Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman

31 diciembre, 2021

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La infancia siempre ha sido terreno abonado para la fantasía y el terror. También para una visión distorsionada, suavizada de la vida, aparentemente indolora y feliz. Sin embargo, no es ajena al sufrimiento, a las injusticias ni a la maldad. Estos aspectos se han explorado desde una narrativa fidedigna, como la propuesta por Delibes en El camino (1950), pero sobre todo por los relatos que emplean la fantasía tanto para retratar la comprensión infantil de la realidad como para mostrarnos su cercanía con esos otros mundos que permanecen ocultos a los ojos adultos. Entre todos ellos, encontramos este fructuoso cuento de fantasmas, teatro y Navidad llamado Fanny y Alexander (1982).


El director Ingmar Bergman (1918-2007) se despidió del mundo del cine con esta obra, dado que después se dedicaría al teatro en exclusividad. No obstante, no se trata de una película al uso, dado que fue concebida como miniserie y después adaptada en su duración a un largometraje, lo que provoca que según la versión podamos conocer más o menos detalles de la historia que nos narra. Para lo que concierne a este comentario, hemos visto la versión cinematográfica. Bergman ha sido un director dado al terreno metafísico y filosófico, que ha reflejado sus preocupaciones existenciales y sus vivencias personales en sus escenas. La relación de la vida con muerte, por ejemplo, ha sido uno de sus temas predilectos, como reflejó en su mítica El séptimo sello (1957). En este caso, Fanny y Alexander explora sus recuerdos de infancia entremezclados con el costumbrismo y el realismo mágico.

A pesar de su nombre, debemos destacar que la película sigue la historia desde el punto de vista de Alexander Ekdahl (Bertil Guve), aunque desemboque en varias ocasiones en un relato crisol de perspectivas, a través de los distintos miembros de la familia Ekdahl. Podemos dividirla de forma evidente en tres tramos que abarcan las tres horas de metraje de la obra, dado que segmentan el prólogo de presentación, el conflicto principal y su resolución, ahondando cada vez más en su carácter fantástico o mágico.


Empieza Fanny y Alexander mostrándonos al protagonista, Alexander, recorriendo las estancias de la casa familiar a solas, llamando a su madre o a su abuela mientras fantasea con su alrededor y se atemoriza debajo de los muebles. Es un niño, pero está abandonando la infancia. Tiene una visión distinta de la realidad, se siente aún inseguro, pero ya nos revela la película desde este inicio que tendrá que atravesar un proceso en soledad, unas circunstancias que le marcarán para siempre, como se nos subrayará al final del relato. Después, pasaremos a ver los preparativos de la cena de Navidad de la familia Ekdahl, encabezados por la abuela, Helena (Gunn Wållgren), antigua actriz. Se trata de una familia burguesa y acaudalada, que poseen un teatro y que se han dedicado siempre al espectáculo. Uno de los hijos, Oscar (Allan Edwall), es el director encargado del teatro familiar. Sin duda, se trata del hijo más destacado por no tener defectos destacables, a excepción de la insatisfacción en la que vive, tanto en su matrimonio como en su vida; así se observa en el halo melancólio y trágico con el que da el discurso a su reparto antes de la cena navideña. Es el padre de Alexander y Fanny (Pernilla Allwin), que ya colaboran con las obras familiares, y el marido de Emelie (Ewa Fröling), también actriz. Se trata, a su vez, del personaje más triste de la obra, no solo por lo que le sucederá, sino también por su carácter. Es el más afectado y atormentado, el menos hedonista. Quizás porque es el más consciente de la diferencia entre su mundo y el mundo exterior, una tensión que se revela en sus intervenciones.

Bergman nos va retratando a los familiares mientras se reúnen para comer, lo que también le sirve para reflejar la realidad burguesa danesa, la manera de festejar la Navidad y de crear vínculos internos. Se trata de una vida suave y casi naif, llena de libertades y comodidades, donde hay complicidad con el servicio y la severidad se encuentra en los momentos de solemnidad. No son, además, una familia al uso, sino que destaca también su visión artística de la vida. En varias ocasiones durante la película se evidenciará cómo cada uno adopta un papel, incluso cuando son incapaces de salir del mismo. Quien mejor lo refleja es la abuela Helena, que es capaz de presentarse estricta y elegante durante toda la cena como relajada e íntima tras la misma, de ser anciana para mantener la cordura familiar, pero también niña para ver los mismos fantasmas que sus nietos. El retrato de una mujer fuerte que admite las contradicciones de la vida y que ha vivido ya tanto la decepción como la alegría de la vida.


Sus otros hijos son Gustav Adolf (Jarl Kulle), dueño de un restaurante y sobre el que pesa cierta ninfomanía, siendo un adúltero con consentimiento de su mujer, y Carl (Börje Ahlstedt), catedrático endeudado que representa a la oveja negra a la familia, un hombre insatisfecho por completo, incapaz de encajar en su familia y en su matrimonio, hasta el punto de maltratar y vejar a su esposa, que se encuentra igualmente desubicada. Un personaje desagradable que es también víctima de sus propios demonios internos. En la obra, las mujeres son representadas con mayor fortaleza que los hombres. El más claro ejemplo lo veremos en la relación entre la esposa, la amante y la hija de Gustav, que entre ellas solucionan el conflicto ignorando los planeas del padre. Ya destacábamos, además, que Helena ejercía como la líder de la familia, manteniendo el timón ante lo que considera que podría hundirse con su guía.

Resulta llamativo comprobar que estas simples líneas de presentación ocupan un tercio de la obra, dado que se prolongan con secuencias estéticas y bien planteadas, casi siempre con colores cálidos, en que los personajes actúan para mostrarte su carácter a la vez que dialogan para romper la cáscara de lo visible y entrar en lo profundo. Hay, además, espacio para lo cotidiano, para el costumbrismo que antes mencionábamos, desde la propia cena, el baile a corro que ejecutan todos, las bromas de los tíos a los sobrinos o incluso la intimidad de la alcoba cuando acaban de cenar. No obstante, viven también aislados en este mundo confortable, alejados de las preocupaciones sociales que pueda haber en el exterior. Se trata de un microcosmos familiar que tiene sus defectos, pero que no se involucra ni deja que entre ningún asunto externo. 


En esa cotidianidad, comprobaremos las características de los distintos personajes, algunas de las cuales no se desarrollan en el largometraje, quizás sí lo hicieron en la miniserie. Por eso podemos considerar que hay una trama central y principal que recorre toda la obra, mientras que las demás quedan subyugadas a ser entidades independientes, subtramas sin recorrido que se centran en mostrarnos las costumbres y realidades de estos personajes, así como darnos un panorama, un paradigma existencial, del que después será arrancado el protagonista. En este sentido, ahí tenemos de nuevo la ambigüedad de Alexander, que aún es ese niño que duerme con un osito de peluche entre sus brazos, pero también el muchacho al que la niñera, Maj (Pernilla August), le indica que no podrá dormir con ella esa noche, aunque sea su preferido, porque no puede tener a varios hombres en su cama.

La tragedia se da al final del primer tramo, aunque en varias ocasiones Bergman nos lo había anticipado. Incluso al otorgarle al rol de fantasma en Hamlet (William Shakespeare, 1603) a Oscar, rol que seguirá ejerciendo el resto de la película, pero ahora de forma real, no interpretada. La viuda encontrará el alivio en el obispo luterano Edvard Vergérus (Jan Malmsjö), que se convertirá en su confidente y confesor durante y tras el funeral de Oscar. Pronto tratará de influir en la idiosincrasia familiar, actuando en la educación de Alexander de manera directa, y finalmente tratando de arrancarla del entorno de los Ekdahl. Con palabras lisonjeras, actitud estricta y mucha labia, Vergérus representa el lado más siniestro de la sociedad, un ser repelente e hipócrita que reúne todo el dolor que causaron a Bergman en la infancia desde el sector religioso. Frente a la calidez y seguridad que nos proporcionaba la vivienda de los Ekdhal a pesar de sus defectos, aceptados de todas formas por la familia, la casa del obispo es sobria, fría y simula, como el propio Alexander descubrirá, una cárcel. La relación de Emelie con el obispo se basa en el sacrificio y en la entrega absoluta de ella hacia él, pura obediencia en la que se diluye la personalidad del personaje y con la que abandona todo lo que había sido: sus pertenencias, su trabajo, su familia. A cambio, el obispo le entregará radicalidad, fundamentalismo y una existencia frustrante, dada a la servidumbre. 


El segundo tercio de la película se detendrá en esta caída al abismo de los hijos de Emelie. La penuria por las que pasarán Fanny y Alexander tienen un tono dickensiano y suponen el final de su inocencia. En esta etapa, Alexander seguirá encerrándose en sí mismo y siendo consciente de la figura fantasmal de su padre, impotente e incapaz ante la situación por la que atraviesa su familia. Emelie empezará viviendo engañada, pero cuando descubra la verdad, se verá encerrada por el poder de Vergérus y de un matrimonio que se convierte en una jaula de la que no puede escapar. Bergman retrata esta caída al infierno con pulso frío y lento, en un in crescendo que se cuece desde la mudanza a casa del obispo, atravesando por los siniestros personajes (madre, tía, hermana y criada) que habitan en la misma, pasando por las voces del oscuro pasado del obispo (la misteriosa muerte de su anterior mujer y de sus dos hijas) hasta el castigo físico y la humillación a la que somete a Alexander, punto culmen de la crueldad a la que llega el obispo abusando de su autoridad, poder y vanidad. Una escena cruda en la que el protagonista trata de mantenerse firme y se acaba convirtiendo en un mártir que abre los ojos a su madre, aunque ya sea tarde para que ella pueda salvarles. El obispo les ha arrancado de su mundo y les ha arrojado a la esclavitud de su estricta moral, en la que él ejerce como juez y verdugo, un pequeño dios de su fortaleza, que posee la verdad y la justicia como cualquier totalitarista. A pesar de lo cual, encuentra su mayor obstáculo en la fortaleza callada de Alexander, que trata de doblegar con el castigo físico.

El último tercio revela la resolución de este conflicto. La familia Ekdahl trata de ayudar a Emelie y a sus hijos, para lo que contarán con Isak Jacobi (Erland Josephson), amigo íntimo, amante seguramente, de Helena, un judío que es capaz de rescatar a los niños mediante una estratagema misteriosa. Alexander recorrerá entonces el hiperbólico hogar de Isak conociendo a sus sobrinos. Se trata de una tienda invadida de objetos exóticos y misteriosos, casi un laberinto de secretos en el que deambula de noche Alexander como lo hiciera en el prólogo de la historia. Es el lugar idóneo para la parte más esotérica de la película, con el diálogo que mantiene Alexander con su padre fantasmagórico, con el mismo Dios y, finalmente, con Ismael Retzinsky (Stina Ekblad), un loco, en palabras de su tío, que, sin embargo, se muestra cercano al protagonista, casi sensual, indagando en su deseo más terrible: desear la muerte del obispo. Bergman une entonces las escenas del diálogo entre Ismael y Alexander con los sucesos que acontecen en casa de Vergérus, estableciendo una suerte de causa-efecto por la que Ismael intercede directamente en los mismos a través del ansia de Alexander. De esa forma, llegamos a un epílogo circular, en el que contemplamos la celebración de otra fiesta familiar en casa de los Ekdahl, donde todo ha vuelto a su lugar. Los personajes avanzan o siguen estancados en sus defectos, pero a pesar de este retorno a la inocencia, Alexander estará siempre marcado por estos sucesos, como le revela el fantasma del obispo.


Vista hoy, resalta la calidad cinematográfica que tiene, en su elección fotográfica, con planos llenos de plasticidad, en la limpieza de su imagen, en unas actuaciones comedidas, en unos diálogos justos y potentes, en un proceso narrativo central que aúna realismo, crudeza y fantasía a partes iguales, pero resultando siempre creíbles. Son el resultado de toda la carrera de Bergman, que vuelve a tocar sus temas predilectos aquí y se entrega en una obra de carácter más personal, al menos en el retrato de su protagonista. En resumen, Fanny y Alexander me resulta una obra exquisita, un largo cuento de fantasmas navideño, tan cálido como frío, lleno de contrastes, con personajes creíbles y de un gran atractivo, y con un regusto de imperfección que revela aún más su buena capacidad para el retrato humano en todos sus límites, incluidos los del más allá.

Escrito por Luis J. del Castillo

La Navidad de Pemán, de José María Pemán

27 diciembre, 2021

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La editorial católica Edibesa, en su sección Grandes Firmas, ha venido reeditando la obra del gran escritor gaditano José María Pemán (1897-1981), casi en su totalidad. El volumen que hoy comentamos, La Navidad de Pemán (Edibesa, 1997), en edición de José Antonio Martínez Puche (1942), no es demasiado extenso, pero a cambio ofrece un texto verdaderamente primoroso, obra de un autor sencillo y antisolemne, como se nos aclara en la introducción. Manuel Machado (1874-1947) lo consideraba un poeta en su totalidad, es decir, sempiterno poeta, aun cuando ejercía otros muy distintos géneros. Francisco Umbral (1932-2007), a su vez, no duda en catalogarlo de postmoderno y uno de mis grandes maestros (Íd.).

Articulista, novelista, comediógrafo, poeta, guionista para la televisión, José María Pemán es un pensador y escritor que perdurará más allá de los infortunios del totalitarismo ideológico actual, el mismo que propone a secuestradoras como modelos para la sociedad, inunda los institutos con charlas sectarias o destruye las clases medias al tiempo que achaca la mala gestión a los virus.

(Por cierto, bravo por los alumnos y tutores legales que ya no se callan).


Gran parte de la obra de José María Pemán ha sido rescatada por la citada editorial en 1997, pero aún se encuentra disponible. El presente no es el único texto que ha de ver con lo religioso, un motivo que se completa con los volúmenes La Pasión según Pemán, A la luz del Misterio y otros escritos sobre Dios, la Iglesia, el hombre y la vida; Los testigos de Jesús, personajes que cambiaron la historia, y Lo que María guardaba en su corazón y otros escritos marianos. Frente a sus espléndidos ensayos y resto de artículos, que recomiendo vivamente, no son estos títulos los que más me interesan, pero de este primer volumen de su obra, dedicado a la Navidad, destaca sin paliativos el excelente Reportaje del Nacimiento.

Lo encabeza, en primera persona, un reportero romano en Judea, del que no conocemos su nombre, pero sí su cometido: ayudar a las difíciles tareas del empadronamiento general ordenado por Augusto (27. a. C. – 14 d. C.). Y recoger de paso las impresiones que le depara el viaje.

En la novela o relato histórico es común, por no decir primordial, la identificación personal con uno de los protagonistas, y el testimonio narrativo de este hilo conductor. Pemán es consciente de ello y con eso cuenta al presentar a su personaje -y a sí mismo, en doble función de dicha primera persona-, no solo como si estuviera allí -lo que puede ser típico-, sino como si oliera, viera y escuchara con la misma intensidad. Es un paso más en su percepción y genio literario. Palpando el ambiente de una crónica que, milagrosamente, no se ha perdido o evaporado en el tiempo, como tantas otras, y que bien conservada, literariamente, llega hasta nuestros días.

Pero, aunque se tenga por tal, este cronista no es exclusivamente un funcionario romano, y menos el protagonista esencial del relato (lo es el misterioso y reverenciado Niño), sino un personaje de carne y hueso, vivo, con sentimientos propios y proyección psicológica, que da notica de aquello que percibe. Un romano con ojos de poeta, sin duda, con curiosidad por las gentes y tierras del Imperio, aunque no las comprenda (ni podía), espoleada su curiosidad por unos pastores alucinados que se acercan a un pesebre como quien se asoma a un precipicio.

De recursos estilísticos y simbólicos inagotables, José María Pemán se nos muestra como difusor de inteligentes contenidos que transmitir. Ello conforma el talante de un escritor, como se solía decir antes, de raza. Todo cuanto he visto esta noche es una paradoja, pero hilada con justeza racional, asume nuestro asombrado comentarista.

No en vano, las circunstancias históricas no quedan establecidas hasta que somos muy conscientes de esa misma entidad, cuando echamos la vista atrás y comprendemos su significado. Quién puede determinar cuándo estamos viviendo uno de esos momentos históricos, más allá del transcurrir meramente discursivo que, como seres vivos, nos acompaña. En el momento en que no disponemos del asidero de dicha historia y nos hallamos inmersos en el presente, ¿quién puede asegurar que atravesamos una de esas encrucijadas donde nada va a volver a ser lo mismo? Puede que nos lo señale la percepción intuitiva, pero lo tendrá que determinar la gente e historiografía del futuro (dejando aparte marcados conflictos bélicos y belicosas pandemias).

El resto de los artículos del ligero volumen devienen más convencionales. Se trata de apreciaciones sobre asuntos más puntuales, como la “función” de los seres angélicos, su beatitud y ministerio, poniendo por caso el ángel-espía agitador, descendido del Cielo, o la presencia de los pastores. Prevalece el misterio del nacimiento en sí, como un acontecimiento sumamente especial y como espacio sujeto a una puesta en escena, con su mula y su buey. El animal que sea, recalca Pemán: lo característico y universal es la presencia de los animales en torno al pesebre.

Lo que da la impresión es que siempre andamos los humanos metidos en líos, que toda la historia hay que recomenzarla desde el principio (parece que no ha transcurrido el tiempo por estos escritos, más allá de la forma de expresión característica). Lo digo por los conflictos atemporales y casi eternos que subyacen, y quedan de manifiesto en textos como La paz de Augusto y la paz de Cristo.

A los que se suman El humanismo de la Navidad, La sangre de la circuncisión, Belén y Encarnación, o la narración alegórica de La Nochebuena de María y José, pero donde también destaca el bonito y divertido ¿Hacía frío en Belén? Y un delicioso diálogo en el estupendo Pesadilla de Navidad, que de nuevo asume el formato de cuento (breve, eso sí: la mayoría de estos escritos estaban destinados a una extensión concreta en la prensa).

Nacimiento
Otro aspecto se nos muestra llamativo en los presentes textos. El hecho de que el autor, pese a su acendrado catolicismo, no niega la parte mágica, mistérica y pagana. Sabe de dónde viene y a dónde quiere llegar (tanto él como la Navidad). Pese a tener por verídicos algunos capítulos por esclarecer, como el de la Matanza de los Inocentes, José María Pemán nos habla de asimilación e integración en sus elaboraciones.

Esa unificación con la tradición pagana, que no reniega de ninguna raíz, antigua o más reciente, se manifiesta en artículos como el ya citado El humanismo de la Navidad o Andalucía en Nochebuena. Es para el autor un recurso habitual. Aunque, como digo, se trata de algo más que un mero recurso. Del mismo modo que Pemán saborea retahílas como la de paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad…, que reaparece en muchas de estas composiciones.

Siguiendo en esta línea, interesante resulta Los magos de oriente, aparte de por el sentido antes señalado, por hacerse eco de que la proporción numérica responde a la cuantía de ofrendas ofrecidas al Niño, y no al conjunto de oferentes. Y por catalogarlos de sabios de la disciplina de Zoroastro (la astrología). Los sabios de oriente vieron en la Estrella el signo de ese advenimiento que esperaban.

Otro semblante estimulante es el que, de nuevo, trata de integrar, de forma ecuménica y humana, los dos hemisferios culturales, con frecuencia separados por motivos demasiado interesados. Ahora que el mundo se achica, estamos ante el problema de entender oriente y entendernos con él. Huyendo de los extremos, José María Pemán se conduce de modo contrario al de sus detractores de argumentación totalitaria. Esta tensión de caricaturas o prejuicios entre oriente-occidente nunca tiene menos sentido que en este momento.

El escueto volumen se completa con una selección de poemas de tema navideño, y con una crónica periodística de un viaje a Tierra Santa, con motivo de la visita del papa Pablo VI (1897-1978) a los Santos Lugares, en la Navidad de 1963. Las dos últimas citas pertenecen a dicha crónica, al igual que la estimación de un Israel como obra maestra del racionalismo organizativo.

Santo Sepulcro en Jerusalén
Podemos considerar que José María Pemán es uno de los pertenecientes a aquella “vegetación del páramo”, que en tan acertadas y conocedoras palabras supo describir y reivindicar Julián Marías (1914-2005).

Un apunte más llama mi atención. Como se puede comprobar desde el título de este libro, y en gozosa intervención en el programa Biografía (1967) de TVE, a José María Pemán no solo le gustaba jugar literariamente con el recurso de la primera persona, sino también con la tercera, referida a su propia figura. Algo así como le sucedía a Poirot, el originalísimo y astuto personaje de Agatha Christie (1890-1976). Al estilo de este último, en el caso de José María Pemán, la añagaza se sostiene de forma bienhumorada, ajena a lo grandilocuente y apartada de lo presuntuoso, adscrita a la bonhomía literaria más vitalista.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Clásicos Inolvidables (CLXVII): Nada, de Carmen Laforet

25 diciembre, 2021

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Un año puede ser decisivo en la vida de una persona por la cantidad de acontecimientos que la puedan marcar y hacerla cambiar. La vida real, la que está fuera de las páginas de un libro, contiene millones de esas pequeñas historias que suponen la existencia humana. La mayoría son presa del olvido, por lo que los libros, incluso siendo ficción, sirven de ejemplo de tantas otras no contadas. Carmen Laforet (1921-2004) no ha sido una autora prolífica y seguramente toda su obra haya quedado marcada por un título que eclipsó a los demás y que es el retrato de una de esas vidas anónimas: Nada (1945), que la catapultó a la fama con el premio Nadal de 1944. 

En esta novela nos metemos en la piel de su protagonista, Andrea, durante todo un año. Observaremos cómo llega a la ciudad de Barcelona desde su pueblo natal para estudiar en la universidad y formar parte de una historia que ya estaba rodando: la historia de su familia. La ilusión de la joven pueblerina que llega a la gran ciudad choca con las heridas y las angustias de unos familiares que viven las consecuencias de una guerra civil aún cercana, pero casi innombrable. Este choque de existencias llevará a Andrea a contagiarse del malestar familiar, apocoparse y acabar llevando una vida dependiente de los demás, como una hoja zarandeada por el viento. Una espectadora de la vida que nos deja sus impresiones sobre todo lo que la rodea. Se convierte, por tanto, en la testigo y la narradora de los tejemanejes y entresijos de una familia rota, mientras trata también de consolidar su propia personalidad, muy dada también a la autocompasión y la apatía.

Carmen Laforet
En principio, destacará la mirada inocente de nuestra protagonista que trata por igual de comprender a la ciudad que la rodea y que la maravilla y a sus familiares, que le causan una impresión contraria: les asquea y repele. Como decíamos antes, Andrea entra en una herida que está cicatrizando, pero que aún supura. Al inicio de la novela se nos muestra una comparativa entre el recuerdo infantil de la casa de su abuela y la realidad con la que se encuentra en su actualidad, que son las ruinas de lo que antaño fue una familia burguesa. A lo largo del proceso narrativo, veremos cómo se devalúa cada vez más la imagen de sus familiares junto al propio valor de la casa: los muebles antiguos van desapareciendo a la par que aumentan las discusiones.

Escrito con una prosa cautivadora, Laforet se enfoca en un entorno viciado y malherido, de personas rotas e incapaces de crear relaciones sanas. La abuela de Andrea se muestra distanciada de la realidad, una voz suave que trata de apaciguar sin ninguna fuerza. Sus tíos, Román y Juan, muestran una rivalidad insana, con la esposa de Juan, Gloria, como trofeo y carnaza. Esta mujer, a su vez, se muestra a la par inocentona, a ojos de Andrea, como astuta, a ojos de Román y Angustias; acabaremos descubriendo que malvende las pobres propiedades familiares para sobrevivir o que se arroja a negocios nocturnos con sigilo mientras acepta el maltrato de su marido con una sumisión inaudita. Todos son vigilados por la recta tía Angustias, cuya vida se resume en llevar el control moral de la casa desde una visión que bien podría recordarnos al personaje de Rottenmeier, de Heidi (Johanna Spyri, 1880), pero que a su vez esconde un secreto íntimo, un viejo pecado que queda reflejado de forma ambigua. No huye Carmen Laforet de mostrar la hipocresía de este personaje ni los bajos fondos que recorren los demás, aunque sea de forma leve. La criada, Antonia, finaliza el cuadro, siendo un personaje controlador, que permanece en las sombras de las intrigas familiares como mano derecha de Román. Este último es el personaje más enigmático de la novela, pero también el más manipulador; su presencia siempre acarrea cambios para los demás personajes. La humanidad, como sinónimo de imperfección, llena esta novela a través de sus personajes. Ni siquiera la protagonista es ningún tipo de adalid, solo trata de sobrevivir, aunque yerre en el trayecto.

Calle Aribau de Barcelona en 1922, de La Barcelona de antes
De esa forma, Andrea vive entre el ahogo de esa casa en la que se siente ajena y la liberación de un mundo externo en el que disfruta de la felicidad ajena, incapaz de crear una propia. Hay dos claros ejemplos de esta circunstancia. La primera, y más importante, es la de su amiga universitaria Ena, que mantiene con la protagonista una relación desigual gracias a su posición socioeconómica y a la admiración desmedida y devota de Andrea. Tanto es así que, en algunos momentos, la protagonista se sentirá utilizada y maltratada por su querida amiga, aunque no dejará de depender de ella y sus deseos y vaivenes hasta el final. Esta relación marca gran parte de la novela y le permite a la protagonista disfrutar de los periodos de libertad y felicidad que buscaba, aunque al final se sienta desengañada.  El segundo ejemplo es el grupo de artistas jóvenes que parecen interesarse en ella por se iba mujer sensible, aunque a través de una visita a su lugar de encuentro nos dejará Laforet un bello y triste retrato de la soledad de Andrea.

La vida interior de Andrea se divide en esas dos realidades: la familiar, que la ahoga, y la universitaria, que le permite el desahogo. No obstante, por su timidez e introversión, no logra crear lazos fuertes ni compensar sus relaciones. No tiene la frialdad necesaria de un mundo burgués al que no pertenece por su procedencia ni por la educación que le proporciona su familia. A fin de cuentas, vive entre la doctrina y rigidez de la tía Angustias, la bohemia desquiciada y narcisista de Román, que trata de manipular y zarandear a toda la familia, y la insípida indiferencia de Juan, todo aliñado con las peleas entre los tíos, los reproches y secretos que forman el tejido familiar y la pobreza y el hambre que tratan de disimular, aunque no lo logren, como bien le mostrará Ena.

Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1947 de Edgar Neville (1899-1967)
Carmen Laforet nos retrata en Nada una sociedad encerrada en sí misma, hastiada y rota. Sus personajes son incapaces de conocerse, tan ambiguos como oscuros, tan siniestros como inocentes. Cuando actúan, es fácil acabar desconfiando de sus intenciones, pues todo puede interpretar con un doble sentido, ya sea la actitud de Román, eje vertebrador de muchos de los acontecimientos primordiales de la obra, marcha de Angustias, la relación de Ena con Andrea o la sumisión de Gloria. En esa tempestad, Andrea es una balsa tratando de entender la marea. Una voz que madura a trompicones, tratando de hallar la libertad entre las rejas de un pasado que no le pertenece, las que las circunstancias su miseria, le añaden, y las que ella misma se coloca. Sin duda, una novela existencialista que, mientras recorre las calles de Barcelona, es capaz de angustiarnos con las soledades que todas las familias rotas guardan en su interior.

Escrito por Luis J. del Castillo

Música Inolvidable (XLV): Navidad con Dolly Parton y Barbra Streisand

22 diciembre, 2021

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NAVIDAD 2021-2022

Fue una grata sorpresa el que Dolly Parton (1946) acometiera un segundo álbum dedicado a la música de la Navidad, tras el estupendo Home for Christmas (Columbia, 1990). La diferencia es que, en este segundo disco, la cantante, actriz y empresaria, querida de tantos, emprende un recorrido por temas propios, o bien de otros colegas, la mayoría de los cuales son de nuevo cuño.

Muchos están siendo los artistas que con el parón de la dichosa pandemia han puesto a trabajar voluntad e imaginación, proyectando nuevos trabajos con renovados bríos. Ahora o nunca. Fenomenal es la última elaboración de ABBA, de la que espero tener ocasión de referirme. Incluso algunos de estos avances nos las prometen bastante felices, caso de los magníficos dúos Tears for Fears y Soft Cell, o bandas tan emblemáticas como Bauhaus y Duran Duran. El último empeño de Elton John (1947), con sus nuevas versiones, no me ha gustado tanto: difícil es estar a la propia altura. En cambio, las flamantes adaptaciones propuestas por Barry Gibb (1946), a modo de songbook, de los clásicos interpretados junto a sus hermanos, me han parecido una maravilla (Greenfields, EMI-Capitol, 2021). En este último disco también colabora Dolly Parton.


La cantante country-pop está en plena forma. Y lo demuestra. Del mismo modo que la Navidad puede con todo lo que le echen, ataques reiterativos y espurios por doquier, que esta conoce hasta la extenuación y que sabe sortear con ejemplar bonhomía.

A Holly Dolly Christmas (Butterfly Records, 2020) es el título de este último álbum navideño de Dolly Parton, aparecido las Navidades pasadas, pero encaminado a las presentes y las futuras. Yo me enteré y lo compré el treinta y uno de diciembre de 2020, algo tarde para hacer mi habitual artículo de inicios de la Navidad. Pero acá está. Con su tema de apertura, el alegre y desenvuelto Holly Jolly Christmas, una invitación en toda regla, y comienzo de una celebración con los mejores deseos. Parte de una estrofa dice así: Oh, every year I love singing this song. And I thought, well, why not just do a whole album called A Holly Dolly Christmas. So I did. Lo que viene a ser, todos los años, me encanta cantar esta canción. Y pensé, bueno, ¿por qué no hacer un álbum completo? Llamado A Holly Dolly Christmas. Así que lo hice.

Los arreglos son, cómo no, marcadamente country, pero sin perder nunca esa perspectiva pop que tanto bien hizo en los años ochenta para que se propagara, como una vertiente más, esta copla musical de marcado acento americano que es el mencionado country (sin dejar de atender casi todas sus variantes, blue grass, folk, cow, rock, etc.).

Con su alegría desplegada, este tema inicial del espléndido Johnny Marks (1909-1985) nos recuerda que tan importante es vivir una buena Navidad como desearla, aunque no nieve ese año.


Dúos con intercambio de lindezas amables, a través del burbujeante diálogo, algo también típicamente americano, se suceden en All I Want for Christmas, con Jimmy Fallon (1974), y Cudle Up, Cozy Down Christmas, con Michael Bublé (1975). No es mala forma de acurrucarse. El primero de ellos es un tema destacado de la absorbente y ubicua Mariah Carey (1969) y Walter Afagasieff (1958). Posee en su ritmo un aire a lo Phil Spector (1939-2021), y resulta excelente a la hora de crear un buen ambiente y franca camaradería. En el segundo se nos da buena cuenta de lo que hacer si una tormenta bastante oportuna nos aísla en compañía de otra persona encantadora.

No faltan las baladas, como Christmas Is, a dúo con Miley Cyrus (1992), Comin’ Home for Christmas, o la bellísima Circle of Love. Completando los duetos encontramos participaciones de Billy Ray Cyrus (1961), padre de Miley, en la muy festiva Christmas Where We Are, la interpretación del clásico moderno de Willie Nelson (1933), Pretty Paper (1979), a dúo con el gran intérprete y compositor, de atmósfera más recogida pero igual de cálida, y el cántico de tema mariano Mary Did You Know, que pese a ser pieza reciente (letra de 1984 y música de 1991), nos retrotrae a un entorno de iglesia o pequeña congregación, con coros finales, que me recuerda aquella otra versión de Dolly titulada He’s Alive (1989), compuesta por Don Francisco (sic) (1946), y cantada, entre otros, por el gran Johnny Cash (1932-2003); sin olvidar el Go Tell it on the Mountain del álbum de 1990.

Con Randy Parton (1953-2021), hermano de la cantante, tristemente fallecido poco después, interpreta Dolly You Are My Christmas, de reminiscencias más pop. Por su parte, la orquestación más típicamente country no pierde el norte en canciones como Christmas on the Square, que emplea el recurso de las voces superpuestas y que fue el tema representativo de la película del mismo nombre que co-protagonizó Dolly Parton el pasado año. No la he visto y nada puedo decir de ella, pero sí que prevalece en todo el álbum un afán de alegría y bullicio.

Aunque está sobado el decirlo, la Navidad es además de todas las luces, engordes y oropeles, un tiempo para recordar. Todos los temas navideños poseen esta capacidad evocadora. Lo que resalta en Holly Dolly Christmas es su capacidad, acérrima al pop, de seguir ofreciendo creaciones pegadizas y con entidad. Precisamente, un gustoso sabor de las incipientes tonadas pop de los años cincuenta lo hallamos en I Saw Mommy Kissing Santa Claus (1952), entrañable canción con música y letra de Tommy Connor (1904-1993). El álbum se completa -en la edición que yo poseo- con otra hermosa composición proveniente de un especial de Navidad para televisión, llamada I Still Believe. Otro buen regalo con el que regalarnos los oídos.


Para acompañar este bienvenido acontecimiento, voy a retomar un trabajo aparecido en 2001, pero que, como todos los buenos empeños musicales, es atemporal. Se trata del álbum Christmas Memories (Columbia) de la gran cantante (para mí inigualable) Barbra Streisand (1942).

Lo primero que cabe decir en este caso, es que los estándares contenidos en este disco nos son los más conocidos, y lo segundo, destacar la aterciopelada instrumentación, que únicamente se acerca al convenio pop en la excelente canción It Must Have Been a Mistletoe, de Douglas Konecky (-) y Justin Wilde (-). El resto es una majestuosa obra de intimismo navideño, por medio de baladas. Cierto es que los temas seleccionados no son del todo ajenos al más entendido, aunque no suelan ser los más recurrentes, pero el tono es el de una recogida y personal -algo más que melancólica- velada.

Incluso una melodía tan versionada como es el Ave Maria (1825) de Franz Schubert (1797-1828) está desarrollada con asombrosa elegancia, delicadeza y emotividad. No era la primera vez que Barbra Streisand acometía un trabajo de estas características, el primero de sus álbumes navideños fue el temprano A Christmas Album (Columbia, 1967), que es igualmente disfrutable y muestra unos contenidos hermanados a este. Resulta equivalente en lo atemporal y lo recomendamos vivamente. Justo este primer álbum contenía otro Ave Maria (1853), el no menos bello de Gounod (1818-1893). Eso sí, su versión de Jingle Bells? es tan acelerada como desenfrenadamente caótica, por eso acaba con un signo de interrogación. Lo que no sucede con el resto del álbum. Algo así como un prolegómeno chistoso frente al resto de estándares: White Christmas, The Christmas Song, Have Yourself a Merry Little Christmas, Silent Night, rebautizada aquí Sleep in Heavenly Peace, O Little Town of Bethlehem, y la menos prodigada pero así mismo reconocible My Favorite Things (otras grandes versiones de este tema son las de Dionne Warwick [1940], en su My Favorite Time of the Year (DMI-EMI, 2004), y Tony Bennett (1926) en Snowfall (Columbia, 1968); aparte las de Julie Andrews [1935], por supuesto). Modelos que se alternan con otras producciones menos populares, pero igual de bienvenidas, como The Best Gift, de Lan O’Kun (1932-2020), el himno The Lord’s Prayer, de Albert Hay Malotte (1895-1964), y I Wonder as I Wander, de John Jacob Niles (1892-1980).

Lo mismo para el álbum de 2001. Salvo I’ll Be Home for Christmas (1943), del compositor Walter Kent (1911-1994) y el letrista Kim Gannon (1900-1974), el resto son composiciones bastante menos orilladas, como antes indicaba, en orquestaciones suaves y melódicas. Muy íntimas. Como sucede con I Remember, del recientemente desaparecido Stephen Sondheim (1930-2021), A Christmas Love Song, y el tema que da título al disco, obras de Johnny Mandel (1915-2020) y Don Costa (1925-1983), respectivamente, con letras del matrimonio Alan y Marilyn Bergman (1925; 1929). Obras que se arremolinan junto a Grown-Up Christmas List, del canadiense David Foster (1949), What Are You Doing New Year’s Eve, de Frank Loesser (1910-1969), la hermosísima Christmas Lullaby, de Ann Hampton Callaway (1958), o Snowbound, de Russell Faith (-) y Clarence Kehner (-), estrenada en su día nada menos que por Sarah Vaughn (1924-1990) (Roulette, 1963). El disco se cierra con la coral One God, compuesta por Ervin Drake (1919-2015), el mismo autor de esa pieza maestra que fue y sigue siendo It Was a very Good Year, fijada en el tiempo por el irrepetible Frank Sinatra (1915-1998).

La pandemia parece haber obrado, entre comillas, el milagro de repensar lo que es verdaderamente importante y unir un poco más a las personas (a algunas), entre los que se cuentan cantantes, productores, arreglistas y compositores. Un pack muy necesario en estos tiempos de incertidumbre brutal. Cuando todo lo demás falla, la música puede permanecer en nuestra compañía, agasajando el presente a través del pasado, formando parte de nuestra memoria más humana y sentimental. Do you remember me / I sat upon your knee / I wrote to you with childhood fantasies / Well I'm all grown up now / And still need help somehow / I'm not a child but my heart still can dream / So here's my lifelong wish / My grown up Christmas list / Not for myself but for a world in need: Me recuerdas / Me senté sobre tu rodilla / Te escribí con fantasías infantiles / Bueno, ya soy un adulto / Y todavía necesito ayuda de alguna manera / No soy un niño pero mi corazón todavía puede soñar / Así que aquí está mi deseo de toda la vida / Mi lista de Navidad para adultos / No por mí, sino por un mundo necesitado (Grown-Up Christmas List).

Algunos nombres nunca se fueron del todo: grupos como Pink Floyd, Erasure, a-ha, O.M.D., etc. Otros han arreglado cuentas y cerrado cicatrices. No es el caso de nuestras dos invitadas del artículo musical de este año, pero entre todos compartimos sus disgustos, anhelos, frustraciones y reencuentros. Agradeciendo estos últimos. Saltándose la impuesta distancia emocional por el virus de la uniformización con todos los geles hidromusicales que hagan falta.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Dolly Parton - Circle of Love


Barbra Streisand - Grown-Up Christmas List



El autocine (XCII): El último atardecer, de Robert Aldrich

11 diciembre, 2021

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No uno, como suele ser lo habitual, sino dos jinetes son los que acompañan y se pasean por los títulos de crédito de este excelente relato del oeste escrito por Dalton Trumbo (1905-1976), siguiendo los pasos de una novela de Howard Rigsby (1909-1975). Es cierto que cada uno de ellos lo hace en planos separados, es decir, siguiendo su propio camino, pero como pronto tendremos ocasión de averiguar, ambos personajes están destinados a converger en uno solo.

El último atardecer (The Last Sunset, Universal, 1961) es una producción Bryna, por consiguiente, un empeño personal del actor y productor Kirk Douglas (1916-2010), que en esta ocasión, cedió los trastos de dirección al más que competente Robert Aldrich (1918-1983).

Tras atravesar un majestuoso paisaje, ambos jinetes, con poca diferencia el uno del otro, llegan a un mismo poblado. Ellos son Brend O’Mally (Kirk Douglas) y Dana Stribling (Rock Hudson). Como la población es mexicana, sabemos que se hayan muy cerca de la frontera. Es esa forma clásica de narrar donde no todo estaba mascado, entre otras cosas porque el espectador era perspicaz. Esa frontera será un elemento no solo físico en la película, sino también constitutivo del historial de cada individuo, conformador de su currículum vitae biográfico y psicológico.

Busco a un hombre llamado O’Mally, vestido de negro, proclama Stribling con determinación. Pero este ya ha partido. Se pisan los talones.

El contrapunto entre estos dos personajes masculinos lo pone Dorothy Malone (1924-2018), que interpreta a Belle, la dueña de un rancho-posada junto a su marido John Beckenridge (el magnífico Joseph Cotten), podríamos decir que situado en mitad de la nada (de nuevo, no solo material). El matrimonio tiene una hija, la adolescente Melissa Linda, “Missy” (Carol Linley). En un breve papel de malandrín, cómo no, distinguimos también al característico Jack Elam (1920-2003). Y completando la nómina de soporte, están Milton Wing (Regis Toomey), administrador del referido rancho, y otros dos braceros leales a los Beckenridge, José (Margarito Luna) y Carlos (Rosario en el original; José Torvay).


El suspense queda bien planteado por Trumbo y Aldrich, supongo que con el beneplácito del productor, que ya había colaborado con el primero en Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), e imagino que en buena connivencia con la pieza literaria original, que hasta donde yo sé, no ha sido publicada en español. Como antes presagiaba, pronto conocemos el motivo de esta búsqueda intensiva.

El mismo carácter de tensión e intriga concierne a la unión de O’Mally con Belle, otro de los pilares fundamentales del relato. Aunque aquí se juega más a la sorpresa. Tras unos momentos de incertidumbre, el espectador es informado de los vínculos entre estos dos personajes. Una relación que se remonta al pasado y que O’Mally pretende, más que reiniciar -aunque también-, purgar (finalmente, sus tiros amorosos irán por otro lado, en el último tercio de la película -de su vida-, como también habrá ocasión de descubrir). En realidad, nunca te he dejado, declara O’Mally ante Belle. A lo que ella alega que solo bailo con mi marido. De este modo, Robert Aldrich maneja sabiamente algo tan difícil como la psicología y engarces entre los protagonistas, y tan inasible como la melancolía, que fluye a través de toda la narración. Lo que impregna el devenir “determinado” de unos personajes maniatados por sus ligazones con el pasado, y sus sentimientos más profundos y afán de justicia -no exclusivamente de venganza, como queda bien establecido-; de respeto, en definitiva. Bajo el marco de querer tratar de rectificar, en lo posible, los errores de dicho pasado. Unos “lazos de sangre” que perviven en la memoria y que necesitan, cada uno de ellos, ser cicatrizados.


Como detalle significativo, O’Mally llega al rancho silbando, anticipando su presencia, como el predicador insano de La noche del cazador (Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955). Allí recibe la hospitalidad del tullido John Beckenridge, que ha quedado cojo tras la guerra (de Secesión, 1861-1865), y anda con la cabeza en las nubes y los apetitos fijos en la botella. Le propone a O’Mally conducir una vasta partida de ganado hasta la ciudad de Crazy Horse, al otro lado de la frontera; esto es, al norte, en Texas. O’Mally propone, a su vez, a Stribling como capataz. Ese hombre y yo estamos ligados, especifica sin entrar en más exposiciones. Pero congraciarse con lo ocurrido, sobre todo cuando este ha causado tantas bajas físicas y morales, no es tarea fácil, lo que convierte a El último atardecer en toda una tragedia, por supuesto que universal, como lo son los mayores logros del género western.

O’Mally atiende a la petición del disminuido John a cambio de una participación en el negocio, en forma de una quinta parte de las reses. Tan solo trabaja bien cuando siente en su proceder alguna implicación; doble en este caso, por ser emocional y material, y que habrá de aprender a sacrificar a lo largo del recorrido. Por algo, Douglas nos propone un personaje complejo y traumatizado, en la línea del que poco tiempo después compondría para Otto Preminger (1905-1986) en la magistral Primera victoria (In Harm’s Way, 1965).

En esta etapa de su vida, el hombre vestido de negro permanece en modo reflexivo y compungido. Pero como decimos, tratar de purgar las faltas a veces no es suficiente. ¿Puede una persona cambiar realmente? Más aún, ¿se puede recuperar o avivar una pasión, o mejor, un amor del pasado? ¿Quién puede confiar en los sentimientos de una persona que ha causado un grave perjuicio? En el cine, que se asemeja a la realidad con mayor realismo que ningún otro arte, tal cosa es factible aunque no siempre posible.


Los momentos íntimos expuestos en la película son extraordinarios, y están resueltos con gran delicadeza a través de las palabras y la brillantez visual que procura la sencillez, que suele ser, por lo general, lo más difícil. Lo rubrica la charla nocturna con Belle, una vez el vínculo matrimonial se ha disuelto (algo previsible), más la diurna de Belle con Stribling, junto a las ruinas de una iglesia, y la que mantiene O’Mally con la joven Missy a lo largo de la narrativa.

Dos hombres pretendiendo a una misma mujer no es empeño novedoso, pero sí lo es el equilibrio emocional alcanzado mediante estas escenas. La escritura y caligrafía cinematográfica trascienden la previsible envoltura, sorteando con agilidad el tópico. Situaciones demasiado relevantes al espectador como para resultar efímeras, al modo en que lo es el Fuego de San Telmo visto en las profundidades de un valle, a la luz de la luna. O como lo son las miradas, sobre todo de ella, Belle, que es quien observa todo, y se observa a sí misma. Otra descarga luminiscente y emocional.

Por no dejar de mencionar un elemento, igual de simbólico, que me encantaba y espantaba a un mismo tiempo que apareciera en una película: las viscosas e insondables arenas movedizas.

El dúo inicial ha quedado convertido en triángulo, y pronto deriva en dobles parejas. La sutileza en este sentido es, repito, exquisita. Por su parte, Belle también se sabe defender, como bien demuestra haciendo uso de las armas cuando es preciso; posee su propia fortaleza (sin el aditamento de las mismas, por supuesto).

En todo momento prevalece la poética de la imagen. Por ejemplo, además de lo dicho, cuando O’Mally contempla a Missy con el vestido que años atrás luciera su madre, el día en que la conoció, y que esta ha conservado. En ese preciso instante, el protagonista ha regresado al pasado no solo de manera memorística, sino a través de una visión única actualizada. Una buena forma de esencializar el conflicto y pesar que supone el antedicho historial.


Por cierto que, la historia entre O’Mally y Missy, de alguna manera presagia, o se las promete como un antecedente de los personajes del viudo asesino y su esposa ausente en Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992). Pero el espléndido guión le da un último giro a la situación. Enterradas sus ilusiones, su último asidero emocional, O’Mally procederá a fundirse en negro con su propia indumentaria. Su final no es tanto un ajusticiamiento como una inmolación. Es lo que puede ocurrir cuando a uno ya no le queda nada por lo que vivir. Solo la lucha por alcanzar el epitafio más digno.

De ello se encarga la actuación de todos y cada uno de los actores comprometidos en esta adversidad tan magistralmente elaborada, apoyados por la sobresaliente fotografía del experimentado Ernest Laszlo (1898-1984), y compartiendo nombre de pila, además de celebrando centenario, la música de Ernest Gold (1921-1999).

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXII): Detective sin licencia, de Stephen Frears

02 diciembre, 2021

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La ciudad, Liverpool. La chica, la confiada y desenvuelta estudiante universitaria Allison Wyatt (Carolyn Seymour). Un amor que no pudo ser, reconvertido en amiga y confidente, la cuñada Ellen (Billie Wthitelaw). Y el investigador privado, Eddie Ginley, encarnado con convicción por Albert Finney (1936-2019), y personaje que sobrevive a las penurias que le rodean como contador de chistes en el Broadway Club, un local de extrarradio donde degustar desde una buena cerveza envuelta en humo hasta una agudeza agridulce, olvidando la realidad del momento gracias a un puñado de números musicales con sabor de antaño.

Excelente idea por parte del incipiente realizador inglés Stephen Frears (1941) fue la de convertir en un elemento de su puesta en escena y argumental el humor característico y agradecido que impregna buena parte de las mejores novelas del género detectivesco. Lo hace en la perspicaz y bien articulada Detective sin licencia (Gumshoe, Columbia Pictures, 1971). Alguna vez nos hemos referido a la parodia, pero cuando se hace bien, no cabe duda de que los resultados son tan jugosos y apetecibles como en los estándares clásicos.

Pues bien, una vez establecido el dramatis personae más sentimental y allegado que va a acompañar a Eddie, vayamos con el conflicto en cuestión.

Pese a considerarse un insignificante animador de club nocturno, nuestro hombre conoce las réplicas y contrarréplicas, es decir, el lenguaje como arma de defensa primordial y certero método a la hora de tratar de llegar al fondo de cualquier asunto relacionado con un encargo. El que sea. Generalmente, vinculado con la traición personal (política, familiar o de amistad), y la constatación de la corrupción que anida con mayor ímpetu en determinadas naturalezas humanas, de las que tal vez se derive y adquiera un nuevo significado la expresión naturaleza muerta. Es una posibilidad.

Eddie no es un aficionado, está bien titulado por las calles y personas de su ciudad, en un microcosmos donde asoma la realidad universal de ese ser humano, con sus esplendores y miserias. Esplendores encarnados, está de más decirlo, por el particular código de honor y figura -a veces finura- del propio detective. Un elemento distintivo con el que sabe jugar muy bien el relato escrito por Neville Smith (1940), guionista y actor británico para la radio, el cine y la televisión.


Por ejemplo, en un rasgo de modernidad, también humorístico, contemplamos cómo Eddie acude con regularidad a un psiquiatra (Tom Kempinski), con ánimo, más sarcástico que catártico, de exponer sus problemas hacia todo lo que le rodea. Al igual que Sherlock Holmes lo hará en la estupenda Elemental, doctor Freud (The Sevpen er Cent Solution, 1976) de Nicholas Meyer (1948).

El patrón de Eddie en el citado club nocturno es el competente y, ante todo, buen amigo, Tommy Wright (otro rostro conocido: Billy Dean), que se representa a sí mismo en todas y cada una de las fotografías que adornan su despacho con personajes célebres de la farándula, a través de un cuidado fotomontaje. El que no sale en la foto no existe, resulta evidente, aunque la mayoría de los detectives que conocemos y adoramos prefieren el anonimato, el desenvolvimiento en las sombras, esquinas y baretos.

El caso es que Eddie es convocado por vía telefónica a una cita en el Hotel Plaza. Allí le son entregados, por medio de un señor misterioso, Jacob De Fries (George Silver), los datos de su siguiente cometido. De Fries es el hombre gordo, el Sydney Greenstreet (1879-1954), para entendernos, del relato. Un personaje capaz de transmitir tanto malicia y desconfianza como compasión.

Eddie trata de conducirse con honestidad respecto a dicho encargo, poniendo sobre aviso a la futura víctima, ejerciendo su sentido del humor y del honor; ese código binario al que hacíamos referencia y que viste por los pies a cualquier detective que se precie.

Es la forma de sobrevivir, pese a su apariencia de sabueso de medio pelo o tres al cuarto, del que se sabe duro de pelar (léase difícil de sobornar), y, por lo tanto, se muestra, más a sí mismo que a los demás, honesto y con principios, alejado de los ardiles de la dominación y el relumbrón. Al contrario que los otros personajes, doblegados por el doblez.


Detective sin licencia posee la virtud primigenia de contraponer las características e idiosincrasia de las películas clásicas de detectives, a la Inglaterra de inicios de los setenta. Lo que se traduce en ropajes, vehículos e iluminación. Tan característicos de la época como mortecinos, en decreciente emulsión del pasado Swinging London al gestante glam y futuro punk, fuente de irradiación musical del nihilismo y la protesta más descarada. El espacio vital de Eddie no pretende tanto a un nivel formal, es más recoleto y menos llamativo, aunque igual de acusador y descontento. Lo rubrican escenarios como la cocina del apartamento de Ellen, el destartalado barrio de edificios de ladrillos oscuros que yace junto a un descampado, por donde aflora el vetusto y semi corrompido río Mersey; naturalmente, el apartamento de Eddie, más una oficina para desempleados o la pordiosera habitación de hotel donde es alojado el menguado De Fries.

Espacios y argumentaciones suscritas por la voz en off de Eddie. A veces, único testigo ante el espectador de algún altercado o golpe recibido; puede que una paliza con ínfulas de disuasoria.

En definitiva, tópicos resueltos con gracia. Como el encuentro de Eddie con Mel Conway (Bert King), un antiguo amigo de la infancia y de orquesta; el hecho de que el detective le ha soplado el encargo a otro colega, John Straker (Fulton McKay), o la visita a la librería ocultista Atlantis, post años sesenta, en la capital. Una tapadera para vender droga, cuya dependienta es un émulo de la Dorothy Malone (1924-2018) de El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946). O no por último menos descacharrante, la conversación que Eddie mantiene con la secretaria de su hermano, Ann Scott (Wendy Richard), abarrotada de divertido anarquismo lingüístico, que ambos contendientes afrontan como si de un partido de ping-pong se tratara, y donde no hay vencedores ni vencidos.

No obstante, estos calculados desenfrenos, uno de los puntos fuertes o neurálgicos de la película lo establece la relación de Eddie con su hermano William (el espléndido Frank Finlay), más aventajado en el ámbito de los negocios y parte del meollo de la cuestión puesta en liza. Diez mil libras por liquidar un asunto que ha de ver con la damisela en apuros Allison, igual de dura, confiada, cínica y resuelta que el resto de personajes de esta trama con caperucitas feroces transmutadas de femmes fatales.


Stephen Frears imprime, de forma mesurada, un ritmo veloz, a veces endiablado, pero siempre caustico. Sabe pulsar los resortes del género expuestos en el guión de Smith con sabia presteza, y sobre todo, es capaz de señalar con el dedo cinematográfico a la gente que no es capaz de demostrar lo que asegura ser. El único que escapa a este aciago determinismo es Eddie. Pese a que asegura que siempre soy el perdedor, para nosotros se convierte en el ganador.

Anotar finalmente la presencia en la música del brillante compositor Andrew Lloyd Webber (1948), y la fotografía de un embrionario Chris Menges (1940). Además de la voz de Rogelio Hernández (1930-2011) en la traslación al español, un plus a la hora de disfrutar de una película tan entretenida y animosa como es Detective sin licencia.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Clásicos Inolvidables (CLXVI): Himnos a la noche y Enrique de Ofterdingen, de Novalis

21 noviembre, 2021

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Puente entre la Ilustración y el Romanticismo, los Himnos a la noche (Hymnen au die nacht, 1800) y la novela inconclusa Enrique de Ofterdingen (Íd., 1800), suponen el hermanamiento entre ambas tendencias y el mejor prolegómeno de la segunda de las corrientes. Y recalquemos la palabra puente, pues aún hoy hay quien se posiciona en el extremo de ambas posturas creativas, y entiende estos polos como irreconciliables, parece que huyendo del natural equilibrio que el arte reclama. Verbigracia. Pese al aprecio que le tengo a la figura del filósofo e historiador letón Isaiah Berlin (1909-1997), no estoy de acuerdo con algunos de sus planteamientos esgrimidos en el volumen -póstumo- Las raíces del romanticismo (The Roots of Romanticism; Taurus, 2015). Y no es el único, últimamente. Los ataques al romanticismo como germen del mal contemporáneo de los nacionalismos -acaso si habláramos de nacionalidades nos entenderíamos mejor-, vistos como los actuales secesionismos y totalitarismos, son la reducción personalista, por parte de algunos ideólogos exclusivos de este movimiento artístico, del espíritu primordial que los animaba (como si el afán de mando no constituyera en el ser humano una constante allende los valores artísticos predominantes).

En descargo de Berlin hemos de admitir que el libro es la transcripción no vuelta a revisar por el autor, de un ciclo de conferencias datadas de mediados de los años sesenta. Aunque se venda como una edición revisada, esto no se aplica al ponente, como se deja bien claro en los prolegómenos.

La culpa probablemente no la tenga el, por otra parte, magnífico Isaiah Berlin, sino quienes se empecinan en editar todo lo editable de escritores y otros artistas sin contar con el visto bueno de los mismos (cartas de índole privado, conferencias no reexaminadas, trabajos de juventud desechados, etc.). No digo que no puedan tener algún valor, sino que no están debidamente rematados por su autor, que tal vez pudo cambiar de opinión o quisiera matizar el contenido con el transcurrir del tiempo y la experiencia. Raro es el que no siente esta necesidad.


Valga esta introducción para adentrarnos en una ejemplar y auténtica raíz del incipiente romanticismo, la corriente que aligera el peso excesivo de la encumbrada razón y descarga sus emociones con frenesí más o menos contenido, según los casos (puesto que no existe un solo romanticismo, por mucho que se esgriman unos estatutos generales, sino muchas individualidades o formas de abordar el mismo).

Himnos a la noche, de Friedrich von Hardenberg, que tomó el sobrenombre de Novalis (1772-1801), murió con tan solo veintiocho años, pero su aportación forma parte de la historia literaria por haber sabido anticipar el espíritu que trasciende los sentidos, encarnado en la figura del poeta por antonomasia, sin semblanzas descabelladas de lo religioso ni coartadas espiritualistas colectivas. Un idealismo, en el caso de Novalis, no contradictorio con la exégesis cristiana, la disciplina liberal divulgada sabiamente por Berlin, y mucho menos con la parte sustancialmente trascendente del ser humano, según cada necesidad o visión del mundo (o mundos).

Siendo aún muy joven, y por prescripción paterna, Freidrich aborda y culmina con desgana los estudios de derecho. Al tiempo que inicia una relación con la joven Sophie von Kühn (1782-1797), así mismo, muerta a una temprana edad. Sobrevendría un segundo compromiso, menos apasionado, con Julie von Charpentier (-), siendo finalmente nombrado director de las salinas de Weissenfels, el mismo cargo que ostentaba su padre. Asuntos netamente terrenales que, pese a todo, no le privan de la elevación y reunificación de su vida y obra -su persona- más allá de la muerte.

La edición y traducción de Eustaquio Barjan (-) para Cátedra, Letras Universales (1992-2008) es muy recomendable y asequible. El mismo Barjan se hace eco en su lúcida introducción de la identidad espiritual de este autor. Romántico e ilustrado, espiritualista y cientifísta (Introducción). Todo un compendio de “lo mejor de cada casa”, que no renuncia a construir su propio sistema. Loable y arriesgado empeño en las distintas épocas donde se ha propugnado, por facilón y vacilón, el pensamiento único.

The Good Shepherd, de Henry Ossawa Tanner

Para Novalis, el poeta es un vidente, aunque en un sentido menos traumático que en Rimbaud (1854-1891), con quien comparte dicha percepción. Es decir, sin necesidad de trastornar los sentidos, sino “simplemente” abriendo los mecanismos intrínsecos de la aprehensión, alimentando la parte del arquetipo del mago, el ermitaño y el sumo sacerdote, en la simbología del Tarot; algo que fluye de forma natural para quien se ve capacitado a la hora de advertir, no lo que no está al alcance de todos, sino lo que no todo el mundo es capaz de interpretar. Una prerrogativa kármica especial.

En su arrojo admirable, Friedrich, ya convertido en Novalis, pretende derribar las fronteras que separan las ciencias de las artes. Labor que debemos ejecutar de frente, ante las incomprensiones y comentarios despreciativos de los no iniciados o repudiadores racionalistas. Un posicionamiento cartesianamente definido, que en esto, el romanticismo, aun dependiendo de sus encarnaduras, es siempre combativo (por eso chocan las descargas frontales de algunos liberales a un movimiento de incipiente intensidad liberal: no económica, sino ontológica -no tengo en mente a Berlin, en este caso-).

La redacción de los Himnos a la noche abarca el periodo de 1797 a 1799. Se trata de todo un alegato anti ilustrado (Íd.), o por mejor decir, para ser más ecuánimes, de los excesos cometidos en su nombre (en España menos que en la siempre mejor vendida Francia, por cierto), en franca rebeldía con los parámetros intelectuales y exclusivistas ofrendados a la diosa razón.

Novalis articula tunc et nunc su corpus de pensamiento experimentado -no solo teórico- por medio de una cuidada e iniciática -por descontado- prosa poética, con algunos pasajes en verso. El primer canto constituye la alabanza de la luz y de los astros que mueven y ponen en funcionamiento la esencia humana en relación con la divina o cósmica. De la noche proviene la sabiduría, pues es el apartado del “día” más propicio a la soledad, bien entendida y reflexiva. Anhelada. El segundo canto propone la reivindicación del “sol de la noche”, nuestro yo más recóndito e igualmente vital, como parte de la cualidad personal en el vasto universo, y pieza marcadamente individual de un organigrama más amplio. Cardinal, fijo y mutable, Novalis se nos muestra fiel a Sophia, que como recordamos, es un apelativo que hace referencia a la sabiduría; y por supuesto, a la noche. Prosiguiendo con la simbología del Tarot, incorpora la figura del “loco”, aquel que se aventura a dar un gran paso en su existir.


El canto tercero y más importante no es preparatorio en cuanto a la hipótesis, sino el centro medular de la praxis de esta composición. Se refiere a la tumba de la amada (Sophie), sustrato mortuorio para otro tipo de vida. De ahí el rechazo de los materialistas, no ya hacia un modo de confesión religiosa, sino de la actual física teórica de la materia. Por consiguiente, un tránsito no aceptado o comprendido por algunos, aspecto del que se percata el autor. Sin embargo, el cielo se nos hace más visible, o somos más conscientes de él, en plena oscuridad; a la “luz” que proporciona la noche (lección bien aprendida por Gustav Jung [1875-1961]).

El canto cuarto es una síntesis de lo expuesto, y de esa dicotomía que no es tal, entre lo nocturno y lo diurno. La exposición de su hermanamiento. El quinto se refiere al paso iniciático de la esfera terrestre a la celeste, incluida la antigua Grecia y la figura de Jesús, que desemboca en una resurrección de carácter universal.

El sexto y último canto es una recapitulación amorosa y poética, en la que Dios se encuentra con Sophie. La plasmación de esa otra vida.

El volumen se completa con la novela inacabada Enrique de Ofterdingen. Su incorporación al anterior texto no es un mero relleno, ya que resulta en sintonía con todo lo expuesto anteriormente, y un avance más en la constatación teórica y práctica de Novalis. En esta obra, expresa el autor su concepción filosófica y religiosa del cosmos, por medio de la evolución espiritual de un muchacho con vocación para la poesía; claramente inspirado en el Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters Lehrjahre, 1796) de Goethe (1749-1832) y los Bildungsroman (novelas de aprendizaje; lo que es decir, el relato de una evolución espiritual).

En un entorno de mercaderes y eremitas, Enrique de Ofterdingen propone un recorrido tan físico como simbólico, que encuentra parangones, en mi opinión, con el Persiles (1616) de Miguel de Cervantes (1547-1616). Cada episodio es un paso adelante, aún con dificultades, como es de esperar, y en cada uno de ellos, el joven protagonista-alter ego siente que se abre ante él un mundo nuevo; el “loco” avanza. Una peregrinación de lo cotidiano a lo sublime, alumbrada por distintos focos, con la poesía como más eficaz instrumento para alcanzar dicha meta. Y el propósito de sobreponerse a las adversidades. El arduo camino lo es por buscar el suyo propio, estando la narrativa al servicio de la reproducción de la madurez y estado de ánimo del joven Enrique, del que no se nos facilita, con toda la intención, una descripción física concreta. Esta es su coherencia argumental, como pone en evidencia el cuento simbólico que el personaje del poeta Klingsohr dirige a Enrique y su prometida Matilde (Persiles y Sigismunda). El antagonismo alegórico entre la luz y la sombra nos remite nuevamente a Jung.

The Pride of Dijon, de William John Hennessy

Todo resulta alborozadamente simbólico en la novela, con su clave de acceso referencial y mitológica correspondiente. Personificaciones, fuerzas o campos magnéticos, utensilios forjados (una espada), visiones y plantas mágicas. Reinos de aspecto alegórico que representan formas de la realidad, solo que de una realidad que de ordinario nos es vedada a los sentidos. Para acceder a su fisonomía y significado, debemos ensanchar nuestras vías mentales de percepción. Por eso mismo, los astros no son meros cuerpos inermes sino esferas intermedias que, precisamente, median de forma simbólica entre la materia y el espíritu (Íd.). La unificación total a la que tiende toda creación que ha alcanzado la plenitud. Por eso, para el evolucionado Novalis, el sueño se equipara a la realidad, en el sentido de erigirse esta última en promesa de algo. Enrique atraviesa oriente desde Grecia y llega hasta la corte del emperador Federico II (1712-1786); hace el recorrido inverso, físicamente hablando, de Persiles y Sigismunda, de occidente a oriente, pero la intencionalidad es la misma. Luego sufre una transmigración por los distintos reinos de la naturaleza. Prosigue su propio camino espiritual.

La segunda parte de la novela, que como recuerdo quedó inconclusa, comienza con el poema, del propio autor, denominado Astralis. En perfecta connivencia con la dimensión lingüística de la Cábala (Íd.). En él se expone el futuro de Enrique (de nuevo las mancias) como “sacerdote de la poesía”, profetizado en el relato de los mercaderes que lo acompañan durante su viaje. Es la negación explícita de la linealidad del tiempo, de la visión anquilosada por los sentidos físicos.

Lo que me lleva a formular otra pregunta: ¿hasta qué punto se ha de considerar anti ilustrado un argumento o proceder narrativo, por el simple hecho de presentarse elementos no tenidos por racionales? En puridad, lo son para el entendido. ¡También en el siglo XVIII habría trascendentalistas! Son las consecuencias, me respondo, de reducir historia, movimientos literarios y hasta personas, a argumentos conceptuales unívocos y unitarios. Frente a ellos, Enrique-Novalis canta a las condiciones que se han de desarrollar por medio de la soledad y el silencio (Íd.), de la búsqueda interior. Al tiempo que propugna la síntesis entre monarquía y república (Íd.). No es un anti ilustrado, sino un ilustrado en la más amplia extensión del término, de miras amplias. La belleza es, para el que emprende el camino, la revelación de la sustancia por la forma. En este sentido, insisto en el buen estudio introductorio de la citada edición -lo que no siempre ocurre-, que se toma la molestia de ir más allá del aspecto estético, para arañar la esfera espiritual a la que se adscribe, por naturaleza propia, Novalis. Al fin y al cabo, como ya hemos advertido, ambos aspectos no tienen por qué ir separados.

Mi espíritu, libre de ataduras, nacido de nuevo, flotaba. Siento una inmutable confianza en el Cielo de la noche, y en la luz de este cielo (la amada y lo amado) (Canto III).


En efecto, es Enrique quien recoge el testigo espiritual, en este juego literario de la alteridad. El personaje comienza por tener un sueño, en un magnífico comienzo de trazos modernistas, y lo comenta con su padre. Este tuvo una inspiración parecida a la de su hijo, antes de casarse, pero ambos poseen talantes distintos (las interpretaciones de tales sueños son completamente diferentes), por lo que el viaje no se inició en el progenitor (parte I, capítulo I), el recorrido quedó inconcluso.

De este modo, Enrique reivindica el camino de la contemplación consciente por medio del movimiento (I: II). Antes de partir con su madre de viaje a Suabia (sic) (Austria), su tierra natal, se anuncia el poder mágico de la poesía.

A continuación, sigue un cuento al estilo de los de Washington Irving (1783-1859), en el que la hija de un rey de la Atlántida, nada menos, se enamora, y viceversa, de un apuesto muchacho que vive en las inmediaciones con su anciano padre. De nuevo, la ensoñación como vía de acceso a la auténtica -por más completa- realidad (I: III). Más adelante, esto se hará factible para Enrique, al encontrarse con Zulima, una muchacha oriental que cuida de una niña pequeña (I: IV).

Pero el viaje continúa, incluido el encuentro con un anciano ermitaño. Solo después del trato con semejantes puede el hombre alcanzar una cierta independencia (I: V).

Novalis emplea parlamentos largos pero esencializados. En una de las más bellas imágenes y momentos, el animoso e interesado Enrique se descubre a sí mismo en las ilustraciones de uno de los libros del eremita (I: V).

La comitiva llega a Ausburgo (sic), a la mansión del viejo Schmaning, abuelo de Enrique. Allí conocen a Klingsohr, el poeta, y a su hija Matilde (I: VI).

Hasta qué punto se trataba de una joven y madura personalidad brillante la de Novalis, lo hallamos en pasajes tan sublimes como el que da inicio al capítulo sexto, donde desgrana las ventajas y sensibilidad del conocimiento espiritual, del elemento agua, con los que se han de complementar los restantes. El hombre que ha nacido para los negocios y para la vida activa aprende demasiado tarde a contemplar las cosas por sí mismo y a darles vida. Vida que es acción e introspección. La una no se puede dar sin la otra. Del mismo modo que no es superstición corresponderse con el destino, escrito por uno (por ejemplo, a través de los versos), o por quien corresponda, en cósmica instancia. Gracias a eso, Enrique regresa y entona su primer poema, tras su encuentro con el médico Silvestre, que le muestra los misterios de la “flor azul” (la poesía), y cuyo padre, se dice que fue un consumado astrólogo (II: I). El joven poeta observa cómo no faltan aquellos que carecen de la atención y la calma necesarias -el interés- para observar primero de un modo adecuado el cambio de las cosas y su composición, y luego reflexionar sobre lo que han visto (Íd.). El universo se descompone en infinitos mundos. Al fin y al cabo, destino y alma no son más que dos modos de llamar a una misma noción (Íd.).

Y un axioma más. Toda cultura ha de conducir a la libertad (Íd.). Por eso se le presentan tantos enemigos. El arte y la historia me han enseñado a conocer la naturaleza (Íd.).

Completa la obra un epílogo de Ludwig Tieck (1773-1853), amigo íntimo de Novalis, que incide en su clarificadora unión entre lo habitual y lo extraordinario, en una creación volitiva y perspicaz (trágicamente sesgada), donde lo visible se abraza con lo invisible. En el hecho de que de la muerte surge la vida, y no solo literaria.


Romántico e ilustrado, lo que al final vence en Novalis es su espiritualismo, el así llamado idealismo mágico que pone de manifiesto la relación del ser humano con el cosmos. La constatada elucubración de que el universo está en nosotros, que forma parte de nosotros mismos, y nosotros de este. La magia es el arte de actuar sobre las cosas, a voluntad del mago, nos recuerda el poeta (Introducción). Victoria del espíritu sobre la inercia.

Este microcosmos entrelazado al macrocosmos, no es más que la puesta en imágenes del antiguo adagio hermético de que lo que es arriba es abajo, del que ya he hablado en otras ocasiones. El yo incide en un conjunto mucho más amplio, apenas cognoscible -salvo, tal vez, a través de las mancias y la poesía, puerta de acceso y sutileza innata-, sin dejar por ello de desvelarse como un proceder disciplinado, asignado –que no sometido- a la razón de la Totalidad. Una unidad que se inserta en otra unidad, cuyo ascetismo no niega su posibilidad de realidad. Alarde de un existencialismo positivo que germinó en el intuitivo y aventajado médium lírico que fue Novalis. Fuese y sí hubo.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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