La guerra de las galaxias (primera trilogía), de George Lucas, Irvin Kershner y Richard Marquand

14 septiembre, 2015

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A menudo se ha insistido en el hecho de que para los espectadores de mil novecientos setenta y siete, La guerra de las galaxias (Star Wars, Fox, 1977) constituyó todo un vendaval -más que un soplo- de aire fresco, por no decir que un acontecimiento de dimensiones astronómicas, lo que hasta cierto punto y sin entrar en afirmaciones aún más hiperbólicas, es cierto.

Fue el mismo año del estreno de Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, Steven Spielberg, 1977) y el mismo en que el ser humano envió las dos sondas exploradoras Voyager a inspeccionar los principales mundos del Sistema Solar.

Lucas (centro) dirigiendo a Peter Cushing y Carrie Fisher
Hace poco comentábamos Fundación; en concreto, la (también) inicial trilogía de Isaac Asimov (1920-1992). Al releerla (re)descubrí algunas concomitancias interesantes, como la aparición de una fuerza recóndita aunque universal -o galáctica-, de incalculable valor emocional, el surgimiento de un sistema nuevo y opresivo, erigido sobre las cenizas de otro orden ya extinguido o a punto de estarlo (la Primera Fundación), más un personaje arrastrado “al lado oscuro” debido al mal uso de sus capacidades paranormales (El Mulo); etc.

Evidentemente, la primera trilogía (cronológica, no ficcional) de La guerra de las galaxias no habría existido de no disponer de toda una serie de antecedentes literarios o cinematográficos. Los cuales -aunque no se suelan recordar y mucho menos estimar- no restan un ápice de interés cinematográfico ni de desenvoltura argumental al trabajo de George Lucas (1944). Pero justo es reconocer en las ficciones del pasado unos antecedentes o parientes pobres, la mayoría de las veces bastante dignos, cuyas carencias técnicas, dejando al margen 2001, una odisea en el espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968), eran perfectamente suplidas por esa innata capacidad del espectador a la hora de rellenar los huecos estructurales por medio de la imaginación.

Sea como fuere, las aguas han vuelto a su cauce y la primera trilogía de La guerra de las galaxias se ha asentado como un relato que bebe de las fuentes de la space opera (las aventuras y sagas fabulosas, trasladas al espacio sideral), puesto al día y competentemente filmado, y en cuya elaboración intervino un buen número de profesionales de talla (mi costumbre de consignar decoradores, directores de fotografía, editores, compositores, etc.), “invisibles” para el espectador medio pero básicos para proporcionar productos tan bien servidos como el presente.

Unas creaciones -y me refiero al cine en general, no únicamente a los efectos especiales- que solo pueden ser disfrutados en una pantalla con las debidas proporciones y no en cualquier artefacto electrónico de los que sirven para casi todo, incluso para pensar por nosotros.

En cualquier caso, la referida renovación fue y sigue siendo lo suficientemente moderna y atractiva como para que las secuelas y sus personajes ocupen un justo lugar en la historia del cine (los aspectos mitómanos los delego, pues nunca me han interesado).

De hecho, a Lucas le costó un considerable esfuerzo (rentabilizado de sobra, desde luego) poner en marcha su proyecto Star Wars. Otra cuestión será si al productor y ocasionalmente director, tras varios episodios de hipertensión y agudos ataques fílmicos por parte de las corporaciones -mejor que llamarlas industrias del cine, ya hace tiempo finiquitadas-, apenas le han vuelto a interesar las labores de realización cinematográfica.


La guerra de las galaxias (me refiero al ahora denominado capítulo IV, Una nueva esperanza, el primero en ser filmado) se abre con un plano general del espacio que, al descender levemente, muestra un fondo salpicado de planetas que pronto queda inundado con la persecución de un enorme destructor imperial a una nave de reducidas dimensiones. Un acoso admirablemente servido gracias a la desorbitada desigualdad de escalas entre uno y otra.

Todo este segmento (la secuencia de la toma de la nave) está sostenido con buen sentido del ritmo, e incluso sentido del humor, y es pródigo en hallazgos argumentales y visuales. Por ejemplo, el empleo de las armas láser o el comentario sobre la sonda en la que se han refugiado los androides C3-PO (Anthony Daniels) y su complemento R2-D2 (Kenny Baker) por parte de los soldados imperiales, según los cuales “no se observan formas de vida”.

Uno de los aciertos del relato consiste, precisamente, en desmentir este aserto. Los robots C3-PO y R2-D2 son seres artificiales, pero no dejan de ser seres por ello. Dicho de otro modo, presentan -sobre todo el primero- comportamientos y actitudes a imagen y semejanza de los seres humanos.


De ese modo, el androide de etiqueta, protocolo y “relaciones humanas y cibernéticas” C3-PO se muestra orgulloso, hasta vanidoso; en tanto que su compañero es capaz de encasquillarse para hacer notar sus desacuerdos. Cuando este último es derribado, se desploma de forma ostensible, asumiendo cierta corporalidad humana. Incluso llegan a encerrarse en un armario para pergeñar una treta que les permita “salir del paso”. La única -y no poca- diferencia, estriba en que cuando alguno de ellos queda desmembrado, puede ser reconstruido.

Pero además, al escapar del asalto a la nave de la princesa Leia (Carrie Fisher), C3-PO observa atinadamente desde su (casi) seguro puesto de observación que, curiosamente, “los daños no parecen tan graves desde aquí”; otra reflexión profundamente humana.

Por desgracia, la pista de los planos robados de la estación imperial apodada Estrella de la Muerte persigue a los androides. Concretamente, hasta el planeta natal del joven Luke Skywalker (Mark Hamill), que, al entrar en contacto con ellos, desatará una serie de elementos que han permanecido latentes y que determinarán su destino.


Entre los momentos más destacables de La guerra de las galaxias se encuentra el mensaje entrecortado de la princesa emitido por R2-D2, la visita a un bar de carretera en el planeta de Luke, en busca de un piloto, y el descubrimiento del sable láser, “arma noble” -nuevo enlace con lo legendario y fabuloso-, en la que destaca el trabajo con el sonido: un acertado recurso de auxilio visual, sobre todo a la hora de ser desenvainado o enfundado. Podemos añadir la aparición en lontananza de una Estrella de la Muerte captada como si fuera un satélite (artificial) por parte de un planeta, junto al instante en que Darth Vader (David Prowse) advierte la presencia de su (ex)colega Ben Kenobi (Alec Guinness) en el interior de esta.

Sin olvidar la divertida secuencia de los muros convergentes del vertedero, o la sorpresiva aparición frente al Halcón Milenario, la nave pilotada por el contrabandista Han Solo (Harrison Ford), de una imprevista lluvia de meteoritos, que resultan ser los restos de un planeta destruido por el Imperio. Este constituye una estructura de poder en la que, como era de esperar, todos se desenvuelven por vía de acatar órdenes. Como recuerda el gobernador Turkin (el siempre excelente Peter Cushing, de tan magnética y felina presencia), “el miedo se encargará de controlar los planetas más diversos y sofocar todo conato de rebeldía”.

Otro aspecto interesante es la conveniencia de ser políglota para poder desenvolverse por la galaxia. Y por supuesto, no podemos dejar de mencionar el asalto a la descomunal Estrella de la Muerte por el interior del gran cañón que la circunda, secuencia planificada por el especialista John Dykstra (1947). Como última curiosidad, podemos destacar el empleo de cortinillas durante algunos cambios de plano -de escenarios-, tal cual se aplicaban en la década de los treinta.


Al material original, Lucas añadió posteriormente alguna secuencia descartada (Han Solo ante Jabba) junto a una breve conversación sacrificada en la sala de montaje (Luke reencontrándose con un compatriota, momentos antes de partir hacia la Estrella de la Muerte). Por lo demás, se limitó embellecer algunos fondos y a incluir innecesariamente más criaturas en determinados planos: es curioso comprobar cómo todos estos añadidos han quedado de repente más obsoletos y postizos que el material original, elaborado in praesentia o por medio de unas eficaces maquetas (aparte que saturar el plano no le proporciona una mayor densidad).

Ciñéndonos pues al material original, en todo el conjunto cabe destacar el extraordinario empeño de maquetistas, miniaturistas, marionetistas, diseñadores de producción, supervisores de efectos especiales (ópticos y con unos incipientes microprocesadores), dibujantes, pintores, montadores, coreógrafos, maquilladores, diseñadores de sonido y, naturalmente, la incorporación de una partitura de corte sinfónico, obra de John Williams (1932). Hasta sufridos lingüistas intervinieron con el fin de dar cuerpo visual y sonoro a toda una caterva de seres antropomorfos o informes, en una galaxia en la que incluso las naves, como recuerda C3PO, poseen su “peculiar dialecto”.

Todo un proceso de maduración emprendido en 1975 mediante la fundación de la empresa de efectos visuales ILM, uno de cuyos logros primigenios y más felices fue la idea de una espada clásica trasmutada en arma láser. Un desarrollo en el que Lucas encontró su propio destino como innovador, aunque no más como realizador. También quisiera añadir aquí la excelente labor de doblaje de las versiones en español, con la impagable fusión de caracteres propiciada por Miguel Ángel Valdivieso (1926-1988, la voz de Woody Allen) para C3PO o la de Constantino Romero (1947-2013) para Darth Vader, que en nada tienen que envidiar a las de Daniels, personificando a un impertérrito mayordomo inglés, y James Earl Jones (1931), ciertamente oscura pero desprovista de tal gama de matices.

Todo ello conformaba una visión que bebía directamente de las fuentes del cine clásico. Un relevo de la mano de Francis Coppola (1939), Steven Spielberg (1946) o Brian de Palma (1940), realizadores que emergían tras una década tan tumultuosa como mitificada hasta la nausea, y opuestos a productos coyunturales impregnados de “realismo sucio” y desencanto social, alegóricos o no, pero testimonio de (casi) exclusivo valor sociológico.


Pues bien, de esos lodos renacen nuevamente la fabulación y la fantasía de los antiguos seriales, con técnicas que combinaban lo mejor del legado cinematográfico con las novedades tecnológicas (teniendo en cuenta que aún no se delegaba todo el esfuerzo visual en unos efectos digitales que se nos antojan cada vez más planos y estancados).

De este modo, El imperio contraataca (The empire strikes back, Fox, 1980) fue dirigida o, mejor dicho, traducida a imágenes, por el interesante Irvin Kershner (1923-2010), profesor del propio George Lucas en algunos seminarios de cine. Al igual que en la precedente, el ahora productor solo contó con la comprensión y asistencia económica de Alan Ladd, Jr. (1937), jefe de producción de Twentieth Century Fox.


Miles de sondas recorren el espacio a la búsqueda del escondite de los rebeldes. Una de ellas recala en un planeta helado con el irónico nombre de Hoth. La secuela propone un cambio de escenario y tono, tanto escenográfico como argumental, pues El imperio contraataca es un relato de consolidación de relaciones afectivas entre personajes, de amor y amistad, reencuentros y despedidas… todo un ciclo vital.

Incluso Han Solo surge tras una “aparición” de Ben Kenobi; la visión de un Luke maltrecho y tendido en la nieve. Ahora el mentor es una suerte de Merlín para el joven en su viaje interior. El recorrido tampoco está exento de imprevistos para el resto de sus compañeros. Hasta la nave de Solo funciona incorrectamente; las imágenes lo muestran junto a su compañero Chewbacca (Peter Mayhew) bastante apurado en la reparación –remiendo, más bien- del vehículo espacial. Una situación agravaba cuando se hace necesaria la evacuación ante el inminente avance de las tropas imperiales.

Ello no obsta para que el Halcón Milenario sea protagonista de una de las secuencias más ejemplares -cinematográficamente hablando- de la película, aquella que exhibe su pericia -y buena fortuna- sorteando un endiablado campo de asteroides. La deriva de la nave tiene su paralelo con la de otro personaje principal, Luke y su estancia en el pantanoso mundo de Yoda (articulado por Frank Oz).

Por ello, la llegada de Leia, Solo, Chewbacca y C3PO a la colonia minera (¡) sostenida en las alturas y regentada por Lando Carlissian (Billy Dee Williams) coincide con la toma de conciencia de Luke, no solo ante su destino como caballero Jedi que “utiliza la Fuerza como ciencia y defensa”, sino también respecto a la aplicación responsable de esta, a la hora de poner en práctica todo lo aprendido, incluso antes de haber podido completar su entrenamiento, tratando de ayudar a sus amigos.


Como complemento, más que como un “reverso” de esa fuerza, se produce la comunicación telepática final entre Luke y Vader, de igual modo que volverá a suceder en la siguiente entrega de la trilogía, como ocurrió entre este último y Kenobi en la anterior aventura, o también acontece al término de la presente, cuando Leia intuye que Luke es quien está ahora en peligro y decide regresar a la colonia.

El ejemplar guion de Leigh Brackett (1915-1978) y Lawrence Kasdan (1949) aún depara más aciertos, como la cápsula en la que reposa y renueva su máscara Darth Vader, la secuencia en el interior del meteorito, a resguardo de los cazas imperiales, la imagen de la achacosa nave, camuflada gracias a un crucero imperial mastodóntico –nuevo juego con las proporciones-, o el plano de Luke tras el combate sobre el campo helado de Hoth, viendo partir a sus espaldas al Halcón Milenario, y constatando la disgregación del grupo (de humanos y de androides).

El balance la película arroja el saldo de un Han Solo congelado en carbono, Luke medio tullido, C3PO descompuesto y el resto de rebeldes en desbandada. Esta deriva narrativa es la que otorga a El imperio contraataca ese perpetuo estado de transición, de asequible identificación emocional con el espectador.

Líneas argumentales no divergentes, sino conclusivas, definen El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Fox, 1983), ahora bajo la dirección del malogrado Richard Marquand (1937-1987), en una narración que muestra el regreso de Luke a su planeta de origen, Tatooine, con el fin de rescatar a Han Solo de su doble prisión, la del carbono y la del repelente Jabba.

Sobresale una partitura con preponderancia de pasajes oscuros para el siniestro palacio de Jabba o el duelo de mentes entre Luke y el Emperador (que pasa de la voz del excelente Clive Revill, en la precedente, a la presencia de Ian McDiarmid); un enfrentamiento que se prolonga con el propio Vader -y consigo mismo, situación ya planteada durante el enfrentamiento “virtual” entre ambos personajes en el planeta de Yoda, y ahora definitivamente solventada-.

Los poderes de Luke se nos muestran más seguros y desarrollados, aunque de forma aleatoria (su indecisión ante las añagazas de Jabba).


El concluyente guion de Lucas y Kasdan proporciona buenos instantes, como aquel en que Leia refiere a Luke sus impresiones -más que recuerdos- acerca de su madre, “bella pero triste”. Así como la “puesta de largo” de la renacida Estrella de la Muerte, cuyo acierto consiste, esta vez, en su incompleta apariencia, que le confiere un aspecto aún más amenazador. Sobre las imágenes de El Retorno del Jedi planea además la muerte de una época, representada por la desaparición -si bien, solo física- de Yoda.

Por otro lado y como era de esperar, se nos regaló una “edición especial” con algunos fondos más elaborados y la inclusión de un plano aéreo final que rompe claramente con la planificación original, compuesta a base de planos fijos. Este añadido recorre los nuevos mundos de Star Wars, acompañado de una composición musical mucho más sosa; solución que de igual e incomprensible forma arruina la secuencia -tampoco demasiado lucida, hay que convenir en ello- de la cantante en el palacio de Jabba (es fácil evitar todos estos inconvenientes acudiendo a la versión original).


Pero no quisiera despedir el presente comentario sin señalar otros aspectos destacables de El retorno del Jedi, como son la persecución con las motos por el bosque de Endor o el ataque a la Estrella de la Muerte, en esta ocasión, accediendo al interior de la misma; ambas secuencias con el ritmo y duración adecuados; además del mencionado duelo final entre Luke Skywalker y Darth Vader, preludio de la redención de este último, al que, además, le ha sido amputado el mismo miembro que perdió Luke. Una situación que se complementa con el posterior deseo del progenitor de poder contemplarlo “con sus propios ojos”. La solicitud posee doble valor: físico -por mediar la máscara artificial- y emotivo.

En este sentido, destaca la imagen de unos fuegos artificiales que iluminan el cielo nocturno, al mismo tiempo que lo hace una pira funeraria. El plano contrapone la alegría de la celebración de los habitantes de Endor y de las fuerzas rebeldes con el pesar del último de los caballeros Jedi.

Escrito por Javier C. Aguilera


1 comentario :

  1. Das con una fan de la trilogía que mira con temor y ansia el día del próximo estreno.
    No cabe duda que hay un antes y un después de SW
    Besos

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