El jilguero, de Donna Tartt

29 enero, 2021

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El discurrir de una vida está marcado por hechos que dejan huella en el carácter de las personas. Obsesiones, accidentes, encuentros, pérdidas, casualidades, relaciones, rupturas... todo se acumula en una mochila que todos llevamos siempre en nuestro interior. Aunque el cómo llevamos esa carga es lo que determina cómo vivimos. Y muchas novelas se acercan a trazar todas esas sendas posibles de la vida, para crear posibilidades y para hablarnos de nosotros mismos a lo largo de cualquier época, en cualquier mundo posible. En ocasiones, conectaremos con ese espejo y, en otras, querremos despreciarlo. Porque el ser humano contiene en su interior todo lo que amamos y, también, todo lo que odiamos.

Donna Tartt (1963) parece cocinar sus novelas en el fuego lento de los años. Su última novela, El jilguero (2013), llegó a las librerías once años después de su anterior obra, Juego de niños (2002), y lo hizo con un Premio Pulitzer como recompensa y la atracción de crítica y público. Incluso tuvo una adaptación cinematográfica con el mismo nombre en 2019, dirigida por John Crowley (1969).

Su trama nos transporta a la vida dura e inadaptada de Theo Decker, que en un momento crítico de su vida, solo y encerrado en un hotel de Ámsterdam, hace repaso a las circunstancias que le han llevado a esa situación, remontándose a su adolescencia y al fatídico hecho que le cambió para siempre. Lo cierto es que la novela se desarrolla mostrando múltiples facetas de una vida y de una sociedad fracturada e heterogénea, con la misma desilusión que retrataba Salinger (1919-2010) en El guardián entre el centeno (1951) y el mismo espíritu de crítica social que impregnaban los retratos de Dickens (1812-1870), pero adaptados a una época contemporánea.

Así pues, los tramos en la vida de Theo nos permiten acercarnos a las circunstancias vitales de esa sociedad que mencionábamos. El primero de todos ellos nos muestra la normalidad de una familia monoparental, una madre preocupada, pero también cariñosa, que visita junto a su hijo el Metropolitan Museum y cómo todo acaba por romperse por el acto siempre destructivo del terrorismo. A partir de ese momento, se aborda el tránsito hacia la madurez desde el punto de vista de un muchacho que ha quedado desgarrado para siempre y que está unido inevitablemente a un cuadro, el de jilguero, que pudo rescatar de entre los escombros y que es la cicatriz palpable de la pérdida de Theo. Su lugar en el mundo se pierde al convertirse en una carga y empieza entonces un periplo de búsqueda de una nueva vida pasando por varias fases.

Fotograma de la adaptación cinematográfica

La siguiente, aunque breve, sirve a Tartt para retratar a esas familias estiradas y ricas que se vienen abajo, compuesta de gente insatisfecha como los personajes de El gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald, 1925), incapaces de lograr establecer relaciones sanas e íntimas. Precisamente, la autora no dejará de subrayar su disfuncionalidad a través de sus múltiples desgracias y descalabros, mostrados tanto por las relaciones entre padres, hijos y hermanos como por la relación que mantiene Theo con todos sus miembros. Curiosamente, nuestro protagonista vive siempre sumando pérdidas y despedidas de aquellas personas con las que lograba cierta cercanía.

Sin embargo, no es esta una novela de iniciación ni una crítica social, sino que va entremezclando géneros conforme avanza mientras retrata los aspectos más sombríos de esa sociedad, la norteamericana, rompiendo sus ilusiones. Lamentablemente, para lograr eso, se introduce en una serie de casualidades que provocan una caída hacia los abismos del protagonista durante gran parte de la novela para acabar hacia el final en una trama próxima al thriller, pero sin excesiva fuerza ni carácter narrativo, en torno al tráfico de arte.

De esta forma, de ese primer tramo que tenía un carácter dramático, pasamos a un segundo en el que Theo se adentra en el sórdido mundo de las drogas, el alcohol y la vida fragmentada y desestructurada a la que le condena su propio padre, todo representado por las afueras de Las Vegas. A este segundo tramo le dedica una considerable cantidad de tiempo Donna Tartt, quedando todo en suspenso, porque la vida exterior parece detenerse para dar cabida a la tristeza y la agonía de un adolescente que está perdido y que encuentra su refugio en las drogas. De aquí, destaca la relación con uno de los personajes más importantes de la novela, Boris, quien se convierte en su mejor amigo y su compañero de juergas. Sus conversaciones son el reflejo del choque entre la mentalidad de Europa del Este que arrastra Boris con todo lo que había aprendido Theo en la Nueva York en la que se crio. Al final, se vuelve bastante repetitivo, incluso deprimente (lo cual no es malo) y repulsivo en varias ocasiones.

Se da paso a un tercer arco que supone un periodo de reinserción y desintoxicación para Theo, en el que encuentra su lugar en el mundo logrando un espacio de cierta esperanza y luminosidad dentro de los terrenos tan sombríos en que se había adentrado la novela, consiguiendo además una nueva figura paternal y la promesa de un futuro nuevo. No obstante, llegados a este punto, debemos mencionar que la conexión emocional que se podría haber logrado, aquí se pierde por la frialdad del protagonista, que ya se desenvuelve como un personaje más adulto, pero bastante incapaz. Donna nos vuelve a apuntar hacia los aspectos más grisáceos del ser humano gracias a un protagonista imperfecto, que cuando tiene la oportunidad de decidir, su decisión supone una decepción moral, como descubriremos tras una elipsis que nos adentra en el último tramo de la novela. El arco final es, sin duda, la parte más inverosímil de todo El jilguero, en el que todo el tono de la obra cambia para adentrarse en un thriller en el que se ve envuelto el protagonista por el susodicho cuadro, pero no contaremos más.

Donna Tartt

En conclusión, es evidente que El jilguero está bien escrito y que tiene fragmentos muy bien desarrollados y narrados, capaz de adentrarse en la psique fracturada de unos personajes rotos, sobre todo su protagonista, aunque en ocasiones tengamos que suspender la credibilidad. A fin de cuentas, algunos personajes no tienen evolución ni interés ninguno por la forma en que Donna Tartt los plantea, el tramo final es poco convincente y la novela palidece por sus irregularidades en el desarrollo y por algunos cambios bruscos para modificar el rumbo existencial del protagonista. Por ejemplo, parece que Tart necesita siempre incluir una tragedia en la vida de Theo para dar paso a otro tramo de la novela, sin que ese cambio se pueda originar por la propia evolución del protagonista. Es decir, todo avanza no por decisión de los personajes, sino por las tragedias que van sucediendo siempre fuera de su control: el atentado terrorista, el retorno indeseado del padre, la marcha obligada de Las Vegas por un accidente o la reaparición estelar de un personaje para introducir una trama de thriller. Así, toda la trama va dando tumbos para finalizar en una perorata final que deja la puerta abierta al futuro de su protagonista.

Por tanto, estamos ante una novela capaz de mostrarnos las dualidades del ser humano, de unir los miedos y los vicios a la esperanza y la bondad, pero que se alarga en exceso, que deja huecos en blanco y que avanza más por el deseo de cambiar de ambiente que por la naturalidad con la que la vida se desarrolla en realidad.


¡A ponerse series! (XLI): Proyecto Blue Book

22 enero, 2021

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Ya me he referido en otras ocasiones, en varios artículos publicados en este blog, a la figura del investigador y astrofísico Josef Allen Hynek (1910-1986). Su trabajo se ceñía al de profesor de dicha materia en la Universidad de Ohio (EEUU), cuando fue requerido para desacreditar el fenómeno de los OVNIS por parte de las Fuerzas Armadas. Las razones eran y son muy variadas, y ninguna parece del todo convincente: que se comenzó a ocultar la información al público, y son tantas las mentiras que ya no saben cómo parar; que los OVNIS suponen una amenaza para nuestra seguridad, que el resto de los mortales no estamos preparados para conocer la verdad, que ellos ya están entre nosotros… Pese a todo, teniendo en cuenta que nos situamos en el perímetro de la prepotencia y ansia de dominio del ser humano, cualquier respuesta se convierte en algo más que una posibilidad.

Nuestro Antonio Ribera (1920-2001), de quien fue bastante amigo, siempre recordó a Hynek con afecto. Por lo demás, pasa como de costumbre, cuando se desconoce alguna disciplina, o no se está en disposición de asimilarla, se ataca. Tal y como se continúa haciendo en algunos medios de difusión donde se va de saberlo todo, y lo paranormal se toma a chufla, que es más sencillo y barato que ponerse a indagar (desde luego que hay personas que vienen al mundo no con esta misión en particular).

En calidad de astrónomo y figura científica respetada, Hynek fue reclutado para darle a la prensa las explicaciones lógicas que el fenómeno precisa (en pasado y presente). De esta guisa, todo aquello que no se pueda controlar, caerá en el socorrido ámbito de la histeria colectiva, la radiación anormal, la refracción, las corrientes de aire, el planeta Venus, y todo el arsenal de rigor que sigue vigente.

El joven encargado de este proyecto, bautizado como Libro Azul, el programado capitán Michael Quinn (Michael Malarkey), se lo expone así al profesor Hynek (Aidan Gillen): ¿le gustaría ayudar a las Fuerzas Aéreas a reinstaurar el razonamiento científico en la conciencia de la gente? (temporada I: capítulo I). Fácilmente controlable e inexperto en eso de la apertura de mente -no ya de conciencia-, Quinn tiene muy claro que su labor es lo que le digan que haga. Por su parte, como el científico no deja de enfrentarse a la burocracia académica, la oferta de Quinn le resulta altamente estimulante, aun en el caso de serle dictada de primeras la conclusión del primer avistamiento que se dispone a investigar, oficialmente, debido a un satélite de rastreo. A lo que Hynek argumenta que, si los “platillos” no existen, ¿por qué hay tantos testimonios?

Aquí entra ya en conflicto la libertad de pensamiento e investigación con la presión de los poderes fácticos, a los que se les presupone el libre desenvolvimiento (ya que no la libre circulación de los resultados). En este caso, no hablamos de un gobierno determinado, sino de un grupo -perdón por lo sobado de la imagen- en la sombra. Su misión: desacreditar y guardarse la información. Una postura encomiable para el descrédito, que se desmorona ante la presencia palpable de los diversos testigos y determinadas pruebas físicas. El problema es que la jugada les saldrá mal con el científico. Aunque en un principio, el proceso será largo y hasta cierto punto, exageradamente tortuoso. Sea como fuere, darse cuenta de la manipulación a nivel institucional no ha de ser plato de gusto para nadie.

Más para una personalidad Tauro: los pies de Hynek están bien anclados a la Tierra. No obstante, lo interesante y valioso de su progreso es que este se produce desde el raciocinio, poniendo en evidencia la muy extendida y falsa teoría de que sobre los fenómenos no mensurables en un laboratorio no se ocupan los científicos. Desde los tiempos de Hynek o Jacques Vallée (1939) no se puede afirmar semejante cosa.

J. Allen y Antonio Ribera

Todo esto es lo que nos narra Proyecto Libro Azul (Project Blue Book, 2018-actualidad), una serie producida por el Canal de Historia, red que ha ampliado su repertorio desde las familiares civilizaciones antiguas. Además, así nos alejamos de la órbita “progretona” de la invasiva Netflix. El presente es un producto relativamente modesto, bien ejecutado y entretenido, aunque con interferencias prescindibles, como veremos, que incita a reflexionar acerca de -lo primero de todo y como es usual- la naturaleza humana, y el lugar que ocupamos en el cosmos. El siguiente avance copernicano consistiría en la aceptación de la materia a tratar (o en plural).

Nuestro personaje central se debe a la ciencia. Por eso mismo no puede rechazar los datos objetivos que se muestran a sus ojos, y cuya meta son el entendimiento. De tal modo que, cuando estos datos resultan ser demasiado tozudos, conviene admitir que la ciencia no lo sabe todo, ni antes ni ahora. Una buena cura de humildad que para nada va en demérito de los avances que procura dicha técnica. Incluso para una mente científica como es la de Hynek, las pruebas físicas se acumulan y son las que mejor encajan en la (sorprendente) teoría que demuestra la (posibilidad) de la existencia de los llamados platillos volantes.

Creada y escrita en buena parte por David O’Leary (-), la serie desgrana muchos de los sucesos investigados por el petit comité, con píldoras de la vida del investigador principal, un expedicionario en su propio planeta. Lo hace en la línea de otros intentos anteriores de dignificar nuestra relación con los alienígenas y dejar expuesta la ocultación de esta probabilidad; más allá de la mítica V (Íd., Warner Bros., 1983-1984), digamos que en la estela de la bienhallada Expediente X (The X Files, Fox, 1993-2002) o la eufemística, arrinconada pero interesante Cielo negro (Dark Skies, Columbia, 1996), por ceñirnos únicamente a series de televisión. Por otro lado, Proyecto Libro Azul (paso a llamarla en español) nos retrotrae al especial encanto de los años cincuenta, estética y culturalmente… Otra época; casi otra dimensión, con el telón de la amenaza atómica de fondo.


La primera toma de contacto de Hynek con el fenómeno acontece en Fargo (Dakota del Norte, EEUU); claro está, en el primer capítulo. Aquí se pergeña el inaugural “simulacro de investigación”, con el caso del teniente Henry Fuller (Matt O’Leary), que ha visto “luces en el cielo”. En realidad, el avistamiento es mucho más complejo, como tendremos ocasión de comprobar, razón por la que se procede a echar tierra de por medio con la mayor premura. Sin embargo, nuestro científico investigador ya acomete una acción positiva y honesta durante el cenagoso empeño. Literalmente, se pone en el lugar del citado teniente, al penetrar y sentarse en la carlinga del aparato en el que se produjo el incidente. Más tarde, Hynek y Quinn realizan una repetición del avistamiento con un globo sonda (que culmina en desastre).

Pero los mecanismos de abuso de poder, en esta ocasión representados por los generales James Harding (Neal McDonough) y Hugh Valentine (Michael Harney), se van a poner en marcha desde el minuto uno, al quedar sometidos Hynek y Quinn a la disciplina de estos dos gerifaltes. Hasta la esposa del profesor, Mimi (Laura Mennell), que en principio está de acuerdo con su marido en que los OVNIS no existen, va a ser acechada.

Pronto averigua Hynek que el fenómeno nada tiene que ver con las tapaderas que se esgrimen, y que tras este existe algo mucho más profundo. Tú cierras el caso a la primera, le recrimina a Quinn (I: I).

La conclusión de este primer capítulo de la primera temporada, es que Hynek podrá creer o no en los OVNIS, pero en lo que sí empieza a creer es en la cerrazón y cerrojazo de los referidos poderes fácticos, y en la poca ejemplaridad de determinados estamentos y representantes estatales. La desinformación en este y otros temas continúa siendo brutal a nivel de calle.


En lo que respecta al aspecto visual y de puesta en escena, tal y como suele suceder con los insertos a modo de flashback, salvo que estos tengan una justificación argumental -no solo estética-, devienen totalmente innecesarios.

Se suceden los casos. Un OVNI se precipita a tierra en Flatwoods, West Virginia. A los testigos no les esperan más que sinsabores mediáticos. Sin contar con las secuelas físicas, como son las quemaduras de los muchachos de este segundo capítulo. De nuevo, Hynek y Quinn probarán una teoría, que igualmente da por tierra con toda posible explicación racionalista (que no racional). Es un buen trabajo de campo en equipo, pero de conclusiones apriorísticamente sesgadas. A los de Lubbock, Texas (I: III), se suman los avistamientos de todos los tipos, según la diestra clasificación del propio Hynek, en zonas como Terre Haute, Indiana, con el piloto Randall Kavanagh (Patrick Gallagher) (I: V), White Forest, en Nevada (I: VI), o Hopkinsville, Kentucky, donde salen a escena algunas naves terrestres que semejan las extraterrestres (y ahí acaban las analogías) (II: IV). Sin olvidar los célebres foo-fighter (I: I y V). Esto, por no salir del país, que Hynek lo hizo, por ejemplo, para participar en el primer Congreso Internacional sobre Ufología en Acapulco, México (1977), junto a Antonio Ribera.

Los sucesos son polimorfos, responden a distintos patrones, y no a uno solo. A veces los hay con multitud de testigos (I: III); algo sorprendente para los infatigables investigadores, acostumbrados a “lidiar” con uno solo, o con un desnutrido grupo de amedrentados observadores. 

Esta indagación se produce a la sombra de los “hombres con sombrero” y el espionaje soviético, personificado en la espía infiltrada Susie Miller (Ksenia Solo). Lo que incluye el temor al mencionado enfrentamiento nuclear. Asuntos tratados con respeto, sin estridencias, y con la incorporación esporádica de algunas figuras clave en la historia de la investigación OVNI, como el mayor Donald Keyhoe (1897-1988) (I: III), por desgracia, convertido aquí en poco menos que un farsante televisivo (como todos los personajes hayan sido re-adaptados de la misma forma engañosa estamos apañados). Son las asombrosas, pueriles e inútiles alteraciones geomagnéticas del guión a las que antes me refería.

La fuerza de impulso la toma la serie de lo que mejor se les da a los para-gobiernos: la ocultación y la mentira (al secretario del gobierno no le pasan cierta información determinante Harding y Valentine). Nuestro trabajo es cerrar el caso, se afana en explicarse más para sí que a los demás, el bien adiestrado capitán Quinn (amenazado además con perder su puesto de trabajo y graduación). A lo que, por supuesto, Hynek le responde que nuestro trabajo es buscar la verdad (I: III). Un Hynek paulatinamente alejado de la labor de procurar explicaciones “tan lógicas” que escapan a la misma realidad, y que le precipitan a la más hiriente de las patrañas (verbigracia, un búho, un cúmulo de avefrías, las luces de unas farolas, el gas de los pantanos…). Sucesos verídicos más ridículos que perversos.


El capítulo cuarto (seguimos en la primera temporada), tiene la particularidad, no pequeña, de que el testigo es el propio Hynek. Aunque los guionistas se siguen haciendo los remolones. Esto sucede en Gurley, Alabama, donde campa a sus anchas un siniestro Wernher von Braun (1912-1977), en versión nada edulcorada, distinta a cómo nos fue vendida su figura. Recordemos que el ingeniero aeroespacial fue el responsable de las fatídicas V-2. En cualquier caso, este asegura con perspicacia que los hombres adelantados a su tiempo son menospreciados en el presente. En este capítulo, también hacen su aparición los tan traídos y llevados Círculos de las Cosechas. Pero no se indaga mucho en esta vertiente del fenómeno. Sí en la posibilidad de ocultación de un cuerpo humanoide en una base militar.

Entre tanto, Hynek y Quinn prosiguen a la busca y captura del sufrido y evadido teniente Fuller, se desvela la verdadera identidad de Susie Miller, y emerge la emisión de una emisora clandestina. Un canal que solo pueden sintonizar los que han tenido un encuentro cercano (o al menos aéreo).

Estas derivadas conspirativas (me refiero a las terráqueas) me resultan bastante cansinas. La desconfianza de los que mandan, el secretismo, el oscurantismo. De la tal Susie acaba uno hasta la coronilla. Porque nos proponen un culebrón en paralelo a las investigaciones ufológicas, que es el único núcleo interesante -y menos trillado-; como si no se confiara en la efectividad y capacidad de fascinación de esta única componente, que se hace necesario adornarla -lastrarla- con las demás.

En suma, mucha tela que cortar para tan delimitadas pretensiones. A las que se añade la desaparición de una vecina cotilla, Donna (Heather Doerksen), o el aderezo de los experimentos del propio ejército con sus propios hombres (un ataque neuroquímico, I: VIII).

No por ello deja de ser el asunto de los contactados uno de los más espinosos de todo el entramado. Somos antenas, concreta Fuller, en un capítulo que nos lega las estimulantes imágenes de las ruinas de un viejo parque de atracciones (contraposición muy indicada), en Cedar Rapids, Iowa (I: V).

Después, hacen su aparición los famosos, sonados y enojosos -para Hynek- gases de los pantanos (I: VII). Con los que se pretendió dar carpetazo al asunto de Bowling Green, Ohio. Un episodio recogido por Frank Edwards (1908-1967) en su magnífico Platillos volantes, aquí y ahora (Flying Saucers, Here and Now, 1967; Otros Mundos, Plaza & Janés, 1972). Por algo el profesor Hynek sigue en sus trece de querer investigar bajo los bien pertrechados auspicios del ejército, y guardarse la información para sí, en lo que será el inicio de un rebosante archivo (como le comentaba a Antonio Ribera -cito indirectamente-, existen pruebas más que suficientes, lo que nos sobran son casos). De tal modo, comienza a desacreditar a modo para poder seguir en el ajo. Si bien es verdad que, en este caso tan polémico, se juega a la ambigüedad. ¿Realmente se persigue el proseguir con la investigación? ¿Es este avistamiento un auténtico fraude? Chi lo sa.


Y por fin arribamos a la base de Wright-Patterson, en Dayton, Ohio (I: VIII). Lo que nos sirve para constatar que, como es obvio, no todos los militares están involucrados en el menoscabo (de hecho, aquí el arroz lo reparten Harding y Valentine casi en exclusiva, con un puñado de subalternos sin identificar). Más bien, se trata de una fracción de mercenarios.

Y es que al de los contactados se añade el inevitable asunto de las abducciones, más que complicando el fenómeno y casuística OVNI, haciéndonos ver lo complejo que este resulta verdaderamente (I: IX). Aquí destaca el caso del matrimonio Hill, formado por Betty (1919-2004) y Barney (1922-1969), del que hemos de decir, de nuevo y por desgracia, que se solventa de modo equivocado con la irrupción del matrimonio en las dependencias del Proyecto Libro Azul. Una situación con rehenes que para nada tiene que ver con lo que sucedió -o pudo suceder- en la realidad. No sé si esto es flaco favor a la causa, o es aconsejable en nuestros días -ya digo que necesario no- a la hora de sostener una serie que, en principio, se encuadra en la no-ficción (puesto que de hechos históricos -reales o no-, hablamos). El caso es que Hynek y Quinn acaban tan “abducidos” como el matrimonio Hill bis, entre cuatro paredes. Con la inclusión del célebre mapa estelar transcrito a mano, que hace las delicias neurológicas del profesor Hynek. Unos engramas mentales de las Pléyades que han sido insertados en la mente de Barney Hill. La cuadratura del círculo la propone el empleo de la hipnosis, ¡que aquí aplica el propio Hynek!, en sustitución del médico Benjamin Simon [-], que trató el caso. Una vez más, se trata de una incorrección innecesaria. Por cierto, que el apellido Fuller, ya mencionado, se corresponde con el del autor del reputado libro donde, precisamente, se relataba la historia de los Hill, el famoso El viaje interrumpido (Interrupted Journey, 1966; Otros Mundos, Plaza & Janés, 1969), obra de John G. Fuller (1913-1990).

A lo que se suma la entrecortada -como mandan los cánones catódicos- información proporcionada por el cabo Thomas (Malcolm Goodwin), que también irrumpe en las oficinas de Blue Book. Dos visitas a la desesperada, pues en situaciones tan apuradas, ¿a quién acudir? Jocoso -aunque triste- es el momento en el que Thomas se sorprende de la incredulidad de quiénes se supone que están investigando el fenómeno. ¿Pero ustedes no eran los expertos?, se desespera, y con razón. También confiará en ellos el ingeniero mecánico John (Daryl Sabara), reclutado en el famoso Hangar 18 de Wright-Patterson. Donde se acumulan aparatos que van más allá de nuestras competencias. Trabajo en la Base, oficialmente no existo, les asegura John con su mejor voluntad (II: VIII).

Este episodio IX del percance con los Hill contiene, no obstante, la exposición de la no menos célebre taxonomía ufológica propuesta por el profesor Hynek. En realidad, el capítulo me resulta un punto de inflexión en varios sentidos. El cabo Thomas ha proporcionado a los dos miembros del Blue Book una prueba física, tangible (tan es así, que la tenía implantada, como Barney Hill). Información que deriva en la disputa, también física, entre Hynek y Quinn. Sin embargo, ¿hasta qué punto se nos va a relatar la verdad acerca de estas investigaciones, cuando un analista aficionado al fenómeno OVNI como yo ha sabido detectar tantas alteraciones e incongruencias gratuitas a lo largo de la serie? Es decir, ¿hasta qué punto la no-ficción, todo lo adornada y dramatizada que se quiera, pasa a ir de la mano de la ficción más pura y simple? Si la realidad es nebulosa de por sí, esta va a quedar mucho más oscurecida a partir de este momento.


La historia (ufológica) también es la gran protagonista del último capítulo de la primera temporada. Pues en él se aborda la espectacular oleada del diecinueve de julio de 1952 sobre los cielos de la capital norteamericana, Washington D.C. Un avistamiento “en público y en abierto”, a plena luz del día, donde los OVNIS juegan al gato y al ratón con los cazas del ejército. No hay problema, como declara el Secretario de Defensa de Truman, el pelele William Fairchild (Robert John Burke), la verdad será la que nos venga bien (aunque, claro está, a un Presidente también se le puede engañar, además de adular). Tampoco hay de qué preocuparse en este sentido, está cantado que el secretario pronto va a ser quitado de en medio. Por su parte, Hynek, al que siempre pillan en mitad de estos tira y afloja, comienza a admitir haber visto la luz, asegurando que no se me ocurre ninguna explicación lógica. También dispone de su Garganta Profunda particular -al punto de reunirse en un aparcamiento subterráneo-, en la figura del representante de esos conspicuos y extraños hombres con sombrero, William (Ian Tracey). Este trata de iluminarle el camino a Hynek, las más de las veces oscureciéndoselo.

No en vano, los personajes de soporte resultan a veces demasiado fríos, envarados, chulescos, estólidos y poco naturales. Pero esto es algo que observo no únicamente en la presente serie, sino en la mayoría de ellas. Un aspecto que afecta a Quinn y, por supuesto, a sus dos generales (a los que, pese a todo, casi hacen buenos los integrantes de la inminente CIA). La disciplina castrense junto a la científica. Por otra parte, en este capítulo décimo, podemos decir que Quinn prueba su propia medicina, siendo testigo directo de uno de esos hechos insólitos que él desacredita.

Haciendo frente al descrédito de los racionalistas –o razonalistas-, pero formando parte de los mismos, esta tensión se va a ir acumulando como la electricidad estática en el discurrir de las dos temporadas de que disponemos hasta el momento. Al igual que sucede con la obsesión por los rusos de los dos generales, Harding y Valentine, más allá de lo razonable que dictaba el clima de aquella época. Personajes que no se explica que puedan conciliar el sueño por las noches: quizá por ese motivo se trata de humanizar sus figuras a raquíticos rasgos durante la segunda temporada (por Dios, hasta Harding se llega a confesar, en un acto inaudito, II: III). En cualquier caso, todas estas bifurcaciones suponen la zona más endeble de las tramas.


Aún así, pese a adolecer del mal que aqueja a casi todas las series televisivas de la actualidad -guiones apresurados, datos alterados y música sosorrona-, procedemos con mal disimulado interés a adentrarnos en la segunda temporada de Proyecto Libro Azul, que incide y avanza en determinados aspectos. Que básicamente son estos: tibiamente ganado para la causa, Quinn continúa sus investigaciones (y cerrojazos) junto a Hynek. Lo que no es óbice para que, como recuerda el buen profesor, una cosa sea la explicación científica y otra la excusa científica. En los dos primeros capítulos de esta segunda andadura, el espacio a revisitar es nada menos que Roswell, Nuevo México, donde en 1947 se produjeron los incidentes que todos los aficionados e historiadores del fenómeno conocemos: el presumible accidente de una nave alienígena que cayó a la Tierra, el posterior acopio de pruebas y la consiguiente ocultación (torticera como pocas). Esta vez, Mimí se implica más en los asuntos del marido (allende las insinuaciones y situaciones “escabrosas” elaboradas por Susie Miller). A la fuerza ahorcan. Sin embargo, no nos libramos del recurso sobado de tratar de presentar unas pruebas “que van a cambiar el rumbo de la historia”, y que indefectiblemente, se frustran. Como las audiencias en el Congreso propuestas por el senador Andrew Garner (Brian Markinson) (II: VIII). Una conspiración, en palabras de este personaje, al más alto nivel del gobierno (que no es lo mismo que el núcleo visible de un gobierno).

Lo demás sigue igual, siendo la cadena de mando harto curiosa: todos han de obedecer ciegamente, excepto Harding y Valentine, que no obedecen a nadie. Y uno se pregunta para qué demonios les valdrá mantenerse en el secreto, salvo por el hecho de que son lo más parecido a unos hijos de perra, que ven en ello la excusa perfecta para recriminar a los soviéticos los avistamientos e iniciar una Tercera Guerra Mundial. Esa es la tramoya. En el fondo, resultan tan sectarios como los actuales progres millonarios de algunas redes sociales y medios de comunicación, que creo que ahora se llaman Big Tech. El acoso a civiles es brutal. Al punto de que ser testigo de un avistamiento es lo más parecido a estar sentenciado a muerte. O tratar de solicitar la verdad, en un mundo dominado por el encubrimiento (no sé si hemos mejorado en este sentido o estamos peor, eso cada cual), lo arroja a uno a los márgenes de la ilegalidad. Hagamos una cosa u otra, pasamos a convertirnos en enemigos del Estado, en palabras del investigador aficionado Evan (Keir O’ Donnell). Razón no le falta a este líder de un grupo ufológico asentado en Roswell.

La excursión por este enclave afamado prosigue en el capítulo segundo, donde emergen la autopsia alienígena (¿se acuerdan?), que resulta ser falsa (al menos, en la ficción). O no, no queda claro.


Antes me refería la CIA. La agencia creada por Truman (1884-1972) hace su aparición en el capítulo tercero (II: III). Es responsable de la gestión del Área 51, en Nevada. Resulta descorazonador. La gente confía en ellos, y esta es invariablemente burlada, pues ellos solo tienen por misión recabar y encubrir las pruebas, de forma tan privilegiada como cruel. Encubrimientos y ocultaciones que a veces se pagan a muy buen precio (II: VII). La CIA ha de operar en las sombras (…), se dedica al espionaje, declara Daniel Banks (Jerod Haynes), personaje que resultará ser un infiltrado, en un cambio de estrategia argumental no sé si muy creíble, aunque desde luego nada imposible. Al menos tan probable como la disección animal -y humana- que investigan nuestros protagonistas. A ellos se les reserva otro momento ciertamente estimulante, en el mismo capítulo: el descubrimiento del auténtico emplazamiento del Área 51.

De ahí pasamos a la Isla de Maury, en Washington. Donde resulta que los hombres trajeados con sombrero (no de negro), resultan ser unos ex agentes paranormales de la previa CIA (II: V). Nada es lo que parece. De hecho, lo más sensato y certero es admitir la visita de seres extraterrestres, habida cuenta de la cantidad de teorías disparatadas que nos depara el Proyecto Libro Azul, en nombre de la ciencia, y de que hasta el contactado David Dubrovsky (Bronson Pinchot), resulta ser otro topo de la pegajosa CIA. Traiciones que desembocan en el llamado Proceso Robertson (II: VI), destinado a finiquitar el Proyecto Libro Azul. Daniel Banks vuelve a dar en la diana: la CIA quiere arrebatarnos el control del programa de los OVNIS. Un cambio de polaridad, aunque no de intencionalidad, donde todo caso investigado es susceptible de ser malinterpretado… por la lógica científica. Es lo que, en esta temporada, aprenderá Hynek. La ufología sigue requiriendo de investigación y recursos, insiste.

Esto último se nos narra en retrospectiva desde el plató donde se está filmando la sensacional Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Columbia Pictures, 1977), de Steven Spielberg (1946).

La temporada culmina con encuentros y desencuentros de todo tipo. Como los de la familia Chapman, en Uintah County, Utah (II: VII). O en Columbia Británica, Canadá, donde los protagonistas tendrán el encuentro cercano con una bomba atómica, en una coyuntura donde una nave no identificada ha interferido en nuestra historia evitando su uso -su entrega-. O con la aproximación a los OVNIS que proceden del mar, escenario donde concluye esta segunda etapa (II: X). No sin antes encontrar a alguien que por fin cree en la labor de Hynek y Quinn. Se trata del senador John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) (Caspar Phillipson), futuro presidente de los EEUU, tan disperso como endiosado. Sin embargo, como advierte el taimado Daniel a este respecto, para la CIA no hay nadie intocable (II: VIII).


Por mi parte, no sé si tiraré la toalla. Con las series actuales sucede que se sabe que tienen un principio, pero nunca dónde está el final. Como en los agujeros de gusano. Creo que la figura de Hynek merecía más condensación y menos dispersión. Y esto parece que va para largo. Adquiere visos de telenovela. En cualquier caso, pese a las irregularidades, más o menos “ficticias”, lo que verdaderamente nos interesa resaltar aquí es el tributo que merece la figura del audaz y pionero investigador ufológico J. Allen Hynek. Ufo por los OVNIS, y lógico por su aplicación a esta labor.

Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (LXXXI): D.A.R.Y.L., de Simon Wincer

05 enero, 2021

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ESPECIAL NOCHE DE REYES


¿En qué consiste una familia? ¿Cómo se conforma y estructura? Supongo que el pegamento que los une, aún a riesgo de parecer anticuado, es el amor, o cuando menos el cariño. Pero sabemos que existen familias que no funcionan así; al menos, en su totalidad. Por eso cabe la posibilidad de formar un grupo familiar más allá de los lazos consanguíneos. Para aquellos padres que, por ejemplo, no pueden tener hijos, la adopción es un mecanismo legítimo y beneficioso.

Existe un muchacho que necesita una familia. Al menos, esto es lo que parece. Posee una memoria fuera de lo normal. Pero algunas personas parecen empeñadas en darle caza. Existe una razón para ello, aunque nada tiene que ver con que Daryl (Barret Oliver), que así se llama el muchacho, constituya una amenaza para las personas con las que se pueda relacionar. Es más bien al contrario, como pronto tendremos ocasión de averiguar.

De hecho, todo el proceso de huida de Daryl y su posterior adopción son segmentos bien narrados a través del montaje, de forma concisa, por Simon Wincer (1943) y su editor Adrian Carr (1952). El chico recala primero en un centro de acogida, hasta que aparecen unos padres adoptivos, Andy (Michael McKean) y Joyce Richardson (Mary Beth Hurt). El matrimonio observa que no nos van a dejar adoptar a un niño si no alojamos uno por un tiempo. Esa es la condición previa; bastante dura si tenemos en cuenta que no es difícil encariñarse con el chaval. Ambos adultos residen en una típica y acogedora población norteamericana. Pese a que no se nos indica su nombre, el rótulo Barkenton School, que es en realidad la Kaley School, nos conduce a la bella Orlando, Florida (EEUU). Un entorno con preciosas viviendas y un lago en las inmediaciones. Escenario que se completa con otras localizaciones en Carolina del Norte. En definitiva, un espacio donde, en sarcásticas palabras de Andy, el béisbol es poco menos que la esencia de la vida en el universo (como el fútbol en otros lugares). Pese a todo, la procedencia del muchacho queda envuelta en el misterio, pues además es amnésico y no recuerda nada de su anterior vida.


Daryl entabla una relación de complicidad con los hijos de Howie (Steve Ryan) y Elaine Fox (Colleen Camp), que son vecinos y amigos de los Richardson. Estos son Tortuga (Danny Corkill) y Sheryl (Amy Linker), apodada Puti (Hooker), porque según su hermano, sale todas las noches. Respecto al omnipresente béisbol, será el chico el que dé alguna que otra lección a los mayores (junto al hecho irónico de resultar toda una “máquina del deporte”).

Pero hay algo más. Como Andy y Joyce observan, Daryl no parece necesitar a nadie. Es extremadamente autosuficiente, de modo que expresan su desconcierto ante Howie y Elaine. Pero entonces entran en escena los auténticos progenitores de Daryl, Jeffrey Stuart (el estupendo característico Josef Sommer) y Ellen Lamb (Kathryn Walker), lo que no viene sino a añadir más confusión a los padres adoptivos. Parecen tan fríos como burócratas, aunque se presentan como médicos. En cualquier caso, como le recuerda Andy a una desolada Joyce, sabíamos que no iba a poder permanecer con nosotros mucho tiempo.

De este modo, Daryl se ve obligado a marchar, pero Andy y Joyce van a poder visitarlo en su nuevo “hogar”. Algo favorecido por los mencionados doctores, con la esperanza de salvar al chico de una amenaza que va cobrando forma: su destrucción. Por suerte, no todo está perdido. Tal y como declara Andy, los hijos pertenecen a sus padres, pensando en un principio en los supuestos padres biológicos, y luego dándose cuenta de que los verdaderos padres han sido ellos.


Siento desvelar el meollo, pero sin él no podemos proseguir. El caso es que Daryl pertenece a un reino distinto al nuestro, o al menos, adyacente, híbrido, el de la inteligencia artificial. Placer, dolor, miedo, angustia… el muchacho es un proyecto científico financiado por los militares que, como en tantas ocasiones, experimenta con los sentimientos humanos. Un “diseño” en el que el Ministerio de Defensa está sumamente interesado. Por supuesto que los auténticos autómatas acaban siendo estos últimos, en la figura del general Graycliffe (Ron Frazier).

Así, el protagonista es lo que podríamos llamar un ciborg, pero con un aspecto plenamente natural. Una combinación de máquina y ser humano.

Ambas condiciones le serán precisas para poder sobrevivir. Primero -y también último- como criatura con sentimientos propios, y luego como inteligencia avanzada que una vez usada, se pretende eliminar. Divertido es el momento en que, tras la sustracción de un caza militar, le es confirmado a Graycliffe que un crío acaba de inutilizar su juguete de un millón de dólares con un chicle. Esto será, por suerte para Daryl y su familia, después del intento de asesinato -desactivación- auspiciado por el Estado. Recordemos que Daryl es tan solo un robot en parte; también es orgánico.

En este sentido, la intervención del doctor Stuart es crucial. Como a posteriori la de la doctora Lamb, frente a todo el aparato militar (o una parte del mismo, para ser justos). Si antes nos referíamos a la buena realización del australiano Wincer en los prolegómenos del relato, de igual modo está expuesta la segunda huida del chico junto a Stuart. Una secuencia que contiene una persecución automovilística que, a su vez, encuentra su equivalencia en uno de los videojuegos a los que Daryl ha jugado con Tortuga.


A mí D.A.R.Y.L. (Íd., Columbia Pictures, 1985) me regresa a un mundo de estupendas películas para adolescentes, que hablaban nuestro idioma; al de los incipientes y sorpresivos videojuegos y las películas clásicas de ciencia ficción emitidas por los aparatos de televisión, mucho menos condensados que ahora. Así hermanamos dos etapas distintas a la hora de disfrutar este cine: la de los autocines de nuestra ya bien nutrida sección, y la de los videoclubs de más reciente época. Lugares casi mágicos y siempre sorprendentes. D.A.R.Y.L. cuenta, además, con la bonita música del estupendo Marvin Hamlisch (1944-2012), editada no hace mucho por el sello La La Land (LLLCD 1307, 2014).

Cine clásico, sonidos nuevos, videojuegos… Deuda de sangre e imaginación. En este caso, la película a la que se hace referencia es Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1956). A lo que se añaden algunos novedosos gráficos -ya saben, aquellos monitores con las letras en verde-, que aquí se trasladan a la descripción de los engramas mentales del cerebro de Daryl, el chico que aprendió que la naturaleza humana no está en la concepción, sino en las emociones.




Animando desde Oriente (XIX): El recuerdo de Marnie, de Hiromasa Yonebayashi

03 enero, 2021

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La vida se compone de altibajos que, con el paso del tiempo, comenzamos a comprender y a adaptarnos a ellos. Sin embargo, cuando somos jóvenes, necesitamos atravesar ciertos aprendizajes vitales para ir más allá de los modelos que nos han dado. Esa confusión emocional también se traslada a nuestra salud física, porque somatizamos lo que sentimos y empezamos a enfermar. Ante esas situaciones, debemos analizar y afrontar lo que nos pasa, serenarnos para encontrar qué es lo que realmente nos está dañando y, a veces, tomar perspectiva desde la distancia. El recuerdo de Marnie (Omoide no Mānī, Hiromasa Yonebayashi, 2014), película producida dentro del célebre Studio Ghibli, es una muestra de estas circunstancias.

La joven Anna Sasaki tiene asma, motivo por el cual su pediatra recomienda enviarla a un ambiente más beneficioso. Sin embargo, como bien retrata la película, no es solo esta enfermedad la que aqueja a la protagonista, también está desanimada y parece incapaz de crear lazos íntimos con los demás. No solo es una circunstancia pasiva, en la que ella rehúye a los demás, sino que también adopta una actitud agresiva e incluso hiriente cuando se siente agobiada, incapaz de regular lo que siente. Pero todo empezará a cambiar cuando conozca a la enigmática Marnie.

Sin embargo, esta relación con Marnie será bastante frágil y extraña. A través de ella, Anna irá, en realidad, encerrándose más en sí misma y en su conexión con su nueva amiga, sin entender muy bien qué le sucede detrás de su aparente felicidad. Incluso el ambiente tan idóneo y protegido en el que vivía se va volviendo más hostil hacia el final de la trama, mostrándonos a la vez el tormento de la vida de Marnie de manera paralela a la recuperación de Anna.


Como es habitual dentro del estudio nipón, existe en El recuerdo de Marnie dos características básicas. Para empezar, hay cierto realismo mágico, aunque en esta ocasión es más escaso que en otras de sus producciones, siendo más cercano al tipo de obra que realizaba Isao Takahata (1935-2018) frente a la fantasía más habitual de Hayao Miyazaki (1941-). Por ejemplo, recuerda bastante al estilo de Recuerdos del ayer (Omohide Poro Poro, Isao Takahata, 1991), por su carácter más realista y actual, pero también por el segundo aspecto que íbamos a comentar y que comparten: el tópico del desprecio de corte y alabanza de aldea, bastante habitual en todas las producciones del estudio, pero remarcadas en ambas por cómo el ambiente rural ayudan a ambas protagonistas a mejorar. Es decir, los protagonistas suelen alejarse de las grandes ciudades para adentrarse en un paisaje más rural donde se desarrolla su historia y también su sanación gracias a su cercanía con la naturaleza y con una vida más natural. Así, esta película se añade bastante bien al sello tan identificativo del estudio.

No obstante, pese al eficaz trabajo de animación y dibujo, a un nivel bastante bueno, y un planteamiento bien expuesto, el nudo de la película peca de ser atropellado en su ritmo y confuso en su desarrollo. La amistad entre Anna y Marnie, que es lo que sostiene la historia, surge de golpe y crece en cercanía de forma abrupta, sobre todo teniendo en cuenta que Anna se distanciaba de todos a su alrededor, incluso llegando a ser violenta con quienes le ofrecían atención. Es más, podemos considerar que llegan a tener tal nivel de complicidad que lo vivido entre ambas nos parece insuficiente para que sea una relación creíble. Por tanto, no es lógico cómo se desarrolla esa cercanía con Marnie, no hay ninguna escena que permita entender cómo nuestra protagonista acepta de buen grado a esta nueva amiga que actúa extrovertida y tomándose demasiada confianza, cuando secuencias antes rechazaba con vehemencia esas actitudes y temía acercarse a otras personas de esa manera. 


Es cierto que esta relación tiene un importante cariz fantástico y que, al conocer cada vez más a Marnie, Anna empezará a cambiar, realizando acciones cada vez más atrevidas e interactuando incluso con otros personajes sin comportarse como antes. Incluso poniéndose en peligro, pero regresando sin remedio a la compañía de Marnie, a pesar de todo el dolor que le pueda causar después. Sin embargo, ambas tienen su propia trama personal en la que, en realidad, no acaban de ayudarse mutuamente, sino que más bien se oculta una única historia de autodescubrimiento y superación. Pero no contaremos más para no desvelarlo.

No podemos negar que el desenlace tiene un tono bastante emotivo, incluso melodramático, pero poco cinematográfico. Se abusa de una revelación final que da sentido al personaje de Marnie, pero no se han asentado las bases para llegar a ese punto de conexión con los personajes. Todo se siente bastante artificioso, empezando, como ya decíamos, por la amistad entre las protagonistas, por lo que existe demasiada distancia como para llegar a una catarsis adecuada. Además, el resto de personajes quedan tan colocados en segundo plano que apenas son recursos humorísticos o dramáticos según la ocasión, pero sin más.


En definitiva, El recuerdo de Marnie es una ilusión bonita, una película que adopta muy bien su perfil de Ghibli, con una calidad artística de buen nivel y unos paisajes únicos, pero se convierte en una obra menor dentro de sus producciones. Esto se debe a que no tiene la fuerza suficiente como para llegar a más por una narrativa que da poca profundidad a sus personajes y un ritmo poco cuidado. Aún así, se disfruta por su notable calidad y por su bello mensaje. 


Para el sábado noche (CI): Juan Nadie, de Frank Capra

01 enero, 2021

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ESPECIAL AÑO NUEVO 2021

Al igual que sucede con la mayoría de autores que provenían de la época muda y establecieron la esencia del arte cinematográfico, el realizador Frank Capra (1897-1991) se muestra tan gráfico como práctico a la hora de comunicar una situación. Con esta agudeza precursora, introduce al comienzo de Juan Nadie (Meet Joe Doe, Warner Bros., 1941) la siguiente imagen: un obrero, martillo neumático en mano, elimina la inscripción en relieve de una publicación denominada El Boletín, para incorporar un nuevo rótulo, también en piedra -y esto puede ser tenido como un detalle ciertamente irónico-, que anuncia el título y rumbo de la fenecida, pero enseguida renacida, publicación: El Nuevo Boletín.

¿En qué consiste esta mudanza? El renovado director, Henry Connell (James Gleason), lo expresa muy bien, cuando le comunica a la periodista Ann Mitchell (Barbara Stanwyck) que su columna ya no nos sirve, es cursi y anticuada, necesitamos periodistas “con gancho” que provoquen polémica. La reportera, que ve cómo se le cierne la sombra alargada del paro, no duda en inventar una historia a modo de represalia. Si quieren sensacionalismo, lo tendrán. Expuesta la idea, los mecanismos de la “innovación creativa” y las fake news se adueñan de la realidad y verosimilitud periodística, en un hábito fértil para las empresas dedicadas a la comunicación. De este modo, queda expuesta una nueva forma de entender la prensa, distinta a la anterior, y un nuevo significado de la objetividad, adaptable a los potenciales destinatarios.

Un extraordinario y atemporal punto de partida, en torno a una historia original de Richard Connell (1893-1949) y Robert Presnell (1894-1969), que toma cuerpo de guión con la escritura de Robert Riskin (1897-1955), habitual de Frank Capra, además de firmante de títulos como Pasaporte a la fama (The Whole Town’s Talking, John Ford, 1935), El Hombre Delgado vuelve a casa (The Thin Man Goes Home, Richard Thorpe, 1944) y Ciudad mágica (Magic Town, William A. Wellman, 1947). En cuanto a su colaboración con el realizador, baste recordar la excelente Horizontes perdidos (Lost Horizon, Frank Capra, 1937). Respecto a Connell -que comparte apellido con uno de sus personajes en Juan Nadie- y Presnell, el primero es el responsable de la espléndida El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel & Ernest B. Schoedsack, 1932), junto a James Ashmore Creelman (1894-1941), en torno a una pieza original de O. Henry (Íd., 1924), o de la muy entretenida Dos chicas y un marinero (Two Girls and a Sailor, Richard Thorpe. 1944); y el segundo de Hollywood al desnudo (What Price Hollywood, George Cukor, 1932), Matando en la sombra (The Kennel Murder Case, Michael Curtiz, 1933) o La jungla en armas (The Real Glory, Henry Hathaway, 1939). A Juan Nadie se añadieron, además, la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979), la edición de Daniel Mandell (1895-1987) y la fotografía de George Barnes (1892-1953). Estupendas colaboraciones.


Quien ha comprado el periódico ha sido el potentado D. B. Norton (el característico Edward Arnold), capitoste que dispone de un cuerpo de seguridad a su exclusivo servicio. Puede parecer extraño o premonitorio, pero es el perfecto ejemplo, ya entonces, del político, o afín al poder político, que adquiere un rotativo. Un periódico para cambiar la política nacional, resumirá a la perfección Ann Mitchell. Norton también posee una emisora de radio.

En estas, la historia ficticia de la señorita Mitchell acaba con la firma de un ciudadano anónimo e indignado: Juan Nadie. En un momento que nos ubica en las postrimerías de la Gran Depresión (1929-1939).

Cuántas veces la indignación se ha valido de estos sujetos. El firmante en cuestión puede responder a muchos nombres y apellidos concretos. Por otro lado, Frank Capra se ocupa de dejar bien retratada la paranoia social e informativa al son que marcan los políticos, y que de estos pasa a los distintos titulares, cual Juego de la Oca. Como la idea “a la desesperada” prospera, los nuevos directivos del diario deciden alimentar el rentable bulo, manteniendo bajo contrato a Ann. La periodista trata así de sobrevivir en una jungla típica pero letal. Como ella misma comenta respecto a su relato, se trata de sacarle todo el jugo durante un par de meses. Tratando de mantener el interés humano únicamente hasta la Nochebuena, fecha en que la gente se supone que pasa a otras cosas. Un día en que, pase lo que pase, [Juan Nadie] desaparecerá. A partir de ahí, se impone el contratar a una persona que ocupe físicamente el puesto de este audaz -periodísticamente hablando- Juan Nadie. Y el seleccionado es el desempleado John Willoughby (el magnífico Gary Cooper). A partir de ahora, él va a personificar, bajo los hilos de sus creadores, la “voz del pueblo”, en representación del típico ciudadano medio. Desesperado por su actual situación, Willoughby acepta el rol que le es propuesto, con la idea de que todo acabará el Día de Navidad (como, en efecto, así será). Pero Willoughby no se encuentra del todo solo. Su “Pepito Grillo” será “El Coronel” (el no menos inimitable Walter Brennan), al que, según comenta John, conoció en un tren de mercancías dos años atrás.


Willoughby está, como quien dice, bajo contrato. Pero cuando este entra en conflicto con su esencia moral, se produce la pugna interna. De cualquier manera, el veintiséis desaparecerá de la escena -precisamente-, pública e impúdica. Con la promesa de “saltar” desde la azotea de un emblemático edificio si no se resuelven algunos problemas, y de que le arreglen una lesión en el brazo, ya que desea volver a dedicarse al béisbol.

Todo esto convierte a John y “El Coronel” en personajes “de usar y tirar”, exactamente igual que ocurre en nuestros días. Por ejemplo, conviene tener mucho cuidado con las fotografías que se toman del personaje, en su actitud y ademanes, pues este ya ha pasado a representar a miles de personas. El Nuevo Boletín es el nuevo Instagram. En este caso, cualquier imagen vale más que mil palabras, aunque palabras -teledirigidas- no faltan en la presente campaña de imagen.

Por su parte, John trata de sobrevivir, del mismo modo que ya hemos señalado que Ann intenta hacer, aunque poco a poco, ella va a comenzar a conocer el producto de su creación y a interesarse por él, en detrimento del -muy interesado- sobrino de Norton, Ted Sheldon (Rod la Rocque). Sin embargo, como nos es mostrado por el realizador, Ann es una persona generosa a nivel familiar. Su principal meta es conseguir cierta estabilidad laboral, e incluso una sana seguridad emocional. Razón por la que comenzará a sentirse paulatinamente atraída por John Willoughby. A la larga, un poso de honestidad que le servirá de salvavidas. En este aspecto, y para estos dos personajes que se desmarcan de la trama plutócrata, más que las “clases sociales”, son los “golpes sociales” de la vida los que van a adquirir auténtica relevancia, en el sentido de saber hacerles frente.


Mientras tanto, Juan Nadie entrena al béisbol. Capra es enormemente avispado introduciendo momentos de desahogo entre tanta tensión social y personal no resuelta. Sobre todo, teniendo en cuenta que la película es de una dureza y franqueza sorprendentes. Lo que es decir que de una gran modernidad, como por otra parte acontece con casi todo el cine que llamamos clásico. El director sabe condensar muy bien todas las situaciones y derivadas en secuencias largas. Su criatura, Juan Nadie, confía en la gente, aunque no es ningún cándido: sabe a lo que está jugando. Pero la gente no siempre es buena. Ahí están la adulación, el interés y la maledicencia que afectan a muchos personajes, junto a las añagazas de la competencia (El Chronicle) que tienen por objeto destapar “el pastel” (tretas muy parecidas a la de los rivales que trataban de desarticular la puesta en escena de Un gánster para un milagro [Pocketful of Miracles, 1961]).

Por supuesto que la publicidad desembolsada se va de las manos. Programa de radio o de televisión, lo mismo da. En estas lides, Willoughby se muestra por vez primera envarado; después, no necesitará que nadie le escriba los discursos, cuando su personaje comience a pensar por sí mismo, desde su propia experiencia, y a hablar con su propia voz. Es en ese momento cuando ya es un líder. Mejor aún, un líder independiente. Estaba tan solo…, recordará Ann con posterioridad.


En un principio, la reportera se enamora del personaje que ha creado. Hasta que poco a poco irá averiguando la verdadera identidad del mismo, eliminadas las capas del exterior. Es cuando la creación toma forma allende la pluma de su autor. Primero, lo hace con las palabras del padre de Ann, que ya ha fallecido, pero que legó unos hermosos escritos que ella traslada a Willoughby. Después, prevalece la auténtica encarnadura del protagonista, navegando siempre entre la credulidad de las personas y su necesidad de creer en algo -sea una religión, o sus actuales sustitutos, las ideologías políticas-, o en alguien -y aquí entramos de lleno en un terreno más particular, de pleno significado-. Entre tanto, Norton se muestra firme, pero con la necesaria sangre fría, que es la que le ha llevado a donde está; es decir, la cumbre mediática, donde su palabra es valor de ley. La presencia física del mencionado Edward Arnold (1890-1956) ayuda enormemente, como lo hace la aportación de la voz al español del recientemente desaparecido Arsenio Corsellas (1933-2019).

De hecho, como en todas sus películas, Frank Capra da voz a la gente, a sus personajes, en espacios donde dicha gente se escucha la una a la otra (la magia del cine). Así, para John Willoughby, su ficción se convierte en una realidad, en un símbolo que propicia la creación de las sociedades filantrópicas Juan Nadie. Una pesada carga, sin duda. Pues los clubs Juan Nadie representan millones de potenciales votos para los políticos, por lo que estos deciden entrar a saco. Los integrantes de dichos grupos son, por el contrario, apolíticos en su adscripción, y lo dejan bien establecido. Por consiguiente, se hace necesario el ideologizarlos; convencerles de que es imprescindible adoptar una posición política, el Partido de Juan Nadie.

Una instrumentalización de los sentimientos en toda regla. De la fe, la esperanza y la caridad. Incluso de los sentidos, al serle negada a estos seguidores una amplitud de miras informativas que les permita la libre elección. El epítome de todo esto es la última aparición en público de Juan Nadie, que por fin se convertirá en John Willoughby.

Llegados a este extremo, las personalidades e idiosincrasias tan solo pueden emerger. A tal efecto, la película no deja de avanzar dramáticamente. Al punto de que se puede cuestionar un gobierno y sus integrantes, pero no una nación, culturalmente hablando. Otra escena resume este parecer, cuando Willoughby y John Connell convergen en la desoladora y, sin embargo, esclarecedora mesa de un local, el Jim’s Bar. El mundo del periodismo está corrompido, atestigua el ya ex director del Nuevo Boletín. Son los prolegómenos de toda una evolución, de un reencontrarse con las raíces para John Willoughby, consciente de que se ha enrolado en una fenomenal mentira de la que, salir indemne, va a resultar muy difícil. Aunque no imposible.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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