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31 enero, 2017

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Monumento de Isabel la Católica y Cristóbal Colón en la Gran Vía de Granada (Fotografía de LJ)
Hemos dado la bienvenida a 2017 con un mes donde el frío nos ha recordado que es invierno y que nuestra mejor alternativa a las gélidas calles se encuentra en los mundos que se nos abren tanto en un libro como en una pantalla. Y frente a la helada que nos rodea en enero, la calidez de unos números que siguen subiendo en este primer mes: 40000 visitas con una media de 1100 por día, un registro que no alcanzábamos desde 2012. En cuanto a los seguidores, seguimos manteniendo los números en Blogger y Facebook mientras que crecemos en Twitter en 7 seguidores, alcanzando los 607.

La primera mitad del mes la hemos dedicado al cine, con obras para compartir con toda la familia, como Zootrópolis o E.T., el extraterrestre, aunque no han faltado tampoco clásicos como ¡Qué verde era mi valle! o las novedades de la taquilla, como Rogue One. La otra mitad ha sido pura literatura, con predominio de clásicos que han ido desde la Antigüedad, con El asno de oro, hasta el siglo XX, llegando a El misterio de la cripta embrujada.

Seguiremos en febrero con nuevas reseñas, prestando atención a la fecha de San Valentín y volviendo a traeros las secciones habituales, incluyendo un nuevo ciclo. Os esperamos con vuestros comentarios en el mes más breve del año.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Para cerrar este resumen os traemos el tráiler de La ciudad de las estrellas (La La Land), que ha conseguido catorce nominaciones para los Óscars.


"Es cualquier libro discreto (que si cansa, de hablar deja) un amigo que aconseja y que reprende en secreto"
                  -Lope de Vega


Clásicos Inolvidables (CXXI): Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges

28 enero, 2017

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La literatura hispanoamericana, y más en concreto la argentina, ha encontrado en Jorge Luis Borges (1899-1986) a un referente casi inevitable. Un autor que dedicó su vida al mundo cultural y literario sumergiéndose en obras de todo el planeta, ejerciendo de traductor y escribiendo desde poesía hasta ensayos y relatos, siendo siempre una esponja capaz de absorber toda clase de conocimientos. No cabe duda de que un autor así se podía dar en Argentina, un país que bebe de la tradición europea por no haber podido contar con una base indígena fuerte, algo que afirmó el propio Ernesto Sábato (1911-2011), que señalaba que la cuna de Argentina le quedaba lejos.

Quizás por eso, Borges decidió tomar conciencia de todo lo ajeno y, a la vez, dudar de todo. De esa duda, de esa cantidad de información que manejaba, creaba su literatura. De forma semejante a Julio Cortázar (1914-1984) daba cabida a una realidad fantástica, pero basada en la falta de creencia en la realidad y, por tanto, en una ficción engañosa. En su vida fue capaz de desarrollar con amplitud ideas que en otros textos contradecía, acumulando como un anticuario posturas y tradiciones sin quedarse con ninguna, siendo pura erudición, pero erudición descreída. Una actitud literaria que le acompañaría desde sus inicios hasta el final.

Por ello, es fácil reconocer el espíritu borgiano de Ficciones (1944) o El Aleph (1949) ya en la que fue su primera obra narrativa, Historia universal de la infamia (1935). tras empezar a inclinarse por la prosa después de su etapa más poética y vanguardista. Esta obra recopila ocho historias cortas, la mayoría publicados con anterioridad en la prensa argentina, y Etcétera, una colección de entre cinco y ocho cuentos según la edición. El nexo común de los ocho relatos principales es la narración de un hecho delictivo, muestras ejemplares de delincuentes de los que se agrupan unas pocas escenas vitales. Precisamente, el propio Borges critica en el primer prólogo de la obra algunas de las características usuales de estos relatos, con especial atención a la reducción de la vida de un hombre a unas pocas escenas, además del uso de enumeraciones o de la brusquedad narrativa, esto último relacionado con el esquema formal que rige los siete primeros relatos, con títulos insertos entre los fragmentos, tratando de parcelar la historia. La excepción, aparte de los cuentos que conforman Etcétera, la encontramos en Hombre de la esquina rosada

Jorge Luis Borges
De esta forma, cada una de las historias acude a un personaje histórico y recogido a su vez en alguna fuente de autoridad que Borges también recopila al final de la obra, como si estuviéramos ante un estudio real sobre la infamia, en un juego metaliterario semejante al que otros autores han empleado, como Vila-Matas en Historia abreviada de la literatura portátil (1985) o el propio autor argentino en relatos posteriores. En efecto, las obras citadas existen en su mayoría, pero el material original o real es alterado y ficcionado, alterando datos o reelaborando la acción a fin de recrear un relato literario. En este sentido, se reafirma el ideal borgiano de que la literatura juega sobre sí misma, como entre espejos, basándose todo en textos primigenios imposibles de encontrar.

Así pues, se parte de la historia real, ya alterada seguramente por las fuentes a las que acude el escritor argentino, para ser modificadas con una intención literaria. Ahí tenemos, por ejemplo, el supuesto carácter universal de esta historia, que remite a personajes de distintos lugares del mundo. Sin embargo, resulta llamativo que, en realidad, la mayoría se relacionan con un tipo de personaje exótico o cinematográfico. Encontramos desde personajes anglosajones, como el impostor Tom Castro o el cacique Monk Eastman, y, más en concreto, norteamericanos, con vaqueros como Billy el Niño o esclavistas como Lazarus Morell, hasta piratas o samuráis, remitiendo a lo oriental, con Ching o Kotsuké no Suké, incluyendo, finalmente, al mundo árabe, con Hákim de Merv y la mayoría de cuentos de Etcétera. Tan solo Hombre de la esquina rosada remitirá a la propia Argentina.

La viuda Ching, pirata, ilustración de Alberto Breccia (1919-1993)
Ese exotismo que mencionamos se relaciona bastante con la mención a Robert Louis Stevenson (1850-1894) que hace Borges como influencia en el prólogo, junto a las películas del director austríaco, aunque con carrera en Hollywood, Josef von Sternberg (1894-1969), y los cuentos de Chesterton (1874-1936), quien solía tomar hechos ordinarios para proporcionarles simbolismo. Las muestras sirven a los propósitos de Borges y aunque podrían parecer enciclopédicas, como ya hemos señalado, no son fidedignas, sino que se ficcionan. Una de las características más usuales en los relatos es su ironía, así veremos el sarcasmo hacia fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) por proponer traer esclavos negros para sustituir a los indígenas en contraposición con Lazarus Morell, quien prometía la libertad a los esclavos para luego poder revenderlos, o el relato de un impostor que pierde su identidad real incluso en el título, además de perder su brillante futuro por no ser el auténtico cerebro tras su fingida y nueva realidad. En definitiva, el conjunto es una relación de historias desgraciadas, el único fin posible a unos antihéroes que se identificaban claramente con la maldad.

Por otra parte, el relato más peculiar de la obra es Hombre de la esquina rosada, dado que rompe con el esquema impuesto por los demás y se aleja de lo exótico para acercarse al terreno propio del poeta. Con una voz narrativa en primera persona caracterizada por su lenguaje porteño y rural, nos remite al ambiente festivo de una taberna de los suburbios de Buenos Aires, con unos personajes que nos recuerdan a los gauchos, herencia de Martín Fierro (José Hernández, 1872). La narración se detiene a contar el desafío entre dos líderes, mostrando cómo imperaba la ley del más fuerte y el tipo de relaciones machistas que se ejercían con total libertad. Pero a la vez, la muerte está siempre presente y a nadie sorprende tratar con los muertos. En este sentido, podemos relacionarlo con el mundo similar que Juan Rulfo (1917-1986) retrató en El Llano en llamas (1953), aunque en esa ocasión se tratase de México. 

Con estos elementos, se nos plantea un relato con final metaliterario, donde, como ya hiciera Cervantes (1547-1616), Borges se introduce a sí mismo hacia el final, otorgándole mayor realismo a lo narrado y un tipo de distancia bastante recurrente en sus relatos posteriores. Además, consigue un giro final que otorga un sentido de venganza al relato y convierte una historia local en un acontecimiento universal al quedar entrelazado con el resto de historias. Después de todo, toda la infamia reunida en este volumen bien podría darse en cualquier lugar y en cualquier época.

El hombre de la esquina rosada II, ilustración de Alberto Breccia (1919-1993)
Por último, la sección Etcétera remite casi por completo al terreno árabe, prosiguiendo con el ambiente exótico pero alejándose de la infamia de los anteriores relatos. En este caso, se reconstruyen ciertos relatos de origen arábigo, algunos pertenecientes a Las mil y una noches, como es el caso de La cámara de las estatuas Historia de los dos que soñaron. Estos cuentos suelen tratar elementos esótericos con cierta lección moral, aunque todo barnizado por los intereses del autor argentino, que presta atención a determinados elementos: la máscara, la impostura, el sueño y la premonición, el honor y la burla, la creación artística, la vanidad o las creencias. Ese foco es el que individualiza y personaliza la pieza con respecto al original, no tratándose solo del rescate de un fragmento, sino convirtiéndolo en un nuevo texto.

Quizás la atadura que el propio Borges pone a estos textos le restan valor respecto a otros relatos posteriores y, aunque Historia universal de la infamia ya nos augura la clase de autor ante el que estamos y el que llegaría a ser, no se trata de su mejor obra. Con todo, más allá del juego de tratar de adivinar qué hay de real y qué de ficción en estos textos, o de tratar de buscar todas las referencias o símbolos dejados por el autor argentino, se trata de una lectura bastante interesante que convierte en arte el lado b de nuestra humanidad.

Escrito por Luis J. del Castillo


Clásicos Inolvidables (CXX): Cándido, Micromegas y Zadig, de Voltaire

26 enero, 2017

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De las presentes narraciones de François-Marie Aronet, apodado Voltaire (1694-1778), que hoy comentamos, Cándido (Candide), Micromegas (ídem) y Zadig (ídem), se desprende que toda suerte es mudable, e incluso cíclica: sus protagonistas se topan con unos personajes a los que conocieron por aparente casualidad y cuyo destino siempre ha variado (para mejor o para peor). Hasta el punto de que el movimiento de dichos personajes marca el ritmo del relato; más pausado en Zadig, casi frenético en Cándido.

A través de un estilo claro y conciso, Voltaire es testigo del paso de la religiosidad monárquica que aún perdura en el siglo XVII a un siglo XVIII ferozmente crítico. Es en estos momentos cuando surge el racionalismo cartesiano, por el que todo es explicable por medio de la razón: lo que en un sentido estricto es cierto, aunque sin dejar de tener hoy en cuenta que tal razón no debe limitar su campo de acción a lo visible y palpable (o a lo que el ser humano ve y palpa) o a una racionalidad que entiende por único y verdadero solo lo axiomático (es decir, lo que nuestra racionalidad, anclada a un tiempo y espacio determinados, resuelve; algo que se ha demostrado ilusorio con cada cambio científico de paradigma).

La aplicación de esta racionalidad obedece a un espíritu reformista, a una razón universal que pretende enderezar todo lo que resulta contrario a ella, como bien recuerda Elena Diego (-) en su espléndida introducción para Cátedra, Letras Universales (1988-2009). No obstante, en el balance de lo positivo destaca el riguroso conocimiento del universo y de otras ciencias relacionadas con el ser humano (como la antropología); al menos, en un periodo de la historia en que esto era bastante necesario. Pero no debemos olvidar que uno de los mayores exponentes de esta tendencia, Isaac Newton (1643-1727), fue un científico que no renegó en absoluto de sus conocimientos independientes o paralelos (fueran alquímicos o astrológicos).

Ciertamente, la ciencia pretendió destituir a las creencias tradicionales (en su más amplio espectro), pero estas poseen un lugar irremplazable que es constitutivo al ser humano, y actualmente no entran en contradicción (salvo para las ideologías más reduccionistas) con el aparato científico-empírico. Por el contrario, el ser humano está sometido a las leyes de la naturaleza, pero también a las de su naturaleza, y esto es más difícil de cuantificar, medir o analizar. Repito lo que he comentado en otras ocasiones: como ciudadanos estudiosos y curiosos del siglo XX-XXI, debemos quedarnos con lo mejor que cada época nos ofrece, tratando de sortear los errores cometidos en el pasado (para lo cual se hace necesario el tener conocimiento de los mismos, desde luego). Un bagaje que incluye lo mejor del racionalismo, tan ineludible y fructífero en su acontecer histórico. 

Como Newton, Voltaire representa un puente conciliador entre las posturas del clasicismo y la modernidad (sin que esto quiera decir que lo clásico no participe de la categoría de moderno). Un enfrentamiento cuya reacción acabará desembocando en un Romanticismo igualmente necesario.

De hecho, es un camino arduo pero infatigable el del cosmopolita escritor francés. Y conviene recordar que, para los filósofos de la Ilustración, el interés particular siempre redundaba en un beneficio general (contradiciendo la estulticia con la que muchos tratan de tildar la libertad connatural al individuo de mero individualismo, por el hecho de no querer someterse al yugo de las ideologías más coercitivas que, aún hoy, persisten infatigables distorsionando la realidad). Por el contrario, Voltaire entiende que todo provecho, propio o encaminado hacia el bien común, procede del individuo, y no de ninguna colectividad o institución ideológica. Tan lo sabía que, como muchos de sus personajes, tuvo las luces y el acierto de cambiar su rumbo intelectual primerizo.

Una vez, en 1718, cuando determina que sin independencia económica no puede existir libertad de acción. Y otra, tras un enfrentamiento que le obliga a exiliarse en Inglaterra, en 1726, cuando dicha estancia le abre los ojos en lo intelectual y artístico, traduciéndose en una mayor apreciación del respeto y la tolerancia. Del polemista populista y vocinglero nace así un filósofo, que posteriormente aumentará sus estudios con las disciplinas de la metafísica, la física o la astronomía. Voltaire regresa a Francia en 1728 y obtiene éxito como autor teatral, siendo incluso nombrado académico y poeta oficial de la corte. Tras la muerte de su amiga y protectora Madame du Chatelet (1749), prosigue su andadura vital hasta Prusia, con el rey Federico II (1712-1786), Potsdam, Lorena, Alsacia y Suiza, en busca de seguridad, tranquilidad y libertad (Introducción). Tiempo ha habido de cuestionarse acerca de unos seres humanos incapaces de conocer el fondo de las cosas, sus encarnizados sistemas, o el misterio y finalidad de asuntos como el mal y el dolor.

En todo trayecto humano hay momentos de desesperanza o duda, focalizados en las creencias y religiones, la superstición y el fanatismo, pero no necesariamente en la espiritualidad. Como ya advertimos en El asno de oro de Apuleyo (125-180 d.C.), la noble intención de la caricatura debe ser constructiva y obligarnos a leer entre líneas.

Cándido, por Delpatire, Dufranne y Bodanovic
En Cándido o el optimismo (1759), el rostro del protagonista es el espejo de su alma, tal cual lo refiere Voltaire. Oriundo de Westfalia (Alemania), el joven ha sido acogido en el castillo de un barón muy principal, pero es expulsado del mismo, por razones que no adelantaremos, pero que son injustas, con lo que Cándido da inicio a su peregrinaje. El inconveniente es que su buena disposición le hace caer en un buenismo bisoño que le aleja de la realidad y le priva de las necesarias armas para defenderse de la naturaleza humana más rapaz y despiadada, enfrentada a las voluntades libres (II). El punto de no retorno, incluso por encima de unos delitos de asesinato perpetrados por otros, se halla en el capítulo XIX, cuando Cándido es estafado por un capitán holandés. Tras lo cual, el chico viajará hasta América, llegando a visitar la mítica Eldorado, o ya de regreso en Europa, será testigo del fatal terremoto en Lisboa de 1755.

Como adelantaba, el autor hace gala en todo momento de un estilo escueto pero muy eficaz y literario, que destila la gracia y ternura de toda la evolución de Cándido. Es bastante frecuente que Voltaire emplee el pretérito imperfecto de indicativo (por ejemplo, ayudaba), pasando a continuación al pretérito perfecto (comió) o al presente de indicativo (le golpea) en una misma frase. Y otro elemento filológico fundamental que lo distingue es que los resultados son sumamente entretenidos. Algo así como un naturalismo sardónico que expone la crudeza y la estupidez del hombre.

Sorteando todas estas dificultades, Cándido, al que se había educado para que no juzgara nada por sí mismo (XXV), logrará alcanzar el equilibrio entre la justa bondad y la necesaria capacidad crítica y analítica que determina la independencia. Especialmente sardónico es el implacable retrato de la idiosincrasia gala durante la estancia del personaje en París (XXI y XXII). Y es curioso, como dije, constatar cómo a lo largo de su recorrido europeo y americano, Cándido se reencuentra con personas a las que creía desaparecidas, en lo que casi parece ser un rasgo estilístico; nuevamente, a hombros de lo clásico y lo moderno (sin distinción).

Micromegas, por Frank Paul
A continuación, en el más breve pero igual de animoso relato, Micromegas, historia filosófica (1752), un habitante de la estrella Sirio visita el planeta Saturno y con uno de sus lugareños inicia un viaje que le lleva hasta la Tierra. Allí da buena cuenta de la variedad del universo y sus distintas medidas, por medio de una reveladora charla con un grupo de sabios que regresa del círculo polar por barco. En función de este diálogo, Micromegas elucubra; puesto que lo que de ordinario no es percibido, se tiende a creer que no existe. Lo que, en este caso, afecta a la forma y pensamiento de los terrícolas, y a la posición de todo ser vivo en el universo. De este modo, el periplo de Micromegas, ¡que aún no ha cumplido los doscientos cincuenta años! (I), es tan cósmico como terrestre era el de Cándido.

Zadig o el destino, historia oriental (1748) comienza con una epístola del protagonista a una sultana (en realidad, Madame de Pompadour [1721-1764], favorita de Luis XV [1710-1774]), para, a continuación, dar paso al cuento biográfico del joven babilonio que responde a tal nombre.

Se trata de un relato de corte fabulesco pero que, al fin, atrapa de igual modo la esencia de los humanos (las ocasiones de hacer daño se presentan cien veces al día, capítulo El envidioso). Seducido por la reina Astarté, Zadig se ve en la necesidad de huir hasta Egipto, donde tras un breve periodo como esclavo, entra al servicio de un mercader árabe llamado Setoc. Uno de los episodios cruciales lo hallamos en La cena, momento en el que comensales de distintas razas enarbolan sus prejuicios y hacen acopio de sus supersticiones, exponiendo una serie de rasgos culturales tan antitéticos que solo son superados por la posterior búsqueda de un basilisco, al que se atribuyen propiedades sorprendentes o por el tabú que afecta a las consortes reales de ojos azules. Más tarde, en tierras sirias, Zadig entra en contacto con el bandido Argobad. Pero el joven babilonio sigue sintiendo un profundo amor hacia la reina Astarté, con la que finalmente se reencuentra en Siria.

Voltaire, por Daniel Paz
De nuevo, estamos ante unos personajes a los que persigue el infortunio, ya sea en forma de vileza, inquina o despotismo humano. Por ejemplo, Zadig vence en buena lid por el amor de Astarté, pero al llegar la noche, las armaduras de los contendientes son trocadas, con lo que Zadig se ve despojado del título de rey y es expulsado una vez más. Su bondad natural ha de hacer frente a toda calamidad de ideologías restrictivas, siendo escarmentado por quienes persiguen el poder de mandar sobre el resto de los mortales. Y aquí incluye Voltaire una sibilina crítica hacia los enredos dialécticos y filosóficos: las tergiversaciones fructifican cuanto más ignorante es el receptor; por ello, tanto Cándido como Zadig adquieren experiencia por sí mismos en su caminar. Esta será su auténtica coraza o armadura.

En efecto, todos estos personajes acaban por reflexionar por sí solos debido a la providencia de sus contingencias y veteranía; y nada tan valioso como esto les es legado. Al fin y al cabo, los hombres hacían mal en juzgar un todo del cual solo percibían una pequeñísima parte (capítulo El ermitaño).

Es este señalado capítulo el más malévolo de todos, en cuanto a un posible determinismo de los acontecimientos (totalmente opuestos al azar). En este sentido, nuestra libertad también podría estar sujeta a un trazado previo. Sin duda, una exposición sorprendentemente avanzada y atenazadora. El mal respondería a un bien que no se nos alcanza. Idea lacerante que es esgrimida por Voltaire sin perder nunca su sentido de la ironía.

Escrito por Javier C. Aguilera


Simetría de lo Natural, de Juanse Gutiérrez

23 enero, 2017

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El mercado editorial ha cambiado en las últimas décadas y ha fomentado que cada vez más personas se atrevan a publicar, o a autopublicarse, con los nuevos métodos que permite tanto la red como las editoriales de nuevo cuño, aquellas que sitúan sus tarifas como única barrera para ver tu libro entre tus manos. La apertura del mercado es un movimiento de claroscuros, dado que por una parte, permite romper lo establecido por las grandes marcas y abrir la oferta de forma considerable, pero por otra, elimina cualquier filtro, lo que dificulta encontrar o distinguir entre la inmensa oferta que mencionábamos a las obras que merecen la pena rescatar. Y a su vez, los autores quieren ser leídos, quieren compartir con el público lo que han escrito porque consideran que es bueno, que se han esforzado en esa tarea a la que han dedicado mucho tiempo y a la que hasta consideran parte de sí.

Aunque no es la primera vez que comentamos una obra de un autor novel o de un escritor que se autopublica, he querido aprovechar la ocasión de comentar esta recopilación de relatos de Juanse Gutiérrez, también conocido como Nubis, para realizar una introducción en torno a esta cuestión. 

No se trata de algo gratuito: Simetría de lo Natural (2016) es su carta de presentación, un conjunto de textos varios, sobre todo relatos, que han tenido buena acogida en internet, como señala el autor, y que ahora ha unido en este volumen con una selección de los que considera mejores. Y lo que más engarza con nuestra introducción es que he podido observar que además de reunir textos, también reúne los rasgos tanto positivos como negativos más usuales de las publicaciones noveles. Por una parte, su irregularidad o la ausencia de cierta elaboración de edición y corrección entraría dentro del apartado negativo, siendo ambas cuestiones usuales en este tipo de obras. Por otra, encontramos textos bastante interesantes, bien escritos y estimulantes, así como el manejo de ciertos recursos y referencias que le otorgan personalidad propia.

Juanse Gutiérrez (Nubis)
Para empezar, debemos referirnos a lo más evidente: Simetría de lo Natural contiene textos muy desiguales, teniendo una trayectoria irregular no solo en cuestión de calidad, sino también en temática, tono y forma. En principio, no existe detrás de Juanse una labor de edición que haya podido encauzar mejor la presentación formal de la obra. Estamos ante una colección bastante amplia de cincuenta textos, que podríamos dividir entre relatos, cuentos, textos reflexivos o poemas, que varían entre extensiones muy breves, de apenas una página, o más largas, pudiendo ocupar en torno a diez o quince, no siendo usual el término medio.

No existe un orden evidente ni una conexión temática común, aunque sí hay una serie de rasgos o temas comunes que son propios de las inquietudes del autor, pudiendo encuadrarlos con cierta cercanía al realismo sucio por sus imágenes más usuales. Tampoco hay una corrección a fondo de los textos, encontrando algunos errores ortográficos leves. Ahora bien, dentro de la vorágine que puede suponer la lectura de esta obra, encontramos relatos bastante interesantes y un estilo común en el que se maneja con bastante eficacia el diálogo y la primera persona. 

En la mayoría encontramos muy presente el espíritu ideal de un narrador común, aunque los personajes varíen; en algunos casos podemos considerar que se trata del reflejo del propio autor. Así, encontramos como constantes la defensa de lo artístico sobre el materialismo utilitario, el arrepentimiento sin redención positiva, la crítica a la homofobia o la aparición de la homosexualidad reprimida, la violencia en variadas formas, incluyendo el acoso escolar o el suicidio, la relevancia del amor, el sexo en todos sus aspectos, los vicios presentes en nuestra sociedad, con especial hincapié en la búsqueda de la fama o del dinero, o la suposición de los límites a los que podríamos llegar, cierto sentir melodramático de la vida, con un uso bastante prolífico de la imagen de la lágrima cayendo al cierre de la historia, o el sentido de superioridad moral adoptada por la voz narrativa en la mayoría de textos.

En este último caso, existen dos vertientes: cuando encontramos la voz del autor real defendiendo o criticando ciertas ideas (por ejemplo, en El hacedor de sillas, Ecos del dinero o Los abstractos) o cuando nos encontramos ante el punto de vista adoptado de un personaje que comete un crimen y que se considera por encima de otras personas que no lo comprenderían, tal es el caso de El poder de cada unoEl delator o Nuestro silencio. Destacamos aquí el uso de la primera persona, que mencionábamos antes, para adentrarse en la mente de esta clase de personajes. La excepción de estas dos vertientes la encontramos en los relatos que presentan un protagonismo dual, por ejemplo, en Conversación, donde logra recrear un diálogo cotidiano entre una pareja con bastante acierto y naturalidad, o en Tres cuerdas.

Mirada y mano (2003), de Antoni Tàpies (1923-2012)
No podemos abarcar un comentario de cada uno de los relatos dado la elevada cantidad de los mismos, aunque podemos comentar algunos aspectos relevantes. Lo primero que quiero señalar es la existencia de un texto dentro de la obra, Oda a una canción (Confesiones desde el borde de la vida), que funciona realmente como prólogo y expresión del autor sobre sí mismo y, por relación, sobre la obra. Sin valorar ni mencionar su contenido, hubiera sido preferible situarlo en primer lugar, o quizás como epílogo, dado que rompe el tipo de lectura general. Sucede algo similar con la intercalación de poemas, que no comentaremos con detenimiento, aunque podemos mencionar que algunos tienen un tono experimental y teatral; quizás hubieran podido agruparse en una sección o diferenciarse de los relatos en otro volumen.

Entrando en el comentario del resto de piezas, comenzamos con tres relatos conectados entre sí y distribuidos en distintos lugares del libro. Los tres ahondan en cuestiones como el genio o dios  y emplean el recurso del pastiche, rescatando a personajes literarios como Sherlock Holmes, Moriarty, al que le adjudica un hijo, o Victor Frankenstein. En torno a estos personajes trata de mostrar distintas ideas, como el enfrentamiento entre el esfuerzo y el talento natural, el panteísmo o la capacidad de creación. Como curiosidad, resalta el hecho de que en el segundo relato el autor se vea en la obligación autoimpuesta de explicar que Victor es un científico real semejante al creado por Mary Shelley (1797-1851) para su novela, cuando no ha tenido problema en emplear como reales a personajes de ficción como Holmes o Moriarty en convivencia con este mismo personaje. O que introduzca un anacronismo como el concepto de canción del verano si nos encontramos ante los personajes en su época real (o ficticia, dado que este aspecto realmente no se aclara).


Siguiendo con las referencias literarias, varios de los relatos de Juanse ahondan en el terror, recordándonos ocasionalmente a Edgar Allan Poe (1809-1849), a Stephen King (1947) o, incluso, a H. P. Lovecraft (1890-1937). Entre ellos, merece la atención No te atreverás, un inquietante relato donde un personaje atormentado vive atrapado y atraído por su hogar, no solo en tanto casa, que podríamos encuadrar como encantada, sino también en el aspecto familiar del término. En este sentido, tiene ecos de la torturada relación maternofilial del célebre Norman Bates, personaje de Psicosis (Robert Bloch, 1959; remitimos también a la adaptación de Hitchcock, 1960).  Además, al protagonista le persigue la frase que da título a la pieza, al estilo del "nevermore" de El cuervo (1845). Podemos mencionar también Alquilando el alma al diablo, sobre las consecuencias funestas de desear algo y que se cumpla con todas sus consecuencias, el macabro Sé mi modelo, sobre la creación artística más inesperada, o La cancioncilla y Y en su mirada, amor verdadero, que siendo tan diferentes en su desarrollo, muestran un curioso punto obsesivo común.

Dame de comer es uno de los relatos más largos y donde más se desarrolla una trama narrativa usual. La mayoría de sus elementos nos recuerdan a varias obras de Stephen King, pero logra erigirse con una personalidad propia. Es decir, aunque no puedo saber si es verdad que se basa en esos elementos, lo cierto es que la influencia es notable, pero están tan bien entremezclados que logra crear un relato original. Así tenemos al ser que habla desde la alcantarilla a una niña, como sucediera con It (1987), el acoso escolar y la venganza, con poderes incluidos, de Carrie (1974; mencionamos la adaptación de Brian de Palma, 1976) o también, en el caso de otro de los poderes empleados, Ojos de fuego (1980). También merece aquí mención el inquietante Mi lolita, que recurre a la imagen de la tentación similar a Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) pero ofreciendo un giro de tuerca algo macabro.


Algunos relatos tienen un ambiente propio de la ciencia ficción distópica, por ejemplo, para criticar una vida enfocada al utilitarismo mercantil, abogando por la vida como algo más natural, artístico y espiritual, recordándonos a obras como Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953) o 1984 (George Orwell, 1949), como sucede en El hacedor de sillas o Sé libre, incluso con Prohibida la magia, donde sí se ofrece una reconstrucción utópica que acaba por sentirse desaprovechada por su brevedad. O bien para mostrarnos la perturbación a la que podemos llegar, como han hecho más recientemente obras como Battle Royale (Koushun Takami, 1999) o Los juegos del hambre (Suzanne Collins, 2008), sería el caso del relato El colmo de la perversión. o, en un sentido distinto, Axioma, de carácter más sexual, donde el protagonista se debate entre perder la virginidad con un robot o seguir esperando al amor.

Sol de junio (1913), de Henry Scott Tuke (1858-1929)
Una historia realista enfrenta la ficción idealizada que solemos consumir con la realidad a través de la perspectiva de un personaje deprimido, seguramente acosado, que no encuentra en esa ficción la representación de sus auténticos sentimientos y emociones. Por contra, Tu musa (El camino de la inspiración) nos enfrenta a un prejuicio por la ambigüedad de la intencionalidad sexual del inicio, lo cual es lógico después de haber leído en el mismo volumen textos como Mi lolita, para acabar hablándonos de cierta reconexión con nuestro lado infantil.

Algunos relatos breves proporcionan un argumento que hubiera podido explorarse más, sería el caso, por ejemplo, de Obra y vida, que aparte del perturbador hecho narrado, podría servir de metáfora a la libertad con la que cabalgan las obras artísticas ajenas a su creador, o del anteriormente mencionado Prohibida la magia. Por contra, otros aprovechan bastante bien su brevedad, como Todos somos asesinos inconscientes, que traza bastante bien una serie de hechos sustentados en la teoría del caos, o La nariz, en torno a los complejos que derivan en una presión autoimpuesta y cuyo giro final impacta incluso a la protagonista.

Merece la pena mencionar, aunque sea de los largos, La lotería, que logra sentirse único por distanciarse en su final de la oscuridad eventual del resto de relatos, pero manteniendo un mismo tono que, pese al cambio con respecto a los demás, encaja a la perfección. Por último, varios de los relatos se encuadran como cuentos que suelen abordar temas con un carácter metafórico y tratando de transmitir una moraleja no siempre evidente. Como ejemplos, encontramos La luz, Cuento abstracto (que incluso reta al lector a comprenderlo), Sopa de lluvia, El ego no alimenta, Ejecutados o Cuento #3445, este último, quizás como reconoce el propio autor, más tópico.

En conclusión, Simetría de lo Natural cuenta con propuestas más que interesantes e inquietantes, pero están salpicadas de otras piezas de menor interés y orquestadas sin una necesaria labor de edición que, seguramente, hubiera mejorado la calidad general de una obra algo dispersa. Con todo, si os gusta el terror, lo perturbador o si estáis abiertos a propuestas como las anteriormente descritas, no perdáis la oportunidad de conocer la literatura de Juanse Gutiérrez.

Escrito por Luis J. del Castillo


¡Qué verde era mi valle!, de John Ford

20 enero, 2017

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Cincuenta años de recuerdos se condensan en ¡Qué verde era mi valle! (How Green was my Valley, Fox, 1941), pieza maestra de la cinematografía de John Ford (1894-1973), basada en la novela de Richard Llewellyn (1906-1983), adaptada por Philip Dunne (1908-1992) bajo la productiva supervisión de Darryl F. Zanuck (1902-1979).

Unos recuerdos que abarcan desde la contemplación retrospectiva de un paisaje sin igual, el de la infancia y el de una naturaleza no siempre bucólica, hasta el del sabor de un caramelo.

Así nos lo participa el maduro narrador, al que solo conoceremos -voz en off aparte- durante el periodo de su infancia, bajo los rasgos de un joven Roddy McDowall (1928-1998). Los recuerdos parecen hacerse más vívidos, además de cobrar una singular importancia, cuanto más adultos (no necesariamente “mayores”) nos hacemos, tal y como nos recuerda el referido personaje, llamado Huw Morgan. De este modo, la verdad vive en la memoria, o expresándolo de otra forma, pocas tragedias hay peores que el olvido (en todos los ámbitos).

Es algo que acontece a toda persona y, muy particularmente, en un lozano valle galés que alberga a un pueblo minero. Un lugar donde, inexorablemente, se ha venido extendiendo el comercio del carbón, cubriendo con una capa de resignada negrura y sofocante esfuerzo sobrehumano el idílico verdor originario. Y eso que la guerra en Europa impidió que el rodaje de la película se efectuara en Gales, tal y como estaba previsto.

Poco importa, ya que el ambiente descrito se ajusta maravillosamente a la labor fotográfica de Arthur Miller (1895-1970), que proporciona una atmósfera muy expresiva a las imágenes en blanco y negro y a los decorados de Richard Day (1896-1972) y el futuro realizador Nathan Juran (1907-2002). Este cúmulo de sensaciones, pesares, esperanzas y transcurrir del tiempo también se fija por medio de la sensacional partitura compuesta por Alfred Newman (1901-1970; para los interesados, existió una edición en disco compacto por Fox Records, The Classic Series, 1993).


Lo cierto es que a veces resulta traumático constatar el hecho de que los padres son falibles; seres de carne y hueso revestidos por la edad. Pese a todo, la disciplina de la humana educación del matrimonio Morgan para con sus hijos es diametralmente opuesta a la escolarización que esgrime el repelente maestro del pueblo vecino (Morton Lowry) al cual acude Huw. Para los primeros, tan importante es la honestidad en el trabajo, el respeto hacia las formas y el cumplimiento del deber como el cálido regocijo de la diversión. Un corpus tradicional que, aunque sufrirá el inevitable quiebro de ese transcurrir temporal (que solemos sintetizar como nuevos tiempos), no resulta vulnerado en sus componentes más valiosos y esenciales. Para unos progenitores siempre es condena de vida el hecho de tener que conceder la madurez a los hijos y respetar sus decisiones, cuando al fin son conscientes de que deben tomarlas por sí mismos.

La obcecación inicial del padre (Donald Crisp) frente a la creciente independencia, de pensamiento y de obra, de sus hijos, forma parte de una evolución que finalmente permitirá a Huw acceder a la mina, para poder conocer de primera mano esa fuente de vida y de muerte de la que se nutre su familia. Pero cuando esta etapa de delegación ya se ha superado, John Ford y Philip Dunne no dudan en mostrar, aún de forma condensada, la gratitud y los padecimientos que afectan a toda una comunidad. Un conjunto humano que, en su condición de tal, no siempre es retratado de forma complaciente (ya se sabe lo que puede ocurrir con las masas). Las sombras de la mezquindad pueden ennegrecer el paisaje tanto como el hollín. Para el ser humano, quizá en demasiadas ocasiones la verdad no es suficiente.


De este modo, ¡Qué verde era mi valle! (lamento desconocer la novela) pone de manifiesto el valor de la responsabilidad, la hospitalidad, las despedidas (los hijos que emigran) o la propia naturaleza, no solo del entorno, sino de la voluntad y determinación de los descendientes en general; aunque muy particularmente, de Angharad (Maureen O’Hara), que se verá abocada a una infelicidad vital, debido a uno de esos matrimonios “ventajosos”, por no haberse atrevido a sobrellevar determinados inconvenientes, bien puntualizados por el pastor Gruffyd (Walter Pidgeon) al término de su relación no consumada. Incluso se evidencia el valor de la oración, tal cual se la explica el mismo prelado al joven Morgan, frente a una religiosidad acusadora y punitiva (la representada por un avieso Arthur Shields).

No en vano, el punto de vista de toda la narración recae en los ojos de Huw Morgan, el miembro más joven y meditativo de dicha familia. Nada sabremos del resto de componentes después (en la película), salvo de los que ya han fallecido, pero Ford y Dunne son conscientes de que esto no es necesario, pues la carga sentimental y hasta universal del relato funciona mejor cuando no se sobrecarga.

La influencia de este punto de vista dramático, infantil o juvenil, resulta evidente en realizadores posteriores como François Truffaut (1932-1984) o Steven Spielberg (1946), por no mencionar al gran Walt Disney (1901-1966). Valga como ejemplo el momento en que Huw observa a su hermana durante la ceremonia nupcial que Gruffyd oficia en la iglesia, para otro de los hermanos, o en la celebración que le sigue (una ceremonia dentro de la ceremonia). Lo que no es necesario expresar con palabras, John Ford lo ofrece por medio de la imagen; en concreto, a través del cruce de miradas entre los personajes.


En última instancia, todo ello es la comprobación lírica y dolorosa de que llega un momento en que las cosas no pueden volver a ser lo mismo que cuando se es joven. Salvo en el recuerdo. Y dentro de este se encuentran el cine, la música o la literatura. Por eso puede ser fructífero, además de lúdico, el tener un adecuado conocimiento de los mismos en dicho periodo de la vida. Para poder ir abonando nuestro propio campo de evocaciones.

Lo que justamente me recuerda que, de ¡Qué verde era mi valle!, no podemos dejar de señalar el excelente uso que John Ford hace de los planos generales. Citemos aquel en que Huw y Gruffyd participan de la recuperación física del primero o el que muestra al segundo enmarcado al fondo de la imagen, cuando la boda de Angharad ya ha concluido. No solo se recuerda lo bueno; también lo que perdimos.

Escrito por Javier C. Aguilera


Mañana no será lo que Dios quiera, de Luis García Montero

17 enero, 2017

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A lo largo de nuestra vida, admiramos a personas muy diferentes, comenzando quizás por nuestros padres, por algún familiar, siguiendo con los ídolos usuales que copan televisión y medios de comunicación, después quizás algún artista particular, sea literario, musical o plástico. Hay ocasiones en que esa admiración comparte lazos de amistad y entonces puede surgir una relación única. Una relación de mutua complicidad. Este es el sentimiento que Luis García Montero (1958) desprende con gran facilidad en Mañana no será lo que Dios quiera (2009). En la que fue la primera novela del poeta granadino encontramos narradas la infancia y primera juventud de otro poeta, esta vez asturiano, Ángel González (1925-2008), quien le contó su historia a García Montero, aunque lamentablemente falleció durante la escritura de la obra.

La primera cuestión a la que hacer frente en la lectura de esta obra es catalogarla, si acaso fuera necesario. Estamos ante una novela que entremezcla textos y rasgos de muchos otros formatos o géneros, como el ensayo, con una introducción reflexiva algo tediosa, dado que refuerza de manera continua las mismas ideas valiéndose para ello de un tono poético que estará también presente en el desarrollo. 

Obviamente, también es una biografía, al menos parcialmente: solo abarca una determinada etapa vital del protagonista, cortándose de manera abrupta poco antes de adentrare en el mundo poético con Áspero mundo (1956), y hay momentos recreados o ficcionados, aparte del uso de ciertos elementos que recuerdan al realismo mágico, como las voces de los fallecidos interviniendo en la vida cotidiana. Junto a la narración, podemos encontrar tanto fotografías como poemas Ángel González, estos últimos insertos bien con una justificación biográfica, bien con la unión entre los sentimientos del poeta adulto y del niño que el poeta fue. 

Por último, es una obra sobre la guerra civil española, dado que gran parte del libro está dedicado a la vivencia del protagonista durante esa etapa de nuestra historia, siendo la que mayor espacio ocupe, y con el recuerdo de otras narraciones sobre la infancia en esa etapa, al estilo de Las bicicletas son para el verano (Fernando Fernán Gómez, 1977), aunque en este caso centrado en Oviedo, con la ocupación ejercida por el coronel Antonio Aranda y el sitio al que fue sometida la ciudad por las fuerzas republicanas, tratando de recuperar el feudo.

Ángel González y Luis García Montero
Solventada esta cuestión, lo que encontramos en Mañana no será lo que Dios quiera es el retrato de una familia, los González Muñiz, con el foco centrado en el pequeño de la familia, Ángel, el futuro poeta español. Aunque el libro se divide en capítulos que van avanzando cronológicamente, el narrador no dudará en adelantar acontecimientos, hablar de forma general de ciertos acontecimientos o dar cierta personalidad propia a cada capítulo. Así pues, aunque el foco se centra en la infancia de Ángel, también abarca su historia familiar, incluyendo el uso de documentos reales que conforman la carpeta azul, un acierto narrativo que no solo es empleado por credibilidad, sino que también se convertirá en un recurso literario constante, y la intrahistoria de Oviedo.

En los primeros capítulos se trazarán con cierta rapidez la historia de sus padres, sobre todo del pedagogo que fue Pedro González Cano, fallecido cuando Ángel contaba con apenas dieciocho meses. Un hecho trascendental para la familia dado que les obligaría a realizar cambios imprevistos. Debemos señalar en este punto la buena caracterización de cada miembro de la familia, que logran sentirse reales, aún cuando se podría haber caído en clichés: la madre trabajadora y entregada, el hermano estudioso y tranquilo, el hermano más inquieto y combativo, la hermana constante y de carácter más dócil y el rey de la casa, el hermano menor, cuidado por todos. En esos momentos de intimidad y sentimiento, Luis García Montero consigue recrear con acierto y gran sensibilidad, propias de su escritura poética, todas las emociones que quiere causar y recordarnos: la mirada infantil del pequeño Ángel, que particularmente nos ha recordado a los fragmentos que Pérez Galdós (1843-1920) dedica a Luisito en Miau (1888), las ocasiones dramáticas producidas por las muertes cercanas, las discusiones cotidianas o los cambios que se producían en el interior del protagonista conforme crece.


En algunas ocasiones incluso proyecta una reflexión sentimental o emocional que no tiene por qué coincidir con la realidad concreta del niño protagonista, pero que se relaciona con la del niño universal, o incluso con la del hombre. Ahí tenemos, por ejemplo, la descripción de algunas fotografías donde aparte de detallarlas, ofrece una interpretación de sus elementos en relación a los acontecimientos coetáneos de la imagen, aunque en realidad se trate de un análisis emocional propio de un adulto. En definitiva, consigue crear un ambiente cotidiano donde las relaciones de esta particular familia se sienten reales y naturales, hasta propias del lector, alejándose así de la fría biografía objetiva.

Ahora bien, aunque podemos admirar la forma poética que emplea García Montero en numerosas ocasiones, esta puede ralentizar demasiado el ritmo de la narración, sobre todo cuando el autor se empeña en reiterar una misma idea en exceso, tratando no ya de describirla, sino casi de diluirla para que resulte evidente al lector o para que le cause mayor sopor. Este último aspecto no suele ser habitual en toda la novela, incluso podemos considerar que se encuentra concentrado tanto al inicio de la obra como en el tramo final. Precisamente, donde mejor funciona es cuando los hechos narrados necesitan ganar en gravedad y profundidad, sentirse humanos. Por ello, debemos destacar el capítulo que el autor dedica a las víctimas de la guerra, con especial atención a uno de los hermanos de Ángel; una injusticia que cala aún más por la capacidad poética que desprende el texto.

Ángel González con su madre María Muñiz y su hermana Maruja (1934)
Sin duda, lo mejor de la novela es el aspecto humano y personal, un retrato cuidado y cariñoso hacia el protagonista. Lamentablemente, existe una evidente contradicción en la visión que se aporta de las circunstancias de índole más social o política. Por una parte, considero que la más acertada, se aboga por hablar de personas que toman decisiones, que se equivocan o que aciertan, incluso de bandos que hacen acciones que pueden perjudicar a inocentes, sin diferenciar entre buenos y malos. Podemos encontrar, por ejemplo, cómo se transmite tanto la desconfianza o el odio que causan algunos militares como la lástima de la situación de otros, ahí tenemos la historia de Mohamed, o cómo se recuerda con cierta pena a un vecino fallecido de forma casual a pesar de ser falangista. Y, a la par, no se ocultan ninguna de las injusticias cometidas por el bando nacional, ni la depuración sin sentido sufrida por Maruja o la apurada situación de quienes se ocultaban en España de la represión, al estilo de los hombres topo que retrataron otros autores como Francisco Ayala (1906-2009) en La cabeza del cordero (1949) o Alberto Méndez (1941-2004) en Los girasoles ciegos (2004).

Pero por otra parte, no se duda en llegar a conclusiones que anulan lo anterior: parece ser que ejercer una revolución contra el partido que gobierna solo es válido según el color político de los protagonistas, que, en ocasiones necesarias, no existen personas, sino enemigos, que hay ciertos crímenes, como robos de dinero o posesión ilegal de armas, que son justificables o que carecen de importancia para el narrador, que solo los menciona sin juzgar, a diferencia de otras acciones que sí condena, aunque pudieran ser menores en magnitud. Hasta llega la ocasión en que el narrador se permite juzgar como republicano a un hombre que ayuda a los protagonistas con su carreta, aunque no tenga ninguna otra aparición o relevancia en la historia o nada importe su afiliación política para realizar tal acto, mientras que se considera nacional a otro personaje por el mero hecho de ser injusto con los protagonistas; es decir, que adjudica afiliaciones políticas según la bondad o la maldad del personaje en concreto. Este carácter incongruente del narrador resulta llamativo y lastra el buen tono, más medido, crítico y justo, que se logra en la mayor parte de la novela.

Oviedo durante la guerra civil
Una vez narrados los acontecimientos relativos a la guerra civil y mostrada las consecuencias inmediatas en la familia, el libro dedica sus últimos capítulos al retiro en Páramo de Sil al que se vio obligado Ángel por una tuberculosis. La trama en este punto va decayendo en interés, a pesar de que ahí comienza realmente los primeros intentos poéticos del protagonista. Tampoco colabora en esta circunstancia un cierre abrupto de la acción, sin un clímax como hubiera podido ser la publicación de su primer poemario, sustituido por una escena de carácter más personal, un diálogo entre Ángel y Luis en un presente inventado al finalizar esta obra, donde el protagonismo recae en el narrador.

A pesar de sus defectos, Mañana no será lo que Dios quiera logra erigirse como una novela biográfica con un carácter muy personal, un homenaje poético que, en algunos tramos, va más allá de Ángel González y trata de alcanzar a aquellos niños que sufrieron la guerra civil y mostrar a las familias que no combatían, pero que sufrían la batalla y que sufrieron las consecuencias. La cercanía y el cariño de García Montero con el poeta ovetense resulta evidente en su voz narrativa, que se permite que el poeta le interrumpa, como si dialogasen, para corregir, para detener algún momento o para dar una explicación que matice lo contado. Y así, al final, incluso el protagonista se convierte en una de esas voces vivas que proceden de otro lugar.

Escrito por Luis J. del Castillo



Clásicos Inolvidables (CXIX): El asno de oro, de Apuleyo

14 enero, 2017

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Qué personaje tan interesante debió de ser Apuleyo (125-170 d.C.). Nacido en el norte de África, pronto adquirió un relevante conocimiento de la filosofía platónica en Grecia, pasando más tarde a ejercer como abogado en Roma. Pero ahora viene lo interesante. En Alejandría fue acusado de practicar las artes mágicas, una relación con el ocultismo que relajó formando un matrimonio ventajoso y tranquilo, y pasando el resto de su vida en Cartago.

Representación de Apuleyo
Esto sucedía en tiempos de Marco Aurelio (121-180 d. C.), y al igual que el reflexivo emperador, Apuleyo fue siempre una persona cultivada, de tan curiosa como amplia formación. Por ejemplo, instruyéndose en la escuela estoica, esa corriente partidaria de la consecución de la virtud por medio del conocimiento del ser humano como parte integrante de un todo, sin por ello tener que sacrificar la individualidad (de la cual parte dicho conocimiento, como máximo valor de la felicidad), además de propugnar el contacto con la naturaleza, en detrimento de los aspectos más suntuarios (que no es lo mismo que “materiales”) de la existencia.

Circunstancia última que Apuleyo subvierte: el contacto con la naturaleza “a secas”, sea animal o vegetal, insólita o pedestre, no es para el protagonista de El asno de oro (Asinos aureus) sino una continua fuente de calamidades. Como lo es, en suma, todo lo que escapa a su control como individuo, o se contempla únicamente como un bien corporal, sin miras hacia algo más.

Lo cual no es impedimento para que Lucio, que a tal nombre responde nuestro personaje, busque y experimente el conocimiento por sí mismo. De hecho, si suponemos que cada uno tiene trazado su propio camino, pese a esporádicos rasgos de aparente libertad, el determinismo no puede ser algo igualitario en modo alguno. En cualquier caso, Apuleyo es consciente de la naturaleza que no se ve, y no solo de la evidencia de la percepción (o de la estrechez de su razonamiento, inevitablemente imperfecto).

Es por ello que Apuleyo participa de un panteísmo no entendido de forma arbitraria, como la exteriorización beatífica y mundana de una naturaleza ajena por completo a la divinidad (como se esgrime alegremente: no sabía que tal cuestión se pudiera demostrar con tanta rotundidad, ¡como si lo presuntamente creado por un dios, el que sea, dejara de estar vinculado, aún indirectamente, a dicho creador!).

Muy al contrario (como suele suceder con las desinformaciones con que uno se topa en determinadas bases de datos), este panteísmo estoico del que participa Apuleyo se nos muestra como la plausible manifestación de una totalidad cósmica o principio activo -llámese dios, logos, pneuma (en griego), spiritu (en latín), sustancia única, o como cada cual prefiera-, del mismo modo que la lógica, la ética y la física eran materias filosóficas interdependientes para los estoicos. Otra cosa sería la creencia en los demás dioses de la naturaleza o en el santoral, con sus respectivas idiosincrasias.

En cualquier caso, no comprender esto (o tergiversarlo) es desconocer la naturaleza estoica, donde los argumentos propios construyen el sistema y no al revés; así como negar la propia doctrina panteísta, por la que deidad y naturaleza son sustancias idénticas. Solo de esta forma el destino encuentra su lógica, además del carácter celeste de la propia naturaleza, cuya transformación energética, casi eterna, incluso ha demostrado la física moderna, dando la razón a los intuitivos sabios de la antigüedad.


La crisis económica, cultural y religiosa que el Imperio Romano padece a partir del siglo I d.C., así como las características expresivas de El asno de oro o Las metamorfosis, de un estilo cercano al barroquismo, con gran dominio del lenguaje, son aspectos bien sintetizados en la introducción de José Mª. Royo (-) para la edición de Cátedra, Letras Universales (1986-2008). La novela participa de la tradición narrativa helénica; es decir, es una obra de aventuras y de amor al estilo griego, y pertenece al género de la “milesia”, caracterizado por la ligereza y frescura del lenguaje, la rapidez y variedad de las situaciones costumbristas, y su adscripción a la doctrina estoica; como hemos visto, un elemento primordial en la formación del joven Apuleyo, que traslada sus inquietudes al protagonista. Más aún, la tabla de salvación individual frente a un abusivo y mastodóntico sistema imperial será precisamente la religiosidad del personaje; en este caso, las creencias egipcias.

Ello pese a cierto afán exegético por reducir los contenidos taumatúrgicos a un simple código narrativo desprovisto de cierta alma. Indudablemente, se trata de un molde genérico, pero lo que no comparto es que tan solo sea eso para el autor (se esté o no de acuerdo con él) y su protagonista; máxime, cuando anteriormente se nos ha explicado de forma procedente su implicación en determinados ámbitos mágicos y ocultistas (“este tipo de temas”) a través de su biografía. Resulta algo ridículo el pavor historiográfico y filológico a admitir la llamada ciencia de la magia o las creencias en lo sobrenatural como características constitutivas y hasta básicas en el ánimo y proceder de un autor, ya que estas se contemplan como peculiaridades poco serias. Aparte de que todo iniciado es conocedor de los riesgos del mal uso de sus conocimientos, y tanto Apuleyo como Lucio lo son; el primero por convicción, y el segundo, por curiosidad y accidente, en propias carnes.


Tampoco me parece convincente el tópico esgrimido de achacar el acercamiento a tales disciplinas esotéricas al hecho del deterioro de las creencias oficiales y la crisis de valores del hecho religioso (crisis a un nivel profundo, personal y colectivo las ha habido siempre, y las habrá mientras exista el ser humano). Tal argumentación sería válida dentro de un parámetro simplista de lo bueno contra lo malo. Por lo tanto, ¿hasta qué punto podemos considerar tales disciplinas totalmente ajenas a las concepciones religiosas de Grecia y de Roma? Lo cierto es que la religión romana se caracterizaba, precisamente, por admitir y asimilar un conjunto de cultos públicos y domésticos, incluidos los griegos, siempre que estos no atentaran contra la tolerante convivencia de los ciudadanos (unos misterios orientales de los que, confrontaciones aparte, participará el cristianismo).

Debemos escapar, por lo tanto, de unos restringidos puntos de vista (como el de relacionar la grandeza del héroe, por muy clásico que sea, a un origen social elevado en exclusividad), que pueden llegar a descontextualizar un texto. Una vez más, máxime cuando después se nos asegura que en el libro XI y último sobresale un intento de armonizar las formas religiosas grecorromanas con los incipientes misterios de las religiones orientales; una conclusión que compartimos plenamente.

A su vez, hay aspectos que casan mal con cierta crítica al individualismo: con la ironización del mal funcionamiento de las instituciones públicas, lo que precisamente se pone en solfa es la colectividad (“un orden extraño impuesto”); que en esto, el estoicismo refinaba con creces al cinismo. De hecho, no creo que la veracidad o credibilidad de lo narrado (la suspensión de la credulidad) redunde en contra del mensaje crítico de Apuleyo. Por el contrario, rasgo de modernidad es el enjuiciamiento de la realidad por medio de los mecanismos de la ficción y de la sorna (o de la semi-ficción). En este sentido, tampoco comparto la apreciación de Royo de que Lucio-Asno tan solo se limita a huir; en cualquier caso, su huida, es un ir al encuentro de… Lo que al introductor le parece “una socarronería contemplada con distanciamiento”, a mí me resulta un acercamiento a lo narrado por medio de la misma. Me parece que Apuleyo camina a buen paso sobre la senda abierta por Luciano de Samósata (125-181 d.C.). En la referida edición, justo es destacar que las notas a pie de página nos refrescan convenientemente la memoria en lo que a los mitos grecolatinos se refiere.


El desenfadado y apuesto Lucio se dirige de una forma directa al lector, al comienzo del primer capítulo. De igual modo, da paso a su narración, en la que el maleficio de una hechicera hacia un tal Sócrates (no confundir con el célebre filósofo) tiene por testigo a un viajante de comercio que, a su vez, relata el hecho al joven Lucio. Con la debida sugestión y punto de vista, el muchacho hace una notable gala de su imaginación al contemplar el entorno (comienzo de II), lo que es un modo muy eficaz de describir su propio carácter y disposición respecto al mundo que le rodea, visible e invisible. La suya es una particular forma de mirar, lo que ya particulariza al personaje del resto.

Todo ello, es importante recalcarlo, antes de que dé inicio su propio proceso físico de transformación (en criatura totalmente terrenal, por cierto; esto es, con los pies en la tierra, aunque dicha tierra no quede exenta del componente mágico, ya que es constitutivo de esta). Motivo por el cual Lucio presagia los acontecimientos por llegar: una sensación que me atormentaba (II). El chico se reencuentra con su tía Birrena, pero prefiere hospedarse en casa del avaro Milón, pese a que es advertido de que su esposa Pánfila es, así mismo, una hechicera. Razones no le faltan al instintivo y algo inconsciente Lucio, porque de este modo se permite gozar a troche y moche de la criada Fotis. Encuentros sexuales que desprenden un sarcasmo y vivacidad de corte erótico, que es retomado en el capítulo IX.

A partir de aquí, los episodios intrigantes y rayanos en lo asombroso se suceden sin abandonar el sentido del humor (la buena disposición de ánimo). Por ejemplo, cuando Tesifrón, un invitado de su tía, le narra su experiencia custodiando a un cadáver de igual nombre al suyo. Los difuntos son un botín codiciado por las brujas para sus mejunjes y encantamientos.

Representación de Eros y Psique
Antes de proseguir con la andadura del buen Lucio, quisiera llamar la atención acerca del animoso lenguaje poético empleado por el autor -y su protagonista- en muchas ocasiones. Como ya hemos señalado, así ocurre en determinados pasajes sobresalientes a inicios del capítulo II, y nuevamente a comienzos del capítulo III. Además, en El asno de oro, Apuleyo intercala (rasgo retomado por Cervantes [1547-1616]) el relato amoroso de Eros (Pasión) y Psique (Razón). Pero lo hace a modo de complemento y contrapunto moral del material narrado. Al no hallar el equivalente a su razón, Psique es consciente de que su atractiva belleza se marchitará sin amor, hasta que el elemento mágico, la divinidad en forma de Júpiter, intercede en su favor. Una tesitura compartida por Lucio y una característica de la novela alejandrina, donde la belleza y el amor eran sostenidos por unos personajes ideales en abstracto. Esto ocupa los capítulos IV (a finales), V y VI del libro.

El caso es que, en honor al dios de la risa, Lucio es juzgado por creer haber atacado a unos asaltantes a las puertas de la morada de Milón, cuando lo cierto es que estos son unos odres transformados por Pánfila (otra anécdota a la que Miguel de Cervantes supo dar la vuelta ingeniosamente). La transformación de Pánfila en ave y de Lucio en asno, al equivocar Fotis la fórmula de este último, hace que ambos conserven el entendimiento como personas, aunque queden privados de los gestos y la voz humana.

En compañía de unos malhechores auténticos, Lucio-Asno inicia unas involuntarias correrías al asalto de propiedades y poblachos, perpetrando el secuestro de una joven adinerada. Tras un frustrado intento de fuga (VI), el pretendiente de la muchacha acude al rescate haciéndose pasar por salteador, y es elegido jefe de la banda. Tras aturdirla con vino, rescata a su amada y de paso a Lucio. Pero no cesan los infortunios para el vapuleado protagonista, que es atado a la noria de un molino y sometido a una nueva tanda de vejaciones (VII).

Y de nuevo irrumpen las características fantásticas en la novela. Como cuando la joven Cárite recibe en sueños la visita de su amado Tlepólemo (VIII), vilmente asesinado por su primo Trasilio. Un fenómeno que se repetirá con la aparición en sueños de un molinero, protagonista de otro de los micro-relatos intercalados (IX), hasta el punto de que dos historias se suceden dentro de una narración en retrospectiva, al irse superponiendo las anécdotas. Es en este mismo capítulo noveno que, una vez más, Lucio se dirige al lector para defender su relato. El propio Lucio es también objeto de un sueño premonitorio (XI).

Aparte de que, tras recuperar su aspecto humano, por intercesión de la diosa Isis, se ve reclutado por este sugestivo culto. Una actividad que, como se nos anuncia finalmente, el chico compaginará con una exitosa dedicación en el foro romano. Lo que acontece, recordemos, sin perder el talante irónico. Entre cambios de dueños, Lucio prosigue su camino arduo con unos pastores hasta que es traspasado a un grupo de afeminados predicadores (que llevan a cuestas la efigie de una diosa), donde alguno de ellos simula estar poseído por un espíritu divino: Apuleyo es muy consciente de las deformaciones y patrañas, como si los hombres, en presencia de los dioses, en lugar de mejorar, tuvieran que enfermar y enloquecer (IX). En ningún otro capítulo se condensa mejor la iniquidad humana; el tono es mucho más agrio.

Tras desvelar y resolver el delito de una esposa que ha tratado de envenenar a su hijastro, un decurión enajena a Lucio a dos hermanos, cocinero y panadero, hasta que un nuevo propietario de Corinto vende los favores sexuales del sorprendente asno a una dama muy principal. Un descacharrante episodio de animalismo cuya singularidad es convertida en espectáculo público, aunque Lucio consigue escapar a tiempo (X). Finalmente, el significado de toda iniciación nos es advertido por el autor hasta tres veces, en el último de los capítulos. Este no es otro que el de morir para volver a nacer (es decir, renacer no solo orgánicamente, sino espiritualmente).

Representación de Isis
De este modo, El asno de oro no solo divierte, sino que hace pensar en cómo la razón del ser humano no puede estar completa hasta que se adentra en el entendimiento más amplio de una razón universal, negándose a divorciar de esta la ética de la naturaleza humana. Para el estoico, la moralidad procede del control deífico de la razón (que no todos alcanzan), de tal modo que, incluso los tropiezos y padecimientos pueden estar sujetos a un plan o estructura mucho más amplios.

Solo la propia felicidad queda bajo el control de los hombres; no así su parte en el funcionamiento global del universo. Para el iniciado Apuleyo y su protagonista, los fenómenos físicos y esotéricos muestran un interés en tanto manifestaciones de la naturaleza racional de dicho universo, adscrito a un continuo ciclo de cambio.

Escrito por Javier C. Aguilera


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