Historias de intriga y de aventuras, de Arthur Conan Doyle

30 octubre, 2021

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ESPECIAL HALLOWEEN 2021

Es la tercera vez que leo Historias de intriga y aventuras, una recopilación efectuada por la editorial Valdemar para su colección Club Diógenes (1995, pero se ha seguido editando). Se trata de uno de esos libros-amigo a los que poder volver y que siempre te atrapan y arropan. Cuando salió publicado, degusté esta selección de relatos de Arthur Conan Doyle (1859-1930), y al hacerlo de nuevo, se me ha ocurrido compartirlo con nuestros lectores, completando la lista de sugerencias para este Halloween, que deseo muy entretenido y escabroso para todos.


El volumen lo forman trece narraciones o misterios que quedan establecidos de la siguiente manera: al igual que el doctor John Watson, el narrador se va haciendo eco de unos extraños sucesos que, con el tiempo, son puestos negro sobre blanco, y a veces descifrados con rotundidad. En la primera de estas narraciones, asistimos a unas recientes declaraciones que tratan de arrojar luz sobre un caso sumamente insólito, el de El tren especial desaparecido (The Story of the Lost Special), en ruta de Liverpool a Manchester. El transporte, que avanza inexorable con documentos comprometedores para la salud del gobierno (hay cosas que no cambian nunca), poco menos que se volatiliza en el aire, sin que, hasta ahora, haya podido hallarse el menor rastro de él. Como nota sardónica, Arthur Conan Doyle introduce la referencia a un “agente confidencial” del Estado que participa en el esclarecimiento del hecho, fracasando en el intento. Además, se observa una conexión con el detective que todos tenemos en mente, ya que con cierta simpatía metaliteraria, el autor se refiere a él indirectamente al incluir, en el desarrollo de la investigación, la participación de un aficionado a la lógica que gozaba de cierta fama. Una auto-referencia que se vuelve a dar en el episodio llamado El hombre de los relojes (The Man with the Watches), que a su vez propone un misterio criminal, también sin resolver, que como en el caso previo, verá la luz al cabo de los años, desarrollándose nuevamente en el interior de un vagón de tren. En él, un pasajero sin identificar aparece asesinado, y otros tres son dados por desaparecidos. Estos últimos son tenidos por responsables del citado crimen, pero el asunto no es tan sencillo como aparenta...

Imagen de Yorkshire (Inglaterra)

Conan Doyle nos depara más crónicas, adscritas al estilo periodístico algunas de ellas, pero siempre sazonadas por el misterio. Como El debut de Joyce, el bimbashi (The Debut of Bimbashi Joyce), donde Hilary Joyce ha sido destinado al mando de un puesto militar en la intersección de dos rutas caravaneras, en Sudán, cerca de Jartum (África). Allí, instalado en las proximidades de un oasis, queda al mando de un grupo de soldados sudaneses. Es este un relato con trasfondo histórico, tan del gusto del autor (esa primorosa Compañía Blanca), cuyos datos verdaderos se combinan con la verosimilitud de la ficción con total perfección. La anécdota que se describe ha de ver con un prisionero que resulta no serlo, ya que la esencia principal de la narración reside en la cuidada descripción del ambiente y las impresiones del protagonista.

El marco espacial, una ancestral casa victoriana, también tiene su peso específico en El cazador de escarabajos (The Beetle-Hunter), donde el joven doctor Hamilton, experto en zoología, acude a una entrevista de trabajo, a requerimiento de un anuncio en el Standard (periódico real pero que encuentra una traslación adicional en el Strand Magazine, donde publicaba el autor). Se trata de atestiguar la posible locura “esporádica” del célebre entomólogo sir Thomas Rossiter. ¿Estará el gran estudioso de insectos como una cabra?

Otrosí. El señor Upperton, un poeta y anacoreta, erudito de la mística, se refugia en una casita que él mismo ha dispuesto en pleno páramo inglés. Turismo rural y espiritual. Allí no llega ni Amazon. Pero las cosas no resultarán tan plácidas para el foráneo, cuando entable relación con El cirujano de Gaster Fell (The Surgeon of Gaster Fell), y una misteriosa dama… Seres ermitaños en un entorno de apariencia desolada que bien podría ser el de Dartmoor, aunque el presente se ubica en Yorkshire.


Espléndido resulta El hombre de Arkángel (sic) (The Man from Archangel), en el que un procurador con tendencias al estudio de la química, la literatura y la filosofía, ha recibido unas posesiones junto al mar como herencia. Como en el relato anterior, su vida parece entregada al estudio y la soledad más o menos comedida. Me desagradaban todos los hombres, especifica. Me repugnan sus pequeñas bajezas, sus convencionalismos, sus farsas, sus ideas estrechas del bien y el mal (…) con sus políticas, sus inventos y charlatanerías. Es este un cuento introspectivo más allá de la mera primera persona, que se completa con la peripecia de dos náufragos que vienen a perturbar el aislamiento voluntario. Emerge un amor no correspondido entre el fornido capitán de un barco y una delicada muchacha rusa. Tan solo en el fragor del mar encontrarán estos personajes la paz que anhelan.

Otra bonita historia de amor complementa el mosaico afectuoso en La caja barnizada de negro (The Japanned Box), cuando uno de los dos miembros de la pareja está ausente… No conviene decir más, como averigua el joven profesor particular que acude a la casona donde se le permite el libre desenvolvimiento, pero se le veda la entrada a la habitación de la torre, cobijo de una peculiar caja barnizada de negro.

A continuación, de forma mordaz pero contundente se pone en evidencia en El gran motor Brown-Pericord (The Great Brown-Pericord Motor) la disputa por una patente (un invento, una creación), por parte de un ingeniero y un mecánico: dos elementos esenciales para la consecución de un proyecto, incapaces de armonizar.

Por su parte, El médico moreno (The Black Doctor) es un relato que bien podría formar parte de las andanzas de Sherlock Holmes, sito en una de esas aldeítas apartadas y encantadoras, con trasfondo amoroso y confusión de identidad. En palabras de su autor-narrador, se trata de uno de esos dramas que absorben el interés de toda una nación. Dicho y atestiguado queda.

Grabado de una casa victoriana

El cuarto de la cerradura lacrada (Locked-Room Mystery) es otro cuento maravilloso. Resulta que un procurador -uno más- andarín (flâneur comme il faut), echa una mano a un joven ciclista que acaba de sufrir un percance, una caída, para que pueda llegar a su casa, en las cercanías. Es esta una solitaria e intrigante mansión a las afueras de Londres, que alberga al muchacho y a un misterio, pues los espacios también atesoran historias que no siempre son agradables, y que perviven, sobre todo si se tiene la capacidad de percibirlas.

A lo largo de muchas de estas narraciones podemos comprobar que una característica temática de Conan Doyle es la redención por amor o el infortunio en las relaciones. Otro ejemplo lo hallamos en El pectoral del pontífice judío (The Jew’s Breastplate), contenedor de doce magníficas piedras cuadradas y grabadas con caracteres místicos. Urim y Tummim, es decir, piedras sagradas que reposan en un museo, y que plantean una estimulante cuestión de pertenencia, de vida propia.

Escenas copiadas (Borrowed Scenes) es una humorada en la que destacan las citas a Lope de Vega (1562-1635) y Calderón (1600-1681), aunque quien subyace en estas líneas es Miguel de Cervantes (1547-1616). Un “lunático” se afana en seguir los pasos caballerescos de su maestro literario por la campiña inglesa. Resulta entretenido, algo estrambótico, y precedente del estupendo El regreso de don Quijote (The Return of don Quixote, 1926), de Chesterton (1874-1936).

El volumen concluye con El cuarto de la pesadilla (The Nightmare Room). Nueva humorada en la que se pone en entredicho toda la puesta en escena que se describe, mediante un certero quiebro que lo descoloca todo (una dramática situación triangular pasa a coinvertirse en otra cosa).

Cabe destacar, para finalizar, la querencia de Arthur Conan Doyle por los personajes al margen, en el sentido de tomar a profesionales poco comunes. Aparte de que muchos de sus protagonistas son hombres, jóvenes o adultos, que muestran cierto desapego, no tanto con la realidad social, como con la sustantividad de los seres humanos, un perceptible incomodo en su relación con los demás. Lo que resulta harto estimulante. Sin perder nunca de vista los nuevos inventos y artilugios, expresión del más prometedor futuro, como pudiera ser un fonógrafo, o una pertinente idea filosófica extraída de alguno de los volúmenes que pueblan los distintos escenarios de estos relatos. Hasta llegar incluso al enfrentamiento físico con naturalezas de todo tipo.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Especial Halloween: Me casé con una bruja, de René Clair, y Brujería, de Don Sharp

28 octubre, 2021

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 ESPECIAL HALLOWEEN Y TODOS LOS SANTOS


Llevamos un mes y pico de espantos que ni les cuento. Comenzamos con los tiernos infantes y adolescentes de Cumpleaños sangriento (Bloody Birthday, Ed Hunt, 1980) y Comportamiento perturbado (Strange Behavior, Michael Laughlin, 1981), en nuestra entrega de El autocine de septiembre, muy útil a la hora de iniciar con precaución el nuevo curso escolar. Después continuamos poniendo nuestras mentes a prueba con los scanners de David Cronenberg (1943). Para los supervivientes a tanto sobresalto, acometimos luego los trastornos tripolares de los muertos y enterrados y el íncubo. Cosa fina. Pero ahora me ha parecido oportuno, en nuestro especial de Halloween para este año (como prefieran: Víspera de Todos los Santos, Día de Todos los Santos y Día de Difuntos, es decir, treinta y uno de octubre, uno y dos de noviembre), regresar al cine clásico. Ya saben, aquel por el que no pasan los años. Atender a los repullos comedidos y bien articulados de una sosegada puesta en escena.

Temores especialmente amables en el primer caso que nos va a ocupar. Resulta que el apuesto Fredric March (1897-1975) tiene un pasado escabroso. No sé si decir que en sus vidas anteriores, pero desde luego sí que los antecesores del personaje que interpreta no se han conducido con demasiada ejemplaridad. No en vano, Me casé con una bruja (I Married a Witch, Cinema Guild-United Artist, 1942), comienza con las siguientes palabras impresas en un rótulo: hace mucho tiempo, cuando la gente creía en las brujas… Allí estaba Jonathan Wooley (Fredric March), de Nueva Inglaterra (EEUU), contemplando la quema de una hechicera, a sabiendas de que no era culpable, o al menos no tan culpable como los supersticiosos lugareños pretenden con ansia de fuego. El referido prolegómeno es irónico por doble motivo: advierte acerca del exterminio criminal y el celo fervoroso (¿religioso?) de las gentes del pasado, en un trasvase de la Europa protestante a los pioneros de EEUU (el Mayflower Power), y además propone un soporte cinematográfico que se va a servir de la materialidad de las brujas en el presente histórico del relato. No debemos olvidar que, aunque el realizador René Clair (1898-1981) es de origen francés, la crítica la llevan a cabo norteamericanos, ironizando sobre esa porción de su pasado que, como todo lo relacionado con la brujería, se resiste a fenecer.

En este elenco tras las cámaras destaca la espléndida música de Roy Webb (1888-1982), que adereza el relato empleando el divertido estilo musical Mickey Mouse (ojalá se hiciera una buena grabación), así como la seductora elegancia de la diseñadora Edith Head (1897-1981) y la fotografía del fenomenal Ted Tetzlaff (1903-1995). Escrita por Robert Pirosh (1910-1989) y Marc Connelly (1890-1980), dos excelentes guionistas, Me casé con una bruja gira en torno a una historia de Thorne Smith (1892-1934) y Norman Matson (1893-1966), parece que con alguna aportación de Dalton Trumbo (1905-1976). En realidad, podría haber sido extraída de cualquier antología de cuentos de fantasmas para niños o adultos, de esos al amor de la lumbre.


No sería la última vez que René Clair se vería involucrado en una trama de corte fantástico, como confirma la posterior La belleza del diablo (La beauté du diable, 1950), inspirada recreación del Fausto (Faust, 1808 y 1832) de Goethe (1749-1832) en clave de comedia. Prosiguiendo con nuestro ejemplo, dejamos a Jonathan en Nueva Inglaterra. Allí una turba de protestantes fanáticos están más que dispuestos a pasar por las llamas a una mujer acusada de brujería, Jennifer (Veronica Lake), y de paso a su protector padre, Daniel (Cecil Kellaway). No diremos que se trata de una supuesta bruja, puesto que sus prácticas parecen demostradas. Lo que da bastante coraje a la hechicera es que la hayan cogido con las manos en el caldero. No hay cuidado, ella envía una maldición a los Wooley y sus descendientes. ¡Por algo es bruja!

La imprecación se materializa sucesivamente en los descendientes de Jonathan, hasta llegar a Wallace Woolley (Fredric March de nuevo). Todos ellos van a comprobar la eficacia de esta maldición al ser incapaces de tener suerte en el amor. Y buena prueba de ello es la relación de sumisión que Wallace mantiene con su insufrible prometida, Estela Masterson (otro tipo de “bruja” servida en bandeja por Susan Hayward). Se da la circunstancia de que Wallace es candidato a gobernador. Ya se sabe que desgraciado en amores…

Estando en uno de los típicos aquelarres políticos con derecho a cóctel, un rayo cae sobre un árbol cercano, que mejor o peor, contenía los “espíritus malignos” de los sacrificados, que de esta guisa son liberados. La naturaleza en forma de rayo, como en el caso de la energía artificial en El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), et alii, propicia lo fantástico. Estos espíritus son, por supuesto, Jennifer y su padre Daniel. Para demostrar su descontento ante la injusticia de los mortales, comienzan abrasando un hotel -de nuevo las llamas- para más señas llamado “de peregrinos” (Pilgrim Hotel). Queda demostrado que están a la altura a la hora de causar perjuicio. El resto de la película decidirá si también son capaces de lo contrario.


Entre tanto, padre e hija, debidamente materializados, deciden dar un giro a la condena. Se trata de hacer imposible la relación de Wallace con una chica como Jennifer-Veronica Lake, por la que el candidato se siente irremisiblemente atraído. Aunque para la magia del amor no hay nada imposible. Flaco favor le presta, no obstante, al futuro y casto gobernador.

Soy mayor de lo que crees, le espeta Jennifer a Wooley. Finalmente, el protagonista es consciente de que se ha casado con una bruja, pero eso no impedirá la futura convivencia. En este sentido, los mecanismos de Me casé con una bruja son los de una comedia romántica, entre sofisticada y fantástica. Una rareza en sí misma que se sigue dejando ver con agrado. Para empezar, es Jennifer la que ha hechizado a Wallace con su presencia, y no con sus fórmulas, lo que desemboca en una intriga amorosa que juega al equívoco, y que bien podría haberse titulado “Historias de Nueva Inglaterra”. Estupendo golpe de humor es el desglose de la tarifa del juez de paz que los casa. Así como el hecho de que sea Wallace quien proporcione a Jennifer la poción que esta le ha preparado. Él lo hace para reanimarla, sellando el definitivo destino de la maldición.

Muertos que no están muertos y enredos encantadores, son la esencia del simpático relato, el nudo romántico por el que se trastoca la realidad en la que nos desenvolvemos, esa que nos resulta perceptible. En el último tercio, Jennifer vuelve a tomar las riendas y ocupar, como mujer preparada que es, el lugar que le corresponde. Con el sarcasmo final de que el espíritu de la magia se cierne sobre las masas y hace ganar a Wooley las elecciones (esto explicaría un sinfín de cosas). Todo el censo electoral lo ha votado, declara admirado uno de los miembros de la campaña.

La sensación que depara Me casé con una bruja, como hacía presagiar el rótulo inicial, es que el tiempo de los hechiceros y la magia ha desaparecido por arte de realismo, y que ya apenas tiene cabida en la edad moderna (y cuando la tiene es para denunciar falsos tratamientos milagrosos o contemplar estupefactos exorcismos que representan la más atroz incultura). Nada más lejos de la realidad, la magia la crea uno mismo, y el cine es buena prueba de este aserto.

Más enjundia argumental posee Brujería (Witchcraft, Twentieth Century Fox, 1964), aunque el glamour de la previa no son las sombras que persigue la presente, escrita por Harry Spalding (1913-2008), responsable de la fenomenal Los ojos del bosque (The Watcher in the Woods, John Hough, 1980), y puesta en escena, bastante eficazmente, por el australiano afincado en Reino Unido, Don Sharp (1921-2011). Pieza de culto a mayor gloria y resurrección de Lon Chaney Jr. (1906-1973).

Una máquina aplanadora hace de las suyas al profanar las carcomidas lápidas de un cementerio local, antiguos vestigios de vidas pasadas no siempre entregadas a lo piadoso. ¡No puede desenterrar a los muertos!, vocifera el angustiado Morgan Whitlock (Lon Chaney Jr.), en un planteamiento que recuerda al del posterior Poltergeist (Íd., Tobe Hooper, 1982).

Hay razón para el espanto, pues las tumbas forman parte del vetusto panteón de los Whitlock, sito en un entorno que está sufriendo severas remodelaciones. La zona destinada a camposanto debía ser preservada de las obras, pero el socio del arquitecto Bill Lanier (Jack Hedley), el especulador y desaprensivo Myles [sic] Forrester (Barry Linehan), no ha respetado el trato. Será la primera víctima.

Como en el caso anterior, otra maldición flota en el ambiente, nada decrépito, sino inserto en la vida moderna, aunque con su toque tétrico de representación.

Morgan Whitlock tiene una sobrina, Amy (Diane Clare), que está secretamente enamorada del hermano menor de Bill, Todd (David Weston), como sucede en tantas tramas con familias enfrentadas. Los Whitlock son de abolengo, y consideran a los Lanier unos advenedizos. Ellos son los mencionados William y Todd, la esposa de Bill, Tracy (Jill Dixon), tía Helen (Viola Keats), y la abuela Malvina (Marie Ney), que vive recluida en su habitación desde el fallecimiento de su esposo. Habitan una mansión como el género (de)manda, plantada en mitad del campo. Un entorno à la Corman, despojado. Adornado por la adecuada música, con pasajes inquietantes sorteando el tópico, del interesante Carlo Martelli (1935).


Don Sharp sabe mantener la atmósfera haciendo que Bill compruebe por la noche el estropicio que han causado sus máquinas y operarios, a su pesar. Un emplazamiento reverenciado donde se supone que hace más de cien años no se ha enterrado a nadie. Se supone. En una de las lápidas partidas, Bill descubre unos signos ocultistas. Los restos humanos corresponden al siglo diecisiete, pero, ¿de verdad están inermes? ¿Descansan en paz, como es su obligación?

Como en la película de René Clair, el espíritu del mal se encarna, aunque lo hará de forma mucho menos benigna que la favorecida por Veronica Lake (1922-1973). El resultado es Vanessa Whitlock (Yvette Rees), que tampoco está nada mal (¡aun siendo malísima!). Es decir, una bruja al estilo de Barbara Steele (1937) en La máscara del demonio (La maschera del demonio / Black Sunday, Mario Bava, 1960), de pocas palabras pero contundentes actos. No en balde, el mal ni se crea ni se destruye, se transforma, hasta alcanzar, en sus múltiples caras, acomodo en una heredad victoriana o el escaño de un parlamento, lugares sombríos por definición.

¿Por qué consideran los Whitlock a los Lanier unos usurpadores? Porque la mansión ancestral de los primeros ahora la ocupan -legítimamente- los segundos. Y en cuanto a los lugares, quien tuvo, retuvo. Las paredes sólidas y pétreas del caserón conservan todo el descoyuntado aspecto e impregnación de los espacios ocultistas.

La apropiación entonces es doble, casa y cementerio, y los Lanier van a pagar las consecuencias, a pesar de no ser culpables conscientes de los desmanes de que son acusados por la muy bien conservada Vanessa y sus descendientes.

En la estupenda Brujería emerge el atractivo de la figura, bien contorneada y nada esperpéntica, de las brujas, junto con los conjuros, los libros antiguos, los fetiches, los sacrificios humanos por exigencias del guión sobrenatural, y muertes accidentales o provocadas… Aspectos que trata de desentrañar, sin creer mucho en ellos, el detective de rigor, el inspector Baldwin (Victor Brooks). Lo que pasa es que esos “accidentes” a los que nos referimos dejan marcas bien visibles. Por ejemplo, en el cuello de una víctima, o por medio de la escayola del cementerio que se desprende de un ropaje… elementos que nos permiten conjeturar la realidad física de estos hechos perturbadores.


No obstante, existe una forma de enfrentarse al mal. Como en la mayoría de los casos, tan solo hace falta que los Lanier estén en posesión de la debida información. Y lo estarán.

Excelentes momentos son aquellos que muestran a algunos personajes desposeídos de su propia voluntad; un bien dirigido intento de acabar con los Lanier. Aparte de que penetrar en el interior del mausoleo de la familia Withlock no parece tan buena idea una vez se está dentro de él. Producciones más recientes como Misa de medianoche (Midnight Mass, Netflix, 2021) vuelven a poner el acento, de una manera más gráfica aunque menos romántica y sugestiva, en los aspectos de la brujería y la atracción por lo demoniaco. Todo lo que es posible mostrar nos es mostrado, incluso lo innecesario. Por su parte, en apenas ochenta minutos expone Brujería sus mejores armas: el atractivo de un tema interesante, en la línea del mejor género cinematográfico, y el buen tono al contarlo de Don Sharp, atmosférico y envolvente.

Un buen detalle de realizador, además de la citada atmósfera, lo hallamos en el instante en que la abuela Malvina se santigua antes de salir de sus dependencias -¿su círculo protector?- tras años de confinamiento voluntario, con destino al más acá.

Coherencia, adecuación y cohesión, es lo que pedimos a los discursos orales, escritos y por ende cinematográficos. Algo de lo que hace buena gala Brujería. Y a morir que son dos días.

Escrito por Javier Comino Aguilera

El autocine (XC): Muertos y enterrados, de Gary Sherman, e Íncubo (Incubus), de John Hough

15 octubre, 2021

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¿No son ustedes miedosos? Hacen mal. ¿Creen que todo lo relacionado con dicho asunto es achacable a la sugestión? Craso error. ¿Están seguros de que nunca les va a suceder nada? Háganselo mirar. ¿Piensan que los aquelarres se limitan a los botellones? Definitivamente suspensos.

Al menos, en materia brujeril y ocultista, porque haberla hayla, y como suele ocurrir, la realidad supera la ficción, sobre todo algunas veces…

Lo estamos viendo, gente que debería estar siendo tratada médicamente rige nuestros destinos, con toda una cohorte detrás que los apoya y justifica. Una locura, pero nada que no nos haya mostrado antes el cine, espejo cóncavo y convexo, y lo que haga falta, a la hora de reflejar la naturaleza humana en toda su ignota extensión.

Escrita por Ronald Shusett (1935) y Dan O’Bannon (1946-2009), a quienes debemos el buen desarrollo hormonado del género en aquel tiempo, orbitando en torno a una historia expuesta por Jeff Millar (1942-2012) y Alex Stern (-), Muertos y enterrados (Dead and Buried, AVCO Embassy, 1981) fue dirigida por el apenas conocido Gary Sherman (1945), responsable de la escritura de la poco valorada aunque potable Fobia (Phobia, John Huston, 1980), y la muy desasosegante pieza de culto Sub humanos (Death Line, 1972), que recomendamos vivamente. Más al fondo parece que subyace una novela, o puede que novelización, achacable a Chelsea Quinn Yarbro (-). Además, Muertos y enterrados cuenta en su haber con la perturbadora música de Joe Renzetti (1941), especialista en tonadas lúgubres para todo tipo de desmanes.

Completemos la nómina técnica con los naturalistas pero espeluznantes efectos especiales a cargo del notable Stan Winston (1946-2008), y la fotografía ad hoc de Steve Poster (1944), de interesante carrera, puesto que ha fotografiado películas no muy conocidas pero sí nutrientes básicos -de distinto pelaje- para el aficionado, como Playa sangrienta (Blood Beach, Jeffrey Bloom, 1980), Testamento final (Lynne Littman, Testament, 1983), La gran revancha (The New Kids, Sean S. Cunningham, 1985), la simpática y reivindicable Chico celestial (The Heavenly Kid, Cary Medoway, 1985), lo mismo para Ciudad peligrosa (Blue City, Michelle Manning, 1986), la sorprendente Más allá de la realidad (The Boy Who Could Fly, Nick Castle, 1986), La sombra del testigo (Someone to Watch over Me, Ridley Scott, 1987) -menuda década, dicho sea de paso-, Qué asco de vida (Life Stinks, Mel Brooks, 1991), o más recientemente, la rarísima Donnie Darko (Íd., Richard Kelly, 2001).

En fin, volvamos con nuestra historia.

Muertos y enterrados es una película proclive a la conmoción, que juega sabiamente con la idea de que lo aparente se puede revertir o, dicho de otra manera, sin desvelar mucho, que la realidad es distinta a la que suponemos, a un nivel local pero en expansión. En una línea luego asumida por otros títulos del género terrorífico o el suspense dramático. No voy a citar nombres para no levantar la liebre argumental, pero alguno de ellos, bastante descarado, fue dirigido por un español.

El caso es que en la playa cercana al pueblo de Potters Bluff (El acantilado o farol de los alfareros; sintagma preposicional bien escogido), tropiezan por casualidad el forastero Freddie (Christopher Allport) y la lugareña Lisa (Lisa Blount). Un encuentro que se pretende romántico, pero que culmina con una fogosidad distinta a la prevista. La cámara que porta el hombre hace las veces de la cinematográfica en algunos de los planos. Es la objetividad de la subjetividad de la escena (les dejo que lo vuelvan a leer). Potters Bluff es una típica aldea de pescadores, pero últimamente no sabemos qué cuernos pasa, que se están produciendo algunas desapariciones y crímenes que nunca antes se habían dado en la historia del poblado. Este se halla cerca de Providence, en Rhode Island (EEUU), de donde es natal, no por casualidad, Howard Phillips Lovecraft (1890-1937).

Bien, ya estamos ubicados, pero lo cierto es que no podríamos andar más desorientados, teniendo en cuenta que el grisáceo y revuelto pueblo de pescadores se ha convertido de la noche a la mañana en ganancia de criminales truculentos. Cuyas fechorías son mostradas al espectador en toda su crudeza panorámica, es decir, con toda lujuria de detalles.

Allí el sheriff Dan Gillis (James Farentino) se afana en determinar las causas y culpabilidad de estos delitos sañudos y aberrantes. Cuenta con la ayuda del curtido forense del distrito y encargado de la morgue, William G. Dobbs (el veterano Jack Alberston), que no da abasto con tanto trabajo, pues entre su cometido está el de maquillar a los muertos, respetando así la esencia de los difuntos. Dobbs se hace anunciar en sus visitas con vetustas grabaciones de jazz clásico. Un buen apunte de su forma de ser y actuar, para tanto descosido. Yo soy un artista, proclama. Y en efecto lo es, pues recompone con inusual delicadeza los cuerpos maltrechos para que presenten un mejor aspecto.


Ahora bien, en Muertos y enterrados sabemos quién es el responsable de estos crímenes premeditados desde el principio. La gracia no reside, por lo tanto, en la identidad de la mano ejecutora, sino en la investigación que se sucede. Las apariencias engañan. Nada es lo que parece. Este es el núcleo corrosivo central de la premisa elaborada por Shusett y O’Bannon.

Como argumentan Dan y su esposa Janet (Melody Anderson), parece que estas cosas solo le pueden pasar a personas que no conocemos; y no del entorno inmediato. Solo que este caso, tal entorno ha de ver con un municipio neblinoso y desvencijado. De aspecto malsano, desafecto, carcomido por la sal y que se traslada a decimonónicos y decrépitos hogares (núcleos familiares), al estilo de lo que sucedía en la inquietante Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, Peter Weir, 1974), y por supuesto, La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974).

Ello contribuye a un clima de horror donde no parece haber refugio, por la sencilla razón de que al final, la muerte, de una u otra manera, nos alcanza a todos. Y esta gran verdad se suma al hecho de vivir en la era de las grabaciones, con todo lo que ello lleva aparejado, donde existen archivos perturbadores de multitud de actos criminales.

Ahí entra en juego el respeto que se ha tener a los fallecidos. Que desde luego, en la historia que nos ocupa es mucho. En circunstancias lamentables o virulentamente macabras, la muerte puede quedar despojada de toda dignidad, pero incluso en las culturas más sencillas y atrasadas, la consideración hacia los que nos han precedido debe prevalecer.

Aunque no a toda costa. La clave la da Dan sin saberlo, ante Dobbs, en el entierro de un convecino, pero no la vamos a desvelar.


Acierto del realizador y sus dos guionistas es convertir todo el escenario circundante en un terreno abonado, poco menos que para la brujería. El intenso suspense lo proporciona, como queda dicho, la investigación policial, en un marco de pura magia negra, en el siglo de la imagen. El cartel, excelente, de la película, rezaba que los creadores de Alien traen un nuevo terror a la Tierra. Y es verdad. Por una vez, el eslogan publicitario no era una zumbada, porque verdadero estremecimiento depara Muertos y enterrados. La del zombi es la esquizofrenia definitiva, sobre todo cuando ya no presenta un aspecto demacrado y no sabemos que está muerto. Especialmente escalofriantes son aquellos instantes, en la sociedad real como en la ficción, en que todos repetimos lo mismo como si fuéramos loros.

Prosigo este recorrido tortuoso con El íncubo (Incubus, Artists Releasing-Mark Films, 1981). Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (edición en línea), que para estas cosas limpia y fija lo suyo, un íncubo reza como sigue: dicho de un diablo que, según la opinión vulgar -en sentido de popular- bajo apariencia de varón tenía trato carnal con una mujer. Súcubo, en el caso de trocarse los sexos (o mejor dicho, la envoltura externa).

En estas estamos cuando dos bañistas tan casuales como desprevenidos, deciden apagar sus ardores en uno de esos lagos formados en los despojos de una cantera o desfiladero (no puedo evitar acordarme de El relevo [Breaking Away, Peter Yates, 1979] o Labios ardientes [The Hot Spot, Dennis Hopper, 1990], allí los había bien bonitos). Ellos son Roy Seeley (Matt Birman) y Mandy Pullman (Mitch Martin). Allí son atacados por un ente desconocido.

A su vez, el joven Tim Galen (Duncan McIntosh) vive en una mansión cercana. De nuevo nos encontramos en el epicentro de una de esas poblaciones de interior con prosapia y significante legado histórico-cultural. Y no solo en cuanto a batallas y pioneros, sino en un sentido más perverso… Aunque esta vez, la fotografía de Albert J. Dunk (-) es más prístina y reconocible; menos alienada que en el anterior caso. Desde un punto de vista visual, porque la ambientación recae en Salem, conocida ciudad perteneciente al estado de Massachusetts (EEUU) donde, tampoco por casualidad, acontecieron los dramáticos sucesos de juicio por brujería escenificados más tarde por Arthur Miller (1915-2005).

El citado Tim está sobreprotegido -casi cabría decir que acosado- por su madre (Helen Hughes) y por una pesadilla recurrente. En los ratos libres, Tim sale con Jennie (Erin Flannery), hija de uno de los doctores de la comarca, el cirujano y forense Sam Cordell (John Cassavetes), que ejerce en el hospital del pueblo, una ciudad menos aventajada que la mostrada con anterioridad, pero que de nuevo muestra vínculos con un pasado perturbador. El mejor amigo de Sam es el jefe de policía Hank Walden (el característico John Ireland). El médico ha regresado a la localidad después de tener que hacer frente a la trágica muerte de su esposa, la madre de Jennie. Pese a todo, Sam declara que no me interesa la gente de este pueblo. En cierto sentido, argumental e interpretativo, es un personaje al margen y atormentado.

A esto se suma el hecho de que hay un violador suelto, que perpetra la penetración seca (por las bravas), y deja una enorme cantidad de esperma en el interior de sus víctimas. No se sabe quién puede ser el causante. Al principio se piensa en varios hombres, pero pronto las evidencias lo dejan reducido a uno. Nada corriente. Más que violador, agresor sería la palabra exacta en este desquiciado caso, que parece lindar con la locura.


Otro personaje quiere saber La verdad. Se trata de Laura Kincaid (Kerrie Keane), directora de un periódico local de la Ciudad de las Brujas (Witch City), que trata de cubrir la noticia y desentrañar al autor de los hechos. Alguien de características muy especiales deambula por las calles de la ancestral y señorial Salem. No del todo humano, porque estamos en los límites de lo sobrenatural, como la ciencia va a confirmar. Una clave bien desarrollada a lo largo de la película por John Hough, ya que se intuyen posibilidades mentales y paranormales, hasta que todo se aclara al final de la misma.

Si antes matizábamos la figura del violador, otro tanto habría que hacer con la que se refiere a la familia. Más apropiado sería hablar de extraños vínculos. Forzadamente sanguíneos. Allí donde intervenga John Cassavetes suele ocurrir, por mucho que ahora nos hallemos en el ámbito del género de terror.

La localidad tiene hasta un museo de ocultismo, regentado por Carolyn Davies (Denise Fergusson), con sus correspondientes efigies, figuras de cera y libros sobre el Tema, en mayúscula. Todo normal, salvo que alguien les ha tomado la palabra. Puede que extraída del codiciado volumen Artes perditae (Habilidades perdidas), que reposa en paz relativa sobre una mesa del establecimiento.

Otras preguntas surgen del caldero. ¿Cómo pueden estar relacionados los sueños de Tim con los asesinatos, puesto que los visualiza? ¿Son capaces estos de producir la materialización física del espíritu diabólico que conocemos como íncubo, de la misma manera que los médiums parecían sustantivar los efluvios de los seres contactados, en forma de ectoplasmas? Para el diccionario la posibilidad existe. Para nosotros también. No es baladí la presencia de la célebre pintura La pesadilla (1781) de J. H. Füssli (1741-1825) en el interior del mencionado museo.


Son interrogantes que nos plantea esta estimulante película escrita por el escasamente prodigado George Franklyn (-), con buenos decorados de Ed Watkins (-), también poco conocido, al contrario del músico Stanley Myers (1933-1993), pese a no estar todo lo divulgado que debiera, salvo en el extenuante caso que todos recordamos. Por lo visto, Íncubo se basa en una novela de Ray Russell (1924-1999), guionista estupendo de El barón Sardonicus (Mr. Sardonicus, William Castle, 1961), La obsesión (The Premature Burial, Roger Corman, 1962) y El hombre con rayos X en los ojos (X, Roger Corman, 1963). Buenos antecedentes. A ver si alguien se anima con este relato y podemos leerlo.

Hay que constatar que el personaje del doctor se muestra más abierto de mente de lo que es habitual en otros compañeros cinematográficos de profesión. Para él, la terrible posibilidad también se está convirtiendo en algo tangible.

Comenzaba el presente artículo con una serie de interpelaciones más o menos jocosas. Pero, ¿y si realmente los muertos no pudieran descansar en paz? ¿Somos realmente conscientes de quiénes somos? Feliz noche.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Para el sábado noche (CX): Scanners, de David Cronenberg

02 octubre, 2021

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Menos mal que no nos comunicamos a través del pensamiento. Si hay gente capaz de retirarle a uno el saludo por sospechas ideológicas, imaginen lo que sería mostrar nuestras mentes desnudas, sin cortapisas, prescindiendo del aparato fonador. No obstante, experimentos en este sentido se han intentado.

Pasando de un tradicional buenos días nos de Dios, al más neutro y condescendiente buenas, ahí seguimos soportándonos.

De un experimento mental, y como en casi todas las obras del estimulante director David Cronenberg (1943), también somático, vamos a hablar hoy en nuestra sección para el sábado noche, que trata de recuperar la línea de títulos señeros que en los años ochenta, y finales de los setenta, nos eran ofrecidos a través del espacio semanal Sábado Cine, de cabecera elegante e inolvidable tonada. Así calentamos motores para el especial de Halloween de este año (del que las películas se nos van quedando cortas, tal y como se muestra la realidad).

Un prolegómeno al experimento de la ficción. En 1970 fue vuelta a poner a examen la psíquica Nina Kulagina (1926-1990). De resultas de estos análisis, controlados por médicos y científicos, quedó constancia de la capacidad de movimiento de la materia a través de… llamémosle el pensamiento, o lo que etimológicamente se conoce como telequinesis. Otras investigaciones de orden telepático han sido llevadas a cabo.

El asunto es de lo más estimulante, además de inquietante, caso de ser cierto. Escépticos no faltan. Nunca. Como si los científicos de renombre involucrados en las pruebas hubieran permitido que Kulagina se sentara frente a una mesa, en condiciones de laboratorio, sin haber indagado en si era portadora de algún imán entre sus ropajes. Ya he comentado en alguna otra ocasión que hay personas a las que parece que fastidia en lo más hondo de su ser la posibilidad de tales manifestaciones, o que se elucubre acerca de lo que escapa a nuestros sentidos, que nos guste o no, no lo abarcan todo. Esto cuando no sueltan algún chistecito supuestamente jocoso, que lo único que hace es denotar su falta de conocimiento en la materia. De la información proporcionada por algunas páginas y de ilusionistas que aseguran tener la respuesta de todo, mejor precaverse (por descontado que los engaños existen, pero en el caso que nos ocupa, ¿en qué condiciones se afirma que pudo haber fraude, in situ?). Kulagina ganó los recursos que interpuso a este respecto. Por suerte para nosotros, el cine toma todo este material atractivo para devolvernos, en las ocasiones más felices, una fantasía realista alejada de los patrones restrictivos y las cortapisas positivistas. Para jugar, en definitiva, con esa otra realidad que, de momento, permanece oculta.


Si hubiera que definir Scanners (Íd., Filmplan-Universal, 1980; estrenada al año siguiente), con algún calificativo, diría que se trata de una pieza desasosegante. Esto no es nada nuevo viniendo del realizador canadiense. Antes lo motejaba de estimulante, y realmente lo es para quien se sienta atraído por estos vericuetos narrativos que no hacen sino hurgar en los dobleces de la naturaleza física y mental del ser humano y la realidad que lo rodea.

Escrita y dirigida por Cronenberg, la película contó con especialistas de la talla de Mark Irwin (1950) en la fotografía, Howard Shore (1946) en la música, en esa estela desazonadora; Dick Smith (1922-2014) en los maquillajes, y un incipiente Chris Wallas (1955), futuro creador de los gremlins, al tanto de efectos especiales, junto con otros compañeros de látex, lentillas y demás productos de modelado.

Al comienzo de la película nos sentimos atraídos por el escenario que sirve de presentación, en plano general. La elección de los espacios ha sido siempre un marcador insustituible, desde la época del cine de terror clásico, con objeto de introducir un acerado elemento distorsionador, tanto en exteriores como en interiores. Cronenberg resulta fiel al concepto, de modo que su proscenio es el de una amplia y luminosa cafetería-hamburguesería, dentro de un complejo de varias plantas, a la que acude -y se presenta por primera vez- el menesteroso Cameron Vale (Steven Lack). Lo sobrenatural se introduce en lo cotidiano, como en toda buena obra que pretende crear inquietud más allá de los efectos especiales, en lección magistral legada por Val Lewton (1904-1951) y Jacques Tourneur (1904-1977), por citar dos nombres señeros.

En esos grandes almacenes, Cameron provoca involuntariamente a una comensal llamada Helen (Margaret Gadbois) un repentino ataque: es un scanner. Es decir, una persona con capacidad fisiológica de escanear las mentes de otros sujetos, causando un sucesivo daño. Pero Cameron no es del todo consciente; la suya va a ser una asunción traumática. El supuesto beneficio puede perjudicar a personas inocentes, desprovistas de tal capacidad. Más que atendido, Cameron acaba siendo reclutado por el doctor Paul Ruth (el siempre sólido Patrick McGoohan), que se define a sí mismo como un psicofarmacéutico. El pupilo descubrirá que no es el único con dicha particularidad.


Este traumatismo en el descubrimiento de la facultad y desarrollo del proceso, hace que difícilmente pueda ser llamado un don, desde el momento en que nos es revelado un origen artificial e interesado; ya volveremos sobre este punto. Así, Cameron Vale pasa de ser un inquilino de la calle, a estar supervisado y explorado por una institución médica, Con Sec, representada en su cara más amable, o menos corrosiva, por el doctor Ruth. El protagonista a su pesar, constata que es capaz de captar en su mente los comentarios de quienes asisten a una asamblea – ensayo organizada por Ruth. Como Vale, los convocados resultan ser telepáticos, emisores y receptores de un canal no compartido por el resto de la humanidad, en el cual, lo que puede matar es el mensaje, y el exceso de celo en dicho canal.

En efecto, Cameron Vale ha nacido con una particularidad evolutiva; como toda mutación novedosa, bastante difícil de sobrellevar. Una alteración genética cronenberiana, ¡que son las más peligrosas y funestas! Según explica Ruth, su origen está en una severa alteración en las sinapsis. De la que se conoce la causa, que otro personaje expone, pero no el remedio, porque no lo hay.

Nos encontramos ante el clásico argumento o posibilidad, casi un género en sí mismo, de la percepción extrasensorial. El escaneo de otra persona no está exento, como queda dicho, de riesgos por ambas partes, y es un procedimiento doloroso. En consecuencia, en la corporación donde se encuentran recluidos y adiestrados los scanners de los que se tiene noticia, se ha producido otra demostración indirecta que ha acabado de forma más abrupta. A estos dotados solo se les puede controlar mediante una inyección del fármaco llamado ephemerol.

A cargo de la seguridad del centro experimental está Braedon Keller (Lawrence Dane), que ha sido nombrado nuevo director. Lo que Cameron aún no sabe es que esta institución da cobijo a un programa más avanzado (no necesariamente más evolucionado) y clandestino.


Por lo tanto, los scanners son seres telepáticos, pero que resulten empáticos o anti empáticos ya es cuestión de la naturaleza estricta y vulgarmente humana de cada uno de ellos. La mayoría se muestran inestables e infelices. Y es curioso comprobar cómo la traición parece ser el principal destino que se depara a estos personajes, incluidos los del lado siniestro. De un modo u otro, todos acaban traicionados. Me oigo a mí mismo, concreta Cameron con pesadumbre indecible, cuando ya es incapaz de mantener un mínimo descanso (como el médico de El hombre con rayos X en los ojos [X, Roger Corman, 1963]). Es estremecedor el instante en que oímos las voces que asaltan la cabeza de Cameron, y que él atempera con ephemerol.

En busca de algunas respuestas más acude al encuentro del escultor -y dotado- Benjamin Pierce (Robert Silverman). Más tarde, entablará una cooperación con Kim Obrist (Jennifer O’Neill) y el grupo que le circunda. Kim le enseña que, como toda facultad, esta depende de cómo se emplee. El apartamento de los buenos scanners que Cameron va a conocer es asaltado, y los inquilinos, en perpetua huida del acoso de los scanners aviesos, puestos en fuga. Al mando de estos últimos está el ex paciente de Ruth, Darryl Revok (Michael Ironside), un líder, que no un guía, que ha sobrevivido por el mero hecho de ser el más fuerte, en dislocada exégesis evolutiva. La cuestión está en si será capaz de mantener tal estatus.

Cameron Vale se convierte así en un inadaptado, toda una amenaza si no se le consigue dominar, esto es, llevar a la zona oscura. Fuera de las instalaciones oficiales, el scanner se halla a merced de los elementos subversivos. No existe refugio seguro. Ni las industrias Biocarbon Amalgamate, donde algunos se hayan infiltrados, ni la consulta del doctor L. Frane (Victor Knight), donde Vale y Kim hallarán las últimas respuestas del puzle. O al fin, el despacho de Revok, en las citadas industrias. Consultas e instalaciones más complejas nos hablan de esa querencia de David Cronenberg por los aparatos coercitivos grupales y organizados, autocráticos y al acecho.

Capaces de controlar las voluntades, como los vampiros (recordemos esos bellos cuerpos que se alimentaban de energía en Lifeforce, fuerza vital [Lifeforce, Tobe Hooper, 1985], las habilidades naturales de personajes como Carrie (Íd., Brian de Palma, 1976) o los experimentos maquiavélicos que, al igual que en Scanners, empañaban las capacidades innatas en la excelente La furia [The Fury, Brian de Palma, 1978]), los contrincantes psíquicos, a la fuerza han de ser unas poderosas armas letales. Pero el inevitable choque no es únicamente de fuerza y resistencia, sino de orden moral, el cual anticipa el enfrentamiento cerebral, materializando la unión de dos sistemas nerviosos separados en el espacio, en palabras del doctor Ruth.


En Scanners la acción es continuada; es decir, lineal en el tiempo, y diríamos que sin tregua (cuando se hace mención al pasado, este se inserta en el presente). Como hombre y máquina funcionando a un mismo tiempo, al estilo de los ciborgs, la enfermedad, pues de tal puede ser diagnosticada, que está en la base de los (tristemente) evolucionados, a la larga les puede hacer perder la cualidad humana, alterando su apariencia física en consecuencia. Aunque como ocurría con los monstruos clásicos, la fealdad exterior no es sinónimo ineludible de maldad interior; por lo menos, no en todos los casos. Durante el duelo entre los polos positivo y negativo, la morfología humana se transfigura. A pesar de que las dos fuerzas pueden estar equilibradas en cuanto a su robustez, se hallan separadas por el señalado aspecto moral, con consecuencias devastadoras.

Ahora bien, en los setenta y ochenta lo truculento no siempre estaba reñido con el buen desarrollo narrativo y visual del suspense, algo que ya manifestó David Cronenberg en sus trabajos previos, o por venir (otro buen ejemplo sería La cosa [The Thing, 1982], de John Carpenter [1948]). Películas directas, inquietantes, sanguíneas, incluso sórdidas, pero con un significado, en modo alguno gratuitas. Lo consigna la preparación -conciencia de ser- de Cameron por Ruth, y el singular combate final con Revok. Ambos personifican a un antisistema, solo que su poder no es político sino mental (no son compartimentos estancos, en cualquier caso). El primero defiende la convivencia que emerge de la esencia individual (nosce te ipsum), en tanto que el segundo, persigue poco menos que conquistar el mundo, el control de los demás. Por algo en el planteamiento principal subyace la premisa de un ejército de scanners aún más aventajados por nacer.

Solemos decir aquello de si las miradas mataran. Pues anda que los pensamientos. Lo que queda claro es que sabiendo lo que piensan los otros, la vida se hace virtualmente imposible.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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