Artemis Fowl, de Kenneth Branagh

25 abril, 2021

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El sector de la audiencia infantil y juvenil es uno de los más maltratados por toda una serie de productos que suelen tratarla de forma condescendiente. Pero es uno de los públicos más deseados por las empresas, en tanto que se pueden consolidar como futuros clientes y por la influencia que proyectan en sus familias. Ahí tenemos el fenómeno de Harry Potter, aún vigente, que ha consolidado toda una legión de seguidores y fanáticos. Tanto es así que se convirtió en el objetivo para las empresas cinematográficas, a fin de lograr el mismo éxito. Sin embargo, no se ha logrado, sino que se dio a luz a toda una serie de proyectos infructuosos, con sagas incompletas o a medio gas, como ocurriría con Las crónicas de Narnia, Percy Jackson o Divergente. Y eso teniendo en cuenta que toda la franquicia cinematográfica del joven mago es irregular, como ya fuimos comentando cuando reseñamos cada una de las adaptaciones. 

El último título en unirse a este cúmulo de decepcionantes intentonas es Artemis Fowl (2020), dirigida por Kenneth Branagh, un director irregular en sus resultados y con proyectos desiguales, capaz de perpetrar interesantes propuestas como las adaptaciones de clásicos de Shakespeare o Agatha Christie o adentrarse en producciones de Disney, ya fuera dentro de Marvel, con Thor (2011), o del live-action de La Cenicienta (2015). En esta ocasión, su mano se difumina hasta desaparecer en una película tan impersonal como incoherente.

Artemis Fowl es una adaptación de la novela homónima de 2001 escrita por Eoin Colfer. La propuesta de esta historia es un mundo en el que existen los seres de los cuentos de hadas, que habitan en el interior de nuestro planeta y tratan de ocultarse del ser humano. Sin embargo, la familia Fowl sabe de su existencia y el joven Artemis (Ferdia Shaw), de una gran inteligencia, tendrá que asumir la existencia de estos seres a la vez que trata de rescatar a su padre (Colin Farrell) de las manos de la misteriosa Opal Koboi.


Todo este relato es narrado en off por uno de los personajes secundarios una vez transcurridos los hechos principales. Sin embargo, este narrador es excesivo e interrumpe la acción con supuestas bromas, siendo además un personaje irrelevante y que debería desconocer los sucesos que narra por la propia lógica de lo relatado. Es decir, el relato marco no tiene sentido alguno en el formato en que se emplea y podríamos decir que ni siquiera es necesario. Se podría omitir sin perjuicio alguno para la película. Incluso diría que mejoraría.

No obstante, la misma tónica que se aplica con este narrador se puede trasladar a los personajes. Todos son bastante planos, algunos de ellos no tienen apenas presencia o líneas de diálogo a pesar de que se intenta subrayar su importancia. El caso más palmario es el de Domovoi (Nonso Anozie) y su sobrina Juliet (Tamara Smart), especialmente esta última, que apenas tiene relevancia alguna en la trama a pesar de que el narrador señala que es importante para ayudar al protagonista. En gran medida, la película adolece de contar mucho sin (de)mostrar nada.

Ahí tenemos al protagonista, un superdotado porque así lo especifica la historia, pero que no acaba realizando ninguna acción portentosa o que sirva para mostrar su valía. Tanto es así que acaba siendo un personaje poco atractivo y nada carismático, con el que es casi imposible establecer un vínculo. Acepta los acontecimientos que suceden con entereza y parece tener un plan para todo, pero el hecho de que todo salga bien acaba siendo fruto del azar y no de sus capacidades. No encontramos ningún tipo de evolución o desarrollo y apenas es capaz de crear un vínculo que nos resulte interesante. Su relación, por ejemplo, con Holly Short (Lara McDonnell) es la más trabajada y, sin embargo, es demasiado fugaz e inconsistente. Es cierto que con ella Artemis logra en algunas ocasiones mostrarse vulnerable y preocupado por su padre, pero son atisbos insuficientes para el grueso de esta historia.


A fin de cuentas, si pudiéramos considerar que hay otro protagonista, esa es la agente Short, que cuenta con la motivación de reestablecer el buen nombre de su padre, considerado un traidor entre las hadas. Aunque se trata de una trama menor que se solventa con una conversación esporádica, el personaje cuenta con más carisma y entusiasmo. Juega en contra de ella el hecho de que no entendemos el mundo fantástico que se nos está contando. Hay un montón de referencias a nombres desconocidos para el público, como los ejecutores o el funcionamiento de la parálisis temporal, pero todo es bastante arbitrario, como las propias decisiones de los personajes. 

Por ejemplo, la comandante Root (Judi Dench) lidera el ejército de las hadas para encontrar el Áculos y, sin embargo, usa todas sus fuerzas militares para ir en busca de Short, a quien parece vigilar y cuidar como una hija, cuando momentos antes no podía mandar a nadie para impedir que un troll se colase en una boda humana. Este hecho es una contradicción si tenemos en cuenta que el Áculos es considerado un arma de gran poder que no debe caer en malos manos y que parece que unas instancias superiores a ella podrían reprender su comportamiento. No obstante, como desconocemos en realidad cómo se organizan las hadas o cómo funciona la magia o su tecnología, incluyendo el célebre Áculos, es razonable que nos perdamos en términos que al final están vacíos y que son un sinsentido para cuando acaba la obra. Seguramente sean referencias a términos que en los libros estaban más desarrolladas, pero que en la adaptación son ininteligibles. 

Al final todo acaba siendo un amasijo de ideas sueltas y deshilachadas. Hay un intento de catarsis en el tramo final con la posible muerte de dos personajes con los que los espectadores se sentirán poco conectados y que, para colmo, no entendemos cómo han podido acabar así. A lo que debemos sumar dos recursos que se convierten en un deus ex machina de lo más oportuno para los personajes y de lo más insulso para el espectador, porque ni siquiera resultan espectaculares. Para entonces, difícilmente se ha logrado conectar con estos personajes.

En definitiva, Artemis Fowl es una película desastrosa, que hace aguas en todos sus aspectos. Intenta provocar que sus personajes sean brillantes, pero son pura purpurina: insustanciales a pesar de los efectos especiales. Su narrativa es incoherente e inconexa, aborda muchos puntos que luego no es capaz de concluir, no desarrolla su universo ni sus términos y nos aleja de unos personajes que apenas están desarrollados y con los que difícilmente podemos sentirnos relacionados. Y cinematográficamente no hace más que malgastar todos los recursos que usa, con un reparto poco aprovechado y limitado por las circunstancias, un montaje inconsistente y unas secuencias inconexas. Podríamos resumirlo fácilmente: Artemis Fowl tiene muchos efectos especiales, pero ningún alma. Lo cual es lamentable si somos capaces de percibir el potencial desperdiciado.


El fantasma y la señora Muir, de R. A. Dick

21 abril, 2021

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Me gustaría poder abordar con el tiempo -el más escaso de los materiales con que se pueden construir los sueños- el análisis de algunas obras literarias que han dado pie a excelentes películas, muchas de ellas reseñadas en las páginas de este blog. Ya veremos si puedo cumplir esta encomienda. Pero hoy los amantes del cine y la literatura de género estamos de enhorabuena, pues procedo a la exégesis de una novela que por fin ha visto la luz en nuestro idioma, y de cuya versión cinematográfica ya realicé el debido comentario. Se trata de El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir; Impedimenta, 2020), escrita en 1945 por R. A. Dick, seudónimo de la escritora irlandesa Josephine Aimee Campbell Leslie (1898-1979).

El libro presenta cuatro partes, y en la primera de ellas, capítulo I, ya se nos pone al corriente acerca del aspecto y situación -social e individual- de la protagonista. Así, sabemos que la señora Lucy Muir es recientemente viuda, de constitución menuda y con dos hijos pequeños, Anna, de doce años, y Cyril, de once, que se irán desarrollando a lo largo del relato (en la película tan solo es uno). De igual modo se nos pone al corriente de que tiene una renta insuficiente, pero también una creciente determinación. Tengo que arreglar las cosas por mí misma, declara. Y eso hace. Lo que conlleva tener que enfrentarse a la acaparadora familia de su difunto marido, y aprender a pensar por sí misma (le eran escogidas las lecturas y los placeres, I: I). No es poca tarea la que le espera a Lucy Muir.


La joven viuda ha puesto sus ojos en una casa aislada, en un pueblo costero no muy frecuentado o chic, pero que se enclava junto al salutífero paisaje marino. El lugar se llama Whitecliff, y su decisión de vivir allí responde más a una intuición que a una resolución harto meditada. O un mero capricho, como observan los antedichos familiares. Por supuesto que para Lucy Muir se trata de algo más. Ampliando el espectro, se diría que la mujer ha sabido mirar con el corazón más que con los globos oculares.

La vivienda que llama su atención -pues va a ser un protagonista más, y no menos vivo que el resto-, es una casa barata situada en un altozano, y responde al nombre de Gull Cottage (La Casita de la Gaviota). Una especie de ganga porque atesora un “pequeño inconveniente”: viene con fantasma. Su último morador fue el capitán de navío retirado Daniel Gregg. Otros lo han intentado después, pero no han durado ni dos días en el interior del inmueble.

De este modo, y como suele ocurrir, Lucy emprende no solo un viaje geográfico, sino también interno (ya se sabe que poner tierra de por medio no es la mejor forma de resolver los problemas). De sostener que mi vida ha estado regulada en su mayor parte por la conciencia de otras personas (I: I), pasará a tomar sus propias decisiones.

Todos estos aspectos iniciales de la narración los sabe condensar de manera ejemplar el director de la adaptación cinematográfica, Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), a través de la escena dialogada entre Lucy (Gene Tierney) y sus dos agrias cuñadas (Victoria Horne e Isobel Elsom).

Pero Lucy no se encuentra sola. Además del fantasma del capitán Gregg, cuenta con la ayuda material de la cocinera y amiga de confianza Martha. Pese a que ambas tan solo se llevan dos años de diferencia, el entorno de ambas mujeres les ha convencido -sobre todo a Lucy- de que tener treinta y cuatro años es estar a la mitad de la vida.

No obstante la madurez cronológica, Lucy piensa, en un comentario extremadamente lúcido, que debo ser muy egoísta, porque no quiero enderezar nada ni a nadie; lo único que deseo es que me dejen en paz, lidiar como pueda este problema que llaman vida (II: I).

Toda una declaración de intenciones en un mundo físico en el que no se cesa de arremeter contra la libertad de juicio a través del adoctrinamiento, y donde “que le dejen a uno en paz”, sin hurgar en las mentes en uno u otro sentido, resulta cada vez más difícil (qué peliaguda expresión la de tomar partido).

Pintura de Will Barnet
Lucy adquiere la casa, precisamente con el dinero del capitán, que este no necesita, ya que, como él mismo precisa, desea que su hogar no caiga en malas manos, y sí termine siendo una residencia para capitanes de barco retirados. De este modo, tras su primer encuentro en la cocina, que es fielmente retratado en la película, Gregg admite a Lucy como huésped temporal.

Pero trajinar con un ente invisible hace que las dudas asalten a la nueva propietaria, que teme que la voz del capitán Gregg habite solo en su imaginación. Hasta el punto de visitar a un psiquiatra (II: I). Por ello, la mujer está dispuesta a solicitar una prueba física y contundente al capitán que pruebe su existencia. La diferencia con otros está en que cuando Lucy la recibe, no la desprecia (por el hecho de que no encaje en sus parámetros).

Esta independencia recién adquirida por Lucy no queda exenta de peligros, de intentos de socavar su fortaleza. Como se demuestra durante la visita de Eva, una de las cuñadas. Una relación familiar tóxica a más no poder. Como lo diría; Eva es lo más parecido a una garrapata de la mente (interesante título). Como bien sabe advertir el capitán Gregg, solo sintoniza con la tierra y con ella misma.

Observo, en este sentido, que en la autora subyacen conocimientos taumatúrgicos bien hilvanados. Solo las personas incapaces de comprender otro punto de vista que no sea el suyo, están sordas espiritualmente, comenta el capitán. Entre ellas, el hijo menor de Lucy, que de adulto se prepara para la profesión religiosa (no debe de ser una casualidad, sino más bien causticidad, que quien se postula para dicho oficio no encuentre asideros espirituales más allá de lo establecido por los dogmas, aunque en honor a la verdad, Lucy no comentará con sus hijos su relación con el espectro).

Como ya hemos señalado, la novela dio pie a una sensacional película, El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, Twentieth Century Fox, 1947), dirigida por el magnífico guionista y realizador Joseph L. Mankiewicz. Gracias a su buena labor, todos estos aspectos argumentales que estamos tratando se trasladan a la adaptación. Como el citado encuentro con el capitán Gregg en la cocina de la vivienda (I: II). Sin embargo, también existen diferencias, aunque inapreciables a un nivel integral. Por ejemplo, el encuentro con el bon vivant casado Miles Fairley Blane, que en el libro acontece en la playa, al rescate de un perro atrapado en una madriguera (II: IV), es trasladado y entremezclado con buen criterio con el episodio de la publicación del libro de memorias del capitán, destinado a ser un best-seller (III: III); y con lo que, por cierto, se ironiza en la terminología anglosajona original con el término ghost writer (el “negro” literario).

En la película, Mankiewicz y su guionista, Philip Dunne (1908-1992), convierten a Miles en un ser tan avieso como desamparado; pagado de sí mismo, pero con numerosas cuentas emocionales pendientes. Un personaje que, en ambos casos, acaba triste y abandonado. El del libro, no obstante, está en los umbrales de los malos tratos. Es sibilino y embaucador, sin la gracia y desparpajo de su homólogo cinematográfico, encarnado por el excelente George Sanders (1906-1972). Por su parte, Lucy es neófita en esto del amor, pese a haber estado casada, siendo su carácter menos dependiente -más fuerte- en la película (deja a Miles al saber que está casado).

Edward Mulhare, en la adaptación televisiva de la novela
La obra literaria contiene espléndidas descripciones, anímicas y tangibles (lo que en la película también se materializa a través de la imagen). Así ocurre con las relacionadas con el mar, breves pero acertadas; profundas (II: V). Un escenario que, pese a no estar siempre a la vista, nunca queda en lontananza emocional por parte de los protagonistas. El mar y mis barcos siempre fueron lo primero para mí, atestigua el capitán (III: I).

En la tercera parte, los años se suceden y el fantasma no comparece. Lo que nos hace advertir que el tiempo es un mecanismo narrativo esencial en la estructura de la novela, del que Dick sabe sacar un buen partido afectivo. Los personajes aparecen y desaparecen, aunque no hasta el extremo mostrado en la película, de la ausencia mucho más prolongada del capitán, proporcionando una sacudida dramática más acusada. Más aún, cerca de cumplir los cincuenta, es cuando Lucy lleva su libro -dictado por Gregg- a una editorial. Anteriormente se ha visto obligada a empeñar una pertenencia de valor, recuerdo de su vida pasada (III: II). El desprendimiento tiene un doble significado.

En este apartado temporal se enmarca la visita de una Anna adulta, en recomposición de su aún joven vida, ya que, tras abandonar el baile, profesión en la que se ha especializado, se dispone a contraer matrimonio con un muchacho llamado Bill (IV: III).

Lo que enlaza con la última parte de la novela, donde descendientes y familia política se concretan en la ridícula figura del obispo anglicano Winstanley, cuya irónica carga crítica se contagia a la naturaleza totalmente pasiva de Cyril y su prometida Celia, hija del obispo (IV: I). De hecho, a lo largo y ancho de su vida, Lucy comprueba lo difícil que es mantenerse a salvo de injerencias de toda índole, social y familiar, como persona independiente -que no es sinónimo de desinteresada o aislada-, en pleno dominio de sus libertades. Sin subordinaciones interesadas o encubiertas. Por algo, dice la autora que Lucy nunca había ligado su felicidad a los círculos sociales (IV: IV).

De estas relaciones reguladas por los demás -religiosas, ideológicas…-, y el qué dirán, la autora se ríe a modo. Y emplea la cena con el obispo o el enlace de su hijo Cyril con Celia con tales propósitos. Aunque con la honestidad de nos despojar de humanidad a sus personajes; es decir, no dejando que el sarcasmo caricaturesco desvirtúe su propósito crítico. Lo que no obsta para que estos personajes, incluida Eva, de nuevo se lancen al ataque de pretender organizarle la vida a Lucy. Un provechoso recurso para ella será el de centrarse en sus propios pensamientos durante el tiempo que dura la charla (requisitoria y admonitoria) con el obispo puritano (IV: II).

Pero Lucy ya tiene conciencia del derecho a decidir cómo desea vivir su vida, y que no le den el coñazo. Tengo mi propia casa y pienso vivir en ella, se ratifica (no hará falta recordar que la propiedad forma parte de la libertad personal, razón por la que últimamente está siendo tan atacada, precisamente, por los principales enemigos de la libertad) (IV: III). Añadiendo Lucy, además, que sentirse sola no tiene nada que ver con la soledad (Íd.). Del mismo modo que la autora nunca confunde la reivindicación con el adoctrinamiento.

Respecto al fantasma, hay que anotar algunas valiosas características que me hacen pensar, como antes comenté, que la escritora sabía muy bien el terreno que pisaba. Por ejemplo, el talante terreno del que hace gala el capitán Gregg, y por el que guió su personalidad sobre la Tierra, continúa siendo su esencia como personaje fantasma. Y en efecto, cabe la posibilidad de que esto sea así, y podamos pasar al “otro lado” con nuestro propio carácter mundano. Además, su anclaje a esta zona de la realidad responde al hecho clásico de sentir que ha dejado pendiente una terea vital por realizar, como así resulta (II: II). La curiosidad por saber cómo es el mundo en el que Gregg se desenvuelve, por parte de Lucy, es por lo tanto legítima.

A su vez, la relación con el fantasma fortalece el incipiente carácter de Lucy. Produciéndose la transformación de Lucy a Lucía, por parte del capitán. Algo más que una cuestión de nomenclatura. El ligero cambio en el nombre representa la sustantividad de esa fortaleza, la lograda conciencia de sí misma (y belleza a los ojos del capitán). Es un apelativo con más carácter, según Gregg.

Después, surge el enamoramiento de quien no puede correspondernos. En este caso, Lucía y Gregg.

Gull Cottage
Como curiosidad que no debe ser desdeñada, advierto en determinados críticos literarios cierta condescendencia, incluso aversión, a la hora de clasificar esta novela como “de fantasmas”. Como si este marchamo convirtiera la letra en algo de segunda categoría. Un aspecto sobre el que ya he llamado la atención otras veces. Parece que el epíteto arrojara un saldo literario menor que en, pongo por caso, una novela realista o histórica. La consecuencia es que se hace necesario catalogarla de “novela sobre el paso del tiempo” (¡como si ambos aspectos tuvieran que estar reñidos!). No dudo de que en las mentes de estos exégetas el menoscabo existe, pero la novelística de fantasmas es un género que ha venido manifestando su calidad literaria como el que más. Creo que lo he demostrado a lo largo de multitud de artículos, muchos de los cuales están contenidos en este blog. Tal “recalificación” resulta ridícula y peca de prejuiciosa por parte de quienes prefieren, por ejemplo, ocuparse de obras sobre enfermedades y pestes en pleno desarrollo de la pandemia (que hay que echarle valor; olé la alegría). Eso cuando no se ufanan en seguir un mecanismo lector al que califican de “lectura en diagonal”, que supongo contrario al disfrute de cualquier texto (así salen de torcidos los escritos críticos en algunos medios de divulgación). No digo esto porque sí, en dichos espacios dedicados a la literatura se asegura que Poe (1809-1849) es tan bueno porque se aleja de las explicaciones fantásticas y metafísicas para ofrecer unas resoluciones realistas (no sé qué Poe habrán leído).

El caso es que estos prejuicios acerca de la literatura gótica, policiaca o de ciencia ficción, reducida poco menos que a un divertimento, parecen un hecho tan obsoleto como tristemente real. Algo insostenible a estas alturas del siglo XXI (ya lo era a finales del XX). En la literatura de género existen buenas y malas novelas -o películas-. En su género, El fantasma y la señora Muir es una de las más hermosas que yo he visto y leído.




El autocine (LXXXIV): El péndulo de la muerte y La Torre de Londres, de Roger Corman

15 abril, 2021

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Existe un paisaje cinematográfico grato y reconocible en la filmografía del prolífico productor y realizador Roger Corman (1926). El de los campos con fumarolas devastados por el paso del tiempo, escenarios yertos de vida, enclavados en zonas casi imaginarias, de difícil acceso y aún más difícil salida. Son territorios lóbregos que, como sus escasos moradores, parecen los supervivientes de otra esfera material o nivel de percepción, permaneciendo estancados, a la espera de un resorte que de término a sus tribulaciones. Seres más condenados a la extinción que a la redención. Dicho resorte suele adquirir la forma de un visitante extranjero que habrá de afrontar los tortuosos envites que le depara el destino; el suyo y el de los personajes que lo rodean.

En El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, AIP-MGM, 1961), continuación de la serie de seudo-adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe (1809-1849), iniciada con El hundimiento de la casa Usher (The Fall of the House of Usher, AIP-MGM, 1960), no hay para menos. Contamos con la entonada fotografía en formato ancho del provechoso Floyd Crosby (1899-1985), ganador del Oscar por Tabú (Tabu, A Story of the South Seas, F. W. Murnau, 1931); una buena banda sonora con pasajes expresionistas, de cierta raigambre española, debida al origen de los protagonistas, compuesta por Les Baxter (1922-1996), y unos créditos lisérgicos finales, donde figuran como en camafeos los rostros de cada uno de los intervinientes. El péndulo de la muerte se beneficia, además, de la colaboración en el guión del excelente escritor de ciencia ficción Richard Matheson (1926-2013), los decorados, espléndidos, de Daniel Haller (1926), y la edición del también director Anthony Carras (1920-2007). De nuevo Roger Corman recurre a la ya tradicional secuencia onírica en flashback con virados de color, aquí por partida doble, mostrando el progresivo deterioro en la relación de Nicolás Medina (Vincent Price) con su esposa Elizabeth (la simpar Barbara Steele), y la representación de un episodio traumático en la infancia de Nicolás.

Adentrándose en esa terra incognita de engañoso aspecto terrestre, a la que nos referíamos, en lo que es una buena escena de apertura, similar a la de la mansión Usher, asistimos a la llegada de Francis Barnard (John Kerr) a la aislada vivienda del citado Nicolás Medina, que vive junto a su joven hermana Catherine (Luana Anders), el criado Maximilian (Patrick Westwood) y la sirvienta María (Lynne Bernay). No más almas, visibles al menos, se dejan ver por la casa, esta vez, emplazada junto al mar, pero tan tenebrosa y atractiva como cualquiera de las del ciclo. De sugestiva estampa, se alza en lo alto de un acantilado tan estéril como las relaciones entre los propios protagonistas.


Se da la circunstancia de que Francis es el hermano de la difunta Elizabeth, que como ya dije, ha sido la esposa de Nicolás. Y claro, el joven acude a la mansión en busca de una explicación a la repentina muerte de su hermana.

A partir de ahí, se despliega todo el riguroso arsenal escénico. Estancias amplias y bien amuebladas, actitudes recelosas y elusivas, verdades conocidas a medias, retratos expresivos plasmados en los lienzos, sepulturas insertas en el interior de la vivienda, recovecos tétricos, y unos sótanos donde moran por igual ruidos inquietantes, mecanismos insospechados y sombras ancestrales, en una atmósfera psicológica enrarecida. Todo ello forma parte de un pasado familiar ominoso, sepultado bajo la “fórmula de circunstancias” de padecer un mal en la sangre. El filo de la navaja del destino, en simbólicas palabras de Nicolás.

En cuanto a la ubicación temporal, en la tumba de la infortunada Elizabeth reza 1546 como fecha del deceso. Al no sentirse satisfecho por las explicaciones ofrecidas por Nicolás, Francis se muestra altanero. Sus recelos son los del espectador, pero al fin entenderá, con la ayuda de Catherine y del médico de la familia, Carlos León (Anthony Carbone), que el tormento padecido por estas personas es real, por muy sicosomático que resulte. Si bien, este padecimiento adoptará un desenlace lejos de cualquier previsión razonada.

La historia familiar se focaliza en la venganza del progenitor de los Medina hacia su esposa y el amante de esta, a los que castigó por medio de tortura, valiéndose de los instrumentos inquisitoriales que tan provechosamente reposan en las mazmorras (y que Nicolás se ha esforzado en mantener en un buen estado de conservación).

Pese a todo, advierte Catherine a su progresivamente obsesionado hermano que, respecto a su progenitor, su depravación no es la tuya.


De este modo se afianza el suspense respecto a la naturaleza de la muerte de Elizabeth. Es la maligna atmósfera de este castillo, declara Nicolás. Pese a lo cual, también confiesa que no puedo salir de aquí. Como si el entorno formara parte de su esencia vital y la atmósfera malsana se retroalimentara, necesitando un portador humano para poder sobrevivir, y este, el referido marco para sostenerse psíquicamente. No parece caber una distinción entre venganzas de ultratumba y terrenales, pues ambos aspectos se dan la mano en el psiquismo de los protagonistas. Al menos, es un aspecto del que algunos conspiradores se van a aprovechar para obtener beneficio (aunque finalmente hayan de pagar sus culpas: jugar con la mente es algo peligroso e imprevisible). Pero esta atmósfera es algo más que una excusa para adentrarse en los recovecos de la psique (con bastante más gracia que los tostones psicológicos de los años cuarenta): es la representación formal del género gótico en toda su lucidez.

Traumáticas exhumaciones se añaden a las incipientes torturas de la mente. En un psiquismo de los personajes siempre pendiente de un hilo, marca de la casa.

Personaje él mismo que parece desafiar al tiempo y la muerte, Roger Corman sabe sacar buen partido de esta atmósfera interna y externa, valiéndose de la composición en scope, como antes advertía, donde se da cabida a todos los personajes sin necesidad de fraccionar la planificación.

Muertos, pero no enterrados. Catacumbas y pasajes secretos, también de la frágil razón.

Sin salir de este ambiente psicótico y de recreación histórica, enlazamos con La torre de Londres (Tower of London, Admiral Pictures-United Artist, 1962), posterior trabajo escrito por Leo V. Gordon (1922-2000), Amos Powell (-) y James B. Gordon, alias de Robert E. Kent (1911-1984). Aunque el planteamiento es otro, no estamos muy alejados de las tramas góticas antes ofrecidas por Corman, fiel al espíritu de los pioneros literarios de este género (gente como Horace Walpole [1717-1797], Matthew Lewis [1775-1818], W. T. Beckford [1760-1844], Ann Radcliffe [1764-1823] o Mary Shelley [1797-1851]; sin olvidar, por supuesto, al propio Poe).

En esta ocasión, la fotografía es en blanco y negro, siendo obra de Archie R. Dalzell (1911-1992), pero esto para nada merma la capacidad malsana y retorcida (hiriente) del relato, en otro buen despliegue de decorados, escuetos pero eficaces, como son una bodega -donde se perpetra el primer crimen-, los aposentos de la reina viuda (Sarah Selby), su dama escocesa de compañía lady Margaret (Joan Freeman) y el prometido de esta, el valeroso Justino (Robert Brown); la estancia del mago Tyro (Richard Hale), donde se procede a un ritual mágico; la de Ricardo (Vincent Price) y su esposa Ana (Joan Camden), una sala de banquetes, una cripta, los pasillos de la Torre, las almenas y mazmorras, y una nueva cámara de tortura para hacer cambiar de opinión a los contumaces. El escenario es veladamente opresivo; por ejemplo, se habla de la Abadía de Westminster, pero con acierto, Roger Corman no ha lugar a la salida del castillo (de este modo no nos es mostrada la coronación), con lo que la sofocación anímica se acrecienta en el espectador.


La Torre de Londres es la historia de una ambición enferma, como aclara la voz en off del inicio. El desequilibrado es, en esta ocasión, el futuro rey de Inglaterra Ricardo III (1452-1485). No por méritos propios, sino por asesinatos propios. Al fin y al cabo, el personaje carece de méritos humanísticos y sucesorios. A la muerte de su hermano, Eduardo IV Plantagenet (1442-1483; Justice Watson), el nueve de abril de 1483, Ricardo reclama el trono para sí -y sotto voce-, con la única connivencia de su ambiciosa esposa Ana Neville (1456-1485). Ricardo es un tullido -no tan solo físicamente, es insano de espíritu-, tal cual ha pasado a la posteridad, aunque siempre se ha discutido la veracidad de su leyenda negra. Parece que no era tan taimado y asesino, tal y como se recrea en otras obras notables de ficción como La hija del tiempo (The Daughter of Time, 1951; Hoja de lata, 2020), de Josephine Tey (1896-1952). Los británicos siempre han sabido mimar su historia, pese al descalabro conspiranoico que le atenaza en muchos de sus sanguinarios periodos.

Pues bien, los hijos de Eduardo IV, legítimos herederos al trono, son Ricardo (Donald Losby) y Eduardo (Eugene Martin), que a continuación se convierten en los “estorbos” de su perturbado tío. No solo ellos, también el otro hermano en discordia, George, duque de Clarence (Charles Macaulay), que ha sido nombrado Protector del Reino (es decir, guardián de los príncipes herederos), es un obstáculo a abatir (en injusta lid). Es el hermano menor, del que se dice que no es el más fuerte, pero es juicioso. Por lo tanto, su destino está sellado (en tinaja).


Destaca, además, la presencia del característico Morris Ankrum (1897-1964), interpretando, ante tanta insidia, al asombrado arzobispo de Westminster. Una vileza que bien podría resumirse así: no tomarás el nombre de Inglaterra -o de cualquier nación- en vano. Porque mira que la invocan veces para justificar arribismos, deseos ocultos y fechorías. En el caso de Ricardo, el plan diabólico incluye la propagación de un falso rumor (ya vemos que en determinadas prácticas no hemos avanzado mucho), respecto a la legitimidad de los príncipes herederos. Y ya se sabe lo que sucede con estas cosas: la “rectificación” nunca se publica en primera página, si es que llega.

Con la ayuda de su secuaz Ratcliffe (Michael Pate), Ricardo se afana en superar su particular y sangrienta carrera de obstáculos, procurando no dejar pruebas que le delaten en el camino. Es su forma de “rectificar” los yerros de la historia. No las tendrá todas consigo, como consigna el drama teatral clásico. En principio, se le aparece el fantasma de su hermano George. Y tras este, los de la preceptora Jane Shore (Sandra Knight) y sus sobrinos. Los fantasmas, y los diálogos que Ricardo mantiene con ellos, son proyecciones de su desequilibrio, desvaríos que no son necesariamente remordimientos, sino más bien su último asidero a un entorno psíquicamente moral. Aunque al final, realidad y ficción se conjugan, al punto de dar muerte a Ana confundiéndola con una de las apariciones de la citada institutriz Shore. La reina viuda, madre de Ricardo, tampoco le profesa un especial cariño. Los hombres son dueños de sus destinos, proclama el aspirante a monarca en un atisbo de discernimiento que, pese a todo, no encubre sus crímenes. Más tarde, el nuevo rey, nada deseado, tiene una cita con ese destino suyo en un enclave forestal llamado Bosworth, único escenario exterior que se permite Roger Corman frente a toda esta reclusión. Así, a pesar de tales denuedos, la última cabeza de este teatro del mundo de títeres será la del propio Ricardo.

Señalar, por último, que la concreción narrativa de ambas películas es envidiable. Como en un cuento dislocado y malicioso, impregnado no obstante de leyenda.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


Para el sábado noche (CIV): Impacto, de Brian de Palma

02 abril, 2021

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Observen la televisión, oigan la radio o lean algún diario (mejor más de uno, siquiera para no ser tan manipulados). Nos encontramos con maniqueísmo ideológico, telebasura, no separación de poderes, dobles varas de medir, incultura manifiesta entre los políticos, guerracivilismo, incompetencia gubernamental, empobrecimiento cultural y educativo, prácticas televisivas deleznables, conversaciones ping-pong (cuando les falla un envite intentan con otro a ver si “te pillan”), juventud desinteresada patológicamente (rozando el analfabetismo y sobreprotegida por los padres), actividades extra académicas sectarias, persecución de género, expolio de los fondos públicos, voladura de la presunción de inocencia, improvisación y mentiras…

La ventaja artística es que el mundo que nos toca vivir suele haber sido bien reflejado por el cine. De ahí buena parte de su interés; allende sus mecanismos internos.

Impacto (Blow Out, Orion-Filmways, 1981) juega con este y otros sentidos. Por ejemplo, da inicio como si fuera la radiografía de un slasher (película de asesinatos adolescentes), un género muy de moda en aquel momento, con reapariciones esporádicas. En un internado femenino se desata la cámara subjetiva. Desnudos y sexo, aunque en clave de desenfadado humor, de burlona desmitificación. Así queda expuesto que nuestro protagonista principal, Jack Terry (John Travolta), trabaja en una empresa cinematográfica especializada en series C tirando a Z. Jack lo concreta bien cuando advierte que no sabe cómo se las han arreglado para confeccionar cinco películas en dos años.

Hastiado de encontrar siempre los mismos recursos sonoros en los refritos en los que participa, el ingeniero de sonido sale a registrar nuevos efectos en la placidez de la noche. Pero al contrario de lo que le pasó a Friedrich Jürgenson (1903-1987), descubridor del fenómeno de las psicofonías, Jack va a ser testigo de la materialidad de un suceso dramático en el escenario en el que se encuentra. O como podrá comprobar a renglón seguido, la calculada puesta en escena de lo que muy pronto va a ser disfrazado, para que las apariencias dicten una cosa, aunque los registros audiovisuales apunten a otra. Es decir, un engaño.

El calvario para Jack está servido, habida cuenta de que todo el que se sale de la senda marcada por los medios y la política es tildado de conspiranoico. El caso es que Jack puede demostrar sus afirmaciones con pruebas, lo que además lo convierte en un individuo sumamente peligroso.

¿Y en qué ha consistido esta puesta en escena que pretendía hacerse sin testigos, o con la mera ayuda de uno solo, en la figura del viandante “casual” Manny Karp (Dennis Franz)? Básicamente en una glosa del célebre accidente que involucró al senador Edward Kennedy (1932-2009) con Mary Jo Kopechne (1940-1969), antigua secretaria de su difunto hermano Robert (1925-1968), cuando le pérdida de control del vehículo en el que viajaban costó la vida de esta última. Sucedió el dieciocho de julio de 1969, y los hechos aún no han sido esclarecidos.

Tan habilidoso como siempre, Brian de Palma (1940) sabe sacar partido a esta premisa, tornando las consecuencias a través de los roles: aquí la que se salva es la chica, Sally (Nancy Allen), y el que muere es el que podía haber sido el futuro presidente de los EEUU, el gobernador McRyan (John Hoffmeister).


Recientemente se hizo una película sobre este asunto, El escándalo Ted Kennedy (Chappaquiddick, John Curran, 2017), pero resulta tan parsimoniosa e insustancial como buena parte del cine actual, incluida una banda sonora indiferenciable de otras mil. Más allá del encubrimiento de los afines ideológicos, resulta aburrida y confusa, sobre todo porque no se sabe a ciencia cierta qué pasó. Mucho más estimulante es la paráfrasis de Brian de Palma, así que vamos con ella.

Al igual que en otras ocasiones, en Impacto, Brian de Palma filmó dos finales, pero como comenta John Travolta (1954) en el documental dedicado al espléndido director de fotografía de esta y otras muchas películas, Vilmos Zsigmond (1930-2016), finalmente optamos por la tragedia (Close Ecounters with Vilmos Zsigmond, Pierre Filmon, 2016).

La “investigación del caso” se pone en curso. Primero será el ayudante del gobernador, el taimado Lawrence Henry (John McMartin), el que pida a Jack que no involucre a la chica en los hechos; luego, los acontecimientos se precipitan al dejarse estos en manos del ejecutor del “accidente”, Burke (el simpar John Lithgow), que por su cuenta y riesgo decide cerrar el asunto a su manera, eliminando a los testigos molestos. Por supuesto que el apellido Burke no es nada casual.

La ingeniosa forma de hacerlo consiste en aparentar que un asesino en serie anda suelto por las calles de Filadelfia, ciudad en la que transcurre la acción. Es el llamado Asesino de la Campana de la Libertad. Pasamos entonces de la recreación de un slasher en la apertura de la película, al fingimiento de otro en la realidad cinematográfica.

Estos hechos coinciden, como es fácil adivinar, con el Centenario de la Campana de la Libertad, símbolo de la Guerra de Independencia norteamericana (1775-1883), en la referida ciudad.

Ahora vamos con las pruebas. Jack ha grabado el sonido valiéndose de un micrófono direccional. La imagen se la proporcionará el citado Manny. ¿El gobernador ha sido víctima de un pinchazo o de un disparo? Las dudas se disipan pronto.

Así, el interés de la película viene dado por la reconstrucción de los hechos, partiendo de ese otro ángulo ajeno a la oficialidad, por medio de la estimulante puesta en escena, como elemento preponderante de la narración: De Palma siempre ha sido eminentemente visual. Valga como ejemplo la foto de Sally que sostiene Burke en un centro comercial, para identificar a la testigo incómoda. La chica es maquilladora, pero se “gana la vida” poniendo a algunos hombres en situación comprometida, de las que Manny sabe extraer bastante más provecho que ella. Por su parte, Jack nos es descrito como el típico manitas desde niño o adolescente. Estos tres vértices convergen en la trama gracias a la técnica cinematográfica (la que Jack domina y la que lo muestra a él).


Pero si Jack observa, también puede ser observado. La ficción, como la realidad, resulta poliédrica en función del que mira. De hecho, también hay quien emplea los ojos pero no advierte nada (seguramente porque la lógica rigurosa le interfiere). ¿Por qué todo ha de ser una conspiración?, se lamenta ingenuamente el detective encargado de la investigación, el opaco McKey (John Aquino). Por su parte, el reportero Frank Donahue (Curt May), que conduce el espacio televisivo Ojo sobre la ciudad, se muestra tan abierto como lo permitan sus índices de audiencia. Su presencia depara otra sutileza, cuando declara muy ufano ante Jack que, tras su futura entrevista, mañana ocho millones de espectadores me creerán. ¿Acaso no tienen criterio propio?, cabe preguntarse al espectador real. Sospecho que el tiempo le ha venido dando la razón a Donahue.

Ya desde la ejemplar secuencia del puente en el bosque, Jack ve y escucha cosas que los demás parecemos ignorar. Como sucede en la imagen de cierre de la película. La pantalla dividida es ilustrativa en este sentido (hay quien cree que se trata de un recurso visual actual, pero proviene de los sesenta). Así mismo, los planos hitchcockianos que se superponen dan una sensación de profundidad y focalización, de mirada (trans)personal.

Esto no obsta para que se perpetre la manipulación de las pruebas por parte de Burke. Primero, cambiando el neumático del vehículo siniestrado. Más tarde, robando la película sonorizada que con tanto ahínco ha elaborado Jack. Más aún, cual Jack el Destripador, la mano ejecutora de los conspiradores va disfrazando su crimen central con otro reguero de muertes de aspecto ritual. En otro inspirado apunte visual, De Palma inserta en el plano el cartel que anuncia los festejos, y que Burke contempla en un descampado en obras, a donde ha llevado a su primera víctima, a la que ha confundido con Sally. De milagro esta ha salvado la vida, pero la cruel ironía se impone en el desenlace de la película. A diferencia de Jack, la chica no parece brillar por sus muchas luces, lo que no es obstáculo para que Jack se enamore de ella. Realmente, estas cosas ocurren así.

Cogido el gusto por dichos crímenes, Burke dará rienda suelta a su insania.


Impacto demuestra lo importantes que son los fotogramas, haciendo de su materia prima su principal nutriente argumental. Junto con la sincronicidad entre imagen y sonido. Es la sorpresa que depara el cine. A ello ayuda la excelente música de Pino Donaggio (1941), lo que se aprecia incluso más en la reproducción del CD. La labor de montaje es, así mismo, esencial, siendo la película de naturaleza diegética (lo que se desarrolla dentro de la historia) y extradiegética (lo que se sitúa exteriormente a la historia: los mecanismos cinematográficos). En este caso, la edición correspondió al destacable Paul Hirsch (1945), compañero de De Palma en otros estupendos empeños. De hecho, para los que opinan sobre la idoneidad de una película en función del envejecimiento o no de sus efectos especiales, conviene recordar que una obra cinematográfica se articula a través de todos estos componentes a los que me he referido: puesta en escena, escritura, dirección de actores, fotografía, montaje, música, diseño de producción, etc. Lo demás es limitarse a “ver películas”.

Buen ejemplo de todo ello es Impacto, donde al final, la buena de Sally va a acabar formando parte de eso que tanto anhelaba, el celuloide, aunque se trate de una victoria pírrica y la producción no sea la más elaborada de la historia del séptimo arte. Como compensación, su historia narrada por Brian de Palma sí que lo es.




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