El trampero, de Vardis Fisher, y adaptación Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack

21 mayo, 2022

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Cada país construye su historia, muchas veces denigrando al resto de países. A cada pueblo le corresponde la labor de reivindicar la suya propia. Para los buenos historiadores, esto es, los no carcomidos por la transmisión ideológica interna o foránea, el proceder es claro. Ellos se deben a los datos objetivos, por muy interpretables que estos resulten. Por eso es importante el respeto a los símbolos, porque representan dicha historia. Constituyen una humana vivificación y evocación, que debería amparar a todos -salvo a quienes deseen sentirse excluidos-, y que entra en conflicto con quienes piensan -o les ha sido inculcado- eso de que una bandera es tan solo un trapo, o que somos algo más que dicha bandera, sin que mencionen nunca qué más somos o como si ambas posturas fueran irreconciliables. Recomiendo que se desacomplejen e informen mejor. Por ejemplo, mediante algún reciente esfuerzo español frente a los embates de una Leyenda Negra que ya dura siglos, y que se sigue manteniendo incluso -y principalmente- dentro de nuestro propio territorio.


Me refiero al modélico y muy necesario documental España, la primera globalización (López Films, 2021), de José Luis López-Linares (1955). El documental más visto en los cines de España, merecedor de cero Goyas (ya tiene delito que un galardón al séptimo arte se intitule Goya, con todo respeto, en lugar de Perojo, Neville, Buñuel, Berlanga o Segundo de Chomón).

Pese a todo, como no hay nada cien por cien perfecto, he de decir que, lamentándolo mucho, en uno de los contenidos que se ofrecen en el DVD de extras (no en el documental per se), una de las (notables) historiadoras intervinientes (proclive a algunas prescindibles salidas de “pata de banco”, como ya he constatado en alguna otra ocasión), comenta respecto a la aniquilación de los indios nativos de Norteamérica, que esto en las películas de John Ford no sale. Lo cual es falso. Máxime teniendo en cuenta que John Ford (1894-1973) es uno de los represaliados por la nueva dictadura de la corrección política. Hay están títulos como Fort Apache (Íd., 1948), donde se muestra la crueldad de un dirigente militar sectario, remedo de Custer (1839-1876), contra los indígenas, en contraposición a la decisión de “imprimir la leyenda”, o El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), sobre las condiciones de vida en una reserva. Junto a películas como Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950) y Soldado azul (Soldier Blue, Ralph Nelson, 1970), por citar solo unas pocas. Adoptar este discurso simplista de forma gratuita e innecesaria es ponerse del bando de los represores. Y si se suele recriminar, con razón, el hecho de que algunos cineastas deberían informarse mejor acerca de la historia antes de pasar a filmarla (un buen ejemplo lo encontramos a la hora de abordar la Conquista de América), no es menos cierto que muchos historiadores también deberían instruirse bastante más sobre cine. No sobre “películas”, sino sobre cine. Más, siendo este el arte definidor del siglo XX por excelencia.

Pintura de Mark Maggiori
No, lo que hicieron los Estados Unidos, en épocas mejores y en función de la personalidad de cada uno de sus cineastas, fue, precisamente, crear una épica de los Estados Unidos. Lo que no ha sabido o no ha querido hacer España. Un compendio de carácter universal, como muy bien supo advertir Jorge Luis Borges (1899-1986), al recordar que el western suponía la pervivencia de la épica en nuestros días. Además, John Ford fue católico irlandés; sui generis, pero católico.

Así que heme aquí con un nuevo título de la insustituible narrativa western ofrecida por la editorial Valdemar en su colección Frontera. Pieza nada complaciente, por cierto, pero que explica muy bien esa manutención, incluso necesidad, de respeto hacia la historia por parte de los norteamericanos. Se trata de El trampero (Mountain Man, 1965; Valdemar Frontera, 2012), del periodista, ensayista y profesor universitario Vardis Fisher (1895-1968), en traducción de Gonzalo Quesada (1966). Libro donde el autor cita -milagro- a otro colega, Bernard de Voto (1897-1955), lo cual no es inesperado, teniendo en cuenta que el presente texto y el ensayo previo están íntimamente relacionados.

De hecho, y como bien se señala en la introducción del libro, el Hombre de Montaña (Mountain Man) no era solo un trampero. Por mucho que se escogiera este título para su versión al español. Se trataba, además, de un explorador, nómada y comerciante. Alguien apartado, en cualquier caso, de las redes de la civilización.

A mediados del siglo XIX, esto es lo que hace Sam Minard en los parajes semi vírgenes de las Montañas Rocosas (Rocky Mountains). Toda una geografía que recorre Canadá y Estados Unidos por su sector occidental y en perspectiva vertical. Una libertad palpable que duró hasta que dichos enclaves se vieron saturados de gente.

The Art and Soul of the West, de Charles Marion Russell
La ambientación en consonancia es formidable. Frente a una disposición de estados cortados con tiralíneas, emergen cordilleras y llanuras, lagos y praderas. Una vida extraña, salvaje, terrible, romántica, dura y excitante (Nota al lector).

Novela introspectiva, de personajes en el más amplio sentido de la expresión, con acusada proyección psicológica, Vardis Fisher procura una continuidad entre las tres secciones o bloques en que se divide. Es decir, los capítulos no se detienen numéricamente. La narración -proyección- es lineal.

Estamos en agosto de 1846. Con veintisiete años, y remontando el río en dirección al Valle Bitter Root, con el objetivo de vivir su vida y, si es posible, tomar una esposa, nuestro protagonista entabla un combate mortal con un enemigo digno: la existencia. Llama la atención en este personaje, del que más tarde sabremos que se llama Sam Minard, su afición a la música, de no ser porque es un amor compartido por la persona que lo ha creado, el autor (I: I). Efectivamente, las referencias musicales cultas sazonarán el relato de las peripecias de Minard con absoluta normalidad, haciéndonos ver que su decisión de alejamiento no es fruto, en modo alguno, de la incultura o la “falsa realización”. Las constelaciones le decían que era más o menos medianoche (I: V). Cielo en el que se distingue a veces una luna de Mozart, bañada de una potente espiritualidad en lugar de fervor religioso, en la que la emoción, bien transmitida, importa más que algunas palabras, mejor o peor pronunciadas. Cuánto nos vamos a divertir sin impuestos, sin policía, sin gobierno, sin vecinos, sin predicadores… (tiene razón nuestro narrador, en esto, o lo más parecido, ha de consistir la auténtica Gloria… en las alturas) (I: VI). Las alusiones a músicos clásicos son, como digo, continuas. Bach (1685-1750), Vivaldi (1678-1741), Beethoven (1770-1827), Mozart (1756-1791), etc. (I: IX, I: X, II: XVI, II: XVII…). Incluso despide Fisher su novela con un hermoso símil musical, que invito a descubrir.

Al poco tiempo de iniciar su recorrido, Sam Minard tropezará con la esposa superviviente de un feroz ataque indio. La señora Kate Bowden. Aquella no era una tierra para personas dedicadas a evitar la crueldad de los seres vivos para con otros (I: II). Le construye un refugio a la mujer, la aprovisiona y se marcha (a buscar esposa). Minard es, por consiguiente, un personaje íntegro, no se aprovecha (I: III). No bebía nunca, y poseía una fuerte determinación en todos los sentidos (I: VI). También toca música ante Kate para hacerle compañía (III: XXX).

Lonely Trapper, de Alfredo Rodríguez
Todas estas vivencias e impresiones físicas se ven acompañadas igualmente de la reflexión personal e íntima. Por ejemplo, cuando Sam recuerda a su familia u otros episodios trascendentales (I: VII, I: IX, III: XXX). Incluso Kate lo hace, pese a su estado de alteración psíquica (I: IV).

Aunque no le tenga excesivo miedo a lo ignoto -no tanto al peligro-, Sam no puede evitar preguntarse cómo morirá. Encuentra y pierde esposa. E inicia una represalia, solo (II: XIII), o en compañía de otros tramperos (III: XXXI), con sus “contraprestaciones” (II: XX, II: XXII). Todo parece formar parte de esa vida que ha escogido. La única diferencia con las nuestras es que los acontecimientos se suceden de forma menos espaciada y más abrupta (de los que da cuenta el transporte de huesos de algunos seres queridos, I: XIII).

Y aunque la muerte puede surgir en cualquier recoveco del azaroso camino, la placidez coexiste. A la muerte de un joven indio, al que Minard rinde honores por su arrojo y valentía (II: XV, III: XXX), se sucede el compromiso plácido de la Pipa de la Paz, que le es ofrecida por un nuevo jefe crow, tan anciano como el que ha sido desterrado y ha muerto congelado en el exilio (III: XXXIV). Los pieles rojas convertían la guerra en una filosofía y un modo de vivir, como hace el torero con el toreo (III: XXX). Sin embargo, Sam no se había sentido normal desde la muerte del joven en el río (III: XXXII). Prefería con mucho cantar a disparar (Íd.). O un buen baño en algún manantial de agua caliente. Leer la naturaleza era para Sam como leer la Biblia (II: XXI). Más allá de las fronteras físicas, la gente en las ciudades nunca tenía la oportunidad de conocerse (II: XVIII). Y cierta e interiormente, no nos conocemos los unos a los otros salvo por nuestros actos aleatorios (III: XXXIV).

Finalmente, Sam regresa al norte mientras las masas humanas llegan al oeste. Desplazado por las hordas de gentes y el ferrocarril. Un edén en lo paisajístico, continua trampa en lo moral. Esto queda bien expresado en el libro. En estos episodios postreros (III: XXXII), habla el ensayista y naturalista Fisher por boca de Sam.


Este estado de ánimo primordial es el que el realizador Sydney Pollack (1934-2008) traslada y sabe transmitir a su adaptación cinematográfica, Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Warner Bros., 1972), de la mano de su guionista, el notable John Milius (1944), junto a Edward Anhalt (1914-2000), en torno a la novela de Vardis Fisher, en simbiótica mixtura con el relato Crow Killer (1958), de Raymond W. Thorp (1896-1966) y Robert Bunker (-).

Como reza una voz en off inicial respecto al protagonista, aquí llamado, como queda dicho, Jeremiah Johnson, nadie sabía de dónde procedía, pero no importaba. Quería ser un hombre de montaña. Con lo que asistimos embebidos a la historia de una vocación, en el marco de las Montañas Rocosas, descritas por otro de los personajes, Del Gue (Stefan Gierasch), como la médula del mundo.

Digamos entonces que la película de Sydney Pollack toma el libro como punto de partida para representar de forma visual su espíritu, cualidad del cine que encuentra su mejor expresión cuanto más personal y distintiva (y equilibrada) sea la intención y puesta en escena del realizador. Aquí, Pollack logra que el paisaje hable por sí mismo, con la debida aportación fotográfica de Duke Callaghan (1914-2002). No está la adaptación dulcificada, y sí ennoblecida, amén de esencializada. Lo que en el libro es descarnado y directo, aquí se torna poético y elusivo (pero está presente). No existe, por lo tanto, a mi entender, dulcificación, sino dos formas de expresar una misma realidad. Tampoco atiende la película a todos los aspectos argumentales de la novela, ni tiene por qué. Resulta fiel y respetuosa en la parte que le atañe. A lo que se añade una adecuada y bonita música a cargo de John Rubinstein (1946) y el malogrado Tim McIntire (1944-1986), recordado principalmente en su faceta de actor.


La imbricación con el marco natural es tal, que Pollack no rompe la planificación cuando, por ejemplo, al inicio del relato, Jeremiah Johnson (Robert Redford) trata de atrapar con la dificultad de un novato un pez, en un riachuelo cubierto por la nieve. No quiero ni pensar en la de planos que habrían sido precisos para que algunos renombrados cineastas de la actualidad contaran la misma idea. El personaje siempre está en la naturaleza. Agreste, embaucadora, complaciente, traicionera.

Pero como nadie nace, ni siquiera a la naturaleza, por generación espontánea, trascendentales son los encuentros de Jeremiah con otros hombres de montaña, como el buhonero Bear Claw (Will Geer), cazador de osos pardos. Maestro y discípulo. Qué tiempos en los que alguien se ofrecía a guiarte y no a adoctrinarte. ¿Nunca sientes nostalgia?, le pregunta Jeremiah. ¿De qué?, contesta Bear. Otra toma de contacto providencial se da con el citado Del Gue, al que encuentra enterrado hasta la cabeza.

De igual modo se respeta el dramático episodio con la mujer “enajenada” (Allyn Ann McLerie), que ha perdido a su familia. Pollack también lo resuelve con cuatro planos. La única diferencia, totalmente pertinente, tal vez por rozamiento con el otro relato original, es el hecho de que el protagonista adopta a un niño superviviente al que llama Caleb (Josh Albee), pues este ha perdido la facultad del habla debido al trauma.

Teniendo esto en cuenta, la película procura una grata sucesión de estampas con significado. Y abrupta fisicidad, como el ataque de los lobos cuando Jeremiah se halla de caza para abastecer a su no buscada pero apreciada familia, en pleno territorio crow, en Colorado.


El buen hacer del director también se alza en el plano del caballo que aparece por la puerta de la cabaña, ya abandonada, y que poco después Jeremiah va a incendiar, incitando a su dueño a dejar dicho escenario e iniciar una nueva etapa en su vida. De la que no quedará exenta una cumplida y justa venganza, cual ángel exterminador. Esa fisicidad a la que aludíamos se perpetúa, casi ad infinitum, en los tropiezos con una sucesión de indios exterminadores, que actúan en solitario. Instantes que Sydney Pollack va a representar por medio de planos encadenados, en un ordenado torbellino de hazañas y recuerdos.

El viaje de Jeremiah Johnson tiene en la película una estructura inversa: se reencuentra con los parajes y personas que antes había dejado atrás. Pero ante la pregunta de si ha valido la pena, en modélica charla planificada por Sydney Pollack, queda claro que ya no es el mismo que fue, con lo que la respuesta es un tal vez. Algo aún por concretar.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCVII): Un reflejo de miedo, de William A. Fraker, y El amuleto del diablo, de Philip Leacock

13 mayo, 2022

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La joven Marguerite (Sondra Locke) captura y observa amebas y renacuajos, extraídos de una charca cercana a su casa. Los observa a través de su microscopio. Es una chica solitaria e introvertida. Posee su propio mundo interior, pero en Un reflejo de miedo (A Reflection of Fear, Columbia Pictures, 1971; estrenada al año siguiente), la diferencia con otros muchachos de esta índole es sustancial. Su naturaleza ha sido alterada. No en ningún laboratorio, sino psíquicamente, que para el caso es lo mismo.

¿Por qué motivo?

No podemos contestar a esta pregunta sin desvelarlo todo, pero el hecho es que Marguerite, que está pasando de la niñez a la pubertad, se muestra incapaz de mantener una relación normal con los chicos, en el aspecto íntimo, por esa misma razón. Cuando la proximidad está en ciernes, se produce un distanciamiento, un cortocircuito de la mente. ¿Hasta qué punto influye su amigo Aarón en esto?

Marguerite es, pues, portadora de una gran imaginación. Habla con un “amigo invisible”, el referido Aarón, que se siente celoso por tenerlo algo relegado, ahora que ella se está convirtiendo en mujer. Yo también tengo sentimientos, reclama este a través de una voz -o mente- en off. El hecho de que Aarón sea un muñeco, no impide que este exista psicológicamente.

Muy versada en ictiología y en botánica, a Marguerite le encanta la naturaleza. Las flores y los organismos simples, unicelulares. Pero más que con esta envoltura natural, habrá de lidiar con su propia naturaleza, como se verá, desde el momento en que comienzan a sucederse una serie de hechos abominables dentro de la casa.

Esta, por cierto, es una vetusta mansión junto al mar, de esas que alimentan el género de suspense y terror, especialmente a plena luz del día. Con su jardín cerrado y espacio interior cortocircuitado. Mas allende lo material, este espacio es portador de un clima estancado en lo anímico. Quieto, con la única coloratura del sonido del tic tac de un carillón en la salita-biblioteca, y el latir del corazón de la muchacha; doble latir, si contamos el de su “amigo”.


En esta atmósfera de raigambre determinista, Marguerite aguarda la llegada de su padre, Michael (Robert Shaw), separado de la madre, Katherine (Mary Ure), tiempo atrás. El tiempo parece difuminarlo todo, hasta los despertares, en esta hipnótica película de mirada turbia y compostura poco serena. Se nos hace evidente que la progenitora ha venido ejerciendo un abusivo control y dependencia sobre la hija.

El padre viene con otra mujer, su pareja, la señorita Anne Habor (la excelente Sally Kellerman), en una relación que todavía se está conformando.

Sin amigos “visibles” a la vista y al tacto, de estudios o en las proximidades, Marguerite aguarda con evidente ilusión esta visita, pese a los recelos de la madre y de su tía Julia (Signe Hasso), triángulo que habita la casa, o cuadrilátero si contamos de nuevo con Aarón. Un cambio en su rutinario existir que ya está dando muestras de resquebrajamiento. El padre sabrá comprender a la hija, habida cuenta del ambiente de solapada toxicidad que impera en la casa.

Julia confirma ante Michael que Marguerite es una niña muy especial. A lo que este replica que más bien la ve convertida en una patética muestra de represión.

Chica espabilada y desconcertante (o desconcertada) donde las haya, asistimos a un caso de doble posesión, si tal cosa cabe. Por parte de Aarón, y por parte del binomio madre-tía. Cortadas las ataduras de uno, solo el otro ha de sobrevivir y prevalecer. Perversa relación entre adolescentes -Marguerite y Aarón-, que emerge con rotunda fisicidad, en un entorno de represión y desconfianza de qualité, pero magnética visualización.

Como antes anticipaba, se produce una transgresión, también doble. ¿El sospechoso es de dentro o de fuera de la casa? Más bien parece ser “de fuera”. No es difícil encontrar concomitancias –no exactitudes- con otras piezas inquietantes aposentadas en los márgenes del género, tales como El otro (The Other, Robert Mulligan, 1972), Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), o incluso Carrie (Íd., Brian de Palma, 1976), respecto a la relación madre e hija.


Fuera de la mansión, los exteriores son grises y neblinosos. Húmedos. Marguerite se siente muy vinculada al entorno, como si no pudiera existir en otro lugar. Este ambiente opresivo concuerda, en género y número, con el ofrecido por otras películas afines a un género que, por definición, resulta heteróclito. Pienso ahora en la notabilísima El diablo se lleva a los muertos (Lisa e il diavolo, 1973), de Mario Bava (1914-1980). En cierta manera, la casa es como un útero. Nadie puede salir de ella sin el debido permiso. Materno, claro está. Salvo con los pies por delante. Hasta no estar verdaderamente preparado. Por ende, las salidas al exterior son frías, pútridas, como si a estos personajes también alguien los observara a través de un microscopio. Evasión aparte es la que el lozano Héctor (Gordon De Vol), hijo de una hostelera del lugar, propone a Marguerite. Una travesía por mar. Elemento en el que se ha gestado más de un paseo por el amor y la muerte.

Nada de esto sería posible sin el entregado concurso de los actores y unos primorosos decorados, debidamente alumbrados por la esplendentemente desvaída fotografía del gran Laszlo Kovacs (1933-2007), camarada de Fraker.

En efecto, el aquí realizador William A. Fraker (1923-2010), destacó, principalmente, en el desenvolvimiento de la dirección fotográfica. Baste recordar su impronta en ejemplos como Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968), La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, Joshua Logan, 1969), El asesino está en mí (The Killer Inside Me, Burt Kennedy, 1976), Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, Richard Brooks, 1977), El cielo puede esperar (Heaven Can Wait, Warren Beatty, 1978), 1941 (Íd., Steven Spielberg, 1979), La casa más divertida de Texas (The Best Little Whorehouse in Texas, Colin Higgins, 1982), Juegos de guerra (War Games, John Badham, 1983), El romance de Murphy (Murphy’s Romance, Martin Ritt, 1985) o Memorias de un hombre invisible (Memoirs of an Invisible Man, John Carpenter, 1992).

Completando la nómina técnico-artística, encontramos la música del interesante, aunque poco prodigado, Fred Myrow (1939-1999), el vestuario de Patricia Norris (1931-2015), y la adaptación efectuada por Lewis John Carlino (1932-2020), autor de interesantísimos guiones, esta vez, en torno a la novela Go to Thy Deathbed (1969), no traducida al español a fecha de escribir este artículo, de Stanton Forbes (1923-2013).

Nuestro siguiente título es un divertimento. De lo sublime a lo humano. Yin y Yang. Pecado culpable y distraído. El amuleto del diablo (Baffled, Arena-CBS, 1972), una película para televisión y para bien pasar el rato. Con sus transparencias en algunos planos, como los de una carrera automovilística de Fórmula Uno.

La carrera en la que participa Tom Kovack (el sólido y versátil Leonard Nimoy), uno de los celebérrimos corredores que se han dado cita en esta competición sita en Pensilvania (EEUU). Ya saben, correr y ganar el título. O pegársela.

Tom opta por esto último, aunque no por su gusto. Lo que pasa es que, durante la arriesgada conducción, le sobreviene una visión que le impide el total desenvolvimiento. Algo así como lo que le sucedía a la protagonista de Ojos (Eyes of Laura Mars, Irvin Kershner, 1978). Con la diferencia de que aquí, las imágenes que acuden a la mente y vista del protagonista no se corresponden a ningún asesino, sino a una ubicuidad; la anticipación de unos hechos dramáticos por venir, y no una representación a tiempo real. Antesala de otros poderes psíquicos, como Tom tendrá ocasión de averiguar.

¿Interesante? Pues sigo.


También podrá Tom descubrir que las imágenes que ha recibido corresponden a un emplazamiento concreto, en la localidad de Windham, en Devon (Inglaterra). A muchos kilómetros de distancia, aunque para estas manifestaciones extrasensoriales, el espacio apenas cuenta, no tanto así el tiempo, que deviene fundamental.

A todas estas conclusiones llegará el corredor con la ayuda de una joven y resuelta reportera, la señorita Michelle Brent (Susan Hampshire). Una periodista aficionada al ocultismo, que arrojará algo de luz al oscurecido futuro de su, en principio, entrevistado. Ambos se convertirán en buenos y futuros compañeros. No en vano, El amuleto del diablo tiene toda la pinta de ser el piloto -no de carreras, sino de televisión- de una serie que no se llevó a término. Escrita, en cualquier caso, por Theodore Apstein (1918-1998). Con un final (premonitorio), donde se deduce que pueden existir otros amuletos como el que entra en lid en la presente propuesta.

Otros simpaticus personae de este relato son la actriz de éxito Andrea Glenn (la versada en estas lides Vera Miles), y su hija adolescente, Jenny (Jewel Blanch), que aguarda con cegata fruición la llegada de su padre, como en el ejemplo anterior. El matrimonio se disolvió, pero no parece que esto se refiera al vínculo. El progenitor pulula en las sombras. Entre cobertizos y caballerizas. También se halla presente la señora Katherine Farraday (la siempre jacarandosa Rachel Roberts), dueña de la casona de Windham donde se va a desarrollar el espectáculo, cercano a un ir y venir de bienaventurado desbarajuste. Esta otra mansión se enclava en plena campiña inglesa, convertida en residencia de lujo para calmar los nervios, pero no muy lejos queda el mar, casi siempre revuelto.


Usted tiene una poderosa visión interior, y poderes para luchar contra el mal, le dice Michelle a Tom. Y así es, a consecuencia del traumatismo sufrido en la pista de carreras, esta habilidad no desaparece. Se trata, por lo tanto, de encarar la premonición, tratando de evitar un peligro, inconcreto, pero bien reflejado por dicha facultad extrasensorial, en el que parece se ha de ver envuelta la madura actriz. Si todo esto es cierto.

Y en verdad que al misterio se le notan en seguida las costuras, pero eso no ha de impedirnos el disfrute del ropaje en que se ve envuelto. Para los devotos y amantes de Star Trek (Íd., Paramount, 1966-1969), y todo lo que la circunda, es cita obligada. Parada y fonda. Aun en fecha estelar de 1972. Como el capítulo Una puntada en el crimen (A Sticht in Crime, Hy Averback, 1973), de la fundamental serie Colombo (Columbo, 1968-2003). Además, con costuras me refiero principalmente a los intrigantes. Respecto al “amuleto del diablo”, eso ya es otro cantar… o maldecir.

Cierto, lástima que la atmósfera quede sacrificada con inoportunos insertos de premoniciones, pero recuerdo que nos desenvolvemos en el ámbito de un telefilm. Un producto de su época -como los de ahora son reflejo de la suya-, bien ejecutado, aunque carente de especial inspiración visual -exactamente lo mismo que sucede hoy con muchas sobrevaloradas series y empeños de producción televisiva, por mucho que los medios técnicos sean mayores-. Con excepciones notables, por supuesto, en la citada época, como el díptico El vampiro de la noche, aka Una historia alucinante (The Night Stalker, 1972) y El estrangulador de la noche (The Night Strangler, 1973), ambas aquilatadas por el avezado Dan Curtis (1927-2006).

Argumentalmente, El amuleto del diablo es grata, y los diálogos entre los personajes no resultan una memez, o una ordinariez, como a lo que tan mal nos hemos acostumbrado hoy. Así que la incluyo en mi sección. Ello no quiere decir que el producto, en su modestia, quede carente de aciertos, o regocijos. Verbigracia, el personaje de la admiradora de la actriz, vecina de la localidad, Louise Sanford (Valerie Taylor), siempre dispuesta a hacer un favor; o la inquietud que provocan los otros inquilinos de tan venerable pensión, George y Peggy Tracewell (Ray Brooks y Angharad Rees), el viajante señor Verelli (Christopher Benjamin), el ex marido de Andrea, Duncan (Mike Murray), o el avieso doctor Reed (Milton Johns), que rechaza de plano todo lo que huele a conspiranoico. ¿Quién habrá urdido el soterrado complot?


Otrosí, El amuleto del diablo proporciona imágenes deliciosas por desternillantes, como la de la señora Farraday tocando el clavicordio en una sala en la que, poco después, no hay señal de instrumento alguno. Máxime si hacemos constar su desagrado ante la noticia de que Tom y Michelle están viviendo bajo su techo como una pareja sin trabazón matrimonial. O la presencia medio natural de alguna que otra estancia siniestra en la gran mansión, cual es la bodega, que no solo alberga vinos, sino alguna que otra mala catadura.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXVI): Trilogía El Padrino, de Francis Ford Coppola

01 mayo, 2022

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Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala Tres de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas. Así comienza la novela El Padrino (The Godfather, 1969; Grijalbo, 1970, Orbis, 1983), del escritor estadounidense, de ascendencia italiana, Mario Puzo (1920-1999). Recuerdo que Puzo también participó de un modo u otro en los guiones de Terremoto (Earthquake, Mark Robson, 1974), Superman (Íd., Richard Donner, 1978), Cotton Club (The Cotton Club, Francis Ford Coppola, 1984) o El siciliano (The Sicilian, Michael Cimino, 1987), entre otros.

Ese inicio escueto y preciso nos da ya una idea del leitmotiv del conjunto de la narración. Cuando la ley falla, la justicia en forma de Padrino se instala en el pensamiento y modo de vivir de los que, con su esfuerzo, han cimentado un porvenir en un suelo que, de origen, no es el suyo. Me refiero a los inmigrantes. Estos establecieron las normas, o para ser más precisos, las trasladaron de sus lugares de procedencia, con la isla de Sicilia por bandera. Se reconocen como iguales y se ayudan, aunque hay excepciones que han de ser barridas. Desconfían de los representantes de la ley, porque piensan que los trapos sucios hay que lavarlos en casa, y no solo por cuestiones de honradez gubernamental (no todos los funcionarios policiales eran corruptos). Luego, es tarea de los descendientes mantener dicho statu quo. Pero ningún compromiso que tenga relación con lo humano es perfecto. Sobre todo, cuando nos movemos por una gran variedad de intereses soterrados, que confluyen en uno solo: alcanzar el poder.


Así, el Padrino deviene en figura protectora y casi en título nobiliario. De una realeza especial, enfrentada a una ralea que, las más de las veces, no está a la altura del cargo al que aspira (ser el nuevo mandamás). Pero el control para el que lo trabaja, con atajos violentos si es preciso, aunque con la suficiente destreza como para mantenerse en su zona de influencia y dominio. Lo iracundo y vehemente, serán carta de naturaleza de los asaltantes al título, a los que se responderá con igual contundencia. Puede que no se sea el primero en atacar, pero sí hay que saber defenderse. Aunque esto conlleve, en buena medida, perder el rumbo, desconocer dónde está el límite, como le sucederá al personaje de Michael Corleone, interpretado por Al Pacino (1940), a lo largo del segundo título de la trilogía.

Este núcleo es, para mí, el primer gran punto de interés de la obra de Mario Puzo.

Argumental y conceptualmente, el segundo estriba en el hecho de cuándo queda marcado nuestro destino. Para algunas personas este queda fijado pronto, a raíz de unas circunstancias personales, ajenas o familiares. A otras les llega tarde la caída del caballo. Coexiste cierto determinismo en la figura de Michael Corleone, también en lo que se refiere al actor que lo encarna. De igual manera que Pacino no era la primera elección para el papel de Michael, el propio Michael no era el destinado, aunque sí el predestinado, a ocupar el puesto de Padrino dentro de la familia Corleone. Hasta qué punto esto significa para él una vida malograda, siendo lo que no hemos querido ser, o existe una completa y compleja adaptación a las circunstancias, es algo que compete al lector o espectador de este relato, más que a la narrativa derivada del mismo. En ella, Michael asume su rol con voluntad, es cierto, pero si sus actuaciones no son frustradas en la mayoría de los casos, sus consecuencias sí lo son.

Los acontecimientos se precipitan ya en la primera entrega, El Padrino (The Godfather, Paramount Pictures, 1972). No hemos tenido tiempo, se lamenta el líder y padre de familia, Vito Andolini Corleone (el sobrevaloradísimo Marlon Brando). En lo que es una concepción casi enfermiza de la familia; de trasfondo rígido y cartesiano, pero envoltura bien avenida y bullanguera. Se ha de tener en cuenta, además, que a Michael se le va a afear la conducta, en la segunda de las partes, por elegir una profesión, el ejército -en concreto, servir en la marina durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945)-, que no estaba prevista o formaba parte de esos esquemas rígidos. El bien de la Familia, con mayúscula, ha de prevalecer.

De esta suerte, aparece otra diana, la lealtad. Tus enemigos habrían sido los míos, le dice Vito al atribulado Bonasera (Salvatore Corsitto), que ha acudido a pedirle consejo después de que las leyes mundanas le hayan defraudado.

La principal víctima, tan física como los cadáveres que jalonan la tríada, es el amor. El de Kate y Michael, el matrimonio de su hermana Constanza, Connie (Talia Shire) con Carlo Rizzi (Gianni Russo), y el filial. Tercer punto de interés (entre otros muchos).

En palabras de Mario Puzo, estamos ante un hombre virtuoso que comete un acto deleznable, se horroriza ante ello y se convierte en algo aún peor. Se horroriza ante ello y calla, añadiría yo. El carácter de Michael Corleone es introspectivo. Algo que el padre sabía. Su valor residía en otra cosa. En este sentido, a veces lo más difícil, por no decir imposible, es pedir disculpas. Porque eso conlleva mostrar nuestra vulnerabilidad ante los demás. Es mejor replegarse, y justo eso es lo que hace Michael. Actuando con inusitado rigor de puertas para fuera, porque en este universo simbiótico y cerrado, si dejan de temerte, estás perdido.


En la segunda parte, El Padrino II (The Godfather Part II, Paramount Pictures, 1974), sobresaliente en su concepción y desarrollo, es cuando Michael se cree el papel que en principio no estaba asignado a él. Paulatinamente, se ve en disposición de dirigir la vida de cuantos le rodean. Su soledad lo abrasa, es un ser en progresiva penumbra. Algo que rubrica la fotografía de Gordon Willis (1931-2014). Se ha convertido en un hombre frío y evasivo, salvo con sus pocas personas de confianza. Por defender a su familia, a cualquier precio, se queda solo. Es todo cabeza, poco corazón (esta será una cualidad que no pasa factura hasta la tercera parte, menospreciada pero igualmente valiosa). Seco de trato, entregado exclusivamente a los negocios de los Corleone, Michael se muestra a contracorriente de sí mismo (o al menos, del que fue). Aquel en quienes los demás ya no se reconocen.

El Padrino II es, así mismo, película que demuestra cuán importante es la labor de montaje en el resultado final, y consecuentemente, en la impronta de la historia que se relata (sin que tal estructura haya de repetirse necesariamente, claro está).

En la tercera de las partes, objeto de un remontaje reciente por su realizador, Francis Ford Coppola (1939), la oportunidad de redimirse diría que atenaza a Michael, provocándole la misma ansiedad que le oprimía antes. Ahora que se te respeta tanto eres más peligroso que nunca, le espeta su ex esposa Kay (Diane Keaton) como un arma arrojadiza. Ahora bien, sentimos compasión por él. Más que nunca, porque su contrición es auténtica, y su redención dolorosa. Pero los lazos de sangre establecidos lo superan, aniquilando toda ilusión de armonía. Su destino estaba fijado desde un principio, aunque no se traduzca en la inmediatez de los años (Michael es longevo). Su muerte será en vida. ¿Qué me traicionó, la mente o el corazón?, se pregunta ante el féretro de su protector y amigo, Don Tommasino (Vittorio Duse), ante la proximidad de su propia desaparición (en monólogo suprimido del nuevo montaje). Sincerándose ante Kay, tenía un destino diferente al que había planeado. En efecto, esa doble realidad a la que se ha visto abocado es como el drama que se desarrolla sobre el escenario de un teatro de la ópera, equivalente al que ocurre de forma simultánea entre bastidores.

El poder es multiforme en El Padrino III (The Godfather Part III, Paramount Pictures, 1990). Se refiere al de Michael y los que le rodean, a la Iglesia (a una parte de la Iglesia), y muy particularmente, a Vince Mancini (Andy García), el hijo de su hermano Santino, Sonny (James Caan), espabilado y enérgico, ariano, destinado a repetir un ciclo que no puede volver a ser el mismo. O puede que sí. Ambigua y borrosa es la imagen de ambos ante el espejo, mientras Vince ayuda a Michael a afeitarse. Los dos creen sentirse a salvo, como todos los manipuladores, en tanto no se hagan públicos sus pecados. Paráfrasis de la actualidad. Pero respecto a Michael, existe la sospecha, Kay lo sabe todo, y también su hijo, Anthony (Franc D’Ambrosio). Lo que no obsta para que ella cargue con su propia falta, como habrá ocasión de ver.


Y ahora pasemos a la parte visual, de puesta en escena. Se ha atribuido gran parte del mérito de la trilogía a los creadores técnicos. Todos recordamos la sub exposición en la fotografía del referido Gordon Willis, sobre todo en la segunda parte de la saga, pero no podemos dejar de señalar la labor de montaje de los veteranos William Reynolds (1910-1997) y Peter Zinner (1919-2007), los espléndidos decorados de Dean Tavoularis (1932), o la música de Nino Rota (1911-1979), triste en el sentido más elogioso y evocador del término. De nuevo determinista.

Destaco, igualmente, un movimiento inverso con la cámara, que se corresponde a dos momentos particularmente trascendentales de la película inicial. En el primero de ellos, de alejamiento y que sirve de apertura, Bonasera narra sus problemas al Padrino. En el segundo, de acercamiento a Michael Corleone, esto es, de implicación, ilustra la toma de decisión de este en los asuntos de la familia, a los que hasta ahora solo se había acercado de tangencialmente.

Como sabemos, la acción se solapa en dos marcos temporales en la segunda entrega. Lo cierto es que la narrativa es bastante más fluida en esta modélica película. Los Corleone se han establecido en Nevada, dedicados al negocio hotelero, principalmente. O mejor, digamos que tienen allí su base de operaciones, pues pretenden invertir en la Cuba pre-castrista. Las estampas procuradas por la ambientación son magníficas. Como los desencuentros con el senador Pat Geary, del Estado de Nevada (G. D. Spradlin), que los desprecia pero los necesita y utiliza, como deja bien sentado. Cambiarán las tornas. La hipocresía de esta gentuza incrustada en la política es, así mismo, ejemplar. La legalidad que anhela Kay Adams para la familia es a todas luces imposible. Una utopía. Ya lo es fuera de los tratos con la política o la mafia… A ello se suma la ambición del picatoste Hyman Roth (Lee Strasberg, el antiguo profesor de interpretación de Al Pacino).


Sobresale en esta continuación la conversación privada entre Michael y Tom Hagen, su hermanastro y abogado de la familia (Robert Duvall), a solas, tras el atentado que sufre Michael en su propia casa. Los diálogos son certeros y excelentes en este meridiano. Valgan también como ejemplo la charla de Michael con el amigo de su padre, Frank Pentangeli (Michael V. Gazzo), en la que fue la antigua vivienda de su familia. La de Michael con Fredo (formidable John Cazale) en La Habana, o la que mantiene con su madre, en la que ambos parecen hablar distintos idiomas pese a emplear la misma lengua (el italiano). En hecho de que el citado Pentangeli ocupe la casa que conocemos en la primera parte, ofrece un aspecto simbólico que denota un buen guión (no basado esta vez de forma exclusiva en la novela). También es de señalar el último flashback, con el que culmina el segundo relato, y que ya deja a Michael solo, sentado a la mesa del comedor familiar. Ahí habría puesto yo el punto final.

Matar y estar con la familia, de modo casi simultáneo, es lo que hace el joven Vito (Robert de Niro) en El Padrino II. Para sobrevivir y escalar puestos. Y de paso, ayudar al que lo necesita. Por su parte, y como antes anticipaba, la sufrida esposa de Michael, Kay, no queda libre de culpa, ni mucho menos, pese a la presión que soporta. Asesina por medio de un aborto al hijo de ambos por nacer, para romper definitivamente su vínculo con Michael (!). Algo de lo que no se volverá a hacer mención con posterioridad, de manera injusta. Que se disponga o no de buenas razones para estos actos por parte de Michael, el joven Vito o Kay, es algo que nuevamente queda al arbitrio del espectador. Al fin y al cabo, ellos son los aventajados, mal que les pese, de un grupúsculo fatuo de vejestorios pagados de sí mismos, que, en las reuniones de todos los cabezas de familia, parece que vegetan.


Existen dos fotografías en la primera y tercera películas de El Padrino. La segunda parte es una descomposición de la primera de ellas. En un momento de la narración, principalmente durante una celebración, los personajes se retratan. Lo hacen doblemente, por sus acciones y por esta imagen que es legada en papel. ¿Qué queda de todos ellos al final de la proyección (de su vida)? En esta atmósfera de falso relumbrón, el lujo no estriba en las joyas, sino en la empatía, seguro pasaporte al otro barrio. El dinero es tan volátil que casi parece un pretexto, un macguffin, en la realización y avidez de estas personas. Lo importante es el poder.

Allende estos retratos fotográficos, incluido el que en la tercera parte le hace Mary (Sofía Coppola) a sus padres en la estación de ferrocarril, son muchas las imágenes que podemos retener de la trilogía. Es decir, que cuentan una historia por sí mismas (esencia del cinematógrafo). Permítaseme recordar algunas que, a un nivel particular, y a buen seguro para muchos de los lectores, constituyen la naturaleza de este tríptico revestido de tragedia griega que es El Padrino. Junto al beso en la mano, en señal de respeto, y otros ritos más feroces, como el mensaje siciliano en forma de pez, rescato el instante en que la policía, de incógnito, toma nota de los números de las matrículas en el aparcamiento del lugar donde se está celebrando la boda de la hija de Vito Corleone. Nadie puede sacar fotografías no autorizadas durante la ceremonia. Verbigracia, los obreros de la mudanza que dejan la casa de los Corleone vacía, al término de la primera parte. A partir de aquí, comienza una nueva etapa, de la que da buena cuenta esa puerta que se cierra sobre el rostro de Kay; a saber, sobre su confianza e inocencia. Para ella también comienza otra fase que podemos llamar calvario. De la segunda entrega, entresaco la imagen de Michael contemplando el cochecito de juguete de su hijo, un regalo de Navidad por mediación de Tom Hagen, que conlleva el regreso a una casa devastada por la nieve y la soledad. De la tercera, me gustaba la estampa inicial de la residencia abandonada en Nevada, que Coppola ha eliminado de su nuevo montaje (este también me agrada, en cualquier caso, resulta más “tradicional”). También el instante en que Michael deja pasar la bandeja con las joyas que se le ofrece, ante la mesa que reúne a todos los capos, en Atlantic City. Por supuesto, el sacramento de la confesión a manos del cardenal Lombardi (el estupendo Raf Vallone), el plano general de Connie y Michael enmarcados en el jardín de Sicilia, y la visita de Michael y Kay a la “verdadera” Sicilia, al cabo de tantos años.


Hay más dinero en las drogas que en cualquier otro negocio que podamos emprender, asegura Tom, el abogado de la familia Corleone, y como queda dicho, un miembro más de la misma, tras sus primeras indagaciones. Ellos dominan los sindicatos y el juego, pero advierten que su universo está a punto de mutar. En esta línea, las reuniones de capos devienen repulsivas y atrayentes a la vez, y han de ver con las inversiones de los Corleone en el desarrollo de la ciudad de Las Vegas, en pugna con esa nefasta inserción de las drogas, a las que los Corleone se han opuesto con fatales consecuencias.

Los sentimientos profundos, no los que “se exhiben”, son rara avis. Ya en la primera parte, a Michael le cuesta decirle a Kay que la quiere, estando en presencia de otros. De hecho, la traiciona casándose con otra mujer en primer lugar. Y más tarde, le miente cuando le asegura que no es cierto que haya ajustado las cuentas a la familia (lo que de momento da resultado).

Como conclusión de este artículo, dejo para el final una de esas imágenes a las que antes aludía. Probablemente la que más me entusiasma. De excelsa semántica y pragmatismo formal. La soledad del niño inmigrante recién venido a América, que observa a través de un ventanal, tratando de vislumbrar su futuro.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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