Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut

30 julio, 2023

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La infancia y su pérdida en el camino hacia la madurez es uno de los temas predilectos de los relatos que se nos han transmitido. El camino (Miguel Delibes, 1950), Edad prohibida (Torcuato Luca de Tena, 1958), Los peces no cierran los ojos (Erri de Luca, 2010) o Matar a un ruiseñor (Harper Lee, 1960) son algunos de los libros que lo abordan de una forma u otra. También a través del cine se ha consolidado una mirada personal hacia esa etapa de la vida, ligado sobre todo a la forma de plasmarlo del director. Además, suele ser habitual que nazca en nosotros la necesidad de relatar nuestra propia vivencia, aquella que determinó nuestra propia infancia. De forma reciente lo hemos podido comprobar con Belfast (Kenneth Branagh, 2021) y Los Fabelman (Steven Spielberg, 2023). Pero si tenemos que acudir a una de esas piezas clave en esta temática, no podemos más que llegar a Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), una de esas obras que habla de la desestructura y el desencanto, el mismo que encontrábamos en El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1951).

Es vox populi para los amantes del séptimo arte que a través del personaje de Antoine Doinel, François Truffaut realizó una serie de cinco películas de inspiración autobiográfica. Recorrió con el mismo actor, Jean-Pierre Léaud, distintas etapa de la vida de ese personaje, finalizando casi veinte años después con El amor en fuga (1978), de forma similar al proyecto que dio vida a la película Boyhood (Richard Linklater, 2014). No obstante, la que alcanzó mayor éxito y renombre fue la primera. También es de sobra conocido que Truffaut se adscribió a la Nouvelle vague con esta película, dedicándola incluso a André Bazin, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma, fallecido un año antes del estreno.

Pero no nos llevemos a engaño. Los movimientos artísticos han dado a luz a una ingente cantidad de obras que no han trascendido. El cine de autor al estilo de la Nouvelle vague es una corriente más, pero el propio Truffaut fue depurándose hasta encontrar una trayectoria personal. Las obras, por tanto, hay que analizarlas según el resultado que aporten, y no por su adscripción a uno u otro movimiento.

El valor de Los cuatrocientos golpes reside en la combinación de contenido y forma. Sin contar una historia rebuscada ni una trama excesivamente impactante, consigue ofrecernos un retrato agridulce de la infancia de su protagonista mostrándonos, a su vez, una visión crítica de la familia, la escuela y la sociedad francesa de mediados de siglo. Además, logrando trascender, porque muchos de los problemas retratados persisten en nuestras sociedades, incluso mutados o derivados en otros.


Antoine Doinel es un muchacho con una vida corriente. No destaca en los estudios y la severidad de los maestros suele recaer sobre él, vive como hijo único en un pequeño apartamento con sus padres, durmiendo en la entrada de la casa, en un saco de acampada. Mantiene con ellos una relación de tira y afloja, entre el reproche y la ternura. Truffaut nos hace partícipes de esos momentos de alegría y complicidad que todos hemos compartido con nuestros padres: alguna confidencia entre padre e hijo, un detalle en forma de dinero para que te compres alguna cosa, acudir juntos al cine, llegar tarde a casa montando alboroto o, simplemente, que te dejen dormir en su cama porque estás enfermo. Pero Doinel no deja de percibir distancia, una distancia que marca Truffaut en pantalla: todo se agrieta en su vida conforme descubre que la injusticia existe o que las mentiras no reciben castigo entre los adultos.

Los cuatrocientos golpes del título pueden entenderse de manera doble. Como la expresión coloquial francesa que hace referencia al cúmulo de trastadas que una persona puede realizar, pero también como los golpes que va dándole la vida a nuestro protagonista. De esta forma, Antoine comete algunas travesuras infantiles que van in crescendo, como una bola de nieve de la que ya no puede escapar. Omitiré los detalles más relevantes para el espectador que quiera verla, pero mencionaré ejemplos menores. Si la película abre con una fotografía erótica que los niños se van pasando y que el profesor caza en manos de Doinel, de manera fortuita, luego él será el responsable de escribir en la pared del aula y ser cazado por tal acto. De la misma forma que hace novillos por iniciativa de un compañero de clase, luego es incapaz de volver a casa por miedo a que lo descubran. Es capaz de mentir, pero con miedo y sin astucia, un pobre niño que trata de salir indemne de las consecuencias, pero estas siempre llegan.


Los remordimientos son una constante en el personaje, pero este se ve incapaz de superar la tentación y tampoco encuentra en ninguna figura adulta el sustento moral y el cariño para sentirse vinculado. Todos lo tratan a partir del miedo, la represión, las promesas materiales (y vacías), la distancia o, incluso, la violencia. Este contraste entre la ternura y la represión es el que provoca que, cuando veamos el destino de nuestro joven protagonista, no podamos más que compadecernos de un niño que ha madurado caminando un sendero errático donde ha pesado más el castigo que la auténtica voluntad de educarlo. La tragedia se hace patente en la escena en que Doinel, entre la sombra y la luz, derrama una solitaria lágrima, consciente del lugar al que ha llegado por ese camino.

También en este sentido, una de las escenas más reveladoras es aquella en la que Truffaut encuadra al protagonista narrando su propia vida, desvelando al espectador datos desconocidos que sirven para adoptar otra postura sobre lo visto. En efecto, con ese monólogo Truffaut nos revela cómo los niños son personas conscientes de su entorno, capaces de razonar sobre sus propias emociones y sobre las relaciones que tienen y que les han llevado a un destino u otro.


Los adultos que rodean al protagonista son imperfectos y actúan conforme al sistema establecido en la época. Un sistema que demandaba nuevas perspectivas sobre la situación de los niños catalogados como delincuentes, del fracaso escolar o de la forma de impartir disciplina, pero que ha acabado derivando en la problemática contraria dentro del sistema familiar y educativo. Es decir, hemos huido de un extremo, el retratado por Truffaut, para ir al otro, pero sin haber solucionado nada, pues prosiguen los problemas, salvo porque cada vez cuesta más encontrar el arrepentimiento o la inocencia que nos maravilla hoy de Antoine Doinel.

Al final, todos dejamos atrás a nuestros padres y a la escuela, pero es indudable que la marca que nos deja nuestra relación con ambos es indeleble en el tiempo, tanto para bien como para mal. Truffaut nos regaló un retrato justo y no idealizado de la infancia a través de esta película. Una infancia difícil, de las que dejan huella, invadida de los errores que cometió el niño y, sobre todo, los adultos. Pues el fracaso de Antoine Doinel apunta a otro fracaso mayor. Por eso, Los cuatrocientos golpes sobrevive hoy con la fuerza de su época.

Escrito por Luis J. del Castillo



Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, y adaptación de Christopher Nolan

26 julio, 2023

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Portentosa biografía la de Robert Oppenheimer (1904-1967), el científico que luchó contra sí mismo y las élites del poder, tras haber descubierto la bomba atómica y estar en ciernes la de hidrógeno, y que con su voluntarismo nos mostró las claves éticas del futuro tras haber sido vulneradas, no solo por su persona.

Premio Pulitzer en el apartado de biografías, Oppenheimer, Prometeo americano (American Prometheus, the Triumph and Tragedy of Robert J. Oppenheimer, 2005; Debate, 2023), de los historiadores Kai Bird (1951) y Martin J. Sherwin (1937-2021), es un libro que me interesó leer a comienzos de este año, por distintos motivos. En primer lugar, por constituir un friso de la primera mitad de una época sumamente interesante y efervescente, donde ciencia y moral iban a tener sus encuentros y desencuentros; en segundo, por ser un ensayo de la vida, apenas conocida, de su protagonista. Uno de los nombres del siglo XX. Y en tercero, por tener noticia de una adaptación cinematográfica a las puertas.


El libro es exhaustivo como experiencia vital e histórica. El desarrollo de la energía atómica no fue ni es asunto baladí. Por mucho que su comprensión, o falta de ella, haya derivado en una demonización de las ramas más constructivas de su empleo. Aprovecho para recomendar, a quienes estén verdaderamente interesados en la argumentación, los volúmenes Nucleares, sí, por favor (Deusto, 2023), del doctor en física nuclear Manuel Fernández Ordóñez (-), y El futuro fósil (Fossil Future, 2022, Deusto, 2023), de Alex Epstein (1980). Editorial espléndida donde las haya, por cierto.

Toda personalidad es compleja. La de usted, la mía. La de Robert Oppenheimer se lleva la palma. Pero ni más ni menos que la de otros diseñadores del pasado siglo XX. Otra cosa son los logros, entre los cuales destacan aspectos muy positivos, como veremos a continuación.
 
La mecánica cuántica parece estudiar lo que, en teoría, no debería existir y, sin embargo, existe. Lo único que sabemos es que, de momento, funciona. Como la astrología (aún a riesgo de ofender a los ofendidos natos), no se puede constreñir a un laboratorio. Es pura magia. Que a veces se convierte en realidad.

Así es esta ciencia. La teoría va por delante de una práctica que nos la confirma como verdadera. Nos demuestra que la naturaleza, lejos de ser absurda o regida por el mero azar, idea que molestaba tanto al otro gran Albert de esta encrucijada, Einstein (1879-1955) (capítulo V), se organiza por Dios sabe quién, dentro de un aparente desorden. Algo con apariencia de caos la configura.

Imágenes de la película
Físico teórico más que experimental o de laboratorio, ganado para la ciencia merced a la dualidad onda-partícula (VI), Robert J. Oppenheimer fue una de esas personas con un imponente dominio de su -naciente- materia de estudio, y una inusitada capacidad para saber transmitirla en el aula. Pese a lo cual, Oppenheimer consideraba que fui un profesor muy difícil (íd.). Versado en clásicos hindúes y en poesía, tan educado y cortés como impertinente, de carácter tan inquisitivo como asocial, portador de ideas brillantes y cálculos indisciplinados, Robert apenas se dejó comprender fuera de su íntimo círculo de afinidad académica, en el que se encontraba su hermano menor Frank (1912-1985), así mismo, físico de partículas. Tras una grave crisis emocional en 1926, antes de partir a Zurich para completar sus estudios, siendo alumno de Harvard (Cambridge, Massachusetts), envenenó la manzana de uno de sus maestros, en un arrebato de enfurruñamiento. De niño, según testimonio recogido por los autores, Oppenheimer fue encerrado en la nevera de un campamento. En cuanto a sus relaciones femeninas, devienen escuálidas, y traumáticas cuando se afianzan. Judío de educación liberal en la Escuela de Cultura Ética de Nueva York (I), de familia acomodada pero forjada a sí misma, Oppenheimer no podía consentir que otros supieran más que él. Lo que, salvando las distancias, entiendo perfectamente. Mis dos grandes amores son la física y Nuevo México (VI), un lugar en el que, ciertamente, pasaría gran parte de su vida, con su hermano y sus más íntimos amigos (Lawrence).

Los principios básicos de la comunicación parecían serle totalmente ajenos, pero jamás se aprovechaba del trabajo de sus alumnos u otros colegas, como si hacían otros (íd.). Esto es, jamás tomó cosas de aquí y allá que asumiera como propias.


Tras su regreso de una Europa cada vez más convulsionada (qué cosa más rara), Robert Oppenheimer es acogido como profesor en Berkeley (California), siendo colega de Ernest O. Lawrence (1901-1958), inventor del primer acelerador de partículas o Ciclotrón, y Premio Nobel de Física en 1939. Tirando del hilo de Paul Dirac (1902-1984), otro Nobel de 1933, Robert predice el positrón (VI), contraparte positiva del electrón; la antimateria demostrada teóricamente por Carl Anderson (1905-1991), en 1932. Siempre captaba la esencia de la cuestión, que después no pulía (íd.). En aquel momento, físicos de todo el mundo competían por resolver los mismos misterios. Pero Oppie, como lo apodaban sus alumnos y allegados, no tenía la paciencia para dedicarse a un problema durante mucho tiempo (íd.). Junto a su pupilo Hartland Snyder (1913-1962), predice la existencia de un agujero negro tras la implosión de una estrella de neutrones (enana blanca, dos a tres veces la masa de nuestro sol). Era una persona con gran capacidad de síntesis y capaz de expresarse con rigurosa y, a veces, cortante claridad. Está todo en su carta natal (disculpen la digresión): signo solar en Tauro, ascendente Géminis, luna en Cáncer, con Neptuno en casa uno, Júpiter (y Venus) en la once, y Mercurio y Plutón en la doce. Cuarta, quinta y sexta vacías, a expensas de los tránsitos. Ilustrativa radiografía para observar con detenimiento.

Por aquellos años de plena inmersión académica, Oppenheimer ya pensaba que solo mediante la disciplina es posible ver el mundo sin la vulgar distorsión del deseo personal (VII). Lo cual dice mucho de lo que van a ser sus compromisos emocionales con los demás, de cara a un trabajo que siempre debía ser lo primero. No obstante su filiación con la literatura, caso de Yeats (1865-1939) o Eliot (1888-1965; en la película lo descubrimos con un ejemplar de La tierra baldía [The Waste Land, 1922; Cátedra, letras universales, 2005, Lumen, 2022]), a sus veintiocho años, Oppie parecía ya buscar un desapego de lo terrenal. No buscaba escapar al más puro reino espiritual. No buscaba una religión, según los autores. Pero es que ambas facetas no tienen por qué ser lo mismo. De modo que yo sí creo que pudiera buscar su encuentro con lo espiritual, deslindado de lo confesional. Pese a formar parte de una religión estructurada y consolidada, la hebrea, Oppie supo ver la diferencia entre esa espiritualidad y la vertiente eclesiástica; incluso cuando abandona unas ataduras políticas que parecían tan fundamentales. Espiritualidad donde el libre albedrío y el karma, la predestinación, parecen contraponerse. Lo que puede ocurrir si no se saben integrar ambos parámetros. Como ya he expuesto en multitud de ocasiones, ambos no son polos opuestos, sino complementarios, aunque parezcan excluirse.

Esto explica el hecho de que pese a relacionarse con individuos de un determinado condicionamiento ideológico, él no era ningún activista político (VII).


El posicionamiento izquierdista se produce cuando Oppenheimer conoce a la estudiante Jean Tatlock (1914-1944), interpretada en la película por Florence Pugh (1996). Advenimiento tan bienintencionado y desinformado como cabía esperar. La visión de la guerra en España (1936-1939), concentrada en un párrafo supuestamente sincrético, es de lo más superflua. Aun así, no se ha podido demostrar que Oppie se afiliara al partido comunista (IX y XXV). Frente a quienes se muestran dispuestos a justificar la escisión de toda una nación bajo las siglas de esa ideología izquierdista, los autores señalan de Oppenheimer que era imposible malinterpretar el intenso amor que sentía por su país (V).

Verbigracia. El veinticuatro de agosto de 1939, la Unión Soviética firmó un pacto de no agresión con la Alemania nazi (Mólotov-Ribbentrop), lo que descolocó a un buen número de simpatizantes comunistas. Las opiniones de Oppenheimer continuaron evolucionando debido a las desastrosas noticias de la guerra. Robert siempre quiso ser libre para pensar por sí mismo (X). Esto le salvó, a pesar de su particular vía crucis.

Tras la inevitable ruptura con la ciclotímica Jean, en 1939, el científico inicia otra controvertida relación con Katherine Kitty Harrison (1910-1972), de ascendencia aristocrática (como muchos comunistas) (XI). Más tarde, Robert inicia una relación adúltera (por ambas partes) con Ruth Tolman (1893-1957) (XXVI).

Entre tanto, Oppenheimer se había transformado a sí mismo mediante el trabajo (XIII). Había pasado de ser un científico prodigio de carácter difícil, a un líder intelectual carismático y refinado (íd.). En junio de 1941, la administración Roosevelt (1882-1945), creó la Agencia de Investigación y Desarrollo Científico para enrolar a la ciencia en propósitos militares. La experiencia intelectual fue inolvidable, en palabras de Hans Bethe (1906-2005) (íd.), Nobel de Física en 1967, el mismo año que falleció Oppenheimer, que nunca fue laureado con esta distinción. De forma paulatina, Robert Oppenheimer iba cortando lazos con el comunismo. No quiero que nada interfiera en mi utilidad para la nación (íd.).


Finalmente, en octubre de 1942, el ya reconocido físico es nombrado director del Proyecto Manhattan, por mediación del general Leslie Groves (1896-1970). Con Groves le unió un recelo inicial, que muy pronto se convirtió en un calculado respeto mutuo. A ojos del general Groves, la ambición personal de Oppenheimer garantizaba su lealtad (XVII).

Para conseguir el éxito, Oppenheimer tuvo que rehacer una parte significativa de su personalidad (XV). Las instalaciones de Los Álamos (Nuevo México) comienzan a ser operativas en marzo de 1943. Openheimer estaba muy empapado de tradicionalismo estadounidense (los versados recuerden el signo solar). Pronto cambió radicalismo por patriotismo (íd.).

La intención era construir el arma antes de que lo hicieran los nazis. Incluso se pensó en la conveniencia de secuestrar a Werner Heisenberg (1901-1976), el colega alemán que ayudaba a los nazis (íd.). Sometido a estrecha vigilancia física y electrónica (XVI), Oppie no quería a ningún miembro reciente del partido comunista trabajando en el proyecto, que a estas alturas, y como ya hemos constatado, consideraba un compromiso semejante al religioso (XVII), que había que elidir.

La posterior realización cinematográfica recoge algunos de los capítulos íntimos de la vida de Oppenheimer, que se entrecruzan con los acontecimientos históricos que andan en construcción. Lo que incluye a una Kitty que ha comenzado a darse a la bebida (XIX), la llegada del venerado Niels Bohr (1885-1962) a Los Álamos, en diciembre de 1943 (XX), o el descubrimiento tardío de dos espías pro-soviéticos en el interior del complejo (XXI). Tras la guerra en Europa, se plantea la viabilidad ética de usar la bomba contra los japoneses. En consecuencia, se establece el debido debate científico-militar sobre el empleo del mecanismo explosivo y sus implicaciones posbélicas. Lejos de su posicionamiento final, Oppie atrae al venerado general George Marshall (1880-1959) hasta su punto de vista (XXII). Conviene tener en cuenta que Rusia tenía previsto declarar la guerra a Japón en agosto de 1945 (íd.). De este modo, acontece la esperada pero temible prueba de la bomba en Alamogordo (Nuevo México), llamada Trinity por Oppenheimer (en el hinduismo, el inicio creador, el final destructivo, y el principio defensivo, personificados por Brahma, Shiva y Vishnu, respectivamente).


Estallan las dos bombas atómicas (XXIII). Pero el científico no podrá volver a ser el mismo. Como recoge la tensa reunión entre Oppenheimer y el presidente Harry Truman (1884-1972) (XXIV), en capítulo reproducido en la película, estando el presidente interpretado por Gary Oldman (1958). Con su levantisca vulnerabilidad, el mismo servirá a sus enemigos la oportunidad de acabar con él (íd.).

Siempre había tomado un camino individualista, que el F.B.I., con Hoover (1895-1972) a la cabeza, trata de desacreditar (XXV). Aunque para lealtad, la de Ann Wilson (-), secretaria de Oppenheimer en Los Álamos, que se niega a facilitar información al F.B.I. a través de un amigo de la familia y antiguo profesor, el sacerdote John O’Brian (-).

Detona la cuarta bomba, sobre el Atolón de Bikini (Islas Marshall, Micronesia) (XXV). La actitud de Oppenheimer respecto a la Unión Soviética va a seguir la trayectoria general de la Guerra Fría (XXVI).

Pero la vida sigue. En Princeton, Nueva Jersey. En concreto, en el Instituto Fuld Hall, donde se respiraba un aire distinto al de Berkeley y San Francisco, ciudades más liberales (XXVII). En junio de 1946, Johnny von Neumann (1903-1957) empieza a construir un ordenador de alta velocidad en la sala de calderas de Fuld Hall. Oppie tenía opiniones encontradas sobre el ordenador (íd.). Él y von Neumann presentan el invento al público en junio de 1952. Pese a todo, Oppie consideraba esencial que el instituto acogiera tanto ciencias como humanidades (el nombrado T. S. Eliot, Arnold Toynbee [1889-1975] o Isaiah Berlin [1909-1997]…). Allí Einstein desarrollaba la Teoría de Campos Unificada con objeto de sustituir las “incoherencias” de la física cuántica, es decir, frente al Principio de Incertidumbre establecido por Heisenberg (que era lo que le molestaba de esta teoría). Como físicos, Oppie y Einstein discrepaban. Como humanistas, eran aliados (íd.).

Así llegamos ante el Comité de Actividades Norteamericanas, donde se patentiza la enemistad entre Robert Oppenheimer y Lewis Strauss (1896-1974), presidente de la Junta Directiva del Instituto de Princeton, del que Oppie era director de Estudios Avanzados (XXVIII) (nombrado por Strauss). Comenzada la funesta caza de brujas del macartismo, Frank, el hermano, se ve obligado a trabajar como ganadero en el rancho de Nuevo México.

La detonación de la bomba soviética, el veintinueve de agosto de 1949, pone de nuevo sobre el tapete, lejos ya de la teoría, la posibilidad de una Guerra Fría bajo el signo nuclear, y por consiguiente, el desarrollo de la temida bomba H, termonuclear (XXX).

Oppenheimer se enfrenta a esta posibilidad, lo que no es óbice para que, en los últimos años de su vida, sea homenajeado como la gran figura científica que fue.


Respecto a la adaptación cinematográfica, emprendida por el sobrevalorado Christopher Nolan (1970), varias cosas quisiera señalar. Durante la primera hora, Oppenheimer (íd., Universal, 2023), cuenta de forma muy acusada con algunos de los tics más caros al cine actual (que no moderno). No en vano, cuando se ha de recurrir a la alteración lineal de la narrativa, algo a lo que Nolan es excesivamente aficionado, habiendo encontrado en ello, parece ser, su principal recurso narrativo y cinematográfico, como medio de hacer interesante la historia que se tiene entre manos, es como si no te tuviera confianza en el material con que se cuenta. Algo atribuible al propio realizador, puesto que firma el guión además de la realización. Y Nolan no es precisamente Joseph Mankiewicz (1909-1993). Sus diálogos son secos e informativos.

Esa es la impresión que da Oppenheimer. Al fraccionamiento temporal -insisto que sin venir a cuento: el procedimiento no es malo en sí mismo, pero da la impresión de ser la única distinción y apuntalamiento expositivo con que algunos cineastas cuentan hoy en día-, se suman los insertos a modo de flashes de electrones o lo que sea, molestísimos, porque nada aportan al entramado o personalidad del protagonista, y más parecen programadas llamadas de atención visuales y sonoras, para que el espectador no se aburra y saque el móvil. Tampoco puedo entender la aleatoria alternancia de la fotografía en color y el blanco y negro. ¿Se va a perder el público contemporáneo sin el empleo de tales recursos? La verdad es que no lo sé.


Por otro lado, la película es bastante fiel al libro, y a pesar de su longitud, se las apaña bien para sintetizar, a veces de forma demasiado somera, por medio de una sola imagen o escena, algunos de los capítulos biográficos y emocionales recogidos en la nutrida biografía. Pese a lo expuesto, la película se reconstruye, a mi modo de ver, a partir de una primera hora balbuciente. Cuando toma cuerpo el suspense del interrogatorio en paralelo, de Oppenheimer, por los acólitos de la Casa Blanca y el F.B.I., y el de su rival, el profesor Lewis Strauss (un espléndido Robert Downey Jr.), ante el Senado de los EEUU, cuando se postula como miembro del gabinete del entonces presidente Eisenhower (1890-1969). El “terremoto” con el que Cecil B. De Mille (1881-1959) decía que debía abrirse cada película (no solo de aventuras, aunque principalmente), no comienza hasta los preparativos y detonación de la bomba de prueba Trinity, en pleno desierto de Nuevo México. A partir de ese momento, y del doble careo, la película se concretiza y juega bien la baza del ritmo y la emoción, confrontando escenas y distintos marcos temporales.

Por supuesto que al hablar de ritmo no me estoy refiriendo a la rapidez de la exposición, sino a la adecuación de cada escena y línea de diálogo, con la debida puesta en escena. Algo nerviosa e impersonal en el caso de Nolan. Su preferencia es no dejar la cámara demasiado tranquila para así tratar de conferir inmediatez y destreza al plano. Sin llegar a los abusos de descuartizamiento visual de otros colegas, por descontado. La puesta en escena de Christopher Nolan pretende afanarse en ser clásica (ahora sí, moderna), sin apenas conseguirlo. Ello no obsta para que sobrevengan ideas visuales bastante logradas, como la imagen de las canicas que hacen las veces del plutonio que se precisa para confeccionar el artefacto nuclear, y que se van condensando en el interior de unas peceras, lenta pero inexorablemente.


De la labor de los intérpretes cabe destacar que es excelente en todo momento. Con especial atención a la relación entre el científico (Cillian Murphy) y el general Groves (Matt Damon). La locura enfermiza y esquizofrénica de los personajes femeninos es tratada a vuela pluma, pero es certera respecto a lo que se nos cuenta en la biografía. Incluido el episodio en que la esposa, Kitty (Emily Blunt), no muestra la menor empatía con sus hijos de corta edad, y estos han de ser puestos a disposición de unos amigos (el matrimonio Chevalier), por una temporada, con la aquiescencia de Robert. El cine, como la literatura, o la música a su manera, pero muy esencialmente el cine, siempre tuvo la virtud de desnudar al actor y a nosotros mismos, pues determinados momentos de vulnerabilidad siempre resultan dolorosos en una pantalla.

De forma concisa y diáfana se especifica también la intrusión de la ideología comunista en la vida de buena parte de una generación de norteamericanos (si bien, Nolan recoge la misma idea simplista sobre la Guerra Civil Española que se esgrimía en uno de los párrafos del libro). Un proceso que culmina, salvo en los casos más obcecados, en el descubrimiento como adultos del espejismo ideológico, su cruda materialidad, y abandono de dicha afiliación.

Por su parte, la banda sonora de Ludwig Göransson (1984) es inexistente, como era de temer. Intercambiable con cualquier otra película; sin entidad. El gran hándicap del cine actual sigue siendo el mismo, y Oppenheimer no es una excepción: no contar con compositores de fuste que otorguen diversidad emotiva y revistan las imágenes de una personalidad específica, la que cada película demanda (más allá del uso de la percusión o un aburrido chelo). En contraposición, la fotografía de Hoyte van Hoytema (1971) resulta discreta, casi despojada.

 
En suma, Oppenheimer es una buena muestra de lo que el cine de reciente cuño ofrece, con sus luces y sus sombras, no solo atribuibles al personaje que nos ocupa, sino trasladadas al material cinematográfico con que se nos exterioriza. Lo mejor de la película es que no pierde de vista el componente humano del protagonista. De su interés por el logro científico, encaminado a ayudar y defender a su país, y de su compromiso de que, tras la muerte de tantos civiles inocentes, tal acción no debía volver a repetirse, no podemos dudar en ningún momento.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Los misterios de la taberna Kamogawa, de Hisashi Kashiwai

23 julio, 2023

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Estoy seguro de que muchos de ustedes recuerdan bien la anécdota de la magdalena que, a modo de recurso literario, empleaba Marcel Proust (1871-1922) en su primer volumen de la serie En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, 1908-1922; De Bolsillo, 2022), Por el camino de Swann (Du côté de chez Swann, 1913). Un fenómeno memorístico capaz de hacernos evocar multitud de recuerdos y sensaciones, por medio de percepciones como el sabor, el olor, y otros sentidos.

Curiosa manera de viajar, ir por la calle, por el campo, o estando en casa, y recordar de repente una serie de situaciones personales que creíamos adormecidas, gracias a la intervención de tal o cual olor o sabor.

 
El escritor japonés Hisashi Kashiwai (1952) no ha sido el primero en seguir la estela marcada por Proust al re-emplear dicho recurso, pero sí que lo ha convertido en el nudo gordiano de su gustoso libro Los misterios de la taberna Kamogawa (Kamogawa shokudo, 2013; Salamandra, 2023). No obstante, Kashiwai lo formula ad contrarium. La vivencia ya se ha producido en algunos de los visitantes de la citada taberna, con lo que ahora, se hallan en pos del alimento que, de una forma segura, les afiance esos recuerdos tan preciados.

El escenario es la antigua capital de Japón, un invierno en Kioto, pues tanto valor da Kashiwai a lo geográfico como a lo atmosférico, a lo material y lo espiritual. El restaurante Kamogawa no es nada glamuroso. Sobre todo, de puertas para fuera. Lo regentan el cocinero Nagare Kamogawa y su hija Koishi. Con la esporádica compañía del gato Hirune, que ha de permanecer fuera del local las más de las veces. Trasladado al español -dato que la traducción no ofrece-, la mascota responde al apelativo de Siesta. Muy oportuno para este felino que va, viene y dormita perezoso, como muchos de los transeúntes. Incidiendo en la fachada, que es la puerta de acceso “engañosa” a lo que dentro se cuece, la taberna Kamogawa es un establecimiento deslucido y sin actividad aparente (capítulo II).

Nagare es viudo, pero dispone de un pequeño altar privado en las dependencias, con el que impedir el olvido o azuzar el recuerdo de su difunta esposa. Esto va a ser una constante que hilvane la trastienda argumental: el deseo, o la necesidad moral, de no olvidar a los fallecidos, en un país donde ya es costumbre rendir tributo a quienes nos precedieron (aquí lo que prolifera es el afeamiento religioso y la conveniencia o no del recuerdo, en función de la ideología política que profesaran los finados).

Japón a los pies del Fujiyama

Pues total, que en la taberna en cuestión se ponen ciegos de platos exquisitos. A buen precio. Porque, a diferencia de la renombrada y desfallecida nouvelle cuisine, allí se ofrecen platos elaborados y dichosos sin la pátina pija y estéticamente minimalista con la que uno se puede morir de hambre por cien euros. No queremos saber nada de gourmets, críticos gastronómicos ni nada parecido, especifica Kioshi (III). Es decir, se pretende la individualidad del local frente a la colectividad de lo organizado, estabulado y publicitado.

Una visita del “tío” Kuboyama pone en marcha todo el engranaje narrativo. La cocina donde se dan la mano el pasado y el presente. Kuboyama desea que Nagare le ayude a recomponer un plato que, hasta ahora, le ha sido imposible reproducir o encontrar en otro establecimiento. Para ello tan solo cuenta con sus impresiones acerca de las circunstancias que rodearon el episodio gastronómico. Todo un rompecabezas. Incluso habrá un futuro cliente que no recuerde para nada el sabor del plato que anhela (VI).

En esta novela, que sabe no alargarse en exceso (si bien, cuenta con algunas continuaciones que, me figuro, se acabarán traduciendo al español), los personajes quedan bien caracterizados por vía de los diálogos. Kioshi es franca y directa. Su padre, prudente y experimentado. Y no solo por razones meramente biológicas; esto es, por ser de mayor edad, sino por carácter natal. Nagare se pregunta en determinado momento si la vida hubiera podido ser distinta (II). Un tema que me retrotrae a la película de Edgar Neville (1899-1967) La vida en un hilo (CEA, 1945). Al fin y al cabo, a -casi- todos nos preocupa el transcurrir del tiempo, y si ese tiempo hubiera podido bifurcarse.

Entre los clientes está lo que consideramos gente normal, y hasta un Primer Ministro (III), pues el abanico social abarca a todos los sectores.

 
Clientes destinados a encontrarnos, tal y como lo expresa Nagare (IV). Dado que la taberna no se anuncia de forma ordinaria por la plétora de redes llamadas sociales, el destino, como en la pieza maestra de Neville, es condimento sustancial para esta degustación literaria. De la que participan unos comensales dispuestos, en momentos muy específicos de sus recorridos vitales, a contar con el tiempo necesario para meditar delante de un buen plato cocinado.

Seis son los capítulos que estructuran todos estos conceptos, a partir de una estructura que se repite (pero no se reitera): junto a los escasos clientes habituales, están los visitantes que, tras localizar no sin dificultad el establecimiento, buscan el reencuentro con esas partes de sus vidas que se relacionan con un plato en concreto. A veces, solo cuentan con la denominación, y un vago sabor retenido en la memoria. Esos seis capítulos corresponden a sendos guisos; a saber, naveyaki-udon (sopón con multitud de tropezones), estofado de ternera, sushi de caballa, tonkatsu (cerdo empanado), espaguetis napolitan, y nikujaga (guiso de carne y patatas). A guiso por capítulo… y caso. En un estricto orden cronológico, dictado por las estaciones. Del periodo invernal al primaveral (de 2012 a 2013). Ello no obsta para que se pueda alterar el orden de lectura de los distintos capítulos. Aunque esto no dejaría de ser una alteración aleatoria.

De este modo, Nagare y Kioshi ejercen de muy particulares detectives privados, cuyas mejores armas son el paladar y las pistas que les proporcionan tales clientes entre dimes y diretes, dando una nueva dimensión al pan pan, y al vino vino, a la hora de recrear para estas personas el plato que tanto significaba, o significa en estos momentos.

El aspecto psicológico de los distintos comensales está muy bien trabajado, gracias a sus comentarios en la taberna. Los hay más expansivos y menos simpáticos. Adultos y jóvenes, como Asuka, que desea rememorar en toda su amplitud el viaje que hizo con su abuelo, siendo una niña (V). Más allá de sus circunstancias personales, todos ellos comparten el pleno agradecimiento, no ya por la comida, sino por la recreación del plato en cuestión. En un lugar con nombre, pero sin cartel para anunciarse.

Nabeyaki-udon

En su formidable Historia de la gastronomía (1988 Plaza & Janés; Debate, 2019), el excelente escritor gastronómico, novelista y periodista Néstor Luján (1922-1995), recordaba en su prólogo que la historia de la alimentación va ligada prácticamente a toda la evolución de la vida del hombre. Y que la falta de comida nos consume mucho antes de saber sentarnos y dejar constancia de nuestra hambre por escrito.

Desde El banquete (385-370 A.C., Gredos, 2014) de Platón (4277-347 A.C.), hasta Alejandro Dumas (1802-1870), Josep Pla (1897-1981) o Álvaro Cunqueiro (1911-1981), ilustres escritores y degustadores de la más variada cocina nos han mostrado los beneficios de una buena sobremesa. Viajero jocundo, Luján, al igual que Kashiwai, celebra la existencia de dos formas de viaje sincronizados, el físico y el emocional. Última variante que, a veces, toma cuerpo sin necesidad de salir a recorrer más millas de las necesarias. En definitiva, un trayecto que puede parecer alambicado y extenuante, pero que a la larga nos satisface más que otros de mayor envergadura kilométrica.

Escrito por Javier Comino Aguilera


El hombre del norte, de Robert Eggers

20 julio, 2023

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Los mitos y las ensoñaciones de la infancia calan e impregnan nuestra vida adulta, a veces porque marcan nuestra brújula moral, a veces porque los hemos destrozado. El hombre del norte (Robert Eggers, 2022) realiza ambas propuestas de manera simultánea. Lo que también provoca que haya dos películas en una.

Estamos ante una historia de venganza, de esas que copan las películas de acción más virulentas. Y esta no es la excepción. Parte de un esquema narrativo clásico y muy reconocible: un niño príncipe es testigo del asesinato de su padre para hacerse con la corona. Desterrado a la fuerza para evitar su propio asesinato, se repite una promesa incesante: vengar a su padre (Ethan Hawke), rescatar a su madre (Nicole Kidman) y matar al asesino, Fjölnir (Claes Bang). Efectivamente, es Hamlet (William Shakespeare, 1601), es El rey león (Rob Minkoff, Roger Allers, 1994). Es más, el inicio es muy similar a la película de Disney en los sucesos de la trama, incluyendo el elemento místico. Los distancia la ambientación nórdica y la extrema violencia de El hombre del norte. También el quiebre que se da durante el nudo de la historia, que, sin duda, supone la parte más interesante de la propuesta junto con el final, por lo de conseguir desmitificar este tipo de argumento.


Así pues, aunque la obra contenga una división interna marcada por rótulos, podemos agruparla en tres fases. La primera es el planteamiento ya adelantado: un relato infantil en el que los personajes actúan de manera teatralizada. Hay cierto aire de fingimiento, que a tenor de la información que nos proporciona después la historia, puede tener dos interpretaciones: es la visión infantil del protagonista o es la demostración de una pantomima que se rompe. Ambas suponen un añadido a esta primera parte que la significa y dignifica, pues de lo contrario, encontramos actuaciones rígidas y un inicio poco original.

Tras los hechos iniciales, hay una elipsis necesaria que nos permite ver a un protagonista ya crecido convertido en un poderoso guerrero vikingo: violento, fuerte, indómito, pero con el eco de un pasado que le alcanza. Amleth (Alexander Skarsgård) se asemeja en su comportamiento al personaje Kratos, de la saga de videojuegos God of War; también el inicio nos puede rememorar a la versión cinematográfica de Conan, el bárbaro (John Millius, 1982). La ambientación en torno a la mitología nórdica así como los usos y costumbres vikingos están bien abordados y nos proporciona también una visión menos fantasiosa de esta sociedad de lo que estamos acostumbrados en la ficción. Pero, a la vez, su estética nos recuerda, por el uso de la luz y de la corporalidad de los actores, a la estética más clásica, propia de las esculturas, como vemos en el cuerpo del protagonista. 


Como decíamos, el pasado siempre resurge y nuestro protagonista tiene la oportunidad de encontrarse con el asesino de su padre haciéndose pasar por esclavo. Como sucediera en Gladiator (Ridley Scott, 2000), empezará a destacar en sus tareas para afianzarse en una posición de poder cercana a su señor, a quien desea asesinar, y también a su madre, nueva esposa y madre de otro vástago, medio hermano del protagonista. En este tramo, la película nos ofrece un tono más pausado, bajando la revolución alcanzada hasta el momento, para plantearnos secuencias cercanas al género del espionaje, pero con ambientación vikinga. 

Hay, además, un importante elemento mitológico y fantasioso que aparece ocasionalmente en la película y que permite vincularla a la épica clásica, destacando, por ejemplo, la espada mágica y la forma de obtenerla, la presencia de una profecía destinada por las Nornas o la presencia de los cuervos. También vuelve a haber una reminiscencia a El rey león con el recordatorio al protagonista de su identidad y, por tanto, de su promesa de niño. Este ambiente clásico al que hacíamos referencia por los cuerpos esculturales reside también en el tema del destino profetizado, en el que el protagonista comienza a creer y adorar hasta el punto de esperar a que se cumplan los puntos clave de tal profecía con tal de conseguir su venganza, incluso aunque haya ocasiones previas en que pudo llevarla a cabo.

De manera paralela, se va desarrollando una intensa relación con Olga (Anya Taylor-Joy), que será también motivo de dudas y riesgos para nuestro protagonista.


Mientras Amleth lleva a cabo su venganza con lentitud, recreándose en ocasiones en la sed de sangre y dejándonos alguna escena bastante cruenta y dura, cercana al gore (aunque el director lo expone de soslayo), se da la ocasión de dar un giro a la trama rompiendo la ilusión que se había generado el protagonista. Hay una ruptura, un quiebro, que supone eliminar el matiz infantil del que partía esta historia y dar otra perspectiva al tropo recurrido de la venganza. Se le da un sentido más adulto, no en la violencia, sino al destruir la imagen idealizada que el protagonista tenía de su infancia y de sus padres, rompiendo a su vez con la imagen de la profecía. No me resulta ajeno, pues recuerdo otros giros que perseguían cambios similares para lograr estas desmitificaciones, pero en esta ocasión encaja muy bien con la propuesta y con lo visto en el primer tramo, tanto en contenido como en forma.

Así entramos en la recta final, cuando Amleth debe tomar la decisión definitiva sobre su venganza teniendo en cuenta también su futuro y tomando una decisión más consciente que sigue, en parte, entrelazada con el poder de las palabras. La conclusión es coherente y está rodada de manera formidable, con un combate que propone a los dos adversarios de manera poderosa, como si fuesen superiores a un ser humano corriente. Supone una evolución a lo que planteaba también el enfrentamiento entre Simba y Scar al final de la película animada.


La propuesta del director es fascinante en el apartado visual. Desde el plano onírico y mitológico que está presente en múltiples ocasiones, destacando el rito de iniciación entre padre e hijo que se da en el primer tercio de la película, hasta algunas decisiones procedimentales, como el excelente plano secuencia del asalto a un poblado con que inicia el segundo capítulo de la película o el rodaje de la última secuencia, con el contraste del fuego, la oscuridad y el humo.

No obstante, el conjunto es algo irregular. Presenta altibajos, es desmitificador, pero a la vez recurre a elementos mitológicos inexplicables, sobre los que incluso mete alguna burla (un soldado no puede desenvainar la espada del protagonista porque es de día), logra grandes secuencias, pero el ritmo pausado del tramo central se siente demasiado pesaroso, además de tener que ceder a la incredulidad de que no detecten con facilidad al protagonista teniendo en cuenta el reducido número de habitantes del lugar que habitan.

En conclusión, El hombre del norte nos proporciona una buena y nueva historia épica de buena ambientación nórdica, visualmente potente, capaz de partir de esquemas ya conocidos y retorcerlos, y sin miedo a resultar desagradable en los momentos oportunos. Una propuesta que se sale de lo habitual gracias a su estética, su carácter desmitificador y su relato ficcional en una buena ambientación histórica y mitológica.

Escrito por Luis J. del Castillo



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