A ponerse series (XLIV): Star Trek: Strange New Worlds (primera y segunda temporadas)

25 noviembre, 2023

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El principal inconveniente de una precuela como Star Trek: Strange New Worlds (íd., CBS-Paramount, 2022-2023), que toma su título de una de las frases iniciales con que daba comienzo la serie original, Star Trek (íd., NBC-Paramount, 1966-1969), es que se construye sobre una serie -valga la redundancia- de parámetros identitarios que se repiten, y que ya fueron establecidos y explorados, en mayor o menor medida, en el trabajo matriz. Aunque en la cronología de la ficción este haya dejado de ser el primero, pues los hechos de la presente se desarrollan con anterioridad. A ello se suma, sin duda, un mayor despliegue técnico, pero no necesariamente un mayor encanto.


Los parámetros pueden y deben ser reutilizados, puesto que ellos conforman el marco de referencia establecido por la serie, de antemano o sobre la marcha; su ambiente y características. Con los argumentos ya sucede algo distinto. Y aquí es donde Star Trek: Strange New Worlds tiende a la reiteración. Podemos concretar ambas vertientes en lo siguiente: un determinado número de personajes aislados en el espacio, que han de aprender a soportarse y convivir, a entenderse entre ellos mismos y con otras razas (primera temporada, episodio IV). Encuentros con estructuras alienígenas, lo que incluye la música como lenguaje comunicativo universal (II). Paralelismos terrestres con otros mundos y con su historia (I). Duelos de naves en el espacio (IV). Fenómenos evolutivos y atmosféricos (III). Emergencias médicas y virus contagiosos (III). Reconocimiento de las inteligencias extraterrestres (II). La determinación de carácter intuitivo del capitán del Enterprise (IV, etc.). Incursiones con la lanzadera espacial (II, IV). La fusión mental vulcana (IV), con el consecuente trueque de mentes (V). Encuentros con formas antropomorfas o monstruosas. Recreaciones de situaciones o conflictos del pasado (es decir, del futuro histórico), como la petición de mano vulcana y la “época Amok” de apareamiento (V). El reencuentro con antiguos amores y colonias alienígenas abandonadas a su suerte (VI). Los alegatos (discursos-resumen del capitán, V). La toma de la nave por manos hostiles, en concreto, las de una activista toca narices (Jesse Keitel), personaje que quiere ser “enrollado” pero se queda en insufrible, y hasta acosadora de las fuerzas del orden (VII). Un universo paralelo y otro opuesto al nuestro, junto a la representación a bordo de una obra de teatro (VIII). El encontronazo con los romulanos, en superposición a otro de los capítulos señeros de la serie original (X). La cotidianidad trastocada en inesperado caos (V). El debido permiso, por descanso del personal o reparaciones (V). Apariciones “estelares” de otras especies conocidas por los seguidores, como andorianos, tellarites, klingons, oriones, gorn (de morfología y aspectos argumentales demasiado parecidos a los de Alien: también emplean a los humanos como incubadoras), hasta una telaraña toliana. Incluso la participación de otros personajes esenciales de la serie original y sus secuelas cinematográficas, tales como Sybock (-), el hermano díscolo de Spock (VII), o el propio capitán James T. Kirk (Paul Wesley), junto a su correspondiente hermano, Samuel (Dan Jeannotte) (IX, X).


Tal vez con todo ello, la CBS TV haya querido quitarse la espina de haber rechazado en su día el desarrollo del proyecto original, ofreciendo lo mismo pero puesto al día; si bien, en algunas series y películas de ciencia ficción, el tiempo y el espacio no existen (quiero decir que siguen siendo actuales, estéticas aparte).

Como antes anticipaba, los huevos Gorn son un claro antecedente de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) y Aliens (íd., James Cameron, 1986). Con niña (Ava Cheung) en peligro incluida: la teniente La’an de joven (Christina Chong). A ello podemos sumar escurridizas técnicas diplomáticas y traiciones insospechadas. Situaciones que resultan calcadas, pero expuestas con más medios. De este modo, más que una precuela, Star Trek: Strange New Worlds parece un reboot -un reinicio-, demasiado deudor y supeditado a las temáticas del pasado. Puede que a los espectadores más jóvenes esto les de igual, pero a mí no. Aquí es donde se halla, pienso yo, el principal hándicap de la primera temporada y parte de la segunda, en esta nueva serie. No obstante, justo es reconocer que al menos sortea con eficacia esa Espada de Damocles que todos soportamos en la actualidad en forma de lo políticamente correcto. El desarrollo también evidencia alguna que otra idea brillante -qué menos-, como la inclusión en la nave de la “costra”, la pieza más antigua del primigenio Enterprise, que los ingenieros rubrican con su firma (V). O la inclusión, formando parte de la nueva tripulación del Enterprise, de la descendiente del genocida Kahn Noonien-Singh (Ricardo Montalban), en la figura de la citada teniente La’an. También se sabe dar más entidad a la antipática y anti empática T’Pring (Gia Sandhu), la prometida de Spock (Ethan Peck).

Criado como vulcano por vulcanos, pero de madre terrestre (Mia Kirshner), Spock es, pese a todo(s), lo mejor de ambos mundos, el terrestre y el vulcano, aunque en un principio solo aparente encajar en uno de ellos (V). Él es la evidencia, a veces soportando la correspondiente carga, de la complementariedad de esos dos aspectos generalmente antagónicos, opuestos, puesto que los vulcanos son menos abiertos que los terráqueos. En definitiva, la doble naturaleza de Spock, siempre en pugna por no aparecer desdoblada (VI). En la Flota Estelar se me acepta como soy, confirma; es decir, como medio humano y medio vulcano (V). Un mestizo que, salvando las distancias siderales, habría encajado a las mil maravillas en el rutilante Imperio Español, como nos vuelve a recordar Esteban Mira Caballos (1966) en su nuevo y muy recomendable trabajo El descubrimiento de Europa (Crítica, 2023).


En este caso de racismo encubierto por parte de los vulcanos, que Spock también padece, somos nosotros, los humanos, los moralmente superiores. Un aspecto que también se trató en la previa Star Trek: Enterprise (íd., CBS-Paramount, 2001-2005). El problema de los vulcanos no es que carezcan de emociones, sino que las inhiben, como si fuera un estigma mostrarlas. Y como es lógico, algunos de ellos “estallan” (VII). Las emociones también son naturales, es irracional negarlo o retenerlas. También para los vulcanos, aunque su (antinatural) filosofía lo proscribe. Pero estos son los vericuetos emocionales de esta raza desde la trama original. La justificación la proporciona el propio Spock. Sin un control mental adecuado, las emociones vulcanas son peligrosas. La lógica neutraliza nuestra ira (IX). No parece lógico renegar de una parte de lo que uno es, salvo que esas emociones queden amplificadas por la naturaleza vulcana y constituyan un serio peligro para el resto de acompañantes. Esta es otra deriva interesante. Las emociones expresadas por los vulcanos resultan ser mucho más violentas, en consonancia con su mayor fuerza física.

Algo parecido sucede con la teniente comandante Una Chin Riley (apodada Nº. 1; Rebecca Romijn), que mezcla frialdad con calidez, aunque de una forma menos traumática. Sus problemas vendrán por una mera cuestión de normativa estelar. A Kirk lo contemplamos, como marcan los cánones de la serie, al mando de la Farragut (X).

Nos falta, como personaje principal, el capitán Christopher Pike (Anson Mount). Figura de liderazgo bien desarrollada y argumentalmente atractiva. Por ejemplo, es conocedor de su futuro (X), que como los seguidores saben, viene determinado por el capítulo La colección de fieras (The Menagerie, 1966) de la serie original. En puridad, un remontaje, junto con material nuevo, del primer piloto de la saga. Es, además, un capitán aficionado a la buena cocina. Lo que le da una dimensión no libre de limitaciones. Disponer de una vida familiar es un lujo que parece no estar al alcance de un capitán de la Flota Estelar (temporada II: IV), tal y como le sucedía -o le sucederá- a Kirk.


Aun así, vence el peso de unas similitudes con la serie-modelo que resultan cansinas; irritantes, que diría el señor Spock, a lo largo y ancho de la primera temporada (el robo del Enterpirse de nuevo, por amor de Dios), y parte de la segunda -si tal escisión cabe-. No obstante, esta última parece reconducirse hacia un rumbo más apasionante y personal, que deseamos confirmen las siguientes temporadas. Se inicia con el proceso a Oona, por ocultar información de carácter étnico en su informe de ingreso en la Academia y, consecuentemente, en la Flota. Por el mero hecho de ser iridiana (II: I-II). Un proceso legal más sagaz de lo acostumbrado, aunque no consiga zafarse de cierta moralina doctrinal, más de forma que de fondo, en cualquier caso. El personaje de la teniente Noonien-Singh también se enriquece. Evoluciona su carácter, demasiado cerrado. Se produce el inevitable reencuentro con los klingon, y con una materia tan necesaria para la nave como es el dilitio (temporada II: I). Así mismo, con una refinería de deuterio, y los seres que viven y se desarrollan en este medio (como después pasará con la horta y la silicona) (II: VI). Y el grano tritical, pero sin Tribbles (II: VII). Spock prosigue con sus retenidas emociones a flor de piel: esto sucede antes del Kolinar, la disciplina vulcana para erradicar -someter- dichas emociones por completo. Tal y como se abre la excelente Star Trek (íd., Robert Wise, 1979). Asistimos a nuevos vestigios de civilizaciones perdidas, anomalías energéticas, y seres que habitan una brecha espacio-temporal (II: V).

Por descontado, Star Trek: Strange New Worlds ofrece mejores decorados. No podía ser de otro modo. Los camarotes están mejor dispuestos, y el resto de los escenarios bien recreados, aunque como sucede con casi todo lo digital, pasan ante el espectador demasiado rápido, no da tiempo a disfrutarlos (excepción hecha de los citados camarotes).


En fin, en la segunda temporada seguimos viviendo de las rentas. Un nuevo juego con las líneas temporales alternativas, y experiencias de regreso al pasado. Vulcanos demasiado secos y categóricos (algunos humanos también, de tal palo…) Incluso la presencia de otro asesino viajero-temporal (III) -Un lobo en el redil (Wolf in the Fold, 1967)-. Aun así, ante una reescritura o puesta al día donde enseguida se suele hacer de noche, comienzan a aparecer, como anticipaba antes, algunas ideas titilantes, ya que Star Trek: Strange New Worlds avanza y resulta estimable cuando sigue sus propios vericuetos. Se repesca otra especie, los kerkhovianos (¿homenaje primigenio a Kirk?), en la lucha de Vulcano. La sospecha de un sabotaje, que nos remite a Aquel país desconocido (Star Trek: The Undiscovered Country, Nicholas Meyer, 1991). Y se nos invita a ser testigos de la esperada e inédita relación entre el teniente Kirk y su hermano Sam. O entre Kirk y la teniente de comunicaciones Uhura (Celia Rose Gooding). Otra buena deriva, por supuesto con sus raíces en la serie original, la encontramos en el cerebro humano como traductor universal de un alienígena, sin máquina interpuesta (II: VI).

Así mismo, destacan entre lo mejor de la segunda temporada las lagunas de memoria que resultan constitutivas del planeta Rigel VII y sus proximidades (IV). Con la consiguiente recuperación de los recuerdos de cada cual. La beca que se concede por medicina arqueológica, junto a la idea de que, ser humano no es vivir sin auto control (V). También las recurrentes visiones de Uhura (II: VI). El capítulo séptimo comienza a modo de dibujos animados. Dirige Jonathan Frakes (1952), uno de los actores y realizadores de la generación siguiente a la inicial. En este, unas alteraciones físicas han creado un portal temporal. El viajero espacial es, en esta ocasión, el alférez Boimler (Jack Quaid), de rasgos y comportamientos afines a la historieta, en la que seguramente es la ocurrencia más feliz de toda la serie (pues de un dibujo animado se trata, en su plano de realidad). El argumento y visualización se dan la mano con las aventuras animadas de 1973 y 74 (NBC).

Podemos añadir el encuentro con los oriones, donde se solventa el estereotipo de que únicamente son piratas o meretrices, con la suficiente pericia de no anular tales roles.

Tal vez otro de los personajes más sugestivos sea un embajador klingon retirado (Robert Wisdom), en conflicto con las cicatrices del pasado del doctor Josephn M’Benga (Babs Olusanmokun). En esta ocasión, el viaje al pasado está conformado por la experiencia previa de estos dos protagonistas, lo que les confiere una amarga profundidad en el futuro (su presente) (II: VIII). En cualquier caso, el modelo para el embajador klingon es el genocida Kodos el Verdugo de La conciencia del rey (The Conscience of the King, 1966).

Otro pliegue subespacial, rescata la idea de la comunicación a través de la música, ahondando en ella con inspiración, mientras pate de la tripulación permanece atascada en un campo de inestabilidad cuántica, que convierte al Enterprise en el escenario de un musical (II: IX). Es rizar el rizo, pero por lo menos se ofrece algo distinto. Finalmente, en el último capítulo de la segunda temporada se produce el ataque de los gorn a la colonia Parnaso Beta. Allí tomamos contacto con otro querido y sustancial personaje de la historia original y sus consecuentes películas. Me refiero al joven ingeniero Montgomery Scott (Martin Quinn). El episodio queda in media res, pero auguramos al señor Scott una larga y próspera vida.


Stra Trek: Strange New Worlds se ubica en la era dorada de la exploración. La misma que pudieron compartir Núñez de Balboa (1475-1519), Urdaneta (1508-1568) y El Cano (1476-1526), si nuestro desconocimiento y complejos no nos impidiera recordarlo. Solo que trasladado al espacio. Destaca igualmente en el reparto la presencia de la actriz Carol Kane (1952), como excéntrica adiestradora de ingenieros (es de raza lantanita), y otros personajes entrevistos en la saga inicial, como el almirante Robert April (Adrian Holmes) y, sobre todo, el facultativo Joseph M’Benga, antes citado. También Spock y su madre, o T’Pring y su familia (Elora Patniak y Michael Benyaer) (II: V), rituales “plasta” vulcanos incluidos.

Como también suele ser habitual desde los 2000, la banda sonora resulta en extremo sosa, salvo cuando parafrasea los temas clásicos de la serie, y en algunos pasajes muy determinados de suspense y misterio. Baste comparar el resultado con las recientes ediciones que de las partituras originales está haciendo el sello discográfico La La Land.

Cada vez estoy más convencido de que todo está en las tres temporadas de la serie original.
 


El autocine (CXV): La campana del infierno, de Claudio Guerín Hill, y El diablo se lleva a los muertos, de Mario Bava

15 noviembre, 2023

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Decimos que hemos dado la campanada cuando llevamos a cabo algo muy sonado, un hecho que provoca sensación entre el respetable, y hasta escándalo. Durante el reinado del rey aragonés Ramiro II, apodado el Monje o el Rey Campana (1086-1157), se ajustició a varios nobles levantiscos, colgándolos boca abajo para que, en efecto, el escarmiento “sonara mucho”.

Aunque para sonadas, la que nos va a ocupar en los siguientes párrafos.


El joven pero versado realizador sevillano Claudio Guerín Hill (1939-1973) falleció cuando ultimaba la realización de La campana del infierno (íd., Hesperia Films, 1973), una co-producción hispano-francesa, al precipitarse desde lo alto de una de las torres de la Iglesia de San Martín de Noya, en La Coruña, Galicia (España). Reconstruida la torre que aún hoy le falta, con material de cartón-piedra. Bastante bien, por cierto. La última escena de la película la filmó Juan Antonio Bardem (1922-2022).

El lugar no ha permanecido libre de misterio y leyenda. Como digo, uno de los campanarios del templo permanece inacabado. Lo que proporciona al enclave un semblante asimétrico ciertamente curioso y, en las manos adecuadas, inquietante. Estas fueron, además de las del director, las del escritor y guionista Santiago Moncada (1928-2018), menospreciado por más de uno de esos críticos entre lo populachero y lo intelectualoide, demasiado acostumbrados a convertir sus fobias en pestes grupales, y sus querencias en verdades universales. Lo cierto es que no comprendo por qué Moncada no ha sido objeto de algún volumen conmemorativo, que yo tenga noticia, habida cuenta de las producciones en las que intervino y las personas con las que se relacionó. Es una lástima que tampoco dejara unas memorias. Sin ir más lejos, trabajó con Mario Bava (1914-1980: falleció el mismo año que Terence Fisher), si bien, no en el guión de la película que pasaremos a comentar tras esta. De interesante y errática trayectoria, como todo lo relacionado con la falta de industria en el cine español, Santiago Moncada fue unos de los responsables de una de las películas que más gracia me hicieron de niño, El blanco, el amarillo y el negro (Il bianco, il giallo, il nero, Sergio Corbucci, 1975). Ni siquiera sus obras de teatro están debidamente editadas en la actualidad (tampoco las de José López Rubio [1903-1996]), caso de la divertida Violines y trompetas (1977). Será que no aborda de forma descarada y comprometida ningún tema inclusivo, solidario o ecologista.


Un tercer y cuarto puntales, tras el guión y la dirección, los encontramos en los decorados de Eduardo Torre de la Fuente (1909-2009) y la fotografía de Manuel Rojas (1930-1995), ambos, más que competentes profesionales. La música de Adolfo Waitzman (1930-1998) apenas tiene, en esta ocasión, una excesiva preponderancia. Al menos, en la copia que yo dispongo.

¿Por quién dobla esta campana del infierno? Bueno, los principales protagonistas son el joven Juan (Renaud Verley), su tía Marta (Viveca Lindfors), sus primas Esther (Maribel Martín), Teresa (Nuria Gimeno) y María (Christine Betzner), el aparejador con ventoleras, más que aires, de cacique, don Pedro (un espléndido Alfredo Mayo), su esposa (Nicole Vesperini), y por qué no, el cura del pueblo interpretado con su habitual y castizo desparpajo por el estupendo característico Erasmo Pascual (1903-1975).

Las primeras imágenes de la película nos muestran cómo Juan se aplica una máscara de cera. En cierta medida, ya está desdoblado por este procedimiento. Porque, además, acaba de salir de un psiquiátrico, donde al parecer ha permanecido dos años por cortesía de su tía, siguiendo un tratamiento. Es por ello que adquiere relevancia otro de los planos en los que lo vemos haciendo añicos sus recuerdos en forma de fotografías familiares y un certificado médico (¿de admisión o el alta?). ¿Y dónde recala Juan? En la residencia campestre que fuera de sus padres, que ya no viven, pero que está muy cerca de donde habitan su tía y sus esquivas primas. ¿Todo esto es bueno o es malo? Pues según se mire, porque de miradas, previas a las acciones, va la representación cinematográfica. El realizador sabe emplear muy bien el aspecto de la mirada de cara a su narrativa, tanto visual como argumentativa. De este modo, cobran singular prestancia en la puesta en escena los retratos y las mencionadas fotografías… en definitiva, el cómo observamos nuestros recuerdos con el transcurrir del tiempo (y el espacio).


La casa de la tía está plagada de dichas imágenes. También el dormitorio de Juan, aunque más artísticas y de desnudos. A veces las figuras humanas se ven esmeriladas a través del cristal de una puerta. Así, la de don Pedro, queda deformada por el vidrio de una pecera, o la de Juan, que hace lo propio sobre la superficie del simpático clavicordio que toca en su casa, nuevamente habitada. No es la única distorsión de los rasgos, hasta las abejas del contorno van a ser responsables de alguna de ellas. Son recursos otras veces vistos, pero que aquí cobran una especial significación, más allá de lo estético. Esa mirada turbia también se posa sobre el paisaje gallego. Las playas emergen solitarias y encapotadas, neblinosas. Una casa en ruinas parece mimetizada con el bosque. Es en este entorno lluvioso y herrumbroso donde Juan irrumpe con su moto, a su llegada a la localidad, de costumbres tan viciadas como cabría esperar. Allí se topa con un mendigo con ínfulas de vidente (Saturno Cerra), que nos da cuenta de cierta fatalidad en Juan; de que este es un muchacho predestinado, ya desde niño. Te advertí que serías desdichado, le recuerda el vagabundo. A lo que Juan replica que mis cartas las jugaré yo. Se me ocurre un antecedente literario con una situación similar, en la novela, con su correspondiente adaptación, Noche eterna (Endless Night, 1967; Molino, 1985; Planeta DeAgostini, 2022), de Agatha Christie (1890-1976), donde a la pareja protagonista se le vaticinaba un destino aciago en plena campiña, por una vidente. Ello no le resta originalidad o verosimilitud al argumento propuesto por Santiago Moncada. No será la primera vez que el autor eche mano de libretos y motivos considerados ya clásicos, como sucede con Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en la ninguneada y a reivindicar –sin pasarse, pero a reivindicar- El calor de la llama (Rafael Romero Marchent, 1976). No importa, Mocada es un excelente dialoguista, y un manierista a la hora de dramatizar sus desarrollos. Otro ejemplo a tener en cuenta es su guión de Cazar un gato negro (Rafael Romero Marchent, 1977).


Algo de folclore popular coexiste en la idea, también expuesta en el siguiente título que pasaremos a comentar, de que los hechos del pasado pueden permanecer estancados hasta que (les) llega la hora de resucitarlos. Diría que Juan se ve incapaz de pasar página pese a haberla leído, y comprendido su significado. Sus actos ulteriores se relacionan más con la venganza que con lo ultraterreno.

En cuanto a Guerín Hill, el realizador nos ofrece una planificación de corte –nunca mejor dicho- clásico, de sugestivos y armoniosos movimientos con la cámara. Sabe sostener el misterio sin teleobjetivos ni subrayados, que tanto afean otras propuestas patrias o foráneas de aquella época, por medio de una puesta en escena mejor dispuesta que en coetáneos envites, pongo por caso, La orgía de los muertos (José Luis Merino, 1973), sin por ello negar a esta su lograda capacidad atmosférica, y otros detalles valiosos que ahora no hacen al caso.

De momento, Juan se gana la vida en el matadero del lugar, lo que procura imágenes realistas y desgarradoras. Luego sabremos del auténtico fin de esta dedicación, y el por qué no dura mucho. De carácter contemplativo, díscolo e independiente, en ajustadas palabras de su tía, Juan se instala en su antiguo hogar, como ya he señalado, a veinte kilómetros de los remanentes de su familia. Tía Marta le ha estado pagando los gastos médicos, pero una vez más, la mirada se distorsiona al caber la posibilidad de que lo haya estado haciendo para tratar de confinar e incapacitar a Juan, con la excusa de procurar su bien. Un tema, el de la presunta locura del protagonista, que constituye otro tópico al que el guión sabe dar la vuelta. La apariencia de sanación o deterioro de la salud mental del protagonista, trata de hallar respuesta a través de su historia de las tres hijas desaparecidas en la mar, que narra a don Pedro. O con la broma de los ojos arrancados. ¿Propensión a la imaginación más negra y jocosa o mera crueldad?

La muerte es solo un estado transitorio, especifica la tía Marta. Pero puede haber otra forma de muerte en vida.


En la parte visual, La campana del infierno también contiene otros buenos momentos, como el que muestra a Juan frente al mar, cavilando (¿sobre qué?, tan solo podemos imaginarlo). O bien contemplando su instrumental quirúrgico, y cómo opera en su laboratorio (aunque no sea médico). Extendiendo nuestro símil, aseguraría que Juan se ha arrancado los ojos de verdad, en un sentido metafórico, ya que cuando lo hace físicamente es un engaño, una ilusión óptica.

El actor, Renaud Verley (1945), despliega un atavismo casi animal, enormemente atractivo, un punto desmesurado, frente a la belleza más preclásica de sus tres primas, en distinto grado de represión. A lo que Juan tocará a rebato, a su modo introspectivo pero primario. La campana del infierno es una narración donde continuamente se invita al espectador a mirar, a veces a taparse los ojos (la visión que ofende), como hace Juan, pero también a escuchar. Micrófonos, grabaciones y magnetofones, no siempre vistos antes de ser ejecutados, forman parte del entramado con el que los unos tratan de controlar a los demás. Ítem más, adoptando cierta apariencia de guasa y mezclando ambas facetas, imagen y sonido, resulta que Juan da la impresión de estar tocando el mencionado clavicordio, cuando en realidad se trata de otro trucaje. Nuevamente, un ardid tan sencillo como eficaz.


Seguimos. Es terrible verse perdido en una ciudad desconocida. Como la Venecia de No mires ahora (Don’t Look Now, 1971), relato de Daphne de Maurier (1907-1989), que abordábamos hace poco. Cualquier ciudad histórica con personalidad nos sirve. El director de fotografía y cineasta italiano Mavio Bava escogió Toledo (España), en la notabilísima El diablo se lleva a los muertos (Euro America-Roxy Film, 1973), nueva co-producción, esta vez, entre Italia, España y la entonces República Federal de Alemania (es decir, la auténticamente democrática). El guión es original de Bava y su productor, Alfredo Leone (1926), con el que no acabó demasiado bien debido a que, tras el estreno de El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Leone acometió un nuevo montaje con buena parte del material filmado por Bava, añadiéndole escenas alternativas, y sacándose de la manga otra película (un terrorífico spin off, podríamos decir), más cercana al argumento y visualización de la ofrecido por Friedkin (1935-2023). Huelga decir que, en el caso italiano, con resultados más pedestres, como he podido comprobar en la doble edición ofrecida por Regia Films (2015).

De la fotografía no se encargó, en esta ocasión, Mario Bava, aunque supongo que la supervisó, sino nuestro Cecilio Paniagua (1911-1979), técnico cualificado y versátil. La música de Carlo Savina (1919-2002) también requiere una mención especial, máxime cuando ha sido objeto de una reciente edición por parte del valiosísimo sello español Quartet (QR 480, 2022), y por conformar una estupenda banda sonora con vocales de Edda dell’Orso (1935), que potencian los aspectos más tétrico-románticos, asaz estéticos, de una película en la que también se incorporaba algún fragmento del extraordinario Concierto de Aranjuez (1939) del maestro Joaquín Rodrigo (1901-1999), en respetuosa versión de Paul Mauriat (1925-2006).


El demonio en Toledo. ¿Por qué no? ¿Acaso no se nos muestran las figuras de El Greco (1541-1614) algo distorsionadas? Partiendo de esta misma impresión, de forma directa o indirecta, Mario Bava destila la genial idea de incorporar a la fisonomía de la, ya de por sí, misteriosa urbe, un fresco de, según se comenta, mediados del siglo XII, que se conserva incompleto, pero en cuyos vestigios aún se distingue la efigie del diablo (con sibilina claridad, ¡es posible que haya sufrido una vigorosa restauración!). Se trata de una representación que es conocida popularmente con el nombre de El diablo se lleva a los muertos. Enlazaremos con este título después.

A la histórica ciudad llega Lisa Reiner (Elke Sommer), una turista norteamericana. Durante su estancia, callejeando, Lisa reconoce en un establecimiento de antigüedades a este personaje del diablo. Como si el tiempo se hubiera detenido, o aquel individuo fuera la reencarnación de la figura del mural. Responde al nombre de Leandro (el simpar Telly Savalas), y ejerce de chófer de una familia aristocrática venida a menos. Parte de su cometido consiste en llevar a reparar a dicho establecimiento unas figuras de cuerpo entero, unos maniquís a los que viste y adecenta con reverencial dedicación. Son sus fetiches… o muñecos vudú.

Perdida entre las callejas de Toledo, Lisa tratará de encontrar una salida, material y metafórica, con la única compañía de la estupenda música de Carlo Savina, y el sonido del viento. A los que se agrega la tonada, también del maestro turinés, proveniente de una caja de música que porta Leandro. En estos recovecos, un “desconocido” (Espartaco Santoni), confunde a Lisa con una tal Elena. Más tarde, será Maximiliano (Alesio Orano), el descendiente de la antedicha familia, donde recala Lisa, quien proceda a esta sorprendente identificación. Más que una confusión entre personajes, Lisa semeja una nueva reencarnación, al estilo de la de Leandro.


El estado nervioso de Lisa se va alterando. Incapaz de reencontrarse con su grupo turístico, en puridad, de reincorporarse a la realidad, le sorprende la noche, y tropieza con un matrimonio mal avenido, formado por Francis y Sophia Lehar (Eduardo Fajardo y Sylva Koscina). Viajan en su auto de época, detalle nada baladí, y con su propio chófer, George (Gabriele Tinti). Todos desembocan -¿por casualidad?- en la villa de una condesa (Alida Valli) y su citado hijo Maximiliano. Al tomar contacto todos estos personajes, apenas se relacionan entre sí. Las actitudes resultan hieráticas, como si ya estuvieran en el vestíbulo de una realidad paralela. Que se vayan, será mejor para todos, especifica a modo de advertencia la condesa. A lo que su hijo replica, con probable afán literal, que ellos no saben a dónde ir. Más adelante, Leandro se suma al aparente desconcierto al comentar que en general, sé todo de todos.

Una vez se ha decidido que los visitantes pernocten en la casa, nos involucramos en la mansión, a expensas de conocer el verdadero origen y circunstancias de los protagonistas. Lo cual es un acierto a nivel inquisitivo. Tiempo y espacio parecen haberse confundido, como rubrica la conclusión del relato. Respecto a este último aspecto, una vivienda que solo a ratos parece haber sido diseñada para ser habitada, o in illo tempore, configura uno de esos escenarios desportillados y maravillosos tan caros al (buen) género gótico de terror y misterio, circundada por una zona de nadie que responde al esquivo nombre de jardín. En realidad, la ubicación corresponde a una villa romana, pese a estar ambientada la acción en Toledo. Este espacio físico y simbólico, estación de tránsito, posee además distintos niveles. En efecto, el escenario múltiple parece compartimentarse en otros muchos –otras muchas interioridades-, con lo que podemos pasar de las acogedoras estancias donde se hace vida común, a la otra ala y pasillos de la mansión, donde se hace la otra vida. La planificación y el entorno crean entonces una sensación de inquietud muy rematada. Unas veces despojada, otras, certificada por distintos adornos de compostura antropomorfa. Figurillas de porcelana, mecánicas, estatuas, maniquíes… Símbolo de nuestro propio transcurrir. ¿Son estos modelos a escala una representación de nosotros mismos, o somos nosotros mismos? ¿Tal vez conforman nuestro disfraz en la Tierra, o son una forma icónica aunque material, de permanecer anclados a la misma, por un espacio indeterminado de tiempo? Como sabremos al final, por el comentario de uno de los chavales que juegan al balón en los aledaños de la otrora majestuosa villa –de forma más reposada, en principio, que los que aparecen al término de Bahía de sangre (Ecologia del delitto, Mario Bava, 1971)-, es este un lugar donde no ha vivido nadie en cien años. Tal vez de ahí provenga el porte decimonónico del vehículo de los Lehar, y el atuendo demodée de la condesa y Maximiliano.


Estas figuras manufacturadas, o diablofacturadas, a las que antes aludía, y que decoran una caja de música, se deslizan al son de una nueva tonada, sinuosa pero tranquilizadora, como quien representa una plácida danza de la muerte, tan sencilla como ineludible, hasta cierto punto mecanizada (no recordar apenas de dónde venimos ni quiénes somos), que transporta a Lisa a una presunta vida anterior, o bien, a ser testigo del destino de la susodicha Elena y sus amores con Carlo, el desconocido hallado en pleno centro, que resulta ser el segundo marido de la condesa (su plano es el del pasado, pues este ya ha fallecido, incluso cuando encontró a Lisa en la ciudad: el tiempo, entreverado, ya estaba haciendo alarde de su relatividad). Maximiliano proclama esta dualidad temporal y de la protagonista con otras palabras, Elena, Lisa, es lo mismo para mí.

No en vano, el tiempo es el gran protagonista en El diablo se lleva a los muertos. Y no me refiero únicamente a la comparecencia de algunos relojes formando parte de la puesta en escena, decadentista y decimonónica (un reloj con cadena, y otros semejantes, de mesilla, de pared), sino al aspecto temporal que estamos observando, y que quizá encuentre su mejor traslación visual y hasta metafísica en uno de dichos relojes, carente de agujas. A su vez, los personajes se desplazan por la dimensión que supone la casa, con el mismo ceremonial y parsimonia que algunas de esas agujas y figuras móviles. Por ejemplo, cuando trasladan a la primera de las víctimas del grupo a un pabellón adyacente, previo tránsito por esa zona preterida que es el jardín; por descontado, con su correspondiente estatuaria.

Todos parecen conocer a Lisa de antemano. Salvo quizá ella misma. Cuando estás aquí, me transformo, le especifica Maximiliano. De hecho, se habla de un quinto invitado, como el octavo pasajero, pero probablemente se refieren a la finada Elena, que es la que va a determinar el postrero desarrollo. Postrero en todos los sentidos. Los fantasmas del pasado bien pueden regresar para atormentarnos, inducidos, aún más si cabe, por nuestra propia locura, obstinación o pesar. Es el caso de Maximiliano. Al fin y al cabo, la insania siempre ha de responder a una o varias razones (o sinrazones). Frente a esta mirada aviesa pero fascinadora del futuro (mortuorio), no hay nada peor –léase, más traumático, aunque generador de nueva “clientela”-, que desenterrar el pasado, en expresión de Leandro. Dicho de otro modo, mejor es dejarse llevar, en determinadas circunstancias, ante ese umbral que todos hemos de atravesar. En dirección determinada por nuestros actos en vida. Así, Lisa recibe la ayuda de Carlo, cuando los dos niveles de realidad se solapan (la realidad y la otra realidad), pues que éste haya fallecido no significa que aún no habite el entorno, la vieja casa y la ciudad. Por ende, en esta mansión, espacio interdimensional, o están todos muertos o en trance de estarlo.


Mario Bava nos presentó una de las encarnaciones diabólicas más inesperadas y originales, artísticas y refinadas, desconcertantes y mundanas (gusta de los caramelos, que más tarde el actor trasladaría a su celebérrima serie Kojak [id., CBS, 1973-1978]). Pues son muchas en el cine. Hermanada al Claude Rains (1889-1967) de El diablo y yo (Angel on My Shoulder, Archie Mayo, 1946). Otra idea primordial es que el diablo no es el brazo ejecutor, al menos de forma directa: lo somos los seres humanos. Como siempre. Lo es el mal en toda su extensión, esa porción maligna que cada uno, en mayor o menor medida, albergamos. Y cuyas nueces –frutos-, recoge el susodicho diablo.

La modernidad de la propuesta coincide además con el advenimiento de las nuevas tecnologías. Condición que se transfiere a un avión de pasajeros sin pasajeros, salvo los convocados. Esos a los que les ha llegado la hora. Relojes –advertencias- no faltaban. Es la nueva Barca de Caronte. Modernizarse o morir. O mejor dicho, morir y modernizarse. ¿Pero morir como tránsito o como castigo? Tal vez exista un diablo, como unas máscaras de la muerte cormanianas de distintos colores, para cada tipo de delito.

Las connotaciones que se derivan de la película, de su puesta en escena así como argumentalmente, son muchas. Es este clima de inquietud el que vence. Aunque no lo sepamos explicar en su totalidad, esto es, racionalidad, sí somos capaces de apreciar su capacidad motivadora. Entre coronas funerarias y figuras humanas, unas reales y otras no tanto. O expresado de otra manera. Unas con apariencia de vida y otras que ya la han perdido.
 


Animando desde Oriente (XXVII): El chico y la garza, de Hayao Miyazaki

05 noviembre, 2023

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Nos vemos obligados a aceptar cambios en nuestra vida sobre los que no tenemos control. Aunque nos hemos convencido de que llevamos las riendas del transcurrir de nuestros días, una serie de casualidades ajenas a nuestra decisión pueden derrumbar el frágil castillo de naipes que habíamos levantado. David Fincher nos lo mostró en la sugerente y trágica secuencia en la que el sueño de bailar se quebraba para Daisy en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008). Sobre afrontar esos cambios se han narrado cientos de historias, en muchas ocasiones centradas en la superación. Pero si hay una etapa de nuestra existencia en la que somos más vulnerables a estos cambios, por no tener aún el control que desearíamos, es la infancia. De niños rotos, llevados por el devenir de los acontecimientos, tratando de seguir adelante después de una grieta insondable, también hemos encontrado relatos dispares: la esperanza rota que nos trasladaba La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, Isao Takahata, 1988), la incertidumbre de Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents CoupsFrançois Truffaut, 1959) o la calidez de El niño y la bestia (Bakemono no KoMamoru Hosoda, 2015).

Sin embargo, si ha habido un ojo narrativo que ha sabido captar los procesos de transformación del ser humano con belleza y acierto, lo encontramos en Hayao Miyazaki (1941-). Ha retratado siempre a través de sus películas el crecimiento de los personajes centrados en una vivencia única y fantástica a partes iguales. La madurez de Chihiro para rescatar a sus padres, la entereza de Ashitaka para sanar la enfermedad que devoraba a la naturaleza en La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997), la capacidad de Sophie para transmitir sus ganas de vivir a los demás mientras ella misma las recuperaba en El castillo ambulante (Howl's Moving Castle, 1986). Incluso la magia en los recodos de lo cotidiano como refugio de dos niñas que esperan recuperar a su madre en la tierna Mi vecino Totoro (Tonari no Tótoro, 1988), la vida independiente que trata de conseguir Kiki en Nicky, aprendiz de bruja (Majo no takkyubin, 1989) o el descubrimiento de un nuevo mundo y la confianza que adquiere Ponyo en Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008).

No nos debía extrañar que volviera a relatarnos una historia de superación ante la adversidad en su última -aunque ojalá no fuera así- película, El chico y la garza (Kimitachi wa dô ikiru ka, 2023) -engañoso título en su traducción-. Mahito Maki es un niño de doce años que se unirá a la lista de los pocos protagonistas masculinos de Miyazaki. Nada más comenzar la película, es testigo de un incendio en el que fallece su madre y así su vida cambia drásticamente. Japón se encuentra en guerra, su padre se dedica al comercio de aviones y decide trasladarse al campo, al pueblo en el que ha instalado su nueva fábrica y donde también trata de formar una nueva familia junto a la embarazada Natsuko, la hermana menor de su esposa fallecida. Mahito tratará de ocultar sus auténticas emociones, reprimiendo lo que siente y ofreciendo una fachada seria y taciturna, a pesar de los esfuerzos de su nueva madre por mostrarle afecto. Sin embargo, los misterios que rodean a la casa, especialmente una torre abandonada y tapiada que hay cerca, y la insistente garza real que le persigue, le llevarán a descubrir un mundo secreto.


No estamos ante una película fácil de comprender en un único visionado, porque los detalles que arroja Miyazaki a lo largo de su narrativa apenas son suficientes para entender la envergadura de lo que significa todo lo que estamos viendo. Es más, estamos seguramente ante su obra más silenciosa y parca en explicaciones. Si en El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) acompañábamos a su protagonista para comprender cómo funcionaba ese universo paralelo al que había entrado, en esta ocasión se opta por dejar entrever a medias, actuando más mediante la imagen que mediante la palabra. La magia funcionará porque así es la fantasía, no requiere de mayor explicación.

Aún así, debemos señalar que hay dos partes bien diferenciadas en la película, destacando incluso en el tono y el pulso narrativo. La primera abarca el mundo real, arrastrando los problemas cotidianos de Mahito. Da inicio como un prólogo que se sitúa como uno de los inicios más espectaculares de la trayectoria de Miyazaki, dándole un sentido al arte digital que incluye en su mezcla con el arte tradicional, con la deformación dantesca de los personajes, la manera de captar la velocidad y el sufrimiento del protagonista y ofrecernos la angustia y la desazón en trazos difuminados que van in crescendo conforme inunda la pantalla el rojo, ese fuego que luego tendrá una presencia continua en la película. 


Ese prólogo antecede a un desarrollo pausado y bastante silencioso. Mahito se adentra en un terreno desconocido, el pueblo en el que su padre espera prosperar y recuperar lo perdido. Pero el niño, aún manteniendo el respeto y la dignidad esperables en la cultura japonesa, no puede evitar tener accesos de tristeza e ira, en plena superación del duelo por su madre, cuando aún no comprende las decisiones de los adultos ni es capaz de acostumbrarse a esa nueva realidad. Seguramente, la parte más destacable de la película por lo sugerente que es, la manera en que genera tensión mediante sus pausas y los momentos íntimos que se entremezclan con lo onírico. En todo momento Miyazaki juega con si el elemento fantástico ha sido una ensoñación del protagonista o realmente es algo real, cuestión que incluso él duda. Entre las escenas más destacables, el sueño que tiene Mahito al caer rendido en la cama nada más llegar, que finaliza con sus lágrimas en la realidad, la decisión que toma tras visitar por primera vez la escuela, con la sangre como protagonista, el primer vuelo de la garza real, acompañado por tres notas de la banda sonora que se irán reiterando en sus apariciones, o la secuencia en la que la magia empieza a hacerse evidente, tratando de hacerle frente con un bokken, la tradicional catana de madera.

En todas estas escenas, destaca el cuidadoso trabajo artístico, por ejemplo, al realizar el travelling descendente para mostrarnos la envergadura de la vivienda, en un cuadro detallado y hermoso; o, también, el interior de la casa, que ofrece la sensación de un espacio abierto al estilo nipón tradicional, que contrasta con la vivienda europea en la que reside la familia del protagonista, en un marcado contraste que también diferencia a Mahito del resto de niños; después de todo, hay también una diferencia social, la familia del protagonista se encuentra en una posición privilegiada, pudiendo tener productos que otros codician. En este sentido, hay una división clara no solo producida por la pérdida de su madre, sino también por su estatus social, con un padre que tiene una posición de poder, como demuestra en sus intervenciones. Un poder inútil para sanar el auténtico dolor de su hijo. Mencionábamos antes su primer sueño en la casa, una muestra de cómo reprime su tristeza y también la impotencia de no haber podido salvar a su madre. Pero como ya no es un niño pequeño, sabe lo que significa la muerte y por eso tampoco aceptará al principio la llamada de la garza real, a la que tacha de mentirosa: no cree que su madre esté viva.


La pausa y el sosiego con el que se había afrontado esta primera parte chocan frontalmente con el ritmo rápido y a veces atropellado de la segunda. Aunque se habían ido dando detalles antes de llegar a este punto, la fantasía lo inunda todo de manera repentina y abrupta. Una fantasía desbordante, fruto de la imaginación más genuina de Miyazaki, que mezcla referencias y culturas para mostrarnos un universo propio y diferente, que ofrece pocas explicaciones y al que debemos aceptar tal y como aparece, porque no hay más. Luego entenderemos por qué. Y quizás este refugio, este mundo mágico, junto al objetivo claro de volver a casa tras rescatar a su tía, es lo que nos ofrece un renovado Mahito, capaz de hablar de forma más directa y de arrojarse de valor para tratar de comprenderlo todo, asumiendo el peligro. En este mundo creado por Miyazaki destacan las aves. Aparte de la garza real, encontraremos a los pelícanos, un símbolo del autosacrificio en la cultura judeocristiano, aquí convertidos en voraces destructores de almas puras y nonatas, quizás una representación de la guerra que se vive en el mundo real, una guerra que destruye futuros y que siempre ha estado en el fondo de los relatos del japonés, como muestra de su antibelicismo. Baste recordar la descripción que se hace de la guerra en la ya mencionada El castillo ambulante. Y otra de las aves serán los periquitos, esos pájaros tan inofensivos y domésticos que se convierten aquí en un ejército devorador de humanos, una representación de esa masa social que vive arrasando con todo y liderados por un rey que ansía cada vez más poder, aunque eso pueda conllevar el final de todo.

En este terreno, será la garza real quien se convierta en su inesperado aliado. Como mencionaba antes, en esta parte se encuentra un ritmo más atropellado, que no permite fraguar la relación entre los personajes y todo se va desarrollando sin un hilo narrativo claro. También puede llegar a resultar incluso frío. Frente a lo emocional que podían llegar a ser ciertas escenas en la primera parte, aquí Miyazaki toma más distancia, permite a Mahito ser curioso y hasta más infantil en su trato con otros personajes, pero no demasiado emocional. Toda la paciencia desplegada en los silencios de la primera parte es sustituida por escenas cortas, en las que se hacen revelaciones importantes sin que parezcan afectar al protagonista, como la presencia de una chica capaz de controlar el fuego y de la que cabría esperar más. Resulta interesante el juego de las puertas que permiten llevarnos a distintas épocas en el tiempo, pero que es apenas un recurso de fondo. El motivo del viaje del protagonista finaliza en una confusa secuencia sin resolución, para dar paso a otro tema imprevisto que tiene más relación con la intención original de Miyazaki que con el relato en sí mismo.


Por una parte, la intensa conversación que mantienen Natsuko y Mahito en este tramo les permite revelar aquello que ocultaban y liberarse de su dolor, aunque personalmente creo que apenas hay construcción para llegar a este momento, por buena que sea la escena. Igual que sucede con otros elementos del terreno más fantasioso, que llegan a ser comparsas sin demasiado recorrido, lo que impide que alcancen el carisma de otros secundarios de Miyazaki. La excepción podría ser Kiriko, en sus dos vertientes, que ofrece un refugio y un momento de calma en la vorágine de la aventura de Mahito durante el segundo acto. Y el encuentro con otro personaje femenino durante su travesía debería haber sido más emotivo y crucial, pero transcurre con cierta ligereza, a pesar de que la propuesta era interesante y se enmarca dentro del proceso de crecimiento y superación del protagonista de su conflicto interno y su duelo. 

El punto álgido en el que Miyazaki interactúa directamente con un alter ego, el tío abuelo del protagonista, nos lleva a secuencias que parecen extraídas del surrealismo y de ciertos procedimientos iniciáticos muy simbólicos. Me han recordado, por ejemplo, al cortometraje Destino, fruto de la colaboración -inconclusa- entre Walt Disney (1901-1966) y Salvador Dalí (1904-1989). Por cierto, la historia de trasfondo que se ofrece sobre este personaje, se incluye la obsesión por la lectura y cómo desapareció mientras leía un libro, como si hubiera perdido la cabeza, cuestión que me recordó, inevitablemente, a nuestro Quijote. En cierta forma, se siente como un añadido a la aventura de Mahito, que sirve para explicar el contexto y origen de este mundo de fantasía en el que se ha embarcado. Y que convierte la película en un mensaje directo al espectador, un testamento del propio director. Ahora es el joven Mahito quien tiene la potestad de crear un nuevo mundo de fantasía, llenándolo de bondad. La respuesta del protagonista, admitiendo sus propias faltas y arrepentimiento, marca el final del proceso de cambio o madurez en el que se había embarcado. La fantasía ya no le es necesaria, no quiere refugiarse de la realidad, sino afrontarla, aunque el mundo sea injusto y decadente, sobre todo en el contexto de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).


Las películas de Miyazaki nos han permitido refugiarnos en una fantasía exuberante, pero nunca han olvidado su conexión con el mundo real: el cuidado del medio ambiente y las críticas a la contaminación, el pacifismo contrario a las guerras, la relación positiva del ser humano con la naturaleza han sido ejes temáticos tópicos en su narrativa. Ese es su legado, su mundo de fantasía en el que descubrirnos. Es la voz del director interactuando con quienes quieran seguirlo, siendo consciente de que se acaba, de su siguiente extinción. A nivel narrativo, este paso final no tiene tanta fuerza porque toda la trama se encaminaba hacia la superación de un duelo y la aceptación de una nueva realidad, lo que provoca que se sienta algo forzado y menos intenso a nivel dramático. A pesar de lo cual, trasciende y sirve de cierre a la trayectoria del gran director japonés. Un cierre que Mahito es capaz aún de recordar cuando vuelve a la realidad.

Como suele ser habitual en sus películas, la conclusión es abrupta. Los personajes se despiden y continúan sus vidas habiendo cambiado, pero no seremos testigos de más de lo justamente necesario. Si no se han dado explicaciones previas, tampoco hay espacio para reflexiones finales, que quedan para el espectador.


Pájaros, aviones, guerra, naturaleza, fantasía como medio de escape, un viaje de madurez para que el protagonista cambie. El chico y la garza reúne los elementos esperables de Hayao Miyazaki. Su capacidad para adaptar una obra literaria insuflándole su espíritu e intereses, su gran calidad visual, esa forma de unir narrativa y dibujo con gran acierto y belleza, el buen saber hacer del veterano Joe Hisaishi en la banda sonora o la capacidad de emocionar desde la sobriedad. Contiene secuencias que impregnan la mente del espectador sin lugar a dudas. Pero no puedo dejar de pensar que no alcanza la maestría de otras obras del director. Su ritmo irregular, su parco desarrollo de los personajes secundarios y ese mundo de fantasía que se siente inerte y atropellado lastran un planteamiento maravilloso.

Escrito por Luis J. del Castillo



Para el sábado noche (CXXXIII): No mires ahora y otros relatos inquietantes, de Daphne du Maurier, y adaptación de Nicolas Roeg

01 noviembre, 2023

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En su día, dediqué un artículo a la autora inglesa Daphne du Maurier (1907-1989). Recalo nuevamente en ella para hacer hincapié en su inquisitiva prosa y, como es mi costumbre en este blog, comentar una de sus adaptaciones que cumple años. En concreto, el volumen al que me voy a referir es No mires ahora y otros relatos, publicado por La Biblioteca de Carfax en 2018, en traducción de Miguel Sanz Jiménez (-).

El primero de los relatos es el que da título a la recopilación, No mires ahora (Don’t Look Now, todos los textos son de 1971). Se alimenta de la tradición de la literatura gótica en un escenario que, a su vez, nos retrotrae a la hermosa costumbre del Grand Tour Europeo (imperdible el volumen dedicado por Taschen), en su vertiente más literaria; en concreto, en su acepción de libros de viajes (Alejandría de Forster [1879-1970], Egipto de Flaubert [1821-1880], los viajes por España de Richard Ford [1796-1858], y un extenso etc.) Costumbre establecida a partir del siglo XVII, por no retrotraernos al XVI y a Andrea Navagero (1483-1529), cuando el viaje era una aventura más romántica, calmada y reflexiva, en lugar de una experiencia tan uniforme, mecánica y aborregada, envuelta en un perpetuo selfie, individual o colectivo.

En la narración de Daphne du Maurier, destaca igualmente cierta tensión entre lo racional y lo emocional. No en vano, ¿en qué ámbito podemos delimitar, si tal concreción existe, el aspecto sobrenatural? ¿A lo meramente sensitivo, al encuadre científico? Lo más sensato parece combinar ambos. En cualquier caso, al anhelo espiritual y necesidad de sentirse confortado, se ha unido siempre el peligroso equilibrio entre lo real y lo irreal, o expresado de otra manera, y desasiéndonos ya de los manejos fraudulentos, entre lo visible y lo no visible.

Como en todo, se trata de una decisión individual, casi nunca grupal, pues la sensibilidad en este apartado tan íntimo es personal y pocas veces transferible (ahí está la proliferación de sectas y grupos mesiánicos de todo pelaje y condición, que brotan como setas con cada periodo cíclico convulso). La búsqueda ha de ser, por esto mismo, lo más objetiva posible, aun partiendo de nuestra subjetividad, como en el caso de los antiguos gnósticos, místicos y eremitas.
 

Hecha esta introducción, vamos con el primero de los relatos. El homónimo. John y Laura se hayan en Italia. El matrimonio disfruta de unos días de relativa calma tras el desgraciado fallecimiento de su hija Christine. Existe otro hijo menor que se haya en un internado, Johnny. El relato de Du Maurier comienza con una escena en un restaurante en Torcello, con la contemplación de dos hermanas gemelas, una de ellas ciega, encuentro visual y después físico que va a polarizar la visita y la relación entre los cónyuges. Esta mirada es recíproca, del matrimonio a las hermanas, de cierta edad, y de las hermanas al matrimonio; además de bifocal, consciente de que la realidad no ha de ser la misma para cada uno de los participantes. No en vano, John y Laura han comenzado la velada inventando un jocoso juego de falsas identidades respecto a las ancianas, viajeras como ellos.

Existe otro aspecto narrativo definidor: conocemos a Laura a través del diálogo y a John por sus propios pensamientos. Pero la voz narrativa es otra, la omnisciente. Si tomamos un mayor contacto con Laura es por lo que de ella piensa su marido, por cómo la ve. Una reciprocidad que queda en el aire, pues desconocemos las reflexiones de la esposa, que entran a formar parte de la idea que se forje cada lector. En lo más profundo, él no conoce completamente a ella, y seguramente al revés. Esto no lo concierta Daphne du Maurier porque sí. Precisamente, John va a ser el personaje que no está en sintonía con los acontecimientos, con el talante sobrenatural que estos adquieren. De regreso a Venecia, en otro restaurante, la hermana ciega advierte a John de que también él posee la facultad de la videncia, como a ella misma le sucede, pero que, como tantas personas con un don oculto, aún no ha desarrollado su potencial (potencial individual, que puede ser puesto al servicio de los demás, pero que nunca se circunscribe a un conjunto, vuelvo a aclarar). Las pobladas calles y los callejones menos transitados de Venecia se convierten así en un sorpresivo y atosigante escenario. Algo que sabrá trasladar a imágenes la película. Una Venecia, donde transcurre el resto de la acción, desangelada no solo por la lluvia, pues esta puede favorecer su encanto, sino por el estado de ánimo de John. Libro y película son la descripción de dicha atmósfera interna, trasladada al exterior. Romántica, en el sentido de ser el talante el que envuelve la contemplación del entorno.

Cuando Johnny, el hijo que permanece en Reino Unido, es diagnosticado de apendicitis, el matrimonio decide regresar. Al no haber más que una plaza libre en el avión más inmediato, es Laura la que parte, dejando a John a la expectativa, de regreso por carretera. El desconcierto de John ante la precipitada marcha de su esposa, y su acción abortada, pues su regreso se frustra al reconocer a Laura en un vaporetto junto a las gemelas, constituyen un intríngulis de precisa pero brumosa definición. Al menos, en el ámbito del realismo, pues aunque realistas son los ropajes, la mirada que los reviste es siempre romántica (me refiero al citado romanticismo). Más tarde, Laura dará sus propias señales de vida en Londres. Esto coincide con la presencia en la ciudad italiana de un asesino en serie, cuya identidad es un misterio añadido. La niña a la que John protege de un presunto agresor, resulta ser otra malformación en la visión e interpretación de la realidad. Una fatal coincidencia entre mil, que solo puede ser ajustada por el destino. Desgraciadamente, el más funesto. Una mala pasada de un mal aprovechado don. La pérdida de la hija ha supuesto para John y para Laura un cambio sustancial en la percepción visual y psíquica de los dos, pero cada uno ha de gestionar su propio destino.
 
Imagen de Venecia
 
La siguiente narración es El manzano (The Apple Tree). En ella, la afanosa y algo cargante Midge y su marido, del que no llegamos a conocer su nombre de pila, se evitan. El matrimonio se ha precipitado en el hastío, sobre todo por parte de él. Tras una neumonía, nuestro narrador queda viudo y jubilado. Pero siendo esto un alivio, encuentra una tormentosa transferencia entre Midge y un retorcido y viejo manzano. Nadie más lo ve así, pero para él la correspondencia es casi diabólica. Incluyendo los frutos que el árbol proporciona. Así, lo que los demás (una empleada de hogar y un jardinero, principalmente) admiran en el frutal, fortaleza, afán de renacimiento y superación, capacidad de agradar desde la senectud… él es incapaz de verlo, por asociarlos en cuerpo y alma con su difunta esposa. Una vez más, la visión interna ofusca y retuerce el paisaje externo. ¿O es que, tal vez, el narrador de estos hechos tiene razón y la correspondencia existe? Hasta el ramaje que se cierne sobre él a modo de reproche parece atestiguarlo. ¿Son los hechos fruto de su percepción? ¿Personificación o transmigración? ¿Proyección o simbiosis?

La capacidad para el detalle de la pasada vida en común de estos dos personajes es la cotidiana pero inquieta baza de Du Maurier, como destellos que regresan a la mente del protagonista. Ir hacia lo que le gustaba con su propio tiempo. De hecho, la autora parece relacionarse mejor con la psicología masculina en todos estos relatos. Su voz narrativa se corresponde con sus interioridades. Salvando un final algo previsible y rebuscado, de naturaleza redentorista, sobresale dicha indefinición, como en todo buen relato que roza lo fantástico, en su vertiente fantasmal más abstracta. Con M. R. James (1862-1936) a la cabeza y Edgar Allan Poe (1809-1849) en las extremidades. Esta deriva no hace olvidar todo el cúmulo de sensaciones compartidas e identificaciones que el lector establece con el personaje. Al contrario, las realza. Me da la impresión de que la autora entiende bien el sano ejercicio de la soledad deseada.
 

En No después de medianoche (Not After Midnight), el narrador, Timothy Grey, es un maestro de escuela. Pero ha abandonado el último trimestre a causa de un virus. Un virus muy particular. ¿Dónde lo habrá cogido? Es soltero, tiene cuarenta y nueve años y enseña a los clásicos (filosofía, arte, historia, literatura). Está en esa fase de la vida en la que se empieza a dilucidar y clarificar eso de las relaciones y afanes personales. El defecto, si es que se puede considerar así, es la aversión a implicarme con la gente. Amigos sí tengo, pero en la distancia. Comentario que demuestra su inteligente independencia.

Timothy, pintor aficionado aunque competente, es otro de los personajes de Du Maurier que se haya de viaje, esta vez, en la isla de Creta, en Grecia. Ha “tomado posesión” de un recoleto bungaló con estupendas vistas al mar, que anteriormente estuvo ocupado por un inquilino del complejo hotelero que murió ahogado, el señor Charles Gordon. Curiosamente, también aficionado a la arqueología. Durante su estancia, Timothy también entra en contacto, a su pesar, con el desagradable matrimonio Stoll. Lo que no aumenta su deseo de entablar relaciones. Lo mejor de aquel lugar era la ausencia de vecinos.

El relato prosigue penetrando en los resquicios de la historia clásica y mitológica con el artificio de un supuesto brebaje infernal del sonriente dios Dioniso, que convertía a sus seguidores en víctimas de la embriaguez, pero sobresale mucho más cuando Timothy se encuentra a solas consigo mismo. Por otro lado, es sugestiva la habilidad de la autora a la hora de entreverar los aspectos más realistas, físicos y hasta psicológicos, con esa otra parte fabulosa y legendaria de la vida, en la que muchos de sus protagonistas se entremezclan con las ficciones ideadas por los propios hombres.

En este sentido, El estanque (The Pool), vuelve a hacer hincapié en los aspectos más alegóricos, esa otra realidad que por lo general no percibimos. Que, con suerte, tan solo intuimos. Pues para la niña protagonista, Deborah, la seguridad de la casa de sus abuelos, se opone al mundo secreto que cobijan el bosque y el estanque. Con la curiosa connotación de que lo que desprende seguridad se convierte en antipático, en tanto que lo arcano, semeja un lugar reconfortante y alternativo.

El último relato contenido en el volumen es Las lentes azules (The Blue Lenses), del que creo recordar que también hablé en el artículo anteriormente citado. La paciente Marda West ha sido sometida a una delicada operación de cirugía, con objeto de recuperar la visión (una vez más, la corriente narrativa de la visión). Solo que la vista que recupera no es la que tenía prevista, por mor de unas lentes transitorias, mientras fortalece sus ojos tras la delicada operación. Con renovada soltura, la autora nos sumerge en el ámbito figurativo de la suplantación, incluso la personificación de seres animales, unos híbridos. La realidad transmutada en elementos de apariencia grotesca, algo que no esperábamos y que desprende una alta dosis de angustia ¿Se trata de una conspiración contra la paciente? No parece tener sentido, salvo que, algo en el proceder de su marido y una de las enfermeras, nos hace atisbar una explicación. Nuestra visión, a la par de la de la protagonista, no es completa. Nunca lo es.

Las citadas lentes proporcionan la particularidad en Marda de ver a cada persona con la fisonomía de un animal. A cada una de ellas se le atribuyen unas características y rasgos animales, no de forma metafórica, como muchas veces hacemos mental y mecánicamente (es un cerdo, menudo cabrito, es una víbora, como las ovejas, etc.), sino con ínfulas de realidad. Los símiles son muy diversos. El que les (nos) corresponde por apariencia, carácter, intención o intuición. El relato también posee una lectura alegórica. Estaba sola en un mundo animal.

A mí, Las lentes azules me parece claramente influida por los libretos de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) –hay un momento en el que, de forma literal, la gente se vuelve y mira con extrañeza a Marda-, Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), o la recientemente comentada en este blog, Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988), cuyo relato base fue publicado en 1963.
 

Como antes adelanté, No mires ahora no es tan solo un relato sobre la doble visión que casi todos poseemos. La videncia también se traslada al modo en que percibimos la realidad más inmediata. A ello se ancla John Baxter (Donald Sutherland), incapaz de emprender su personal y demandado viaje al más allá, por encima de lo que percibimos como racional. Con ello no quiero decir, por supuesto, que lo racional deje de tener presencia, sino precisamente, que esta ahoga la amplitud de visión: John no explora las capacidades que le son sugeridas. No es culpa suya, al menos de forma consciente. Su rechazo de esta doble visión, de su aproximación al terreno de lo sobrenatural, se fundamenta en la falta de un guía metódico, interno o externo, que no permite que dé ese salto (al vacío: lo dará igualmente, pero sin conocimiento de causa; dicho de otra manera, sin constatar que la realidad se expande). Nada es lo que parece, asegura John a Laura (Julie Christie) al comienzo de la adaptación escrita por Alan Scott (1939) y Chris Bryant (1936-2008), dirigida por el peculiar director de fotografía británico Nicolas Roeg (1928-2018). Uno de esos cinematographers que pasaron a la dirección, con resultados dispares. Entre los mejores de estos profesionales siguen estando Karl Freund (1890-1969), Jack Cardiff (1914-2009), Freddie Francis (1917-2007), Mario Bava (del que nos ocuparemos prontamente, 1914-1980) o Peter Hyams (1943). Scott y Bryant son, además, los responsables de la entretenida e injustamente menospreciada El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980).

Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, British Lion - Paramount Pictures, 1973), que no es un mal título en español, es fiel en lo esencial al relato original, con algunas leves salvedades que especificaré. Visualmente resulta más simbólica y compleja (una muñeca varada en el escalón de uno de los canales venecianos). A veces fría, geométrica o asimétrica, según se mire, contemplativa y distorsionada, preciosista entre visillos e inoportunos zooms, extraña de definir. Unas veces ensimismada (la escena en la cama), otras desconcertante, como si su intencionalidad fuese más captar dicha atmósfera desasosegada y disconforme que explicarla o seguir una argumentación deductiva. Para el espectador. Este dispone de todas las piezas, pero le será relativamente arduo unirlas sin la ayuda previa del relato escrito. A lo que se suma, por suerte de forma esporádica, una puesta en escena de carácter nervioso (aunque pertinente), con la ayuda de la cámara en mano.
 

Pero aun siendo llamativa la visualización que se arremolina en torno a esta amalgama de inquietudes y sensaciones, no es la única zona interesante de la película. Es el guión el que sabe reconstruir de manera pulcra el ambiente descrito en el cuento. Ambas vertientes no siempre parecen encontrase, como le sucede a John con su propio destino, pero no dejan de intentarlo.

Al inicio contemplamos al matrimonio en su casa de Inglaterra. John repasa una serie de diapositivas de vidrieras. Es él, y no Laura (Julie Christie), quien intuye que algo fatídico pasa. Nicolas Roeg, invocado por sus guionistas, ha avanzado una premonición destinada al personaje de John. La tragedia familiar se sucede a continuación, potenciada de forma dramática por el aspecto visual, por supuesto. En este caso, el color rojo del chubasquero de la niña (Sharon Williams). Casi diríamos que un rojo Minnelli. Portador de una intencionalidad muy específica, identificar la figura de cara a las supuestas apariciones de la pequeña en Venecia. La imagen fija el foco entre el verdor neblinoso del paraje inglés, en el interior de un plano que da la impresión de congelarse. Pese al distanciamiento que parecen portar los dos principales protagonistas, el accidente de la niña los afecta profundamente. Acierto es, en este sentido, introducir dicha figura de color en el contexto de las diapositivas que observa John para su trabajo. En concreto, una persona con un impermeable rojo en una antigua iglesia. Imagen, sino premonitoria, sí inquietantemente correlativa.

Otro dato significativo que varía respecto al texto de origen, pero que en nada aturde su significado, es el hecho de que el matrimonio Baxter está establecido en la ciudad de Venecia. No se haya de visita. John es un restaurador que trabaja en la Iglesia de San Nicolo dei Mendicoli. Es decir, ambos están instalados, pero aún no forman parte del paisanaje, son unos apátridas emocionales. Incluso el contacto con las gemelas escocesas Heather (Hilary Mason) y Wendy (Clelia Matania), que cuida de la primera, es igual de proceloso para John que en el relato impreso. Heather es la vidente invidente. Su capacidad física está mermada, no así su capacidad psíquica, altamente desarrollada.
 

Todos parecen haber cumplido un periodo en la vida y asomarse a otros derroteros, sino distintos, complementarios del primero. Incluso el hotel en el que se aloja el matrimonio (Hotel Europa) parece haber cumplido su anual ciclo. Cierra por fin de temporada. Las estaciones climáticas se solapan con las vitales; al fin y al cabo, andamos sometidos a ellas.

En el caso de los Baxter, de estar estancada su relación, esta comienza a fluir. Por un lado, porque Laura se muestra pletórica con la buena nueva, esto es, la posibilidad de una vida ulterior para su hija. Por otro, porque John le deja hacer. Si ella es feliz, también lo es él. Otra cosa será lidiar consigo mismo. El rechazo al que antes me refería tiene más que ver con su desconocimiento y alejamiento del tema sobrenatural, que con su incapacidad para afrontarlo. Al fin y al cabo, como vaticina Heather a Laura, también él posee el don.

En la película, eso sí, se produce una mayor interacción con las hermanas. En una narrativa algo deslavazada, pero sin perder la compostura enigmática, pues lo mostrado se basa más en actitudes y sensaciones que en hechos constatados sobre un suelo firme. Hasta la ciudad de Venecia responde a esta misma apreciación. Asistimos a acciones paralelas que se atraen y se repelen, con estética verité de la época, en a veces confusa amalgama. Pero el espíritu del libro -y de la niña- no decae. No parece haber vuelta atrás, tan solo avance por multitud de entresijos y recovecos (la materialidad física). Y aunque nos dé la impresión de que somos responsables de nuestro avance, la impresión se amplía con la sensación de estar siendo dirigidos (la materialidad emocional). De este modo, la amenaza en la sombra se cierne sobre John o su hijo Johnny, sin que sepamos con exactitud cuál de los dos está en peligro. Lo cual tiene sentido, habida cuenta del desenlace, exactamente igual en el libro que en la película, y en el que el uno no puede representar su destino sin el otro.

El percance del pequeño Johnny se respeta. Pero el progenitor no está excluido, en modo alguno.
 

Filmando en la inigualable ciudad italiana, el realizador Nicolas Roeg requirió a un compositor veneciano para su película. E hizo bien, pues este resultó ser Pino Donaggio (1941). Su música acentúa aún más una Venecia descompuesta entre andamios, fascinante y desportillada. Precisamente, la brumosa amenaza comienza a materializarse con la descomposición de uno de dichos andamios. Nuestras vidas dependen de hechos casuales, con frecuencia, al albur de los mecanismos que nosotros mismos fabricamos. Somos más frágiles e impredecibles de lo que nos gusta admitir.

Novedad de la adaptación es la congruente incorporación del empleador de John, el obispo Barbarrigo (Massimo Serato). Así mismo, capaz de presentir un peligro. Esto lo hace Nicolas Roeg con exquisito minimalismo, a base de alguna mirada o gesto del personaje. Más tarde, el apercibimiento de que algo va a suceder lo visita en la soledad de su espartano dormitorio.

Dentro de esta aflicción sustantiva, recojo empero un matiz de enojo. El inserto de las ancianas partiéndose de risa no sé a qué viene, salvo que se trate de una apreciación denigratoria por parte de John, que piensa que todo esto no es más que un fraude organizado para impresionar a su esposa. En cualquier caso, tal y como está dispuesto en la película, genera una confusión innecesaria: las facultades para la videncia de Heather son expuestas, para bien de la armonía narrativa de la película, como una realidad. Explicada o no. Y por muy inasible que se pretenda dicha armonía. Jugando con esta ambigüedad, que me resulta más ilusoria que real –en los mimbres del libro no cabe tal-, puede dar la sensación de que el afán de las hermanas es fraudulento, cuando no es el caso. A ello se opone la propia imagen de Heather entrando en trance violento. Esto hace que la vertiente narrativa del asesino en serie parezca un macguffin, un pretexto para el resto de derivadas. O su sustento. ¿Seguirá el asesino haciendo de las suyas? Lo cierto es que Amenaza en la sombra se hace fuerte hurgando en los callejones de la mente y de la urbe.
 

Entre la ficha técnica de la película observo el detalle curioso de la participación del futuro realizador australiano, efímero pero grato, Graeme Clifford (1942), como responsable de la complicada edición. La fotografía, supervisada, me figuro, por Nicolas Roeg, fue ofrecida al excelente Anthony B. Richmond (1942), antes de que el desorientado Kenneth Brannagh (1960) desamortizara las intrigas venecianas con el nefasto pináculo de su sobrehormonada trilogía de Hercules Poirot.
 


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