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29 febrero, 2020

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Este mes de febrero hemos contado con ese día adicional que nos devuelven los años bisiestos, esperamos que lo hayáis aprovechado como nosotros: leyendo, viendo cine, disfrutando de la cultura. Y también nos alegramos de que sigáis visitándonos como cada mes desde hace ya cerca de diez años. Sois en torno a 11000 las personas que nos habéis visitado y 194 los que nos seguís desde Blogger, 654 en Twitter y 183 en Facebook.

En este mes hemos tenido cine y literatura a pares. Doble ración de Autocine con El terror llama a su puerta y Golpe en la pequeña China. Y también doble ración de poesía con dos obras del francés Paul Valéry: El cementerio marino y La joven Parca. Aunque el mes empezó con la sospecha de quién era ese Culpable sin rostro.

John Carpenter dirigiendo Golpe en la pequeña China
El año bisiesto no se detiene en este 29 de febrero, sino que prosigue y proseguirá con nuestros artículos culturales. No os olvidéis de visitarnos, traeremos pronto más sorpresas para vosotros.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Antonio García Villarán ha empezado este año su revisión de las distintas ferias de arte que se dan en España en torno a la fecha del célebre ARCO. Con su habitual sentido crítico y humorístico, ha denominado a esta serie de vídeos HARCO 2020, y lo inicia con el vídeo que os dejamos a continuación.



"La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta."
                  - André Maurois (1885-1967)



Clásicos Inolvidables (CLVIII): El cementerio marino y La joven Parca, de Paul Valéry

21 febrero, 2020

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El mar, la mar… Para la gramática es un sustantivo “neutro”, pero el poeta simbolista francés Paul Valéry (1871-1945) lo reviste de adjetivos específicos como quizá no se haya vuelto a hacer. Los océanos son hollados por él física y lingüísticamente (en propuesta cercana al culteranismo español), cósmica y espiritualmente.

¿Qué es el simbolismo? Esta es una buena cuestión, que nos va a servir para determinar la naturaleza de los poemas a comentar; cronológicamente, La joven Parca (La jeune Parque, 1917) y El cementerio marino (Le cimetière marin, 1920). Pues bien, simbolismo es trascender los sentidos, escapar de las cárceles de lo evidente, lo manido, lo aparente, e ir al espíritu de las cosas. Digno antecedente del surrealismo, se caracteriza por su desconfianza de la realidad. En el caso de Paul Valéry, por una visión que trasciende -más que rechaza- la descripción objetiva; al fin y al cabo, tenemos que partir de algún sitio. Se trata de una indagación en la otra realidad de la materia, como iremos exponiendo a lo largo de este artículo. Una realidad no visible, contenida por las palabras, frente a una realidad terrena, no intuitiva, fijada por estas (pero que, como digo, no acaba en la semántica tradicional). El simbolismo trasciende toda objetividad, ampliando la definición de dicho concepto. Entronca con la teoría de las correspondencias abordada por Charles Baudelaire (1821-1867) y la alquimia del verbo que reclamaba Arthur Rimbaud (1854-1891). Y como ya deberíamos saber, toda alquimia que se precie es interior.

Contemplemos la figura humana del autor. Se puede hablar de un acusado hispanismo en Paul Valéry (1871-1945). Le gustan las matemáticas y la física. En la Introducción de la edición de Cátedra, letras universales (1999), debida a Monique Alain-Castrillo (-), se hace hincapié en que dice adiós al poeta maldito y saluda al soñador algebraísta: lo que no significa que prefiera el lenguaje matemático al metafísico, sino que ambos se combinan, ya que el primero es, en el caso de Paul Valéry, el punto de partida que indaga en lo segundo, y puesto que la ciencia no ha de estar reñida con el espíritu. Por ello, no es de extrañar que entre sus lecturas predilectas figurara el ensayo esotérico Eureka (1848), de Edgar Allan Poe (1809-1849), o que entre sus pinturas favoritas destacara Santa Águeda, de Zurbarán (1598-1964). Todo esto nos habla de un creador especialmente espiritual (algo que trata de negar -sin conseguirlo- un apéndice contenido en esta edición, como después veremos). A ello me permito añadir que, sin necesidad de abrazar tendencias autodestructivas, como otros tantos colegas, Valéry lleva una próspera vida de búsqueda privada y literaria -si es que cabe separar ambas cosas-. Licenciado en derecho, el poeta y ensayista tuvo la habitual crisis -evolución- mística. Redactor en el Ministerio de la Guerra por oposición, pasó a ser secretario de la agencia Havas. Dejó doscientos sesenta y un cuadernos escritos, a modo de reflexiones. Durante toda su vida persiguió un sistema que sirviera para explicar los fenómenos del universo. Una búsqueda unificada del espíritu y la materia, con el fin de determinar las leyes que rigen las relaciones de interdependencia entre el cuerpo y el espíritu. Algo que se traslada a la forma poética, ya que, en poesía, forma y fondo deben ser idénticos (Introducción).

En realidad, asistimos a un deseo de trascender este plano de existir. De momento, lo que logró fue pervivir gracias a su trabajo intuitivo, enigmático y sugerente. Es la de Paul Valéry una poesía esotérica e iniciática. La ciencia interior que los místicos han presentido (Introducción). Para él, poesía pura es igual a simple, químicamente hablando (Ibíd, nota 26), que no semánticamente, pues esta se asemeja a un arcano que trata de penetrar en lo esencial.

Valéry dibuja, realiza terracotas, es un gran aficionado al arte (música, pintura, poesía…), la relatividad psíquica es más difícil de dominar que la científica (Introducción). Tuvo gran afinidad con la poetisa mística Catherine Pozzi (1882-1934). También nos será útil recordar el hecho de que Paul Valéry desconfía de los extremos. Durante muchos años vive del mecenazgo. Siempre fue hispanófilo (no se decanta por ninguno de los dos bandos). El espectáculo del universo político me da asco, declara a Salvador de Madariaga (1886-1978); la palabra revolución ya no tiene un sentido históricamente definible, advierte (Ibíd.). Los devotos españoles están representados por Gerardo Diego (1896-1987), Pedro Salinas (1891-1951), Jorge Guillén (1893-1984), Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Luis Rosales (1910-1992) y Miguel Hernández (1910-1942), con los que comparte una poesía pura para la inmensa minoría (Ibíd.).

Hombre admirable -libre-, que declaró que el Estado practica todos los vicios, codicia los bienes ajenos y falta a todos sus compromisos (Ibíd, nota 30). “Gozó” de una parca salud, la constante somatización de su angustia, en palabras de Gregorio Marañón (1887-1960) (Ibíd, nota 32). Interesado en la traducción al francés del Cántico espiritual (1578) de San Juan de la Cruz (1542-1591), Valéry despliega un carácter enigmático, con una vida hecha obra, pasión e intensidad; menos contradictorio de lo que se pretende si atendemos a su naturaleza natal, portador de un vocabulario propio o, mejor dicho, del vocabulario que todos manejamos, abierto a unas interpretaciones ocultas, iluminadas por el canal poético. Subterráneo y submarino, celeste y terrenal, son calificativos que encajan a la perfección en su naturaleza de Escorpio militante, transferible a un ascendente en Géminis (domicilio lunar). Y siguiendo con su imprescindible y esclarecedora Carta Natal (cuánto aclara la ancestral astrología a la hora de comprender la personalidad de un individuo), destaca su Venus en casa cinco (en Virgo) y un Mercurio en casa seis (en el signo solar). Él mismo se calificaba de ego scriptor. No cabe duda. Yo diría que Paul Valéry es más críptico que contradictorio, o en suma, la imagen poética de la contradicción que atenaza al ser humano. El azar y la necesidad es una expresión suya (Ibíd, nota 38). El gusto que tengo para el lenguaje es una pasión, determina (Ibíd, nota 39). Puro Escorpio.

Santa Águeda, de Zurbarán
Crítico original y renovador, es Valéry pese a todo un poeta de lenguaje conservador. Lo que casa con su posición de descubridor de tierras incógnitas, de trascender lo conocido buceando en las aguas del lenguaje, bajo las corrientes de su CEM, fórmula que engloba Cuerpo, Espíritu y Mundo, tres variables interdependientes, conjunción de lo simultáneo y lo sucesivo (es decir, una disposición del Samsara, la rueda budista-hindú de las vidas). Lo simultáneo es la forma en que nos imbricamos con el universo en una conexión personal, específica, y lo sucesivo son las distintas reencarnaciones.

Así, a la búsqueda de un máximo de conciencia posible, emergen de las aguas, ora tranquilas ora procelosas, La joven Parca y El cementerio marino. Lo que, allende las palabras y centrándonos en su siglo, lo asemeja a los neo-místicos herméticos y no al antisemita Carl Marx (1818-1883), como se nos propone en la por otra parte bien elaborada introducción (aunque a veces se interesa más por el funcionamiento positivista que por el posible significado de los sueños expuestos por el autor).

Comenzando por el primer poema, siguiendo el orden cronológico establecido por la edición de Cátedra, era lógico que Paul Valéry adoptara de Nietzsche (1844-1900) el concepto del eterno retorno, si su postura coincide con los postulados del hermetismo y la mística que, bien hermanados, no enfrentados, estamos exponiendo; por mucho que no le entusiasmara el filósofo alemán (la personalidad de Valéry es alargada). De entre todas las etiquetas con que se le ha adornado, precisamente la de hermético (directo o indirecto) -buscador, en definitiva- es la que mejor lo define. De ahí la dificultad de una obra formalmente rocambolesca (segunda parte de la Introducción). Siempre inquisitivo y comunicativo (ya hemos visto la disposición de su Mercurio y el Ascendente, con periodos donde el signo solar opaca los afanes expresivos de dicho Ascendente), Valéry sabe aprovechar para sí mismo las enseñanzas del pasado. De aspecto adusto y carácter cambiante (Júpiter en Cáncer), hace galas de un ímpetu imaginativo (Neptuno en Aries) y una determinación espiritual (Marte en Sagitario) notables. No se puede, por lo tanto, a un nivel astrológico (y perdonen los legos), negar la espiritualidad de Valéry, dentro de la estructura matemática que lo caracteriza, definida por su Saturno en Virgo, y recompensada por Venus en Libra: capacidad de saber transmitir y compartir la belleza, su interioridad escorpiana. Es, por tanto, tarea del poeta dar la sensación de la unidad íntima que se da entre las palabras y el espíritu (de las mismas y del cosmos que las contiene). Algo que va más allá de los preceptos estructuralistas, nominalistas, formalistas, positivistas y posmodernistas que se exponen -irremediablemente- en la Introducción. Valéry demuestra, como en el caso de Cervantes (1547-1616) con su Persíles (1616), que un autor puede elevarse y escapar del constreñido ámbito eternamente teórico y restrictivo de los lingüistas. Sin alma no existe Paul Valéry, sus palabras expresan algo más. De hecho, el poeta no cataloga a los artistas por géneros, sino como diferentes tipos de espíritus, en distintos grados de evolución (Ibíd.).


La joven Parca se despierta a la consciencia por el dolor: el de darse cuenta de las cosas. Es el emerger del conocimiento oculto, el bofetón de esa otra realidad que trasciende los sentidos. Y acepta su condición como inevitable. El destino anímico queda así personificado en un viaje iniciático donde sueño y despertar envuelven a las ensoñadoras valeryanas (Ibíd, nota 50). El camino del despertar consciente no es sencillo, requiere de un esfuerzo continuo, pero la recompensa interior es evidente. La ignorancia constituye la mentira por excelencia, de la que hay que esforzarse en escapar para llegar, por vía del -inevitable- sufrimiento, a cierta armonía con el universo (Ibíd.). En este sentido, no es baladí que el autor emplee la versificación libre: Valéry está sujeto, como punto de partida, a un patrón global incluso a través de la forma métrica. Pero trata de liberarse alegóricamente de ella. Establece un plan y sabe que la toma de conciencia conlleva un sacrificio, que puede ser distinto en cada persona (es lo que ocurre cuando huimos de la estandarización ideológica de la masa, como por otra parte supo advertir el gran José Ortega y Gasset [1883-1955]). Memoria de mis desciframientos interiores, denomina Valéry al poema. Meditación con desdoblamiento de personalidad (Ibíd.).

Destaca el verso Poderosos extraños, inevitables astros. La protagonista comienza a vislumbrar de forma segura esa otra realidad. Y avanza en sus implicaciones. Todo aquí nacer puede, de una espera infinita. Ve a buscar ojos ciegos a tus danzas macizas (…) yo estoy velando. Hermético lenguaje, me atrevo a decir que casi como las cuartetas de Nostradamus (1503-1566). La consecuencia es lógica. Adiós a mi yo mortal / Mi carne antigua ya inservible. Más que una personificación, nos hallamos ante una traslación anímica voluptuosa: contenta de conocerse a sí misma -en el buen sentido-, de poder pasar del desconocimiento al conocimiento, la persona se conturba con todo el cambio de paradigma que esto conlleva, el vislumbrar la (in)certidumbre, sin sacrificar por ello la celebración de la apertura de conciencia, de la luz. En esta rubia pulpa plasmarse el sol pudiese. Una cosmogonía entre modernista y pura. Por algo, como señala Ricardo Gullón (1908-1991), el simbolismo francés proviene de los místicos españoles y de la poesía arábigo-andaluza (Ibíd, nota 71). Me permito añadir que convendría adentrarse con conocimiento de causa en la correspondencia adyacente que se da entre personalidad zodiacal, intencionalidad anímica y obra literaria. Para, de este modo, no permanecer siempre chapoteando en la superficie. Solo así podrá avanzar el análisis de la literatura, incluso en los casos más aparentemente nimios o inconscientes.


A veces lo mejor es dejarse llevar, no oponerse a la llamada del conocimiento (que puede llegar en cualquier momento de la vida, aunque no a todos con la misma intensidad). Porque si nos entretenemos en desentrañar la intencionalidad del autor sin la clave de acceso, no gozaremos mucho de (la interpretación de) la lectura. Esto se hace particularmente efectivo en la poesía pura y surrealista; o en el caso de Paul Valéry, ¡para el que bien valdría el “epitafio” de antes muerto que sencillo! Simbolismo es, en definitiva, tratar de conectar, de entender. Y como toda vivencia profunda e individual, no resulta fácil de transmitir. Así, la poesía simbólica se presta de modo especial a esta aparente confusión, ahondando en la experiencia (en el significado) de las palabras.

Cuánto crecer puede en mi noche curiosa / de mi alma separada la parte misteriosa / y de ensayos sombríos profundizarse mi arte. Respirar esta rosa sin par quiere la muerte: pero, ¿acaba todo con ella? Tal parece que no. Además, Valéry refleja la aprensión de ceder nuestro puesto material, de dar el “gran salto” al otro lado, a lo ignoto. Uniendo el alma con eternos retornos: núcleo sustancial que late en La joven Parca.

Ahora bien, como ya he anotado, es este un camino no exento de dificultades. El conocimiento exige renuncias, clarificar o redescubrir conceptos tradicionalmente expuestos, encontrarse a sí mismo y hacer frente a las “tentaciones” de muy diversa índole. La vida de mi jamás tendréis, espectros. Yo nunca alumbraré a sombras deleznables. Y mi alma no os concede su centella tampoco. Cuánta suerte (vidas) echada locamente diversa criando voraz olvido. ¿Tanto ha de dejar de pensar en sí mismo / quien encuentre las huellas de estos mis pies descalzos? Sobre el altar terrible de todos mis recuerdos (…) volviendo al gracioso estado del orbe reidor. Asoma la pérdida de memoria de nuestras vidas anteriores, tan solo refulge la posibilidad de las vidas por venir, y la reunificación con la Divinidad; en consecuencia, destaca la equiparación del Nacimiento con la Parca (la desaparición material), en un entrelazamiento de ambos conceptos. Algo que a la larga exige determinación y fortaleza (enfrentamiento con los espectros y las sombras deleznables), el humano arrepentimiento por las ocasiones perdidas (otra fase importante), y el cuestionamiento acerca de nuestro ser futuro (¿conservaremos la conciencia de lo que fuimos? Ciertamente no en las nuevas encarnaduras, pero sí en la reunificación del alma con Dios).


¿Por qué sorda ilación / la noche, de los muertos, al día te volvió? Vidente interior (…) me abandono a este feliz descenso. El poeta, como vidente, como puente entre la luz (el conocimiento) y lo ignoto (la noche muestra otro tipo de conocimiento, que se adapta al que ya conocemos), encuentra en las palabras su modo de expresión. Vuélvete a la semilla y a la oscura inocencia. Comienza la aceptación de otro renacer, donde el alma es consciente del designio divino, particularizado y sin renuncia del albedrío. De este modo, la aceptación de la muerte no es contemplada como el final, sino como un final, la antesala de otro comienzo. Tus entrañas preñadas de luz y creaciones. Estamos a las puertas de otro principio hermético básico, por el que no perdemos nuestra consciencia (esto que ha sido objeto de tanta angustia existencial, sobre todo a partir del siglo XX): Sigo siendo la misma a quien absorbes; esto es, sin pérdida de la identidad individual (o identidades individuales), como venimos anotando. No cabe ser más herméticamente moderno. Del goce de nacer retorno dulce y fuerte.

En un principio, El cementerio marino se iba a llamar Mare Nostrum. No es que pase de los vivos a los muertos en su concepción esencial, sino que ambos aspectos quedan interrelacionados con el nuevo título. Disponemos de una buena trasposición gráfica del Cementerio en la Introducción, que dibuja un triángulo en cuyos vértices se sitúan el sol, la relatividad del hombre y el no-ser de la muerte. Me permito afinarla. En el vértice superior de dicho triángulo resplandece el sol natal (nuestro yo principal), en el izquierdo el Ascendente (nuestra puerta de acceso a los demás), y en el derecho la luna (nuestro yo subconsciente, el estado anímico).

Es una idea que sintetiza los parámetros vitales de Paul Valéry. La personalidad logra la universalidad por medio de la figura geométrica ancestral, a través del yo, tres veces repetido -no escindido, sino integrado- (Introducción, los añadidos son míos). De este modo, cada estrofa consigue unidad individual sin adulterar la unidad superior del poema (Ibíd.). Una traslación prácticamente matemática entre espiritualidad y obra artística, acorde con la personalidad “científica” -ergo abierta- de Paul Valéry.

A partir de la estrofa IX comienza la meditación sobre la muerte, y de la XV, la unificación entre cuerpo, espíritu y mundo -universo o anima mundi, esto es, la reunificación con la Divinidad-. Así, el cementerio marino es ese lugar del que todo nace. Más aún, del que todo vuelve a nacer. Casi un paisaje primigenio en cada verso (al menos, estas son mis sensaciones). Pero en lugar de profecías hacia delante, en el tiempo futuro, estas vuelven la mirada hacia atrás, con vistas a un eterno retorno. Una imagen atávica y mítica, anclada -apresada- en un determinado momento de nuestra historia (hidra absoluta), por parte del médium que es el poeta. Las palabras son entonces conductores de esa otra realidad velada, no física pero cierta. Una conexión que para Paul Valéry es tan importante como los sonidos, la cadencia rítmica o la métrica (ya aclaramos que forma y fondo se imbrican).


La relación de esta espiritualidad -adscripciones religiosas aparte- con la Divina Comedia (Divina commedia, 1321) es pertinente. En los poemas de Valéry subyace un trasfondo secreto y metafórico, individual y colectivo, interior y paisajístico. Un éxtasis pagano y deseo de fusión amorosa con el universo, que sitúa al contemplativo allí donde subyace y palpita la reencarnación, labores puras -esenciales- de una causa casi eterna. De la abisal Parca (siempre lo es el miedo de adentrarse en lo desconocido) al cementerio que renace (de la muerte a la vida). Un hermetismo poético que nos sitúa fuera de la temporalidad habitual, que es en la que nos desenvolvemos.

Por consiguiente, la bienaventurada existencia de un alma desencarnada es posibilidad contemplada; sin embargo, por intervención del traductor y responsable de un apéndice, Renaud Richard (-), queda pronto confinada al eterno magma de esas interpretaciones idealistas (vaya por Dios); para más INRI, al mundo de los espejismos ante la muerte, confundiendo la mortalidad corpórea del ser humano con la mortalidad total y absoluta del alma humana. Pero esta abisal diferencia parece que no se quiere ver por parte del crítico y traductor del texto –lo que es más chocante-. El texto de Paul Valéry para nada desmiente la vertiente esotérica (y exotérica), por mucho que se pretenda lo contrario (esta visión sí es contemplada en la Introducción, en edición tan legítima como esquizofrénica). Hasta alcanzar el sinsentido de afirmar que tan feliz sentimiento de eternidad se debe al hecho de ser consciente de su carácter perecedero (Apéndice I), “fabuloso” retruécano filológico.

Total, que la toma de consciencia no ha perdurar como argumento, por lo que todo el contenido espiritual anteriormente esgrimido se ha de someter al Imperio del Intelecto. Salvo que temo que a Valéry todo esto le preocupaba un ardite.

Richard incluso llega a acusar al autor de perpetrar un contrasentido (sic). Demasiado expeditivo para un texto poético que si por algo se caracteriza es por su apertura de miras, éticas y estéticas, por su incorrección positivista. Todo vale para hacer encajar dicho texto en la nobleza y tormentos del racionalismo ateo. Necesarios para abordar adecuadamente el estudio de la obra. ¡Modestia aparte! De hecho, no dudo de la nobleza y los tormentos del racionalismo ateo que esgrime Renaud Richard, lo que sucede, sencillamente, es que yo no los percibo en el texto.

Reunification of the Soul, de Jacqueline Argoz
Esta vertiente no espiritual se trata de confirmar trayendo a colación el Mito de la Caverna de Platón (427-347 a. C.), para contraponerlo a un Valéry que fija lo verdadero (entendido como su experiencia personal) por medio de nuestros sentidos. Todo lo contrario, Valéry no afirma tal cosa, sino que está de acuerdo con Platón. No es que no desee someterse al imperio de los sentidos; al fin y al cabo, son las únicas herramientas puestas a nuestra disposición, sino que entiende -o trata de entender- que la realidad física y espiritual no se acaba en aquello que percibimos a través de los mismos, por lo que se hace necesario trascender el soma y ampliar nuestros sentidos proporcionándoles una realidad -posibilidad- mental, ya que no se nos alcanza la experiencial en el presente plano de existencia. Su cielo bello y vero no se ve tan solo con los ojos de lo material (El cementerio marino). Si la consciencia del humano cambia es precisamente por vía de esta visión que va más allá de lo corpóreo. Con lo que tildar a Valéry de ateo me parece profundamente arbitrario.

También se toma en este apéndice el término sombra al pie de la letra. Algo arriesgado teniendo en cuenta que nos movemos en el espectro del simbolismo, aparte de la interpretación espiritualista que yo estimo, y que de alguna manera está enraizada en dicha corriente de la poesía. El simbolismo, como el surrealismo, poseía un ramalazo espiritual, todo lo oblicuo que se quiera, sin desligarse del pensamiento ideológico de sus fundadores y sostenedores: trataba de hallar esa parte del espíritu en lo material. Aspecto espiritual que enlaza con el ámbito religioso y confesional, pero que no siempre han de ir juntos de la mano. En cualquier caso, es curioso cómo un estudio crítico puede asfixiar una interpretación -o tratar de hacerlo- que se atreva a ir más allá de lo corporal, “lo lógico”, a favor de un posicionamiento ideológico marcado a fuego. A partir de ahí, el resto del apéndice es mero apendicitis, es decir, la continuación y engorde de los prejuicios que sustentan la tesis anti-espiritual que iremos desgranando. Advierto de esta lectura, más interesada que interesante, no porque no tenga derecho a existir, sino porque condena a las demás a un ostracismo rampante en nombre del saber filológico. Lectura abocada a la “irreductible pluralidad concreta” (es decir, desechada toda individualidad que, como tal, solo puede ser idealista; el tropo tiene lo suyo). La caducidad temporal del ser humano, puesta en cuestión, no es solo tal, sino además “irremediable” (entrecomillo las citas extraídas del apéndice, para distinguirlas de las del texto de Valéry), como si el que pensara otra cosa estuviera loco. Por descontado que yo me atrevo a proponer la lectura contraria, con el ánimo de que cada lector escoja la que mejor le convenga.


Por ejemplo, el exégeta parece ignorar que, como bien señaló Jung (1875-1961), la sombra es contrapartida de la luz, un oponente más que su excluyente. Desde luego que el empleo de ambas palabras por parte de Paul Valéry no es casual. El frágil moverse del que nos habla el poeta tampoco excluye la posibilidad de un renacer o un más allá (otra realidad de las cosas), como no se escinde en los poemas lo pagano de lo sacro, porque ambos se entrecruzan. De todos modos, pasar a defender las “metamorfosis rítmicas” del Cementerio marino desechando la posibilidad de la metamorfosis espiritual tiene su mérito. Si tomamos el verso expuesta el alma a teas solsticiales, para el responsable del apéndice las teas no pueden simbolizar sino ¡la razón objetiva! En modo alguno los llamativos contratiempos o adquisiciones anímicas de todo orden. Como si lo profano naciera reñido o formara parte de una naturaleza distinta a la del alma.

Y así con otros ejemplos del texto, incluida una interesada interpretación de la cita de Píndaro (518-438 a. C.) con que Valéry abre su poema. Repito que no estamos diciendo que esta otra interpretación no quepa, sino que la aplicación de la supuesta superioridad moral “de una razón crítica(Apéndice I) no puede ser tomada como elemento de juicio filológico determinante, en ningún caso. Más cuando se hace con pomposa suficiencia. La teoría contraria puede ser, asimismo, indemostrable, por la propia indefinible naturaleza del poema, simbolista y, por lo tanto, abierta. Empezando por el mar como símbolo de la vida. Pero sigo pensando que es la que mejor se ajusta a los principios de Paul Valéry.

Por eso, ante conclusiones como la de que el poeta nos hace partícipes de “el fracaso de su introspectiva(Ibíd.) no cabe sino admirarse. ¡Tantos versos para alumbrar un fracaso! Por el contrario, creo que esta capacidad de trascendencia que defiendo, aún dentro de la incapacidad sensorial del ser humano, conduce al poeta hacia el mundo que le rodea, orillando la posibilidad que va más allá de los sentidos, vislumbrando en el esforzado recorrido, lleno de dudas, anhelos y quejas, las imágenes de nuestro pasado gentil (algo más que pagano: el paganismo no es más que otra forma de asumir la espiritualidad, una “confesión” distinta).


¿Es que este ámbito pagano ha de quedar exento de otros mundos de misterio, de la posibilidad de otras vidas, al margen de cómo cada religión haya aceptado e interpretado dicha vía? No sorprende entonces que Richard, hecho un lío, hable de “tan enigmática contradicción(Apéndice I). Que la muerte es el destino del poeta no cabe la menor duda. Lo es de todos nosotros. Que todo acabe con ella sí o sí, es tan solo especulación por parte del responsable de esta parte de la edición (muy superior en todos los sentidos resulta la Introducción de su compañera Monique). Para este, la búsqueda puede ser existencial (en el sentido de angustiosa), pero nunca espiritual. Qué cosas. Según esto, el “conocimiento más claro” solo puede provenir de lo primero. La toma de conciencia no puede ser de consciencia.

Yerra el resto de la exégesis al no separar confesionalidad de espiritualidad (aparte de que Valéry no hace sangre de lo primero). Todo lo que se asevera con rotundidad en este cansino y empecinado apéndice puede ser rebatido.

Por ello pienso que El cementerio marino no es tan solo estético, a modo impresionista, sino esotérico; o al menos, críptico, iniciático. Como las referidas cuartetas de Nostradamus. Y la noche en su aprisco recogía / un gran rebaño de errantes estrellas. Yo aquí veo integración, no disgregación. De igual modo que en dulce es el amargor y claro el ánimo… percibo el deseo de superar las dudas y padecimientos de una vida de conocimiento no exenta de limitaciones físicas y fastidiosos trabajos (cuando no desdichas sin cuento).


El universo y el ser humano no están en oposición, sino en sincronicidad. Soy en ti la secreta novedad (…) el don de la vida ya pasó a las flores, último don, de dedos amparado, todo se entierra y se somete al juego (El cementerio marino). De ningún modo se puede derivar de estos versos u otros “la mortalidad del alma” como premisa definitiva o representación de la “ineluctable dictadura de las leyes mortíferas de la naturaleza” (como bien supieron ver Pedro Salinas, Jorge Guillén o Gerardo Diego). A asentar “el noble rigor del ateísmo racionalista del poeta-filósofo” parece destinado este apéndice, que condena al fuego eterno la (posibilidad de la) inmortalidad del alma, “una tentación que todo racionalista sabe y debe vencer”, en pos de una conquista intelectual. El exégeta es muy fino al presentar exentos algunos de los versos en dicho apéndice; es decir, sacándolos de su contexto global para infundirles una interpretación estricta que se ajuste a su hipótesis. Así ocurre con -el siempre críptico- muere asimismo el santísimo antojo. Sacado de su contexto, que es la estrofa XVII, este verso puede dar a entender la muerte de la santidad, en consecuencia, de lo espiritual. En la correlación debida, este verso ejemplifica (o puede ejemplificar, no pretendemos sentar ninguna cátedra) justo lo contrario, que el alma se siente desfallecer como tantas veces ocurre en la mística, ante la asunción casi inabarcable de esa otra realidad, la dificultad, en suma, de ser consciente de cuanto nos rodea allende nuestros principales y más desarrollados modos de percibir. La duda es algo connatural, lógico es entrar en pánico; sin embargo, mi presencia (mi yo) es porosa. Reconvertida en otra persona, el alma del texto no puede ser vista -por Richard- sino como una “mise en abîme(Apéndice I), una muerte total e inevitable. Por lo que no duda en calificar la postura espiritual de “la cobardía filosófica del racionalismo deísta” frente al ateo, “riguroso y meditado, ¡hidalgo y humilde!” (las exclamaciones son mías, los calificativos suyos; Ibíd.).

La aceptación de la muerte (y sus posibles reincorporaciones) es sin duda un tránsito duro para Valéry (como para casi cualquiera). Todos nos resistimos a abandonar lo que ya conocemos. Pero de ahí a asegurar con tanta autoridad y obcecación, rayana en la inquina, un ateísmo “sarcástico” del autor, media un abismo -ahora sí- que los mismos versos pueden refutar. De la misma forma que la joven Parca afronta la fatalidad de la muerte y sortea la tentación del suicidio.

Imagen del Uróboros
No se puede, entonces, negar esta otra posibilidad, la que ando exponiendo aquí, cuando las piezas del puzle encajan. Incluso aunque no alcancemos el nivel de perfección e inteligencia de Renaud Richard y todas las letras francesas con que se acompaña en sus apreciaciones. Realmente creo que esto sería ir en contra del propio anhelo espiritualista que se concreta en el anagrama valeryano CEM antes citado, que a su vez entronca con la sabiduría esotérica de lo que es arriba es abajo, fundamento clásico del hermetismo y hasta de sus modernas derivadas psicoanalíticas. Es en este sentido que podemos considerar El cementerio marino como un poema solar, en tanto que La joven Parca lo es lunar.

Suspiro de la mar, un aura fresca / me vuelve mi alma… ¡oh, salada potencia! / a ella corramos, de ella a renacer (El cementerio marino). Verde y con asas (este verso tan malo es mío). Si estos versos no despejan nuestras dudas, no sé qué lo pueda hacer. Así como la imagen última presentada por Valéry del uróboros - hydra final: que te remuerdes la fúlgida cola (Ibíd.). “Imagen tan cerrada sobre sí misma, para Richard, que es incapaz de desembocar en otra eternidad”. Todo lo contrario, desde antiguo, esta imagen representa el renacer espiritual y también carnal de la vida humana (o en plural), lo que lleva aparejado un marcado esfuerzo personal. “El poeta filósofo ha vuelto a su punto de partida”, para Richard. Para mí, ha alcanzado el siguiente estadio de su etapa evolutiva. Incluso psicológicamente, no se puede recomenzar un ciclo siendo el mismo. Así, por muchos miles de ídolos solares, reflexiona Paul Valéry (El cementerio marino).

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (LXX): El terror llama a su puerta, de Fred Dekker, y Golpe en la pequeña China, de John Carpenter

14 febrero, 2020

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Un experimento lanzado al espacio por una nave alienígena cae a la Tierra. Lo que nos faltaba. En ese momento nuestro planeta atraviesa el año 1959 y la cápsula se precipita en un bosque cercano a una zona residencial de estudiantes, en la población de Corman. Seguro que el lector más avisado ya sabe a quién hace referencia este nombre.

Con tan mala suerte que ese día -esa noche, cabría precisar-, un chiflado de los de atar se ha evadido de un psiquiátrico. Todas estas fuerzas “telúricas” confluyen en el estupendo coche de época de Johnny (Ken Heron) y su novia Pam (Alice Cadogan).

Ahora saltamos a 1986, sin movernos del mismo sitio. No sabemos qué habrá sido del pernicioso experimento o del chiflado que anda suelto, pero pronto lo vamos a averiguar de la mano de los estudiantes ochenteros Christopher Romero (Jason Lively) y James Carpenter Hooper (Steve Marshall), apodado J. C. (a mí me decían lo mismo en el cole). Llegados a este punto, retomamos la cuestión de los guiños onomásticos que hacen referencia a indiscutibles clásicos del género. A los citados podemos añadir los de Landis, de homicidios (Wally Taylor), Cynthia Cronnenberg (Jill Withlow), el sargento Raimi (Bruce Solomon) o el Inspector Cameron (Menzies, supongo; Tom Atkins). Este último incluso llega a referirse a Chris y J. C. con los sobrenombres de “Spanky” y “Alfalfa”, apelativos de los protagonistas de la mítica serie de Hal Roach (1892-1992) La pandilla (Our Gang, 1922-1944), que nos fue ofrecida a los españolitos más jóvenes en el espacio televisivo La bola de cristal (1984-1988).


El caso es que es la Semana de Promoción y todos los alumnos del campus están muy contentos y adornan los árboles con papel higiénico. ¡Por algo van a ser los ciudadanos del futuro! Además, Chris bebe los vientos -lo típico- por Cynthia, y para tratar de pasar el mayor tiempo posible con ella, los dos chicos intentan ser admitidos en la hermandad estudiantil de los Betas, elitistas y pomposos. El líder de esta hermandad es el rubiales Brad Buster (Allan Kayser). Para ingresar, se les propone pergeñar una gamberrada, consistente en dejar un cadáver de pega a las puertas de la residencia femenina.

Hasta aquí, todo normal (icono de risa). ¡Pero el complejo universitario esconde algo más en los pasillos de la Facultad de Medicina! El encargado del laboratorio (David Paymer) recibe la visita de Chris y J. C., que se afanan en adquirir su fiambre. Y lo logran. Pero este lleva algo dentro: una de las babosas corretonas que formaban parte del experimento alienígena. Imagine la que se organiza en el campus.


Pese a que J. C. está impedido por una lesión temporal y emplea muletas, corre que se las pela cuando el cadáver del laboratorio se pone de nuevo en marcha. Siendo malo esto, lo peor está por venir, porque el cuerpo de Johnny, que ha permanecido congelado hasta ahora en una cámara criogénica, es como digo portador de unas poco amistosas criaturas de procedencia extraterrestre (ha de ser un planeta con bastantes malas pulgas).

No hay remedio. Criaturas del espacio han invadido la Uni y se propagan como las ideologías políticas, de prisa y corriendo, y comiendo -literalmente- el coco de las personas. Hasta se las apañan para resucitar el cuerpo descompuesto del chiflado que se escapó del manicomio. El psico-zombi regresa a la muerte en vida con su hacha, y otros compañeros de estudios también se verán afectados por la dolencia. De hecho, la población se llena de zombis: no por afanarse en sus estudios, de forma metafórica, sino por ser víctimas de esas diabólicas posesiones extraplanetarias. Se puede decir que la amenaza corre de boca en boca. Como asegura uno de los recién graduados, lo vamos a pasar de muerte.

Pero el amor sobrevive incluso a los zombis. El que Chris siente por Cynthia, y el que se profesan los dos amigos estudiantes, bichos raros en sí mismos, en el mejor de los sentidos, dentro de ese microcosmos que es la universidad. Enfrentándose con coraje a los escurridizos seres, con ayuda del inspector Cameron, se pone coto a la invasión, hasta la película que viene.

Aun esbozada, la relación entre los dos protagonistas masculinos es una de las bazas de la película. Como demuestra el mensaje en casete que J. C. le deja a Chris. No es extraño que cuando este liga, a J. C. le siente un poco regular. Por otro lado, el escenario de la residencia femenina es pródigo en los topics del género: chicas hermosas, sugestivas toallas y una cita para el Baile de Graduación. A los que Dekker añade alguna que otra revista pulp y el recuerdo (lo mismo que en Dante) de alguna antigua película del espacio emitida por TV; materia con la que están hechos los sueños que nutren esta y otras realizaciones. Sin olvidar la presencia ineludible de Dick Miller (1928-2019), en esta ocasión, como el encargado del depósito de armas de la policía.


Escrita por el propio director Fred Dekker (1959), El terror llama a su puerta (Night of the Creeps, Tri Star-Fox, 1986), se ajusta al patrón desbocado de operetas estudiantiles con elemento fantástico, caso de Movida en la Universidad (Zapped!, Robert J. Rosenthal, 1982), Christine (Íd., John Carpenter, 1983), De pelo en pecho (Teen Wolf, Rob Daniel, 1984), Escuela de genios (Real Genius, Martha Coolidge, 1985), Mi experimento científico (My Science Project, Jonathan R. Betuel, 1985), Noche de miedo (Fright Night, Tom Holland, 1985), El vampiro adolescente (My Best Friend Is A Vampire, Jimmy Huston, 1987), Matinee (Íd., Joe Dante, 1993) o The Faculty (Íd., Robert Rodríguez, 1998). No es cine con mayúsculas, pero se lo pasa uno muy bien con estas minúsculas. Aparte de los recuerdos que nos trae. Dekker lo volvió a intentar, siempre sin armar mucho alboroto crítico, con la simpática y puede que más conocida Una pandilla alucinante (The Monster Squad, Tri Star-HBO, 1987). Ya había proporcionado el sustento de la simpática House, una casa alucinante (House, Steve Miner, 1985), sabrosa carne de videoclub que aún muchos recordamos.

Y ahora vamos con el segundo ejemplo propuesto para este mes.

Se trata de Golpe en la Pequeña China (Big Trouble in Little China, Fox, 1986), en la que, curiosamente, el realizador John Carpenter (1948) no participó en el guión. La película fue escrita al alimón por Gary Goldman (1953) y David Z. Weinstein (-), con un definitivo barniz final a cargo de W. D. Richter (1945), el responsable de las estupendas Nickelodeón (Íd., Peter Bogdanovich, 1976), La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Philip Kaufman, 1978), Drácula (Dracula, John Badham, 1979) y Brubaker (Íd., Stuart Rosenberg, 1980), entre otras. Los efectos especiales se debieron a Richard Edlund (1940), definidor de la década de los setenta y ochenta, y la fotografía al habitual colaborador del director, Dean Cundey (1946). Destacan, además, unos buenos decorados de John J. Lloyd (1922-2014). La música sí la puso Carpenter, en consonancia con Alan Howarth (-).

Tras uno de sus laboriosos recorridos, el transportista Jack Burton (Kurt Russell) llega hasta el barrio de la Pequeña China, en pleno corazón de San Francisco (EEUU). Allí se reúne con su buen amigo Wang Chi (Dennis Dun) y otros colegas del mercado chino para pasar el rato. Y se les va la noche. A la mañana siguiente, Wang tiene que recoger en el aeropuerto a Miao Yin (Suzee Pai), su prometida desde niños, y Jack le acompaña. Pero la joven es secuestrada (sin que la gente del aeropuerto se inmute: vamos a considerarlo un apunte sardónico de la sociedad actual) por los secuaces de David Lo-Pan (James Hong), un ser que está maldito porque sus fuerzas no están equilibradas. Su carne y sus huesos están atomizados, aclara el tío Chuck (Chao Li Chi). Ante este reto imprevisto, Jack y Wang se afanan por rescatar a la chica, con la ayuda del maître Eddie Lee (Donald Li), la intrépida reportera Margot Lizenberger (Kate Burton), su amiga Gracie Law (Kim Cattrall) y Egg Shen (Victor Wong), que, aunque trabaja como conductor de un autobús turístico, está en buenas relaciones con la magia y los entresijos de la Pequeña China.


Razones tiene Jack para intervenir, puesto que en la refriega callejera que sigue a su regreso del aeropuerto, los miembros de una de las bandas que combaten en un callejón le han birlado su camión, apodado Pork Chop Express (algo así como el complemento filial de Convoy [Íd., Sam Peckimpah, 1978]).

El grupo de rescatadores comienza su periplo por El Tigre Blanco, una casa de trata de blancas y prostíbulo. Aquí se desencadenan todos los demonios. Luego, resulta obligada la visita más o menos prefijada al establecimiento Wing Kong, auténtica guarida de asesinos de Chinatown.

La acción que imprime John Carpenter, sostenida por el buen ritmo, medido pero con apariencia de ir sobre la marcha, proporciona a la película cierto aire de improvisación calculado. La acción del relato se condensa en unas pocas horas y días.


Jack está empeñado en recuperar su camión, porque es su medio de vida. Yo nací dispuesto, asegura con divertida presunción. Al igual que Plisken el Serpiente, de 1997, Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981), los problemas van a él como un imán. Es el epítome del héroe “chungo” pero carismático, es decir, que no las tiene todas consigo pero logra salir airoso. Como sucede en la imaginativa lucha en el “salón del trono”. Con todos los defectos humanos del mundo, es el tipo de personaje que se posiciona al lado de lo justo -aun a la fuerza-, volviendo a rodar en solitario al término de la aventura.

Cabalgando entre la modernidad y la tradición se desenvuelven los protagonistas de nuestra historia. La Pequeña China actúa como metáfora tanto material como argumental de una cosa que se inserta en otra. Así, los aspectos mágicos del relato incluyen los palillos o huesecillos chinos, las consabidas poses marciales y un escenario de pasajes por donde circula la sangre negra de la Tierra. Un lugar poblado por criaturas de las profundidades, espíritus malignos, guaridas subterráneas, compartimentos secretos, corredores con trampas, una cámara de los horrores sumergida y algún demoñuelo al que apaciguar. La nómina incluye una pócima vigorizante (a todas luces sicosomática) y un “Quasimodo” que se lleva a Gracie cuando todos se las prometían muy felices. Los chinos lo mezclan todo; cogemos lo que queremos y dejamos lo demás, asegura Egg. Y esto se refleja en la trama. Menos mal que, como asegura el mismo personaje, al final, el caos se convertirá en orden.


Tras los entresijos y engranajes de Golpe en la Pequeña China, subyacen los relatos de Sax Rohmer (1883-1959), el ambiente de narraciones cinematográficas como las de Mister Wong, interpretado por Boris Karloff (1887-1969) y en alguna ocasión por Bela Lugosi (1882-1956)-–incluido un presupuesto entre holgado y ajustado-, y las publicaciones pulp de ambiente oriental (recordemos al pseudo Sherlock Holmes Harry Dickson, del belga Jean Ray [1887-1964], en aventuras como Los ladrones de mujeres de Chinatown [Les voleurs de femmes de Chinatown, 1932] o cómics como los de los igualmente belgas Georges Prosper Remi, Hergé [1907-1983] y Edgar P. Jacobs [1904-1987]). Incluso algunos trabajos especialmente atmosféricos de Jackie Chan (1954), como La furia de Chicago (The Big Brawl, Robert Clouse, 1980) o Kung Fu Yoga (Gong fu yu jia, Stanley Tong, 2017). A todo este mundo de fantasía trata de rendir homenaje Golpe en la Pequeña China. Y el resultado es entretenido y satisfactorio.

Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (XC): Culpable sin rostro, de Michael Anderson

02 febrero, 2020

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Los géneros literarios o cinematográficos son porosos, permeables. Así, nos encontramos con películas que se adscriben al western pero que participan de elementos estéticos y narrativos del cine negro (Cielo amarillo, William A. Wellman, 1948, pongamos por caso), comedias que son musicales, ciencia ficción policíaca, relatos épicos sazonados por el terror, películas de acción con un acusado suspense, o como en el caso que nos ocupa, un drama judicial de época colonial con ingredientes que rozan lo fantasmagórico y dan en la diana de lo psicológico. Ello sin tener necesariamente que caer en los extremos de mixtura textual a que nos vemos sometidos en la actualidad, porque ya está todo contado y hay, no ya que epatar, sino mantener la atención del espectador en la era de los móviles.

Ante el entusiasmo que muestra el futuro alférez Drake (Michael York), que espera que su periodo de instrucción de tres meses en un regimiento -del que oportunamente no se nos facilitan más señas-, sea lo más fructífero posible -y lo será-, replica su acompañante Millington (James Faulkner) que tenemos una visión distinta de nuestra permanencia aquí. En efecto, el primero desea emprender una provechosa carrera en el ejército, en tanto que el segundo no se siente en absoluto motivado e, incluso antes de llegar, está deseando buscar una excusa para escapar del acuartelamiento. Ambos personajes arriban por tren al emplazamiento de este regimiento, situado en la India. Como es costumbre inglesa, allí los oficiales viven apartados en sus zonas de labor y recreo, sin apenas mezclarse; de igual modo que los reclutas no pueden dirigirse a un oficial de más alto rango si este no se ha dirigido antes a ellos.

Es exactamente como imaginaba que sería, proclama Drake cuando acceden a las dependencias. Este lugar me ha obsesionado desde niño, responde Millington, más para sí.

Antes de seguir, Culpable sin rostro (Conduct Unbecoming, Somerville House Releasing/Lion Syndicate, 1975), está basada en una pieza teatral de Barry England (1932-2009), adaptada por Robert Enders (1919-2007). Como iremos viendo, la obra pulsa varios resortes: la supremacía cultural, la tradición -no deben confundirse-, le leyenda que echa por tierra la realidad, el honor personal y el valor de la pertenencia grupal, la sumisión a la colectividad, sea del orden que sea… El título original podemos traducirlo literalmente como conducta impropia.


En la narración subyace el respeto a una institución venerable, de innegable fascinación, y necesaria, como es el ejército. Lo que no ha de entremezclarse con las culpas de unos sujetos que son militares. No es lo mismo, y conviene distinguir el “matiz” para no caer en el maniqueísmo ideológico que, aún hoy, se observa por parte de algunos analistas a la hora de abordar asuntos como nuestra Guerra Civil (1936-1939) o, más recientemente, la inculpación de todo un estamento en torno a la desaparición de Santiago Corella, el Nani (1954-1983) o el caso Almería (1981).

Frente al conflictivo Edward Millington, renegado de sus obligaciones con la milicia, el buen recluta es Arthur Drake. Que habrá de madurar -y lo hará- pero que resulta puro. En el sentido de que tiene las convicciones claras. Además del periodo de instrucción, sobre el que la obra teatral y cinematográfica pasa de soslayo con buen criterio, al ser la parte más previsible y manida, Drake habrá de hacer frente a una situación imprevista y poco grata, como la de tener que actuar de “abogado” defensor de Millington. Ambos progenitores habían servido en ese mismo regimiento en el que ahora han recalado los hijos. Forman parte del orgullo de la milicia, de los pilares de la nación, del Imperio. Por el contrario, Millington es respondón, cínico e impertinente. Un carácter nada propicio –en principio- para someterse a la disciplina militar, aunque idóneo para convertirse en el chivo expiatorio del conflicto que se va a desarrollar. Sin embargo, como reza el sugestivo título en español, al culpable aún se le ha de poner rostro.

Haciendo elipsis de esos aspectos más predecibles de la vida en el cuartel, la trama puede centrarse en lo que interesa contar. Algo que parece que pudo ocurrir de verdad, como nos hace pensar esa penúltima fotografía que antecede los títulos de crédito finales.


Retomemos la cuestión. El día de la llegada de Millington y Drake es el de la celebración del Aniversario de la Batalla de Rajchapur (nombre ficticio, pero que sitúa la acción en 1878). La ceremonia otorga de forma simbólica al desaparecido capitán John Scarlett, muerto en acción de guerra, la Cruz Victoria. Un deber o costumbre que parece haberse anquilosado, fosilizado, desde hace tres años. La viuda de Scarlett, Marjorie (Susannah York) está presente durante el acto. 

Mientras este tiene lugar, Drake y Millington son recibidos por el sirviente y ayuda de cámara indio Pradah Singh (Rafiq Anwar), y convenientemente aleccionados por el teniente Fothergill (Michael Culver). Hasta el abuelo y el padre de Pradah Singh sirvieron con orgullo en este regimiento. Por su parte, Fothergill les previene acerca de la señora Scarlett, ya que, como se suele decir, aún está de muy buen ver, y parece que ya ha habido anteriores problemas de flirteo por parte de algunos soldados. Ella forma parte de nuestras vidas aquí, concreta el teniente. Pese a todo, cierta fama de locuaz o “pervertidora” precede a la señora Scarlett, como comenta, medio en broma medio en serio, el mayor Alistair Wimbourne (Christopher Plummer).

El coronel Strang (el excelente Trevor Howard) es el responsable de cuanto concierne al regimiento. Su hijo Toby iba a seguir mi carrera, la tradición. Pero murió en la misma incursión que el capitán Scarlett. Para el coronel, la antedicha ceremonia es algo que uno cree deberle al pasado; es decir, cree en el honor y el respeto a los fallecidos. El personaje tiene la sensatez que proporcionan los años, e insta a asimilar la historia y tradición del regimiento.


Es evidente que el alférez Millington y la señora Scarlett se atraen mutuamente, aunque la simpar viuda rechaza con claridad las pretensiones y arrebatados envites del joven (puede que no así las de otros). Pero Millington está dispuesto a hacer (casi) cualquier cosa para ser expulsado de la institución.

Las fallas de la milicia británica son, en general, las de todos los seres humanos. El ejército funciona como un espejo más reglamentado. Algo que hasta el coronel habrá de comprender de forma traumática. No quiere silenciar el “incidente”, sino someterlo a Consejo de Guerra, pero el mayor Alistair lo convence para que el asunto se resuelva de forma interna, no públicamente. Esto dañaría la imagen del regimiento. Se convoca entonces un “tribunal de honor”, cuyo presidente será el capitán Harper (un estupendo Stacey Keach). Junto a él estarán los oficiales que actúan como defensor (Drake) y acusador (Fothergill), más otros oficiales en función de jurado. El alférez Drake es seleccionado por Millington para su defensa sin mordacidad, porque es un hombre de honor. Pronto, el capitán Harper se apresura a matizar esta certera opinión. Ante la afirmación de Drake de que el honor del regimiento exige que Millington sea justamente defendido, Harper observa que ello ha de ser sin menoscabar el honor y justicia debidas al regimiento. He aquí dos posturas éticas -y legales- que se pueden contraponer.

Pero lo que pretende resolverse en un pis-pas se complica. Tiene usted que actuar con la libertad que yo le conceda, como presidente de este tribunal, insiste el capitán Harper ante un Drake “herido” durante el proceso. Además, a Millington no le salen las cosas como había previsto. El regimiento no va a permitir que se vaya de rositas. Permanecerá en la institución encargado de distintos trabajos de ingrata naturaleza.


¿Y qué es lo que ha sucedido? Transcurrido algún tiempo de la llegada de los dos reclutas ha habido un baile, y cuando este estaba por concluir, a altas horas de la noche, la señora Scarlett resulta agredida físicamente por un desconocido. Es inmediatamente atendida por el doctor del regimiento (James Donald), y se pone en marcha el proceso antedicho. El alférez Millington es acusado de forma directa por la señora Scarlett; algo que al acusado no parece molestarle en exceso (ya hemos explicado que desea escapar de allí). La actuación del atacante ha seguido el cruel procedimiento de un juego entre oficiales, el de Pinchar al cerdo, una figura de trapo, tal y como recuerda en su intervención ante el tribunal el comandante Lionel Roach (Richard Attenborough). No parece haber culpable, la identidad del mismo se empeña en escurrírsele al tribunal de las manos.

Ahora bien, o la víctima miente o está encubriendo a alguien, pero no es exactamente ninguna de las dos cosas, en lo que es un giro argumental muy bien dispuesto en la obra. Algo con lo que la trama sabe jugar de manera hábil.

La criada de la señora Scarlett (Jamila Massey) comunica a Drake que debe ponerse en contacto con la señora Bandanai (Persis Khambatta), viuda de Yemaday Bandanai, otro héroe del regimiento que, como en los casos anteriores, murió en la misma batalla que el capitán Scarlett.


Los protagonistas se hallan en un terreno apenas explorado, con actuaciones más o menos bien intencionadas destinadas a lavar los trapos y la tropa sucia. Pero a costa de su integridad, es algo que Drake no está dispuesto a permitir. Es realmente este personaje, y no Millington, el que está a las órdenes pero no a las opiniones de sus superiores. Aun de forma oblicua, Millington le recuerda a Drake que la honorabilidad depende de las personas, no de una institución -la que sea-; en suma, que esta emana de los individuos y de cómo estos se conducen dentro de las mismas.

Pero cada uno ha de seguir sus principios. Millington decide permanecer -ennoblecer- el regimiento, en tanto que el que deseaba con más ahínco quedarse, Drake, se marcha. Su necesidad ética es superior a establecerse en el entramado del regimiento. No ha permitido que se echara tierra sobre el asunto ni sobre él (por lo que le auguramos que no llegará a ser presidente de ningún gobierno, o un “recoge nueces”, aunque sí que será bastante libre). Mi honor y el del regimiento no tienen necesariamente que ser el mismo, por eso he de marcharme, concluye Drake.

Honor e integridad. Aquí todos los oficiales son unos caballeros, proclama el coronel. Lo dice porque lo cree firmemente. Aprenderá, como ya he señalado, que el amor -legítimo- al regimiento no ha de confundirse con la ceguera. De similar modo, Harper procurará salvar el honor del regimiento, en el sentido de las personas íntegras y honestas que han formado parte de él y que lo siguen conformando. 


La película cuenta con un evocativo tema musical compuesto por el siempre reivindicable Stanley Myers (1930-1993; a ver si nos enteramos de una vez que es autor de más cosas además de El cazador [Deer Hunt, Michael Cimino]). De la dirección se ocupó un buen profesional como Michael Anderson (1920-2018), que sabe sacar buen partido de la situación y de algunos elementos, como ejemplifica de manera simbólica y material la guerrera del desaparecido capitán Scarlett (esta se conserva en el interior de una vitrina). En realidad, el objeto en cuestión sirve de puente entre los hechos del pasado y el presente; es un testigo aventajado de los mismos.

Otra buena idea, probablemente contenida en la obra original, la hallamos en el momento en que, en la penumbra del escenario, sale a la luz ese rostro culpable.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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