Retrato de Jennie, de Robert Nathan

22 julio, 2022

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Me produce verdadero sonrojo leer o escuchar a críticos literarios de postín evitando equiparar un determinado tipo de literatura, como la que hoy nos ocupa, con la ciencia ficción o la fantasía. Cayendo a veces en unos retruécanos divertidísimos, que tratan de soslayar los citados epítetos, en favor de una opinión tan objetiva y valorativa respecto a la novela en cuestión, como que, transcribo, se trata de una cosa rara. No permita Dios que el libro caiga en manos de ese género de ingenuos-que-se-lo-creen-todo, o de adultos infantilizados.

Que pervivan prejuicios hacia esta producción literaria, la ciencia ficción, la novela gótica o de fantasmas…, en audio de 2022, parece increíble, además de pasado de moda, pero así sigue ocurriendo. El contenido de la novela será bueno o malo en función de si se aparta de dichos estándares, con todo lo que ello conlleva de credulidad, superstición, falsa espiritualidad, dependencia psicológica, etc. Exactamente en la misma línea que denunciaba en mi comentario de El tío Silas (Uncle Silas, 1864; Valdemar Gótica, 2022), del elegante Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873). En relación a tales críticos, y con respeto a su opinión, tan metidos tienen los pies en la tierra que son incapaces de sacarlos de ningún tiesto. Unívocos amadores de la novela psicológica, incluso en el ámbito policial: única vía lógica para el literato serio.


Por el contrario -y no me molesta llevar la contraria, de hecho, lo considero una necesidad en los tiempos actuales-, yo sí digo que Retrato de Jennie (Portrait of Jennie, 1940; Avenauta, 2021) es una novela que entronca con los parámetros de la ciencia ficción y la literatura de fantasmas. Quizá lo que pasa es que no se está acostumbrado a una ficción ambigua, de bellos contornos literarios y resortes psicológicos. Todos los que se informan sobre materia más allá de lo normal, saben que esta no es una característica inhabitual. Quizá se olvida que existe una sublime ciencia ficción o goticismo, de talante más que de aspecto, que convive con otras formas más rutinarias (en estos momentos existen más escribientes que lectores).

Pues bien, Robert Nathan demuestra con su libro pertenecer al primer grupo, y que se puede engrandecer un género sin ningún tipo de cortapisas. Y que es saludable tener el espectro abierto y a nuestra disposición.

Al proceder con la lectura, ya encontramos un acertado y encantador paralelismo que establece el narrador desde el primer capítulo, entre las distintas estaciones del año y los humores o etapas del proceso creador. Siendo la narración en primera persona.

En efecto, el protagonista es un artista en ciernes que atraviesa una de esas fases repletas de interrogantes. De entre las que, ¿seré recordado?, no es la más banal. Más aún. ¿Valdrá la pena tanto sacrificio? ¿Me estarán engañando en mis comienzos? ¿Me estaré engañando a mí mismo?

Preocupado como está de dotar a su arte pictórico de un espíritu virtuoso, por supuesto personal y reconocible, además de comunicativo con los demás, Eben Adams, que así nos dice que se llama, de veintiocho años (XIII), especula cómo y cuándo dominará ese don primordial que es cualidad esencial en el artista, y que ha empezado a manifestarse como a borbotones. Esa cualidad que va más allá de la necesaria técnica, y abre al creador las puertas de la eternidad. Una larga vida, por encima de erigirse en figura popular, algo en lo que Eben no está excesivamente interesado.

Niños jugando en la nieve, imagen invernal de Nueva York en los años cuarenta
Estamos, a su vez, ante el retrato de un mundo que, por descontado, se interesaba por el arte a un nivel general, aún en grupos específicos -no necesariamente selectos o escogidos-, en lugar de empeñarse en domeñarlo, estratificarlo, triturarlo y regurgitarlo a través de consignas ideológicas restrictivas o vanguardistas (la escuela de la vanguardia). Esto se denota en el personaje del galerista Henry Matthews, cabal, leal, de cuya largueza puede dar testimonio Eben cuando, según recuerda el joven pintor una tarde de invierno de 1938, me había quedado sin dinero ni amigos.

El novelista Robert Nathan (1894-1985), el mismo autor, por cierto, que dio pie a la estupenda La mujer del obispo (The Bishop’s Wife, Henry Koster, 1947), en novela de 1928, además de participar en la escritura del guión de Las blancas rocas de Dover (The White Cliffs of Dover, Clarence Brown, 1944) o El reloj (The Clock, Vincente Minnelli, 1945), toma de la presente el estado de ánimo especial de su protagonista (liviano o inquieto, casi alterado por la necesidad), como paralelo dramático, cuando lo enfrenta a la dimensión desconocida. Esa que deja abierta la interpretación al lector porque, precisamente, posee una consistencia física. En ese invierno en el que, bajo la espesa capa de nieve, no había mucho que ver (I), Eben va a ser forzado a mirar por encima de lo habitual. En concreto a Jennie Appleton, con todo lo que supone de boquete y alteración espacio-temporal. Una presencia que interactúa con él con total fisicidad, insisto (como muchas veces han sido descritos los fantasmas). Aspecto que convive junto a otra reflexión más terrena, aunque no necesariamente tan cercana. ¿Qué ven aquellos que nos leen, escuchan o contemplan a nosotros o algunas de nuestras obras? ¿Percibirán igual o de manera distinta? Para Eben, no obstante, su fe estriba en su arte. Deja bien claro que yo no era ni un místico ni un revolucionario (II). Pero su forma de ver y sentir la pintura es la de un poeta (muchos lo son fuera del ámbito de la poesía). De un médium.


En su trajinar diario, Eben cuenta con dos conocidos cercanos a la amistad, el taxista Gus Meyer, y el señor Moore, dueño del bar Alhambra. Otro colega pintor es Arne Kunstler, al que de cuando en cuando visita, pues no se llevan mal. Poco después, los galeristas Matthews y la señora Spinney. Narrativamente, se alternan estas vivencias con los encuentros en su modestísimo estudio con la joven que ha conocido en Central Park, mientras la pinta. Con sus bruscas, aunque anunciadas, desapariciones. Al punto que, en determinado momento, Eben encarga a Gus que localice a Jennie entre el marasmo neoyorquino (VI). Como dos planos de realidad que convergen a sabiendas únicamente de ella, la joven se convierte entonces en otra forma fantasmal en vida, es decir, a través de sus cada vez más prolongadas ausencias. En un recuerdo que se hace presente siempre que viene a la mente, o de nuevo se materializa, en puntuales y espaciados acercamientos cuánticos.

Además, como ya hemos observado, los fantasmas no han de ser forzosa e históricamente incorpóreos: Jennie bebe chocolate y patina. Posee una materialidad. Hasta alcanzar una mayor intimidad en su relación con Eben, incluso (XV). Se muestran congelados en la plenitud de su atractivo y salud, por demás. Esa bella proporción que sobrepasa lo meramente físico y orgánico (incluido el acto sexual).

Empero, prevalece cierta sensación de lejanía. La sensación de estar dentro de un sueño, y sin embargo despierto (IV). Para ello, uno debe a veces creer en aquello que no puede comprender. Ese es el método, tanto del científico como del místico (X). El artista está avanzando en su evolución total.

En efecto, a algunos, eso de la “espiritualidad”, la creencia en algo más o la trascendencia, llámese como se quiera, le trae inmediatamente a la sesera malos conceptos y praxis, cuando lo cierto es que a otros nos ha venido dado por vía de la ciencia y no de lo religioso (sin menoscabo de ello). Quizá la una confirma la otra. Como dos vasos comunicantes. Pensamos que solo hay una carretera (XI), reflexiona Eben. Robert Nathan deja muy bien establecidas sus apreciaciones sobre el particular.

De manera similar, la posición de Eben frente a la pintura es distinta a la de Arne. Si al primero no se le caen los anillos, pues un artista trabaja para comer (XII), Nathan nos proporciona una excelente descripción del otro personaje, de su personalidad y criterio artístico, concentrada en un solo párrafo (VIII). Para Arne, el arte solo puede significar algo para el artista que lo crea. Nada más. En tanto que Eben desea legarlo al mundo, sintonizar con los demás. Y eso es justamente lo que hace con Jennie.

Tormenta eléctrica en el mar
Pese a su deseo de fundirse con ella, me di cuenta de que seguía anclado a la tierra (XI). Si bien, Eben acabará inmerso, de forma literal, en el elemento agua, al final del libro, precisamente como vehículo que le pone en disposición de abrazar esa otra realidad que se nos escapa de entre las manos, pero que el protagonista ha percibido muy bien a través de sus sentidos. Hay sistemas solares enteros sobre nosotros (…) El tiempo se extiende infinitamente hacia todos los lados (XVII). Y esto es lo que pone en práctica Robert Nathan en su novela, en consonancia con las teorías expuestas por el ingeniero aeronáutico, filósofo y soldado J. W. Dunne (1875-1949), que también fueron adoptadas por J. B. Priestley (1894-1984) y Thornton Wilder (1897-1975), en sus fundamentales El tiempo y los Conway (Time and the Conways, 1937) y Nuestra ciudad (Our Town, 1938). También Retrato de Jennie es una pieza en la que el tiempo se difumina. Invitándonos de paso a apreciar nuestro pasado, el nuestro y el que nos circunda, quedándonos con lo mejor, lo más hermoso y agraciado, trayéndolo a nuestro presente (no hay mejor definición para el arte). O trasladando dicho presente al pasado, en simbiótica y sincrónica interactuación, pues en esta paralela disposición de la realidad, no existe el tiempo, y el espacio se funde sin confundirse.

De este modo, para nuestro protagonista, el pretérito se hace más real y relevante de lo que estimaba. Sus consideraciones sobre el destino y la predestinación confluyen en un determinismo anímico y amoroso envuelto en los ropajes del -siempre necesario- libre albedrío (XII). El pintor vive en su -nuestro- plano de realidad, en la sustantividad. Un presente donde el amor se consuma, pero sin apenas vínculos familiares con otras personas. Pintor, por cierto, conceptual, que se las ha de ver con lo teóricamente intangible. Algo que para él sí toma forma, a diferencia de su amigo Arne, interesado con exclusividad en lo abstracto. Lo que no obsta para que la amistad entre ambos sea franca. La vida debería imitar al arte.

Patinando en el hielo, Nueva York
La conclusión de la novela se desenvuelve en el mismo escenario que la adaptación cinematográfica, con ligeras y no muy insalvables variantes (XVIII). Eso sí, la película sabe incorporar un episodio sustancial: las indagaciones de Eben en el colegio de religiosas al que asistió Jennie.

Por algo el texto permite un rosario de reflexiones. Encauzadas al mejor regalo que quepa imaginar: la inmortalidad plasmada en un lienzo (un libro, una composición, una imagen). De un personaje que, a su vez, parece intemporal en su cualidad de aparecido. ¿Cuántos de los retratados por un artista en una pintura no son ya sino un fantasma que pervive y se nos manifiesta a través del óleo o las acuarelas? Fascinante y proceloso proceso hasta que por fin el retrato de Jennie reposa en una galería (XII).

La edición de la obra se completa con algunas ilustraciones de Elena Ferrándiz (-). Dibujos bosquejados, sugerentes y algo brumosos. Como si fueran los bocetos del propio artista, en feliz compañía. Una mímesis bien traída.

Respecto a la adaptación cinematográfica, no voy a incidir en ella, puesto que ya le dediqué un artículo, disponible en esta revista digital, que además forma parte del contenido de mi libro El autocine (Gami, 2017). A ellos les remito, si tienen a bien, y por supuesto, a esa excelente extrapolación de William Dieterle (1893-1972), que cuenta con un final algo distinto al de la novela, aunque, como digo, igual de emotivo y trascendente.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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