha de resultar difícil, colijo yo, es convivir con los humanos. Pero bromas aparte, el resultado final de Aullidos (The Howling, AVCO Embassy-Universal, 1980, estrenada al año siguiente), escrita por el estimable John Sayles (1950) -que además interpreta al empleado de una morgue- y Terence H. Winkles (-), en torno a una novela de un tal Gary Brandner (1930-2013) de la que, al parecer, los guionistas hicieron mangas y capirotes, incide en el hecho del zarpazo que la realidad de lo fantástico -lo inesperado- depara a veces al orden de lo establecido, al interior de nuestra vida ordinaria.

No puedes domesticar lo que tiene que ser salvaje, le comenta el viejo Earl (John Carradine) al doctor Waggner. Este aún creía posible la adaptación a la sociedad, el entendimiento entre dos esferas que parecen destinadas a coexistir, pero no a convivir en armonía. Cuando el testimonio de Karen sale a la luz en la era de los efectos especiales (¡excelente labor meta-cinematográfica de Rob Bottin [1959] y Rick Baker [1950]!), la gente prefiere buscar excusas o mirar hacia otro lado. El mismo medio donde el doctor trataba de preparar al mundo, espanta la intención del psiquiatra de tratar la licantropía como un mero desorden mental (en su versión más oficial).

Mérito de la película es saber integrar la cultura popular de los hombres lobo (incluidas las balas de plata) en nuestros días (¡incluidas las pegatinas del Smiley de Acid House!). El agradecimiento global hacia Curt Siodmak (1902-2000) o Jack Pierce (1889-1968) se hace más que evidente. La idea de las criaturas con aspecto antropomorfo es, además, un acierto, frente al empleo de animales reales en otras producciones, como la que a continuación expondremos (si bien, veremos que aquí tiene un sentido). Al final, como en las películas de Roger Corman sucedía, el fuego purificador pone broche al relato de manera momentánea. Resulta purificador, pero con epílogo.

Lobos humanos (Wolfen, Orion-Warner Bros., 1981) continúa en esta línea de relatos con licántropos, pero su apuesta es otra. De nuevo estamos ante una novela, esta vez del curioso Whitley Strieber (1945; The Wolfen, 1978); pero hasta donde yo sé es de las pocas suyas que permanecen inéditas en español y, en cualquier caso, la desconozco. Strieber es autor, así mismo, de El ansia (The Hunger, 1980), y de la insuficiente pero interesante Communion (me refiero ahora a la versión cinematográfica; Íd., 1989). De la adaptación de The Wolfen se ocupó David Eyre (1941) y el propio realizador Michael Wadleigh (1942). Además, Lobos humanos cuenta con la estupenda fotografía de Gerry Fisher (1926-2014) y una adecuada música de James Horner (1953-2015) en la que sigue siendo, para el que esto suscribe, su mejor década.

Pues bien. El adinerado Christopher Van der Veer (Max M. Brown) ha sido asesinado. Este apellido nos retrotrae a los primeros colonizadores holandeses de la ciudad de Nueva York, donde va a transcurrir la acción. Se trata de un asesinato especialmente cruento, a plena luz nocturna, donde también perecen la esposa y el chófer. De la investigación pasa a encargarse el desastrado policía Dewey Wilson (Albert Finney), que en el pasado tuvo problemas familiares que desembocaron en la bebida. Para desentrañar este, pese a todo, atrayente rompecabezas, contará con la ayuda de la psicóloga Rebeca Neff (Diane Venora). 

En el aspecto visual, la cámara subjetiva con virados en infrarrojo sirve para denotar el punto de vista de los wolfen. En el argumental, coexisten algunas implicaciones sociales que hunden sus garras en la política, el terrorismo (y su funesta justificación), y toda una caterva de enseres tecnológicos con los que empezamos entonces a adornar nuestras vidas. Así, abundan en los planos de la película la presencia -la más de las veces no advertida- de cámaras, ordenadores y grabadoras. Articuladas por medio de empresas de vigilancia, sistemas termográficos y analizadores de voz. Todo esto conforma un mensaje -y mira que no me agradan las películas “de tesis”- de talante ecológico, que no está mal planteado. A ello volveremos al final de este comentario.


Dewey es el prototipo del policía al margen, pero dentro del sistema. Es decir, es solitario, determinado, independiente, pero con conflictos que dejaron huella. Finalmente poseedor de una revelación, una verdad (relativa, como todas). No me gustan los festejos, aclara en determinado momento. Junto a Rebeca, está muy bien sostenido el suspense de la investigación que ambos emprenden.

Esto en un ambiente donde flota cierta paranoia tecnológica que va de Wall Street hasta el desfavorecido barrio del Bronx. Con productos mediáticos como la propia sobrina guerrillera de Van der Veer, Cicely (Sarah Felder). Refiriéndose a la muerte de su tío, asegura la descarriada vocinglera que no fue un asesinato, sino una ejecución. En parecida línea, los indios americanos justifican que los lobos humanos -caso de existir- matan por sobrevivir (a enfermos, desvalidos, etc.), en una disculpa nada elogiosa pero que se agradece desde este punto de vista políticamente incorrecto. Por extensión, cuando se habla de los lobos humanos no se hace necesariamente referencia a una transformación física, como en el caso anterior; se trata más bien de una simbiosis psicológica, una identificación de estado animal a estado animal -entre el hombre y el lobo-. El ser humano puede atacar como un depredador, y el lobo ser listo como un humano. Es lo que parece derivarse del desenlace de la narración. Tras la localización de un chivo expiatorio en forma de grupúsculo terrorista, el protagonista queda desubicado, porque también está en contra de quienes protegen los hechos delictivos de unos predadores que siguen campando a sus anchas, por muy estrechas que estas se vuelvan. Digamos que encuentra su anhelado equilibrio solo a medias, suspendido en el fiel de una sangrienta balanza.


También a diferencia de lo que sucedía en Aullidos, estos predadores no están en el bosque en una suerte de alabanza de aldea y menosprecio de corte. Están en la corte misma. El bosque es la ciudad. Se ha evaporado todo contacto con la naturaleza entendida como paisaje bucólico e integrador. Y están perdiendo terreno, por eso salen a la calle. Las razones se hallan en la progresiva reurbanización de las zonas abandonadas; indirectamente, en la “despiadada” cercenación de sus cotos de caza. Anidan en los suburbios, los despojos que ahora están siendo saneados, por lo general, con una aplicación de la política nada cristalina. Wadleigh emplea bien este escenario de escombros. Un espacio baldío pero inquietante, como perteneciente a otro planeta. Es el submundo de la ciudad, de su brillantez vistosa, sus pilares atávicos, como se ha venido mostrando en títulos tan sugerentes como La última ola (The Last Wave, Peter Weir, 1977), Alas en la noche (Nightwing, Arthur Hiller, 1979) o El beso de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982).

Es curioso, los personajes centrales no se juzgan (salvo de etnia a etnia, donde el entendimiento es más traumático). Así sucede con Dewey y Rebeca. Sencillamente se aceptan (ya podía aprender el cine español de este recurso).

Más aún, en algún momento los personajes son vistos por los ojos de los lobos humanos, pero también por los electrónicos de una cámara de vigilancia. A veces, los primeros parecen existir en un mundo alternativo, paralelo. Nadie los ve ni queriendo, pero ellos observan todo lo que les interesa. Quiérese decir que todos estamos vigilados en esta analogía intercambiable; además de computerizados. Buena idea es la del puesto de vigilancia cruzado que Dewey y su compañero Whittington (Gregory Hines) establecen con objeto de observar un amplio descampado. También con sus particulares ojos en forma de cámaras de visión nocturna.


Es este escenario de común desacuerdo cohabitan sociedades tribales y territoriales, que cuidan de los suyos, evitan la superpoblación y son buenos cazadores, como expone el zoólogo Fergie Ferguson (Tom Noonan). En su última visita a la morgue, Dewey ya tiene clara la confirmación de sus sospechas. Y aunque esto sucede hacia la mitad de la película, estas parecen ser indemostrables. Lo que también permite jugar con la insinuación, las derivadas de una psicología del acecho y la agresión que queda impresa en las imágenes. Estas no escapan a cierto simbolismo interesado a nivel estructural, pero en su conjunto, Lobos humanos continúa siendo actual y estimulante. El hecho de valerse para su denuncia humanista del envoltorio del cine de género, de terror en este caso, es atractivo, o cuando menos eficaz, aunque el mensaje se diluya a favor de cierto maniqueísmo por parte de los custodios del orden natural y “perfecto” de la naturaleza. Por su parte, el principalmente documentalista y director de fotografía Michael Wadleigh, no volvió a dirigir. Como si ya hubiera dicho todo lo que le interesaba contar.

Bajo la luna llena, estas dos películas son la puesta de largo de las inmortales obras de Val Lewton (1904-1951). Y no han sido superadas ni aquellas ni estas, en cuanto a efectividad en la intriga y profundidad anímica se refiere.

Escrito por Javier Comino Aguilera





Animando desde Oriente (XVII): Nicky, aprendiz de bruja, de Hayao Miyazaki

06 abril, 2020

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Empezar a vivir es también empezar a distanciarse. En los procesos vitales de una persona, su primer entorno es el familiar, pero de este entorno acabaremos alejándonos para crear nuestra propia senda. A veces, más pronto, a veces, más tarde, pero de forma irremediable. Aunque seguramente en muchas ocasiones habite en nosotros la duda y la inseguridad, el temor por lo desconocido, el miedo a la soledad. Nos hemos acostumbrado a pensar que eso llega con la madurez, cuando estamos preparados, pero serán pocos los que digan que no han experimentado estas sensaciones cuando se han visto solos en un nuevo hogar, cuando todo lo que les rodeaba ha dejado de estar ahí para dar paso a una nueva realidad, a una independencia en la que la guía de tu vida la colocas tú. Esa etapa de transición hacia lo que realmente significa la madurez y, también, la vida.

Nicky (Kiki en el original) apenas tiene trece años y, como toda bruja, debe separarse de su familia para formarse en una ciudad nueva, que tendrá que hacer suya. Está empezando en la adolescencia con la ilusión que otorga aún la infancia, pero tendrá que hacer frente a una serie de cambios que la harán crecer y llegar a ser mejor, pero sin abandonar su identidad ni sus raíces. Sobre ello versa Nicky, aprendiz de bruja (Majo no Takkyūbin, Hayao Miyazaki, 1989), adaptación de una novela infantil homónima escrita por Eiko Kadono (aunque no de toda la saga, que ha continuado con seis volúmenes en total hasta 2009).


Con este planteamiento, nos adentramos en una película que tiene cierto carácter episódico. Podría deberse al hecho de que adapta una novela que forma parte de una saga, aunque es algo que sucede en otras producciones de Ghibli, dado que podemos sentir que sus historias no suelen tener una conclusión definitiva, sino que se quedan abiertas, a veces incluso de forma abrupta. No obstante, este hecho suele ser menos evidente en sus obras más célebres. En esta caso, da la sensación de que nos encontramos ante varios capítulos unidos de una serie sin finalizar, como un largo episodio piloto. Tanto es así que algunas de las cosas que se plantean en sus tramas así como algunas ideas sueltas no llegan a ningún término. Algo que sucede porque suelen centrarse en completar una idea central, la que para ellos fundamenta la obra, importándoles lo demás solo por su implicación con esta piedra angular. Por ejemplo, en realidad no seremos testigos del aprendizaje mágico de Nicky (es más una excusa para motivar la película que un fin) y se recurrirá usualmente a la elipsis para omitir cómo se desarrolla su empresa de transporte de mercancías. Lo realmente importante reside en el crecimiento de la protagonista y en cómo el encuentro con otros personajes la enriquecen.

La película aborda dos tópicos: la historia de formación, por una parte, y el éxodo rural, por otro. Una joven que debe abandonar el campo, el pueblo en el que vive, para adentrarse en una ciudad que tiene otro ritmo de vida. Es una versión mágica e idealista de la inquietud que asolaba, por ejemplo, a Daniel, el protagonista de El camino (Miguel Delibes, 1950), pero a la vez es la historia posterior a esa inquietud. En realidad, no sabemos cómo ha sido la infancia de Nicky o su vida en el campo, ni siquiera hay anhelo por ese pasado, aunque se intuye bien el ambiente feliz en que se ha criado, por las breves apariciones de sus padres y de algunos vecinos. En apenas dos detalles, Miyazaki nos muestra su carácter intrépido, aunque torpe, por ejemplo, con las campanillas colocadas en los árboles donde suele chocarse.


A su vez, en la producción de Ghibli, tiene su obra paralela de Isao Takahata (1935-2018): Recuerdos del ayer (Omohide Poro Poro, 1991). En aquella película, una mujer acude al campo para encontrar su camino y allí encuentra la felicidad. Es habitual en Ghibli este retrato ameno de la naturaleza que tanto nos recuerda a los tópicos grecolatinos de Beatus ille o el desprecio de corte y alabanza de aldea. Hay una apuesta por la vida natural y una crítica al estilo de vida contemporáneo más contaminante y urbanita. Precisamente, el paisaje inicial de Nicky, aprendiz de bruja es bellísimo y remite a un estilo pictórico muy marcado, de tonos suaves. De ahí se traslada a una ciudad invadida de tecnología, de coches, de personas ocupadas que apenas muestran asombro ante la magia de Nicky (salvo excepciones remarcadas) o que tienen una vida frívola (el culmen será la nieta de una clienta de Nicky). Por contra, los trabajos tradicionales se ven reivindicados, como la familia panadera que le da cobijo, con Osono a la cabeza, o la pintora Ursula, que es ejemplo de riesgo y valentía, así como los ancianos, que sí admiran la magia de la protagonista y que encuentran agradable su carácter y forma de ser. En cierta forma, la película apuesta por dignificar el esfuerzo y la amabilidad de la protagonista en contra del carácter más ocioso o frívolo de otros personajes de su edad, que se fijan más en la vestimenta, en los amoríos o en disfrutar sin más. De ahí el choque inevitable entre Tombo y Nicky, estando Tombo a medio camino entre lo que la protagonista representa y la vida social de los jóvenes urbanos.

No obstante, enfrentarse a la manera en que se vive en esta ciudad, el cruce de intereses contrarios con personas de su edad, la sensación de rechazo y otras circunstancias similares son las que provocan que Nicky acabe siendo devorada por las circunstancias, debilitándose y perdiendo el rumbo y parte de su magia. La escena más simbólica y cruel para mostrar esto es su conversación frustrada con su gato negro Jiji. Solo el retorno a cierto ambiente natural le permite recuperarse; en este caso, gracias a una pintora algo extravagante que también busca su camino personal. Es tan evidente la apuesta por esta naturaleza que uno de los máximos exponentes de la tecnología urbana, el dirigible que aparece, acaba siendo motivo de catástrofe. En relación a este dirigible, que nos lleva a considerar que todo se ambienta en el primer tercio del siglo XX, nos muestra otro de los rasgos habituales de la narrativa de Miyazaki: su pasión por la aviación, que aquí aparece representada por esa capacidad de volar que tiene Nicky, y que nos regala secuencias bastante bellas e incluso trepidantes, y por el personaje de Tombo, al que le encanta todo lo relacionado con la aviación, como muestra su entrenamiento para ser piloto, su admiración declarada a Nicky o su ilusión por visitar el zeppelin.


En cuanto a la calidad artística, podemos considerar no solo que su dibujo está muy bien realizado, sino que desprende belleza y minuciosidad. Es rico en detalles y nos permite vislumbrar una ciudad de cierto halo italiano o, en definitiva, europeo, pero también paisajes muy hermosos. No es de extrañar teniendo en cuenta que Hayao Miyazaki colaboró en proyectos como Heidi (Arupusu no Shōjo Haiji, 1974) o Marco (Haha o Tazunete Sanzenri, 1976) de Takahata, o dirigió la versión perruna de Sherlock Holmes (Meitantei Hōmuzu, 1984-1985). Incluso retomaría este ambiente europeo en El castillo ambulante (Howl no Ugoku Shiro, 2004) frente a los paisajes más japoneses de La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997) o El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001). De toda la película, destaca tanto el detallado ambiente urbano como las secuencias de vuelo en la escoba. Por no olvidarnos de la imprescindible música de Joe Hisaishi, tan reconocible como habitualmente y ligado necesariamente a toda la obra del estudio.

En definitiva, Nicky, aprendiz de bruja es un bonito cuento, un cuento que siembra sin intención de recoger, que se contenta con aventuras a pequeña escala pese a desplegar grandes medios y varias posibles tramas a explorar, pero que desprende magia de forma indudable. Con una técnica al nivel propio de este célebre estudio y con la simpatía y ternura que caracteriza a las obras más alegres e infantiles de Miyazaki.


Para el sábado noche (XCII): El puente de Cassandra, de George Pan Cosmatos, El enjambre, de Irwin Allen, y Meteoro, de Ronald Neame

02 abril, 2020

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La apoteosis del cine de catástrofes la procuraron títulos como El puente de Cassandra (The Cassandra Crossing, AVCO Embassy, 1976). Los argumentos eran cada vez más imaginativos y alambicados. En esta ocasión, incorporando ciertas dosis de intriga científica, acción y melodrama rosado (pero con gracia). Como solía ser habitual, en esta co-producción encarrilada por Lew Grade (1906-1998) y Carlo Ponti (1912-2007), también resulta atractiva la incorporación de un plantel de campanillas.

Tras los títulos de crédito, la cámara se posa de forma sintomática en la sede de la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra (Suiza). Irónico retruécano, pues de allí parte la amenaza que va a mantener en vilo a los protagonistas. En realidad, hasta este edifico llega un enfermo, que resulta no serlo, pues se trata de un truco con objeto de perpetrar un robo de material que se frustra. La ironía del caso no se detiene, porque este falso enfermo acaba convertido en un contagiado o paciente cero, por emplear la terminología al uso. Los delincuentes salen trasquilados, pero también impregnados de una sustancia muy nociva y altamente contaminante. El que logra salir del edificio, alcanza la estación de tren de Ginebra y se introduce en un vagón que hace el recorrido de Génova a Estocolmo (de Italia a Suecia). La internacionalización de la infección está servida.

A menos que se tomen medidas. A ello se aplica el coronel Steve MacKenzie (el siempre excelente Burt Lancaster), para lo que cuenta con la ayuda de la doctora Elena Stradner (Ingrid Thulin), que se ve envuelta en la emergencia sin comerlo ni beberlo.

El enfermo infecta a todo el que se cruza en su camino, pero por suerte está enclaustrado en el mencionado tren, que ya ha iniciado su recorrido. A partir de ahora, nadie podrá salir del mismo, bajo pena de que le peguen un certero tiro.


El peligro es una infección neumónica muy contagiosa. Ha sido cultivada en secreto, aunque en la ficción lo de menos es su procedencia, sino el peligro que entraña para los seres humanos. No existe un antídoto. Se trata de uno de los virus bacterianos más mortíferos, pues se propaga por las gotas de la transpiración, en lo que es una lotería cruel que depende de la inmunidad personal (los síntomas son los de un resfriado común). Aunque ya adelanto que, al igual que sucedía en la imperecedera La guerra de los mundos (War of the Worlds, 1898) de H. G. Wells (1866-1946), el virus acaba por mutar, desactivándose de forma natural (aquí debido al oxígeno enriquecido), con lo que nos libramos de una buena (en la ficción). No así los pasajeros del confiado tren, cuyo rumbo ha sido dispuesto en ruta a una población aislada en tierras de Polonia por el coronel MacKenzie, con el fin de apartarlo y tratarlo adecuadamente.

Esta es la versión oficial. El problema añadido reside en que, para llegar a dicho emplazamiento, el tren ha de atravesar el vetusto Puente de Cassandra, una línea férrea en desuso desde hace bastantes años. ¿Casualidad? En absoluto, hay muchas probabilidades de que el puente no aguante, con lo que se pueden matar dos pájaros de un tiro: a los enfermos de una dolencia que apenas entiende de compartimentos estancos, y a los testigos de un hecho que se pretende mantener oculto. Es decir, a todos los pasajeros del tren.


En los vagones viajan personas con las que trabaremos relación en la mejor tradición del cine catastrófico, de forma formularia pero práctica, con emotiva afectividad. Allí han concurrido Hermann Kaplan (Lee Strasberg), superviviente de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y personaje tipo con el que las circunstancias se ceban; el reverendo Haley (O. J. Simpson), que esconde otra identidad, el revisor Max (Lionel Stander), la desfogada esposa de un empresario, Nicole Dressler (una sarcástica Ava Gardner), que viaja con su joven amante, el arisco alpinista Renato Navarro (Martin Sheen), la sofocante niña Katherina (Fausta Avelli) y su institutriz (Alida Valli), la escritora Jennifer Rispoli (Sophia Loren), que está a punto de perder el tren y luego la vida (al haber conseguido tomarlo), y su ex marido, un reconocido cirujano llamado Jonathan Chamberlain, que es interpretado por el estupendo Richard Harris (1930-2002; más estupendo aún con la voz al español de Rogelio Hernández [1930-2011]).

Es este el tren de la muerte por partida doble. Por la infección y por su programada inmolación, como más adelante se verá. Hay mil personas en el interior que están en cuarentena, aunque el tren prosigue hacia su destino de manera inexorable por media Europa, en la que es una de las mejores ideas de la película. Escrita, por cierto, por Tom Mankiewicz (1942-2010), Robert Katz (1933-2010) y el propio realizador de la misma, el por lo general superfluo George Pan Cosmatos (1941-2005). También es revelador el hecho de que ningún gobierno de los que son informados dé su consentimiento para que el convoy se detenga dentro de su espacio, para el debido aislamiento. Pese a todo, este logra ser sellado en la estación de Núremberg (Alemania), marchando luego al otro lado de los Cárpatos. Mal momento para que el mantenido Renato sostenga airado que ¡no soy una maleta que se factura hasta el destino!


¿Por qué gustaba el cine de catástrofes? Creo yo que porque sus relatos no perdían la puntada del hilo de la humanidad, de personas cotidianas en situaciones extraordinarias, y porque sus argumentos no dejaron de parecernos nunca verosímiles (terremotos, plagas, incendios, aterrizajes accidentados, incluso barcos que se daban la vuelta). Su década dorada fueron los años setenta, acompañados de una auténtica madurez en la música de cine (la que se componía para una película, no las coyunturales canciones o temas clásicos adaptados e integrados con más o menos acierto: la música clásica no es música de cine, es música independiente empleada de forma muy puntual, en tanto que las bandas sonoras sí que se pueden considerar las legítimas continuadoras de la música sinfónica en el siglo XX).

Reflejo de toda una época, en El puente de Cassandra también aflora un grupo de jóvenes con bongos (bien vestidos y aseados, como se solía ir entonces), que entonan uno de los temas compuestos para la ocasión (la Academia comenzó a ofrecer entonces la posibilidad del Oscar a la mejor canción original, a lo que se sumaron la mayoría de compositores). Son jóvenes desinhibidos pero comprometidos con la ayuda y la defensa, supervivientes natos, por completo alejados de los que únicamente parece que sirven para beber. Tampoco escasea ese sentido del humor y desparpajo al que antes me refería. Cada vez que me divorcio de ti siento una inspiración especial, declara Jennifer a su ex marido, en relación a su trabajo como escritora. El tête à tête que ambos mantienen en el compartimento de este último, es chispeante, en la mejor tradición hollywoodiense. Cuando se desata la tragedia, los dos personajes sabrán estar a la altura, inmunizados contra la fatalidad. Al término de esta, habrán llegado a la estación de lo que verdaderamente importa, en vías de un probable tercer matrimonio (¡me gustaría decir que se trata de un final feliz, pero eso solo el tiempo lo determina!).


Pese a todo, el sacrificio continúa después de que la enfermedad remita, con la peor bacteria jamás conocida: el ser humano al servicio del poder. De este modo, el relato se corona con la debida coacción a los médicos que están al cabo de la vía (aquí todavía no los matan, directa o indirectamente, como en la bucólica China, pero las oportunas advertencias penden de sus cabezas: se ha puesto en marcha el virus de la desinformación, la política del silencio). Desgraciadamente, ya no hace falta imaginar un mundo convertido en el tren de la película.

Un agente desconocido ha neutralizado toda una base de misiles intercontinentales, cerca del apacible pueblo de Marysville (Texas, EEUU). Es el punto de partida de El enjambre (Swarm, Warner Bros., 1978), del imaginativo productor y realizador Irwin Allen (1916-1991), en torno a una novela de Arthur Herzog (1927-2010), que supongo en la línea de Robin Cook (1940) o Peter Benchley (1940-2006). Herzog fue, así mismo, el autor del libro que dio pie a la estimable Orca, la ballena asesina (Orca, Michael Anderson, 1977).

¿Qué ha podido causar esta alarma? Un grupo de militares debidamente pertrechados penetra en las instalaciones. El complejo parece no albergar vida, pero el personal encargado del mismo permanece allí. Han fallecido todos por causas que son un enigma. El único que queda con vida es un civil, el entomólogo Bradford Crane (un hierático Michael Caine), y esto porque llegó momentos después del ataque.

A Crane le picó la curiosidad y se introdujo en el desguarnecido centro de comunicaciones para investigar, después de haber contemplado una espectacular nube de abejas sobrevolando el cielo. Allí es hallado por el mayor Baker (Bradford Dillmann, siempre enredado en papeles aviesos) y el quisquilloso general Slater (Richard Widmark). Es una sorpresa encontrarlo vivo, ya que el lugar está sembrado de operarios muertos. Se piensa en un ataque bacteriológico, pero la respuesta, como queda dicho, es más simple y, por ello, más aterradora. Un tipo especial de abeja, la llamada africana (aunque existe un debate sobre su procedencia), ha sido la causante de dicho ataque. Una violación de la seguridad no prevista, tan eficaz como inimaginable. Ataque, sí, pero de un enemigo inesperado que, como se comprobará con asombro antes de la definitiva identificación, tan solo alcanza la ridícula velocidad de siete millas por hora (unos once y pico kilómetros); una birria, pero de consecuencias letales.


Crane advierte de que, si no se controla este metódico y mayúsculo enjambre, las abejas asesinas se extenderán por todo el país (incluso en perjuicio de las que no lo son, y que son necesarias para el mantenimiento del ecosistema y el desarrollo de los cultivos sometidos a la polinización). Recordemos que las abejas ya son de por sí una evolución de las avispas. Irwin Allen ejecuta un buen plano circular durante la necesaria explicación del entomólogo a los militares.

Con el permiso del consejero del presidente, Crane establece su base de operaciones en Marysville, donde entabla contacto con la doctora Helena Anderson (Katherine Ross). El pueblo se prepara para celebrar su concurso floral anual. La intrahistoria de esta población se quintaesencia en los personajes del alcalde y farmacéutico Clarence Tuttle (Fred MacMurray), la maestra y directora de la escuela Maureen Schuster (Olivia de Havilland) y el mecánico Felix Austin (Ben Johnson). También en la camarera embarazada -y abandonada, para más señas- Rita (Patty Duke Astin), y el muchacho Paul Durant (Christian Juttner), subsiguiente víctima del ataque de las abejas, al haber perdido a sus padres.


Entre tanto, Crane se ha puesto en contacto con el inmunólogo Walter Krim (Henry Fonda) y los especialistas Hubbard (Richard Chamberlain) y Newman (Morgan Paull). Cada minuto que pasa es precioso, asegura Crane, consciente de que nos hallamos ante una carrera contra reloj. Hemos sido invadidos por un enemigo más sangriento que la propia raza humana, especifica.

Por su parte, el general pronto aprenderá que no se puede abordar toda contingencia desde el exclusivista punto de vista antropomorfo, es decir, que no todo gira en torno al ser humano en el universo. A elaborar una anti toxina capaz de combatir un veneno de efecto fulminante se afanan los médicos involucrados, pero en el ínterin, el pueblo padece otro ataque sin paliativos, desconocido en su historia.


Ahora la colonia de abejas se dirige disciplinadamente al interior del estado, con vistas a alcanzar la ciudad de Houston. La emergencia es tal, que hasta el doctor Krim llega a probar sobre sí mismo la vacuna que ha elaborado, en uno de los momentos álgidos de la película. Como lo es la retirada de uno de los cadáveres de la base de misiles, por parte del padre del operario en cuestión, Jud Hawkins (Slim Pickens). También resulta especialmente dramático el repunte crítico -las recaídas- que padecen algunos de los afectados con dos o tres picaduras (más producen la muerte), un empeoramiento cercano al fallo cardiovascular que provoca alucinaciones (Helena será uno de ellos). De igual modo, es tan hábil como inquietante la idea por la cual las abejas intuyen el antídoto y lo rehúyen.

En suma, algo para lo que el ser humano no está preparado. Sí para las rencillas entre las divergentes cadenas de mandar -más que de mando-. Se decreta el cierre de escuelas y oficinas públicas. La amenaza no hace distingos, casas, iglesias, hasta centrales nucleares se ven sometidas a esta disciplina. Mientras tanto, en contra de lo que marca el sentido común, las autoridades confirman que la tragedia de Marysville es un fenómeno localizado que seguramente no se repetirá.

Los actores veteranos sostienen la acción emotiva espléndidamente, y es un aliciente para poder disfrutar de esta y otras películas del género. El alivio amable lo proporcionan el mencionado dúo de enamorados de la directora de escuela. Pero hasta el humor tiene un precio. Como el azar de un parto es capaz de impedir una muerte (dos, en puridad, el de la madre y el hijo).


El enjambre contó con una versión más larga de la que fue estrenada en los cines y en video. La ha recogido el formato DVD, pero poco más aporta a lo ya conocido. Sí querría destacar las imágenes inéditas de Brad y Helena paseando de noche por las desiertas calles de Marysville. También de la versión extendida entresaco el divertido y apabullante comentario del mayor Baker, que al descubrir a Crane rezando por una pronta solución, se pregunta desconcertado si se puede confiar en un científico que le pide ayuda a Dios.

El remedio final está muy bien traído (no así la resolución llamativa y exagerada de caldear el ambiente de Houston). La revancha bacteriológica wellsiana a que ya hemos aludido se refiere, en este caso, a un experimento con el sonido.

Una emergencia hace que se requiera al doctor Paul Bradley (Sean Connery). Una vez ha sido interceptado su rumbo en una carrera de regatas, el ingeniero y astrónomo es dirigido al Lyndon B. Johnson Space Center de Houston. Allí se entrevista con su director, Harry Sherwood (el estupendo Karl Malden), que le pone al corriente de la situación que se avecina, en una inesperada reunión a dos. Un nuevo cometa, recientemente descubierto, se dirige hasta Orfeo, un meteorito del Cinturón de Asteroides (que se haya situado entre Marte y Júpiter). Esto, tras una introducción estimulante y explicativa, al estilo de las que se hacían en los años cincuenta, y que sigue a los iniciales títulos de crédito.

Antes del impacto y de que se desprenda un enorme fragmento del meteorito principal, en ruta hacia la Tierra con intenciones poco amistosas, Bradley ha de enfrentarse con los políticos obtusos (quizá sea este un pleonasmo). Menos mal que contamos con el Hércules, un satélite armado con cabezas nucleares que fue diseñado por Bradley para hacer frente, precisamente, a las amenazas procedentes del espacio, pero que, por uno de esos cambios climáticos políticos, ahora apunta hacia la Tierra. Al igual que su hermano gemelo ruso Pedro el Grande. Se trata entonces de ponerse de acuerdo para lanzar un ataque conjunto que impida al destructivo fragmento de Orión alcanzar nuestro planeta.


El gobierno, encabezado por el presidente de la nación (Henry Fonda), se pone a tomar medidas desde el minuto uno (les recuerdo que estamos en el ámbito de la ciencia ficción). Lo hace en pos de una eficacia que maneja datos y no consignas. De tal modo, se apela a lo más difícil de sobrellevar, tal y como está acostumbrada la mayoría de la gente a seguir las directrices ideológicas al servicio de papá Estado: la responsabilidad individual. Es decir, que cada uno hace lo que debe hacer. Momento crucial para demostrar quién se conduce con heroicidad o con estupidez congénita.

Así, el resuelto Bradley hace frente a las dificultades administrativas y pide la ayuda del astrofísico Alexei Dubov (un Brian Keith que borda su papel); personaje bon vivant y altamente competente. No obstante, el presidente oculta toda la verdad para evitar el alarmismo durante una rueda de prensa. El foco de atención de la película apunta al reducido grupo de personas que sí están enterados de que lo que sucede. En un clima no demasiado favorable para el entendimiento, como denota la reunión a cuatro voces, es decir, con dos intérpretes, uno ruso y otro norteamericano, dirigida por el cerrado y caricaturesco general Adlon (el bueno de Martin Landau).

Los prolegómenos de este nuevo desastre son, pese a todo, estimulantes: se puede avecinar una nueva era glacial, según Bradley. El centro de operaciones se establece en el subsuelo de Nueva York, en una base secreta junto a una estación del metro, pegada al río Hudson. Este control central nos recuerda a la guarida de Lex Luthor, aunque aquella se mostraba mucho más confortable y menos desangelada que esta.


Además de Dubov, Bradley mantiene una fluida comunicación con Yamashiro (Clyde Kusatsu), en Tokio, y sir Michael Hughes (Trevor Howard), director del Observatorio Jodrell en Inglaterra. Es él quien le avanza que uno de los fragmentos de la colisión –no el cuerpo central, que trata de desviarse con los misiles en órbita-, se va a precipitar sobre la Gran Manzana. Habrá otros daños colaterales, desde una vistosa lluvia de meteoritos hasta un pavoroso tsunami en Japón o una avalancha en los Alpes Suizos.

Meteoro (Meteor, American International – Warner Bros., 1979) expone sin ambages la buena coordinación entre científicos rusos y norteamericanos. A ello se aplica la intérprete y astrofísica Tatiana Donskaya (Natalie Wood). No son los efectos especiales de ahora, ni falta que hace, el producto, por modesto que sea, posee elementos que en el presente escasean, como la capacidad sincrética, la atemporal fascinación de un espectáculo no mareante, y el respeto hacia esos primeros peldaños sin los cuales no se sostendría el resto de la escalera. El sustrato humano está ahí, y la diversión, aún en temas tan rocosos, garantizada.

Un esfuerzo conjunto nos ha salvado del impacto de este meteoro. El realizador Ronald Neame (1911-2010) inserta buenos momentos de transición, como aquel en el que el científico Rolf Manheim (Bo Brundin) y Dubov juegan una partida de ajedrez, a la espera de los resultados que deparen el Hércules y Pedro el Grande. A su vez, Laurence Rosenthal (1926) contribuyó con una magnífica banda sonora (las dos previas correspondieron a Jerry Goldsmith [1929-2004]).


Las amenazas están ahí, el campo es ancho. De dónde vendrá la siguiente, vayamos usted y yo a saber. Lo que parece que no muta es el hecho de que el pueblo se enfrenta a la desinformación de las redes del Estado (eso cuando no distribuye material defectuoso). Aún recuerdo la cara de estupefacción de algunos colegas ante el cierre inminente de los centros educativos: luego caí en la cuenta, tan solo estaban informados por los medios de comunicación afines al poder, esos del esto no se podía prever. Un cuadro agravado por diecisiete decisiones autonómicas (a falta de un liderazgo común firme, en lugar de verborreico y lastimero), y la inconsciencia de una hornada de jóvenes que desde hace generaciones no saben estar a la altura de lo que significa ser adolescente. Tampoco falta algún idiota que en su vida ha montado una empresa y reivindica los sistemas de una dictadura infecta, afeando la conducta a quiénes, de forma voluntaria, abastecen con sus recursos y capital. Tales críticas, de gente que en lugar de regir nuestros destinos –la fiebre del poder- debería estar diagnosticada, fomentan un escenario de confrontación encaminado a sacar rédito político, enfrentando a la población. Por no hablar de los chalados del castigo divino al capitalismo. Frente a todos estos, nuestra enhorabuena a los médicos, personal sanitario, agentes del orden y empleados de servicios básicos de todo tipo. También a la iniciativa privada en su conjunto, esa que mantiene la llama de los suministros y hace que, incluso quienes la denuestan, se beneficien de sus atenciones.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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