La infancia es el terreno del gran misterio de nuestras vidas. Durante esos días fuimos unas personas que sufrieron cambios irreversibles posteriormente. La inocencia, la forma de ver el mundo e incluso nuestro carácter se van puliendo con el paso de los años, pero suele recaer sobre esos años el velo del olvido, a pesar de que tratemos de reconstruir a través de recuerdos, fotografías, vídeos o anécdotas compartidas quiénes fuimos entonces. A su vez, la historia de la infancia en una sociedad es también la narración de una manera determinada de vivir que tiende a desaparecer con el paso del tiempo. No son los niños de ahora como eran los niños de antes, como tampoco aquellos eran iguales a los niños anteriores. Las circunstancias vitales, la evolución de la sociedad y los cambios económicos y técnicos modifican esa etapa de la vida irremediablemente.
Suele ser un tema recurrente en las diferentes formas narrativas que nos encontramos, como el cine o las novelas. Pero quisiera resaltar precisamente el modelo de novela de formación, en la que se muestra la evolución de un protagonista infantil en su transición al mundo adulto. A ello se suman también esas novelas que podemos encontrar con bastante facilidad en cualquier librería donde el autor trata de hacer memoria de una forma de vida del pasado y la retrata a lo largo de su novela. Así, se van acumulando, como si fueran estratos terrestres, las últimas décadas desde la óptica de un adulto creador que rememora la época de su infancia. El caso que nos ocupa, sin embargo, es bastante singular. Miguel Delibes (1920-2010) ya nos había acercado a la infancia rural en algunas de sus obras, como su estupenda novela El camino (1950), reflejo de su propia vida, pues el lugar en que se ambienta la historia era el pueblo donde pasaba los veranos de su niñez. O en esa versión más crítica y ruda de Las ratas (1962), también con un niño como protagonista. Sin embargo, en 1973 publicó El príncipe destronado, que nos acerca la óptica de un niño muy pequeño para reflejar ese pequeño gran mundo de cotidianidad que le rodea. Ya no se trata del recuerdo personal, sino de un retrato generacional y también de una apuesta narrativa. Porque no se aborda como en otros casos la evolución de un niño que empieza a comprender el mundo de manera más adulta o que se desarrolla a partir de los hechos narrados, sino que es puramente un día en la vida de un niño, pero sin el tono innecesario de esos libros comerciales dedicados a los niños. Porque aunque estemos ante la historia de un niño, no estamos ante una novela para niños (aunque también puedan leerla).
Hay varios retos a los que se enfrenta Delibes en El príncipe destronado. Para empezar, el hecho de situar el protagonismo en un niño de apenas tres años, como si quisiera encontrar los límites del protagonista en edad: ¿hasta dónde podemos ahondar en un niño tan pequeño? Y podríamos seguir por ese retrato crítico que hace de la familia y de sus relaciones internas desde un narrador en tercera persona que, sin embargo, no duda en adoptar el punto de vista del menor, tratando de explicar aquello que su mente percibe. Para finalizar, toda la acción se sitúa en doce horas de un día, así se divide en lugar de en capítulos. Eso permite a Delibes mostrar tan solo un día en la vida cotidiana de una familia, pero le es suficiente para darnos una muestra cercana en la que también se perciben costumbres y hábitos en los que no necesita ahondar. Es más, aunque el modelo familiar retratado, una familia acomodada, y la infancia del protagonista nos puedan resultar algo lejanos según nuestra edad, no presenta problemas de comprensión, ya que hay ciertos puntos que siguen siendo intrínsecos a las relaciones familiares en la actualidad, a excepción, seguramente, de la presencia de un servicio en la casa, más propio de familias burguesas de mediados del siglo pasado.
Dibujo del hijo de Delibes, Adolfo, de 4 años, que ilustraba el libro. |
A partir de las doce horas que vemos en la vida de Quico, nuestro joven protagonista, somos testigos de sus juegos infantiles, de su desbordante imaginación, capaz de transformar un tubo de dentífrico en cañón o avión, según sus necesidades, y también de clara y marcada inocencia, como bien demuestra al no entender el peso de la muerte (aunque le atemorice cuando su hermano finja estarlo) o lo que es un beso apasionado entre dos enamorados (que confunde con una agresión y sale corriendo pidiendo ayuda al resto de la familia). Aparte, tiene sus preocupaciones que son ajenas a los intereses del resto de personajes, más ocupados en otros quehaceres. La principal, que estará presente en toda la novela, es el aprendizaje del control de esfínteres para evitar mearse encima, demostrando a todos que ya es un niño mayor. Lo convierte en su principal orgullo, pero también en su mayor temor, cuando no pueda controlarse o no se dé cuenta y tema las consecuencias por las amenazas que ha recibido, por ejemplo, de que le cortarán el pito.
Ahora bien, si hay una constante en todo el libro para el protagonista es su necesidad de llamar la atención. Así, desde el principio, muestra malos comportamientos al decir palabrotas, al menospreciar a su hermana pequeña Cristina, al robar objetos del baño o de los cajones de sus padres o, finalmente, al mentir a su madre para que no descubra que se ha vuelto a orinar encima. Ni el narrador ni ningún monólogo interno nos van a descubrir qué inquieta realmente a Quico, porque ni siquiera él lo entiende. Como sucede en muchas ocasiones, a veces son otras personas las que nos proporcionan las claves de aquello que nos pasa, por ejemplo, cuando le dan nombre a aquello que sentimos en nuestro interior y no sabíamos cómo expresarlo. Eso mismo sucede con el personaje de la tía Cuqui, pero también con el doctor Emilio. Ambos personajes señalan a la madre cómo el niño está sintiéndose desplazado por la atención que recibe su hermana pequeña, que apenas tiene unos meses. Podemos ver durante la novela cómo la Domi, una de las criadas encargada de la vigilancia y el cuidado de los niños, siente predilección por la niña, no solo porque deba estar más pendiente de ella, sino también por el trato que da a los otros niños, Juan y Quico, que son los pequeños de la casa. Algo similar sucede con la madre, que hace mimos a la pequeña, mientras que se queja del comportamiento de Quico, por ejemplo, cuando le cuesta comer, obligándole a tragar con más rapidez. O cuando descubra que el niño ha vuelto a orinarse encima, exclamando ¡Estoy aburrida de niños! ¡No puedo más!. Evidentemente, son las quejas comprensibles de una madre en el día a día. Tendrá también oportunidad de demostrar su preocupación y cariño por Quico en el capítulo de la punta y en el final de la novela.
Fotografía de Shanina |
Por contra, la tía Cuqui, cuñada de la madre, muestra mayor afecto al niño, haciendo que se tranquilice y tratándolo con menos rudeza o nervios. Así, ambas mujeres conversan mientras ella acaricia al niño que está en su regazo sin que este se comporte mal, tan solo interviniendo de vez en cuando, mostrándonos que es capaz de tener buena actitud mientras recibe cariño. Hay que destacar de este personaje que también sirve para tranquilizar a la madre y es la primera que da nombre al comportamiento del niño y de la propia novela, señalándole la posibilidad de que Quico se sienta como un príncipe destronado por la presencia de su hermana pequeña. Aunque la incredulidad de la madre sea la actitud inicial, los siguientes acontecimientos, incluyendo el bonito final, acabarán por confirmar sus palabras. De esta forma, uno de los pocos personajes completamente positivos de la novela es esta mujer, que muestra tener una buena posición económica, no parece tener hijos, pero sí inquietudes intelectuales, por ejemplo, ha leído a Freud. Un modelo positivo de un perfil que estaba denostado en la época, por considerarla solterona, aunque en la obra no se llega a perfilar si estamos ante una mujer soltera o una viuda. Quiero también notar ese carácter de maternidad postiza que también retrató Miguel de Unamuno en La tía Tula (1921).
Aparte de los juegos y conversaciones infantiles que protagonizan Quico y, en menor medida, Juan, hay también espacio para otros temas de los que el protagonista es testigo y por los que se interesa, aunque no sea aún consciente de la magnitud de los hechos. Hay tres temas que dan una muestra de preocupaciones sociales generales y también concretas. En primer lugar, tenemos los conflictos internos de la familia, protagonizados por la diferencia de opiniones entre el padre y la madre. Sin duda, uno de los mejores capítulos del libro es la discusión entre ambos, que sirve también para mostrar no solo las fricciones familiares, sino también el rol más protagónico de la mujer, capaz de llevar la contraria al marido de manera abierta y debatir de igual a igual. Incluso podemos considerar que es quien lleva la razón frente a la voz autoritaria y claramente machista del padre, que en sus comentarios menosprecia a la mujer en general, aparte de a su esposa en concreto. Así llega a decir in crescendo: lo único que has de mirar es que tu mujer no tenga pretensión de que piensa (...) la mujer en la cocina (...) la mejor de todas las mujeres que creen que piensan, debería estar ahorcada. Ante estas palabras, que escucha Quico, la madre no se achantará, aunque el narrador nos muestre cómo le afectan, señalando el temblor de menor. Las respuestas de la madre son mucho más suaves y demuestran mayor inteligencia, al tener un carácter más universal, por ejemplo, al responder: nunca creas que tú eres la verdad.
Madre (Teresa Gimpera) e hijo (Lolo García) en la adaptación cinematográfica |
La raíz de esta discusión se encuentra en un conflicto social que aún sigue vigente: la guerra civil, en la que el padre participó. El hijo mayor, Pablo, que ya tiene dieciséis años, no quiere relacionarse con los intereses de su padre, pero no es capaz de llevarle la contraria, a pesar de que su madre le defiende. Delibes muestra aquí una cicatriz presente aún en algunas familias españolas de la época, pero también una cuestión universal, como es el enfrentamiento intergeneracional. Unos años antes de la publicación de este libro, de esa cicatriz que había afectado a familias enteras también nos mostró su visión Antonio Buero Vallejo (1916-2000) en su obra El tragaluz (1967). De la misma forma que Antonio Mercero (1936-2018) desplazó parte del interés de la adaptación cinematográfica que realizó de esta novela a este tema, titulando a la película como La guerra de papá (1977). Además, encontramos otro episodio relacionado, como es la despedida de Femio, el novio de una de las criadas, Vítora, que llaman familiarmente la Vito. En este caso, el joven ha sido destinado a realizar el servicio militar a África, donde corre el riesgo de morir. Por último, el narrador también nos muestra a través de las distintas conversaciones las tensiones entre el servicio de casa y la madre, uniendo a la par la desconfianza con el sentido de familiaridad. Uno de los momentos más tensos es cuando la madre decide despedir a una de las criadas, para después retomar la relación sin echarla sin más, como un hecho cotidiano, como un habitual toma y daca entre ambas partes.
En definitiva, El príncipe destronado es un excelente retrato social de lo cotidiano centrado en el pequeño mundo de la primera infancia, que, además, rehúye de idealismos. No existen grandes tramas ni acontecimientos en la novela, pero logra transportarnos a ese ambiente a la perfección, como si nos coláramos por la ventana de una familia cualquiera y siguiéramos sus quehaceres durante doce horas. Además, logra mostrar muy bien el abismo que hay entre el mundo de los niños y el de los adultos y remata con un final que aúna la fantasía infantil con esa necesidad tan real de cariño que todos tenemos o hemos tenido alguna vez.
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