Música Inolvidable (XLVI): The Alan Parsons Project

22 febrero, 2022

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Musicalmente hablando, ¿quién quiere vivir en 2021, si se puede hacer en los ochenta? 1980 People: The Future is Going to Be Great; 2021 People: Let’s Go Back to the 80’s. Tengo 14 y creo que nací en el año equivocado, porque esto es genial. Imagine living in a year when turning on a radio means you have a 99% chance of hearing a timeless masterpiece.


Son algunos de los comentarios, mayoritariamente de gente joven, que puedo leer en la plataforma Youtube. Esto me lleva a una conclusión lógica: en el arte (música, cine, pintura, literatura, etc.), lo recomendable no es identificarse únicamente con la actualidad, sino hacer tuyos todos los presentes que nos proporcionan las manifestaciones artísticas que nos han sido legadas; es una cuestión de sensibilidad y de educación (tampoco yo viví la década de los cincuenta o tuve oportunidad de contemplar a Mozart [1756-1791] en directo, y no por eso dejo de disfrutarlos). Por otra parte, ya estoy más que harto de la mecanizada y cansina expresión musical actual, anti efervescente, impersonal, con las mismas voces y arreglos, las mismas letras (o mejor dicho, peores letras), como estoy hasta la coronilla de niños haciendo bailecitos. No crean que en los años ochenta todo fue jauja, hubo droga, enfermedad y terrorismo, pero en lo cultural, que es lo que nos interesa destacar aquí, se alcanzó un pico de intensidad referencial y heterogéneo que no se ha vuelto a dar. Hablamos, entonces, del conocimiento de estas manifestaciones artísticas, y en esencia, del aspecto musical, definidor de una época, o épocas, y por extensión, capaz de impregnar las subsiguientes, con el adecuado nivel de exigencia y calidad.


Alan Parsons y Eric Woolfson

En una galaxia cada vez más lejana, cuando la música te sorprendía con grupos, solitas y otras manifestaciones (como el video-clip), existió un grupo llamado The Alan Parsons Project. El nombre principal correspondía a uno de los integrantes, principal líder y fundador, el compositor, ingeniero y productor inglés Alan Parsons (1948). Su compañero fue Eric Woolfson (1945-2009), también compositor y ocasionalmente vocalista. Ambos conformaban un dúo que contaba con el apoyo “itinerante” de otros profesionales, instrumentistas y cantantes, entre los que sobresalía el productor, arreglista y compositor Andrew Powell (1949), también inglés. En solitario, Powell compuso la partitura para Lady Halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985).


El primer trabajo del Project en materializarse fue Tales of Mystery and Imagination (1976), en el sello 20th Century, adquirido más tarde por PolyGram-Mercury. En 1987 el dúo abordó una remezcla que incorporaba la voz de Orson Welles (1915-1985), previamente grabada en casete. Una idea que se remontaba a la fecha del lanzamiento de este primer disco. Existe una edición con ambas versiones. Precisamente, en el segundo parlamento, que encabeza la sección The Fall of House of Usher, se enlaza música con poesía, un deseo ya expresado por el propio Edgar Allan Poe (1809-1849).


Este trabajo inaugural resulta sumamente atrayente en los pasajes instrumentales, A Dream withing a Dream y la citada The Fall of House of Usher, especialmente atmosférica e inquietante, merced a las tonalidades empleadas, en total sintonía con la obertura de la ópera inacabada de Claude Debussy (1862-1918) dedicada al relato homónimo. Una suite instrumental en cinco partes. Además, el álbum se nutre de poemas (The Raven) y otros materiales narrativos del celebrado autor norteamericano. Es lo que se llama, un álbum conceptual. Las orquestaciones, de corte épico, que van a ser característica del conjunto, se manifiestan claramente en este empeño inicial, una magnífica carta de presentación o declaración de intenciones. Aparecen en el tema The Cask of Amontillado. También podemos apreciar que The Alan Parsons Project se posicionaba como un singular referente del nuevo rock progresivo, alternando con el mejor pop, al estilo de lo que estaban haciendo otros conjuntos como Camel, Saga, Rush o Queen. En efecto, con la incorporación y exploración de novedosos sintetizadores, el álbum resulta un eficaz ejemplo de fusión rock y tecno, evocador, estimulante y con contenido, alejado de la reiteración, blandura o agresividad (según el caso) de otros coetáneos genéricos. Los coros vocales son así mismo sugestivos e insinuantes en el tema final, To One in Paradise.



Tales of Mystery and Imagination es un importante y logrado álbum, que ha ido ganando fieles adeptos con el tiempo. No obstante, podemos asegurar que el impacto del grupo, el éxito comercial si lo prefieren, se derivó de su siguiente álbum, el magistral I Robot (1977), para la nueva compañía que acompañaría a la formación el resto de su trayectoria, Arista Records, una división de Sony Music en la actualidad, junto a Columbia o Epic.


En este nuevo caso, la referencia culta corresponde al prestigioso escritor y divulgador Isaac Asimov (1920-1992). La introducción del tema homónimo inicial es excelente. El sintetizador Moog expande sus texturas y apuntala la composición. La relación entre robots e inteligencias artificiales con el ser humano, es el leitmotiv. Un espectro que se amplía con la incorporación de la voz humana filtrada por el vocoder. En su vertiente más roquera, sobresale Breakdown, que concluye con un segmento vocal arreglado por Andrew Powell. Junto a las tomas múltiples que proporcionan dinamismo y expresividad a los arreglos, resulta imperecedera la unión de sonidos sintetizados y la música clásica (instrumentos acústicos, pasajes vocales), bajo el signo de la armonía. Lo que dota a algunas máquinas de voz… y alma. Sumamente setentero y grato es The Voice.


Como curiosidad, en el último de los temas, se añade un versículo más al Génesis, el treinta y dos. El segundo instrumental, tras el que da título al disco, es Nucleus. Junto a una sorprendente pieza deudora del Ligeti (1923-2006) o Penderecki (1933-2020) de 2001, Total Eclipse. O la mencionada Génesis ch. 1, v. 32, con la que se completa la rica gama de temas instrumentales del disco.


Aprovecho para señalar la excelente labor que se hacía entonces con las portadas de los discos, donde se mezclaba fotografía e ilustración (como el serigrafiado) en un orden simbólico e imaginativo sin parangón. El tamaño del vinilo era el idóneo para jugar con imágenes de todo tipo, muchas de las cuales ya han pasado a la historia de la iconografía. Qué bellas y estimulantes dichas imágenes (en portadas, libretos y contraportadas), definidoras de aquella época. Otra de tantas cosas que han acabado por sucumbir.



Un nuevo e inspirado tema instrumental, Voyager, abre el nuevo álbum Pyramid (Arista, 1978), enfocado hacia el destino, personal y común, dentro de la globalidad del universo. Incide en los vocales masculinos. El segundo instrumental es In the Lap of the Gods, y el tercero, Hyper Gamma Spaces, sugerente reinterpretación del citado tema de apertura, con incorporación de aires greco-egipcios y coros en consonancia.


Eve (Arista, 1979) contiene el muy conocido tema instrumental Lucifer. Un Lucifer electrónico, de nuestros días. Las relaciones afectivas entre hombre y mujer, y la especial fortaleza de estas últimas, articula el engranaje argumental de este trabajo. Temas de corte rock conviven con baladas, como You Won’t Be There. Damned If I Do es una destacable pieza vocal. Y como curiosidad, Secret Garden combina el instrumental con un tarareo, o scat ligero.


The Alan Parsons Project emprendió la nueva década con The Turn of a Friendly Card (Arista, 1980). El motivo argumental de este nuevo álbum conceptual es el de las apuestas y los (peligrosos y muy actuales) juegos de azar. Al Proyecto se incorpora la orquesta de cámara de Munich, para los arreglos de May Be a Price to Pay. Sobresale la balada Time, interpretada por el propio Woolfson, y como siempre, el resto de inspirados instrumentales, en este caso The Gold Bug y The Ace of Swords. Personalmente me gusta mucho I Don’t Wanna Go Home y, por supuesto, la composición que da nombre al disco.


Tras un merecido descanso, el Proyecto abordó el que probablemente sea su trabajo más conocido en los años ochenta, Eye in the Sky (Arista, 1982). De claro contenido pop-rock, el álbum se abre con la pieza breve Sirius, instrumental que sirve de apertura al celebérrimo Eye in the Sky vocal, junto a la formidable balada The Silence and I, casi diría que épica. El instrumental que brilla con luz propia es el fenomenal Mammagamma. Qué inventiva la de esta época, Dios bendito. Otra balada sobresaliente es la preciosa Old and Wise.


El ambiente del Egipto arcaico se desborda a través de las letras y compases de este álbum ya milenario (y millonario), cuyo Ojo de Horus es el que todo lo ve.



Si famoso fue Eye in the Sky, no le anduvo a la zaga Ammonia Avenue (Arista, 1983). No quiero ponerme tétrico, pero si tuviera que escoger seis canciones antes de morir (lo siento, pero no puedo quitar más), una sería Don’t Answer Me, perteneciente a este álbum, e indeleble desde el momento que la oí (que fue en el momento de su estreno). En fin, esto tiene que ver con la infancia y adolescencia que me tocó vivir. Así que perdonen la digresión y volvamos al séptimo álbum de estudio de The Alan Parsons Project, convertido en referente y éxito desde su publicación, en diciembre de 1983. Le siguen en importancia You Don’t Believe y la balada homónima con que se cierra el trabajo. El instrumental es Pipeline, con saxo jazzístico, pero sin perder el sentido del pop.


El irresistible aunque doble filado mundo de la ciencia es el leitmotiv de esta Avenida del Amoniaco, de perspicaz y llamativa portada, y mira que entonces las había buenas.


Sin llegar a la altura de los anteriores trabajos, vuelto a oír Vulture Culture (Arista, 1984), no merece ninguneo alguno. El nivel de las canciones pop-rock sigue siendo estupendo. Destacan melodías de fuste como Separate Lives, Sooner or Later y Days Are Numbers, el instrumental Hawkeye, y el uróboros de la portada con cabeza de buitre.


Stereotomy (Arista, 1985) es un juego de palabras o acrónimo acerca de la popularidad. Posee un buen comienzo, el propio Streotomy, siendo una de las mejores piezas del álbum Limelight. Mantiene el nivel del precedente, e incluye, como antaño, nada menos que tres instrumentales, con lo que puede formar una suerte de combo con el trabajo previo. Estos son Urbania, Where’s the Walrus y el breve Chinese Whispers. Más roquero el primero.


Stereotomy me va gustando más conforme lo vuelvo a escuchar, a pesar de los comentarios desdeñosos al uso. A veces conviene huir de los repertorios más trillados, ya que se pueden descubrir muchas gemas escondidas.



El último álbum antes de la inevitable (por frecuente) disolución, fue Gaudí (Arista, 1987), huelga decir que dedicado a la figura internacional del reconocido arquitecto español Antonio Gaudí (1852-1926). Si modernistas eran su formas y estilo, modernas son las composiciones que, de seguro, le habrán agradado. 


Parece que la repercusión del grupo ya había dado sus mejores frutos, pero es injusto considerar este trabajo como secundario. Por el contrario, se trata de un digno colofón a la trayectoria del Proyecto, que para entonces abarcaba más de una década.


Lo mejor, para mi gusto, reside en el tema inicial, La Sagrada Familia, Standing on Higher Ground y el instrumental, ejecutado a la guitarra española, Paseo de Gracia. A día de redactarse este artículo, puedo leer en Wikipedia que alguien ha escrito que el álbum generó cierta controversia por la inclusión de instrumentos poco frecuentes en la tradición cultural catalana, como las castañuelas o la (referida) guitarra española. Lo que como gilipollez, seguramente cierta, es difícilmente superable (no me sorprende que a veces no seamos capaces de llegar a ninguna parte). Andrew Powell, incombustible, queda nuevamente al mando de los excelentes arreglos orquestales de ese citado primer tema.


Grabado en tres días y publicado en 2014, coincidiendo con la reedición y remasterización de la discografía del grupo, salió a la luz The Sicilian Defence (Arista – Legacy, 1979). Enteramente instrumental, estamos ante un contenido bastante sugestivo, tanto en su vertiente electrónica como acústica. En este último aspecto, aludo a los temas interpretados a piano solo (el dos, cinco, siete y nueve; aunque principalmente, destacaría los dos primeros). El compendio es un esbozo, que pese a todo sabe crear un buen ambiente contemplativo (a lo Brian Eno [1948]) y sintonía, salvo, tal vez, en el último tema, que parece la banda sonora de muy bajo presupuesto de un film con sintetizadores algo cutre. Lo cual puede tener su gracia. El título hace referencia a la apertura del juego de ajedrez. Las denominaciones de las canciones responden a diversas posiciones de las piezas sobre el tablero de juego. Hay lugar para la improvisación, pese a que, bajo presión contractual, el contenido fue archivado casi al mismo tiempo de haber sido ejecutado.



Siguiendo con nuestra costumbre, y a objeto de adornar este artículo musical, he seleccionado tres composiciones del grupo que paso a ofrecerles. Por descontado que la elección es subjetiva, pero puede servir a quiénes no conozcan el trabajo de la agrupación o a quienes deseen rememorar tres de sus principales éxitos (invito a ampliar el espectro).


Comenzamos con el imperecedero instrumental I Robot (1977), aunque la interpretación que propongo tiene la particularidad de poder ver a Alan Parsons en vivo (por desgracia, ya fallecido Eric Woolfson). También en directo es una de las más reconocibles baladas y mejores temas de una década que contó con muchos, Eye in the Sky (1982, grabación de 2004 con subtítulos en español), con su introducción Sirius, y entonada por el propio Parsons. Por último, el video oficial de Don’t Answer Me (1983), que ya forma parte de toda una generación. Y que la música nos acompañe.


Escrito por Javier Comino Aguilera


I Robot (1977; Live in Colombia, 2013)


Sirius / Eye in the Sky (1982; Live in Madrid, 2004)


Don't Answer Me (1983)



El autocine (XCIV): La isla del tesoro (1972), de Andrew White, y Ashanti (Ébano), de Richard Fleischer

12 febrero, 2022

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Probablemente no sea la que me dispongo a comentar la más glamurosa traslación del clásico de Robert Louis Stevenson (1850-1894), La isla del tesoro (Treasure Island, 1883; Anaya Tus Libros, 1981-2004), pero encaja perfectamente en nuestra sección de El autocine, además de traerme recuerdos muy especiales tras su pase por TVE. Pese a sus carencias, La isla del tesoro (Treasure Island, National General Pictures – Warner Bros., 1972) cuenta con dos bazas importantes, una fiel y resuelta condensación de la novela, y la interpretación de Orson Welles (1915-1985) como Long John Silver, el aparentemente fatigado pero temible pirata, que ha vivido mejores tiempos. Lo que, de algún modo, está marcado en el rostro del actor.

De igual modo, el ambiente queda muy bien captado en esta sintetizada pero cariñosa adaptación, una coproducción entre España, Italia, Inglaterra, Francia y Alemania, orquestada por Andrés Vicente Gómez (1943) y guionizada por Hubert Frank (1925), Anthony (Antonio) Margheretti (1930-2002) y Bautista de la Calle (-). En el guión también intervino el propio Welles. Podemos añadir a lo dicho la correcta fotografía de Cecilio Paniagua (1911-1979) y los cuidados decorados de José María Alarcón (1926).

Me da la sensación de que la presencia de Orson Welles en esta coproducción se debía en buena medida a su búsqueda de financiación para el que iba a ser su inmediato proyecto, Al otro lado del viento (The Other Side of the Wind, 1973-2018), que quedó inconcluso hasta que recientemente se ha podido restaurar el material, con desiguales resultados en lo que se refiere al montaje.

La dirección de La isla del tesoro corrió a cargo de Andrew White, un seudónimo de Andrea Bianchi (1925-2013), realizador italiano que resuelve las imágenes sin especial personalidad o sentido de lo memorable, entresacando algún que otro destello, proporcionado más bien por las relumbrantes monedas que configuran la oculta fortuna que aguarda en la isla. Así mismo, parece que en la dirección pudo intervenir el realizador inglés John Hough (1941), mucho más capacitado para la puesta en escena. Lástima que no filmara él la película en su totalidad. Pese a todo, los resultados visuales son aceptables, aún por discretos.


Como ya sabemos, o deberíamos saber, la acción de la novela y, por consiguiente, de la película, arranca con los recuerdos de un adulto Jim Hawkins (Kim Burfield), que recuerda su infancia en los tiempos en que su madre regentaba la posada del Almirante Benbow, cerca de Bristol (Inglaterra). Allí se va a ver en la necesidad de atender a un huésped problemático, Billy Bones, que se hace llamar Capitán (el característico Lionel Stander). Forma parte de una camarilla de filibusteros, como pronto va a averiguar el joven Jim. Uno de ellos responde a otro apodo, “Perro Negro” (Adolfo Thous), que porta una gran cicatriz. La encomienda de Jim es mantener los ojos bien abiertos, es decir, vigilar por si aparece un marinero con una sola pierna, llamado Pew (Paul Muller), que además es ciego (lo que no impide su peligrosidad; ya comprobaremos que, a lo largo de la narración, el estar impedido no es sinónimo de no poder atacar o saber defenderse).

La evocadora voz en off del muchacho jalona las partes del relato donde la elipsis del montaje lo hace necesario. Resulta bastante útil en determinados segmentos, como el correspondiente al viaje inicial de la goleta Española, al mando del capitán Smollett (Rik Battaglia, otro buen secundario), rumbo a la Isla del Tesoro.

A la poco fiable tripulación se ha unido el doctor Ben Livesey (Ángel del Pozo), conocido de la familia Hawkins, y el noble magistrado, señor Trelawney (estupendo Walter Slezak), quien ha procurado los medios.

Otro protagonista, por descontado, es el tesoro. Ese bien codiciado que, a lo largo del relato, destaca más por su leyenda que por su realidad, hasta que finalmente se materializa, en glorioso esplendor dorado. A este ambiente entre lo pesadillesco y lo fabuloso contribuye el mito del fenecido capitán Flint (Pedernal), el más sanguinario bucanero que surcó los mares, con su correspondiente tesoro ad hoc, y que es una continua referencia para los marinos aventureros y forajidos (los hay de las dos vertientes). Irascibles, lenguaraces, supersticiosos, embusteros y, por supuesto, ambiciosos, poco sitio parece quedar para la honestidad. Esta la pone el pequeño Jim Hawkins, impelido a una madurez precoz; o al menos, a una infancia menos atontada, en cuanto a imaginación se refiere, como la que muchos pimpollos “gozan” en el presente, apegados a una pantalla (no de cine).


Huelga decir que el grueso dramático lo establece la relación entre el viejo pirata curtido y Jim, que necesariamente queda rota desde el momento en que el chico, oculto tras unos matorrales, contempla atónito el asesinato del tripulante Tom (José Jaspe) a manos de Long John. El sustituto a partir de entonces será el náufrago Ben Gunn (Jean Lefebvre), pero eso no quiere decir que la relación previa quede exenta de cierto rescoldo de respeto. Si el primero no ha hecho más que comenzar su andadura por el mundo de los adultos, de forma algo abrupta, el baqueteado pirata aún no ha librado su última batalla. A la vejez viruelas, y alguna que otra Mancha Negra.

Guionistas, realizador y, por encima de todo, actor, confieren al personaje de Long John Silver una campechana aureola de misterio, conducta despiadada cuando es preciso (el antedicho asesinato), y calidez humana, en lo que podemos considerar que es, tras Flint, otra leyenda que, pese a estar en su ocaso, nace. Al igual que el ciego Pew, el impedimento de una pata de palo no lo será para saber conducirse en aguas turbulentas.

Estas se nos muestran infestadas de viejos y nuevos compañeros de mar, bregando entre la poética de las olas, o destinatarios de la temida Mancha Negra, una sentencia de muerte dispuesta con antelación. Si la recibes estás perdido. Estos antiguos combatientes del mar, que no dan ni su brazo ni su pierna a torcer, se alimentan de sus antiguas historias. Reales o imaginarias. El versátil y superviviente nato Long John será reclutado en su taberna portuaria, la Posada del catalejo. Welles es ejemplo de lo que se puede hacer con una poderosa presencia, unos gestos escuetos, y el mapa de un tesoro esculpido en la cara. Aunque tal vez no el que él busca. Su imagen a través del citado catalejo de bronce, o su figura recortada sobre un acantilado, define todo un género. Un modo de vivir... y de morir.

Ante el asalto de los piratas, la tripulación de la Española busca refugio en un antiguo fortín de la isla. Al grupo se ha unido Abraham Gray (Miguel Pedregosa), otro de los tripulantes. Tras la inevitable lucha en el fortín, Jim tomará su propia iniciativa tratando de ayudar a sus amigos.


Las casualidades de la vida han querido que muy recientemente se haya recuperado la atractiva banda sonora de esta película, compuesta por Natale Massara (1943), gracias, una vez más, a la infatigable labor del sello español Quartet (a ver si por fin se hiciera lo mismo con Firefox). La música incorpora incipientes sonoridades electrónicas, muy en boga entonces, y el rasgueo melódico de una guitarra evocadora.

Relato de iniciación por excelencia, esta versión precisa y desenvuelta de La isla del tesoro forma parte, como antes adelantaba, de mis recuerdos de infancia. Junto a Viaje al centro de la tierra (Journey to the Centre of the Earth, Henry Levin, 1959), El amo del mundo (Master of the World, William Witney, 1961; con el doblaje original, por lo que más quieran), El Dorado (Íd., Howard Hawks, 1966), La ciudad de oro del Capitán Nemo (Captain Nemo and the Underwater City, James Hill, 1969), Melody (Íd., Waris Hussein, 1971), Silbar un poco (Jen si tak trochu pisknout, Karel Smyczek, 1981), Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972), El hombre de Mackintosh (The Mackintosh Man, John Huston, 1973), 1941 (Íd., Steven Spielberg, 1979), El pequeño lord (Little Lord Fauntleroy, Jack Gold, 1980), El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980), o series como Valle Secreto (Secret Valley, ABC, 1980) y Dentro del laberinto (Into the Labyrinth, HTV, 1980-1982), además de otros títulos sugestivos de diversa plasmación cinematográfica. En resumen, esta traducción no carente de sentido del humor y del presupuesto, es una muy digna adaptación del ya inmortal clásico de aventuras del escocés Robert Louis Stevenson. Quedan momentos de grata inquietud, como la imagen de uno de los cuerpos de los acompañantes del legendario Flint, dispuesto sobre la piel de la isla como una brújula que señala el camino hacia los doblones. Una de las ideas más brillantes del libro. O esa voz etérea del capitán Flint que resuena en el interior de la cueva del tesoro. Allí donde Ben Gunn demuestra que quien ríe el último, ríe mejor (en la novela la voz se manifiesta en un pinar).

Y ya que andamos con recuerdos personales, me van a permitir que complete este artículo trayendo a colación otra película interesante. Menospreciada como la anterior, aunque con mayor fuste cinematográfico. El autor español en que se basa el contenido, Alberto Vázquez Figueroa (1936), es un apreciable novelista, y hasta inventor, al que recordamos por sus libros y su labor periodística. Sirva este comentario, entonces, para rendir tributo a uno de esos españoles conocidos tanto fuera como dentro, el referido escritor canario y ocasionalmente director.

Cuando el excelente realizador Richard Fleischer (1916-2006) se hizo cargo de la producción, que ya había sido comenzada a ser rodada, exigió la reescritura del guión de Stephen Geller (1940) al competente George MacDonald Fraser (1925-2008), el mismo que se hizo cargo de las dinámicas y divertidas versiones de los mosqueteros de Richard Lester (1932), aunque aquí quedó sin acreditar. Los resultados, sin duda, mejoraron. La película continuó su proceso con la reestructuración del reparto, y los frutos son bastante buenos. No merece el desprecio con que se encadena.


Según se nos narra en los prolegómenos de Ashanti (Ébano) (Ashanti, Columbia Pictures, 1979), la esclavitud aún existe. Miles de personas desaparecen en África todos los años.

Dos doctores auspiciados por las Naciones Unidas llegan hasta un poblado indígena en pleno corazón de la semi domesticada África. Ellos son David Linderby (Michael Caine) y su esposa, nativa de aquel lugar, pero educada en Inglaterra, Anansa (la bella modelo Beverly Johnson). Dos médicos ingleses sin fronteras que pronto descubrirán que han de atravesarlas a la fuerza. La razón es que Anansa va a ser raptada por negreros, con lo que el marido emprende la tortuosa búsqueda a través de las ardientes arenas del desierto, poblaciones desvencijadas con espejismos de modernidad, y algún oasis.

Uno de los problemas a los que se enfrenta David es que las autoridades no reconocen la existencia de los mercaderes de esclavos. Pero estos existen. Como existe la llamada Ruta de los Esclavos, a lo largo del desierto del Sahara hasta desembocar en el Mar Rojo. Por lo que, en principio, David se verá forzado a actuar solo, contando más tarde con la ayuda del miembro de la Sociedad Anti Esclavitud, Brian Walker (el magnífico Rex Harrison), que le pone en contacto con el piloto de helicópteros Jim Sanders (William Holden), y con el guía tuareg Malik (Kabir Bedi), con quien culminará la traumática experiencia, en pos de la pista que les conduzca hasta Suleiman (el siempre eficaz Peter Ustinov), peligroso líder de la banda de secuestradores. Debe usted aprender a confiar en la gente, le aconseja Walker a un David muy a la defensiva, pues en poco tiempo ha aprendido a no fiarse de nadie. Ciertamente, Michael Caine (1933) se nos muestra algo acartonado y desapegado, aunque el personaje lo asimila (en cualquier caso, no basta con echar luego la culpa a los vaivenes de la producción, se ha de ser profesional en todas las circunstancias).

Malik perdió a su familia y vive apartado de su tribu. Como un solitario penado. La causa de su ruina es Suleiman, quien comenta que el presente va ser su último viaje, en compañía de una cohorte de fieles y zalameros secuaces. Hasta alcanzar el bien traído desenlace, con su alteza serenísima, el príncipe Hassan (Omar Shariff), epítome de la esclavitud de la más alta alcurnia.


El formato en scope se hace imprescindible en una narración de estas características visuales. Richard Fleischer, pionero de esta dimensión, resuelve las situaciones con innegable oficio, tanto las de acción como las íntimamente dramáticas, que son bastantes, como corresponde a un relato focalizado en la “trata de seres humanos”. La suya es una puesta en escena diáfana, serena, cinematográficamente hablando.

Un sobrecogedor conflicto dentro de un escenario que es, en sí mismo, una vasta inmensidad. Algo de lo que sabe sacar partido la fotografía del veterano Aldo Tonti (1910-1988), y que se condensa en unas conmovedoras escenas, como la liberación de una caravana de niños cautivos, el letal ritual de magia vudú, efectuado por el esclavo Dongoro (Tyrone Jackson), la posterior subasta, también de niños, o el sacrifico final de quien lo ha perdido todo. Así mismo, quisiera destacar la buena labor, personal al menos, del estupendo arreglista y pianista, aquí compositor, Michael Melvoin (1937-2012). Otra atractiva partitura a rescatar.

Fleischer ya había ofrecido un logrado y duro drama con trasfondo de esclavitud en Mandingo (Íd., Paramount Pictures, 1975), ambientado en el sur norteamericano. Su Ashanti (Ébano) es un buen ejemplo de relato bien filmado, en su combinación de drama y aventura, pese a las dificultades por las que atravesó la producción. Las localizaciones corresponden a Kenia, Israel y Sicilia.


Respecto a la novela, Ébano (Plaza & Janés, 1975; Círculo de lectores, 1979), me llaman la atención algunos cambios, que honestamente creo que mejoran el original. Por ejemplo, en los diálogos. Estos muestran una mayor garra, incluso romanticismo, en la adaptación. En la novela resultan más directos y concisos, secos -en el buen sentido-, dispuestos en capítulos breves, o mejor habría que decir apartados, al carecer estos de epígrafes, ni siquiera numéricos, pero que casi podemos equiparar con escenas cinematográficas. Los diálogos de la película, por el contrario, son portadores de una mayor picardía, digámoslo así. De igual modo, el personaje del piloto, un mero funcionario de escaso éxito y envergadura (salvo para demostrar la maldad de los raptores), pasa a ser un mercenario con bastante más consistencia en la película, entre otras cosas, por venir interpretado por William Holden (1918-1981; uno de mis actores favoritos, por cierto). Y sin necesidad de “cargar las tintas”: con dos pinceladas, a través, una vez más, de la plática. En la versión cinematográfica, su final ha de ver más con la mala suerte que con la maldad de las personas que busca.

Los médicos no lo son en la novela. David es fotógrafo de revistas, y su esposa, llamada Nadia, una mera acompañante tras dos meses de casados. Es oriunda de Costa de Marfil, y raptada en Camerún. El tráfico humano que articula la novela lo es también sexual, de una forma más explícita. Por su parte, Brian Walker, miembro de la Comisión de las Naciones Unidas para la Abolición de la Esclavitud, es una mujer, Miranda Brehm, que lidera una asociación de compromisarios, el Grupo Ébano.

Aunque lo que más varía es el final del mercader de esclavos, interpretado con igual convicción y sinuosidad por el gran Peter Ustinov (1921-2004). No debo desvelar más, pero me parece mucho mejor el desenlace expuesto en la película, más denso y original. Menos previsible. Así ocurre también con el personaje de Malik, encarnado por Kabir Bedi (1946), sin apenas presencia en el libro, pero con una dignidad ante la pantalla incontestable.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXIII): Firefox (El arma definitiva), de Clint Eastwood

02 febrero, 2022

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En su refugio de Alaska, en pleno contacto con la naturaleza, el mayor Mitchell Gant (Clint Eastwood), realiza su caminata habitual para mantenerse en forma. Es un marco incomparable, como se suele decir, que pronto dará paso a unos espacios más atosigantes.

Retirado del ejército profesional, sigue siendo el mejor en su especialidad. Y no solo por el hecho de su condición de piloto, sino por conocer el idioma ruso y disponer de una constitución física similar a la de la persona a quien se le propone sustituir en el manejo de un avión sorprendente. El factor de peligro no va a delimitarse únicamente a la incursión en territorio soviético, sino a la neurosis de guerra que Gant padece desde su intervención en Vietnam. Esta se manifiesta principalmente en la vida civil, como se evidencia cuando, en pleno recorrido agreste, Gant confunde la llegada de unos militares en helicóptero con un ataque bélico.

El protagonista es, en efecto, un antiguo piloto de combate que fue hecho prisionero y que fue testigo de una matanza, lo que queda ilustrado mediante el correspondiente flashback. Lo que ahora le propone el gobierno de su país, en cooperación con el británico, es robar un avión de match cinco, tal vez seis, con control de armas por la mente. En aquel momento, el dispositivo letal y defensivo más perfeccionado. Lo cual lleva parejo un equipo anti-radar para evitar el ser detectado, más una transmisión en clave que lo pone en movimiento y determina la ruta de escape; y por consiguiente, el necesario reabastecimiento. Los impulsos cerebrales ponen en danza el armamento. Y lo que parece un vulgar transistor es, en realidad, un rumbo automático capaz de burlar la captación de las conexiones que salen al aire (haciéndose operativo a unas cien millas del citado punto de abastecimiento).

Como podemos comprobar, durante la primera parte de la película se nos pone en antecedentes de forma hábil y atractiva, sin grandes alharacas y mediante los diálogos justos, de todos estos aspectos. Gant es informado en primer lugar por el joven capitán Arthur Buckholz (David Huffman), en su refugio de las montañas, y luego por el británico Kenneth Aubrey (Freddie Jones), que compone una simpática mezcla de funcionario del Foreign Office y científico chiflado (o al menos despistado).

El perspicaz realizador Clint Eastwood (1930) propondrá a lo largo de buena parte de la narración una acción paralela, que acabará confluyendo en el enfrentamiento entre los dos aviones MIG-31, el Firefox y su homólogo, tan letal como el primer prototipo.


Este bien medido montaje alterno se concentra en el segmento último de la película, donde seguimos el trayecto del avión en pleno vuelo y las elucubraciones y decisiones del alto mando soviético. Lo que puede ser visto como un trasunto de la división del mundo entre soviéticos y americanos, o un a nivel incluso más global, entre orientales y occidentales, o poniéndonos más intelectuales, entre democracia y dictadura. División que hoy en día sigue teniendo su infortunada validez, pese a que la fuerza de ambos extremos parece haber cambiado de forma radical su polaridad.

De un modo parecido, Gant va mutando de identidad camino del hangar que alberga el Firefox; pasa a llamarse Leon Sprague, Michael Lewis y Boris Glazunov, progresivamente.

En su contacto con los aliados insurgentes, el traumatizado piloto se da cuenta de que la suya es una labor de equipo, aunque él sea el destinado a pilotar, si todo sale bien, el asombroso aparato. Entre tanto llega la cercanía física con el avión, constata que no es fácil mantener una red de espías, una resistencia.

Gant es advertido de que, en cierta medida, deberá fusionarse con esta lograda pieza de ingeniería aérea. El referido último segmento transcurre sobre los Urales, merced a los elaborados efectos visuales fotografiados por John Dykstra (1947), mientras se procede al juego inmemorial de la presa y el cazador. En este sentido, Firefox destaca por su capacidad técnica sin perder nunca de vista la cualidad humana de los personajes, puesta de manifiesto en los tramos anteriores, y la visión de puesta en escena del conjunto de los planos.

Ciertamente, Clint Eastwood aborda la planificación a la manera clásica, sin mareos o discontinuidades. En los prolegómenos informativos o la persecución final no fuerza ni rompe la consecución de dichos planos para tratar de proporcionar más acción a unas imágenes que hablan por sí mismas, y que encuadran a los dos contendientes dentro del paisaje. Una buena lección para algunos más recientes -que no modernos- cineastas adscritos al cine de acción.

Pero argumentalmente, las dificultades no tardan en presentarse. A Gant le siguen los pasos los hombres del coronel Kontarski (Kenneth Colley). Por suerte cuenta con la ayuda de Pavel Upenskoy (Warren Clarke), fundamental en su paso por la estación de Tupolev. Más tarde, será el doctor Baranovich (Nigel Hawthorne, espléndido), genio de la física teórica y disidente judío, y sus compañeros Natalia (Dimitra Arliss, esos actores que lo dicen todo con su rostro) y Smelovski (Ronald Lacey; el mismo de En busca del arca perdida [Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981]), los que le facilitarán su entrada y permanencia en el hangar.


En todos estos momentos de tensa intimidad, acción y reacción, brilla con oscuridad propia la fotografía del habitual y efectivo Bruce Surtees (1937-2012). Todos sus personajes se desenvuelven en una atmósfera tan triste, arisca y sombría como cabía esperar.

Una vez efectuada la sustracción, se pone en contacto con el piloto el Primer Secretario soviético (Stefan Schnabel), que será asesorado por el general Vladimirov (Klaus Lowitsch), y por otros miembros del alto mando ruso. Secretario al que, por cierto, se reserva un comentario sardónico, cuando se dirige a Gant a través de un micrófono diciendo que le habla al individuo que atenta contra la propiedad soviética.

Eastwood proporciona espacio a todos estos personajes de soporte. El más desapegado o maquinal es el teniente coronel Voskov (Kai Wulff), ya que su misión es únicamente la de tratar de dar caza al intruso.

El ritmo desplegado es ágil, sin dejar de constituir una inteligente y entretenida intriga. A ello contribuye la música de Maurice Jarre (1934-2009), que junto al tema marcial principal, compuesto con su acostumbrado acierto emotivo, incorpora sonoridades misteriosas y matices oscuros por vía de los sintetizadores, incipientes en las bandas sonoras de aquel momento (aunque no tanto en la música electrónica de le época, ya habituada a ellos).

Basada en una novela que desconozco (Firefox, 1977), del novelista galés Craig Thomas (1942-2011), y filmada en una bien ambientada Viena, la presente continúa siendo una película muy disfrutable. Clint Eastwood comenta en el documental que acompañó al DVD que lo que le movió en la elección de este material fue la posible combinación de acción, aventura y suspense, lo que queda logrado plenamente.

Por supuesto que la película fue en su día mal vista por los de costumbre. Esto es, por aquellos que siempre han justificado el color con que se mira a las dictaduras de la misma cuerda o, mejor dicho, soga ideológica, mientras sostienen ideas que además de ser muy peligrosas, por coercitivas, resultan harto lucrativas. Ante lo que se defiende Firefox por sí misma como un buen producto de género mixto. De hecho, frente a unos dirigentes políticos con serios trastornos y signos evidentes de incultura, una Nueva Unión Soviética invasora de Crimea y sustentadora de milicias extremistas asesinas, y una (Des)Unión Europea genuflexa e hipócrita, lo que sigue valiendo y permaneciendo incólume es el mito, la figura del héroe, con todas las fallas y miedos netamente humanos que ello conlleva. Sobre todo, el héroe de la calle; el que es discípulo de sí mismo, pasa desapercibido y no tiene la misión “divina” de cambiar el mundo alterando antes las mentes de sus semejantes.


En la actualidad, nuestro globo aún parece seguir dividido en bloques, mediante muros invisibles bastante consistentes e igual de dañinos (todo ataque a la libertad lo es); básicamente, insisto, entre quienes pretenden dominar la conducta y arbitrio de los demás en nombre de una igualdad homogeneizadora, y los que tratamos de vivir nuestras vidas en buena paz y armonía sin dar el latazo a nadie, y sin ínfulas redentoras.

Existen dos versiones de Firefox, el arma definitiva (Firefox, Warner Bros., 1982), la estrenada en salas comerciales, y que conserva íntegro el estupendo doblaje original (aquí al frente de Eastwood no está Constantino Romero [1947-2013], sino Javier Dotú [1943]), y otra más para video y pases televisivos, un poco más extendida en los diálogos, pero que no aporta demasiado, salvo, como digo, una mayor proximidad entre los actores de soporte.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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