Clásicos Inolvidables (CLXIX): El tío Silas, de Joseph Sheridan Le Fanu

22 junio, 2022

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Para comprender y disfrutar de una novela como El tío Silas (Uncle Silas, 1864; Valdemar Gótica, 2022), del siempre recomendable escritor irlandés Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), conviene barajar tres aspectos. En primer lugar, el hecho de enfrentarse a la muerte. Algo que no parece quedar al alcance de todos los vivos, pero que resulta esencial en el decurso de los protagonistas. De hecho, hay quienes niegan de plano siquiera la reflexión de esta ineludible responsabilidad, y lo que de realista o mágico conlleva. Es decir, la existencia de un más allá, o la mera desaparición del cuerpo físico, sin esperar más a cambio.

Sin embargo, una novela como El tío Silas exige mirar a la muerte sin ambages, entendida como un salto al vacío, que no sabemos qué nos depara. Encarándola en lugar de eludiéndola. Tanto por parte de la joven protagonista como de los personajes de edad provecta que por las páginas deambulan.

En segundo lugar, afrontar con igual ímpetu a quienes reprueban y demuestran su desconocimiento espiritual, esotérico y exotérico, bajo análisis presuntamente sesudos, enmarcados en una huera y mecanicista historia de la superstición. Compendios todo lo historicistas que se quieran, pero sin alma. Cual libros de autoayuda, pero al revés. Englobado y bien mezcladito el conjunto en un caldo tan psicológico como psicodélico, donde las disciplinas se arrejuntan sin ton ni son, carentes de definición (y de interés por buscarlo o experimentarlo). Astrología, numerología, runas, cartomancia, quiromancia, tao, taichí, budismo, sintoísmo, medicinas naturales… que eran el mal de nuestro tiempo hasta que nos toca anunciarlas en nuestros espacios televisivos o radiofónicos, alejadas ya de los epítetos de “remedios milagro”, por los mismos que las censuraban. Así se escribe esta historia. Es lo que conlleva el desprecio a unas disciplinas que suponen la materialidad de lo intangible.

Metidos ya en el terreno argumental de la novela, llega el tercer punto, que atañe a la sugerencia vital y narrativa de que muchos de estos buscadores que escapan a las limitaciones de los sentidos que nos han sido dados, precisan de un guía, llamémoslo espiritual, a falta de mejor término. Unos y otros lo pueden encontrar en Christian Rosenkreuz (1378-1484), Eliphas Lévi (1810-1875), George Gurdjieff (1866-1949), Carl Gustav Jung (1875-1961), en su vertiente ocultista, Carlos Castaneda (1925-1998), Dane Rudhyar (1895-1985), la sobada Madame Blavatsky (1831-1891) y su teosofía, o el más socorrido Aleister Crowley (1875-1947). Sin olvidar a nuestros queridos místicos Fray Luis de León (1527-1591), Teresa de Jesús (1515-1582) y San Juan de la Cruz (1542-1591), preponderantes, modernos y reveladores.

No falta quien, de forma totalmente incauta, busca dicho guía dentro del ámbito de la política. Aunque más que de búsqueda habría que hablar de sustitución.

J. Sheridan Le Fanu
Pues bien, en el caso del tío Silas, esta influencia necesitada y anhelada se halla en la estimulante figura del científico, filósofo y teólogo sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772), explorador del misterio y adalid de la vida después de la muerte, y de la salvación por las obras y la virtud (y no solo a través de la fe, aunque derivadas de esta). Todo un referente místico y esotérico. Gnosticismo, hermetismo, pura alquimia del cuerpo y el intelecto. Para eso tan solo se necesitan ganas de aprender. Este personaje que se mantiene en off narrativo, va a ser omnipresente durante la primera parte del libro, y diametralmente interpretado por dos de los personajes, los hermanos Austin y Silas Ruthyn; el uno cree, el otro lo toma como coartada.

En definitiva, Le Fanu invita al lector a posicionarse frente a quienes reducen este conocimiento esotérico a una espuria necesidad psicológica. Si por estos fuera, jamás se habrían descubierto los rayos x, porque no se ven: tan solo sus consecuencias, como sucede con la capacidad extrasensorial, o el hombre habría podido volar, pese a lo que la ciencia sostenía en los periódicos el mismo día que los hermanos Wright alzaron el vuelo: que nada más pesado que el aire podía mantenerse en este medio.

Más sensata parece la postura de nuestra joven protagonista en la novela, Maud Ruthyn, cuando al trabar conocimiento con los entresijos de esta otra posible realidad, declara que me basta saber que su fundador [Swedenborg] vio o imaginó que veía visiones portentosas, las cuales, lejos de reemplazar, confirmaban e reinterpretaban el lenguaje de la Biblia (capítulo III). Basamento ético y todo un axioma por parte de Le Fanu. En palabras del doctor Bryerlay, el espíritu lo es todo; la carne no proporciona ningún provecho (XXIII). Afinando más, lo valioso reside en un prodigioso equilibrio, un portentoso designio de la providencia (íd.). Luego la capacidad esotérica no está desprovista de un cierto determinismo: no todas las personas están hechas para atravesar esta trascendental puerta.

Sin embargo, no deja de resultar llamativo como en El tío Silas, algunas de las derivas expuestas en el relato carecen de colofón, quedando la interpretación abierta. Excepción hecha del misterio del cuarto cerrado al que me referiré después. ¿Ha sido el testamento en liza realmente adulterado? ¿Ha previsto uno de los personajes su temprana muerte? ¿Por qué no se venga de forma directa el capitán Oackley de la paliza recibida por el malvado Dudley? ¿Es pronto para que se patentice en Maud la influencia del tal Swedenborg? Tal vez nuestra heroína no disponga nunca de estas respuestas. O al menos, de momento, pues la suya es una narración en primera persona, es decir, en primera experiencia.

 Antiguo grabado de una vieja mansión
De forma más específica, estamos ante una novela de contornos góticos pero aristas indefinidas, donde los personajes, principalmente la protagonista principal, son presa de temores reverenciales, ramalazos de pavor, pasados apenas confesados, atisbos angustiosos de futuro, punzadas de miedo... Una agonía apenas sofocada por los buenos modales, puesto que la desazón y la sorpresa son enfrentados sin perder la compostura. Respeto y obediencia parecen darse de bruces con el afecto. Posiblemente, el sentimiento más difícil de cultivar (aunque parezca lo contrario).

La intriga que se va concatenando poco a poco, pese a la intangibilidad de muchos elementos narrativos puestos en juego (prevalece el mecanismo intuitivo), y merced a los debidos ramalazos folletinescos, establece la división entre nuestro destino fijado por el cosmos o el Hacedor, según los gustos, y el predispuesto por nuestros allegados, no necesariamente lo que entendemos por seres queridos (ese testamento del que se sospecha que ha sido manipulado, aunque no se llegue a demostrar, salvo de forma circunstancial).

El caso es que la sombra del tío Silas se alarga tenebrosamente. ¿Santo o demonio? ¿Tan solo un hombre? Para esta pregunta sí obtendremos respuesta. La corporeidad y conceptualización de su retrato al óleo van a tener su influencia, en más de un sentido, en la mansión Knowl, donde habitan Austin y Maud. Y su importancia argumental. Conocemos a Silas a través de su presencia pictórica mucho antes que por su presencia física. El encuentro con el tío Silas, en carne y huesos, no se produce hasta bien avanzada la narración (XXXII), mecanismo de intriga con el que sabrá jugar el cine con posterioridad. Aparte de que, con frecuencia, el mal se nos presenta bajo rasgos muy atractivos.

Esto hace que Le Fanu sepa crear una expectativa hacia este personaje, acrecentada desde el propio título de la novela.

Fear, de Natalia Marinych
Luego está Maud Ruthyn, que de fiarse de las personas pasará a una madura comprensión de las situaciones y las gentes. Sin que esto signifique que en su etapa de abstraída niñez se conduzca sin juicio, crítica o perspicacia. Pero esa intuición se habrá de ir desarrollando, bastante dolorosamente. Sofocada siempre en lo posible por los demás. No era más que una niña atemorizada (XXIII). Como en el caso de otros muchos caracteres débiles, he tenido siempre una tendencia a actuar de forma impetuosa, y a continuación, reprocharme unas consecuencias que, en realidad, había contribuido escasa o nulamente a que se produjesen (XXIV). Esta sinceridad ha de ver con el hecho de que Maud sea la narradora. Reservada, pero también encaminada a otros lectores, ciertamente de alcance familiar. Es el hilo conductor y empático, elemento imprescindible para establecer equidistancias, como no puede faltar la lectura de un díscolo testamento en una novela de estas características.

Dama en muchos apuros, desde su visión adulta, Maud recuerda los avatares de su niñez y adolescencia en el Castillo de Knowl. Los personajes basculan entre estos dos polos, tradicionalmente expresados: el de las apariencias que engañan, y de la cara como espejo del alma. Donde se arrejuntan espejos limpios y sucios. Nos revela Maud en este diario transcrito como novela, que el lector se dará cuenta de que en mí había más espíritu que arrojo (XX). Aquello era una lucha, una orgullosa e indómita resolución en contra de la cobardía constructiva. Hasta la visita de una muerte inesperada, a mitad del relato, que la hará ponerse en guardia y madurar a relativa velocidad (XXI).

No sé cómo han podido quedar atrás aquellos espantosos días y aún más espantosas noches (XXI).

Woman on a Path by a Cottage, de John Atkinson Grimshaw
Respecto al entorno, el hogar, la arboleda… todo estaba melancólico (íd.). Los parajes, bellos y extraños, se corresponden, de modo romántico, con el estado de ánimo. Como sucede con la marcha hacia una comarca cubierta por una bruma teñida con los tintes del crepúsculo (XXX). Otrosí, reinaba en aquel momento ese tiempo equinoccial que entona el impetuoso canto fúnebre del otoño, heraldo del invierno. Amo esa música grandiosa e indefinible, amenazadora y quejumbrosa, con su extraño espíritu de libertad y desolación (XXV). Sensaciones perdurables hasta nosotros. Ítem más, en lugar de fotografías, los paseantes toman bocetos en sus cuadernos, pero la necesidad es la misma, atesorar enclaves que nos llaman la atención y a los que nos gustaría regresar, caso de no poder hacerlo.

Así mismo, se plantea el misterio de un suicidio en un cuarto cerrado, en casa de tío Silas, acaecido años atrás. El del apostador y pendenciero Tom Charke. Misterio y vergüenza de familia. Todo estaba cerrado desde dentro, y no había señales de que se hubiera intentado penetrar al interior (XXVII).

La llegada al nuevo entorno de Bartram-Haugh, la propiedad del tío Silas, hace a Maud entrar en contacto con su prima Millicent, apodada Milly, y su primo Dudley, ambos hijos de Silas. Como dato singular, a Maud le es dicha la buena ventura, por una joven gitana del campamento que se arremolina en los aledaños, presagiando calma a la consultante únicamente después de una pertinaz tormenta. En feliz consonancia con lo que le sucedía a la pareja de enamorados de Noche eterna (Endless Night, 1967), de Agatha Christie (1890-1976).

Maud comienza su nueva etapa de madurez decidiendo encargarse del “pulimento” de su prima Milly, un tanto dejada de la mano de la cultura y los buenos modales, pero de buen corazón y con interés por mejorar. Es curioso cómo ambas destinan mucho de su tiempo libre a la inspección de los alrededores, como antes había estado Maud imbricada con los suyos (XXXIII). Y aunque el tiempo transcurre, Le Fanu lo retrata a modo real tras las debidas y cautelosas elipsis, sin excesivas piruetas temporales, solazándose en la acción de unos pocos días, en principio. Alongándose después, si descontamos los comentarios hechos desde el futuro por parte de Maud.

 Summer Landscape, de George Vicat Cole
Nada escapa a la mirada o la intuición de Maud, es decir, el relato presencial de la protagonista. Salvo la realidad que le es hurtada por causas de fuerza o perjuicio mayor. Por eso, cuando su prima Mónica llega de visita a Bartram-Haugh, sabemos de su conversación con Silas porque ella lo refiere a Maud (en la charla la joven no estaba presente, XXXIX).

El secretismo opera a nivel de estructura narrativa en la novela. La verdad es el género más peligroso de difamación, como atestigua lord Ilbury Carysbroke, vecino de Silas y Maud (XLII). Y personaje por el que esta última se va sentir progresivamente atraída. En casa de lady Monica Knollys, prima hermana de su padre Austin, Maud también será pretendida por el ocioso capitán Charles Oakley, sobrino de Monica. Tercero en discordia si contamos al impertinente y amoral primo Dudley. Otro apoyo lo hallará la muchacha en la compañía de su doncella, mayor que ella, Catherine Jones (sin la Z).

Maud nos hace partícipes de sus reflexiones y pesares. Y de algún rasgo físico, esporádico o no, de esos que no nos gustan durante la pubertad. En el caso de Maud, su propensión al sonrojo, que evidencia sus preferencias más íntimas. Como la que siente por lord Ilbury (XLIII), y le hace encender de ira cuando se halla ante Dudley.

La malevolencia del tío Silas no se manifiesta a las claras hasta XLVIII y XLIX, con un tipo de influencia que Maud no duda en calificar de mesmérica (XL). El terror a lo desconocido se convierte en físico y material. Por ejemplo, mediante el vislumbre de la cara de madame de la Rougiere, su antigua y aborrecible institutriz, en el cuarto de Silas (íd.). Aspecto casi peor, este de la concreción de un terror en principio inmaterial, para alguien que, como yo, era miedosa, carecía de confianza en sí misma y se encontraba sola (íd.). En Maud comienza a desarrollarse la intuición, revestida de mecanismo de supervivencia, y ya no solo como auto defensa (XLII). En mi interior había un vago sentimiento, afín a la sospecha (íd.). Anticipo del regreso de la tal madame (LIV). Personaje avieso al que se suma el aparcero y molinero Dickon Hawkes (XXXIV), y de forma más incierta, su hija Meg, enferma y asistida por Maud (XLIV), lo que al final tendrá su determinista -nuevamente- envergadura.

At the Park Gate, de John Atkinson Grimshaw
A modo de conclusión. Todos estamos asistiendo atónitos a injerencias gubernamentales donde se prima la ideología política por encima incluso de la legalidad vigente, dañando, no sé si de forma irreversible, tanto la ley como la sociedad. A un nivel más recoleto es lo que sucede en una novela como El tío Silas, donde la codicia, la tergiversación, las falsas apariencias revestidas de buenismo y el empleo de la luz de gas, son componentes que ideologizan la realidad más equilibrada y juiciosa.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El autocine (XCVIII): El exotismo en el cine. Estambul, de Norman Foster, Pepe le Moko, de Julien Duvivier, Argel, de John Cromwell, Casbah, de John Berry, y Marruecos, de Joseph von Sternberg

15 junio, 2022

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Lo exótico, filmado en un estudio, posee una fascinación casi eterna, que a veces la realidad no proporciona. Recrear un ambiente de alternativa y subyugante irrealidad está en la esencia misma del cine, asumida y recogida de la época del Romanticismo, cuando se nos proponían relatos de evasión ambientados en lugares y tiempos pretéritos. Crear la ilusión de lo real-irreal, como dos polos que convergen en uno, en un ámbito narrativo caracterizado por su lógica interna (que incluye lo ilógico), es opción creativa que se diferencia de las reglas que nos da la vida, como bien supo sintetizar François Truffaut (1932-1984). Una bien ganada característica que opera en el séptimo arte por encima de cualquier otro. ¿Quién no prefiere la Casablanca fabricada en el estudio de la Warner que la real? ¿Cuál es más auténtica? Exóticamente hablando. Y con un sano objetivo. El de sacarnos de nuestras habituales casillas.

Thriller de pretensiones simpáticas con héroe en apuros, Estambul (Journey into Fear, 1943) es una acostumbrada realización RKO, en presupuesto, intenciones y duración, con la particularidad de haber sido puesta en escena por el grupo Mercury, la compañía teatral neoyorquina que dirigieron y diseñaron Orson Welles (1915-1985) y John Houseman (1902-1988), y que acogió a los actores Joseph Cotten (1905-1994), Everett Sloane (1909-1965) o Agnes Moorehead (1900-1974), entre otros muchos. En suma, la práctica totalidad del elenco de esta película, basada en una novela del reconfortante y muy reivindicable Eric Ambler (1909-1998), Viaje al miedo (Journey into Fear, 1943; Bruguera, 1980; RBA, 2010), pertenece a la citada compañía, que ya colaboró con el estudio en la inapreciable Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). La novela fue adaptada, esta vez, por el propio Joseph Cotten, probablemente en la vía del tren eléctrico propuesto por Welles, aunque no en el mismo vagón, y mucho menos al mando de la locomotora.

Estambul, la ciudad más relevante de Turquía, es un enclave ya escindido por el Bósforo al separar la parte europea de la asiática, es decir, la zona de Anatolia que igualmente pertenece a Turquía.

En un motel de la capital, Sofía, un hombre se acicala y sale de su habitación con un arma bajo el abrigo. Es un espacio que apenas disimula su inmundicia entre garitos y bailarinas, y una actitud, la de ir armado, que flota en el ambiente. Luego nos reencontraremos con este personaje. Entre tanto, el agente de la ley, o de sus rescoldos, Kopeikin (Everett Sloane), recibe al matrimonio Graham, formado por Howard y Stephanie (Joseph Cotten y Ruth Warrick). Howard es comerciante en armas, pero como él mismo asegura, no es un entendido en el manejo, pese a ser ingeniero en artillería naval. Únicamente las diseña, en la línea pulcra del hombre honesto que no se ha visto jamás en excesivas dificultades. Por desgracia, la vida se le complica cuando es implicado en el asesinato ocurrido en un club nocturno. Y esta es solo la punta del iceberg de estas procelosas aguas. Para salir del aprieto, Kopeikin le presenta al coronel Haki, de la policía secreta de Estambul (Orson Welles), que lo va a interrogar. Contra todo pronóstico, Haki no va a ser el malo de la película, aunque se tiende a la ambigüedad (es cumplidor pese a no ser trigo limpio).


La víctima pertenecía al mundo del espectáculo, pero existen sospechas fundadas de que el verdadero objetivo del asesino fuera Howard Graham. Y de que el peligro aun no haya transcurrido. Este asesino a sueldo, ha sido nuestro hombre del hotel, un tal Peter Banat (Jack Moss), pagado a su vez por un agente nazi llamado Muller (Eustace Wyatt). ¿Por qué? El motivo de esta amenaza es un misterio. ¿Competidores comerciales? ¿Desbancada armamentística pro Eje? Howard tendrá que confiar en una treta dispuesta por el coronel para salir con bien del territorio y la amenaza contra su vida. De esta manera va a parar al Watasia, un carguero de modestas dimensiones, pero peligros inabarcables. Doce pasajeros con sus distintas historias y circunstancias se incorporan al barco. Se dirigen a puerto franco. Parece el medio más seguro para sacar a Howard de Turquía. Con lo que, se impone el paseo de reconocimiento por cubierta y el ojo avizor por los resquicios de los camarotes, todos de primerísima ínfima clase.

Abocado a esta situación entre cómica y dramática, Howard entabla contacto con los heterogéneos pasajeros del barco. ¿Estará a bordo su potencial verdugo?

Con medios austeros, aunque filmada con el suficiente desparpajo, Estambul lega imágenes divertidas, como la de un Howard volcando el salero en la mesa del comedor del barco, cuando tiene delante al que él supone que quiere matarlo. O el parlamento del pasajero Matthews (Frank Readick) sobre el socialismo, tratando de evitar reunirse con su esposa (Agnes Moorehead).

El carburante que mueve el motor de este barco es el de un hombre solo ante una situación desesperada. Viaje al terror, ciertamente, donde, huelga añadirlo, las apariencias engañan. ¿De quién se puede uno fiar?


De narrativa balbuciente, también depara Estambul algún otro plano estéticamente connotativo, como el que muestra a Howard descendiendo -al fin- del Watasia, por la escalera de embarque, cumplida su arriesgada misión, o la escena final del tiroteo en la cornisa de un hotel, más lujoso que aquel con que se iniciaba el relato, bajo la copiosa lluvia. Además del detalle del fonógrafo que reproduce un vinilo rayado, y que supongo en la novela.

El caso es que Norman Foster (1903-1976) no es un realizador muy conocido, apenas alargó su sombra más allá de los estudios, pero cuenta con algún trabajo estimable, como La fuga (Íd., 1944), de producción mexicana. Estambul se beneficia, eso sí, del concurso de grandes técnicos y creadores, como el músico Roy Webb (1888-1982), el fotógrafo Karl Struss (1886-1881), los decoradores Albert D’Agostino (1892-1970) y Mark-Lee Kirk (1895-1969), y el montador Mark Robson (1913-1978), que también pasaría a la dirección, con desiguales pero nada despreciables resultados (e incluyo los años setenta).

He preferido iniciar este recorrido con Estambul para proceder a continuación con las distintas versiones de una misma obra. Lo interesante de una adaptación como Pepe le Moko (Pépé le Moko, Paris Films, 1937), dirigida por el valioso Julien Duvivier (1896-1967), estriba en que en la redacción del guion participa el responsable de proporcionar el material de partida. La novela, Pépé le Moko (1931), que contó con una continuación, Pépé le Moko se venge (1939), provenía en este caso de Detective Ashelbé, seudónimo de Henry la Barthe (1887-1963). El lugar donde se van a desarrollar los hechos es la Casbah de Argelia, algo así como una ciudadela inexpugnable y superpoblada. Tal y como expone en la película el comisario Janvier (Philippe Richard), la constituyen callejas en forma de emboscada, con nombres extraños. Junto a patios aislados como celdas, donde la mujer, por cierto, tiene su propio terreno y predominancia. Al punto de guiar el rumbo postrero del protagonista principal. Las noticias vuelan de terraza en terraza, y hay espías en todos los tejados. En suma, una civilización que hace equilibrios a pie de un desierto que desemboca en el azul del Mediterráneo.


Adelanto que, en la que es la mejor adaptación de la novela de La Barthe, se nos expone un currículum bastante menos romántico que el de otras versiones posteriores. Lo cual incluye el pasado de la joven Giselle, apodada Gaby (Mireille Balin). Más que turista, es una entretenida. Respecto a Pepe, según el inspector Slimane (Lucas Gridoux), cabe achacarle treinta y tres robos, dos asaltos (a bancos), y quince condenas. Más otros desvalijamientos. Actúa con despejada impunidad. Es seguro de sí mismo, sibarita, aunque no en exceso, con manifiesto atractivo para las mujeres. Temperamental, es decir, con corazón y, por lo tanto, no exento de algún punto débil. Simpático y aterrador, en palabras de Gaby. Ha costado la vida a cinco de nuestros inspectores. Slimane no quiere ser el sexto, así que espera el momento oportuno, es paciente. Te detendré, Pepe, está escrito. Algo de fatum subyace en este relato, en efecto. Sin embargo, Pepe cuenta con un arma más: la admiración que le profesan los demás. Entre ellos, el joven aprendiz de malo Pierrot (Gilbert Gil), por usar la terminología de Pedro Lazaga (1918-1979).

Los diálogos son brillantes. Como la idea de esa hucha cerrada que es la Casbah. Dichos diálogos se alternan con encuadres expresivos del rostro de los actores, y composiciones corporales que son una compostura asimétrica de la realidad y sus contornos. Esta primera versión cuenta, además, con los mejores escenarios exteriores y decorados interiores de todas las propuestas. El entramado de la Casbah queda muy bien expuesto, y uno no se pierde en este retruécano. La cámara resulta ágil y se potencian, junto a los referidos primeros planos, el exotismo estético del plano medio tirando a largo. Imágenes que se combinan bien con las de la ciudad, tales como el zoco.

Prolegómeno de ese destino, envuelto en oropeles, será la tensa espera hasta la aparición del desaparecido Pierrot. Dos años lleva Pepe prisionero de la Casbah, su jaula de oro.


Destaca, así mismo, el plano general de la resuelta Inés (Line Noro), atravesando de noche las terrazas, para advertir a Pepe de su inminente (y frustrada) detención. O el cenital de los agentes que se disponen a ello. Sumamente ilustrativo es el cruce de miradas entre Gaby y Pepe, la primera vez que se ven. A modo de ráfaga visual que semeja un flechazo. En su segundo encuentro, dichas miradas quedan más sostenidas por la planificación, la atracción va en aumento, al imposible son, por cierto, del inmortal Take the A-Train de Billy Strayhorn (1915-1967). Digo imposible porque la tonada fue compuesta en 1941, así que debe tratarse de un añadido sonoro a posteriori. En el encuentro final, ambos personajes se dirigen las miradas, pero ya no se ven. Al margen de que la conclusión propuesta por La Barthe y Duvivier, seguramente en consonancia con la novela, es distinta al del resto de adaptaciones. En lo que al personaje de Pepe se refiere.

El mejor momento no ha de ver, pese a todo, con Pepe y Gaby, sino a cuando Madre Tania (Marguerite Boulch, Frehel) recuerda su pasado ante Pepe como cupletista, es decir, cuando rememora su juventud, congelada en una fotografía y un gramófono. Cuando tengo morriña cambio de época. A lo que se añade la escena magistral del interrogatorio, o mejor sonsacamiento, de Pepe a Max L’Arbi (Marcel Dalio), que acaba de venderle a las autoridades.

Por su parte, Argel (Algiers, United Artist, 1938), inmediata respuesta norteamericana a la francesa, es una producción de Walter Wanger (1894-1968), meritorio productor a quien se deben grandes obras, sustraídas principalmente de la cantera de la serie B. Sin ir más lejos, La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), o La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), está última para Metro Goldwyn Mayer, por citar solo un par de ellas.

De John Cromwell (1887-1979), por lo general ninguneado por la crítica, vale lo dicho para Foster, probablemente con mayor holgura. Esta sería la segunda versión de la novela. Y veremos una tercera.

Como peculiaridad sobresaliente, hemos de destacar que en los diálogos intervino aquí el fabuloso novelista James M. Cain (1892-1977), corriendo la adaptación final a cargo de John Howard Lawson (1894-1977), responsable, por cierto, de Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938), ambientada en la Guerra Civil Española (1936-1939), y estando la fotografía asignada a un profesional de la envergadura de James Wong Howe (1899-1976).

He de decir que lo mejor de Argel estriba en su primer segmento; de hecho, se concentra en los primeros minutos de la proyección. Sin que esto suponga una descomunal merma cualitativa del resto de la puesta en escena. Pero como sucedía en el caso anterior, el inicio es formidable.


Por este arranque, sabemos que la Casbah es un barrio de Argel encerrado en sí mismo. Un mundo más extraño de lo que haya podido imaginar, en palabras del comisario (Paul Harvey) a un foráneo. De hecho, es lo más parecido a estar en otro mundo. Un componente exótico, por descontado no exento de peligro, que realza su inconformidad. Ahora bien, lo que en la película de Duvivier se nos mostraba con voz incorporada a una sucesión de imágenes, aquí se narra más bien a través de una panorámica que, de forma ocasional, fija -intercala- su atención en algunos focos. Jungla apenas irrigada por ocultas callejuelas, donde se dan cita gentes de todas razas y tribus, vagabundos y marginados. Y donde habita Pepe le Moko (el notable Charles Boyer), requerido por la justicia francesa.

Pese al peligro y la podredumbre, el comienzo no puede ser más poético; algo tópico, pero sugestivamente expuesto, sin duda. Una zona límite, un universo paralelo, laberinto de casas superpuestas que habría hecho las delicias del expresionismo alemán.

Pepe trafica en perlas, su antigua profesión, según comenta él mismo. Pero puede ampliar su espectro “profesional”. El quid estará en tratar de echarle el guante, los más benevolentes, o la zarpa, los más ambiciosos (no necesariamente los más arriesgados), colgándose de paso una medalla que, con todo, se puede dar la vuelta.

El conflicto dramático no vendrá a causa de este tráfico estraperlista, sino de la colisión de ambos mundos. Pepe y su hábitat, por un lado, y el amor surgido en la otra orilla que le proporciona Gaby (Hedy Lamarr). Algo que va más allá de un espejismo amoroso inicial. Estupendo personaje es el de Inés, no sé por qué llamada Agnes en la presente traducción al español, aquí encarnada por Sigrid Gurie (1911-1969), enamorada dramáticamente de Pepe.

Incidiendo en una situación particularmente dura, Argel vuelve a sorprendernos durante el asesinato “asistido” del traidor Regis (el característico Gene Lockhart). Y en el hecho de que, pese a la bravuconería, podemos comprobar que Pepe es humano, falible, como demuestra su pesar ante la muerte del joven Pierrot (Johnny Downs), al que tenía en cierta estima. El amor imposibilitado a tres bandas es el único triángulo posible que propone Argel.


Poco más se podía hacer con la historia de Henri la Barthe, salvo ponerle música. Y eso es lo que hicieron en Universal cuando adquirieron los derechos para una nueva adaptación, escrita esta vez por Leslie Bush Fekete (1896-1971) y Arnold Manoff (1914-1965), con composiciones del gran Harold Arlen (1905-1986) y el letrista Leo Robin (1900-1984), y arreglos de Walter Scharf (1910-2003). Con el actor-cantante Tony Martin (1913-2012), que las canta e interpreta a Pepe, el estupendo Peter Lorre (1904-1964), encarnando al omnipresente inspector Slimane, y el sobresaliente Thomas Gómez (1905-1971) como Prefecto de Policía. De la dirección se encargó un buen profesional, John Berry (1917-1999), del que recuerdo con especial cariño El amor de don Juan (Don Juan, 1956).

Lo cierto es que en la película de Duvivier, Pepe-Gabin también cantaba una alegre canción. El argumento se presta, y el día menos pensado lo convertirán en un musical.

Es aquí que sabemos con precisión que Casbah es la palabra argelina que significa fortaleza. La historia se inicia con la visita turística a un decorado magnífico, pero combinado con panoramas reales. El escenario parece más sólido que en la anterior propuesta. El guión resulta chispeante y el ritmo dinámico. Es difícil echar a perder una buena historia.

A continuación, asistimos a la canónica presentación del lugar. Física y espiritual, por parte del comisario de turno (Curt Conway). Pese a todo, deviene la más lánguida. Ya sabemos. Una atractiva sucesión de cafés en callejuelas tortuosas y estrechas. Dédalo solo traspasado por una esporádica visita a un yate donde paran los amigos de Gaby (Marta Toren).


Como sucede con Roma, todos van a parar a Pepe, un Robin Hood torcido. En la Casbah todos son sus fieles amigos, según otro inspector (John Bagni). Aunque habría que discutir el concepto de amistad. En cualquier caso, Pepe sabe muy bien que se encuentra solo, además de aislado materialmente en dicho entorno. Recordemos que, en realidad, se haya prisionero por una ley mayor que la de la seguridad del Estado, la de la propia Casbah. Puede ser detenido, pero no salir de ella. Propuesta de doble filo, como toda arma. Pecera en la que él es el pez más grande. Solo el amor verdadero (¿por una mujer? ¿unas joyas?) será capaz de sacarlo físicamente de allí. Y aquí entra en escena madame Gaby frente a una Inés al borde de un ataque de nervios (la maravillosa Yvonne de Carlo) que, pertinaz, asegura a Pepe que le quiere. O sea que también se haya atrapada.

Sobresale en Casbah (Íd., 1948), la escena de Pepe y Gaby en la azotea, por la noche, mientras este entona de forma despreocupada y feliz Está escrito es las estrellas. Ambos personajes son seguidos por una bonita panorámica. Instante que contrasta con Gaby en compañía de un novio medio idiota, Claude (Herbert Rudley), personaje realmente plano en el guión por inoperante (no es que los anteriores tuvieran una presencia muy determinante, pero sí más cuerpo). Así mismo, el plano cenital que muestra a Slimane a solas en el lugar donde antes hubo un baile. El mismo espacio que después atravesará Pepe, también solo, en busca de su estrella. En la Casbah, Pepe ya no se divierte.

Claro que cabe la posibilidad de que Gaby lo haya estado utilizando, como le hace creer la policía, en lo que es uno de sus disparos más certeros, pero por suerte los personajes se separan sabiendo al menos esta verdad, que son objeto de una fascinación real.

Parte de la gozosa serie B de los estudios (al contrario que la película de Duvivier, serie A), Casbah acrecienta los componentes románticos en todos los sentidos. Los marginados por la ley también pueden sufrir por amor.

Aquí el desenlace tiene lugar en un aeropuerto, símbolo de los tiempos, en lugar de en el más apasionante enclave portuario y marítimo. Si bien, como contraste, la muerte se presenta de forma más mezquina, por la espalda.

Solo me atrapa la aventura, especifica Gaby. Sin embargo, enamorarse es un lujo, como le recuerda su amiga Madeline (Virginia Gregg). ¿No lo ha sido siempre? Elocuente imagen es la larga escalera que sube Gaby cuando cree a Pepe muerto.

Dejo Marruecos (Morocco, 1930) para el final, aunque cronológicamente sea la primera. Se trata de una producción de Paramount, realizada por Joseph von Sternberg (1894-1969), que da inicio con una bella estampa en sus títulos de crédito. Algo así como una postal, que prontamente cobra vida merced al valeroso guion de Jules Furthman (1888-1966) y la expresiva fotografía de Lee Garmes (1898-1978), ejemplares colaboradores que realzan la obra Amy Jolly, die frau au Marrakesch (1927), nombre de la protagonista, del novelista franco-alemán Benno Vigny (1889-1965).

Los personajes de esta pasión desatada con fuertes ribetes interiores (remordimiento, deseo, pasión), y exteriores (la conclusiva travesía por el desierto), son el legionario Tom Brown (primerizo pero ya magnético Gary Copper), y la estrella estrellada de vodevil Amy Jolly (más experimentada pero igual de imantada Marlene Dietrich). Para completar el triángulo amoroso se dispone de Monsieur la Bessiere (Adolphe Menjou), ciudadano del mundo con posibles y aptitudes de pintor. Se permite el lujo de escoger a sus amistades, dice una conocida, la señora Caesar (Eve Southern).

Más que en discordia, esta figura geométrica está en tensión continua por cada uno de sus vértices. La que se deriva de tomar la decisión de aceptar lo que más conviene y cierta estabilidad económica -aunque no emocional-, o poco menos que la perdición, pero con el éxtasis garantizado, como los fuegos de artificio.


Por algo desfilan los legionarios con su habitual y ancestral gallardía. Mantienen el orden mientras lo desorganizan, por medio de cierto desorden interno (emocional o administrativo). Así, la estancia en Marrakech supone para Tom una toma de contacto con una cultura distinta y con el amor (y todo lo que este conlleva: un engorro, vamos). Más en profundidad lo segundo que lo primero, la inmersión cultural. Y antes del Código Hays (1934-1967), lo que se nota y agradece. Buena cuenta de esta libertad la da la forma “muda” en que Tom se entiende con una prostituta nada más llegar a Marruecos.

Por su parte, en la actitud de Amy se aprecia un esculpido cansancio vital. Decididamente, esta no es su primera historia. Con relativa seguridad, tampoco la última. Aunque sí la más profunda. No obstante, pese a estar de vuelta de (casi) todo, es su primera vez en Marruecos. Hierática, jugando y besando con la androginia en su espectáculo, proclive a bienvenidos temas procaces y un eterno doble sentido, Amy se muestra altanera, léase superviviente, antes de sucumbir mediante la facilidad con que le entrega a Tom la llave de su apartamento, mientras este también se entiende con la señora Caesar. El joven soldado está muy solicitado.

El encuentro de los amantes es una calculada pose hasta que vence la naturalidad. Hasta darse el lujo de mostrar lo que el uno siente por el otro. Expresión máxima del amor. Los celos son el gatillo o resorte que los va a poner en marcha a ambos, irremediablemente. Destinado a un paso fronterizo, Tom encuentra en Amy un personaje más sólido, con la vida más hecha y apostura más madura. Ella parece desmentirlo cuando mantiene en el espejo la nota que él le ha dejado escrita, en una primera ruptura.

El final es tan excelente como desolador, dramática y visualmente. A los personajes “se los tragan” las arenas del desierto, como sucede con los romances tórridos, los amores con visos de imposibles y las pasiones incontroladas y fatales. Para uno mismo y para terceros, todos damnificados. A pesar de los pesares, en el cine siempre se puede soñar con los ojos abiertos, hasta que te devora el plano.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXVII): La huida y El rey del rodeo, de Sam Peckinpah

02 junio, 2022

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De la misma manera que la política se ha convertido en refugio de la mediocridad, ha habido realizadores cinematográficos a los que se ha copiado indiscriminadamente, pues han supuesto un aldabonazo a la creatividad en la forma de contar los hechos, bajo su marchamo personal y, por desgracia, transferible. Estos “aportadores” de nuevos tratamientos en la forma y, por lo tanto, innovadores en lo argumental, beben de las fuentes del pasado, no se olvide esto, siendo el eslabón siguiente de nombres y títulos sin los cuales no habría sido posible el desarrollo de su propia creatividad. Ejemplos que supusieron, y siguen suponiendo, un esplendoroso pretérito en el ámbito artístico pertinente, por supuesto, con sus luces y sombras correspondientes.

Probablemente sea el realizador estadounidense Sam Peckinpah (1925-1984) uno de los más plagiados. Aún en la actualidad. Más en la forma que en el fondo, que es lo difícil, porque su tratamiento de la violencia, inusitada en aquel momento, y de vertiginosa atracción, respondía no solo a un patrón estilístico llamativo sino a unas maneras apenas encubridoras de la podredumbre moral y, en última instancia, conceptual, de todo lo que no es ajeno al ser humano.

En este sentido, aprovecho para conmemorar que tal violencia tuviera en los años setenta y ochenta su periodo más vívido y fértil, después del acendramiento apenas disimulado de las décadas anteriores, comenzando por la de los treinta, y por consiguiente, que perviva el reconocimiento hacia tan buenos artífices. No en vano, esta representación mundana y drástica ha acompañado al homo cinematograficus desde siempre, solo que en forma más soterrada que frontal; pero existir existía, resuelta en los pliegues de los encadenados o fundidos a negro. Algo que, como el sexo, se daba por supuesto. La sublimación propuesta por Sam Peckinpah fue un pico escenográfico tras el cual, todo intento, resulta vano, artificial y hasta pueril. Una mera imitación que no puede ir más allá, porque el techo ya ha sido alcanzado. Vale esto para para algunos nombres de excesivo prestigio actual, que evitaré citar para no herir susceptibilidades, carentes de personalidad definida en su puesta en escena, pese a haber sorbido de las fuentes de artistas de la talla de Terence Fisher (1904-1980), Donald Siegel (1912-1991), Samuel Fuller (1912-1997), Mario Bava (1914-1980), el Stanley Kubrick (1928-1999) de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), William Friedkin (1935), Walter Hill (1942), George Miller (1945) o incluso Brian de Palma (1940), que tan bien supo asimilar la gramática particularísima que le fue dada. Son autores coetáneos de Sam Peckinpah, no necesariamente coincidentes en intenciones y estilo, pero sí en su misma órbita de independencia y personalidad.


Carter Doc McCoy (Steve McQueen) aspira a la libertad condicional. Para su desgracia, milimétricamente corporeizada en unos cortos planos sucesivos, esta le es denegada. Pero como las influencias y la corruptela anidan en todas las instituciones humanas habidas y por haber, su esposa, Carol Einsley (Ali McGraw), es impelida por este a hacer una visita al influyente magnate Jack Beynon (el excelente Ben Johnson). Quod erat demonstrandum. Ello propicia la excarcelación del prestigiado atracador de bancos. No es su destino acabar entre los muros de una prisión.

Llama la atención en La huida el tiempo narrativo sostenido por determinadas imágenes, ese marchamo al que antes hacía referencia, evidenciado en la profusión de planos generales. Incluso de quietud prolongada, como el que muestra al matrimonio McCoy, recién salido él de la trena, ante el espejo de su dormitorio, sentados en la cama, y donde se ha trata de recuperar una normalidad que no va a regresar nunca. O al menos, en el futuro más inmediato. Tal vez sí en la prolongación de su historia, que no del relato que nos es expuesto. Son imágenes de una proximidad apenas entreverada que se enfrentan a la acción sincopada, si bien ambas vertientes forman un todo en el núcleo argumental y visual del conjunto. Intimidad y exaltación exógena.

Beynon cita a McCoy para su siguiente encargo. Ha de corresponder a su puesta en libertad. Este asunto se sella sobre una barcaza. Es decir, que está en continuo movimiento –sobre aguas turbulentas- significando, de forma alegórica, la esquiva firmeza y fluida naturaleza, digámoslo así, del empeño por ambas partes. Este consiste en robar un millón de dólares (de entonces) de un banco de Beacon City, en Texas. Una institución familiar de la que el hermano de Beynon (John Bryson), es el director. Como familiar será la estafa perpetrada por Jack y su hermano.

Para efectuar dicho trabajo, los McCoy, pues ambos se involucran con profesionalidad en el proyecto, cuenta con la ayuda de dos “hombres de confianza” de Beynon, Rudy Butler (el expresivo Al Lettieri), y Frank Jackson (Bo Hopkins, otro característico en la filmografía de Peckinpah).

Sin embargo, cuando el robo se produce, se echa de menos una mayor cantidad de dinero. Tan solo hay medio millón (que tampoco está tan mal). La trampa está clara. La radio habla de setecientos cincuenta mil. ¿Dónde está lo que falta?

Tras el atraco, adverso como casi todo atraco que se precie, sobrevienen los giros imprevistos, la improvisación sobre la marcha, la buena o mala fortuna, las vías alternativas, el plan B y hasta C, la comida rápida, las carreteras secundarias, los desvíos y moteles destartalados, los callejones, con o sin salida. En definitiva, la huida.


Toda una Anábasis para los McCoy, a los que no podemos dejar de tener en estima, simpatizando con ellos por el recurso efectivo de enfrentarlos a personajes que son mucho peor que ellos. Hábil y humana añagaza que les hace portadores de cierto código ético en pos de la supervivencia. Unas normas que los demás solo esgrimen para quebrantarlas. Por el contrario, cuando se hace un trato hay que cumplirlo, asegura Doc, que sin excesivos ambages cree en la responsabilidad y mantenimiento de una confianza hacia los demás, ganada a pulso (lo que no quiere decir que dentro de la ley).

El camino narrativo se bifurca cuando tras el botín anda Rudy, otro superviviente a su manera, desprovisto de ese código moral, como Sam Peckinpah deja bien establecido a las claras, al entrar en contacto con la joven señora Clinton, Fran (Sally Struthers), y su apocado marido, barrido por las circunstancias, Harold (Jack Dodson), de profesión veterinario. Que sea este precisamente quien cure a Rudy una herida de bala no deja de representar un apunte irónico, a la par de amargo, por parte del trinomio Thompson-Hill-Peckinpah. Me refiero a la animalización del personaje de Rudy.

A los caminos emprendidos y asaltados se agregan los singulares aparcamientos en las azoteas, y unos despachos que apenas encubren la mezquindad entre las maderas nobles, todos ellos escenarios sí ennoblecidos por la fotografía del gran Lucien Ballard (1908-1988). El tiempo narrativo prescrito se combina con la fascinación del fatum en escenas como la redada en la estación de tren, por parte de Carter McCoy, donde el ladrón ha de atrapar a otro ladrón, y por supuesto, en el milimétrico tiroteo en el Hotel Laughlin, en El Paso (Texas). Pero hay más. Una tonada country que dan por la radio sirve a Sam Peckinpah y su montador, el apreciable pero prematuramente desaparecido Robert Wolfe (1928-1981), para identificar la cercanía que se da entre Rudy y los Harold, y el matrimonio McCoy. Especialmente sugestivo es el plano, igualmente general, del descampado, una vez que el camión de la basura ha vaciado sus arcas. Y el resto de imágenes con se completa tan atractiva y desoladora escena.


En La huida, la naturaleza humana se adapta a las circunstancias, o perece. Una modélica adaptación llevada a buen puerto -por incierto-, por el ya citado Walter Hill, según la novela de Jim Thompson (1906-1977), de igual título (The Getaway, 1958). Que Hill prosiguiera, junto con los anteriormente nombrados, la estela de Sam Peckinpah estaba, por razones obvias, más que legitimado. Al fin y al cabo, los seres humanos -vivos, en suma-, podemos ser como esos ciervos que rondan la penitenciaría en la que mueren los trabajos y los días de Carter McCoy. Antes de su nueva puesta en circulación.

Como dato curioso, consignar la participación del fenomenal instrumentista Toots Thielemans (1922-2016), como parte integral de la música ofrecida por el dinámico e imprescindible Quincy Jones (1933), por intercesión directa de Steve McQueen (1930-1980). Así como la presencia en el reparto de esa figura casi angelical por parte del característico Slim Pickens (1919-1983), al final del trayecto cinematográfico. No de la vida -o muerte- de los protagonistas.

Diferente en tono e intención es El rey del rodeo (Junnior Bonner, ABC Pictures-Solar Productions, 1972), realizada con anterioridad, pero estrenada el mismo año que la antedicha.

En la ciudad de Prescott, Arizona, se congregan actores de soporte y fuste como Robert Preston (1918-1987), Ida Lupino (1918-1995), el joven Joe Don Baker (1936), y habituales del cine de Peckinpah como Dub Taylor (1907-1994), sin ir más lejos, visto en la previa como gerente del Hotel Laughlin, e igualmente, Ben Johnson (1918-1996), que acababa de ganar su único y merecido Oscar tras su interpretación en la formidable La última película (The Last Picture Show, 1971), de Peter Bogdanovich (1939-2022). Repite en la fotografía Lucien Ballard, y aunque el trasvase en formato blu-ray mejora considerablemente la pobretona edición en DVD, los resultados son manifiestamente mejorables. Que el resultado no rindiera en su día no quiere decir que no estemos ante una excelente película.

De forma similar al ejemplo anterior, aunque ejerciendo muy distintos quehaceres, El rey del rodeo es la bisectriz o encrucijada genérica de unos hombres solitarios, que muy puntualmente necesitan ayuda externa o verse arropados. Ya desde los títulos de crédito queda claro que no asistimos al relato de un ganador, sino al de un esforzado superviviente. Algo parecido a la trayectoria que mostraban los créditos de la notabilísima El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979), de Sydney Pollack (1934-2008). Incluso encuentro cierta sintonía en la imagen que cierra los referidos títulos de crédito, que dibuja a Junnior (magnífico Steve McQueen), descansando junto a un río, tras haber aparcado su vehículo, con la única compañía del rumor de las aguas y su caballo (al que transporta en el debido remolque).

Música country e imágenes superpuestas (la pantalla partida originaria de los sesenta) siguen el recorrido de nuestro protagonista por una vida trufada de éxitos y frustraciones en el vistoso y viril mundo de los rodeos, en la más amplia extensión del término (inolvidable la competición del ordeñado de vacas). Con aportación musical –no cabe aquí hablar de partitura, en el sentido de score o banda sonora de larga duración- del espléndido Jerry Fielding (1922-1980), máximo rubricador musical del cineasta. Escrito el relato, esta vez, por Jeb Rosebrook (1934), responsable, así mismo, del guión de la simpática El abismo negro (The Black Hole, Gary Nelson, 1979).

Ahora bien, en este ambiente especificado, como en tantos otros, todos se conocen entre sí. No se sacrifica la camaradería, por mucha rivalidad que exista en la obtención del máximo galardón. En tales límites, Junnior no se encuentra totalmente solo, ni mucho menos aislado.

El protagonista es, además, persona de pocas palabras. O sea que no lo veríamos nunca en un congreso. Y las que dice procura medirlas o, cuando menos, acompañarlas de unas acciones que muchas veces las sustituyen. Su hermano es todo lo contrario, un torrente de oratoria, habida cuenta que ha de convencer a sus conciudadanos de que las parcelas que él vende, poco menos que tras haber expropiado al padre, son de lo mejor. En un espacio árido que ha dado en llamar Rancho Reata. Visto así, Curly Bonner (Joe Don Baker) es la oveja blanca de la familia. Bien vestido. Y como Junnior, proveniente de un hogar independizado, donde nunca falta un buen plato con alimento, por desaliñada y pobretona que luzca la casa. La apariencia de uno va por dentro, en tanto que la del otro se evidencia en su estilosa -para los setenta- indumentaria.


Curly y Junior tienen un progenitor en la figura, muy considerada en el ambiente y la población, de Ace Bonner (el versátil y maravilloso Robert Preston). Los problemas de este derivan del tener la cabeza y el dinero a pájaros. También está la madre, Elvira, Ellie (Ida Lupino), que, aunque separada de Ace, mantiene cierta correspondencia precavida. Para todos ellos se hace efectivo el aforismo de que, de algo hay que sobrevivir.

Sam Peckinpah organiza la estructura mediante una planificación clásica, al margen de sus tendidos estéticos, por ejemplo, en la conversación nocturna entre los dos hermanos en el porche de la casa familiar. O en la de Junnior con su padre en un solitario andén (evitando sabiamente el plano-contraplano), que es uno de los momentos más bellos y reconfortantes de una película que cuenta con muchos. Incluido el chascarrillo, ensayada improvisación y descarrilamiento bullanguero ofrecido en el Desfile del Día de la Frontera, celebración del Cuatro de Julio.

Junnior se está haciendo consciente de que la vida son cuatro ratos, algo que su padre tiene más que asumido. No se sabe qué decisión-rumbo va a seguir después de su intervención en el rodeo. Aunque no es difícil imaginarlo. ¿Trabajar con su hermano? ¿Sentar la cabeza… de ganado? ¿Establecerse con Buck Roan, personaje interpretado por Ben Johnson? ¿Continuar su errático pero independiente destino; su modo de vivir y ser?

Hablábamos en la película anterior de la importancia del entono. En El rey del rodeo no andamos a la zaga. Puestos de carretera que son a la vez gasolinera y frutería, de no se sabe dónde. Cabañas y carreteras que van de ningún sitio a ninguna parte. Lo que merece la pena es el trayecto. Una deriva totalmente ariana, matizada por los ribetes piscianos de un Peckinpah que ofrece detalles tan emotivos como la sobada fotografía en blanco y negro que reposa carcomida en un marco roto, en el interior de la cabaña del padre. Espacio que, con toda intencionalidad, va a ser demolido, en una consecución de planos al ralentí que no carecen de trascendencia para nuestro protagonista. A esto me refería cuando, apoyado en la forma, Sam Peckinpah logra extraer una cotidiana envergadura conceptual incluso del polvo de los camiones y los tractores. Estos, primero aparecen en lontananza, como parte de una amenaza que se va a ir materializando. Como esa civilización que agredía fatalmente al protagonista de Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1962). Con su propio duelo, establecido por Junnior Bonner desde su propio vehículo con esas otras máquinas.


Vitalista, enérgica, positiva, El rey del rodeo es espléndida de todo punto. Posee el ritmo adecuado, la plasmación visual es grata, no atropellada. Los planos respiran. Como aquel en que Junior toma contacto con el toro Sunshine, que se propone montar por segunda vez en su vida profesional. ¿Será capaz de domeñarlo? El bicho no transmite demasiada confianza.

Este es el segundo duelo que se gesta. Un rodeo en su pueblo natal, en compañía de su padre. Reencuentro establecido después de otras singladuras y avatares, que no se nos narran, pero que están presentes en los rostros de los protagonistas. En el marco de una narración donde, como elemento sustancial, la mirada de los actores lo dice todo. Y pese a que no haya quien falte en recordar a Junnior que ya no eres el jinete que eras hace unos años (Buck Roan dixit). Ninguno lo somos.

Esa camaradería se hace carne cuando, verbigracia, un competidor, pero aun así amigo, Red Terwiliger (Bill McKinney), presta dinero a Junnior cuando lo necesita. A despecho de las presencias y las ausencias más o menos prolongadas. Ese trasiego de la vida sujeta a todo movimiento, argumento filosófico definidor del propio existir. El regreso depende de cuánto se eche de menos a alguien. Y del colorido. Como el que emana de esas chicas cowboy, independientes, decididas, amistosas, fundamento de esta gesta urbana que se desarrolla en paisaje country. Encantos del oeste con camisas estampadas.

De rotunda fisicidad (sin empleo de dobles), Junnior Bonner cuenta con una pelea en el saloon de lo más saludable. Herencia de John Ford (1894-1973). Con el himno norteamericano como bálsamo. Sentido del humor y del honor no falta, en una escenografía cercana a la de otra buena muestra cinematográfica contemporánea a la de Peckinpah, la más amarga pero sensacional Fat City (Íd., John Huston, 1972). Querencia fordiana que incluye el baile casual con Charmagne (Barbara Leigh). A la que Junior participa que siempre estoy en marcha. La vida como las estaciones, con sus distintos viajeros. Haciendo frente a las cornadas de la vida. Gente de paso, pero capaz de dejar huella.


Una penúltima pregunta. ¿Será capaz de aguantar Junior sobre Sunshine los interminables segundos reglamentarios? Lo principal que destila El rey del rodeo es cómo nos encontramos con nosotros mismos y con los demás. Con caracteres y tomas de decisión que no son los que más nos agradan o esperábamos. Amén de cómo enderezarlos y cómo cada cual ha de seguir su propio camino, como les sucede a Ellie y Ace, en una de las parejas -encarnaciones- más hermosas de todo el cine de Sam Peckinpah, junto con los protagonistas de Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962). En proceso inverso al habitual. Es decir, la relación de cariño o amistad se afianza con la mutua comprensión en lugar de deteriorarse. En un ir y venir que me retrotrae a otra excelente película, Vidas errantes (The Sundowners, Fred Zinnemann, 1960).

El tercer duelo es de orden estrictamente familiar. La forma de entender y apoyar al padre entre los dos hermanos es muy distinta. Aun siendo los dos buenos tipos, cada uno en lo suyo. En cualquier caso, el colofón de El rey del rodeo verifica la excelsa categoría estética y ética de la obra de Sam Peckinpah. Reforzando una capacidad y personalidad artísticas propias, al alcance solo de los más notables del reino cinematográfico.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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