El autocine (CVI): Silbido de muerte (Sssssss), de Bernard L. Kowalski, y Pesadillas, de Joseph Sargent

20 enero, 2023

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Antes de los lagartos de V (íd., 1983-1985), reptó Silbido de muerte (Sssssss, Universal, 1973), una producción de Richard D. Zanuck (1934-2012) y David Brown (1916-2010), que dos años más tarde producirían el excelente Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg (1946). De la dirección de esta película tan estimable se encargó Bernard L. Kowalski (1929-2007), conocido por los aficionados por haber dirigido algunos de los capítulos de Colombo (Columbo, 1968-2003), o el largometraje Krakatoa, al este de Java (Krakatoa, East of Java, 1969).


Escrita por Hal Dresner (1937), en torno a un relato del especialista en maquillaje -también en esta película- Daniel Striepeke (1930-2019), Silbido de muerte nos muestra en toda su esplendidez a un médico loco, de los de remate. Es decir, de los que justifica su actividad ilegal y siniestra tanto por vía de la religión como de la ciencia, y que tanto han hecho por la dignificación del género de terror y el fantastique. Dresner, a su vez productor de la película, es el responsable del guión de Licencia para matar (The Eiger Sanction, Clint Eastwood, 1975). Como nota más que anecdótica, por medio de un rótulo inicial se insiste en que las serpientes que aparecen en escena están vivitas y coleando. O sea, que son espantosamente reales. Y en efecto, se comprueba que así es. Basta con observar el estupendo y (des)medido trato de los actores con los reptiles.

 


En efecto, el doctor Carl Stoner (Strother Martin), pertenece al tipo de los iluminados, en su doble vertiente, vuelvo a repetir: por los dogmas científicos y los religiosos. Ambas creencias estrictamente personales, pero de consecuencias grupales. Claro que, en comparación con el retrato que el realizador hace de un colega científico, el presidente de la junta Ken Daniels (Richard B. Schull), uno de esos típicos chupópteros académicos, casi compadecemos a Stoner.


Carl, que vive apartado en el campo y experimenta en su propia vivienda, pretende que Daniels le confíe a uno de sus estudiantes para sus experimentos. Se supone que como ayudante, claro está, y no como sujeto de la experimentación. La “china” le ha caído a David Blake (Dirk Benedict).


La especialidad de Stoner es la herpetología, y aunque se dedique a los ofidios, “agallas” no le faltan, como demuestra su exhibición ante diversos turistas en el patio de su propia casa, extrayendo el veneno de una cobra. Además, Carl posee un apoyo laboral y emocional importante en su hija Kristina (Heather Menzies-Urich). En su trato con las serpientes, y con la excusa de la inmunización, Stoner aplica al sujeto paciente una inyección que, según él, es un gran paso para la humanidad. Lo curioso del entramado es que dicho paciente queda sometido a un proceso evolutivo que, en puridad, es involutivo, merced a los efectos, no digitales, sino manufacturados, esto es, de toda la vida, por parte de los especialistas John Chambers (1922-2001) y Nick Marcellino (1919-1999). Ambos veteranos procuran una terrorífica efectividad y desasosiego (al contrario de lo que sucede en la película que veremos a continuación). A cargo de la música, por cierto, estuvo uno de esos compositores cinematográficos más que respetables, pero no tenidos demasiado en cuenta a la hora de reeditar sus trabajos por las distintas compañías dedicadas al mundo de la banda sonora. La totalidad de títulos suyos disponibles en este momento se pueden contar con los dedos de una mano. Me refiero al espléndido Patrick Williams (1939-2018).



Con la mosca detrás de la oreja está el jefe de la policía, el sheriff Dale Harbison (Jack Ging), y su ayudante, Morgan Bock, pronunciado como Bach (Ted Grossman). En un apunte irónico, Stoner le pregunta al agente si su apellido tiene que ver con el músico, pero este no sabe de qué le está hablando. Las sospechas se acrecientan tras la muerte “en extrañas circunstancias” de un estudiante de la universidad de la población, Steve Randall (Reb Brown). Al margen de la chifladura del protagonista, el director tiene el acierto de incidir en su particular sensibilidad. Por ejemplo, nos lo muestra leyendo a Walt Whitman (1819-1892), con lo que, además de científico, se remarca que estamos ante una persona culta. Excelente es, así mismo, la idea de la feria donde se siguen exhibiendo tristes “fenómenos” (freaks) reales, bastante espeluznantes. Lo que, además, emparenta Silbido de muerte con otras propuestas clásicas extraordinarias como La isla del doctor Moureau (The Island of Doctor Moureau, 1896) de H. G. Wells (1866-1946), La metamorfosis (Die verwandlung, 1915) de Franz Kafka (1883-1924), o La mosca (The Fly, 1957) de George Langelaan (1908-1972), y sus respetivas adaptaciones. O esos documentales en los que un naturalista o aventurero convive con los animales y que podemos contemplar en alguna plataforma o en Youtube.

 

Ahora pasamos a nuestro siguiente título. En la estela de producciones para televisión como el revival Alfred Hitchcock presenta en los 80 (The New Alfred Hitchcock Presents, VVAA, 1985-1989), Cuentos asombrosos (Amazing Stories, 1985-1987), y otras películas por episodios como En los límites de la realidad (The Twilight Zone, John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller, 1983), que retoma lo expuesto en la década anterior por la productora Amicus. Por no retrotraernos a piezas tan espléndidas como Almorir la noche (Dead of Night, Alberto Cavalcanti, Robert Hamer, Charles Crichton y Basil Dearden, 1945). En cualquier caso, hay que retroceder -o avanzar, según se mire- a una época sin móviles.

 


En efecto, compuesta por capítulos está la simpática Pesadillas (Nightmares, Universal, 1983), puesta en escena de forma tan eficiente como anodina por Joseph Sargent (1925-2014), responsable de uno de los mejores policiacos de los setenta, Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One, Two, Three, 1974), y abocado a la televisión, en el sentido más noble del término, en sus inicios y al final de su carrera. Lo que le proporcionó una indudable capacidad para contar historias en dicho ámbito y ampliar de forma considerable su currículum. Junto a largometrajes como Colossus: el proyecto prohibido (Colossus, the Forbin Project, 1970), La noche que aterrorizó América (The Night That Panicked America, 1975), MacArthur, el general rebelde (MacArthur, 1977), La chica de oro (Goldengirl, 1979), El niño del mañana (Tomorrow’s Child, 1982), El terrible Joe Moran (Terrible Joe Moran, 1984) o La historia de Karen Carpenter (The Karen Carpenter Story, 1989), sobresalen algún capítulo de Bonanza (íd., 1959-1973), El fugitivo (The Fugitive, 1963-1967), Daniel Boone (íd., 1964-1970), Los invasores (The Invaders, 1967-1968), varios de Lassie (íd., 1954-1974), El agente de CIPOL (The Man from UNCLE; 1964-1968), y el episodio Las maniobras de la corbomita (The Corbomite Maneuver, 1966), de la seminal Star Trek, la conquista del espacio (Star Trek, 1966-1969).


El primer y el segundo episodio de Pesadillas fue escrito por Christopher Crowe (1948), también productor de la película, y el tercero y cuarto por Jeffrey Bloom (1945).



Terror en Topanga (Terror in Topanga) es el título del primer relato. El nombre responde a una localidad californiana en la ciudad de Los Ángeles (EEUU). Un lugar aislado lindante con un extenso parque, tan solo comunicado, por tierra, por una serpenteante carretera. Las casas salpicadas por la zona no tienen más vías de acceso que esta.


La historia no es nada del otro jueves, parte de una idea convencional (que incluso John Carpenter [1948] retomaría en su posterior Bolsa de cadáveres [Body Bags, Showtime, 1993]). Un perturbado ha escapado, no del Palacio de Congresos, sino de un centro para enfermos mentales (sí, ya sé que las similitudes son obvias). Pero la resolución sí es algo más novedosa. El juego con las (falsas) apariencias de las situaciones, es simple, pero sorprendente y eficaz.


Se da la circunstancia de que la protagonista de este trance, Lisa (Cristina Raines), es adicta al tabaco. Así es descrita por su marido Philip (Joe Lambie). La necesidad de ir a comprar un paquete de cigarrillos es la excusa para su encuentro, totalmente fortuito, con la maldad. La angustia que acompaña las acciones más cotidianas está bien expuesta (la visita a una tienda de ultramarinos y la falta de gasolina).


Hay un guiño muy de la época, que establece lazos emocionales entre el cine ya considerado clásico y las nuevas propuestas formuladas en los ochenta. Me refiero a la emisión televisiva de algún título referencial; en este caso, El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) de James Whale (1889-1957).


 

Otra adicción será el desencadenante del que considero el mejor capítulo de todo el conjunto, El obispo de Battle (The Bishop of Battle). Ambientación, los salones recreativos en plena era de “los marcianitos”. Uno a pie de calle, y otro en un centro comercial. Personalmente, recuerdo la llegada de los videojuegos a inicios de los años ochenta. Más propiamente, pues estos comenzaron a desarrollarse en la década de los setenta, me refiero al desembarco del ordenador personal en los hogares, y el querido magnetoscopio (el video doméstico), que ha desembocado en los actuales dispositivos audiovisuales.


Este es el escenario para el adolescente J. J. (Emilio Estévez). Su máximo afán consiste en alcanzar el treceavo nivel de un juego llamado “Pléyades”. Nivel que es tenido por imaginario -un bulo, un reclamo- para muchos. Pero J. J. está seguro de que existe. Lo anticipa un gráfico en forma de rostro, digamos que poco tranquilizador. Sobre todo cuando tiene la osadía de comentar que eres muy bueno, terrícola, pero no lo suficiente. Esto no molesta a J. J., lo incita aún más a seguir jugando.


El caso es que J. J. acaba venciendo a la máquina sin público, a solas, lo que refuerza la idea de que su pugna es tanto un reto como una obsesión estrictamente personal. La interacción con lo imaginario se ve fatalmente alterada, provocando una virtualidad en el plano de lo real (los gráficos salen de la pantalla), con lo que realidad y fantasía se (con)funden. El mejor amigo de J. J., Zoch (Billy Jacoby), asistirá atónito a la resolución de esta ruptura con la materialidad.


Lo que se deriva de esta adicción a “las pantallitas” es algo que sigue en plena vigencia. Puede que con más fuerza.



En La bendición (The Benediction), el tercero de los relatos, el estupendo característico Lance Henriksen (1940) interpreta al sacerdote católico Frank. En plena crisis de fe. Aunque el trayecto físico que emprende (co)incidirá de manera drástica con el espiritual: un encontronazo en una polvorienta carretera que recuerda mucho -de hecho es una relectura, por ser fino-, de El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971). Es decir, el acoso de un conductor sin identificar. Esta crisis se fundamenta en que el concepto del bien y del mal es una falacia. No se trata de determinismo, pues Frank piensa que todo está regido por la anarquía. La prueba a la que va a estar sometido, le va a hacer recapacitar a la fuerza, y nos es contada con algunos insertos en flashback.

 

El más insatisfactorio es el último de los capítulos. Visual y narrativamente. No porque la historia sea mala, sino porque su resolución visual, a base de imágenes superpuestas de baja calidad, deja mucho que desear (incluso en 1983). Se trata de La noche de la rata (Night of the Rat), que se implica con el miedo a lo monstruoso-animal. Más gracia tenía, en este sentido, Fieras radiactivas (Deadly Eyes, Robert Clouse, 1982). Steven (Richard Masur) y Claire (Veronica Cartwright) componen un clásico matrimonio con problemas y niña interpuesta, Brooke (Bridgette Andersen). El entorno de la casa es lo mejor. En lo bueno y en lo malo, puesto que, para mí, lo verdaderamente aterrador es ese inframundo que algunas viviendas norteamericanas tienen por basamento o sótano. Quedémonos con la profesional labor de los actores principales, en especial, Veronica Cartwright (1949), enfrentada de nuevo a un bicho de lo más desconcertante y a la búsqueda de un gato, y con la constatación del monstruo al final del relato, cuyo gruñido es capaz de provocar un auténtico fenómeno de poltergeist. Lástima que, como decía, la plasmación visual del engendro resulte tan pobre. Lo mismo para la música de Craig Safan (1948); previsible, no es de sus mejores empeños.

 


Curiosamente, ninguna de estas pesadillas acontece en el plano del sueño, sino en el de la vida real. Por otra parte, característica de la época es la excelente composición del cartel de la película. Salvo honrosas excepciones, otro arte que se ha venido abajo (como el de los trailers o avances de la película, provocativos y estimulantes en aquella época, a veces, por medio de una sola imagen).

 

Escrito por Javier Comino Aguilera




La colina de Watership, de Richard Adams, y adaptación Orejas largas, de Martin Rosen

05 enero, 2023

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ESPECIAL FESTIVIDAD REYES MAGOS


La figura literaria de la personificación es definida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como el hecho de atribuir vida, acciones o cualidades propias del ser racional al irracional (o a las cosas inanimadas, incorpóreas o abstractas). No sé a ustedes, pero a mí no me acaba de satisfacer esta definición. Me da la impresión de que lo irracional es vertiente que se acerca a lo humano más que al resto de animales. Pero hace mucho que dejé de tener a la Academia por bandera. Diría, si se me permite, que personificar es atribuir dichas cualidades humanas, en lo bueno y en lo malo, a seres no catalogados como humanos (que no es lo mismo que irracionales, y sin pretender caer en los abusos del animalismo).


A lo largo del tiempo, la personificación se ha convertido en un recurso dramático que se nos ha hecho muy familiar. Forma parte de nuestro entorno cultural. Esto se concreta además en el abierto belicismo (contrarias formas de pensar y, por consiguiente, mandar más sobre los demás que sobre uno mismo), que, no siendo prerrogativa de los humanos, se traslada a los personajes de nuestra novela: existen conejos que ansían la libertad y conejos siempre dispuestos a quitársela, en favor de no se sabe qué beneficios grupales. Esta es la esencia del libro de Richard Adams (1920-2016).

 

La colina de Watership (Watership Down, 1972; Seix Barral, 1998-2022) es el típico -que no tópico- caso de novela para niños que disfrutan los adultos. Entre otras cosas porque su texto es bastante extenso, y la edición que yo manejo, antes señalada, está carente de ilustraciones, salvo en algún casi aislado (I: I, III: XXXVIII). Para eso habría que esperar a la adaptación cinematográfica. No obstante, la dedicamos a los chavales que serán adultos, y a los adultos que no han dejado de ser niños. Eso que algunos motejan de infantilismo con total desconocimiento de causa.


La colina de Watership está articulada por un narrador, no solo omnisciente, sino multiforme. Es decir, con capacidad para interactuar y comprender a las otras especies. La de los conejos protagonistas, en este caso, y demás animales con que se codean. La estructura del libro muestra una división en cuatro partes, a saber, el viaje, la colina de Watership, Éfrafa, que es el nombre de otro espacio, y Avellano-rah, un sobrenombre. Como queda dicho, los conejos muestran categorías y capacidades humanas, incluida una estratificación por clases. Entre los líderes sobresalen, no los que ostentan los cargos de poder, sino los que saben buscar su libertad y encarar su destino pese a todas las dificultades.


Sucede que los conejos Quinto y su hermano Avellano no son creídos por el threarah, el conejo jefe (parte I: episodio I) cuando le advierten de un grave peligro. Su temor responde a un pálpito, una corazonada, que Quinto no sabe explicar con palabras. Aunque palabras son las que reposan en un cartel contiguo a la madriguera, que anuncia una inminente urbanización del terreno donde se hayan sus abrigos. El peligro, sea cual sea, está cada vez más cerca (I: III), insiste Quinto. A partir de ahí, se inicia su viaje, en compañía de otros congéneres que desean cambiar de aires. Zarzamora, Pelucón, Espino Cerval, Diente de León, Fresón, etc. Muchos conejos se pasan la vida en el mismo lugar y nunca corren más de un kilómetro seguido (I: IV). Lo cual no es una invitación a huir de las responsabilidades, sino justo lo contrario.

 

Richard Adams

Como es de suponer, este viaje iniciático incluye el descubrimiento, no solo de uno mismo, sino de otros artilugios “prodigiosos”, y un trayecto cuajado de imprevistas adversidades. Así, descubren el manejo de una balsa como medio de transporte (I: VIII), a la par que se enfrentan al ataque de unos fieros cuervos (I: IX), o atraviesan una carretera (I: X), mientras se preguntan ¿quién sabe por qué hacen las cosas los hombres? (I: XII). También se produce el encuentro con otro grupo de conejos, liderado por Prímula. Entre los inconvenientes, uno de los más severos lo constituyen las heridas que a Pelucón le han causado un alambre-trampa (I: XVII). Por suerte, se podrá reponer. Al otro lado de las colinas, hacia el sur, y atravesado el arroyo, la expedición es sorprendida por un mundo de maravillas, no exentas de peligros y mezquindades. Como nosotros mismos, desde el momento que nos aventuramos en el espacio exterior.


Las comparaciones no acaban aquí. Como los pitufos, estos protagonistas disponen de su propia deidad (Frith), su vocabulario, onomatopéyico, aunque en este caso, se limita al empleo de unas pocas palabras, y su propio acervo cultural en forma de relatos orales (III: XXXI, III: XLI), junto a la propia narración del viaje y lo acontecido a la colonia (II: XXI, XXVII). No en vano, los viajeros y peregrinos siempre han necesitado de historias que contar a la lumbre. Para reflexionar y divertirse. También en el mundo animal. En Canterbury y en Watership. Al punto de convertir la historia que se nos está narrando en un relato en sí mismo, dentro de la narración (III: L), como bien estableció Miguel de Cervantes (1547-1616) en su obra magna. Lo acontecido es algo que se va a narrar al resto de personajes que surgirán después.

 

Más asequible a los niños, por volumen, parece la adaptación cinematográfica escrita, producida y dirigida por el neoyorquino Martin Rosen (1936). Esta comienza con la excelente exposición del mito del origen de los conejos. En seguida notamos la inapreciable colaboración de la música de la inglesa radicada en EEUU Angela Morley (Walter Scott antes del cambio de sexo, en pionera determinación con Wendy Carlos; 1924-2009). La excelente partitura se halla publicada por Columbia (CBS, 1978), reeditada por Sony Music / Vocalion. Contó con la colaboración de un tema cantado por el insigne Art Garfunkel (1941), que no suena en la película (al menos, en la copia que yo dispongo), pero sí forma parte del disco, compuesto por otro autor no muy divulgado, pero que elaboró la que, para mí, es una de las mejores bandas sonoras cinematográficas de los años setenta (y mira que es arduo escoger en esta década o la siguiente): Caravanas (Caravans, James Fargo, 1978). También publicada por Columbia. Me refiero a Mike Batt (1949). Su aportación es la referida canción, llamada Bright Eyes, que incluyo al final de este artículo.


En español, la película, se tituló Orejas largas -bonito título- (Watership Down, Nepenthe Productions – AVCO Embassy – EMI, 1978), donde todas las habilidades trascendentes anteriormente descritas convergen en el pequeño Fiver (Quinto: los nombres de los personajes se mantienen en el original ingles), que en compañía de su hermano mayor Hazel (Avellana), se internan en lo desconocido, haciendo frente a las élites de conejos que forman parte de esa personificación a la que antes me refería. El líder de la conejera se muestra condescendiente y solícito, atento en apariencia a las peticiones de Fiver y Hazel. Como un político o líder carismático. Pero pronto queda claro que lo que desea es quitárselos de encima cuanto antes. Por su parte, Fiver no sabe concretar cuál es su aprensión. Como les pasa a algunos seres humanos, sabe que algo va a suceder, pero no el qué. Por ejemplo, al no saber leer, no entiende el cartel del edificio en construcción que ha sido plantado en los márgenes de la colonia. En realidad, lo que los mueve a partir es la “humana” necesidad de no quedarse estancados, de explorar nuevos caminos. De descubrir lo que hay más allá de la conejera. Se vuelve más difícil cuánto más lejos vamos; ¿a dónde vamos?, trata de concretar Quinto.



La película muestra las principales tramas y escenarios de la novela, bien adaptados, de forma más sincrética, como corresponde al cambio de formato, trasladando los pensamientos y sensaciones del narrador a las imágenes. El espeso y acechante bosque, la huida de un amenazador perro que hace cruzar un río caudaloso, la carretera (en dos direcciones) que han de atravesar igualmente, el desafortunado encuentro con un ave rapaz, con otras comunidades, con el “Capitán Holly”, uno de los lugartenientes de la antigua madriguera; con los inevitables humanos, de los que forma parte la trampa para conejos (capítulo bellamente resuelto en la pantalla por medio del fundido a negro de la visión de Dewit [Rocío]; con suerte, con transición posterior), la visita a una granja, la amistad con un pájaro herido (Keehar), la huida última tras el enfrentamiento entre bandas -filosofías rivales-, y por supuesto, la percepción de un más allá, donde también van a dar los conejos, y que Fiver percibe como algo real y sustantivo. Pese a su grafismo conscientemente naif, es imposible no conmoverse con este episodio.


Hacía mención al desafortunado acercamiento con los seres humanos. Excepción hecha de los más pequeños, a los que, de alguna manera, va dirigido el libro. En efecto, la interacción con los humanos se limita a escapar de ellos salvo en un caso, cuando una niña granjera libera a Avellano (III: XLIX).


La película se benefició en su versión original de un sensacional plantel de actores que puso voz a los protagonistas. Nombres como los de Zero Mostel (1915-1977), Ralph Richardson (1902-1983), Denholm Elliott (1922-1992), Nigel Hawthorne (1929-2001), Harry Andrews (1911-1989), Joss Ackland (1928), o el entrañable Roy Kinnear (1934-1988), entre otros.

 

 

El contacto con la naturaleza personificada encuentra su más excelsa representación en Walt Disney (1901-1966), y en obras literarias como Winnie the Pooh (íd., 1926-1928), de Alan Alexander Milne (1882-1956), Mary Poppins (íd., 1934-1988), de Pamela L. Travers (1899-1996), El viento en los sauces (The Wind in the Willows, 1908), de Kenneth Grahame (1859-1932), Los cuentos de así fue (Just So Stories for Little Children, 1902), de Rudyard Kipling (1865-1936), y otros. En el cine, la equivalencia la hallamos en la íntimamente espectacular Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingstone Seagull, Hall Bartlett, 1973), según la obra homónima de 1970 de Richard Bach (1936). No son malas alforjas para tan arduo recorrido.

 
Escrito por Javier Comino Aguilera

Bright Eyes (Batt / Garfunkel, 1978)


Para el sábado noche (CXXIV) Especial Año Nuevo: Seis destinos, de Julien Duvivier

01 enero, 2023

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Intercambiar la ropa, incluso pasarla de hermanos mayores a pequeños, o de padres a hijos, puede considerarse una tradición, además de una necesidad. A veces vienen por casa solicitando la contribución en ropa usada. En estas ocasiones, no puede uno evitar pensar en quiénes serán sus destinatarios. En la red de relaciones que, de forma directa o indirecta, componen nuestras vidas. Vidas más que paralelas, cruzadas, unidas por determinados vínculos y artículos de primera o segunda mano (ejemplo básico lo encontramos en los libros).

Esta es la idea nuclear de Seis destinos (Tales of Manhattan, Twentieth Century Fox, 1942), que nos narra la muy accidentada trayectoria de un traje de gala, en distintas manos, pero similares sisas. Todas ellas, vidas errantes, por mucha estabilidad que parezca proporcionar el dinero o la situación social.
 
Qué quieren que les diga. En fechas tan señaladas -como se suele decir-, también es gratificante escuchar la fanfarria compuesta por Alfred Newman (1900-1970) para la Twentieth Century Fox. Es algo así como estar en casa: la única que siempre muestra sus puertas abiertas. A continuación, desfilan los artistas participantes, que iremos desgranando, y el equipo técnico de la película, titulada en el original inglés, como queda dicho, Tales of Manhattan. Una denominación que delimita más el alcance físico y hasta metafísico de los relatos aquí contenidos, y la pieza de orfebrería costurera que los engarza. En la fotografía, Joseph Walker (1892-1985), responsable de Horizontes perdidos (Lost Horizon, Frank Capra, 1937), Luna nueva (His Girl Friday, Howard Hawks, 1940) y Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946); partitura de Sol Kaplan (1919-1990), edición del malogrado Robert Bischoff (1899-1945), que montó, entre otras, Sherlock Holmes contra Moriarty (The Adventures of Sherlock Holmes, Alfred L. Werker, 1939), y como patrón, un guión tejido por varias manos, a cargo de Ben Hetch (1894-1964), Ferenc Molnár (1878-1952), Donald Ogden Stewart (1894-1980), Samuel Hoffenstein (1890-1947), Alan Campbell (1904-1963), Ladislas Fodor (1898-1978), Laszlo Vadnay (1904-1967), Laszlo Gorog (1903-1997), Lamar Trotti (1900-1952) y Henry Blankfort (1904-1993). Parece que con alguna participación no acreditada de Billy Wilder (1906-2002) y el mismísimo Buster Keaton (1895-1966). La película la dirigió el francés radicado en Estados Unidos, Julien Duvivier (1896-1967). Director a tener en cuenta siempre.
 

Los seis destinos del atuendo se corresponden, por lo tanto, con seis historias bien hilvanadas. Como vasos comunicantes. En la primera de ellas, asistimos a la puesta en escena de una puesta en escena; es decir, los amores, celos y desamores del actor teatral de éxito Paul Orman (Charles Boyer) con la popular y reputada actriz Ethel Halloway (Rita Hayworth), adinerada gracias a su matrimonio y forzado entente cordiale con el potentado John Halloway (Thomas Mitchell). Un apasionado flirt que se traslada de unas tablas a otras.

Pues bien, Paul Orman encarga y adquiere un traje nuevo a su sastre de confianza, Lazar (Robert Greig). Es el primer destinatario. Su mayordomo, el señor Luther Lassard (Eugene Pallette), que ha asistido a los prolegómenos del corte y confección, no tiene reparo en declarar que sobre este traje pesa una maldición, puesto que como Christine (Íd., John Carpenter, 1983), ya desde la cadena de montaje el atuendo ha causado algunos problemas. Por su parte, Paul no atiende a tales supersticiones, pues bastante tiene con mostrarse tan melodramático y compulsivo como en su vida actoral. Seguramente, no existe diferencia entre la una y la otra. Un excelente apunte de realización lo hallamos en la magnífica compostura de Ethel, antes de reencontrarse con Paul en su casa, donde se celebra una soirée, nada más verlo llegar. Se trata de otra de esas atractivas consortes cuyo marido se dispone en todo momento a cortar por lo sano todo atisbo de apetencia extramatrimonial. De hecho, Paul ha acudido para forzarla a airear su relación, con la excusa del rompimiento.

El capítulo es pródigo en escenarios espléndidos, que denotan cierto regusto, si no origen, teatral. Estos son un amplio salón, un pabellón de caza –repleto de cornamentas-, y el jardín que lo precede, neblinoso, y que no desentonaría en una producción misteriosa de la Universal (la fotografía es en blanco y negro).

Sobresale el duelo dialéctico, filmado a base de planos cortos, con los rostros de los protagonistas. Diálogo acerado que trata de tomarle las medidas al desafiante ménage à trois. Así como el empleo del picado y contrapicado por parte de Duvivier, tan expresivos como los planos detalle (de un arma, unas manos), en la ejecución narrativa. Tal parece que los personajes están representando una de las obras melodramáticas de Paul, hasta que la vida imita al arte de forma, casi diría, que descarada.
 

Después de este atropellado encuentro con los modelos reales, y no los maniquís, Luther, el mayordomo y chófer de Paul Orman, acaba entregando el traje a su colega Edgar (Roland Young), empleado, a su vez, del señor Harry Wilson (César Romero). Harry está prometido con Diana (Ginger Rogers), cuya principal amiga y confidente es Ellen (Gail Patrick), también de clase alta. Seguimos entre los sugestivos y apasionantes rascacielos de Manhattan. Por su parte, Harry, tiene por confidente a su leal amigo George (Henry Fonda).

Es este un episodio de comedia de enredo, en torno a otro traje y su confusión con el que nos incumbe. Traje cuyo contenido alberga las pruebas de una infidelidad. El segundo capítulo puede considerarse, de facto, la historia de un enamoramiento en un solo acto (es decir, a primera vista). 

A continuación, nos es presentado Charles Smith (el formidable Charles Laughton), un músico talentoso que, para sobrevivir, trabaja en un bar. El del señor Walker (Dewey Robinson). Para desánimo de él y de su esposa Elsa (Elsa Lanchester; ambos, matrimonio en la vida real). Pero lo que Charles realmente quiere es componer y dirigir una gran orquesta. La oportunidad le llega de la forma más inesperada, aunque muy trabajada por el artista. Esto es, yendo y viniendo, tras muchas entrevistas aplazadas y contestaciones negativas, abriéndose un hueco en el espacio copado por los que han llegado antes. Aunque para Charles, el espacio –que le corresponde- se va a crear, de la mano del reputado director y también compositor Arturo Bellini (Victor Francen). De este modo, podrá dirigir su propia obra, gracias a que le ocurre eso que antes sucedía por el mundo: que alguien se dignaba echarte una mano, sin necesidad de ser un pariente. Algo que en nuestra sociedad actual está tan obsoleto como los knickerbockers, los pantalones-campana y los sombreros para caballero.

En otro espléndido momento de guión y realización, descubrimos la pieza clásica de Chopin (1810-1849), que Charles convierte en una improvisación jazzística, ante la presencia inquisitiva del señor Walker. Al fin y al cabo, como decía mi añorado Juan Claudio Cifuentes (1941-2015), lo bueno del jazz es que toda música es susceptible de convertirse en él.

La compasión y filantropía hacen acto de presencia en este tercer acto de forma más llana y abierta. Teniendo esto en cuenta, es curioso comprobar cómo el frac se va ir degradando conforme las historias se revisten de una mayor humanidad.
 

Y así llegamos hasta el cuarto capítulo. Hace tiempo que se perdió la pista del siguiente receptor del traje, Avery L. Brown, Larry para los pocos amigos que aún le quedan. Pues Larry es un menesteroso, por el que el tiempo y las circunstancias han pasado de forma drástica. Un día le llega al albergue donde se aloja la invitación para una cena aniversario con sus antiguos compañeros de promoción en la universidad. Nada menos que en el Waldorf Astoria, y de rigurosa etiqueta. Él no se siente con la debida disposición, pero accede a petición de quienes lo cobijan, los regentes de una de esas misiones caritativas, Joe (James Gleason), su esposa Molly (Mae Marsh), y su hija Mary (Barbara Lynn). Se diría que lo han hecho a medida, dice esta última cuando Larry consiente en probarse el frac. Lo que no puede decirse del resto de la sociedad.

Larry acude finalmente, y en lujoso hotel habrá de enfrentarse al malicioso Williams (que ni pintado George Sanders), y a su propia inseguridad, sobre todo, cuando se reencuentra con su antiguo profesor, el ya anciano señor Lyons (Harry Davenport), que se acuerda de todos y cada uno de sus antiguos alumnos.

No hemos de desvelar nada más. El quinto destino del atuendo es efímero. En una tienda de saldos, los señores Langehanke (la proverbial Margaret Dumont y Chester Clute), reparan en el traje. En realidad, el episodio es una especie de chiste, donde el borrachín profesor Pufflewhistle (W. C. Fields), es confundido con un ponente que ha de dar una charla contra el líquido demoníaco (el alcohol), en un club social para abstemios, y en el que se pone ciego durante el proceso. Encuentro oficiado por Madame Langehanke, que resulta ser más espirituoso de lo que se pretendía.

Según tengo entendido, este relato quedó desgajado de la versión en español, imagino que por razón de la longitud de la película (porque otra cosa…), más de dos horas, aunque ahora se ha recuperado en su versión original.
 
 
Por último, y como llovido del cielo, el traje va a dar con sus cada vez menos vertebradas junturas en una comunidad “de color”, un reducto para pobres a las afueras, después de que un par de ladronzuelos (J. Carrol Naish y Charles Tannen), extrajeran la prenda de una nueva tienda de ropa usada. Desde una avioneta, se precipita a esta comunidad, el día de Nochebuena. La gracia (divina), está en que los bolsillos del vapuleado frac contienen el valiosísimo botín que estos dos sinvergüenzas han ido acumulando gracias al sudor de la frente de otros. Un regalo de Navidad para esta comunidad y sus firmes creencias. Suficiente para satisfacer algunas de las necesidades más perentorias de este grupo de indigentes sostenidos por la fe, y cuyas cuentas son llevadas por la hermana Esther (Ethel Waters), su esposo Luke (Paul Robeson), y el reverendo Lazarus (Eddie ‘Rochester’ Anderson). Se trata de un buen colofón, que acaba por dignificar la prenda, poniendo fin a sus seis ajetreadas ocupaciones. Hasta su destino final como espantapájaros.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


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