El cartero (y Pablo Neruda), de Michael Radford

28 marzo, 2021

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Hemos llegado a tener tanto, que ahora más que nunca parecemos estar perdidos. Solo nos parece reconfortar lo útil, nos acostumbramos a una rutina estéril y cada vez más dejamos atrás lo que nos maravilla, nuestra curiosidad por el mundo, para llegar a certezas tan firmes como vacías. Parece que nos sobran significados, cuando lo que en realidad nos faltan son las ganas de buscarlos. Cuando hablamos de poesía, se repite la pregunta: ¿y esto para qué sirve?

El protagonista de El cartero (y Pablo Neruda) (Michael Radford, 1994) no tendría una respuesta clara para esa pregunta, pero lo cierto es que en su sencillez descubre la fuerza de las palabras y de sus significados. Nos situamos en una isla italiana alejada de la civilización, un pueblo pobre de pescadores sin agua corriente donde el tiempo pasa lento, la vida es anodina y las relaciones infructuosas, como nos muestra la frialdad entre padre e hijo en el inicio de la película. Allí, Mario (Massimo Troisi), un hombre sin aspiraciones ni vida propia, aborrece el mar y sus mareos, pero encuentra un trabajo como cartero de un único cliente: el exiliado poeta chileno Pablo Neruda (Philippe Noiret), con quien empezará a entablar amistad.

No debemos entender esta obra como un fiel retrato del poeta ni como una obra biográfica. Se trata de una adaptación de la novela Ardiente paciencia (1985), de Antonio Skármeta (1940-), que tras el éxito de la adaptación que realizó Michael Radford (1946-) se la conoció también como El cartero de Pablo Neruda. Era, en realidad, la segunda adaptación, tras una realizada por el propio Skármeta en 1983 con un título homónimo al original. Sin embargo, ninguna de las dos versiones es fiel a la novela original, dado que transcurría, con más lógica y sentido, en los últimos años de vida del poeta en Chile.


Lo mejor de la obra es, sin duda, la relación entre sus dos personajes principales, como se encargó de subrayar la traducción española con el añadido entre paréntesis. Ambos personajes son antitéticos: Mario es balbuceante, tímido, parco en palabras y demasiado pueril, Pablo Neruda se muestra serio, diligente y firme en sus acciones. Sin embargo, por esas cualidades precisamente, Neruda se convierte en una especie de mentor para Mario, en una figura paterna que sustituya a la auténtica, que es mucho más áspera. El cartero idolatra al poeta desde el principio y, poco a poco, irán creando un vínculo desde la distancia inicial hasta la cercanía final. En el desarrollo de esta relación no dista El cartero (y Pablo Neruda) de ser una imitación de la que encontramos entre Totó y Alfredo en Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), coincidiendo además el mismo actor en el papel de maestro. Pero en esta ocasión, trasladamos el amor al cine por el de las letras, por el de la poesía. Es decir, en ambos casos, por la vida.

El argumento de la película es algo pobre, dado que se basa únicamente en el intento de Mario de conseguir el amor de Beatriz Russo (Maria Grazia Cucinotta), la tabernera del pueblo. Para lograrlo, pedirá ayuda al poeta, con la finalidad de encontrar las palabras que él se ve incapaz de decirle. A partir de ahí, se desarrollan conversaciones sobre las emociones y la poesía, diálogos centrados en el significado de las metáforas y en cómo trasladar lo que sentimos a palabras que sepan captarlo de la mejor forma posible. Por suerte, todo se desarrolla con cierta gracia. Beatriz es un chica fuerte y decidida a la par que rebelde, mientras que Mario, tímido a más no poder, esconde en su interior una sensibilidad única, poco desarrollada por la falta de oportunidades de su entorno. Lo demostrará en la sensual escena de la playa, que acaba con un primer plano de Beatriz y una elipsis; no era necesario nada más.


Al fondo de la película, algunas cuestiones políticas que retratan el devenir de la sociedad italiana, como las promesas incumplidas de los políticos de toda la vida, la llegada de las ideas comunistas, la falta de modernidad o la represión policial. No son el centro de la trama, pero tienen su importancia, en tanto que afectan de forma crucial a los protagonistas, como sucede siempre con la política, que aunque parezca distante, siempre acaba teniendo efecto directo en la vida cotidiana. De forma paralela a la ya mencionada Cinema Paradiso, el final de la obra nos invita a la emoción, aunque en esta ocasión sea mucho más dramática. 

A destacar, por último, aunque no menos importante, la banda sonora de Luis Bacalov (1933-2017), que obtuvo el Óscar en 1996. Se trata de una composición que da vueltas en torno al mismo tema central, bastante bello, y que encaja a la perfección con el espíritu de la obra y con el entorno de la isla que se nos regala en varios planos y secuencias.


En definitiva, El cartero (y Pablo Neruda) nos habla de la sensibilidad poética gracias a un protagonista memorable para el que se entregó por completo el malogrado actor Massimo Troisi, que también fungió como guionista. No obstante, a pesar de llegar en ocasiones a parecer una comedieta que acude a los tópicos italianos, la obra es bastante agridulce y deja de fondo cierta crítica que consigue elevar su tono general. Eso no resta que sea, lamentablemente, una película bastante limitada, que llega a ser caricaturesca con sus personajes, salvando un retrato bastante parco de Neruda.


Sing Street, de John Carney

22 marzo, 2021

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Conforme crecemos creamos la banda sonora de nuestra vida. Pero seguramente la época más crucial para empezar a disfrutar de la misma de una manera personal es la adolescencia, cuando comenzamos a sentirnos interpelados por las letras y cuando empezamos a indagar en nuestra propia música. Una época conflictiva, pero decisiva para formar la personalidad. De entre los directores que más ha ahondado en la relación de la vida con la música encontramos a John Carney (1972), músico en origen que nos ha entregado la que podríamos considerar una trilogía de obras sobre la creación musical, sobre personajes que se sienten ligados irremediablemente a la música y sobre cómo esta evoluciona junto a sus cambios vitales. Estas obras son Once (2011), con la que le llegó la fama, Begin Again (2013), que refleja su paso por Hollywood, y Sing Street (2016), realizada tras regresar a Irlanda y que supone una visión nostálgica de los ochenta junto a un deseo esperanzador y rebelde de futuro.

Nos situamos en una grisácea Dublin a inicios de los ochenta. Conor (Ferdia Walsh-Peelo) es un adolescente que es testigo de cómo su vida se resquebraja. Debido a la crisis económica que azota a Irlanda, en general, y a la familia del protagonista, en particular, Conor se ve obligado a acudir a un nuevo centro escolar donde se sentirá oprimido por sus compañeros y, también, por el propio director. A ello se suma la separación cada vez mayor entre sus padres. Su única vía de escape son las conversaciones con su hermano mayor sobre grupos de música y la llegada a su vida de Raphina (Lucy Boynton), una misteriosa y atractiva chica de la que se sentirá atraído. Sin embargo, para intentar sorprenderla, le hará creer que lidera una banda como vocalista y que van a grabar un videoclip en el que ella puede participar. Este es el punto de partida para el nacimiento del grupo Sing Street.


Sin duda, nos encontramos ante un coming-of-age en el que se nos relata la formación de la personalidad de Conor gracias a la creación de su grupo, conformado por marginados y alumnos excéntricos de su nuevo instituto. Con ellos, logrará crear un proyecto ilusionante, invadido de luz y modernidad, imitando los modelos de moda y variando su estilo con los cambios propios de la adolescencia. Pero, sobre todo, gracias a todo ello, Conor se fortalecerá para hacer frente a las desgracias que asolan su vida. Comparte cierta similitud con Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000), variando la danza por la música, en tanto que logra entroncar la evolución de su protagonista en un ambiente gris y decadente.

Debemos tener en cuenta que el ambiente que refleja la película desprende tristeza y anquilosamiento. El entorno irlandés está alejado de la festividad y el futuro espera más allá del mar, como señala Raphina en su sueño de marcharse a Londres. Los personajes secundarios viven presos de sus vidas: un matrimonio incapaz de separarse definitivamente, pero con fuerzas para discutir diariamente e intentar aparentar normalidad ante sus hijos, un hermano incapaz de seguir sus propios consejos y encerrado en una oportunidad perdida, una chica que confía en la primera mentira de un aprovechado y un abusón que arremete con los demás para justificar su propio sufrimiento. Este ambiente opresivo se refleja a la perfección con la institución a la que acude el protagonista, no hemos añadido "educativa" porque poca relación tiene ese edificio con este adjetivo, como bien se encarga de subrayar la obra. Aunque algo manido, estamos de nuevo ante la figura opresiva del profesor, en este caso director del centro, que, para colmo, es también sacerdote.


La educación religiosa queda reflejada como opresiva y poco alentadora. Desde las escenas iniciales en que Conor se adentra en el instituto se aprecian el desorden y la falta de disciplina entre los alumnos, a pesar de que las normas del centro son estrictas en cuanto a vestuario, por ejemplo, como remarca la apreciación que el director le hace a Conor sobre sus zapatos. En el fondo, el director no cree en la educación, porque cuando alguien es capaz de saber la respuesta, lo desprecia aún más, remarcando las bajas expectativas que tiene sobre la docencia y el aprendizaje de sus pupilos. Sin embargo, no dura en acabar minando a quienes se salgan de sus límites, con un castigo físico que nos retuerce las tripas, llegando a humillar de forma deplorable. Por suerte, nuestro particular héroe y músico se resarce poniendo en evidencia a los villanos, incluso convirtiendo comprendiendo al abusón.

En este sentido, la música no se convierte en una forma de evasión, sino en una vía de conocimiento para el protagonista. Aunque todo surge como una excusa para acercarse a la chica, al final será la forma de expresarse, de comprender el mundo y de crear una identidad. Conor empieza a fortalecerse a través de la música que oye y que crea, haciendo frente a sus problemas, traduciéndolos en canciones con Sing Street y logrando crecer hasta que tome una decisión definitiva al final de la película. El muchacho tímido y algo apocado del principio va así liberándose de sus ataduras hasta convertirlo en un valor incluso temerario al final.


Además, las canciones originales que nos aporta la película se engarzan también con el desarrollo del personaje, que como todo adolescente va cambiando de grupo favorito conforme gasta las canciones que oye. Ya sea por influencia fraterna o por la moda del momento, nuestro protagonista homenajea en sus canciones distintos estilos imitando a grupos exitosos de aquellos años que se mencionan directamente, en una clara referencia del director a la música de su juventud: Duran Duran, Ahá o The Cure son algunos de los mencionados, y sus estilos, tanto musicales como visuales, son homenajeados por los personajes.

En definitiva, Sing Street es una historia de un joven que encuentra su camino gracias a la música. Una historia que parte del cliché del chico conoce a chica para lanzarnos a un homenaje musical a las bandas de los ochenta y también a la manera en que estas se formaban desde la adolescencia y la experimentación, todo ello sin dejar de lado cierta crítica social ni el desarrollo, aunque algo parco, de las distintas subtramas. Incluso con alguna secuencia poética, como los hermanos observando a la madre desde la escalera o el viaje en tren del grupo, y algunos guiños graciosos a un modo de vivir que se ha perdido en el mundo actual. 


Música Inolvidable (XLIV): Jean-Michel Jarre y Rick Wakeman

20 marzo, 2021

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Un rover ha llegado a Marte. No es “Redford” ni “Land”, responde al nombre de Perseverancia y es el nuevo eslabón material que nos vincula con el universo, con el estar “fuera de casa”. Resulta curioso cómo parecen no afectarnos los acontecimientos que suceden ahí fuera. Estamos demasiado (a)pegados a nuestro día a día; a veces no nos queda otro remedio (solo a veces). Pero poseer una visión más amplia del existir posee la ventaja, además de poder ser más optimistas respecto a nuestro futuro y dar menos el coñazo engreído-psicológico a los demás, de ponernos en contacto con esa otra realidad que no alcanzan nuestros sentidos y que apenas hemos comenzado a explorar.

Jean-Michel Jarre, años 70
Me da la sensación de que en esa continua exploración humana la música ha venido siendo una potencial compañera de viaje. O al menos, una tripulante que no desentona con el conjunto. Nuestro aguerrido y mimado robot explorador bien puede verse acompañado de la música de cualquiera de nuestros dos invitados, del mismo modo que del excelente Vangelis (1943), que ha dedicado sus últimos proyectos melómanos a sendas misiones de la NASA. Desde Georges Méliès (1861-1938) hasta Carl Sagan (1934-1996), el cosmos ha venido siendo un espléndido telón de fondo musical.

Allende la vida física siempre estará la música, me atrevo a decir. Ni siquiera el cine, el más completo y ecléctico de los artes, sería lo mismo sin ella. Cuando es buena, no hay nada mejor. Nos ayuda con sus letras y espiritualidad, trascendentes o de andar por casa, y la ciencia ya lo corrobora. Sin embargo, la belleza no se puede constreñir a las cuatro paredes de un laboratorio. Pertenece al “más allá”. Por eso muchos de sus intérpretes han estado siempre al límite (postura, por lo demás, poco aconsejable).

Cuando yo era un chaval me regalaron un L.P. De sugestiva portada. Como casi todas en aquella época. Respondía al misterioso título de Equinoxe (Polydor, 1978), y lo firmaba un compositor e instrumentista llamado Jean-Michel Jarre (1948). Este era su segundo trabajo, como más tarde pude averiguar. Poco a poco fui adquiriendo el resto (el publicado y los que estaban por llegar).


¿Qué tenía de particular? Además de la estética, la arribada de sonidos nuevos, que te transportaban a esa otra dimensión que solo la música sabe proporcionar.

Hijo del estupendo compositor cinematográfico Maurice Jarre (1924-2009), que también realizó sus incursiones en el mundo de la electrónica, con resultados que siempre me han estimulado y he defendido (lo siento por los detractores, opino justo lo contrario), Jean-Michel fue quien se inició en dicho ámbito de ejecución electrónica bien temperada y entramados atmosféricos, que supieron convertir la novedad en una prolongación del clasicismo en la música. Los suyos son ya trabajos clásicos.

El primero fue el no menos exitoso Oxígeno (Oxygène, Polygram, 1976). En él asistimos a la imaginativa superposición de estratos sonoros. Existe el contrapunto, cuajado de suspense, compases proyectados hacia el futuro, envolventes atmósferas, ostinatos rítmicos de novedosa sonoridad, fenómenos de la imaginación y tonadas ad infinitum. Sorprendentes en los años de su estreno, siguen resultando enriquecedores. De envolvente factura, porque la imaginación y el ensueño no tienen fecha de caducidad. Lo único que ha cambiado es su consideración, a mejor. Ahora, como digo, son tenidos por clásicos lo que para nosotros eran singulares bandas sonoras de nuestra vida. Muestras espacio-temporales de innegable calidad y modernidad. Vivir para oír sigue siendo lo aconsejable.

De hecho, la imagen exterior está sobrevalorada, y es fácil de manipular. No vale más que mil palabras o mil notas musicales. En absoluto. En el mejor de los casos, sonido y estampa se compenetran. Pero la visión interior que desarrolla la música es un buen campo de trabajo para disfrutar (que no solo de gongs, oms y aburridos sitar vive el alma). Precisamente para poder conectarse con ese espacio habitable más allá de la Tierra.

Imagen de un concierto de J. M. Jarre
Equinoxe es -para mí- la obra maestra de Jean-Michel Jarre. Ágil y contundente, energizante y misteriosa. Espacial. Si el álbum previo era sugestivamente terrestre (con el sonido de un rompeolas que viene y va, a modo de transición de pistas), el presente álbum resulta sublime, etéreo y cósmico. Se enmarca sabe Dios en qué época y lugar. Lo que incluye la lluvia, posiblemente autumnal, que da inicio a las partes cinco y ocho, altos escalones de la música del siglo XX, de inapreciable orquestación electrónica, pasando por una elegía (parte 2) y una promesa de futuro por concretar (parte 3).

Estas dos primeras creaciones de Jean-Michel Jarre son bastante orgánicas y estimulantes. Describen paisajes sonoros. Con la llegada del pop, las composiciones atmosféricas incorporan y desarrollan nuevas facturas, sin tratar de perder frescura y ensimismamiento.

Así, tras los dos primeros puestos del pódium, se continuaron los trabajos. En tal sentido, 1981 puede considerarse el año en que los sintetizadores se comenzaron a acompasar al pop de forma evidente, deparando un sinnúmero de bellas, definidoras y pegadizas composiciones. También en la música de películas. Tras este arranque supersónico, la cosecha se prolongó a lo largo de toda la década –año mágico el de 1982-, con músicas imborrables e imperecederas a cargo de OMD, Mike Oldfield (1953), el citado Vangelis, las producciones de Quincy Jones (1933) para Michael Jackson (1958-2009) o Donna Summer (1948-2012); Tron de Wendy Carlos (1939) (CBS, 1982), Tangerine Dream, Alan Parson Project, Pat Metheny Group, Suzanne Ciani (1946), nuestro Azul y Negro, Brian Eno (1948), el imprescindible y siempre sorprendente Miles Davis (1926-1991), los primeros discos de Mecano (CBS, 1982, 1983, 1984), el grupo francés Space, Giorgio Moroder (1940), y un largo etcétera. Ni Daft Punk ni otros tantos grupos electrónicos actuales habrían existido sin aquellos (y con franqueza, yo me quedo con los avatares armónicos de los primeros).

Por supuesto que el sintetizador existía desde mucho antes. Baste recordar los sugestivos trabajos de Otto Luening (1900-1996) o Vladimir Ussachevsky (1911-1990), así como la banda sonora enteramente electrónica de Planeta Prohibido, compuesta por Louis Barron (1920-1989) y su esposa Bebe, de soltera Charlotte May Wind (1925-2008). Así hasta llegar hasta los logros de Andreas Vollenweider (1953), Kraftwerk, Jean-Luc Ponty (1942), la ya citada Wendy Carlos, o trabajos aislados pero imborrables como L’ aventure des plantes de Joël Fajerman (1948) (CBS, 1979). En efecto, el instrumento electrónico ya existía en estado puro o como elemento integrado a las distintas vertientes de la música. Pero yo me refiero al hecho de su incorporación masiva al pop en todos sus ámbitos. Algo en lo que muchos han probado desigual fortuna (pues se sigue tratando de una cuestión de talento y no de mecanismos).


En este campo o medio, ejemplifica Jean-Michel Jarre el paso de la música electrónica ambiental, propuesta en los setenta, al pop con sintetizador característico de los ochenta. Sucede en Los cantos magnéticos (Les chants magnétiques, Polydor, 1981). En aquella época de esplendor (ambas décadas), hasta Vangelis abordó nuevos proyectos en formato de canciones bastante apreciables.

Sonidos netamente mecánicos comienzan a aparecer en dicho álbum (parte 3). También las voces computarizadas (parte 4). Hasta su más sorprendente expresión en el trabajo siguiente, Zoolook (Polydor, 1984).

Temas tan cuidados como la segunda Rendez-Vous del álbum homónimo (Polydor, 1986), con voces sintetizadas de corte más operístico. Inolvidable. Al igual que la desenvoltura y magnetismo de la cuarta, o la atmósfera cosmopolita y deudora del escenario de Blade Runner (Íd., Ridley Scott, 1982), en el último de estos encuentros musicales.

Un aspecto, el de cosmopolitismo, que se amplía en algunos pasajes del subsiguiente Revolutions (Polydor, 1988), con el tema de la Revolución Industrial como paisaje sonoro. Sin olvidar horizontes tecnológicos derivados de la década de los ochenta, o aspectos filosóficos subyacentes. Civilizaciones antiguas del futuro, que no sacrifican -todavía- el aspecto melódico en baladas tan bellas como El chico de Londres (London Kid).

El siguiente trabajo, Esperando a Cousteau (En attendant Cousteau, Polydor, 1990), rinde tributo al explorador y marino francés Jacques-Yves Cousteau (1910-1997). Destaca el calipso inicial y un último corte extenso de tono minimalista (más extenso en su edición para CD), que nos sumerge en los misterios anímicos del mar.

Siguió Chronologie (Polydor, 1993), aún en la mejor línea de las creaciones de nuestro autor. De hecho, el álbum recupera el ánimo de los primeros proyectos en su sonoridad. Poco después, llegó una esperada segunda parte del seminal Oxígeno. Sabedor del éxito y aprecio que el público deparaba a sus dos primeros trabajos, Jean-Miche Jarre emprendió la grata labor de proporcionar una secuela (ampliada años después con motivo del Cuarenta Aniversario de su primer disco), titulada Oxígeno 2 (Oxygène 2, epic, 1997). Los resultados fueron satisfactorios, sobre todo por el reto que suponía la creación de un nuevo fruto empleando únicamente los instrumentos originales del empeño inicial. Además, los temas siguen la cronología del previo, con lo que se proporciona una agradecida intención de continuidad, y no de ruptura. Continuidad que se completaría con el más reciente y correcto Oxígeno 3 (Oxygène 3, epic, 2016), que supuestamente cierra el ciclo.

Rick Wakeman
Atmósferas (Atmosferes, epic, 2000) marca el tono progresivamente descafeinado que van a adquirir los siguientes cometidos del músico, iniciando la que para mí es la zona menos inspirada de su carrera, abierta al talante machaconamente tecno y étnico que, por otra parte, no se distingue de las creaciones de otros contemporáneos. De este modo, Equinoxe también ha tenido una secuela, en lo que hasta la fecha constituye un díptico, más alejada del original, aunque pretenda seguir en la misma línea. El título compuesto es inequívoco, Equinoxe Infinity (epic, 2018). No me parece que estos últimos trabajos estén a la altura de sus predecesores, empeñados como están en invalidar la melodía por el mencionado ritmo cargante y reiterativo.

Momento en el que parece tomar el relevo el compositor e intérprete británico Rick Wakeman (1949), que sí está deparando sorpresas agradables en el planetoide de la creación electrónica actual. Para ello hemos de hacer mención a sus orígenes como integrante de eso que se denominó el rock sinfónico o progresivo, superficie liderada por bandas como Chicago, Electric Light Orchestra, Pink Floyd, Return to Forever, Weather Report, Genesis, Yes, Supertramp, o la versión -espléndida- de War of the Worlds (CBS, 1978) oficiada por Jeff Wayne (1943); etc. Combinando trabajos para una gran orquesta o piano solo con sintetizador (inolvidable su versión del Summertime de George Gershwin [1898-1937] contenida en el álbum Rhapsodies [A&M, 1979]), el antiguo e intermitente componente del grupo de rock Yes, antes citado, transcurridos sus primeros periodos de actividad, nos viene ofreciendo productos cuidados y altamente atractivos, con un ingrediente básico común, que sigue siendo esencial en cada guiso musical con afán de permanencia: la creatividad melódica, combinada con el buen gusto instrumental a la hora de procurar los arreglos, es decir, la sonoridad del disco.

De esta guisa, Rick Wakeman se sacó de la túnica experiencias sonoras como Journey to the Centre of the Earth (A&M, 1974), el vivaracho y graciosísimo Rhapsodies; Cost of Living (Charisma, 1983), la paráfrasis de Gustav Holst (1874-1934) Beyond the Planets, junto a Jeff Wayne (Telstar, 1984); Silent Nights (President, 1985), Country Airs (Coda, 1986), inicio de una trilogía para piano solo; Time Machine (Bellaphon, 1988), el fenomenal Zodiaque (President, 1988), realizado junto al baterista Tony Fernández (1946); Sea Airs (President, 1989) y Night Airs (President, 1990), con las que se completa la antedicha trilogía; una de sus iniciales incursiones en la música sacra con The Gospels (Stylus, 1987), o las bandas sonoras Lisztomanía (A&M, 1975), White Rock (A&M, 1977), el disparatado pero bienvenido slasher The Burning (Charisma, 1981), o la desopilante Crimes of Passion (Edel, 1984), bajo la batuta indescifrable de Ken Russell (1927-2011).

De atmósfera relajada, el más reciente álbum Piano Odyssey (Sony Classical, 2018) consigue la combinación perfecta entre piano acústico y sintetizador, en un firmamento sereno y confortador. Lo que también se puede aplicar al inmediatamente posterior Christmas Portraits (Sony Classical, 2019), efectiva recopilación de estándares navideños.

Respecto a The Red Planet (R&D Media, 2020), su último empeño, he de decir que ha constituido un agradable descubrimiento. Unos acordes al órgano sirven de leit motiv marciano. Se repiten cada vez que introducen un tema “mons” (monte), empleando distintos ritmos. El álbum lo componen melodías sostenidas por el ritmo de la batería, y punteadas por esporádicas voces corales.

Sin duda, The Red Planet nos trae el sabor de los discos clásicos en este género (e incluyo las sensacionales formaciones orquestales de los años cincuenta y sesenta con tema cósmico en sus arreglos). Es una buena forma de homenajear la llegada de esa sonda con la que abríamos nuestro artículo. Un aire setentero en la instrumentalización recorre estas estepas desoladas marcianas. Guitarras y pianos eléctricos o acústicos se añaden al sintetizador, instrumento ya clásico, capaz de ofrecer las mismas texturas que antaño. Especialmente logrado y épico, por inspirado, es el tema dedicado al Polo Sur marciano.


El de Rick Wakeman parece un caso excepcional, ya que muchos de estos autores atmosféricos, agotada la vena creativa, han venido sacrificando la melodía por el ritmo; un ritmo vacío, repetitivo y mecánico, sin alma. Cáscaras vacías. Tal vez porque ya han dado lo mejor de sí, o como fiel reflejo de una sociedad cada vez más adocenada y ajena a la experiencia de la belleza (aunque me niego a creer que el público actual sea menos receptivo a las líneas melódicas que el anterior).

Da igual. La obra de Jean-Michel Jarre, sobre todo en sus primeros peldaños, que son los más altos, junto a la de Rick Wakeman y tantos otros, sigue constituyendo la modernidad. Al menos, el concepto dinámico que de ella se tenía en los años setenta y ochenta; de creatividad desbordante y en ocasiones desbordada. Por algo, a veces el tiempo tiene razón -y nosotros se la damos-. Como sucede con los clásicos.

Es la música como territorio de exploración y anticipación. Así, los autores que hemos abordado en este y otros artículos afines, nos regalan posibilidades expresivas que no han perdido -todo lo contrario- su capacidad de comunicación (interior y exterior). Que precisamente se apartan de las tonterías que a veces se escuchan en algunos espacios terrestres de radio, como que la música no son más que meras matemáticas puras. Por el contrario, la música es el misterio en esencia; quizá el más absoluto e indefinible. Porque no la ves, pero se siente.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Jean-Michel Jarre

Oxígeno Parte 4 (Oxygène, 1976)

Zoolookologie (Zoolook, 1984)


Rick Wakeman
The North Plain (The Red Planet, 2020)

Bohemian Rhapsody (Piano Odyssey, 2018)







El autocine (LXXXIII): La reina de África, de John Huston

12 marzo, 2021

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Rose Sayer (Katharine Kepburn) y su hermano Samuel (Robert Morley) son ingleses, de las Midlands, según comentan, y llevan diez años en el continente africano dedicados a una esforzada labor apostólica (del cristianismo protestante). En concreto, profesan el metodismo, y son tan austeros y púdicos como representan. No obstante, sienten un respeto evidente hacia los nativos. Creen en lo que están haciendo. De forma que, en la maravillosa La reina de África (The African Queen, Romulus-Horizon / Independent Films, 1951), los personajes principales resultan siempre fieles a su esencia. Una naturaleza que bascula entre lo indómito y la entrega a los demás. Son personajes puros, en este sentido.

El sector en el que se encuentran Rose y Samuel es el este del África germana, y la fecha, septiembre de 1914. Acaba de estallar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y lo que parece un entorno tranquilo va a sufrir pronto los embates periféricos del conflicto. Esto no sucede de un día para otro, puesto que ya existe un puesto de vigilancia ante un río que los protagonistas deberán sortear, y se habla del incremento de los destacamentos militares, pero sí es cierto que en cuestión de veinticuatro horas, la vida -o la visión de la vida- de estos personajes va a cambiar sustancialmente. Van a ser desalojados e impelidos. Pero a una gran pérdida suele seguir un correspondiente hallazgo, que se encuadra en esa naturaleza humana cuya fortaleza permanecía arrinconada o adormecida, como temerosa de quedar expuesta ante los otros.

A Rose y Samuel los ha venido visitando con cierta asiduidad el propietario de un barquito llamado La Reina de África. Se trata de Charlie Allnut (un espléndido Humphrey Bogart). Él es el único contacto de los dos misioneros con el mundo exterior; es decir, con las noticias novedosas y algunos “chismes” moderadamente desenfadados. Charlie les proporciona el correo y otros utensilios y encargos, junto a esa relación con el exterior, esencial para quienes han decidido ofrecer un servicio quedando en buena medida aislados. No deja de ser mordaz, dadas estas circunstancias, que una sonada cacofonía se eleve a los cielos por parte de los indígenas durante el servicio religioso, al tratar de entonar un himno. El humor va a estar presente a lo largo de toda la película, en sus muchas facetas; aquí, la ironía es palmaria.


De este modo, el cántico sacro va a ser interrumpido de manera (in)oportuna por el más “armónico” e “insustancial” sonido del silbato de la embarcación, al acercarse Allnut al poblado. Un contrapunto que, más que romper, acompasa. Allnut es canadiense, y me he permitido señalar las distintas nacionalidades no por capricho, sino porque a través de este dato, el magnífico realizador John Huston (1906-1987) enhebra un relato poblado de sus típicos perdedores, no apátridas, cuya conducta precisamente patriótica los redefine y redime. Diríamos que son perdedores de cara a la sociedad, pero no ante sí mismos. Seres tocados, pero nunca hundidos.

Continuamente interesado en las adaptaciones cinematográficas, Huston abordó aquí la traslación de una novela de Cecil Scott Forester (1899-1966), publicada en 1935, de igual título que la película, aunque de resolución más pesimista (si bien se contemplaron ambos finales: quien no haya visto la versión cinematográfica no tendrá dificultad en averiguar a qué me refiero). De la revisión definitiva de un guión original firmado por Huston y el malogrado James Agee (1909-1955), se encargó Peter Viertel (1920-2007), siendo el conjunto llevado a buen puerto por el meritorio productor Sam Spiegel (1901-1985; aquí, bajo el sobrenombre de S. P. Eagle, que pronto abandonó). La fotografía corrió a cargo del extraordinario Jack Cardiff (1914-2009), y buena parte del elenco y equipo técnico fue inglés, debido a la asociación de Spiegel con productoras de aquel país. La fotografía de Cardiff no es meramente preciosista. Resulta material, psicológica y de tonos bien contrastados gracias al expresivo tecnicolor. Hablamos de un tiempo en que la labor de un director de fotografía dotaba de alma a una película.


La embarcación porta todo tipo de suministros, pese a su aspecto desvencijado. Parece que nada tenga que hacer frente al destructor alemán Luisa, que deambula por el Lago Albert (Uganda).

Sin embargo, como comenta Samuel a su hermana, hasta para ti tiene Dios una misión. Poco más tarde declarará la propia Rose, ante Charlie, que pocas veces he experimentado una emoción así. En efecto, la sensación de una experiencia física, y no solo espiritual, resulta novedosa para ella (aunque no sea ajena al trabajo físico en el campamento indígena). Luego vendrá el contacto íntimo con Allnut, que al fin revela su nombre de pila: Charlie. En realidad, La Reina de África es una historia de amor, que se desarrolla en la pequeñez de un transporte, pero en la inmensidad de un escenario histórico-natural. El ritmo es sostenido, y el contexto exótico. Con sus peligros, como pueda ser el ataque virulento de un cúmulo de mosquitos. Retos ante los que solo cabe la fuerza antropocéntrica de voluntad. La aventura es, por lo tanto, tan exterior como interior. Como bien muestran las imágenes de Rose y Charlie reparando la hélice y el eje de la barcaza bajo el agua, compartiendo destino. A ello se añade el esfuerzo de atravesar un tupido cañaveral, con el peligro añadido de quedar definitivamente atrapados. El empeño físico y emocional se traduce en el aspecto fatigado de los protagonistas. Este vínculo creciente ilustra una relación que se basa en el respeto mutuo y el mantenimiento de los buenos principios y modales. Ambos actores centrales están magníficos. Y la dirección de Huston, lejos de toda pretenciosidad. Sus imágenes, expuestas sin tapujos, están al servicio de la narración. Y deparan momentos tan poéticos y trascendentales como la plegaria de Rose, que da paso a un plano con (pseudo) grúa que revela al fin la salida del cañaveral, que los personajes no pueden distinguir aún. De hecho, parece cosa de la intercesión divina que la Reina de África pueda escapar de allí, mecida por una naturaleza en su expresión más amplia, a modo de fenómeno natural, o extranatural revestido de natural. Próximos al final, tanto Rose como Charlie podrán ver naufragar sus recursos, pero nunca sus esperanzas.


Samuel, Rose, Charlie… ponen pasión y convicción a la adversidad, ante unas estructuras que se desploman, en un tiempo de amargos conflictos. Pero las estructuras están para ser reformadas, reenfocadas y saneadas (no destruidas, como tanto presumen los que tienen una idea de la continuidad dañina y desbocada). Este es un pilar básico de La Reina de África, aventura filmada prioritariamente en escenarios naturales, con algunos interiores fotografiados en los Estudios Isleworth, de Londres. Acompañados por una música de Allan Gray (1902-1973), con buenos pasajes descriptivos, aunque aún deudora de las orquestaciones de la pasada década.

Del barro, las privaciones y las adversidades, emerge el perfil mítico de los protagonistas. Ella es misionera; él mecánico transportista. Dos extracciones sociales y dos culturas diferentes. Pero un único cariño. Más allá de las circunstancias colectivas. Qué más se puede pedir cuando se va de viaje por el mundo.

Escrito por Javier Comino Aguilera





Para el sábado noche (CIII): En busca del arca perdida, de Steven Spielberg

02 marzo, 2021

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Tras los títulos de crédito de presentación de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Paramount, 1981), un rótulo señala que nos encontramos en alguna parte de América del Sur, en el año 1936. Un entorno y una época casi mágicos, aunque por Europa no soplaran los mejores vientos. Pero esa es la vertiente histórica, no la maravillosa. Sin embargo, ambas confluyen en la película. De este modo, llama la atención la cadencia temporal de la secuencia de apertura, en una atmósfera de misterio estático pero vívido, donde se agazapa la deslealtad, y el prestigio que depara el hallazgo de un tesoro. El excelente ritmo de dicho inicio es debido a la sobria labor del editor Michael Kahn (1930), la sugestiva atmósfera desplegada por el director de fotografía británico Douglas Slocombe (1913-2016), extensiva a toda la película, y la inspirada música de John Williams (1932). La exploración del templo del ídolo pagano, fabricado con el más preciado de los metales, depara una fascinación que podemos trasladar a la posterior incursión en la cámara secreta del Arca, ya en tierras de Egipto.

Este saqueo, o casi diría que perturbación, del tesoro artístico, en la figura del referido ídolo, bien semeja un macguffin -un señuelo- de cara al elemento más importante: la presentación del personaje principal, Indiana Jones, interpretado con convincente resolución y adecuada vulnerabilidad por Harrison Ford (1942). En futuras ocasiones se ha establecido que el nombre del protagonista se debe a su mascota, un perro llamado Indiana, más que al topónimo del estado del medio oeste de los EEUU. Tanto da. Lo esencial es que Indiana se muestra más como un hombre de acción que de palabras, si bien existe un ámbito donde se siente bastante cómodo usándolas: el aula (salvo, tal vez, cuando las alumnas le ponen ojitos). Más aún, parece que Indiana Jones posee, como se suele decir, ojos en la nuca. Un acusado sexto sentido de supervivencia, que ya ha demostrado en su cara a cara con el ídolo. Actor y director saben sacar partido de ello. Así sucede cuando el arqueólogo se ha de enfrentar a la traición de sus porteadores (Vic Tablian y Alfred Molina), valiéndose de su más fiel aliado, el látigo -o en su defecto, las lianas-. Pero como toda facción luminosa tiene su contraparte, una zona de oscuridad, el protagonista encuentra su némesis en la figura del competidor francés Belloq (Paul Freeman). Aunque incluso aquí, el asunto no es tan sencillo, ya que como le recuerda Belloq a Jones, estando en la capital de Egipto, tan solo hace falta un ligero empujón para que seas como yo. Eres un pálido reflejo de mí, declara.

La fina línea que une y desune a estos dos personajes está bien establecida, por mucho que la introspección psicológica ceda siempre su paso -por suerte- a la acción. Con un par de pinceladas sabemos que Indiana Jones es una persona de honor, pese a sus debilidades -su relación con Marion (Karen Allen)-, en tanto que Belloq se nos perfila como un sujeto sin escrúpulos, capaz de aliarse con los nazis con tal de conseguir su ilustrado propósito: la localización y análisis arqueológico -y místico- del Arca de la Alianza. Como tantos otros “tontos útiles” o “compañeros de viaje” que en la historia han sido, cree que va a poder someter a los secuaces del Führer. A pesar de la parafernalia castrense de que se rodea, Belloq no deja de ser un ladrón -un saqueador, en el original-, no solo de las riquezas autóctonas, sino también del esfuerzo individual de Jones.


El tercer personaje central es la citada Marion, una relación tronchada de Jones años atrás. Es llamativa la forma, mediante un duelo alcohólico, que tiene la muchacha de demostrar que vale lo mismo que cualquier hombre fornido. No es solo una cuestión de fortaleza física, sino de fuerza de voluntad, así como de astucia.

A su vez, Indiana es tenido, además de por un profesor de arqueología, por un experto en ocultismo; un hombre de muchas facetas. Así es definido por los miembros del Servicio de Inteligencia del Ejército que reclaman su ayuda. Respecto al ocultismo, es interesante detenerse en este aspecto, puesto que Jones asegura en un determinado momento, ante su amigo el director del museo de arqueología Marcus Brody (el estupendo Denholm Elliott), que no creo en la magia y las supersticiones. Lo que contrasta con su vínculo con dichos estudios ocultistas a los que se hace mención, y su posterior contacto con el Arca. O bien es que el arqueólogo sabe establecer la diferencia entre lo misterioso como algo verídico, y su envoltura folclórica, las consejas de viejo. Hasta su amigo Sallah (John-Rhys Davies), un excavador egipcio, advierte a Jones acerca del Arca. Siempre ha estado asociada con la muerte; no es de este mundo.

Este cariz enlaza con el poder destructor del propio artefacto, que se revela como algo tangible. Razón por la que los nazis, entre los que culebrea el sinuoso Herman Toht (Ronald Lacey), andan tras su obtención. Para Belloq, que establece otro paralelismo ante su adversario, la arqueología es nuestra religión. Solo que los dos nos hemos apartado de la fe pura.

El caso es que los miembros del Servicio de Inteligencia ponen a Indiana Jones tras la pista del Arca de la Alianza, el cofre de madera recubierto de oro que sirvió a los hebreos para guardar las tablas de la ley que conocemos como Los Diez Mandamientos. Aunque todo apunta a que en el Arca reside un elemento más; alguna fuerza oculta que bien haría en seguir a buen recaudo.


En este sentido, cabe mencionar que todos los objetos de la saga del aventurero se revelan como mágicos; “resplandecen”, pues poseen cualidades ocultas apenas sospechadas. El respeto a las tradiciones deviene entonces primordial. Un ejemplo lo tenemos en Marion y su particular implicación emocional con el cabezal del “Bastón de Ra”, ahora convertido en medallón. No se trata únicamente de un objeto que guarda relación con su fallecido progenitor. Existe algo más.

Las pesquisas del Servicio de Inteligencia conducen hacia Tanis, una ciudad ubicada al este del delta del Nilo, en pleno desierto, cerca de El Cairo. El cabezal es imprescindible para la localización del Arca, en la que es una de las ideas más bellas de toda la película. Se ha de emplear en la cámara escondida llamada “Pozo de Almas”, que a su vez contiene una maqueta de la antigua y ya extinta ciudad de Tanis. Un encuentro que se traduce a una hora concreta del día (las nueve de la mañana), para resultar efectivo.

Referencias hay muchas, más o menos asumidas. Desde los comics de Tintín, pasando por algún aspecto (re)creativo de Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Centre of Earth, Henry Levin, 1959), tal es la imagen de la gran bola de piedra que amenaza con chafar al protagonista; o la indumentaria, extraída u homenajeada del Charlton Heston (1923-2008) de El secreto de los incas (Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954). Sin olvidar la beneficiosa influencia adolescente de otros conocidos seriales de los años treinta y cuarenta (que se debieron reponer en los cincuenta).

De estos últimos recupera En busca del arca perdida un recurso visual muy atractivo y práctico, como es el célebre mapa sobreimpresionado en las imágenes, que va señalando el recorrido del héroe, o el avance de algún contingente. En esta ocasión, se trata de la ruta de viaje que lleva a cabo Indiana Jones, desde Washington (EEUU) a Nepal (Asia), con objeto de reencontrarse con su antiguo mentor, después a El Cairo, y finalmente, a una isla ignota que sirve de refugio y base de submarinos a los alemanes.

En toda esta traslación, alcanzan su cénit los efectos visuales proporcionados por Richard Edlund (1940) y Kit West (1936-2016).


Del seductor resultado, modélicamente orquestado por Steven Spielberg (1946), también es responsable la tríada de magníficos guionistas que fueron Lawrence Kasdan (1949; co-autor, recordemos, del libreto de El imperio contraataca [The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980]), el también productor George Lucas (1944), y el estimable Philip Kaufman (1936), proveedores de la historia original desarrollada por Kasdan.

En cuanto a la partitura, qué decir. Estamos ante una de las mejores y más emblemáticas creaciones del compositor John Williams, en la que, con seguridad, fue la segunda época dorada más creativa y fascinante de la música cinematográfica, tras la clásica -nada de “edad de plata”-. Me refiero a los años setenta y ochenta, cuando la música de cine identificaba una película, revistiéndola y dotándola de carisma y personalidad. Memorables son los temas dedicados al Arca de la Alianza, Marion, o la persecución en camión junto al desfiladero; una buena secuencia de acción, raccords aparte, a la que se imprime un ajetreado sentido del humor. La secuencia sirve, además, para evidenciar la tenacidad del protagonista, cercana a los atributos de un superhéroe, pero sin perder por ello la encarnadura, es decir, los huesos y la carne. Solo lacerándolos de cuando en cuando. Al fin y al cabo, Indiana Jones también es falible. Muestra de ello es el error táctico que comete al pretender volar el Arca sagrada con un arma, para a continuación caer en manos de los desvalijadores nazis, antes del ceremonial oficiado por Belloq. Por algo, como ya he señalado anteriormente, al final de En busca del arca perdida prevalece el respeto a las tradiciones históricas. Después de los fuegos ocultistas, muy reales.

Tanto, que la primera aventura del arqueólogo se despide con la imagen de todo un cementerio de reliquias. Un almacén, suerte de Mar Muerto, donde van a parar los ríos de todos los ingenios e ideas que escapan a la comprensión de la razón, arrinconados por la burocracia.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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