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31 julio, 2020

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Playa de San Cristóbal, Almuñécar (Fotografía de LJ)
El calor se apodera de las calles y las tardes son tan agobiantes que nada mejor que refugiarse entre las frescas páginas de un libro o en los fotogramas de una película. Durante julio, nos habéis visitado en torno a 10000 lectores y mantenemos 196 seguidores en Blogger, 658 en Twitter y 184 en Facebook.

Ha sido un mes variado, para todos los gustos. Hemos tenido un clásico de la literatura española como Abel Sánchez junto a una obra que escandalizó a Estados Unidos: Peyton Place. También nos hemos adentrado en los cines rescatando producciones de Roger Corman como La pequeña tienda de los horrores y también hemos tenido películas recientes como ¡Shazam!. También hemos recuperado en esta ocasión nuestra sección de anime con Sword Art Online.

Para el próximo mes, seguiremos intentando aliviar el sofoco con más entradas. Y recordad que tenéis toda una base de reseñas que superan más de las mil. Para que disfrutéis cuando no sepáis que hacer entre chapuzones y horas muertas.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Recuperamos el canal de Destripando la Historia con este divertido videoclip animado que repasa la historia de la diosa Hestia.



"En la crítica seré valiente, severo y absolutamente justo con amigos y enemigos. Nada cambiará este propósito."
                  - Edgar Allan Poe (1809-1849)



Peyton Place, de Grace Metalious, y adaptación Vidas borrascosas, de Mark Robson

25 julio, 2020

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Un año, a principios de octubre, el veranillo de San Martín llegó a una ciudad llamada Peyton Place (Parte I: capítulo 1). Este pueblo se halla situado en el norte de Nueva Inglaterra, EEUU. Como anécdota simpática -y puede que hasta posteriormente intencionada- hago notar que la avenida principal de Peyton Place se llama Elm Street.

De John Dos Passos (1896-1970) a Camilo José Cela (1916-2002), el retrato emergente de unas vidas que se entrecruzan en un espacio de contornos físicamente definidos, pero anímicamente polimorfos, ha enriquecido la literatura -también el cine- como un género en sí mismo. Aquí es donde encaja una novela como Peyton Place (Íd., 1956; Bruguera, 1982; Orbis, 1983; Blackie Books, 2010-2019) de la escritora estadounidense Grace Metalious (1924-1964). Una novela al estilo de las creaciones de Elizabeth Gaskell (1810-1865), Katherine Anne Porter (1890-1980), Eudora Welty (1909-2001) o los relatos de Flanney O’Connor (1925-1964). Incluso de Carson McCullers (1917-1967), por citar esta vez solo autoras femeninas.

Después de leerla, diría que un gélido y calculado sarcasmo es la columna vertebral de los relatos entrelazados en esta ficción realista, ya sea al referirse a las distintas congregaciones religiosas o a los ancianos que vegetan como si formaran parte del paisaje (I: 1).

Grace Metalious expone muy bien la psicología de tan dispares pero avenidos personajes, sin por ello convertir el contenido narrativo en una inacabable digresión discursiva o conductista. El sustrato es un mundo inmovilizado por los moldes que rigen en Nueva Inglaterra (I: 2). Aparte del narrador omnisciente, existen otras voces que actúan como observadores de lo que ocurre, como la señorita Elsie Thornton, la maestra de escuela. Le parecía estar librando una batalla perdida contra la ignorancia (I: 2). Es este un punto nuclear al que luego regresaré.

De forma similar, la joven Allison MacKenzie es el carácter introspectivo, la que atesora un mundo propio y no se acopla a los parámetros modales habituales. La que sabe que no encaja, pero nunca se aburre; poseedora de un rico universo interior del que se vale para (sobre)vivir.

Prevalecen este tipo de personajes como un hilo conductor frente a la previsibilidad del resto. Como todo camino interior, este transcurrir no queda exento de momentos ingratos. En algún lugar del camino que le conducía a la madurez, [Allison] había perdido la sensación de ser amada y de pertenecer a un estrato determinado del mundo (I: 3). La muchacha se precave contra los demás desde muy temprana edad.

Grace Metalious
El escenario es un lugar hermoso, sin duda, con prosapia e historia, habitado por las contradicciones, noblezas y miserias de los seres humanos. Y en efecto, vamos asistir a sendos elementos. Para unos, el espacio será un apartado refugio; para otros, no hay refugio que valga cuando se huye de uno mismo. Únicamente aquí, en la colina, podía Allison estar segura de sí misma y satisfecha (I: 3). La madre -Constance Mackenzie- era de carácter demasiado frío y práctico para comprender a una niña tan sensible y soñadora (I: 4). Pese a todo, los disparejos caracteres no sirven para quebrar los lazos paternofiliales, en este caso, como sí ha lugar en otros. Madre soltera (pero que ha hecho creer a todo el pueblo que es viuda), a Constance le gustaba vivir sola (I: 4). Ha decidido dejar aparcado el sexo; en definitiva, toda relación con los hombres.

En el estrato más ruinoso de estos últimos está Lucas Cross, personaje con el que el naturalismo desborda los márgenes realistas de la novela (I: 7). El hecho es que los protagonistas raramente se entienden los unos a los otros. Con excepciones; o mejor dicho, por etapas. De las cuales, la pubertad es una de las más problemáticas, sino la que más. Tampoco falta el demoledor retrato de la típica -por desgracia- madre sobreprotectora, manipuladora e hiperestésica, respecto a su hijo y el mundo que le rodea. En esta ocasión, las figuras responden a los nombres de Evelyn y Norman Page. Evelyn establece una relación de dependencia con el hijo que a la larga es letal, pero que ciertamente contaría con el beneplácito de algunos psicólogos (I: 17). Luego está el escenario físico y estacional al que hemos aludido. Y una ubicación temporal que comienza siendo incierta, pero que se va concretando a través de pinceladas diseminadas. Por ejemplo, con la presencia del sonido de Glenn Miller (1904-1944) (I: 12), una referencia al año 1937 (I: 27) o a la mala época del año 39 (II: 15).

Selena Cross, hija de Lucas, es el personaje pivotal. Nos es mostrada físicamente como una persona muy desarrollada para su edad, y aunque aún sigue siendo una niña, poseía toda la sabiduría de la pobreza y la desdicha (I: 8). La muchacha se haya en el tránsito de los trece a los catorce años, en la primera parte de la novela.

Ilustración de una población en los años 50
Luego, como sucede con las estaciones, sobreviene la segunda parte (de las tres que se compone el libro). Han transcurrido los años. Para los adultos apenas supone nada. Para los chicos que pasan a la adolescencia mucho. Tal es el caso de Allison, que entabla amistad con el enfermizo Norman Page, después de que Selena haya decidido salir con el bondadoso Ted Carter. Ellos también tratan de escapar de esa sobreprotección que se cimienta en la idea de los hijos como posesión material y mental de los padres, lo que en el caso de Selena adquiere visos especialmente trágicos. Con ello nos sumergimos en la corriente más naturalista de la novela. Así, la transgresión delictiva que acontece es un acto frontalmente derivado de la indigencia mental, más que de la pobreza física, aunque ambos vayan de la mano. La incultura y la mala fe, junto a la inédita descripción de determinadas situaciones escabrosas, confieren al libro una pátina de escandaloso o polémico. Hoy no nos sorprendemos, porque apenas queda nada de qué sorprenderse, pero la fuerza de algunas imágenes permanece intacta. Como la perduración de las ruindades o las bondades de los seres humanos (el retrato de algunas madres es especialmente perturbador, como ya he dicho). En este sentido, Lucas Cross es el epítome de todas las flaquezas, vulgarismos y atrocidades que se perpetran en el nombre del más inculto embrutecimiento.

A lo que se suman, salvando las distancias, las psicologías de Rodney Hamilton y Betty Anderson, durante su cita y posterior encuentro sexual en el campo (II: 12). Y también la del padre del primero, Leslie Harrington, otro consentidor de vástagos (II: 13).

Personificación de todo el conjunto de la población, cual ente orgánico, cuando Peyton Place vio al joven Ted Carter andando por Elm Street, una calurosa noche de julio, con una caja de bombones debajo del brazo, en dirección al hospital donde estaba su novia, le aprobaron y aplaudieron (II: 7). En el reverso formal, que no temático, el proceso de cómo se extiende un chisme es tan severo como divertido (II: 14).

Esta y las siguientes imágenes pertenecen a la adaptación cinematográfica
Pero Allison, Constance, Ted o Selena no son los únicos caracteres con determinación y progresiva responsabilidad. A Peyton Place llega Thomas Makris, que va a ser el nuevo director del instituto. Procede de Nueva York, y es un hombre apuesto y decidido. Su primera impresión del municipio es que se trata de un lugar cansado y aprensivo (II: 15).

Razón no le falta. En la novela también asistimos al proceso mental del suicidio de uno de los protagonistas (II: 15); una situación que se resuelve en la película de forma más sorpresiva (pero tan eficazmente como en la novela). Es cuando aquello que llevamos dentro sale a la luz. De esta forma, Constance Mackenzie acaba por confesar su desafortunada experiencia vital a la hija, de forma poco ortodoxa, pues esto ocurre durante una violenta discusión (II: 16). Por contraste, que al fin y al cabo así es la vida, el enfrentamiento entre las dos confesiones religiosas por el entierro del personaje antedicho (Nellie Cross) se resuelve con implacable gracia.

La madurez también atenaza a Norman Page, aunque el desprejuiciado humor lo sorprende actuando de voyeur de la señorita Hester Goodale, la “loca del pueblo”, mientras esta lo es del matrimonio Card (II: 18). Una actitud o patología que se ramifica a modo de unas muñecas rusas. Tratando de huir de esta senda marcada, Allison y Norman fingieron que eran Robinson y Viernes, pero después decidieron que ambos eran Thoreau (1817-1862) (II: 15).

En la tercera parte han transcurrido cuatro años más. Estamos en la horquilla 1943-44. En concreto, en octubre de 1943, donde se repite la situación del arranque de la novela. El ciclo ontológico parece haberse quedado estancado, pero no: Paul Cross, hermano mayor de Selena se ha casado y regresa a la chabola familiar para echar una mano a la muchacha y a su hermano menor, Joey. La guerra no había producido muchos cambios en Peyton Place (III: 4). Aunque sí el paulatino mal comportamiento de los alumnos de la señorita Thornton durante la contienda (III: 1). De una manera u otra, todos los personajes van a quedar marcados por unas circunstancias históricas o personales, incluida la pérdida accidental -no en combate- de algún miembro físico.


El relato psicológico se hace extensivo a los roles “de soporte”, como el dueño del periódico local, Seth Bushwell (III: 3) o el propietario de las fábricas Cumberland, el referido Leslie Harrington. Dos procesos se ponen en marcha al inicio del segmento final. El pleito contra este último, que nos es narrado en flashback, y el juicio de un asesinato del que tampoco ofreceré más detalles, que se da a tiempo real.

Al final, no se trata de lo-que-las-campiñas-esconden, sino de lo que la incultura e ignorancia están haciendo de forma paulatina en el grueso de una población (y empleo el verbo en presente con intención). Sin embargo, Metalious deja un margen para esa compasiva pureza a la que nos referíamos al principio, en forma de una justicia aún no contaminada (o lo suficientemente alejada de los resortes del poder), como un elemento de libertad primordial que, cuando falla, hace que se venga abajo todo el sistema, por muy democrático que se pretenda. Así lo ponen de manifiesto dichos procesos judiciales, o la muerte ciertamente inesperada de uno de los protagonistas en un accidente de tráfico, episodios que son el contrapunto de otros sucesos humorísticos bien traídos, como el de la congregación evangélica de Pentecostés que confunde al borracho de Kenny Stears con un profeta (!) (III: 5). O el hecho de que el infortunado Norman Page regrese de la guerra convertido -nunca mejor dicho- en un héroe de pega (III: 6).

Cierto que el escenario de los acontecimientos es un lugar tan idílico como Peyton Place, pero Grace Metalious no cae en el error de contemplar las grandes urbes como islas salvíficas. De hecho, Allison regresa asqueada de su experiencia en Nueva York (III: 11). Su futuro como escritora ha quedado establecido en el último de los capítulos del libro, algo que la autora retomará en su secuela Retorno a Peyton Place (Return to Peyton Place, 1959).

Como observa el ya integrado Thomas Makris, no es más que una ciudad como cualquier otra. Tenemos nuestros personajes, pero también los tiene Nueva York y cualquier otra ciudad, grande o pequeña (III: 13).

Los títulos de crédito iniciales de Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth Century Fox, 1957), están compuestos por una serie de estampas del lugar que parecen congeladas, hasta que las puebla la palabra. En concreto, la voz en off de Allison MacKenzie (Diane Varsi), puesto que estamos en un relato en retrospectiva. Una buena solución por parte del realizador Mark Robson (1913-1978) y su excelente guionista John Michael Hayes (1919-2008), que les permite jugar con los pasajes y las elipsis necesarias en toda trasposición cinematográfica. El envoltorio de estas pasiones y encontronazos no pudo ser mejor fotografiado por William C. Mellor (1903-1963).

Tras estos créditos y una breve presentación de Allison -que irá punteando el relato de forma poética en contadas pero adecuadas ocasiones-, otra llegada se produce. Es la del aspirante al puesto de director del instituto, Michael Rossi (Lee Philips). Personaje que, recordemos, respondía al nombre de Thomas Makris en el libro. Desconozco las razones de este cambio, salvo que el apellido italiano refuerza con mayor claridad los ascendentes foráneos -y por lo tanto innovadores- del personaje. Antes de la entrada oficial al pueblo, representada por un cruce ferroviario y el cartel que da la bienvenida a los visitantes, ya quedan bien establecidos visualmente los dos mundos que están condenados a cohabitar en Peyton Place. El del pueblo en sí, y el de las chabolas de la Depresión. El año es el de 1941.


Al igual que en la novela, Constance Mackenzie (una certera Lana Turner) regenta el establecimiento de modas The Tweed Shop. Su hija Allison, sin embargo, se muestra desenvuelta desde un primer momento y comienza a hacer uso de su imaginación. Me gustaría ver mundo, comenta. Una perspectiva que se intensifica con el comentario de Rossi acerca de que las cosas que no podemos ver son importantes. Rossi realza el papel de la educación, defiende que los alumnos dispongan de sus propios ideales -y no de ideales impuestos-, pero matizará su postura en lo referente a la conveniencia de aprender datos históricos o biográficos. No en vano, con este personaje se tratan varios puntos esenciales. Por ejemplo, Rossi viene con métodos progres de implantación “ética” por vía de la enseñanza. Algo que le recrimina Constance, que no cree que la escuela deba suplir el papel de los progenitores.

Otros capítulos del libro quedan bien establecidos en la película. Como son el cumpleaños de Allison, el “viaje” de esta y Norman a la cima de la colina, el baile de Graduación o la confesión firmada por Lucas Cross (Arthur Kennedy) al doctor Matthew Swain (Lloyd Nolan) (II: 6).

De igual modo, asistimos a la esperanzada relación entre Ted Carter (David Nelson), que desea ser abogado, y Selena Cross (Hope Lange), la cual se dispone a esperarle el tiempo que sea necesario. El cambio de look de Selena es llamativo. Pasa de ser una muchacha morena a la perfecta WASP -sin menosprecio de la actriz que lo interpreta-, aunque no por ello, hay que decirlo, el personaje se ve afectado en su deriva original. A su vez, destaca la vocación de escritora de Allison o la honradez del citado doctor Swain.

Por su parte, Norman Page (Russ Tamblyn) es un muchacho sometido, pero en absoluto enfermizo (su “enfermedad”, en todo caso, es mental, debido a ese sometimiento a la madre [Erin O’Brien]). En los apartados más escabrosos de la novela, como es un aborto, sí se aprecia cierta ambigüedad expositiva, pero a la larga beneficiosa. De tal modo que cabe preguntarse si el hecho traumático ha sido natural, debido a una caída, o si se trata de una acción premeditada. Lo cierto es que caben las dos posibilidades -la del libro, intencionada, y esta otra-, lo que, en el fondo, termina siendo un acierto.


Del mismo modo sucede con los honores dispensados a Norman Page, un asunto que no se aborda de igual manera que en el libro, si bien, aunque el personaje queda dignificado en la pantalla -menos hundido que en la novela, si se prefiere-, no por ello deja de padecer sus desdichas. Al igual que Rodney Harrington (Barry Coe), personaje más honroso en la adaptación (no sé si “humanizado” sería la palabra correcta: los viles también lo son). Siguiendo en esta línea, el padre de Rodney, Leslie (el estupendo Leon Ames), acabará por acercarse más a la novia del muchacho, Betty Anderson (Terry Moore). Son personajes a los que el libro les tiene reservado un destino distinto, menos noble, o puede que más despiadado. Eso sí, todos ellos son los representantes de una juventud sesgada por la guerra y el dominio familiar en ambos formatos. Al punto de que, en la traslación, otro de los protagonistas principales llega a confesar un delito, en lugar de descubrirse, tal cual queda expuesto en la novela, sin que por ello se altere el propósito y resultados de la narración previa (por el contrario, se aligera).

En toda la película destacan los interiores en tono pastel, sin apenas color. Por eso, cuando Constance reaparece ante Michael Rossi con un restallante vestido de color rojo, la circunstancia de lo que esto significa no pasa desapercibida al espectador. 

Otra diferencia respecto al original la hallamos en el hecho de que Rossi no está presente cuando Constance descubre el pasado que ha tenido ante su hija. La escena está debidamente condensada en la película. En esta, la madre dará sus explicaciones de forma menos dramática a Rossi en privado, en la antedicha secuencia del vestido rojo. A partir de ahí, la joven Allison deberá aceptar la situación antes de traducirla y verterla a palabras.


Aquel primer invierno lejos de casa fue moldeando mi personalidad -asegura la voz de Allison en el tercio final-, pero muchas veces, mi memoria volaba hacia los campos y calles de Peyton Place.

El éxito de la película fue tal que, además de una secuela, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961), basada en la continuación de Grace Metalious, esta dio origen a una serie de televisión de carácter más “amable” y familiar -no por ello despreciable-, que en España se estrenó con el sonoro título de La caldera del diablo (ABC, 1964-1969).

Escrito por Javier Comino Aguilera

¡Shazam!, de David F. Sandberg

19 julio, 2020

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Estamos servidos de superhéroes cuyas historias conocemos de sobra, pero cada vez se van incorporando más personajes a la gran pantalla que no habían tenido tanta representación. Por parte de DC estamos atiborrados de versiones de Batman y Superman, mientras que otros de sus personajes más populares en el cómic apenas han tenido espacio en el terreno cinematográfico. Con el propósito de emular a Marvel, se intentó crear un universo propio en el cine, pero con un rumbo irregular y unos resultados dispares, desde la sombría Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Zack Snyder, 2016) hasta la espectacular y grandilocuente Aquaman (James Wan, 2018). Aparte del proyecto, y con un tono distinto, encontrábamos una aventura de orígenes con un héroe muy particular: ¡Shazam! (2019). 

En la película se plantean dos búsquedas distintas, pero que tienen el mismo resultado al tener ambas un carácter idealizado. En primer lugar, la fantástica, la del mago Shazam (Djimon Hounsou) en busca de un ser digno entre los humanos para poseer su poder. En esa eterna empresa va dejando un rastro de personas rotas, de candidatos a los que ha ido rechazando y convirtiendo en almas frágiles, como le sucede al villano, de cuya prueba somos testigos en la primera secuencia de ¡Shazam!. La otra búsqueda es más terrenal y cercana. Cuando Billy Batson (Asher Angel) tenía cuatro años, se perdió en una feria y no pudo encontrar a su madre, por lo que fue entregado a un orfanato. Diez años más tarde, en la actualidad, tras haber pasado por varias familias adoptivas, sigue buscando a su madre, acercándose cada vez más a su anhelo de ser feliz con la persona a la que recordaba e idealizaba desde aquel suceso. En ambos casos, y en ello se encierra parte del mensaje de esta película, el resultado es insatisfactorio: la perfección que se buscaba no existe, ese ideal no se corresponde a la realidad y solo nos puede reportar dolor y hacernos desaprovechar las oportunidades que se nos habían brindado. Sin embargo, solo uno de estos dos personajes aprenderá esa lección.


Billy Batson no es el héroe que el mago Shazam hubiera esperado, porque aunque acaba convirtiéndose en su heraldo (Zachary Levi), consiguiendo todos sus poderes, tiene defectos, como cualquier otro humano. Por una parte, acaba cayendo en el egoísmo y el exhibicionismo, con cierta irresponsabilidad, dejándose llevar por sus emociones a la hora de usar sus poderes, pero a la vez, y por otra parte, es empático y justo, los lazos que crea con los demás le permiten hacerse más fuerte. Es decir, Shazam falla al encontrar a ese humano perfecto porque lo que encuentra es un ser humano imperfecto, de la misma forma que el protagonista verá que la familia que buscaba, esa madre que lo perdía en una feria, no se correspondía a la realidad con la que Billy se encuentra. En efecto, la realidad presenta siempre muchas más aristas y grises que las que nosotros proyectamos sobre esa misma realidad. 

De esa forma, en ese trayecto vital, que aunque mejorable, está bien planteado por la película, Billy acaba por reconocer que debe aprovechar su oportunidad y que esa familia adoptiva tan peculiar como imperfecta puede convertirse en su hogar. Es más, esa familia aboga por esas imperfecciones, por hacer frente a los estereotipos, por combatir los defectos con una serie de virtudes que forman parte del ser humano y que, aunque seamos capaces de cometer errores, también podemos rectificar y enmendarlos. A fin de cuentas, el villano, el doctor Thaddeus Sivana (Mark Strong), es una contraposición a todas estas ideas. Se trata de un niño dañado, dolido, en una familia que lo rechazaba y que, cuando encontró que podía llegar a ser especial, gracias a Shazam, se dejó llevar por la tentación del poder y fue otra vez rechazado. La vida de este personaje, de no haberse producido el encuentro con este ser sobrenatural, podía haber sido muy distinta, pero no menos desdichada. 


A su vez, el idealismo de Shazam es también determinante, porque en lugar de reconocer las cualidades y defectos de la humanidad e intentar encontrar un heraldo al que educar y enmendar, intentando potenciar lo mejor de nosotros, decide rechazar abiertamente a múltiples niños que acaban marcados de por vida y, por tanto, el mago condena su propia búsqueda de un corazón puro. Después de todo, el ser humano, dentro de su libre albredrío, es imperfecto. No comprender esta cuestión es cegarse a la realidad. En definitiva, esos tres escenarios, el de Billy, el de Sivana y el de Shazam, relacionados con el concepto de una búsqueda fallida, suponen la columna vertebral de la película, y solo será recompensado en uno de los casos, en el que se abandona el ideal por aceptar la realidad y también a los demás, con sus imperfecciones.

En la historia de Billy hay momentos para la emoción, de la misma forma que sus enfrentamientos con Sivana y los Pecados Capitales son la propuesta espectacular habitual en el cine de superhéroes. Pero también se consigue una comedia simpática con guiños a las modas de los adolescentes actuales,  alejándose de la tónica habitual ochentera que está reinando en las producciones actuales. En este caso, se propone una visión más actual, con bromas, referencias culturales y comportamientos más habituales en esta época de memes en internet, videojuegos en línea y redes sociales. De ahí que nuestro protagonista reproduzca también el comportamiento, para bien y para mal, del adolescente de hoy, tan apegado a conseguir la fama en internet, a molar y a destacar sin hacer excesivo caso a sus obligaciones o a la responsabilidad que tanto poder le debería otorgar. Pero, como decíamos antes, el protagonista es empático y justo, como demostrará cuando deba dar un paso adelante y proteger a otras personas, empezando por su propia familia. 


Y como suele ser habitual en las historias de héroes, se convierte en un modelo doble para los espectadores (sobre todo para los más jóvenes): por una parte, cumple el sueño de cualquier preadolescente que quisiera tener poderes mágicos y triunfar, por ejemplo, en las redes sociales, y a la vez, por otra parte, advierte de los peligros de este éxito y de cargar con una responsabilidad. Toda diversión tiene también un aspecto de responsabilidad a tener en cuenta. Cualquier trabajo, labor u oficio puede gustarnos, pero ello no le resta que haya hechos que nos resulten desagradables y a los que tenemos que hacer frente tanto como a las tareas que más nos gustan. Aunque sea ya algo manido, la célebre frase de todo poder conlleva una gran responsabilidad que tanto se mitificó  en el personaje de Spider-Man también reside en el espíritu de ¡Shazam!, en tanto que los poderes que le han sido conferidos al protagonista también conllevan una enorme responsabilidad para con todos, no son un simple entretenimiento, sino también una forma de ayudar y salvar a los demás.

Por suerte, nuestro protagonista sabrá hacer frente a la adversidad y, sobre todo, aprenderá, a diferencia de lo que ocurre con el villano y con el propio Shazam. Y gracias a ese aprendizaje se convertirá en el héroe que debe ser, y no solo un héroe en solitario, sino un héroe que sabe apoyarse en los demás. Ahí se complementan las dos historias: la personal y la superheroica y marca la distancia entre la vida del villano, que se dejó llevar por la venganza y fue capaz del más cruel asesinato, de la del héroe, que se repone y encuentra su lugar en el mundo junto a su nueva familia, luchando por y junto a ellos.


Por tanto, como película de formación y crecimiento es solvente, dado que nos muestra un drama familiar en torno a la búsqueda de un huérfano con toques humorísticos y una aventura superheroica, pero quizás no acaba siendo todo lo redonda que podría haber sido. Y si bien es entretenida y tiene un nivel aceptable, acaba siendo una obra menor en comparación al nivel de otras de su género. Ello no le resta importancia y buen hacer, dado que se nota el mimo y el cuidado que tiene la producción y sabe muy bien jugar sus cartas para sorprender, emocionar y contar una historia sencilla, sin grandes ni innecesarios aspavientos. Sin duda, una aventura entrañable que no vive para ser una obra maestra, sino que se ajusta a sus pretensiones con un nivel más que aceptable, logrando contarnos una aventura de superhéroes con un doble fondo que llega a cualquier público con facilidad, contando con una factura técnica decente y en una línea de humor y emoción que resulta amena.


El autocine (LXXV): La pequeña tienda de los horrores y Emisario de otro mundo (Not of this Earth), de Roger Corman

15 julio, 2020

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Las plantas lo devoran todo. El que tiene un jardín lo sabe. Hay que estar continuamente atendiéndolas, mimándolas, recortándolas, abonándolas… A cambio, nos proporcionan hermosura y frescor, y la sensación de que el mundo es más habitable de lo que parece. Sin embargo, al final la naturaleza siempre reclama lo que es suyo, recuperando su espacio. Aunque el proceso sea gradual y lento.

Supongamos que damos con una especie rara. Nadie sabe de dónde ha salido, pero nos la llevamos a casa. No se parece a nada que hayamos visto antes. Y de momento, nos sirve para conservar el empleo, porque este hallazgo y curiosidad botánica es capaz de llamar la atención de cualquier viandante. Una especie que, además de ser inteligente, se zampa lo que tiene a su alcance, sin pedir permiso. Cosas más raras se han visto; particularmente, en el radio de acción de la ciencia ficción más bullanguera.

Pues bien, esto es justo lo que le sucede al bueno de Seymour Krelborn (Jonathan Haze) cuando ve peligrar su puesto de dependiente en una floristería de mala vida y muerte. Ha estado cultivando en secreto una extraña planta, y ha llegado el momento de ofrecérsela al mundo. Una decisión de fatales pero muy entretenidas consecuencias.

De hecho, la “ley de la jungla” adquiere un nuevo significado en La pequeña tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, Filmgroup, 1960), gamberrada orquestada por el insustituible, avispado y prolífico Roger Corman (1926). Cuenta el autor en su divertida autobiografía Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo (How I Made a Hundred Movies in Hollywood and Never Lost a Dime, 1990; Laertes, 1992) cómo de todos los films que “nunca” he dirigido, el que ha sobrevivido más tiempo como un genuino clásico de culto es el que hice más precipitadamente y por menos coste. Tan solo tardé dos días en rodar, aprovechando un plató de derribo, The Little Shop of Horrors, pero la obra ha perdurado durante treinta años en los pases universitarios de medianoche, ciclos de autor, cintas de vídeo y reposiciones para el teatro y la pantalla (capítulo VI)

Esto fue después de que Corman decidiera dedicarse a las tareas de producción y distribución, más que de dirección, y de que sacara a la palestra flamantes talentos como los de Francis Ford Coppola (1939), Joe Dante (1946), Jonathan Demme (1944-2017), Peter Bogdanovich (1939), James Cameron (1954), Martin Scorsese (1942), Ron Howard (1954), Jack Nicholson (1937) o Robert de Niro (1943), además de revitalizar las carreras de otras tantas figuras ilustres.


De las dificultades con los líquenes a los trífidos, pasando por las vainas ladronas de cuerpos (perturbaciones vegetales surgidas de la fértil imaginación de John Wyndham [1903-1969] y Jack Finney [1911-1995], respectivamente), la ciencia ficción siempre ha encontrado maneras de enraizarnos en los vericuetos de la condición humana, destilando subgéneros bien atendidos, como en el caso que nos ocupa: la invasión vegetal. No solo de la naturaleza humana intrínseca vive el género, si bien, esta constituye el lógico escenario de las múltiples manifestaciones narrativas. Los conflictos e idiosincrasia de los seres motejados de humanos no dejan de constituir el mantillo esencial e impepinable de estos encuentros y desencuentros en las distintas fases.

Escrita por Charles B. Griffith (1930-2007), nuestra película da inicio con una panorámica sobre un bonito grabado que muestra un barrio de clase incierta. Una trasposición fabulesca del lugar donde van a trascurrir los acontecimientos, y que responde al nombre de Skid Row (Barrio Bajo).

El ruinoso establecimiento donde trabajan Seymour y Audrey Fulquard (Jackie Joseph), es propiedad del emigrante polaco Gravis Mushnik (Mel Welles), y como digo, se ve al fin favorecido por la llamativa presencia de la plantita de marras y morros que sirve de reclamo, y a la que Seymour ha puesto el nombre de Audrey Junior, en cariñoso gesto hacia su compañera. Las semillas me las dio un jardinero japonés en Central Avenue, declara Seymour como toda explicación. Es un cruce, añadirá más adelante con espinoso acierto. Inolvidable es el momento en el que Seymour, que lleva de la mano al espectador, descubre de qué cuernos se alimenta la planta.

El horticultor se convierte poco menos que en un ídolo juvenil. A partir de ahí, se suceden las visitas, idas y venidas de los sujetos más extravagantes, como la clienta eternamente apesadumbrada Mrs. Shiva (Leola Wendorff), la señorita Hortensia Feuchtwanger (Lynn Storey), oficiante de un certamen floral, o la estrafalaria madre de Seymour, Winifred (Myrtle Vail), una hipocondriaca compulsivo-patológica. Personajes salpimentados con el gourmet comedor de flores Fouch Bullston (interpretado por el característico Dick Miller) y el paciente masoquista Wilbur Force (Jack Nicholson).

Aquejado de un (in)oportuno dolor de muelas, Seymour acude al dentista. Pero el doctor Phoebus Farb (John Hernan Shaner) no le inspira mucha confianza, así que, cuando este resulta ser un sádico que se enfrenta al muchacho bisturí en mano, el destino de ambos queda sellado: uno será el fiel jardinero y el otro abono para las plantas. Así, Farb se convierte en el primer aperitivo del herbáceo, que progresivamente irá aumentando su tamaño y sus ansias de conquista. Sin embargo, tras la pista de estos nutritivos sucesos andan los sargentos Frank Stoolie (Jack Warford) y Joe Fink (Wally Campo), que a veces nos regala la voz en off de esta jarana.


Cuando hice Little Shop estaba creando, como yo mismo intuía ya entonces, un género nuevo, la comedia negra de terror. Aunque había combinado el humor y la ciencia ficción en obras como Not of this Earth, lo que ahora alumbraba era un tipo diferente de film, más cínico, tenebroso y retorcidamente divertido (Op. Cit.).

En esta línea, el retrato de Seymour y Audrey es el de dos tortolitos tímidos e inocentones, o si se quiere, dos pardillos de sustrato paródico pero regados por buenos sentimientos, en un hábitat hostil y atacado de pulgones. Esto, al margen de que Roger Corman aún hace gala de una realización amateur, merced a la premura de un tiempo más que aprovechado. Su reconocimiento a través de las libres adaptaciones de relatos de Edgar Alan Poe (1809-1849) estaba a las puertas, en tanto andaba subido a la rama de un humor acendrado y macarra. Prueba de ello son los escenarios urbanos de segunda fila –¡también de séptima!– y ese cementerio de ruedas gigantes e inodoros donde acaban los protagonistas de este fertilizado cuento macabro.

Es esta pequeña tienda de los horrores una extraña encrucijada donde, sin duda, florece la semilla de la desconfianza que se da en las relaciones cotidianas, pero también el amor perenne, y la idea de que aquellos a los que ha engullido la planta son unos capullos, literalmente.

Si nos ponemos un tanto alegóricos, hasta podremos hacer notar el hecho de que la gente se queda fascinada con el espectáculo solapado de la sangre -real, mediática, hiperbólica, la que sea-. Aquella que incluso se llega a exhibir en un escaparate y se publicita en un espacio de radio, en forma de primicia atrayente y letal. Es posible. De momento, lo que hace La pequeña tienda de los horrores es poner de manifiesto la saludable indisposición que brota de nuestra sociedad, es decir, de la condición humana en todos sus variados arriates.

A la obra de Roger Corman le salió un esqueje en forma de musical. Esto fue en 1982, cuando se estrenó off-Broadway Little Shop of Horrors, adaptación del original de Griffith y el realizador. Hollywood, siempre atento a los flamantes y lozanos brotes, no tardó en contemplar la posibilidad de una adaptación muy entonada.

Fruto tardío pero sabroso, La tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, Geffen-Warner Bros., 1986) cuenta con el aliciente de unas canciones pegadizas abonadas por el talento de Alan Menken (1949) -con el apoyo de Miles Goodman (1948-1996) para las transiciones necesarias al formato cinematográfico-, y el malogrado Howard Ashman (1950-1991), autor de las letras así como del guión de la película.

Esta nueva versión fue entutorada por Frank Oz (1944), al que muchos recordamos por sus estupendas labores de titiritero en películas tan espléndidas como El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980) o Cristal oscuro (The Dark Cristal, Jim Henson y Frank Oz, 1982), sin olvidar su intervención en la entrañable La película de los teleñecos (The Muppets Movie, James Frawley, 1979). Posteriormente, Oz dirigiría la simpática Qué pasa con Bob (What About Bob, 1991).


Se repiten los roles principales y de soporte, y se respeta la ambientación original de los años sesenta, lo que sin duda es un acierto estilístico; esta vez, bajo los auspicios del color más radiante y estacional: de los tonos desenvueltos de la primavera, siempre dispuesta a la ensoñación, a los más austeros del otoño, sito en los atardeceres y en los callejones. Pese a todo, he de señalar que una orgánica versión coloreada del retoño de Roger Corman fue puesta recientemente a la venta en formato DVD.

Seymour (Rick Moranis) es un joven dependiente con aptitudes botánicas. Está secretamente enamorado de su compañera de trabajo y frustraciones Audrey (Ellen Greene). La tienda pertenece al igualmente desilusionado Mushnik (Vincent Gardenia). Pero sus vidas van a experimentar una metamorfosis, puesto que Seymour ha estado cultivando la planta en cuestión en el sótano del establecimiento, un espacio olvidado de Dios y los clientes. Ambos personajes centrales -con permiso de la planta- resultan de una inocencia definitivamente perdida, como la edulcorada -pero límpida- época que rememora Audrey en una de las composiciones.

En este sentido, las canciones son estupendas, de tonos irisados muy variados, aunque la raíz es claramente la música de los años cincuenta y primeros sesenta. Soy una mala hierba del espacio exterior, se congratula en cantar Audrey II, nombre que Seymour ha puesto al engendro botánico. Otra baza la hallamos en los decorados. Se incide en la idea del entorno destartalado característico del relato precedente, en esta ocasión, reproducido en los estudios. Un suburbio “deprimido” del que, aseguran algunas letras que cuando se es de este barrio no se progresa jamás. En suma, un espacio donde la depresión es un statu quo.

Que en tan desvencijada barriada haya lugar para una floristería ya es una rareza. Pero maravillosa.


En La tienda de los horrores sí se nos proporciona una explicación en consonancia. Según relata Seymour, un rayo ha impactado sobre una “atrapamoscas” durante un eclipse total de sol, en un establecimiento chino (un espacio que nos recuerda al del descubrimiento de Guizmo). En contraposición, otro tipo de corriente será la encargada de fulminar la amenaza, en un final más optimista que el dispuesto previamente. O casi.

Inolvidable es la presentación del novio “rebelde” y abusón de Audrey, Orin Scrivello (Steve Martin). De tal modo, que la extraña flora se incrementa con una no menos extraña fauna, de la que forman parte el locutor del programa Mundo raro, Wink Wilkinson (John Candy), el publicista Patrick Martin (James Belushi), y por supuesto, el fotosintético dentista, trasplante de “médico loco”, que es Orin himself. Sin olvidar a su boscoso y adepto cliente Arthur Denton (Bill Murray). Buenos recuerdos nos trae el alquiler de esta pièce de résistance en plena eclosión de los video-clubs.

El siguiente ofvi (objeto filmado no identificado) que hoy ha aterrizado en nuestra sección es Emisario de otro mundo (Not of this Earth, Allied Artist, 1957), aprovechando que andamos explorando la galaxia Roger Corman. Producida y dirigida por él, al igual que la anterior, la presente película reincide -aunque fuese filmada con anterioridad- en los aspectos ya destacados del ambiente marginal y suburbano.

Escrita por el mencionado Griffith, al alimón con Mark Hannah (1917-2003), nos situamos nuevamente en los extrarradios. Un coitus interruptus juvenil termina con el asesinato de la muchacha a manos y ondas de un encopetado Paul Johnson (Paul Birch). Con ello se pone de manifiesto el carácter “foráneo” del individuo, ser amenazador pero con aspecto humano, que ha venido a la Tierra para sojuzgarla (como un político pero sin sonreír jamás).

Se da la circunstancia, además, de que Johnson no soporta los ruidos demasiado agudos. Siempre porta un maletín inquietante, y si es verdad eso de que hay miradas que matan, la de Johnson lo evidencia con desparpajo. Los ojos de este señor de negro quedan ocultos tras unas gafas de sol, pero pronto nos son mostrados por Roger Corman, porque lo prometido en los sugestivos prolegómenos es deuda. Así, tras los títulos de crédito iniciales, advertimos que los ojos de Paul Johnson son blanquecinos y opacos, y que, en efecto, pueden causar la muerte. También emplea la hipnosis como peligroso recurso anulador de voluntades. De hecho, avanzado el relato, descubrimos la comunicación telepática entre los de su especie. Es este un recurso tanto argumental y amedrentador, como presupuestario, que anima a que el cotarro de las situaciones desarrolladas no sucumba al peso del estereotipo: como dan testimonio esas infracciones de tráfico que les son puestas al vehículo mal estacionado de Johnson. Luego sabremos que el policía en liza, el oficial Harry Shebourne (Morgan Jones), es pareja sentimental de la protagonista.


Johnson ha alquilado una casa en un apartado barrio, y cuenta con la ayuda de una enfermera capaz de controlar sus continuas transfusiones (algo que es atribuido a una extraña enfermedad de la sangre). Un aspecto que me recuerda al del sujeto vampírico de Kolchack, el vampiro de la noche (The Night Stalker, Dan Curtis, 1971). De nuevo la sangre como elemento vertebrador.

La enfermera está interpretada por la que fuera una de las indiscutibles reinas consanguíneas al género, Beverly Garland (1926-2008). Junto a Nadine Storey, que así se llama su personaje, está el espabilado chófer y doméstico contratado por Johnson, Jeremy Pittsburg (Jonathan Haze, en contrastado cambio de rol). Jeremy ejerce de fisgón con causa y correveidile. Completan el cuadro de mandos el doctor Rochelle (William Roerick), superior de Nadine, y el ocasional vendedor de aspiradores Joe Piper (Dick Miller, todo un talismán), que pasaba por allí proporcionando la gustosa pincelada desopilante. Por algo, el tal Johnson es una amenaza en toda regla para la especie humana, solo que en este caso presenta una carcasa humana en lugar de vegetal.

La música de Emisario de otro mundo la proporcionó el reivindicable Ronald Stein (1930-1988; una buena recopilación fue editada por el sello Varèse Sarabande: Not of this Eart, The Film Music of Ronald Stein, VSD 5634). Como de costumbre, Roger Corman acomete su empeño con generosas y desenfadadas dosis de emoción y suspense, como ocurre a lo largo de la conclusión, en la que se inserta una persecución automovilística, y un colofón deus ex machina.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Clásicos Inolvidables (CLX): Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno

07 julio, 2020

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Cuando leemos a Miguel de Unamuno (1864-1936) es inevitable encontrar un reflejo del propio autor en su obra, no tanto por su personalidad sino por sus inquietudes. Es un autor que proyecta sus temores, sus preocupaciones y pensamientos en los personajes y en la forma de elaborarlos en sus nivolas. Es decir, no le interesa tanto la acción, lo que suceda, como la reflexión que surge de esos acontecimientos, es decir, el retrato psicológico de un conflicto o de una pasión. Y aunque quizás no sea una de sus obras más populares, Abel Sánchez (1917) reúne un rico panorama de las temáticas más usuales de la narrativa unamoniana.

Para ello, parte de un tema central, que es el motor de la obra: la envidia que el protagonista, Joaquín Monegro, siente por Abel Sánchez. Esta envidia es un reflejo del primer pecado capital que aparece en la Biblia y que llevó a Caín a matar a Abel en el Génesis. Unamuno no rehuye la referencia, sino que en esta obra articula una revisión y actualización del mito, dando origen a una de sus historias más realistas. Es más, la historia bíblica aparece mencionada en varias ocasiones en la novela.

Este enfrentamiento cainita es un tópico que a finales del siglo XIX y principios del XX sirvió como modelo para representar la lucha entre dos tipos distintos de entender España políticamente. Una idea que también nos mostraba Antonio Machado (1875-1939) en uno de sus proverbios más famosos. Aunque el poeta nos mostró también la envidia como una pasión que corría el alma del pueblo español a ojos de los intelectuales españoles en su magnífico romance La tierra de Alvargonzález, recogido en Campos de Castilla (1912), alejado de cualquier cariz político. En efecto, Unamuno ahonda a lo largo de toda esta novela en la historia de una pasión desmedida, que corroe la mente y el espíritu de Joaquín.

Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya (1746-1828)
Mediante el recurso del manuscrito encontrado, dando voz a su protagonista, nos muestra una confesión de tono íntimo, en el que Joaquín narra los hechos y sus reflexiones desde un futuro en que la historia ya ha concluido. Esto nos permite abordar el retrato psicológico de un individuo atormentado por la culpa, la envidia y la ira, un retrato que está inundado de pensamientos en torno al peso de la opinión ajena y a la interpretación que damos a las acciones de los demás. Es decir, en cómo podemos convertir desde nuestra óptica un hecho particular en una cuestión bondadosa o maléfica según la interpretación que queramos darle. Incluso la forma en que Joaquín proyecta en los demás los defectos que sabe que anidan en sí mismo; así, mantiene continuamente la duda de si Abel también le envidia y le odia, a pesar de que durante la novela se subraya siempre la idea de que su amigo le estimaba de verdad y no veía nunca en Joaquín la sombra de ese rencor. Sin embargo, Abel sí reconocía que detrás de la fachada fría e irónica de su amigo había un alma anclada a una pasión tremenda que le estaría devorando por dentro, dado que no era capaz de extraerla y sacarla hacia fuera, pero ignorando que él fuera la causa de esa pasión desmedida.

El punto de partida de su relación discordante era la diferencia de caracteres: mientras Abel tenía un carácter más abierto, amistoso y agradable, que provocaba la simpatía abierta de los demás, Joaquín aparecía como un ser terco, malhumorado, desprendiendo una antipatía que lo alejaba de los demás. Aunque las acciones de esta novela son nimias, dado que apenas suceden acontecimientos, encontramos pequeños hechos cotidianos a lo largo de todo una vida sobre los que se reflexionan profusamente. Como en la vida misma, no es tanto la suma de hechos, sino lo que cada uno concluye sobre lo que ha hecho y sobre lo que han hecho los demás. Por ejemplo, partimos de una breve descripción de la infancia de los personajes como seres opuestos, pero obligados a entenderse, en una amistad que les venía dada desde la cuna. Sin embargo, se atestigua ya en esa infancia que Joaquín siempre actuó en su vida en consecuencia a la figura de su amigo Abel, por entender que se mantendría inevitablemente bajo su sombra. 

Caín y Abel, de Pietro Novelli (1603-1647)
De esa forma, mientras que él se preocupaba por sobresalir en lo académico, envidiaba la popularidad de la que gozaba Abel entre sus compañeros, los mismos que le rechazaban a él por su carácter. Ahora bien, el punto culmen y el que articula la envidia y  toda la novela es el hecho de que estando enamorado Joaquín de su prima Elena, esta acabe comprometiéndose con Abel, a quien había conocido gracias a su amigo. Así pues, aunque en un principio se declara que la enemistad está justificada por entender Joaquín que Abel se aprovechó de la situación o, aún más, que fue la propia Elena la que lo hizo por molestarle a él, acaban reconciliándose de una forma casi obligada. En el fondo, en realidad, Joaquín nunca les va a perdonar ni a olvidar lo que sucedió, siendo tal que así que su molestia y envidia irá en aumento conforme ellos sean felices y prosigan su vida familiar. Por cierto, como nota intertextual, el nombre de Elena nos puede recordar a la Ilíada de Homero, incluso por el contexto de la historia, en que Paris se lleva a Helena pese a su relación con Menelao, lo que acabaría provocando la guerra de Troya. 

Sin duda, es una relectura de aquella animadversión entre hermanos planteada aquí a partir de un hecho capital que separa definitivamente a los dos personajes, aunque ambos mantengan confidencias amistosas a lo largo de la novela. En este caso, las relaciones entre ambos personajes se mantienen durante toda la obra permitiéndonos observar cómo el rencor recorre el alma de Joaquín por una amistad que solo le produce ira y que se convierte en su mayor obsesión. Mientras que Abel vive tranquilo y considerándolo su mejor amigo, como un hermano. Es más, mientras Abel es capaz de desarrollar su trabajo como pintor, Joaquín no avanza ni consigue sus propósitos científicos o médicos, cegado generalmente por el éxito de su amigo. 

Lo cierto es que la figura de Abel, siempre vista de una forma externa, desde los diálogos, las opiniones de los demás o del protagonista, se refleja como un amigo que quita importancia a los motivos en los que Joaquín revela su envidia. Sin embargo, no se trata de un personaje idealizado, porque tiene defectos evidentes que se mencionan por parte de diversos personajes, como su posible adulterio, o que fuera desatento como padre, como muestra la actitud de su hijo siendo ya adulto. Es más, la novela muestra que si Joaquín envidió a Abel Sánchez, Abel pudo envidiar a su propio hijo por considerar que este podía superarlo como pintor, recayendo aquí en otro tema capital para Unamuno, el de la trascendencia: si su hijo le eclipsaba como pintor, se perdería su posibilidad de ser un artista inmortal.

Hombre en llamas (1939), de Clemente Orozco
Prosiguiendo con esta cuestión, en la novela se da importancia a la opinión ajena y a la forma en que las personas tenemos la capacidad para pasar a la memoria colectiva, es decir, a la forma en que podemos lograr la inmortalidad que nos otorga la fama. En este caso, se subraya tanto por el hecho de que los cuadros de Abel van a servirle como su patrimonio contra el olvido, pero también por el conflicto con uno de sus cuadros, que representaba precisamente el fratricidio de Caín contra Abel. La fama de este cuadro es ensombrecida por la interpretación en un discurso que Joaquín hace, que pudiendo haber sido un discurso llevado por el rencor, intentando localizar los defectos, se centró en ser un discurso de gran delicadeza, que elogiaba las virtudes del cuadro a tal extremo que acaba siendo más relevante y memorable esta interpretación que la obra en sí. Sin esa interpretación, no se podría entender con toda plenitud lo que Abel ha pintado, lo que impide al pintor disfrutar de su fama, dado que ahora ha sido desplazado por la labor erudita de Joaquín. A pesar de ello, la gratitud mostrada por su amigo impide al protagonista disfrutar de esta victoria.

Debemos tener en cuenta que al protagonista le preocupa y obsesiona la forma en que Abel lo trata, siendo incapaz de encontrar algún defecto en su relación. Por ello, trata de descubrir interrogando a otras personas sobre el comportamiento de Abel, sobre todo si habla de él a sus espaldas o si le envidia, como hace él. Sin embargo, esta empresa será infructífera, salvo por una única excepción: el hijo de Abel le muestra el lado menos amable de Abel, pero nunca le dará la razón sobre una posible envidia de su padre hacia Joaquín o de si habla mal de él. Al contrario, la valoración de Abel hacia Joaquín siempre será positiva, incluso contrariando a su esposa Elena, que en este caso es una figura que se muestra siempre hostil hacia Joaquín, rechazando abiertamente la amistad entre su marido y el protagonista.

No cabe duda de que se trata de una novela bien escrita que pretende trascender y actualizar el mito bíblico. Es más, en uno de los mejores capítulos de la novela, ambos personajes dialogan sobre el mito de Abel y Caín como si estuvieran interpelando a su propia historia, siendo este uno de los mejores diálogos por la forma en que Unamuno desnuda a ambos personajes y los contrapone entre la pasión de Joaquín y el optimismo de Abel. Además, el autor aborda múltiples temas dándoles cabida de forma natural y siempre subordinada a las características y necesidades de un protagonista caracterizado por unos matices ricos, capaz de revelar uno de los peores aspectos del ser humano, pero sin dejar de sentirse real.

Abracci, de Safet Zec
Como decíamos, en esta reletura moderna de la envidia, hay espacio para la reflexión en torno a las inquietudes que Unamuno mostraba también en otras de sus obras. Por ejemplo, tenemos la maternidad, como veíamos en el protagonista de Niebla (1914), que vivía subyugado al dominio de su madre, o su vertiente putativa, como sucedía en La tía Tula (escrita en 1907, publicada en 1921). En este caso, Antonia, la esposa de Joaquín, tiene una relación con el protagonista maternofilial, como bien nos muestra y subraya el autor en varias ocasiones. Como si fuese un niño incapaz de reprimir sus emociones, el protagonista está dominado por un odio irrefrenable que le impide conseguir la independencia y la madurez necesaria para comportarse como un adulto o para tener una relación responsable y sana con otras personas.

Por tanto, las relaciones familiares del protagonista están abocadas al fracaso, por estar distorsionadas. Sin embargo, a su vez, Joaquín logra cierta venganza personal cuando consigue alzarse como una figura paternal para el hijo de su ansiado enemigo, también llamado Abel, aunque para él no sea más que una herramienta para un fin o una pequeña satisfacción dentro de una vida agónica, sobre todo cuando repara en el hecho de que su amigo no parece sentirse enojado por este hecho.

También hay un dilema planteado en torno a la fe, a la manipulación eclesiástica y a las dudas sobre la creencia en Dios, cuestiones que eran centrales de San Manuel Bueno, mártir (1930). En Abel Sánchez, estas reflexiones recaen en el protagonista, Joaquín, que al inicio de la novela se declara prácticamente ateo, pero conforme avanza la novela se produce su conversión, aunque sea interesada. Su finalidad es servirse de la religión para encontrar una salida a su dolor, a su rencor y a su envidia. Unamuno aprovecha la ocasión para reflejar sus propias dudas sobre la fe, que se desarrolla en esta ocasión por el sufrimiento que Joaquín cree que Dios le ha impuesto o su capacidad para conseguir la inmortalidad a partir de su propia mano. Como ya sabemos, la trascendencia era una de las preocupaciones de don Miguel y en esta ocasión se refleja también a partir de los celos del protagonista, que siente que no ha sido capaz de cincelar su nombre en la historia de la ciencia mientras que el arte pictórico de Abel cautiva a todos.

Miguel de Unamuno
Por último, podemos mencionar también el hecho de que se hace un reflejo de la labor médica, con ciertas críticas a la ciencia, como ya pudimos encontrar en otras novelas unamonianas, como Amor y pedagogía (1902), que era más cruel en su crítica. En este caso,  se hace hincapié tanto en el trato con los pacientes a los que Joaquín visita como en la envidia que también subyace en la labor científico, no siendo relevante el hecho de encontrar una cura, sino de ser el primero en hacerlo, en lograr un nombre para los anales de la medicina. Sin embargo, si la envidia había corroído a Joaquín para impedirle mantener una amistad sana con Abel, su generosidad será abrumadora cuando se trate de su hijo putativo, con quien comparte oficio y a quien intenta inculcar aquellos propósitos que la envidia le impidió llevar a cabo. Curiosamente, el hijo de su enemigo se convierte en el auténtico heredero de la persona que hubiera sido Joaquín si nunca se hubiera dejado llevar por la envidia.

En conclusión, Abel Sánchez es una obra centrada en la creación de un personaje bien caracterizado que se abre para el lector de múltiples formas, tanto por sus palabras como por sus acciones. Una revisión de la envidia que no rehuye abordar otros temas del sentir humano que preocupaban a Unamuno y que logra sentirse como una de las obras mejor desarrolladas de su autor. En definitiva, una actualización moderna, madura y profunda del mito bíblico.


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