Clásicos Inolvidables (CLXXI): La hija del aire, de Pedro Calderón de la Barca

28 diciembre, 2022

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Quién me iba a decir a mí que iba a asistir a la demolición del estado de derecho en tantos lugares. A la paulatina pero asumida decadencia que se narra en muchas crónicas del pasado (muy útiles para quienes todavía sepan leer… y lo hagan). Sin ir más lejos, delincuentes beneficiados de leyes alucinantes, ideologizadas hasta la náusea. Un asalto al Tribunal Constitucional por vía de la toma del Consejo General del Poder Judicial, tras una presión mediática y política -vienen a ser lo mismo- inédita e inaudita. La brutal descompensación de los medios-relaciones públicas de una ideología política, frente a los medios críticos. El uso alternativo del derecho convertido en un nuevo orden constitucional con la excusa de la voluntad del pueblo. La gobernanza a golpe de decretazo y enmiendas, con unos socios que me voy a abstener de calificar. Felonías perpetradas en días de fiesta o durante deshonrosos acontecimientos deportivos, como marcan los cánones más groseros. De esta concepción del poder nos va a hablar Calderón de la Barca (1600-1681).
 

La hija del aire (1664), es una tragedia en dos partes -en lugar de actos, aunque es una mera cuestión nominal-, con tres jornadas cada una, perteneciente al ciclo mitológico del autor madrileño. Manejo la edición de Francisco Ruíz Ramón (1930-2015), para Cátedra (Letras hispánicas, 1987-2009), pero por supuesto, existen otras. 1664 es la fecha de publicación del texto, no de su redacción, que baraja varias posibilidades, entre las que se cuenta, como más probable, la de 1637.

Tras una introducción filológica algo abstrusa (lo que se puede decir con claridad casi nunca cumple este objetivo), entramos en el meollo, donde se nos narra la subida al poder de la legendaria protagonista, llamada Semíramis. Una trayectoria vital de la gruta donde se encuentra enclaustrada al trono de Asiria (alegóricamente, de la oscuridad o desconocimiento, a la gerencia de la vida de los demás). Y su posterior sostenimiento en el poder y caída.

No obstante, el eje primordial de la obra no es tanto renuncia-poder, como libertad y destino. Y cómo estos se ligan con la primera de las polaridades. Los que por aquí desfilan -desfilamos-, son personajes marcados incluso antes del nacimiento. En el caso de Semíramis, como producto de la violación de la madre, con el ulterior ajusticiamiento del violador.

¿Cabe la posibilidad de desviar el contenido de un oráculo? En este caso, el destino personificado en dos diosas clásicas rivales, Venus y Diana (I: II; II: III). Es una interpelación primordial. Como dato a tener en cuenta, se añade el hecho de que Semíramis sabe muy bien por qué está encerrada (el miedo de las otras élites al referido oráculo), cuando el sacerdote Tiresias la descubre. Esta intervención de un segundo destino (Tiresias), a los que se irán sumando otros que rozan la vida de Semíramis, no hace sino incidir en dicha estrella personal, donde todos quedamos convocados y entrelazados. De este modo, la interpretación de los cielos de Calderón es más ancha, menos alicorta, de lo que Ruíz Ramón alcanza a ver, como una constelación de signos opuestos (Introducción). Pero los signos en apariencia opuestos también se pueden entender como complementarios, tal y como sostiene la astrología actual, y es anticipado, por la intuición o erudición (yo apuesto por lo segundo) de nuestro autor. De la misma manera que lo que puede ser anhelo de perfección con el loable fin de mejorar las cosas, puede derivar en una tiranía sin precedentes.
 
Representación de Babilonia
Este destino también se entrelaza y entrechoca con otro tema capital en la obra de Calderón: el poder. Una vez desatada, Semíramis vence a su rival Lidoro. Lo que conlleva la división –ahora sí polaridad- de toda una ciudad, condenada a no entenderse. Contra el poder despótico, o con el poder pase lo que pase, por afinidad ideológica. De tal guisa, Semíramis entra en cólera, pero se venga renunciando a la corona, solo de forma aparente, esto es, totalmente manipulada, pues la sigue manteniendo bajo otra personalidad (la de su hijo, al que ha mandado encarcelar). ¿Yo sin mandar? ¡De ira rabio! Y pues vivo sin reinar, no tengo vida (II: III). Algunos patrones de pensamiento no han cambiado desde entonces, y están en pleno auge y desarrollo.

Bajo esta apariencia, la agresividad y frialdad de la protagonista no provienen de los atributos de Venus, sino de un Marte bajo apariencia venusina, es decir, de la energía que se agazapa tras la belleza (lo que siempre ha constituido media batalla de la vida ganada). Su tragedia reside en no ser consciente de tales mecanismos astrológicos, integradores o disruptivos según se encaren, hasta que ya es demasiado tarde. De ello se encarga, entre otros, Clotaldo, intérprete de los signos astrológicos.

Hay que tener en cuenta que, como en parte sucede ahora –solo en parte-, astrología y ciencia, más aún, astrología y religión, no andaban deslindadas. Que estas dos no eran materias excluyentes, sino, como toda sabiduría, complementaria. Lo repito y lo recuerdo porque sigue habiendo algunos de esos patrones o estructuras mentales para las que tal asociación es poco menos que una herejía. Yo, tras haberme tomado la molestia de indagar y aprender en los últimos ocho años de mi vida, soy de los que opina que tal división resulta improcedente. Conviene detenerse en este aspecto, no por mero capricho, sino porque es uno de los basamentos esenciales de la obra de Calderón, sin cuyo acercamiento -entendimiento-, resulta bastante difícil y penoso sacarle el debido partido. De igual modo, hay que tener en cuenta que “los dioses” no son “la divinidad”, el hacedor del destino: una idea que Calderón pretende explorar, desligándola del mero determinismo. Estamos determinados, sí, pero también disponemos de albedrío, o al menos, de la importante y necesaria apariencia de albedrío, sea este funcional o no.
 

Algo se acerca, empero, Ruíz Ramón, en un alarde de dialéctica estructuralista (el signo lingüístico), que resume en la locución “ironía trágica” (íd.). No obstante, los personajes de Venus y Marte, por alegóricos que se nos antojen, no dejan de representar arquetipos humanos definidos, terrenales, pese a ser vistos en la introducción de forma estereotipada, adscrita a los márgenes de lo mítico-tradicional. Pero Calderón -muy propio de él-, va más allá, significando el arrojo y perspectiva personal de uno, y la contemplación y bienestar personal que procura la otra. No son los meros dioses del amor y la guerra. Por eso no estoy de acuerdo con que la palabra oracular de los dioses es la indeterminación semántica (íd.). Esto lo único que denota es el desconocimiento de dicha semántica. La ambigüedad está, justamente, en cómo nos enfrentamos al oráculo más que en el oráculo mismo.

Con lo que se evidencia la capacidad del autor a la hora de resignificar la mitología (aclaro: la astrología personalizada, gentilicia, ya fue un avance y dignificación de los antiguos griegos). La vinculación con los espacios escénicos (prisión-espacio abierto) así lo confirma. Es una visión cósmica, vinculante, complementaria, no de opuestos. Qué nos podamos enfrentar al hado o no, pese a que lo hagamos, es lo que queda en entredicho.

Muchas veces habrán escuchado la máxima de esto es cosa de ciencia ficción. Soniquete de orden pernicioso que se suele acompañar con la cláusula de no es científico. Pues yo reivindico la ciencia ficción, que en muchas ocasiones ha desembocado en la pura ciencia (inventos que se han llevado a la práctica en determinados libros o series, figuras incontestables como las de Julio Verne [1828-1905] o Arthur C. Clarke [1917-2008]). Conscientes de que, cuando apellidas lo real, sucede como con la democracia, que la fulminas (democracia real, orgánica, progresista, y un largo etcétera).

Por algo, Semíramis regresa al poder, tras un periodo de incertidumbre, bajo la apariencia de su vástago Ninias. La máscara del político (que tanto éxito tiene). Madre e hijo, consciente e inconsciente. El aldeano Chato será el principal espectador de esta deriva, y por eso, la principal víctima. Finalmente apartado, condenado al ostracismo, comentará que yo era un tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos, refiriéndose a su propio destino (I: I).
 
Representación de Semíramis, por 'Keja'
Venus anunció el horror que sería Semíramis (un Marte mal aspectado, entendamos). A voluntad de los dioses, [se] te tiene en esta prisión, comenta Tiresias, antes de estar a punto de convertirse en la Pandora del drama (I: I). ¿Por qué quieres buscarle? (enfrentarse a tan aciago destino). A lo que Semíramis, no sin cierta lógica, replica que cualquier cosa es mejor que estar encarcelado o de brazos cruzados. No es determinismo; al menos, no como Calderón lo entiende. Ya he dicho que la libre disposición prevalece en el drama, aunque esta forme parte del dominio al que todos estamos sometidos (el caballo al que se refiere el personaje Arsidas [íd.]). Además, la cárcel es tanto física como alegórica, porque siempre nos habla de nosotros mismos. El lugar al que se refiere el autor, también es interior. Es error temerle, replica Semíramis (íd.). Tengo albedrío, para enfrentarla. Pero su albedrío está sostenido por el entendimiento. A falta de este, dicho albedrío no actúa a pleno rendimiento y hará a la protagonista flaco favor.

Antes del confidente -a su pesar- Chato, el propio Tiresias será el primer perjudicado. Tras su salida de escena, Lisias, Menón y su guía, el citado Chato, liberan a Semíramis de las profundidades del templo de Venus.

Otro aspecto sumamente relevante es el que hace coincidir el nacimiento de Semíramis con un eclipse total de sol (esto es, de sí misma, pues en astrología el astro rey representa el yo y la personalidad) (I: I; II: I). Abundando en ello, y como desde el propio título de la obra se indica, Semíramis es hija del aire. Del aire y las aves, que son tutores míos (íd.). En efecto, predomina el elemento aéreo. Es decir, la comunicación y el entendimiento -o desentendimiento-, y el convencimiento (a sí misma y a los demás), según la representación clásica. El mundo de las ideas, pero también del desapego (mal aspectado, como antes indiqué). Además, en lengua asiria, Calderón nos hace saber que Semíramis significa precisamente eso, hija del aire (íd.). Lo que conlleva la idea de reino como estructura efímera, por no aludir a la célebre sentencia, que el autor no escatima, de hacer un castillo en el aire (II: III). No ya como elemento primordial, arcano, sino como algo vano y transitorio. En cuanto a las dificultades proclamadas a los cuatro vientos, los hados míos sabré vencerlos (íd.), anuncia Semíramis. Pese a lo cual, no puede dejar de preguntarse a sí misma si mi albedrío, ¿es libre o esclavo? (íd.). Posibilidad que confirma el heredero asirio Menón: el cielo no avasalló la elección de nuestro juicio (íd.). En estas lides, el rey Nino accede a la boda de su hijo Menón con Semíramis.
 
Relieve asirio
No acaban aquí las interacciones. Antes de partir a sus deberes defensivos, Menón desea a su flamante esposa que Júpiter aumente su vida (I: II). Más tarde, con su nueva experiencia a cuestas, insta al rey Nino a servir sin enamoraos, porque lo perderéis todo (íd.). El cambio es sintomático: un exceso en la abundancia (jupiterina), mata. Aquí intercala Calderón un magnífico diálogo a dos, en apartes primero, y luego en voz alta, entre Menón y Semíramis, cuando la constatación -más que la mudanza- de los caracteres sale a flote. La confirmación de que, cuando una potencialidad es mala (un mal aire, podríamos decir), arroja un saldo de damnificados (convencidos y opositores), formidable (I: III). Puede comenzar con una mera displicencia, cierta falta de elegancia en la nueva corte… pero aún no un grave error. A Semíramis, la ciudad de Nínive le sabe a poco, y así lo hace saber (I: III). Lo que comúnmente denominamos no tener pelos en la lengua. Más tarde, ella presumirá de que no podrá el olvido borrarme de sus memorias (II: I), o bien se refiere a Babilonia como la ciudad que desde el primer cimiento fabriqué (II: I). Es la fase de la desmesura, de la irrealidad, de la prepotencia. Júpiter y Urano han llegado para quedarse.

Lo cierto es que Calderón hace acopio de unas descripciones prodigiosas (en su doble significación), como la que de Semíramis hace Menón, física y psicológicamente. En una suerte de escritura condensada donde priman los paralelismos y los juegos de palabras, de los que a veces conviene conocer la clave (la edición crítica la proporciona), para disfrutarlos. Hija soy de Venus, y ella mis fortunas favorece (íd.). Y su complementario. Cuánto aúna Venus, Diana [cazadora] destruye (íd.). Semíramis despertará el deseo en el rey mismo.
 
Representación de la obra
Han pasado algunos años. Tras el enfrentamiento con Lidoro, rey de Lidia, Semíramis pasa a ser la esposa de Nino. Otros personajes importantes en estas latitudes del drama serán los hermanos Friso y Licas, o Astrea y su padre Lisias, amigos de Ninias, que comprueban con horror todo lo que sucede en la corte. Finalmente, Semíramis se hace pasar por su hijo Ninias. La máscara llega hasta su paroxismo con esta suplantación. Puede parecer exagerado, casi un recurso de vodevil, pero la ceguera ideológica es un hecho ante figuras que pretenden ser lo que no son, y que se renuevan con el tiempo. La era de la imagen ha sido una constante en nuestra historia. Salvo en los casos mejor informados. Para Friso queda claro que el castigo es el vencer (II: I).

A estas alturas (también en su doble acepción), ya se han cometido casi todos los asaltos imaginables a la ley, con el agravante del uso de la proyección (acusar a los demás de lo que hace uno), convertida la dirigente en una soberana sin escrúpulos, imbuido su despotismo de un buenismo estratosférico sin el pueblo. Como consecuencia de llevar a este a la ruina, se produce la quiebra, el descrédito y el descontento. Ya solo queda el declive de una cultura y unos valores.

Sed de ego, ausencia de verdadera individualidad, son las consecuencias, al menos hasta que el auténtico Ninias es liberado.

Calderón de la Barca estará de plena actualidad siempre que haya alguien que amenace con destruir cualquier vestigio de cultura, fomentar el desconocimiento de la historia y la literatura, y producir generaciones de ciudadanos acríticos, en un espacio común donde pueda florecer la malnutrición ideológica. Como observa Friso, muchos obran bien y son sus fortunas desdichadas (II: III). O el anciano Lisias, al asegurar de la protagonista que gobernar con el medio es lo que no halla (íd.).
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


Música Inolvidable (XLVIII) Especial Navidad: Maggie Reilly

22 diciembre, 2022

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El año 2022 ha sido pródigo en trabajos musicales bien elaborados (también en otras disciplinas). Confieso que, para mí, aparte de constituir una grata sorpresa, ha sido algo así como recuperar cierta ilusión por lo talentoso, que no conservo desde la década de los noventa (es mi sentir, lo siento por quien no lo comparta, algo que por otra parte me trae sin cuidado). Parece que la espantosa pandemia ha servido, como ha sucedido otras veces en tiempos de necesidad, para tomarse un respiro, pensar -más importante- repensar, y seguir adelante, proponiendo una serie de creaciones más trabajadas e inventivas. Un alto en el vertiginoso ritmo de la vida y comercialización que, en el aspecto creativo, se ha traducido en algunas obras mejor proyectadas. Que conectan con la particular sonoridad de los años ochenta.

Solo en 2022, quedan los nuevos discos de Bruce Springsteen (1949), Andreas Vollenweider (1953), Tears for Fears, Soft Cell, Simple Minds, a-ha, Marillion, el incombustible Cliff Richard (1940) o los rescoldos de Led Zeppelin. El año previo, Jackson Browne (1948), ABBA, Duran Duran, en colaboración con Giorgio Moroder (1940), o el que pasaremos a comentar.
 
 
Maggie Reilly (1956) es una cantante escocesa que se hizo muy popular al colaborar en un buen número de las más destacables (e imperecederas) composiciones vocales de Mike Oldfield (1953; sin disimulo, uno de mis músicos favoritos). Pero fuera de la esfera de influencia de Mike, Maggie ha realizado sugestivos trabajos en solitario, entre lo distinguido y lo sublime. Para mí, los mejores, esto es, los más emotivos, personales y dignos de encomio en lo tocante a la producción, son los dos primeros, Echoes (EMI, 1992) y Midnight Sun (EMI, 1993). No siendo nada despreciables los demás, con especial atención a Elena (EMI, 1996), Starcrossed (EMI, 2000) y Rowan (Red Berry Records, 2006).
 
Lo mejor que se puede decir de estos dos primeros álbumes de Maggie Reilly, es que descuellan por su capacidad para trascender fronteras espacio temporales gracias a la voz. Canciones de instrumentación retentiva, sostenidas por esa articulación mistérica y cálida, y unas letras envolventes, de marcado acento espiritual.

En primer lugar, Echoes, presto a armonías etéreas y dulces presagios. Se inicia con Everytime We Touch (Risavy / Reilly / MacKillop). Me pasa algo curioso con esta composición. Siempre la imaginé vinculada a un espacio más que a una persona, pero no deja de ser una lectura mía, particular, pues la canción funciona en ambos ámbitos, no excluyentes. Indeleble es la homónima Echoes (MacKillop / Reilly), de un recorrido casi diría que circular, pues las resonancias a las que se refiere la letra son las de la llamada de un alma gemela, tal vez, un lazo establecido en una vida anterior. Joya melódica que se completa con Wait (MacKillop / Reilly / Seibold) y I Know That I Need You (Daansen / Reilly). En una línea instrumental más marchosa, pero no por ello menos envolvente y enigmática, Only a Fool (Gebauer / Hodgson / Reilly) y Tears in the Rain (Bundschu / Grünwald / Reilly). Como hacemos muchos, o algunos, no sé, yo he alterado el listado original del CD para programar las canciones en el orden que a mí más me gusta.

Respecto a Midnight Sun, de la atmósfera tranquila con la que se inicia el tema Follow the Midnight Sun (Kemmler / Hodgson / Reilly), se deriva un acicalamiento más dinámico. Seguido por Every Single Heartbeat (Kemmler / Cretu / Hodgson / Reilly) u Once in a While (MacKillop / Hodgson / Reilly). Imprescindibles son los arreglos de este álbum, puede que más cohesionado que el anterior, pero con el que forma un especial díptico. Imposible no conmoverse con obras como Oh My Heart (Slavik / Kemmler / Reilly / MacKillop / Hogdson), I Won’t Turn Away (Steinhauer / Daansen / Hodgson / Reilly), Only Love (Risvay / Hodgson / Reilly), que incide en los ribetes místicos del amor, y la dualidad Silver on the TreeAngel Tears (Wallerstein / Gebauer / Reilly / MacKillop / Hodgson), que yo programo siempre para el final del disco. Angel tears, falling down across the centuries; I can feel silver threads still binding you to me. Lágrimas de ángeles caen a través de los siglos; puedo sentir que hilos de plata te unen a mí.
 

Tras algunos años de silencio sonoro, Maggie Reilly volvió a grabar en 2019 el estupendo Starfields (Telamo - Red Berry Records), donde trataba de -y lograba- recuperar los aciertos pasados, en cuanto a composiciones pegadizas y letras sensibles, en una orquestación destinada a rescatar la vertiente más pop de los años ochenta. Exactamente igual que los mencionados –y otros muchos- grupos de entonces han querido o necesitado hacer en la actualidad. Siempre he pensado, e incluyo a los cantautores más destacados de nuestro país, que la pérdida de sonoridad -e incluso estilo- pop es una de las mayores desgracias acontecidas a la música en las pasadas décadas, que explica en parte el adocenamiento y sosería de los postreros trabajos de nombres muy internacionales. Con pocas excepciones. Por supuesto que cada formación desea poder evolucionar y no quedarse estancada en lo de siempre, como es lógico, pero esta falta de efervescencia y comunicación, a veces tratando géneros que para nada le pegaban al cantante, lo que ha conseguido es precisamente apartar la posibilidad de dicha evolución, desde mi punto de vista. Por otra parte, ha hecho de los ochenta una cápsula o burbuja creativa de contornos bien delimitados, que ahora, como anticipaba, parece que al fin se están ampliando. Al menos, en determinados casos.
 

Pero vayamos con estos nuevos contenidos. Aquellos recuerdos de juventud que, con el paso del tiempo, cobran más valor, parecen ser los cimientos de un álbum como Starfields. Siendo este basamento raigambre primordial en toda la obra de Maggie Reilly, implicada y asidua colaboradora en las letras, junto a su más fiel colaborador, el músico escocés Rob MacKillop (1959). Lo acreditan temas como Where the River (Reilly / MacKillop), donde una de sus líneas, que podemos tomar como declaración de intenciones genérica, nos dice que When I’m Lonely, That’s Where I Return. Es decir, que parte de lo que se nos va a exponer a través del texto, forma parte de ese refugio emocional al que poder regresar, y que tan bien se articula por medio de los inspirados arreglos de las canciones. De esa mágica mezcla entre letra y música. Aunque algunos de tales recuerdos no sean los más gratos. Pueden ser, pese a todo, imprescindibles.

En ello también han de ver las experiencias que deben formar parte del pasado, porque han sido, o están en trance de ser, superadas. Canciones como Don’t Look Back (íd.), The Dream is Over (íd.) y You Are the One (íd.). En esta línea están también The Locket (Reilly / Giblin) y Wild from the Berries (John Dick). Pero, así mismo, encontramos en Starfields composiciones que podemos englobar en los apartados de canciones de celebración, como la alegre Every Little Thing (íd.); de plenitud amorosa, I’m with You Now (Reilly / Hain), o de comprensiva separación, Sail Away (Reilly / MacKillop), que es uno de los sub-temas más caros a la sensibilidad de todo compositor, intérprete y escuchante. Aspectos por los que nunca pasa el tiempo, porque siempre están de actualidad, sea en nuestras vidas o en las de quienes nos rodean.

De igual modo, destaca una composición que entronca con el siguiente volumen, ya de tema abiertamente navideño, If I Could Change Your World (Reilly / MacKillop / Robertson), que además podemos considerar canción de buenos deseos, y que combina muy bien con la genial Celtic Cowboy (Reilly / Dore / Schogger), mezcla de instrumentación céltica y country bajo los auspicios del remarcado pop.

A modo de colofón para este álbum, podemos señalar la frase You’ll Always Be Part of Me, extraída de la canción Whisper (Reilly / MacKillop). Para los que hemos seguido con enorme interés la carrera de Maggie Reilly, bien podemos aplicársela.
 

Dos años más tarde aparece el referido álbum navideño de Maggie Reilly, titulado sencilla y adecuadamente Happy Christmas (Telamo - Red Berry Records, 2021). Este tipo de trabajos suelen incluir algún tema nuevo, de “cosecha propia”, que distinga y originalice, digámoslo así, el preciado volumen. Preciado, porque raro es el intérprete anglosajón que no graba su propio disco de Navidad. Así pues, el tema incorporado para dar inicio al recorrido es Do You Hear What I Hear (Noel [sic] Regney y Gloria Shayne), de arreglos absolutamente pop, en la estela del previo. Por fin una batería fuera del ámbito del rock, junto con otros instrumentos acústicos, aparte de los clásicos sintetizadores, en lugar de las machaconas, despersonalizadas y parece que sempiternas mesas de mezclas, que han uniformizado hasta la extenuación el sonido desde las más recientes décadas. Es este un tema pegadizo, con varios compases para la guitarra eléctrica.

Junto a estándares habituales, comunes en este tipo de recopilaciones, cada una igual y distinta en función de la tesitura y personalidad de quien los interpreta, conviven en feliz armonía otras composiciones que no lo son tanto, o resultan, como antes decía, inéditas. En este caso, I Believe in Father Christmas, sintetizada música de Greg Lake (1947-2016), que toma como estribillo una cita musical de Sergei Prokofiev (1891-1953), y cuenta con texto, claramente contemporáneo, del poeta británico Peter John Sinfield (1943). O Merry Chistmas Everybody (Neville Holder / James Lea), de talante -es decir, arreglos- más tradicional.
 

Otro estreno para este álbum es River, con música y letra de la cantautora canadiense Joni Mitchell (1943), en un acabado que mezcla el country con el pop (algo también característico de esta música en los años ochenta). El resto de composiciones son, por lo tanto, los inevitables y gozosos estándares que preludiaba, cuya selección depende de las predilecciones del intérprete (suponiendo que este se limite a grabar un solo álbum de Navidad).

Este segundo bloque está conformado por piezas como The Christmas Song, tema original en su día, pero ya convertido en todo un clásico, de la mano y voz de Mel Tormé (1925-1999) y su letrista Robert Wells (1922-1998), Winter Wonderland, de Felix Bernard (1897-1944) y Richard Smith (1901-1935), que murieron muy jovencitos, pero dejaron una obra imperecedera, y de mis favoritas (junto con Joy to the World y We Three Kings). Versión arreglada para guitarra juguetona y eléctrica. Más otro clásico en sí mismo, Have Yourself a Merry Little Christmas, extraído de la película Cita en San Luis (Meet Me in St. Louis, Vincente Minnelli, 1944), compuesto por Hugh Martin (1914-2011) y Ralph Blane (1914-1995). Junto a los tradicionales I Saw Three Ships, O Little Town of Bethlehem, más cercano en su instrumentación a las raíces celtas (un piano y una gaita, básicamente), el inmortal de Franz X. Gruber (1787-1863), Silent Night, a cargo nuevamente de la gaita y el piano; y God Rest Ye Merry Gentlemen, cuyo arreglo es especialmente creativo, como ensoñador resulta O Come Emmanuel, el tema con el que se cierra el disco. Otro tradicional, revestido de arcana sonoridad, gracias a la solitaria intimidad del piano, es el Coventry Carol.
 
Como cada año, les he propuesto un álbum navideño, acompañado de otros títulos de esta excepcional intérprete que es Maggie Reilly. Para mí, la voz del misterio.
 

Everytime We Touch (1992)

Only Love (1993)

Where the Rivers Run (2019)

Do You Hear What I Hear (2021)


El autocine (CV): Pánico en el Transiberiano y Una vela para el diablo, de Eugenio Martín

09 diciembre, 2022

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Recientemente han aparecido algunas publicaciones que delimitan el espacio de lo extrasensorial a lo meramente psicológico (lo que Antonio Ribera [1920-2001] temía y equiparaba con la deformación profesional), restringiendo las posibles explicaciones al ámbito de la mente (en una editorial, por cierto, conocida por sus bellas ediciones y sus prohibitivos precios). Ya saben, eso de que el observador crea la realidad (me encantaría conocer un radar que supiera hacer lo mismo, en la captación de 
OVNIS, por ejemplo). Son obras que se pretenden canónicas de lo paranormal. Las apariciones en sentido literal, no imaginado, son sinónimo, para estos autores con predicamento positivista, de ingenuidad y patología. O sea, que los que no negamos tal posibilidad somos todo eso y supongo que alguna otra cosa más. Pues la psique, Caja de Pandora o maná de la actualidad, construye el mundo (¿qué mundo? ¿solo el mundo de lo visible?). Tampoco falta quien ha referenciado este “enorme descubrimiento” con las típicas frases hechas de sacude los cimientoso, mejor aún, estos libros han cambiado mi vida. Válgales el cielo (ya que tienen los pies anquilosados en la tierra).
 
Se puede tener poca imaginación, pero otra cosa es estar cerrado, no ya de espíritu, sino, precisamente, de mente. Como si todo esto, la percepción mental de la realidad -en todo su espectro-, por parte de cada individuo, no hubiera sido ya contemplada por la astrología desde hace milenios. Una visión del mundo, pero no el mundo. Naturalmente, hablo de astrología, no de horóscopos, que es lo que mientan siempre los que no tienen puñetera idea de lo que están hablando, reduciendo la cuestión a la mera charlatanería -que la hay-, y pareciendo tener necesidad de “no creer” -lo que ellos achacan a la inversa-, es decir, de no informarse antes de esgrimir sus opiniones. No en vano, el ser humano, además de ser pensante, es el único animal capaz de tropezar dos veces con su propia soberbia.
 
Por suerte para nosotros, otras publicaciones, y el cine mismo, contrarrestan estas premisas tan reduccionistas, pesimistas y cientificistas.
 

El Transiberiano es, porque todavía sigue en uso, un tren de carga y pasajeros, con un ramal principal de 9288 kilómetros, acabado en 1904, y que une la Rusia europea con los países del llamado lejano oriente, hasta el Océano Pacífico, incluida Mongolia, China y Corea del Norte (una sarta de dictaduras, por otra parte). Pero lo que nos interesa es esa fascinación que en muchos de nosotros ejerce el medio de transporte del ferrocarril. Una atracción de recogimiento literario, cinematográfico y otros grafismos. En un ambiente cerrado, pero abierto al mundo, por donde discurren multitud de vidas, en paralelo alegórico a la imagen dispuesta por Heráclito (535-470 a. C.), y recogida por el gran Jorge Manrique (1440-1479).

Pánico en el Transiberiano (conocida como Horror Express en los circuitos de exhibición anglosajones, Regia Films-Mercury, 1972), del realizador granadino Eugenio Martín (1925), es una sabia combinación entre ciencia ficción y terror, porque amalgama ambas perspectivas sabiendo aprovechar los recursos a su alcance, ennobleciéndolos. En nuestra sección de El Autocine hemos visto infinidad de veces cómo no es necesario disponer de un gran presupuesto para resultar efectivo, a un nivel tanto narrativo como técnico, visual. Por supuesto, que un presupuesto holgado no hace daño, si está debidamente empleado; esto es, sin sacrificio de la morfología y sintaxis cinematográfica.

Respecto a estos recursos, conviene citar el propio tren, adquirido en Inglaterra para ser empleado en la previa El desafío de Pancho Villa (Eugenio Martín, 1972). Había que trazar el itinerario de un nuevo relato con el que poder sacarle partido. Y se logró. A tal efecto, que Pánico en el Transiberiano llegó a eclipsar al anterior título.

Los demás méritos a los que me refería, han de ver con la envolvente fotografía de Alejandro Ulloa (1926-2002), los bien dispuestos decorados de Ramiro Gómez (1916-2003), la música, entre preciosista y desasosegante, del incipiente John Cacavas (1930-2014), y unos minimalistas pero muy sugestivos títulos de crédito a cargo de Iván Zulueta (1943-2009).


Otro de los relevantes alicientes de la película estriba en la presencia del trío protagonista. Conformado por los ingleses Peter Cushing (1913-1994) y Christopher Lee (1922-2015), y el norteamericano Telly Savalas (1922-1994). Los dos primeros, en una mayor interactuación que en otros títulos donde compartían cartel (cabe recordar la espléndida Noche infernal [Nothing But the NightPeter Sasdy], filmada aquel mismo año). Serio y envarado el uno, más dicharachero y desenvuelto el otro, conforman una dualidad, escindida finalmente por los avatares de la trinidad.

En su núcleo argumental, Pánico en el Transiberiano juega con el posible origen primigenio del mal. Por parte de una criatura capaz de captar y destruir la esencia humana a través de los ojos (aquello con los que miramos a los demás). Como más tarde harían los vampiros energéticos del espacio en Lifeforce, fuerza vital (LifeforceTobe Hooper, 1985). Más aún, se procede a una inquietante transmigración de los cuerpos: el ser rescatado de su letargo, una vez ha adquirido cierta resistencia, podrá tomar el cuerpo -tal vez el alma- de otros individuos humanos. Lo que emparenta la premisa de Pánico en el Transiberiano con otro relato colosal, el de John W. Campbell (1910-1971) para El enigma de otro mundo (The Thing from Another WorldChristian Nyby & Howard Hawks, 1951) y La cosa (The ThingJohn Carpenter, 1982), respectivamente.
 
Esta vinculación del ser humano con el cosmos, del cual procede tanto bueno como malo, no deja de constituir un atractivo embalaje vital por el hecho de formar parte de una película de género como la presente.
 

Pese a la presencia coyuntural de planos cortos y el teleobjetivo (acercamiento poco elegante con la cámara), la puesta en escena de Eugenio Martín es terriblemente eficaz y, como trataba de señalar al principio, estimulante. Lo que se da por sentado, es que nada debe darse por sentado; menos, viniendo de la mutable disciplina científica.

Ahora, presentemos a los protagonistas. El culpable de que este tren narrativo se ponga en marcha es el profesor Alexander Saxton (Christopher Lee), líder de una expedición a Manchuria, China, por parte de la Real Sociedad Británica de Geología (y supongo que de antropología), en 1906, dos años después de completarse el principal ramal del Transiberiano. El hallazgo de un antropoide no catalogado hasta ese momento, es la culminación de su ya laureada carrera. Curiosamente, los prolegómenos de la acción nos son narrados por el propio Saxton, con lo que el resto de la narración adquiere el tono de un flashback o retrospectiva. Saxton se dedica a fósiles y huesos, en palabras de su colega científico, el doctor Wells (Peter Cushing), a su vez, zoólogo y naturalista, siempre en busca de ejemplares raros. La decidida bacterióloga señora Jones (Alice Reinheart), será su ayudante en este viaje.

Lo que ha descubierto Saxton es un espécimen entre congelado y momificado. Todo un cadáver prehistórico bastante bien preservado. Lo embarcan en la estación ferroviaria de Pekín, Shanghái, en su demarcación rusa (no inglesa), con destino a Moscú. Y de allí a Londres. Si es que logran llegar. Porque, no obstante las precauciones dispuestas, el ladrón oriental Grashinski (Hiroshi Kitatawa) manipula el cajón que contiene el cuerpo, u organismo en forma corpórea, desatándose la tragedia (para los pasajeros del tren, el espectador bien que se lo pasa).
 

Para el monje ortodoxo Pujardov (Alberto de Mendoza), no cabe la menor duda, lo sucedido es obra del diablo. Bajo su capa de fanatismo, este personaje no deja de tener razón. Sin embargo, no me parece a mí que en Pánico en el Transiberiano haya una oposición tan marcada entre ciencia y religión, como tantas veces se ha querido ver, sino entre ciencia y fanatismo (que puede ser tanto religioso como científico). En cualquier caso, más que de religión, yo hablaría de apertura de conciencia. Los científicos protagonistas sí están abiertos a toda la gama científica. Dispuestos a enfrentarse a lo que se les ha venido encima.

¿Y qué es ello? Pues que la criatura cobra vida… para dar muerte. Posee facultades extraordinarias, y más adelante comprenderemos por qué. Tiene que ver con la idea anticipadora, muy en boga entonces como ahora, de que en la evolución humana hubo otras manos aparte de las místicas o meramente terrestres, venidas de quién sabe dónde. Queda por dilucidar, dados los resultados, si para bien o para mal. Lo cual, es una magnífica idea de guión para una película de tan gozosas características, escrita por Armand d’Usseau (1916-1990) y Julian Halevy, seudónimo de Julian Zimet (1919-2017). Como curiosidad, Eugenio Martín firma la película, en la copia en blu ray de que dispongo, remasterizada en 4K, con el americanizado nombre de Gene Martin. Siendo esta una producción de Philip Yordan (1914-2003), mítico guionista de títulos como Brigada 21 (Detective StoryWilliam Wyler, 1951), Johnny Guitar (Íd., Nicholas Ray, 1954), Agente especial (The Big Combo, Joseph H. Lewis, 1955), Más dura será la caída (The Harder They Fall, Mark Robson, 1956) o La caída del imperio romano (The Fall of the Roman EmpireAnthony Mann, 1964). Yordan estuvo muy activo en aquella época como productor de largometrajes en Europa. Incluida una versión de la excelente El día de los trífidos (The Day of the Triffids, 1951), de John Wyndham (1903-1969), dirigida por Steve Sekely (1899-1979) y Freddie Francis (1917-2007) en Inglaterra.
 

Tal y como pregona Pujardov, parece que estemos ante una ancestral maldición. Cuyo leitmotiv es determinar el origen del ser humano a través de la evolución. Recolector de memorias visuales, desde el comienzo de los tiempos, merced a esas altas potencialidades hace tiempo aletargadas, el ser revivido es inteligente. Lo cual plantea dudas muy razonables. ¿Y si lo que entendemos por el diablo procediera del espacio? De forma muy significativa, este tan solo se manifiesta en la oscuridad (física, no anímica). Un temor cósmico que se da en un entorno reducido. Con su propio ejército de ciegos servidores.

Entre los pasajeros del tren están el ingeniero Yevtushenko (Ángel del Pozo), la pasajera americana Miss Bennet (Faith Clift), el maquinista (José Jaspe), el encargado de los equipajes (Víctor Israel, sempiterno actor de soporte), la espía Natasha (Helga Liné), que también porta una máscara, pues se muestra como damisela en apuros; y en un vagón privado, los condes polacos Petrovski, Irina (Silvia Tortosa) y Maryan (Jorge Rigaud). El inspector Mirov (Julio Peña) se hará cargo de los extraños acontecimientos, hasta que el jefe de la policía cosaca de la zona rusa, el capitán Kazan (Telly Savalas), entra en escena.

Resulta inolvidable el desenvolvimiento de la criatura por los entresijos de los vagones y las mentes, denotando su afán por sobrevivir, aunque ello conlleve la destrucción de tantas vidas humanas.
 

Proseguimos con el siguiente título filmado por Eugenio Martín, objeto, asimismo, de una reedición remasterizada en formato blu rayUna vela para el diablo (It Happened at Nightmare Inn, en su versión inglesa; Vega-Merco-Azor Films para Paramount, 1973) fue escrita por el realizador junto a Antonio Fos (-), autor de buenas piezas de fantaterror, como Ella y el miedo (León Klimovsky, 1964), Joven de buena familia sospechosa de asesinato (Alfonso Brescia, 1972) y Una gota de sangre para morir amando (Eloy de la Iglesia, 1973), redactada, por cierto, junto a José Luis Garci (1944). Cuenta además nuestra película con la fotografía del destacado José Fernández Aguayo (1911-1999), y un acompañamiento musical -más que partitura expresa, como sí sucedía en el anterior ejemplo- de Antonio Pérez Olea (1923-2005).
 
Lo llaman turismo rural. En 1973 también se practicaba. Al punto de que algunos municipios se ven asediados por los visitantes estacionales, impidiendo, según nos cuentan, el normal desarrollo y disfrute de las actividades cotidianas del entorno. ¿Y si fuéramos un paso más allá? El pueblo de la serranía se convierte entonces en toda una trampa para turistas.

Verbigracia. Una joven viajera arriba al aeropuerto de Madrid. Se trata de May Barkley (Loreta Tovar). De ahí, toma el camino hacia el sur. Tal vez porque se hace mejor el amor. Concretamente, las localizaciones pertenecen a Ronda (Málaga), Grazalema (Cádiz) y El Paular (Madrid). Antes de eso, el relato ha dado inicio con una cita del filósofo Pascal (1623-1662), sobre el fino hilo que separa la virtud del pecado, y viceversa.

En fin, May llega a su rústico destino, donde le aguarda un final de trayecto algo abrupto. Si bien, aunque se pueden eliminar los rastros de las heridas de sangre, no sucede lo mismo con los de un delito.
 

El caso es que los destinos de varias de estas viajeras extranjeras por una España que descubrió los beneficios del turismo, convergen en la fonda Las dos hermanas. Estas son Marta (Aurora Bautista, huelga decir que muy alejada de sus papeles más tradicionales) y Verónica (la versátil Esperanza Roy). Una de carácter fuerte y decidido, la otra débil, sumisa y algo temerosa.

Entramos de lleno en el recinto de la auto-represión moral: porque no es impuesta, sino profesión de fe, es decir, voluntariamente asumida. Lo espeluznante del caso es que, una vez cogido “el gusto” por el crimen, estricta y escabrosa “limpieza de sangre”, sobreviene la justificación del mismo (como el blanqueo terrorista). Para Marta, ha sido la Providencia. Una señal, o incluso un castigo de Dios. Pero insisto en que no se puede hablar de la sobada represión, porque tal estado pertenece al ámbito de las “cuatro paredes” de Marta y Verónica, ésta última, arrastrada tanto por la pasión (de un joven del pueblo) como por la posesión (de su hermana Marta).

En efecto, ambas hermanas están asistidas ocasionalmente por Luis (Carlos Piñeiro). Sano, guapo, da gusto verlo. Hasta que, buscando a esa primera inquilina, llega la hermana de esta, Laura (Judy Geeson). De May, le dirán que se ha marchado de la pensión. Pero Laura no queda muy convencida. Conoce a su hermana. Y es que, entre hermanas anda el juego de las polarizaciones en Una vela para el diablo.

Mientras Laura intenta localizar a la suya, Marta y Verónica prosiguen con su purga. En la figura de otra viajera, Hellen Miller (Lone Fleming). Con enorme gracia o descaro, según se mire o se nos haga mirar, la joven se introduce en la fuente de la localidad nada más llegar. Escandalizando a todo el pueblo, según Marta. Lo cierto es que este simpático y castizo émulo de la célebre imagen de Anita Ekberg (1931-2015) en la Fontana di Trevi, es una acción que se funde con los planos combinados de las miradas torvas, lúbricas o atónitas de los lugareños. Más tarde, los vemos sesteando cuando Verónica pasea por las calles, camino de la casa de Luis. Que duerme como un bendito y como Dios lo trajo a este mundo, ligero de equipaje. El caso es que Verónica y Luis se entienden muy bien, para recriminación de la hermana, que intuye que estos dos no se reúnen únicamente para jugar a la canasta. Justo es reconocer, que Verónica se portará bien con el muchacho.

Por su parte, pese a que no tiene ninguna prueba contundente (todavía), Laura tratará de advertir a la siguiente de las visitantes en busca de alojamiento, Norma (Blanca Estrada). 
 

En matemáticas está claro. Dos crímenes son difíciles de ocultar. Tres ni les cuento. Pero cuatro han de ser de una incomodidad supina. Y es que no se puede poner una vela a Dios y otra al diablo (no por separado, sino enlazando ambas convicciones). Y ya que andamos con dimes y diretes, será David quien venza a este Goliat en la resolución de Una vela para el diablo.

Soslayando el disparate de que se nos diga que en el pueblo no hay policía, y los coyunturales y algo bruscos acercamientos con la cámara, cabe decir que el ambiente claustrofóbico está muy bien (re)creado. No por soleado, resulta menos letal (algo que más tarde pondría en evidencia Narciso Ibáñez Serrador (1935-2019) en ¿Quién puede matar a un niño? [1976]).

Junto a las imágenes más gráficas y rigurosas, Eugenio Martín introduce otros planos inquietantes, como la fuente de barro donde reposan tres cabezas de cordero (degollado), que representan, de forma no directa, los tres asesinatos perpetrados hasta ese momento. Destacan, igualmente, las heridas, se diría que gustosas, que Marta se hace con las zarzas, tras contemplar a los muchachos del pueblo bañarse en cueros en el río (aplacando los ardores del estío, pero encendiendo los de ella). Laceraciones infligidas a modo de fustigación, y cilicio que se acompaña con la estampa de una Marta que se exhibe sola ante el espejo de su dormitorio, portando una blusa sin sujetador. Una de esas escasas imágenes -pues no son tantas, a nivel global-, que pueden valer más que muchas palabras, y que tan solo el cine puede y sabe proporcionar.
 

En resumen, y si me permiten volver al principio, en la época de los universos paralelos, las membranas multidimensionales, los agujeros de gusano, la mecánica cuántica y las supercuerdas, no como ciencia ficción, sino como posibilidad real teórica, reducir toda manifestación inexplicable -por el momento- al reino de lo mental, resulta paradójico, por no decir que ridículo. Y no me refiero a lo expuesto en estas películas, cuyo segundo ejemplo da aviso, precisamente, de la posibilidad perjudicial de lo mental, sino a un nivel general. Eso de que la realidad no existe se ha convertido en un mantra.

Pues bueno. Valgan estas curiosas y notables muestras cinematográficas, junto a otras literarias, expuestas en este blog (mi sección Otros Mundos), para reclamar el espacio de la imaginación y la posibilidad real de lo extraordinario.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXXIII): Bajo sospecha, de Robert Benton

02 diciembre, 2022

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Cada vez que la veo me gusta más. Me refiero a nuestra película de hoy, Bajo sospecha (Still of the Night, United Artist-MGM, 1982), inteligente propuesta que no se esgrime bajo ninguna coartada o pretensión de solemnidad, ni envanecida vocación autoral, por parte de Robert Benton (1932), notable realizador y coguionista de títulos como Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa,doctor? (What’s Up, Dc.?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Íd., Richard Donner, 1978), entre otros ya clásicos.
 
Bello título el del original, Still of the Night, que podemos traducir como la tranquilidad de la noche. Una tranquilidad presta a esconder esa zona oscura de la doble intencionalidad y el disimulo, agazapados en los márgenes de todo juego de interesantes opuestos, como belleza-maldad, deber profesional-riesgo, consciente-inconsciente, máscara-exhibición, vigilia-sueño, espacio confortador-laberíntico, imaginación-ensoñación. A cuya puesta en escena, jamás chirriante ni sobreexpuesta, como antes adelantaba, contribuye la fotografía de nuestro Néstor Almendros (1930-1992), y un bello tema musical central -era otra época- de John Kander (1927), compositor estadounidense más conocido por su dedicación a los musicales; entre los que destacan, sin paliativos, Cabaret (1966) y Chicago (1976). Ambos llevados al cine con posterioridad, siendo la primera de las adaptaciones una obra maestra bajo la batuta cinematográfica de Bob Fosse (1927-1987). Música, por cierto, con alguna intervención electrónica de Jonathan Elias (1956), de quien recientemente comentamos su aportación a la psicotrónica Vamp (Íd., New World-Balcor Films, Richard Wenk, 1986).

Lo mismo podemos decir de los decorados de Mel Bourne (1923-2003), y la edición, concisa, de Jerry Greenberg (1936-2017). Edición y dirección que procuran un ritmo nada acelerado (lo que no significa que devenga lento). Conviene detenerse un poco en este aspecto, porque de un tiempo a esta parte, lo que se lleva son los montajes apresurados, por no decir desbocados, y las narrativas constantemente apelativas, fáticas, encaminados a entretener a un tipo de audiencia a la que hay que llamar continuamente la atención, si no se quiere ver perdida para la causa del cine (más bien para la causa económica), y que a estas alturas se ve incapaz de disfrutar de una trama con momentos de diálogo normal y corriente, o un mínimo de sosiego contemplativo, fundamental a la hora de describir personajes y no estereotipos o caricaturas.
 
 
La idea de un psiquiatra atendiendo a un paciente es muy atractiva. Siempre lo fue. Cuando dicho paciente, George Bynum (el estupendo característico Josef Sommer), aparece muerto, hallado en una calle cualquiera de Manhattan, Nueva York, por un ladrón de coches, es hora de que Sam Rice, que así se llama nuestro psiquiatra protagonista (fenomenal Roy Scheider), eche la vista atrás, para tratar de esclarecer el caso, o al menos, intentar hallar algún nexo causal o comentario relacionado con lo acontecido. Lo interesante es que Sam ha vivido las vivencias de George como las de un paciente más, cosa lógica, pero al rememorarlas, va remarcando en su mente, con ayuda de sus anotaciones y audios, tales vivencias, diferenciándolas ahora de las del resto de sus pacientes. El personaje, aun habiendo sido asesinado, cobra vida en estos momentos.

De hecho, nos movemos en dos marcos o espacios temporales. El ayer y el presente. Bien hilvanados por esa puesta en escena y montaje al que hacía referencia.

Luego, está la sospechosa. La pareja sentimental y extra-oficial de George, pues era un hombre casado. Se trata de Brooke Reynolds (Meryl Streep), que trabaja en una conocida galería de arte y subastas llamada Crispin’s: un claro trasunto de Sotheby’s o Christie’s (donde se filma la película). ¿Será ella la criminal? Los indicios así lo acusan.

La ciudad es, como queda dicho, Nueva York, pero podemos considerar que la lluvia es más propiamente otro de los elementos de la trama. Envuelve las sensibilidades y la luz de los protagonistas. Esto cuando llovía, y no se limitaba el cielo a dejar caer cuatro gotas de barro. Qué gratificante, a la par de cinematográfico, es ver llover.

También están los problemas con el sueño, entendido en su doble faceta de perturbación, que deriva en una doble vida o personalidad, y estado de reposo que se ve interrumpido por una pesadilla.

De la investigación criminal se encarga el policía Joseph Vitucci (Joe Grifasi). Sugestionado por un divorcio reciente, y por la pérdida del paciente, Sam emprende su investigación paralela, entre fascinado y atemorizado. El propio George le ha puesto en antecedentes de un crimen familiar que atañe a Brooke, y sobre el que se ha echado tierra.

Una estupenda escena condensa todo este estado de ánimo. La de la lavandería del edificio donde vive Sam, a la que este acude, no solo para lavar su ropa, sino para hallar respuestas, y que se sitúa en el subsuelo -en las profundidades-. En su día, George ejerció de voyeur, de escrutador. Rol que ahora, por motivos no demasiado distintos, le ha trasladado a Sam (en el cine de la actualidad casi nadie observa). Siguiendo los pasos nocturnales de Brooke, Sam irá más allá de su despacho -de su cometido profesional-, e incluso más allá de la oficina en donde trabaja la mujer.

Aspectos de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), debidamente asimilados. El ya citado estrato de los sueños se materializa en la senda arbolada que desemboca en una casona, edificada sobre unos peligrosos y acechantes acantilados.
 

Un enigma en sí mismo para nuestro psiquiatra. El simbolismo habitual de ese mundo de los sueños queda bien reflejado, no molesta el tópico. Al punto de procurar otra buena escena –la película es una sucesión de buenas escenas-, entre Sam y su madre, también psiquiatra y “apoyo moral”, Grace Rice (la veterana Jessica Tandy), tratando de desentrañar la intrincada visión de George. Lo que incluye la presencia de una barandilla, tanto en el pasado como el futuro -que se hará presente- de Brooke. En cualquier caso, quiero saber por qué lo mataron, expone Sam a su madre, al ser advertido del peligro de inmiscuirse en un asunto de asesinato.

Un punto de inflexión es el momento en el que Sam (per)sigue por la calle a una figura femenina durante la noche, que él cree es Brooke. Como en Vértigo, y nuevamente, por motivaciones no tan distintas, prevalece la fascinación por el otro. Este callejeo le conduce hasta Central Park, zona “oscura” de la ciudad cuando llega la noche. Y que muestra esa aparente calma. La inseguridad de dicho lugar, a tales horas, le jugará a Sam una buena-mala pasada. Un delito impide una desgracia mayor.

Pero el desarrollo vital también dispone de un espacio interno. Por algo, todos tenemos un pasado. Unos más que otros, esto es verdad. Y no me refiero a una cuestión de edad. Ahora, cuando conocemos a otra persona, de forma algo más que superficial, hay que ver la de problemas que acarrea (o nosotros). En el caso de Brooke, el pretérito se resolverá en el presente. Ya ha llegado la hora. Comenta este personaje que los años pasados junto a su padre en Florencia, Italia, atesoran los mejores momentos y recuerdos de su vida. Pero de forma significativa, también estos constituyen un engaño. Ciertamente, hay mucho que ocultar o de oculto en los individuos. Más, en un personaje, como en el que a veces nos convertimos. De igual modo que todos necesitan –necesitamos- de alguna ayuda noble y sincera de vez en cuando.
 

Por eso, toda esta exposición a la luz de las velas, o la llama de un mechero, la lleva a cabo Robert Benton desde la intimidad, nunca a través del exhibicionismo. Película de miradas, de diálogos y silencios expresivos, de personajes en definitiva, Bajo sospecha es una notable y agradecida muestra de suspense. Da fe, además de lo ya reseñado, la secuencia de la subasta en Crispin’s. A las que se suman unas llaves hitchcokianas, de uno de los despachos de la galería. Y el referido secreto familiar con asesinato incluido, que se habrá de revelar. Cuando Brooke narra su historia personal, tenemos constancia de que las apariencias nos engañan, y que suelen sorprender siempre. Son momentos resueltos a veces con la sabia combinación de sentido del humor y del honor (igualmente establecida por Hitchcock en Con la muerte enlos talones [North by Northwest, 1959]), como esa “obra de arte” que adquiere Sam en la subasta, más para llamar la atención de Brooke que para salvar sus propias apariencias (atenuar su reciente remordimiento). Hasta que los acontecimientos desembocan en el sugestivo desenlace en la casa de Long Island. Me crie aquí, declara Brooke. Es este otro de los aspectos de la película que más me agradan. La posibilidad de retomar los escenarios de nuestra infancia (que no siempre se conservan). Quién pudiera volver a los lugares donde paseamos y descubrimos la adolescencia, como el protagonista de Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957), pero sin su angustia existencial. Aquí es donde haya Bajo sospecha su baza más atractiva, desde mi punto de vista. La convivencia y convergencia de nuestro pasado con nuestro presente. Eso, y la recreación del citado sueño, cuya puesta en escena vuelve a plantearse en el plano físico, o la expresividad de las fotografías de George en el apartamento del asesino.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


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